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Tras una cena familiar organizada por el millonario estadounidense Rodney Borger, siete comensales resultaron hospitalizados con síntomas de una supuesta intoxicación alimentaria. Y aunque todos se recuperaron pronto, décadas después, el ya moribundo magnate no ha logrado aún quitarse de la cabeza el extraño episodio. Antes de dictar sus últimas voluntades, quiere poder dar respuesta a la pregunta que le atormenta desde entonces: ¿Cuál de los miembros de su familia intentó acabar con él en aquella celebración? Para ello requerirá los servicios del profesor Herman Brierly, químico famoso y apasionado de la criminología. Pero tan solo cuarenta y ocho horas después de la lectura del testamento de Borger, los boletines radiofónicos informan de que siete de sus herederos han sido envenenados en distintas ciudades de los estados de Nueva York y Nueva Jersey, y cuatro de ellos han fallecido ya. Lo más desasosegante es que las víctimas parecen haber sufrido el colapso casi simultáneamente, a pesar de vivir a cientos de kilómetros de distancia unas de otras… ¿Cuál es el verdadero propósito de lo sucedido? ¿Quién es el asesino invisible? Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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Seitenzahl: 342
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición en formato digital: septiembre de 2022
Título original: Murder from the grave
En cubierta: Chemist poison labels circa 1900© Amoret Tanner / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© De la traducción, Pablo González-Nuevo
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19419-34-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Cuando el timbre del teléfono sonó esa noche ninguna premonición advirtió al profesor Herman Brierly de lo que iba a suceder. No podía saber que esa llamada le conduciría indirectamente hasta la más extraña serie de acontecimientos de su ya de por sí insólita carrera, que incluso dejó su indeleble marca en el imperturbable científico. Largo tiempo después, le dijo a John Matthews, su hijo adoptivo, que de haber intuido lo que le deparaba el futuro cuando menos habría dudado a la hora de implicarse en el asunto.
El profesor Brierly disertaba con Matthews acerca de la fascinación que el estudio de la criminología ejercía sobre él de un tiempo a esta parte. Era después de la cena y el viejo estaba de un humor comunicativo. A Matthews le resultaba divertido ver el entusiasmo con que el profesor Brierly había abrazado su nueva afición.
—Resulta mucho más emocionante, John —dijo el profesor—, que el estudio de lo que se conoce como ciencias puras. Aunque siempre he pensado que la búsqueda de respuestas a las preguntas que planteamos a la naturaleza resulta tan excitante como un juego, lo cierto es que a menudo carece de chispa y emoción. Uno sabe por adelantado que la respuesta que obtendrá es inmutable como la solución a un problema de matemáticas, que únicamente puede haber una solución correcta. Sin embargo, en cuanto la ciencia se aplica al ser humano y su comportamiento, aparecen complicaciones a las que resulta imposible enfrentarse valiéndose de cifras y símbolos inertes. Uno descubre que las acciones y reacciones se enredan con las esperanzas y aspiraciones del hombre, con el amor y el odio, la avaricia y la envidia y toda la amplísima gama de las emociones humanas. Me arrepiento de no haber acometido antes su investigación. ¡Qué ilimitado campo de estudio se abre ante nosotros!
La doncella se aproximó entonces a la puerta y dijo que alguien al teléfono, cuyo nombre no había podido entender, deseaba hablar con el profesor Brierly.
—Cógelo tú, John.
Tras un breve diálogo Matthews se volvió hacia el profesor Brierly, cubriendo con la mano el micrófono del auricular.
—Profesor, el señor Borger, Rodney Borger, desea que vaya usted esta noche a su casa si es posible. Quiere consultarle algo.
El profesor Brierly arrugó la frente.
—Rodney Borger. ¿Tengo yo algo que ver con ese nombre, John?
El viejo era notoriamente negligente y distraído en cuestiones prácticas.
Matthews negó con la cabeza, sosteniendo aún el auricular, con un divertido brillo en la mirada.
—John, dile que no iré.
Una súbita expresión de furia apareció en sus ojos al escuchar la versión que daba el joven de su respuesta.
—No es que no pueda ir, John —dijo, levantando la voz—. No es que no pueda. No pierdas el tiempo inventando por mí excusas tontas y convencionales ni contando estúpidas mentiras. Mi mensaje es que no pienso ir.
Tras otro breve diálogo en voz baja, el joven ayudante del profesor Briely colgó el auricular.
—¿Sabe quién es Rodney Borger, profesor?
—¿Tiene alguna importancia para mí saberlo?
—Ha dicho que es uno de los diez hombres más ricos del mundo. Dice que tiene...
—¿Cómo consiguió el dinero? ¿Lo encontró simplemente o lo ganó?
—Oh, lo ganó, no sé exactamente cómo, supongo que en Wall Street o algo así...
—Y dices que es uno de los diez hombres más ricos del mundo con la esperanza de impresionarme con la supuesta importancia de ese hecho, ¿no es verdad? John, empiezas a medir a las personas por el sistema de la pajita más larga, igual que los demás. Me dices lo importante que es, no por su valor intrínseco para la sociedad ni por los servicios que le rinde, sino por el tamaño de su cuenta bancaria. Tú, igual que el resto...
El discurso fue interrumpido por el teléfono y una vez más la doncella apareció para decir que la misma persona deseaba hablar con el profesor Brierly. El viejo se había levantado bruscamente y se dirigió al teléfono, pero Matthews se adelantó. El joven y rubio gigante cogió de nuevo el aparato.
