El asombroso color del después - Emily X. R. Pan - E-Book

El asombroso color del después E-Book

Emily X. R. Pan

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Beschreibung

Hay una cosa de la que Leigh Chen Sanders está absolutamente segura: cuando su madre murió, se convirtió en un pájaro. Leigh, que es mitad asiática y mitad blanca, viaja a Taiwán para ver por primera vez a sus abuelos maternos. Allí espera encontrar a su madre, el pájaro. En su búsqueda puede que acabe persiguiendo fantasmas, revelando secretos familiares y forjando nuevas relaciones. Y mientras tanto deberá intentar reconciliarse con la idea de que en el mismo momento en que por fin besó a su mejor amigo, Axel, su madre se estaba quitando la vida. El asombroso color del después es una novela preciosa sobre la familia, el arte, el amor, la pérdida y la identidad que alterna entre realidad y magia, pasado y presente, desesperación y esperanza. «Desgarrador. Un libro muy especial». John Green «Un debut imaginativo y conmovedor». Gayle Forman «Un viaje hermoso y mágico a través de la pérdida». Holly Black «Inolvidable». PopSugar «Deslumbrante». Bustle «Una novela exquisita». Locus Magazine «Asombrosamente original». Chicago Tribune «Brillante». Roshani Chokshi «Me ha encantado». Marie Rutkoski «La escritura de Pan conduce a los lectores por una travesía llena de emociones, colores y personajes muy bien definidos con un toque de magia». School Library Journal «Extraordinario (...). Totalmente mágico». Shelf Awareness «Estelar». VOYA

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© The Astonishing Color of After © by Emily X.R. Pan

Publicado por acuerdo con Dystel, Goderich & Bourret LLC a través de International Editors’ Co.

All rights reserved including the rights of reproduction whole or in part in any form.

© de la obra: Emily X. R. Pan, 2018

© de la traducción: Teresa Lanero, 2020

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.o C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2020

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-83-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Si viera un solo pájaro.

EMILY DICKINSON

EL ASOMBROSO COLOR DEL DESPUÉS

1

Mi madre es un pájaro. No se trata de ningún rollo metafórico de flujo de conciencia a lo William Faulkner. Mi madre. Es literalmente. Un pájaro.

Sé que es tan cierto como que la mancha en el suelo del dormitorio es permanente como el cielo, tan cierto como que mi padre nunca se perdonará a sí mismo. Nadie me cree, pero es un hecho. Estoy completamente segura.

Al principio, el agujero con forma de madre estaba hecho de sangre. Oscuro y pegajoso, empapaba las raíces de la moqueta.

Retrocedo, una y otra vez, hasta aquella tarde de junio. Yo volvía de casa de Axel y me encontré a mi padre en el porche; daba tumbos de un lado para otro, y era evidente que me estaba buscando. Nunca podré borrar esa imagen: tenía las manos grasientas y temblorosas, le chorreaba algo granate por la sien y se le agitaba el pecho como si respirara limaduras de hierro en lugar de aire. Al principio, pensé que estaba herido.

—Leigh… Tu madre…

Se ahogó a mitad de frase y frunció el gesto de un modo horrible. Cuando por fin consiguió hablar, su voz tuvo que atravesar un océano entero hasta llegar a mí. Era un sonido frío y cerúleo, lejano e incoherente. No fui capaz de procesar sus palabras. No fui capaz en mucho tiempo. Ni cuando la policía llegó. Ni cuando vinieron a sacar el cadáver de mi madre por la puerta principal.

Sucedió el Día del Dos y Medio. Nuestro día, una tradición anual para Axel y para mí. Se suponía que era una fecha de celebración. El año escolar casi había terminado y las cosas por fin volvían a la normalidad, a pesar de que Leanne siguiera rondando por allí. Ya estábamos haciendo planes para el verano. Pero supongo que el universo tiene su forma de mandar a tomar viento cualquier previsión.

Dónde estaba yo ese día: en el viejo sofá de tweed del sótano de Axel, rozándole el hombro y tratando de ignorar el muro de electricidad naranja que nos separaba.

¿Qué sucedería si apretaba la boca contra la suya? ¿Me provocaría una descarga, como un collar de perro? ¿Se derrumbaría el muro? ¿Nos fusionaríamos?

Y Leanne ¿desaparecería? ¿Conseguiría borrarla un beso?

La mejor pregunta era: ¿cuánto se destruiría?

Mi madre sabía dónde me encontraba. Ese es uno de los hechos que no logro superar.

Si hubiera sido capaz de estar por encima de mis puñeteras hormonas por un instante, tal vez mis neurotransmisores me habrían ordenado volver a casa. Tal vez me habría zafado de las vendas que me impedían ver y me habría obligado a mí misma a hacer recuento de todo lo que no iba del todo bien, o al menos a darme cuenta de que los colores a mi alrededor no eran los correctos.

Sin embargo, me refugié en mi caparazón, me permití ser una de esas adolescentes ensimismadas y distraídas. Durante las clases de educación sexual, los profesores siempre daban a entender que los chicos eran los salidos. Pero allí, en ese sofá, tuve la certeza de que habían omitido un detalle crucial del cuerpo femenino, o por lo menos de mi cuerpo. Yo era un fuego artificial encendido y, como Axel se acercara, saldría despedida hacia el cielo y me convertiría en una lluvia de un millón de fragmentos.

Aquel día él llevaba la camisa marrón de cuadros. Era mi favorita, la más vieja y la más suave en mi mejilla cuando lo abrazaba. Sus olores de chico inundaban el ambiente: la delicadeza de su desodorante, el aroma floral y ahumado de algún que otro producto y, por encima de todo lo demás, una fragancia como de hierba serena por la noche.

Al final, fue él quien se quitó las gafas y me besó, pero mi cuerpo, en vez de convertirse en chispas, se congeló. Si me movía un milímetro, todo se rompería. Sólo el hecho de pensar en la palabra («beso») era como si una varita mágica de hielo me rozara el pecho. Las costillas se me agarrotaron, entumecidas, como telarañas con grietas. Dejé de ser un fuego artificial y me convertí en algo helado en lo más recóndito del Ártico.

Entonces, las manos de Axel me rodearon la espalda y me desbloquearon. Me estaba derritiendo, él me había soltado la cuerda y yo lo besaba con todas mis fuerzas. Nuestros labios estaban por todas partes y mi cuerpo era naranja fluorescente… No, púrpura imperial… No. Mi cuerpo era de todos los colores del mundo en llamas.

Pocos minutos antes, habíamos comido palomitas recubiertas de chocolate y así sabía. Dulce y salado.

Una explosión de pensamientos hizo que me apartara. La nube de escombros consistía en recordar que era mi mejor amigo, que era la única persona en quien confiaba al cien por cien aparte de mi madre, que no debía besarlo, que no podía besarlo…

—¿De qué color? —preguntó Axel con voz suave.

Esa es la pregunta que siempre hacemos cuando queremos averiguar cómo se siente el otro. Somos amigos inseparables desde que la señora Donovan nos daba Arte: hace tanto tiempo que no necesitamos más que un color para describir un estado de ánimo, un éxito, un fracaso, un deseo.

No pude contestarle. No supe explicar que estaba recorriendo como un rayo todo el maldito espectro, incluida una nueva dimensión de tonalidades que jamás había experimentado con anterioridad. En vez de eso, me levanté.

—Mierda —musité.

—¿Qué? —preguntó él. A pesar de la luz tenue de la única bombilla del sótano, vi que se sonrojaba.

Las manos… Yo no sabía dónde meter las manos.

—Lo siento, tengo que…, tengo que irme.

Habíamos establecido una regla, la de no mentirnos el uno al otro, pero yo no dejaba de romperla.

—¿En serio, Leigh? —contestó, aunque yo ya corría escaleras arriba, ayudándome del pasamanos para ir más deprisa.

Llegué al vestíbulo que hay antes del salón y empecé a respirar con grandes bocanadas, como si acabara de emerger a la superficie después de zambullirme en las profundidades.

No me siguió. Al marcharme, di un portazo: hasta la casa estaba cabreada conmigo. El golpe sonó verde vómito. Pensé en la tapa dura de un libro que se cierra de golpe sobre una historia sin terminar.

2

Nunca vi el cadáver de cerca. Cuando la policía llegó, salí corriendo por delante de ellos. Subí los escalones de dos en dos e irrumpí en la habitación de mis padres con tanta fuerza que casi rompo la puerta. Lo único que vi fueron las piernas de mi madre en el suelo, que sobresalían en horizontal por el lado más alejado de la cama.

Entonces llegó mi padre y me sacó de allí mientras los oídos me pitaban por los gritos. Eran tan fuertes que estaba segura de que se trataba de un ruido de la policía. Sólo cuando me quedé sin aire me di cuenta de que provenían de mí. De mi boca. De mis pulmones.

Descubrí la mancha después de que se llevaran a mi madre, después de que alguien hiciera el primer intento de limpiar la moqueta. Incluso en ese momento era oscura y ancha, rectangular y horrible. Apenas tenía forma de madre.

Es más fácil pensar que la mancha es pintura acrílica. Pigmento, emulsión. Soluble en agua hasta que se seca.

Pero la pintura derramada no es más que un accidente, ahí reside lo complicado.

La pintura derramada no implica un cuchillo y un bote de somníferos.

Al día siguiente de que sucediera, nos pasamos horas buscando alguna nota. Esa fue la parte absurda. Mi padre y yo flotábamos por la casa, moviéndonos como perezosos, mientras abríamos cajones y armarios y pasábamos los dedos por encima de las estanterías.

«No es real hasta que encontremos una nota. —Ese pensamiento no dejaba de rondarme por la cabeza—. Seguro que ha dejado una nota».

Me negaba a entrar en el dormitorio de mis padres. Imposible olvidarlo. Los pies de mi madre asomando por detrás de la cama. El pulso de mi sangre. Está muerta está muerta está muerta.

Me quedé en el pasillo apoyada contra la pared y oí que mi padre revolvía unos papeles en busca de algo, que daba vueltas por la habitación con un sonido tan desesperado como mis sentimientos. Oí que abría el joyero y lo cerraba. Oí que movía cosas en la cama; debía de estar buscando debajo de las almohadas, debajo del colchón.

¿Dónde puñetas deja las notas la gente?

Si Axel hubiera estado conmigo, es probable que me hubiera agarrado del hombro y me hubiera preguntado: ¿de qué color?

Y entonces tendría que haberle explicado que yo era incolora, traslúcida. Era una medusa atrapada por la marea, obligada a ir donde ordenara el mar. Era tan irreal como la nota inexistente de mi madre.

Si no había nota, ¿qué significaba?

Mi padre debió de encontrar algo, porque al otro lado de la puerta todo se quedó en silencio.

—¿Papá? —grité.

No hubo respuesta. Pero yo sabía que estaba ahí. Sabía que estaba consciente al otro lado y que me oía.

—Papá —repetí.

Percibí una inspiración larga y profunda. Mi padre se acercó despacio a la puerta y la abrió.

—¿La has encontrado? —pregunté.

Se detuvo sin mirarme a los ojos, dubitativo. Al final me extendió un papel arrugado.

—Estaba en la papelera —dijo con voz tensa—. Junto con esto.

Abrió la otra mano y me mostró un montón de cápsulas que reconocí de inmediato. Los antidepresivos de mi madre. Cerró de nuevo la mano y bajó las escaleras.

Un frío cian me recorrió el cuerpo. ¿Cuándo dejó de tomar la medicación?

Alisé el papel y me quedé observando su blancura. En él no había ni una pizca de sangre. Me lo llevé a la nariz e inhalé para absorber el último olor de mi madre.

Y, por fin, me obligué a leerlo.

Para Leigh y Brian.

Os quiero mucho

Lo siento

La medicación no

Debajo había algo más, garabateado varias veces, una encima de otra, que resultaba ilegible. Y al final del todo, una última línea:

Quiero que recordéis

¿Qué había intentado decirnos?

¿Qué quería que recordáramos?

3

Comencé a pasar las noches en el sofá de abajo, lo más lejos posible de la habitación de mis padres. Me costaba mucho dormir, pero el viejo sofá de cuero me engullía y yo me imaginaba acunada entre los robustos brazos de una giganta. Tenía el rostro de mi madre, la voz de mi madre. A veces, si conseguía sumirme en un incómodo sopor, el tictac enérgico del reloj de encima de la televisión se convertía en el latido de su corazón.

Entre latido y latido, mis sueños recogían fragmentos de viejos recuerdos. La risa de mis padres. Una celebración de cumpleaños, nuestras caras manchadas de tarta de chocolate. Mi madre tratando de tocar el piano con los dedos de los pies a petición mía. Mi padre con las cancioncillas que le gustaba inventarse: «Mi pequeña Leigh es muy feliz, ¡mira qué suspiro me dedica a mí!».