Tras escuchar unos instantes miró al viejo.
—El señor Borger en persona está al aparato esta vez. Pregunta si le recibirá si viene aquí. —Y al ver que el profesor quería decir algo, se apresuró a añadir—: Podría necesitar sus servicios tanto como un hombre pobre, profesor.
Al ver que el otro no respondía, Matthews dijo al aparato:
—Sí, el profesor Brierly le recibirá.
—¡Pero!
—¿Dentro de media hora? Muy bien.
—John, ¿estás seguro de que no me confunde con otra persona, con un médico o con...?
—No, Rodney Borger no es de los que cometen esa clase de errores. Solo dijo que quería preguntarle su opinión acerca de algo.
Cuando llegó Rodney Borger, el profesor Brierly lo trató con la misma consideración con que hubiera tratado a una persona pobre. El científico se puso de pie e hizo una leve inclinación con anticuada cortesía.
El hombre que aguardaba de pie en el umbral no era grande, aunque parecía ocupar toda la puerta. La doncella había cogido su sombrero, pero el otro aún sostenía su bastón y en la cabeza llevaba un bonete. Apoyándose con fuerza en el bastón examinaba atentamente cuanto había en la habitación.
Si su pausa en el umbral había tenido algún efecto dramático no había sido deliberado. Observó con detenimiento a los dos hombres que le recibieron.
—¿El profesor Brierly?
El visitante miró al hombre más joven y a continuación de nuevo a su anfitrión con evidente curiosidad. Los rasgos de su cara eran tan elocuentes que en un instante expresaron a la perfección cuanto podría haber dicho de palabra.
—Matthews es mi ayudante —dijo el profesor Brierly— y un miembro de mi familia.
Rodney Borger asintió y se sentó lentamente cuando el profesor Brierly le ofreció un asiento con un gesto de la mano.
La personalidad de aquel hombre no parecía menos dominante después de haberse sentado que cuando aún estaba de pie en el quicio de la puerta. De no ser por la eléctrica presencia del profesor Brierly el visitante habría dominado la estancia tal como habría hecho en cualquier otra reunión a la que hubiera asistido.
Su fascinante cabeza se apoyó en el mullido respaldo del sillón. A causa de alguna enfermedad profundamente arraigada, los otrora carnosos rasgos de su cara habían quedado reducidos a una mascara mortuoria.
Sin duda su semblante era insólito. Desde el colgante labio inferior hasta el mentón hundido, aquel hombre podría haber pasado por un libertino de incontenibles pasiones. Por encima del labio inferior su semblante era el de un ascético erudito.
El bonete estaba tan ajustado a su cráneo que no ocultaba por ningún lado los contornos de su asombrosa cabeza. La frente, si bien inmensa, parecía retroceder en agudísimo ángulo hasta un punto por encima del occipucio, notoriamente más atrás que la línea ascendente del cuello. Esta cúpula, en conjunción con el mentón hundido, daba lugar a un óvalo casi perfecto. Tenía las cejas arqueadas, los ojos de un negro brillante hundidos en sus cuencas y al mismo tiempo muy abiertos; una enorme nariz aguileña de cuyas aletas partían profundas hendiduras o arrugas hasta ambos lados de la barbilla; y el labio superior largo y recto apenas tocaba el colgante labio de abajo. El mentón parecía hundido únicamente a causa de la concavidad del resto de los rasgos, desde las cejas hasta el labio inferior.
—¿Es profesor Brierly o doctor Brierly? —dijo.
—Cualquiera de los dos o ninguno o ambos, o puede llamarme simplemente señor Brierly.
El otro continuó al instante.
—Padezco un cáncer en fase terminal.
—Me temo —empezó a decir el profesor— que yo...
Una mano alzada hizo callar al anciano.
—Aún sobreviviré un tiempo, con ayuda —continuó—. Un grupo de personas se reunió hace un tiempo para comer en mi casa. Algunas enfermaron. He venido a preguntarle si en su opinión pudieron ser envenenadas o sufrieron una intoxicación alimentaria.
—No soy detective, señor Borger.
—He venido a ver al profesor Brierly, el científico.
—Adelante, continúe —murmuró el profesor, que observaba a su visitante y escuchaba sus palabras con la actitud absorta que le caracterizaba.
—Había nueve personas reunidas en la mesa. Siete de ellas enfermaron. Esto sucedió hace algún tiempo. Los informes médicos de sus casos han sido destruidos o perdidos. El médico que los atendió está muerto. ¿Podría decirme en este momento, si en su opinión fueron envenenados o sufrieron una intoxicación alimentaria?
Hizo una pausa y miró al profesor Brierly. Estaba sentado completamente inmóvil y su rostro parecía en ese instante más que nunca una máscara mortuoria. Cuando el profesor Brierly consideró que el visitante había terminado de exponer su caso volvió a hablar:
—No ha compartido conmigo todos los hechos.
—Mostraron síntomas como...
—La descripción de los síntomas llevada a cabo por un profano en la materia es inútil.
—No soy exactamente un profano. Algo sé sobre los efectos de los venenos.
—¿Es usted médico?
—No.