Era la víspera del funeral: me desperté alrededor de las tres de la mañana con un golpe seco en la puerta principal. No era un sueño; lo sabía porque acababa de soñar que la giganta tarareaba junto al piano. Nadie más se despertó. Ni mi padre ni la gata de mi madre. El suelo de madera estaba helado y yo me dirigí al vestíbulo temblando, desconcertada por el cambio de temperatura. Abrí la pesada puerta y se encendió la luz del porche.

La calle estaba morada y oscura, en silencio salvo por el grillo solitario que marcaba el ritmo en el césped. Un ruido lejano me hizo levantar la vista y, contra el cielo lóbrego previo al amanecer, vislumbré una franja carmesí. Batió las alas una, dos veces. Una cola siguió al cuerpo por el aire, como una cometa. La criatura pasó por delante de la media luna y sobre la sombra de una nube.

No me asusté, ni siquiera cuando el pájaro planeó por la hierba para aterrizar en el porche con aquellas garras que daban golpecitos sobre la madera. Allí posada, la criatura era casi tan alta como yo.

—Leigh —dijo el pájaro.

Habría reconocido esa voz en cualquier lugar. Era la voz que solía preguntarme si quería un vaso de agua después de una buena llantina, que me recomendaba una pausa con galletas recién horneadas antes de terminar los deberes o que se ofrecía a llevarme a la tienda de manualidades. Era una voz amarilla, tejida con sílabas luminosas y melódicas, que provenía del pico de esa criatura roja.

Mis ojos asimilaron su tamaño: nada que ver con la pequeña estructura de mi madre cuando era humana. Me recordó a una grulla de coronilla roja, pero con la cola larga y plumosa. De cerca vi que cada una de sus afiladas y relucientes plumas presentaba una tonalidad de rojo distinta.

Cuando alargué la mano, el ambiente cambió como si hubiera alterado la superficie de un estanque en calma. El pájaro alzó el vuelo y batió las alas hasta que desapareció en el cielo. Dejó tras de sí una única pluma escarlata sobre el porche, curvada como una guadaña y casi tan larga como mi antebrazo. Al precipitarme hacia ella, levanté sin querer una pequeña ráfaga de aire. La pluma se elevó perezosa, osciló y se detuvo al caer. Me agaché para cogerla y miré hacia el cielo. Ya no estaba.

¿Volvería? Por si acaso, coloqué un cacharro con agua y dejé la puerta abierta con una cuña. Me llevé la pluma adentro y, una vez en el sofá, me dormí de inmediato por primera vez desde el día de la mancha. Soñé con el pájaro y me desperté segura de que no era real. Pero entonces advertí que tenía la pluma en la mano; la apretaba tan fuerte que las uñas se me habían quedado marcadas. Incluso dormida, temí perderla.

4

El funeral fue a ataúd abierto y, cuando me acerqué a la caja de madera, casi esperaba encontrarme con un montón de cenizas. Pero no, había una cabeza. Había un rostro. Divisé la mancha de nacimiento marrón en el hueco de encima de la clavícula. Esa era la blusa de mi madre, la que se compró para un recital y que después decidió odiar.

Ante mí yacía un cuerpo más gris que un bosquejo. Alguien le había puesto maquillaje y colores para que pareciera viva.

No lloré. Esa no era mi madre.

Mi madre está libre por el cielo. No tiene el peso del cuerpo humano, no está formada por una sola mota gris. Mi madre es un pájaro.

El cadáver del ataúd ni siquiera llevaba el colgante de la cigarra de jade que le vi todos los días de mi vida. Su cuello estaba desnudo…, una prueba más.

—¿De qué color? —susurró Axel cuando se puso a mi lado.

Era la primera vez que hablábamos desde el día que mi madre murió, una semana atrás. Supongo que se enteró a través de su tía Tina, después de que mi padre la llamara. Sé que no debí excluirlo, pero no soportaba la idea de tener una conversación con él. ¿Qué le iba a decir? Cada vez que intentaba imaginar las palabras, todo se volvía frío y vacío en mi cabeza.

Allí de pie, en el funeral, Axel parecía fuera de lugar. Había sustituido su indumentaria habitual —camisa de cuadros encima de una camiseta con dibujos y vaqueros viejos— por una camisa de vestir demasiado grande, sujeta con una corbata lustrosa, por fuera de unos pantalones oscuros. Vi que observaba el ataúd con nerviosismo y que volvía a centrarse en mí despacio.

Si me miraba fijamente a los ojos, se daría cuenta de que me había clavado una flecha cuyo astil me sobresalía por el pecho y se retorcía con cada contracción de mi corazón.

Y tal vez notaría que mi madre había despedazado todo lo demás. Que, aunque él consiguiera arrancar la flecha, estaba tan destrozada, tan desgarrada, que no habría nada capaz de recomponerme.

—¿Leigh?

—Blanco —susurré, y noté su sorpresa. Es probable que esperara un azul glacial, o tal vez el último bermellón del atardecer.

Vi que alargaba el brazo hacia mi codo y vacilaba. Dejó caer la mano.

—¿Te pasas luego por mi casa? —preguntó—. O… puedo ir yo a la tuya.

—No estoy segura de que sea buena idea.

Sentí que él adoptaba poco a poco un color rosa.

—No pretendía…

—Ya lo sé —dije, no porque fuera verdad, sino porque no iba a soportar que acabara la frase. ¿Qué es lo que no pretendía? ¿Que traspasáramos ese muro crepitante y que conectáramos una boca con la otra en el mismo momento en que mi madre se moría?

—Quiero hablar contigo, Leigh.

Eso era casi peor.

—Ya estamos hablando —dije, y cuando brotaron las palabras se me revolvieron las entrañas.

Mentira mentira mentira. Aunque la palabra resonaba en mi cabeza, intenté relegarla a un lugar donde no pudiera oírla.

En cuanto Axel se dio la vuelta, me di cuenta de que sacudía los hombros. Levantó una mano para aflojarse la corbata y se fue hacia la otra punta de la sala. En un destello, como una visión del futuro, vi que la distancia aumentaba entre nosotros y se extendía como una cinta métrica hasta que nos separaban kilómetros y kilómetros. Hasta que alcanzábamos la mayor lejanía posible entre dos personas sin abandonar la superficie terrestre.

¿Para qué serviría hablar, según Axel, después de lo que le había pasado a mi madre?

¿Qué íbamos a arreglar?

5

Todavía no había decidido cómo le iba a contar a mi padre lo del pájaro, pero cuando volvíamos al coche después del funeral, tropecé con un desnivel del suelo.

Al instante se me vino a la cabeza un refrán que decíamos de pequeños:

«Si tropiezas por la calle, desgracia para tu madre».