—Entonces no sabe nada sobre los efectos de los venenos. Leer acerca de los efectos y síntomas de venenos en un libro de texto es tan útil a la hora de formarse como toxicólogo como leer sobre carreras y movimientos para convertirse en nadador. El conocimiento teórico acerca de lo que harán ciertos venenos dista mucho de la capacidad para reconocer dichos síntomas al verlos.
—Sucedió justo después de comer las...
—Irrelevante.
—Algunos hechos carecen por completo de importancia en la cuestión que me interesa...
—Eso tendré que decidirlo yo.
El visitante seguía inmóvil, sentado muy erguido en el mullido sillón con ayuda del bastón. Cuando volvió a hablar tras una breve pausa solo sus labios se movieron. Ni un solo músculo de su cara se contrajo.
—Estoy a punto de hacer un testamento con el que tengo intención de liquidar algunas cuentas pendientes —dijo.
Aunque su expresión no cambió los dos oyentes creyeron detectar una siniestra ferocidad en sus palabras.
—Hace poco más de seis años invité a ocho parientes a mi casa, algo que venía haciendo periódicamente desde hacía un tiempo. Todos estaban sentados a la mesa. Siete de los comensales, yo entre ellos, enfermamos. Todos nos recuperamos. Seis días después el médico me permitió levantarme de la cama. Dos días más tarde el doctor que me atendió atravesaba en coche el monte Bear y él y su coche fueron hallados en el fondo de un profundo terraplén. El coche estaba destrozado, y él, muerto. Su posición en el vehículo cuando fue encontrado hizo dudar a los investigadores sobre si estaba o no en su interior cuando se salió de la carretera. Sus informes acerca de mi caso habían desaparecido. Durante mi enfermedad no comenté con él ningún detalle sobre el asunto y mucho menos con las enfermeras. —Hizo una breve pausa—: ¿Podría decirme, llegados a este punto y careciendo de datos científicos o informes al respecto, si enfermamos a causa de un envenenamiento o de intoxicación alimentaria, ya fuera deliberado o accidental?
Durante todo el discurso lo único que se movía en aquel rostro pétreo eran los labios. Solo cuando habló de liquidar sus deudas había tenido lugar un súbito destello de expresión, pero sus oyentes tampoco estaban seguros de haberlo visto. No había sido más que una fugaz impresión vaga e intangible.
Antes de que el profesor tuviera ocasión de responder, el otro sacó de su bolsillo un trozo de papel y siguió hablando.
—Quizá esto le ayude. Es un diagrama de los lugares que ocupábamos en la mesa. Éramos nueve. Los ocho parientes mencionados y yo. Era una mesa alargada. Yo estaba sentado en la cabecera y una de mis hermanas, Anita Borger Clements, en el otro extremo, frente a mí. A mi derecha se encontraban mis tres hermanos, William, Charles y Joseph, y una sobrina, Camille Vannest. A mi izquierda, en orden, estaba mi primo Henry Borger —de nuevo los dos oyentes detectaron aquel destello de animal ferocidad en sus ojos—, otro primo, Frank Borger, y mi otra hermana, Lucy Borger Hinkle. Los que enfermaron, aparte de mí, fueron mis hermanos Joseph y Charles, mi sobrina Camille Vannest, mis hermanas Anita y Lucy, y Henry Borger, mi primo. No he vuelto a ver a mis parientes desde entonces. Todos están vivos y deseo resarcirme. —De nuevo aquel súbito brillo de odio inhumano—. ¿Puede darme su opinión? Hay científicos y también detectives. No he acudido a usted únicamente por sus logros como científico. Sé que también ha tenido éxito recientemente deteniendo a importantes criminales —siguió diciendo imperturbable mientras el anciano hacía ademán de responder—. No obstante, es el profesor Brierly el científico quien espero que me ayude.
—No estoy interesado en investigar crímenes y tampoco a sus artífices —empezó a decir el viejo con frialdad—. Esos casos llegaron a mí por razones científicas. Los aspectos criminales de cada caso fueron puramente incidentales.
—Lo sé —respondió el otro asintiendo con su impresionante cabeza—. Repito que es al profesor Brierly el científico a quien he venido a pedir ayuda.
Hubo una larga pausa antes de que el viejo volviera a hablar.
—¿A qué hora del día fue esa comida? —preguntó.
—Al anochecer. Empezó hacia las siete.
—Lo más que podría hacer es responder a su pregunta negativamente, si es que es posible.
El otro asintió.
—Muy bien, si eso es todo lo que puede hacer. Esta es la primera y será la última vez que plantee a alguien esta pregunta. ¿Fue un veneno, como se suele decir, o una intoxicación alimentaria?
—¿Los ataques tuvieron lugar al principio, a la mitad o después de la comida?
—Fue poco después de que comenzara la cena.
—¿Cuánto tiempo había pasado desde que empezaron a comer? ¿Qué había comido usted y cuánto tiempo transcurrió desde el momento que lo comió hasta que comenzaron los síntomas?
—Empezamos tomando los cócteles. Después creo que sirvieron las almejas. Lo que recuerdo es que los ataques empezaron cuando yo estaba terminando las almejas.
—¿Cuánto tiempo pasó entre los cócteles y las almejas?
—Muy poco. Se sirvieron prácticamente a la vez.
—¿Había terminado usted de comer las almejas?
—Creo que no.
—¿Lo recordaría mejor si tuviera ocasión de contárselo a los otros comensales presentes aquel día?
—Es posible, pero preferiría no hacerlo —respondió, permitiéndose esbozar una sardónica sonrisa.
Tras una larga pausa el profesor Brierly volvió a hablar:
—La información que me ha proporcionado es limitada o nula. No le he preguntado por los síntomas porque el valor de dicha descripción en boca de un profano sería escaso. Yo diría que el ataque, con toda probabilidad, no fue resultado de una intoxicación alimentaria durante la cena.
—¿Es eso todo lo que puede decirme, profesor?
—¿Se pusieron todos ustedes enfermos al principio de la cena, más o menos al mismo tiempo?
—Sí.
—Entonces, es cuanto puedo decir. Si bien es cierto que algunas intoxicaciones alimentarias se manifiestan razonablemente rápido, no conozco ninguna que actúe de forma fatal, ni siquiera seria, en el tiempo transcurrido entre que tomaron los cócteles y comieron unas pocas almejas. Incluso en el hipotético caso, harto improbable, de que dicha intoxicación fuera producida por un licor.
—¿Un veneno actuaría así de rápido?
—Algunos de los alcaloides más mortíferos y también otros son capaces de matar incluso con un solo sorbo de cóctel. Eso es posible saberlo con el más somero y genérico estudio acerca de los venenos. No obstante, esto es mera especulación y yo no soy adivino.
Borger permaneció en silencio un instante y después se levantó.
—Bien, ahora liquidaré mis cuentas pendientes.
La misma mortífera ferocidad e imperturbable rotundidad con que había pronunciado aquellas palabras al principio de la entrevista resultó evidente también ahora para ambos oyentes.
—Es posible, señor, que salde las cuentas pendientes —dijo el profesor Brierly sarcásticamente— dejando su dinero a los culpables.
Durante un instante una impía luz danzó refulgiendo en los brillantes ojos negros. Y después sus rasgos se distendieron en una sonrisa que hizo que Matthews se estremeciera.
—Eso no me ha sonado a ciencia, profesor, sino a filosofía. Y no le falta razón. Buenas noches, caballeros.
Los dos hombres escucharon cómo se alejaban sus pasos.
—Menudo personaje —comentó Matthews—. Da escalofríos solo tener que mirarle y hablar con él. Si se cambiara de ropa y se pusiera un hábito o algo por el estilo parecería recién salido de la Edad Media. Sería un perfecto inquisidor.
—Tengo la sensación, John, de que ya le había visto en alguna parte o a alguien muy parecido, y me ha hecho recordar algo desagradable. Tu sugerencia es de lo más atinada. Su mera presencia parece resucitar algo del pasado.
—¿Tiene alguna idea sobre cuál puede ser su nacionalidad, profesor, su país de origen?
El anciano miró inquisitivamente a su ayudante.
—¿Tú también lo has notado? Bueno, ¿y cuál dirías tú que es su nacionalidad?
—No estoy seguro. Hay en él algo latino u oriental, o quizá semítico. Pero habla un perfecto inglés, inglés americano, quiero decir, modismos incluidos. ¿Qué clase de nombre diría que es Borger, profesor? ¿No aportaría eso alguna clave sobre sus ancestros?
El viejo sonrió.
—¿Tú crees? No en este país. Este crisol de culturas en el que vivimos no solo transforma a las personas en algo que ni sus antepasados reconocerían, sino que además les cambia el nombre. ¿Serías capaz de decir mirando la guía telefónica cuáles son los ancestros de cualquier persona con el apellido Smith? ¿Era originalmente Schmidt o quizá algo que no tiene ni el más remoto parecido tipográfico con la palabra Smith? Basta fijarse en los nombres de personas de origen judío, por ejemplo. Se puede contar con los dedos de ambas manos el número de apellidos judíos puros que es posible encontrar en este país. Los nombres utilizados por los judíos no tienen en absoluto tal origen. Son alemanes, polacos, rusos, españoles, franceses. Nombres típicos de todos los países que los judíos han habitado a lo largo de los últimos quinientos años. Además de eso también cambian sus nombres íntegramente o los adaptan al inglés según su propio criterio. Esto es válido para todas las razas y nacionalidades que residen en los Estados Unidos. No, tratar de descubrir los verdaderos orígenes de un hombre mediante su nombre en esta heterogénea masa de humanidad en la que vivimos es una tarea imposible. Borger podría derivar de cualquier nombre o de ninguno en absoluto. ¿Quién sabe?
La quinta noche después de la muerte de Rodney Borger, James Hale estaba en su oficina escribiendo el enésimo artículo al hilo de lo sucedido. «Hombre de acero» Hite, el editor jefe, le había ordenado hacerlo esa tarde a última hora para que tuviera tiempo de salir a la caza de material nuevo al día siguiente. Ningún sindicato controla las horas de trabajo de los reporteros. Aparte de él, las únicas personas que quedaban en la normalmente bulliciosa sala de noticias eran Cy Brader, el redactor de guardia tras la última edición, y un chico de los recados adormilado. Jimmy estaba demasiado concentrado en su tarea para percatarse de la súbita actividad por parte de Cy Brader.
Hale luchaba desesperadamente por encontrar el material y los adjetivos necesarios para resucitar aquella historia moribunda, pero no lo estaba consiguiendo. Un detalle insignificante suele ser suficiente para que un buen reportero construya un relato ágil y vibrante. Pero no hay nada más difícil en la complicada vida de un periodista que conseguir resucitar una historia muerta solo porque el editor quiere mantenerla viva unos días más.