Esas palabras me bloquearon el cerebro. Parpadeé y caí con medio cuerpo en la hierba y medio cuerpo en la acera. Mi padre me ayudó a levantarme. Se me quedó algo verdoso en la rodilla que me trajo un recuerdo del pasado, de una época más simple en la que las manchas de césped eran una de mis mayores preocupaciones.

—¿Qué es eso? —preguntó mi padre, y al principio pensé que se refería a la mancha. Pero no, señalaba hacia una franja roja que se encontraba a poca distancia de mí.

Al caerme al suelo, la pluma se me había salido del bolsillo del vestido. Reposaba extendida sobre la acera como una especie de desafío.

La recogí y me la volví a guardar.

Como es lógico, mi padre insistió. Y no pude mentirle. No cuando se trataba de algo que tenía que ver con mi madre.

—Es de mamá —traté de explicarle mientras nos montábamos en el coche—. Vino a verme.

Mi padre se quedó callado un momento mientras apretaba el volante con las manos. Durante una milésima de segundo, percibí un gesto de dolor. Su expresión era tan ruidosa como un rugido, pese a que a nuestro alrededor sólo se oía el sonido del coche sobre la calzada. El sonido apagado de los pedales bajo sus pies al frenar.

—Vino a verte —repitió. La preocupación era patente en su voz.

—Vino… convertida en… —Tragué saliva. En ese momento, en la punta de la lengua, las palabras tenían un sabor ridículo—. Ahora es un pájaro. Grande y rojo. Y bonito. Se posó en el porche la otra noche.

Giró a la izquierda en Mill Road y comprendí que había elegido el camino más largo para alargar la conversación. Estaba atrapada.

—¿Qué significa que ahora es un pájaro? —dijo después de un tiempo vacío, y en ese momento supe que no me creía, que no había nada que yo pudiera hacer o decir para hacerle cambiar de opinión.

No contesté, y suspiró por la nariz muy despacio. Lo oí con total claridad. Volví la cabeza hacia la ventana mientras acariciaba con el pulgar las barbas de la pluma.

Dio varios golpecitos en el volante con la yema de los dedos, como siempre que se paraba a pensar.

—¿Qué significa el rojo para ti? —volvió a intentarlo, y esta vez sonó casi como a libro de texto, como a alguna técnica que hubiera aprendido del doctor O’Brien.

—No me he inventado lo del pájaro, papá. Es real. Lo vi. Era mamá.

Empezó a llover; habíamos tomado el camino de la tormenta. El agua aporreaba en sentido oblicuo y fragmentaba una y otra vez el reflejo de mi rostro en la ventana.

—Intento comprenderlo, Leigh —dijo mientras tomábamos el carril de acceso a la casa. No pulsó el mando para abrir la puerta del garaje. No apagó el motor. Nos quedamos allí sin hacer nada mientras el traqueteo del coche comenzaba a marearme.

—De acuerdo —accedí. Pensé en darle una oportunidad. Si él le ponía tanto empeño, yo también. Si quería hablar del tema, estupendo. Lo único que necesitaba era que intentase creerme, aunque fuera por un momento.

Observé los golpecitos de sus dedos contra el volante mientras elegía las palabras correctas. Cerró los ojos un instante.

—A mí también me encantaría… ver a tu madre de nuevo. Más que cualquier otra cosa.

—Claro —asentí, y se me quedó la mente en blanco, como una pantalla de ordenador que se apaga. Me desabroché el cinturón de seguridad, abrí la puerta y salí del coche.

La lluvia se adhería a mí mientras buscaba la llave en el bolso para entrar en casa. Era una lluvia cálida que parecía gris al caer del cielo. Me imaginé que era una armadura líquida que, al entrar en contacto con mi cuerpo, se amoldaba a mí para protegerme de todo.

Caro tampoco me creyó. Después de quitarnos la ropa del funeral y ponernos otra cosa, fuimos a Fudge Shack, donde intenté explicárselo. Nos sentamos en los taburetes altos; yo delante de un trozo de brownie con malvavisco que no toqué, ella dándole sorbos lentos a su batido de chocolate para dejarme hablar. Permaneció callada: ese modo tan suyo de expresar desacuerdo. En aquel momento, al ver el paciente asentimiento de su barbilla y el brillo vítreo de sus ojos, supe que la estaba perdiendo con cada palabra que pronunciaba.

Llegó un punto en que no pude seguir mirándola. Los ojos se me fueron hacia las puntas azules de su cortísimo pelo, que ahora se había vuelto del color de los cristales de la playa. Lleva mechas azules desde que nos conocimos en primero, y esta era la vez que lo tenía más verde.

Cuando terminé de hablar, dijo:

—Estaba preocupada por ti.

Hundí un dedo en mi brownie y lo retiré mientras miraba con atención la marca que había dejado.

—Sé que no terminas de congeniar con el doctor O’Brien —continuó—, pero quizá merezca la pena… probar con otra persona.

Me encogí de hombros.

—Lo pensaré.

Aunque seguro que ella se dio cuenta de que lo dije para que se callara.

Fingí que miraba la hora en el móvil y me inventé una excusa barata mientras recogía el trozo de brownie y me bajaba del taburete con la intención de ir a ese supuesto sitio al que llegaba tarde.

Después me sentí culpable. ¿Acaso Caro no intentaba ayudarme?

Pero ¿cómo iba alguien a ayudarme sin creerme?

Lo que quería era hablar de mi madre con Axel, que pasaran cien días desde lo del beso para intentar que se borrara de mi recuerdo y del suyo. Quería contarle lo del pájaro. Me senté en el sofá con ese deseo mientras le daba vueltas con las manos a un carboncillo (una y otra vez, una y otra vez) hasta que los dedos se me pusieron negros y empecé a manchar todo lo que tocaba.

¿Me creería Axel? Quería pensar que sí. Aunque, para ser sinceros, no tenía ni idea.

No contesté al móvil, así que llamó al fijo de casa, pero sólo una vez. Nadie contestó. No dejó ningún mensaje.

Rara vez habíamos estado tanto tiempo sin vernos. Ni siquiera cuando tuve gastroenteritis, después gripe y luego infección respiratoria alta, todo seguido; en aquella ocasión también vino a verme y desafió el aire tóxico de mis pulmones sentándose a mi lado en el sofá para pintar. Tampoco cuando mi padre me obligó a ir a Mardenn, aquel infernal campamento de verano. Me sentía tan desgraciada que Axel cogió un autobús para recogerme y llevarme de vuelta a casa.

Él nunca se alejaría de mí. Estaba segura. Todo era cosa mía.