Todas las posibilidades habían quedado completamente agotadas. Ya habían cribado a conciencia entre su muerte y el funeral la escasa información disponible sobre el pasado de Rodney Borger. El anuncio de que el testamento se leería esa misma noche había proporcionado a la prensa la chispa que necesitaba para volver a empezar. Y todas las ediciones de todos los periódicos habían cubierto la noticia hasta la saciedad.
Llegados a ese punto «Hombre de acero» Hite se habría conformado con relegar la historia a una página interior. Pero a mitad de verano no hay bonanza de noticias, y menos aún noticias de primera plana. Por eso había ordenado a Jimmy escribir dos columnas y media sobre la historia de Rodney Borger.
El audaz y joven reportero estaba sentado ante su máquina de escribir y tecleaba con desgana de cuando en cuando, sudando profusamente, maldiciendo a su editor y prometiéndose a sí mismo que sus hijos, si los tenía algún día, jamás serían periodistas. Fontaneros o contrabandistas quizá, pero periodistas de ninguna manera.
Trató de recordar todo lo que había averiguado acerca de Rodney Borger. Y lo más notorio que se le vino a la cabeza fue lo poco que se sabía de él. Se decía que poseía una fortuna de entre cien y quinientos millones de dólares. Jimmy no había conocido a ninguna persona, hombre o mujer, que hubiera sentido el menor afecto por el fallecido Borger.
El tipo nunca se había casado. Una de las insólitas excentricidades que Jimmy recordó era que jamás se le había visto en público con la cabeza descubierta. Jimmy también recordaba muy vívidamente su aspecto.
El joven reportero de imaginación desbocada siempre había pensado que Borger parecía salido del pasado medieval. Con una tonsura y ropa de la Edad Media...
Jimmy sacudió la cabeza al llegar a esa parte de su rememoración.
¿Cómo demonios se empieza una historia con eso?, se dijo. Ni una sola palabra sobre él excepto algunos chismes en la morgue. Ni el mayordomo ni el ama de llaves parecían dispuestos a hablar. Sus abogados y albaceas seguían cerrados como almejas. Y los parientes que habían asistido al funeral el día antes se habían mostrado tan comunicativos como estatuas de piedra.
¿Qué diablos les hace pensar a estos tontainas de editores que a la gente le importa un cuerno una persona muerta solo porque tiene un montón de pasta? Qué fácil es sentarse a la mesa y decir: «Jimmy, quiero una buena historia para seguir tirando del asunto de Borger». ¿Cómo voy a escribir una continuación de una historia de la que incluso al principio había poco que contar?
Su acalorado monólogo interior quedó súbitamente interrumpido por la voz de Cy Brader, el reportero de guardia. Tan absorto estaba Jimmy en sus amargas reflexiones que Cy tuvo que llamarle por su nombre tres veces antes de que Jimmy le oyera.
—Eh, Jimmy, ¿estás con el obituario de Borger?
—Sí. ¿Quieres dejar de ladrar y dejarme terminar la historia para poder largarme? Tú puedes echarte a dormir toda la noche o lo que quiera que hagan los que están de guardia, pero yo...
—Sí, pobrecito, desde luego eres un infatigable reportero. ¿O a estas alturas ya te consideras todo un periodista? Bueno, el caso es que tengo algo que te hará feliz. Espero que me des las gracias como Dios manda. Te he visto sudar la gota gorda tratando de sacar una historia de un puñado de chismorreos.
Le enseñó una hoja de papel a Jimmy esbozando una sonrisa de indisimulada y maliciosa satisfacción. Sabía que lo que acababa de darle a Jimmy lo mantendría ocupado durante el resto de la noche.
—Más cotilleos —gruñó Jimmy.
Caminó con desgana hacia la mesa de redacción y cogió un trozo papel que había sido arrancado del telégrafo.
Su desgana desapareció por completo en cuanto leyó las primeras líneas de lo que se convertiría en una de las historias más importantes de su carrera.
Se acercó ansiosamente a la máquina que la Associated Press utilizaba para transmitir noticias las veinticuatro horas del día. En sus ojos se podía ver ahora esa luz que aparece en la mirada de todo coleccionista que ha hecho un importante hallazgo o en la de un reportero cuando encuentra «la historia». Observó tenso e impaciente mientras las barras del teletipo martilleaban su mensaje sobre el papel que avanzaba lentamente. Antes de que se completara arrancó con exasperación lo que ya había impreso y regresó a su máquina de escribir.
Ya no había duda ni indecisión en el martilleo de sus teclas. Sus dedos saltaban rápidamente por el teclado llevando la historia en una nueva dirección. Hasta haber completado la primera columna no volvió a mirar la hoja impresa que había cogido de la máquina. Después volvió junto al teletipo de Associated Press y arrancó el resto de la historia, cuya transferencia ya había terminado.
Antes de retomar el trabajo en su máquina de escribir revisó durante varios minutos las tres hojas recién impresas que tenía delante. Dejando a un lado algunas palabras introductorias sobre el asunto, se centraban en las últimas voluntades y testamento del difunto Rodney Borger. Decía así:
ÚLTIMAS VOLUNTADES Y TESTAMENTO DE RODNEY BORGER
En el nombre de Dios, amén. Yo, Rodney Borger, en plenas facultades mentales, redacto y hago públicas mis voluntades y mi testamento como sigue:
Mis parientes me odiaban más de lo que se aborrecían entre sí porque tenía mucho dinero. Querían mi dinero, querían mi casa. Tendrán ambas cosas. En una ocasión intentaron envenenarme. Ahora que he muerto me vengaré. Les dejo mi dinero, todo. Mas no se deleitarán demasiado, pues no me sobrevivirán el tiempo suficiente para disfrutar del oro que tanto ansiaban.
Mi ama de llaves, conocida como Mary Hastings, se había comprometido para casarse conmigo. Tres días antes de la fecha señalada para la boda, ella y uno de mis primos, Henry Borger, huyeron con una considerable cantidad de dinero que me pertenecía. Más tarde supe que ella desconocía la procedencia del dinero que él me había arrebatado.
Fue él, Henry Borger, quien siguiendo sus naturales inclinaciones la castigó en mi lugar. Tras arrebatarle todas sus posesiones materiales y habiéndole robado además todo aquello que una mujer considera digno de aprecio, la ignoró, la golpeó, la torturó y finalmente la abandonó dejándola al cuidado de su único hijo, un niño.
Este niño, siguiendo asimismo el camino que el destino le había dejado marcado, cometió un asesinato cuando tenía diecisiete años. Yo era una de las tres personas que estaban en situación de poder aportar información sobre lo sucedido a las autoridades. Una de esas personas está muerta y la otra no hablará.
Me abstuve de divulgar dicha información con la condición de que Mary Hastings fuera mi ama de llaves, y su hijo, mi mayordomo.
Ahora ella ha quedado liberada de su puesto de ama de llaves y él de sus labores de mayordomo. La hago beneficiaria de mis bienes con la condición de que ambos sigan viviendo en esa casa. Si él o ella abandonaran la residencia, no solo perdería ella la herencia según este testamento, sino que mis albaceas tienen orden de hacer público un documento actualmente en posesión del ejecutor testamentario británico H. C. Sloan, de Liverpool. Dicho documento está lacrado con cera azul y un sello con las iniciales R. B. La siguiente condición, en vigor desde hace ocho años, aún es válida: el mencionado documento se hará público igualmente cuando ella muera.
El pariente superviviente de más edad, sea quien sea, tendrá que ocupar mi dormitorio. La que fuera señora de Henry Borger, conocida por el nombre de Mary Hastings, queda exenta de dicha condición. Mis albaceas tienen instrucciones expresas de asegurarse de que dichas condiciones son cumplidas a rajatabla, especialmente en lo referente a su residencia en esta casa y el alojamiento en mi dormitorio por parte del pariente de más edad que me sobreviva.
Prometo desde la sepultura que él o ella no lo ocuparán durante un largo periodo, del mismo modo que no podrán disfrutar mucho tiempo de mi fortuna. Ansiaban mi dinero. Pues lo tendrán, pero deberán vivir juntos bajo el mismo techo si desean disfrutarlo.
Mi dormitorio y el vestidor contiguo permanecerán cerrados a mi muerte y las llaves quedarán al cuidado de mis albaceas de Nueva York, Harding y Harding. Estas llaves se entregarán únicamente al pariente de más edad que me sobreviva, cuando él o ella estén listos para ocupar la habitación.
1. Entrego, dono y lego en fideicomiso, mediante mis albaceas aquí nombrados, todos mis bienes, reales y personales, a mis tres hermanos, William, Charles y Joseph Borger; a mis dos hermanas, Anita Borger Clements y Lucy Borger Hinkle; a mis dos primos, Henry Borger y Frank Borger; a una sobrina, Camille Vannest, y a mi ama de llaves, conocida como Mary Hastings, para que detenten, reciban, utilicen y disfruten de las rentas, intereses y beneficios derivados de dicho patrimonio mientras sigan vivos.
2. En el caso de que muera alguno de los herederos arriba mencionados antes de que expire dicho fideicomiso su parte la recibirá el resto de los herederos.
3. Es mi expreso deseo que el heredero superviviente tenga derecho a todas mis propiedades y por la presente insto a mis albaceas a entregársela a dicho heredero, sea quien fuere.
4. También lego a los siguientes empleados: (aquí se enumeraba explícitamente a una serie de donaciones para sirvientes y empleados administrativos).
5. Por la presente cito a mis albaceas, Harding y Harding de Nueva York y H. C. Sloan de Liverpool, como ejecutores de mi última voluntad y testamento.
En fe de lo cual, con mi propia mano firmo y sello este documento el día tres de agosto de mil novecientos veintinueve.
RODNEY BORGER
Esto fue debidamente presenciado por dos testigos.
Jimmy permaneció un buen rato reflexionando, con ambas manos reposando ociosamente sobre el teclado de la máquina de escribir. Sus dedos rebuscaban distraídos en los bolsillos de la chaqueta cuando Cy Brader se acercó a su escritorio para pedirle una cerilla.
—¡Sal del trance, Jim! ¿En qué estás pensando?
El reportero salió de su abstracción y con unas pocas frases esbozó los puntos más reseñables de su historia.