Pensar en ello era como retorcer la flecha que se hundía entre mis costillas, así que dejé que me absorbieran los pensamientos sobre el pájaro y que las preguntas trazaran espirales. ¿Dónde está ahora el pájaro? ¿Qué quiere?

Traté de dibujarlo en mi cuaderno, pero no conseguí que me salieran bien las alas.

6

El agujero con forma de madre se convirtió en un recorte muy negro. Sólo podía fijarme en el contorno porque, si lo miraba directamente, veía el vacío.

Tenía que enfrentarme a ese vacío, a esa ausencia de color. Desvié la mirada hacia otra dirección, hacia el blanco, que está compuesto por todos los demás colores del espectro visible. El blanco era la solución, o al menos el apósito más pequeño. En las horas libres de la mañana siguiente al funeral, conduje hasta la ferretería por un camino poco transitado con el fin de que ningún vecino reconociera el coche y, por ende, mi cara. La necesidad de pintura blanca era tan acuciante que ni siquiera me planteé que conducía sin carné.

Apliqué una mano de pintura en las paredes de mi habitación, pero era poco densa; el color mandarina chillón que mi madre y yo aplicamos años atrás se convirtió en un naranja pastel empalagoso. Mientras me dirigía hacia el baño, mi padre salió del despacho.

Miró la lata de pintura que colgaba junto a mis piernas y las manchas blancas que ya salpicaban mis vaqueros, y dijo:

—Leigh, ya está.

Él no comprendía lo que suponía luchar contra el enorme agujero negro, contra el vacío. Tampoco es que me sorprendiera. Había muchas cosas que él no entendía y que no entendería jamás.

—Ni se te ocurra poner eso ahí —añadió mientras señalaba la habitación principal con el pulgar.

Estaba de acuerdo. No pensaba entrar en esa habitación bajo ningún concepto. Cogió la lata de pintura y yo escapé escaleras abajo para sumergirme en mi cuaderno de dibujo y apretar el papel con los dedos.

Dibujé formas oscuras y estancadas. Presioné el carboncillo con todas mis fuerzas hasta que los dedos se me quedaron tiznados y doloridos, y un charco negro y encerado me iluminó. Tal vez, si conseguía dibujar el vacío, lo controlaría.

Pero nunca era lo bastante oscuro. Nunca era negrísimo.

Pasé mucho tiempo sin colorear. Sólo usaba el carboncillo y el lápiz, casi siempre para ceñirme a los contornos. Estaba reservando los colores para después.

7

Sabía lo que había visto. Era real, ¿verdad?

Durante las noches posteriores a la primera aparición del pájaro, cuando cesaban los ruidos de la planta de arriba, salía al porche y observaba el cielo. Las nubes pasaban por delante de las estrellas. Cada día, la luna se encogía y cedía una de sus tajadas. Yo vaciaba el cacharro y lo llenaba de nuevo para que siempre tuviera agua fresca, por si acaso. Y al volver a entrar en casa, dejaba la puerta entreabierta con una zapatilla en medio. La brisa se colaba por la rendija para arremolinarse en el salón, y me quedaba dormida soñando con el aliento de la giganta en la cara.

Una semana después del funeral, los rayos de luna entraban por la ventana del salón cuando, de repente, la temperatura cayó en picado. Era una de esas noches de verano supuestamente sofocantes, pero con cada exhalación se formaba una nube blanca ante mi rostro. No oí nada, pero aun así decidí inspeccionar el jardín.

Nada más salir, vi un paquete algo menor que una caja de zapatos sobre el felpudo. Estaba sujeto con una cuerda que se entrecruzaba en medio y se ataba para cerrar la tapa. Las esquinas estaban un poco aplastadas, y lo único que había encima era mi nombre escrito con rotulador negro y con una caligrafía desconocida. Nada más. Ni sellos ni etiquetas; ni siquiera una dirección.

Cuando levanté la cabeza, el pájaro estaba en el jardín con una pata recogida, como las grullas que había visto en los cuadros. Bajo la luz de la luna, los extremos de sus alas eran plateados y puntiagudos, y las sombras de su cuerpo parecían casi de color añil.

—Esta caja es de parte de tus abuelos —dijo mi madre, el pájaro.

Lo primero que pensé fue: «Mis abuelos están muertos». Los padres de mi padre ya eran mayores cuando él nació; hacía años que habían fallecido.

A menos que… ¿Acaso se refería a los padres de mi madre? ¿A los que no llegué a conocer?

—Llévala contigo —añadió cuando me agaché para recoger la caja.

—¿Que la lleve dónde? —pregunté.

—Cuando vayas —contestó.

Cuando me puse de pie, el pájaro ya había alzado el vuelo y se alejaba, esta vez sin dejar atrás ninguna pluma.

No tenía nada más que hacer, salvo regresar al salón. Por un momento, a mi alrededor todo pareció derretirse; los colores se oscurecieron como si se cocinaran a alta temperatura. Las ventanas y cortinas perdieron su forma, los muebles se combaron y se hundieron sobre el suelo, y hasta la lámpara del techo se convirtió en un líquido viscoso.

Tras un par de parpadeos, todo recuperó la normalidad.

Me senté en el sofá, tan cansada de pronto que me dormí al intentar desatar el paquete. Cuando desperté, ahora por el sol que entraba por las ventanas, la caja seguía ahí.

Era real. Existía con la luz de la mañana. Respiré hondo y dejé que mis dedos se deslizaran bajo la tapa.

8

Sigo intentando averiguar qué hacer con la caja. Ya ha pasado casi una semana desde que mi madre vino en forma de pájaro para traerla. Es angustioso saber que no puedo hablar de esto con Axel.

¿Me creerá ahora mi padre?

Por la forma en que frunció el ceño la otra vez, parecía que me pasaba algo malo.

Estoy sentada en el sofá con las piernas cruzadas, justo encima del lugar donde he escondido en paquete. El contenido de la caja es… diferente a la pluma. Es mucho más que eso. Quizás esta vez consiga que él me escuche.

Miro fijamente el brillo del piano como si fuera una bola de cristal capaz de explicar por qué mi madre es un pájaro y qué debo hacer ahora. Me he dado una vuelta por la casa y he dibujado los objetos que parecían importantes, pero todavía no he pintado el piano. Tiene muchísima historia, y la historia implica colores.

Hubo un tiempo en que ese instrumento inundaba nuestra casa con su sonido. ¿Cuándo fue la última vez que oí a mi madre tocarlo? No estoy segura; supongo que eso debería haber sido una señal de alarma.

En retrospectiva, todo parece obvio.

Todos los años le prometía que durante el verano siguiente dejaría que me enseñara a tocar para que un segundo par de manos honrara aquellas teclas. Ella lo estaba deseando. Sobre todo, tenía ganas de que lo tocáramos juntas. Siempre nos imaginé aprendiendo algún dueto encantador, con mis manos aporreando los graves y sus delicados dedos haciendo tintinear las octavas más agudas.

Mi madre solía dejar el teclado del piano al descubierto, reluciente como una dentadura. Decía que las teclas necesitaban respirar. Pero mi padre ha retirado la partitura y ha cerrado la tapa. El piano que en este instante tengo delante está desnudo, adusto, de luto.

En el lugar donde solían reposar los libros de música, abiertos por la sonata o el nocturno en el que mi madre estuviera trabajando, encuentro mi propio reflejo de ébano. Cuando era pequeña, siempre deseé parecerme más a mi madre. Parecer más taiwanesa.

Mi madre llevaba el pelo largo hasta los hombros, con una permanente de rizos sueltos, y unas grandes gafas de las que se despojaba cuando le dolía la cabeza. Me recuerdo intentando verla con los ojos de un desconocido: una mujer esbelta de pelo oscuro con una gramática deslavazada y los idiomas mezclados. Sólo recuerdo haberla oído hablar en inglés. Incluso escogió un nombre inglés para sí misma: Dorothy, que acabó reduciendo a Dory.

Conservo algunos rasgos de ella, aunque la mayoría provienen de mi padre, el irlandoamericano nacido y criado en Pensilvania. Poseo una versión borrosa de sus ojos avellana y una réplica de su nariz afilada. Me parezco mucho a él de joven, sobre todo en las fotos de antes de que yo naciera, cuando se dedicaba a tocar el bajo en un grupo llamado Coffee Grind. Cuesta imaginarlo de músico, porque desde que lo conozco siempre ha sido sinólogo, un estudioso de todo lo relacionado con China: la cultura, la historia, la economía, etc. Habla mandarín con fluidez y viaja con frecuencia a sitios como Shanghái y Hong Kong para dar charlas y reunirse con otros sinólogos y economistas.

Me paso los dedos por el pelo, largo hasta los hombros, el único atributo que parece sólo mío. Llevo un mechón lateral teñido de verde sirena, pero el resto es de mi color natural, un castaño oscuro que es justo el punto medio entre la melena negra tupida de mi madre y las ondas parduzcas de mi padre. Es un poco fino, pero quedaba bien cuando mi madre me peinaba con una trenza espiga; ojalá me hubiera molestado en aprender a hacerla.

Hay muchas cosas que me habría gustado aprender de ella cuando tuve la oportunidad.

Mi reflejo me hace suspirar.

El piano no me dice nada sobre mi madre, el pájaro. Nada sobre la caja. Tan sólo refleja la historia de una chica desesperada que se levanta a las horas más intempestivas para dejar abierta la puerta de casa.

El sonido del café chisporroteando y burbujeando interrumpe mis pensamientos. Significa que mi padre está en la cocina. En realidad, no me apetece nada encontrármelo. Estoy cansada de que dude de mí; no soporto la forma en que se pasea emanando ese tono gris de Payne turbio. Los colores de ese tipo de tristeza deberían ser duros y penetrantes, con el brillo alarmante de lo tóxico, no con el matiz suave de las sombras.

Pero siento retortijones en el estómago vacío; además, una vez que el café está listo, mi padre es capaz de pasarse siglos allí sentado. O me enfrento a él o paso hambre, una de dos.

Deslizo el cuaderno de dibujo debajo del sofá y me dirijo en silencio hacia la cocina para coger un trozo de queso en tiras del cajón de la nevera. La gata de mi madre se pasea entre mis piernas maullando.

Mi padre arruga el periódico.

—Ignora a Meimei; le acabo de poner la comida.

Me inclino para rozarle el suave lomo con los dedos. Maúlla un poco más. A lo mejor no tiene hambre de comida. A lo mejor lo que quiere es la presencia de mi madre.

Si Axel estuviera aquí, diría: «Hola, doña Gata». Se agacharía y la haría ronronear en cuestión de segundos.

Axel. Ese pensamiento me lanza un fragmento azul ftalo a las entrañas.

—¿Qué tal? —está diciendo mi padre—. ¿Te apetece un desayuno de verdad? —Le da un sorbo al café—. ¿Preparo gachas de avena?

Arrugo el gesto, pero, como estoy de espaldas a él, no me ve. ¿Acaso no sabe que sólo como gachas de avena cuando estoy enferma?

No. Claro que no lo sabe. No sabe una mierda.

Mamá se habría ofrecido a preparar gofres con frutas del bosque y nata. Y si de verdad mantuviéramos la tradición de los domingos por la mañana, Axel aparecería por la puerta de atrás de un momento a otro. Pero no va a venir. Me conoce mejor que nadie: sabe cuándo intento colar un entusiasmo fingido o cuándo estoy a punto de hacerme añicos. Pese a que no ve el odio hacia mí misma que ronda en mi interior, ha de saber que esto que ha pasado entre nosotros es irreversible.

—No, gracias. —Me entretengo vertiendo un poco de zumo de naranja en la taza favorita de mi madre (la blanca y negra llena de notas musicales) para no mirarlo—. ¿Cuándo vuelves al trabajo?

—Bueno, después de lo que ha pasado… —De inmediato, mi cerebro comienza a desconectar. «Después de lo que ha pasado». Me dan ganas de quemar esas palabras hasta hacerlas desaparecer—. He pensado que me quedaré aquí.

—Espera, ¿qué quieres decir? —Me doy la vuelta. Uno de mis carboncillos está peligrosamente cerca de su taza, pero reprimo las ganas de acercarme a rescatarlo. Todo el mundo sabe que mi padre es un manazas; además, mi «afición» al dibujo no es que le importe mucho. (Como si fuera perjudicial para mi salud y debiera dejarlo, como si se tratara de cocaína en piedra)—. ¿No tenías una conferencia o un taller dentro de poco?

—No voy a ir.

—Pero tienes que ir, ¿no?

Sacude la cabeza.

—Trabajaré desde casa durante una temporada.

—¿Que harás qué?

—Leigh —dice mi padre. Traga saliva de forma audible—. Parece como si quisieras que me fuera.

Bueno, daba por hecho que se lanzaría a trabajar de inmediato. Esperaba que llamara a un taxi para ir al aeropuerto. Esperaba tener espacio para volver a respirar, para dibujar cosas en mi cuaderno sin que nadie me vigilase, para averiguar con exactitud qué significa llorar la pérdida de una madre.

—¿Es que quieres que me vaya? —continúa, y la fisura de su voz amenaza con abrir una grieta semejante a esa en mi pecho.