—Piensa en la diabólica genialidad de todos esto, Cy. Imagina qué clase de mente concebiría un modo semejante de castigar a esa mujer, manteniéndola durante todos esos años como ama de llaves en una casa donde podría haber sido la dueña. ¿Cómo la obligaría a hacerlo? No es de las que se dejan coaccionar sin oponer resistencia. La he visto en varias ocasiones y me pareció de las que suben al cadalso con la cabeza bien alta. Amor de madre, con esa clase de emociones jugaba el viejo tigre. No le ha dejado ni la posibilidad de escapar suicidándose, pues de hacerlo se publicaría igualmente el documento que demuestra la culpabilidad de su hijo. E incluso ahora, después de haber muerto, Borger sigue teniéndola atrapada con la misma estrategia. Piensa en el hijo en semejantes condiciones. Ya era bastante malo para él antes. ¡Imagina cómo se sentirá ahora! Y los demás parientes también estarán allí. El exmarido del ama de llaves, el padre del muchacho, estará allí. Todos odiándose unos a otros si es verdad lo que dice el testamento. Todos bajo el mismo techo. ¡Qué enredo endemoniado, Cy! Y la cosa no termina aquí. ¡No termina aquí ni de lejos!
Como la mayor parte de los reporteros profesionales Jimmy pensaba en forma de titulares. «Asesinato desde la tumba, asesinato desde la tumba», murmuró mientras se desvestía para irse a la cama. Ahora no estaba cansado en absoluto como antes de que el teletipo entregara el revelador mensaje, pero de todas formas se durmió rápidamente, murmurando aún: «Asesinato desde la tumba».
Raras veces la imaginación de las masas se desborda como sucedió con la publicación del testamento de Rodney Borger. La superstición latente en la mayoría de la gente explosionó poniendo a prueba el fino barniz de la civilización.
La rotundidad y convicción de las terribles promesas expuestas en el incendiario documento, el odio y la animal ferocidad que emanaba de cada línea de aquel texto dejaron huella prácticamente hasta en el último estrato de la sociedad allá donde fue leído.
Los que creían en los fenómenos psíquicos lo leyeron con reposada certidumbre. Podían citar ejemplos extraídos de su propia experiencia y la de otros que nada tenían que envidiar a las promesas del testamento de Borger.
Los frentes más moralistas de la prensa, acostumbrados a vender sus condenas y reprobaciones, usaron el testamento como fuente de inspiración, extrayendo de él ejemplos morales y citas filosóficas ad nauseam. Fueron pocos los que apenas le prestaron atención, pues son pocos los que por lo general se toman a la ligera lo que sucede con una gran cantidad de dinero.
En ninguna parte se trató el asunto de forma jocosa. Probablemente eso sucedería más adelante. Nuestro sentido del humor nacional sin duda despertaría a su debido tiempo, concediendo al testamento la merecida atención desde esa perspectiva.
Matthews comentó el testamento con el profesor Brierly mientras hojeaban los periódicos del miércoles por la mañana. El viejo estaba leyendo una copia impresa del documento con absorta concentración, algo que nunca le sucedía al abrir un periódico.
El testamento y los comentarios que sobre él hacían los periodistas le hicieron recordar vívidamente al singular personaje que había redactado el documento.
El profesor Brierly y su ayudante compraron también los periódicos vespertinos y los leyeron con profundo interés, con la esperanza de encontrar información adicional para ampliar la historial difundida inicialmente. Quedaron decepcionados. Los dos hombres leían el Bulletin, donde trabajaba su amigo James Hale.
Matthews reconoció la historia escrita por su amigo gracias al uso de ciertas palabras y giros expresivos, y no pudo contener una sonrisa.
—Sin duda nuestro amigo se ha soltado las riendas en este artículo, profesor.
—Muy explícito, pero que muy explícito. Pero falta atención a los detalles científicos y a los hechos precisos, como siempre que leo esta clase de crónicas periodísticas. Y en este caso es flagrante. Si bien es cierto que el relato no lo dice de manera explícita, sin duda sugiere que el fallecido Borger puede y probablemente se levantará de entre los muertos para cumplir las promesas plasmadas en su testamento. —Señaló con colérico desdén el titular—. ¡Mira esto! ¡Es inexcusable! ¡Absolutamente reprobable!
Sobre las tres columnas de la parte derecha de la página se podía leer:
ASESINATO DESDE LA TUMBA
—De esta manera el periódico, un medio de comunicación de masas que debería ser utilizado para ampliar el conocimiento —continuó enojado—, se degrada y a menudo se prostituye apelando a los impulsos más bajos y rastreros de los lectores...
—Pero, profesor, Jimmy no es el responsable de ese titular. Con frecuencia nos ha dicho cómo...
—Este es suyo. Él lo ha inspirado. No tienes más que leer el texto de su «historia», como él las llama.
—Bueno, probablemente él mismo vendrá a vernos dentro de uno o dos días. Tarde o temprano tendrá que desahogarse. Es evidente que su estilo parece cuando menos recargado esta vez. O hay algo que sabe y no ha podido publicar... o quizá, no sé, hace mucho que no le vemos. Ha pasado casi una semana.
Matthews no quedó decepcionado. Jimmy apareció esa misma tarde. Matthews le vio desde la ventana caminando calle arriba. La actitud de Jimmy y el modo en que llevaba puesto el sombrero evidenciaban una absoluta despreocupación, sin duda fruto de la complacencia. Llevaba el sombrero tan inclinado hacia atrás que muchos se preguntarían qué clase de mágico equilibrio impedía que se cayera a cada paso.
—¿Qué trae por nuestros dominios —dijo Matthews, en cuanto entró— al defensor de los adjetivos y enemigo de lo escueto e imparcial?