Recupero el ánimo y me siento cruel.

—Es que… antes dejabas de hacer muchas cosas por el trabajo. Estábamos acostumbradas. ¿Por qué ya no?

—Antes tu madre te cuidaba —responde, intentando ocultar el dolor de su voz.

—Voy a cumplir dieciséis años. Llevo mucho tiempo quedándome sola en casa.

—No tiene que ver con lo madura o independiente que seas, Leigh, sino con… Necesitamos pasar más tiempo de calidad juntos. Sobre todo, después de lo que ha pasado. Quiero que… hablemos más. —Sus ojos adquieren la pátina de la culpabilidad.

Trago saliva y respiro hondo.

—De acuerdo. Entonces tengo que contarte una cosa.

Mi padre levanta las cejas un par de milímetros, aunque también parece aliviado.

—Muy bien —dice con cautela—. Dispara.

9

Tardo un momento en sacar el paquete del escondite bajo el sofá.

—Sé que no te crees lo que te conté sobre mamá —comienzo mientras coloco la caja en la encimera de la cocina y acerco un taburete para sentarme.

Mi padre cierra los ojos y se pellizca el caballete de la nariz con el índice y el pulgar.

—A veces los sueños son increíblemente reales. Pero no importa las ganas que tengas de que sean verdad, porque no son…

—¿Puedes mirar un momento? —le suelto—. El pájaro vino otra vez y me dejó esta caja.

Me mira con expresión de dolor.

—Leigh.

—¡Lo digo en serio!

—El paquete no tiene franqueo —dice despacio.

—Escucha un segundo. —Trato de contener la rabia—. Ya sé que esto suena absurdo.

Mi padre sacude la cabeza.

La gata maúlla junto a la puerta corredera de atrás y mi padre se acerca al cristal para dejarla salir. Meimei se escabulle por el hueco en perfecto silencio, como si no soportara seguir presenciando esta conversación.

La puerta se cierra con fuerza.

—¿Qué te parecería ir a ver de nuevo al doctor O’Brien…?

Aprieto y aflojo la mandíbula.

—Mira ya la caja, papá. Te lo ruego.

Suelta un sonido de frustración y arranca la tapa de cartón. Detiene las manos al ver el contenido. Cartas amarillentas en un fajo. Una pila de fotos gastadas, la mayoría en blanco y negro. Suelta el cordón de una bolsita de terciopelo; de ella cae una cadena, seguida de un trozo brillante de jade. Es un objeto sólido y pesado, algo más pequeño que su pulgar. Una cigarra tallada con todo lujo de detalles.

Mi padre emite un grito ahogado. La reconoce, al igual que yo.

Es el colgante que mi madre llevó puesto todos los días de su vida.

—¿Cómo ha llegado esto aquí? —murmura mientras acaricia una de las alas—. Lo envié por correo.

—Me dijo que la caja era de parte de mis abuelos.

Mi padre frunce el ceño y me mira perplejo. Parece viejo y cansado. No en el cuerpo, sino en la cara. En los ojos.

Levanto una de las fotos en blanco y negro. Hay dos niñas pequeñas subidas a unas ornamentadas sillas de madera cuyos altos respaldos sobresalen por detrás. Las he visto antes en otra fotografía, una que Axel me ayudó a desenterrar del sótano. En esta foto, las niñas son algo más mayores. Una de ellas es más alta que la otra.

—¿Quiénes son? —pregunto, señalando a las niñas.

Se queda un rato largo mirando la foto.

—No estoy seguro.

—Vale. ¿Y qué dice la nota? —inquiero.

—¿Qué nota…? —comienza a decir, pero ya la tiene en las manos y la está leyendo mientras mueve los ojos a toda prisa.

He mirado esa página durante tanto tiempo que recuerdo el aspecto de su contenido entintado, los caracteres con trazos que caen en picado y vuelven a alzarse. Reconozco la escritura china cuando la veo. En el despacho de mi padre está por todas partes.

Cuando era pequeña, gateaba por la alfombra peluda de su despacho mientras él pintaba en papeles gigantes arrancados de un bloc y los pegaba a la pared. Yo trazaba formas en el aire con los dedos mientras él me enseñaba el orden de los trazos. Descomponía los caracteres y me enseñaba a identificar los radicales: «Este parece una oreja, ¿a que sí?» y «Mira cómo se parece este al carácter “persona” visto desde un ángulo distinto».

El mandarín era como un lenguaje secreto entre nosotros; lo mejor era cuando íbamos a las tiendas y los restaurantes, ya que podíamos hablar de la gente que nos rodeaba sin que se enteraran. «Mira qué sombrero tan gracioso lleva ese chico», le decía a mi padre con una risita.

Era algo en lo que a mi madre no le gustaba participar, aunque yo no podía evitar pensar que en realidad era el lenguaje secreto de ella, antes que nada. Le pertenecía de una manera que ni a mi padre ni a mí nos pertenecería jamás.

Y como tantas otras cosas, nuestro lenguaje secreto se esfumó. Llevo años sin hablar una sola palabra de mandarín.

Todavía conservo algunas nociones, claro. Me acuerdo de ni hao, que significa «hola», y de xiexie, que significa «gracias». A veces le preguntaba a mi madre si creía que debía apuntarme a una escuela de chino los fines de semana, como un par de chicos que conocía. Ella siempre eludía la pregunta.

«A lo mejor el año que viene», me contestaba. O «Puedes recibir todas las clases que quieras en la universidad».

Todavía me acuerdo de cómo esquivaba la mirada al contestarme.

Si al menos pudiera leerlo… Leerlo de verdad. Todavía conozco algunos de los caracteres básicos, como los de wo y ni: «yo» y «tú».

Y mama. «Madre».

Pero no soy capaz de leer a quién va dirigida la carta. Ni siquiera logro adivinar quién la escribió, aunque tengo varias conjeturas.

—¿Es de mi… waipo?

Las sílabas de «abuela materna» se me atragantan. Suenan como «guapo». Recuerdo que mi padre me enseñó las palabras hace mucho tiempo, pero nunca imaginé que algún día podría usarlas en un contexto relevante para mí.

Resulta una ironía frustrante que, aunque es a mí a quien le corre sangre china y taiwanesa por las venas, sea mi padre irlandoamericano quien lea, escriba y hable en esa lengua.

¿Por qué fue mi madre tan testaruda? ¿Por qué rechazó el mandarín y nos habló sólo en inglés? Esa pregunta me ha rondado centenares de veces, pero nunca con tanta intensidad como ahora, al mirar esas extrañas cartas. Siempre pensé que ella me daría la respuesta algún día.