Jimmy ignoró a su amigo.
—Profesor, tengo una historia sombrosa y me pregunto si podría usted ayudarme. ¿Qué diferencia hay entre el veneno y la tomaína?
—El veneno, Jimmy —respondió Matthews didácticamente, haciendo una excelente imitación de su mentor—, es veneno y la tomaína es venenosa.
—Esto no es cosa de risa, John —le advirtió el viejo.
—Así es, John —respondió el reportero—, tus chistes en este asunto resultan inadecuados e irrelevantes.
El profesor Brierly miró con desconfianza al joven visitante, pero Jimmy logró controlar sus músculos faciales, lo que sin duda le salvó de uno de los ataques de furia del sabio investigador. El profesor Brierly no consentía bromas a expensas de una de sus ciencias favoritas.
—¿Qué es lo que desea saber exactamente, señor Hale?
El osado y joven reportero quería saber qué le había preguntado Rodney Borger cuando le visitó hacía dos meses. Jimmy recordaba haber oído algunos viejos chismorreos sobre aquella famosa cena. Le había tocado cubrir la historia en esa ocasión y no había sacado nada en claro. Ahora, con ánimo de llegar al fondo del asunto había decidido visitar al profesor en busca de inspiración e información. No obtuvo ninguna de las dos cosas. El profesor Brierly necesitaba hechos y datos que Jimmy, al igual que Rodney Borger, fue incapaz de proporcionarle. Sin esos hechos y datos el profesor Brierly no estaba dispuesto a pronunciarse.
Jimmy había elaborado mentalmente un impactante titular para su siguiente artículo:
CIENTÍFICO INSISTE EN LA EXISTENCIA DE UN COMPLOT PARA ENVENENAR AL PLUTÓCRATA
Pero se llevó una decepción. No obstante, ese agudo instinto que algunos denominan «olfato para la noticia» le dijo con la misma claridad que si alguien le hubiera susurrado al oído que pronto sucedería algo. Esta promesa se cumplió con creces la noche siguiente.
La noche del jueves cinco de septiembre, cuarenta y ocho horas después de la lectura del testamento, los millones de personas que prestaban atención a sus aparatos de radio escucharon algo que no formaba parte de la programación.
Entre las 08:15, horario del este, y las 11:52, hora a la que se retransmitió la última notificación al respecto, los oyentes supieron que siete de los herederos de Rodney Borger habían sido envenenados en sus respectivos hogares, a kilómetros de distancia, tres de ellos mortalmente.
A las 08:15, durante un intermedio de la programación, el locutor contó a su audiencia invisible que Lucy Borger Hinkle, de Yardville, Nueva Jersey, hermana del difunto Rodney Borger, había sido envenenada. Estaba viva en aquellos momentos, aunque no se sabía si podría recuperarse.
A las 08:35 se hizo publico que Henry Borger, primo del difunto Rodney Borger y exmarido de Mary Hastings, y Luigi Ambroglio, el hombre en cuya casa residía Henry Borger en Hightstown, Nueva Jersey, habían sido envenenados. En esos momentos se desconocía si estaban vivos o muertos. Más tarde facilitarían nuevos detalles.
A las 09:30 se divulgó que Anita Borger Clements y Charles Borger, hermana y hermano del difunto Rodney Borger, que vivían juntos en Imlaystown, Nueva Jersey, habían sido hallados muertos en su comedor. En aquellos momentos se creía que ambos habían sucumbido a un potente veneno.
A las 10:15 llegó el anuncio de que Joseph Borger, un hermano del recientemente fallecido Rodney Borger, había sido encontrado muerto en el comedor de su casa en Allentown, Nueva Jersey. También en este caso se pensaba que había sucumbido a los efectos de un potente veneno.
A las 11:10 se supo que los intentos de contactar con la mansión del difunto Rodney Borger en Nueva York había sido inútiles. El locutor explicó brevemente que Mary Hastings, el ama de llaves mencionada en el testamento, su hijo antes conocido como Carlin, mayordomo, y una sobrina del difunto Rodney Borger, Camille Vannest, residían actualmente en la mansión del fallecido. La voz invisible continuó explicando que todos los intentos de ponerse en contacto con ellos habían sido infructuosos. Entretanto, los Harding, padre e hijo, albaceas y ejecutores de los bienes, tampoco habían hecho ninguna declaración al respecto.
La última información sobre los hechos se hizo pública a las once cincuenta y dos. Mary Hastings y su sobrina política, Camille Vannest, habían sido envenenadas mientras cenaban esa noche. Se creía que podrían recuperarse.
Los programas de radio cayeron de inmediato en el olvido. El hecho de que fuera la hora de acostarse para cualquier persona respetable de los estados del este y el centro del país parecía irrelevante. La gente empezó a pelearse por encontrar los periódicos de los dos días anteriores.
Según los diarios recientes había nueve personas mencionadas en el testamento, de las cuales siete habían sido envenenadas y tres estaban muertas.
Las copias del testamento publicadas en prensa fueron leídas nuevamente por millones de personas. Entre líneas emergían nuevos significados que hasta entonces nadie parecía haber detectado. Los periódicos, las emisoras de radio y las oficinas de telégrafos fueron asediados a base de llamadas telefónicas solicitando información sobre la suerte de los Borger que habían sobrevivido y más detalles acerca de los hechos en general.
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