Mi padre carraspea.

—En realidad la escribió tu waigong, pero es de parte de los dos.

Asiento.

—¿Y?

—Está dirigida a ti —añade con incredulidad.

El nerviosismo, el miedo, la esperanza y el terror se me mezclan en el estómago. Llevo años esperando la ocasión de conocerlos. ¿Habrá llegado?

Una fotografía se cae del montón. Está rígida y tiene los bordes tiesos, como si la hubieran conservado con cuidado.

En la foto, mi madre lleva unas gafas de pasta grandes, un vestido claro y luce media sonrisa. Parece lo bastante joven como para ser aún adolescente. Debieron hacerla antes de que se marchara de Taiwán para venir a estudiar a Estados Unidos.

¿Era feliz entonces? La pregunta me da vueltas y trae consigo un deje de tristeza azulada.

Se oye el sonido de una rápida inspiración. Cuando levanto la vista, los labios de mi padre forman una línea apretada. Parece estar conteniendo el aire.

—¿Papá?

—¿Humm? —De mala gana, aparta los ojos de la foto.

—¿Me vas a leer la carta?

Parpadea varias veces, carraspea. Comienza a leer, despacio al principio y luego a buen ritmo, con su voz de profesor, alta y clara.

El mandarín suena muy musical, el modo en que el tono sube y baja, en que las palabras se encadenan formando pequeñas ondas. Entiendo frases sueltas, pero al unirlas apenas logro descifrar lo que dice la carta en líneas generales.

Mi padre acaba y, al ver mi expresión, explica:

—En resumen: tus abuelos quieren que vayas a visitarlos. Es decir, que vayas a Taipéi para conocerlos.

¿Es eso lo que quiere el pájaro? La voz de mi madre resuena de nuevo: «Llévala contigo. Cuando vayas».

Me vuelvo hacia él.

—¿Y tú?

Mi padre me mira confundido.

—¿Yo qué?

—¿A ti no quieren conocerte?

—Ya nos conocimos.

Sus palabras me golpean el pecho.

—¿Qué? Me dijiste que no los conocías.

—No —susurra—. Fue tu madre quien dijo eso. —Su expresión es indescifrable.

¿Cómo es posible que ignore tantas cosas sobre mi familia?

—¿Saben lo de mamá?

Mi padre asiente.

Oigo que el reloj marca cada segundo. Ojalá pudiera atrasarlo, retroceder en el tiempo y preguntarle a mi madre todo, hasta lo más ínfimo. Qué cruciales son ahora esos pequeños fragmentos y qué grande es su ausencia. Debería haberlos puesto a salvo, debería haberlos reunido como gotas de agua en el desierto. Siempre conté con tener un oasis.

Tal vez por eso vino el pájaro. Tal vez comprendió que hay demasiados asuntos sin respuesta. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Se me ocurre que Caro, que cree en los fantasmas, llamaría a esto una aparición.

«Llévala contigo. Cuando vayas». El pájaro pretendía que acudiera a algún sitio. Estoy casi segura de que sólo puede tratarse del lugar donde están mis abuelos.

Quizás allí encuentre todas las respuestas.

Quiero que recordéis

—Entonces, ¿puedo ir a Taipéi?

Mi padre sacude la cabeza.

—Las cosas son más complicadas de lo que crees.

—Pues explícamelas.

—Ahora no es el momento. —Inclina la cabeza hacia abajo de un modo que indica: «Esta conversación ha terminado».

Después de eso, el pájaro no regresa.

10

Cuando cierro los ojos para intentar dormir, todo da vueltas y se tambalea. Por debajo de los párpados, veo que el pájaro se posa una y otra vez. Oigo la voz cálida de mi madre.

Entreabro los ojos sin mirar nada en particular mientras se me adapta la vista a la oscuridad. Pero, cuanto más miro, más parecen cambiar las cosas. Los bordes de la mesita se suavizan y redondean. El extremo del sofá se desinfla, a pesar de que no siento que mi cuerpo se mueva con él. La moqueta se convierte en un mar oscuro y revuelto que refleja los rayos de la luna enmarcados por la ventana. La entrada al salón se derrite, las paredes se licuan como en un cuadro surrealista.

—¿Papá? —lo llamo en voz baja.

La habitación se recompone. Espero por si me oye, pero no hay señal alguna de movimiento.

No tiene sentido tratar de dormir, tampoco lo necesito ahora mismo.

Me incorporo y me coloco el portátil sobre el regazo mientras la luz de la pantalla colma el salón con un brillo frío. Me tranquiliza verlo todo con más claridad, percibir los bordes afilados del banco del piano, la rectitud de las cortinas contra las ventanas.

Cuando tecleo la palabra «suicidio», se me resbalan las manos por el sudor y estoy casi convencida de que mi padre, desde la cama provisional de su despacho, me oye teclear cada una de las letras. Lo último que quiero es regresar a la consulta del doctor O’Brien para soportar su voz nasal y responder a sus preguntas sobre si utilizo o no «estrategias de afrontamiento», y eso es justo lo que sucederá si mi padre se percata de lo que estoy buscando en Internet.

Vuelvo a acomodarme en el sofá y meto los pies descalzos debajo de una pila de cojines antes de comenzar a avanzar por los resultados de la búsqueda.

Enlace por enlace, página por página. Las palabras llenan la pantalla, se arrastran por todas partes, enturbian mi visión como gotas de lluvia sobre el cristal y recuperan la nitidez para clavarse en mis ojos.

Las tripas se me revuelven como si estuviera en lo alto de una montaña rusa y comenzara el descenso. Pero no hay alivio, tan sólo esa tensión que se enrosca cada vez más y me oprime las vísceras, me corta la respiración, amenaza con hacerme vomitar la última comida.

Lo que saco en claro es que mi agonizante madre tuvo pocas posibilidades de salir adelante. Alguien tendría que haberla encontrado antes de que perdiera demasiada sangre. Su estómago debería haber expulsado todo lo que se tragó.

No puedo dejar de pensar en el dolor físico de esa experiencia. Trato de imaginar un sufrimiento tan grande como para preferir la muerte. Así es como el doctor O’Brien lo explicó. Que mi madre sufría.

Sufría sufría sufría sufría sufría.

El mundo me da vueltas alrededor de la cabeza hasta que las sílabas pierden sus contornos y el significado se deforma. El mundo comienza a sonar como una hierba, como un nombre, tal vez como una piedra semipreciosa. Intento pensar en un color acorde con él, pero lo único que me viene a la mente es la negrura de la sangre seca.

Sólo espero que, al convertirse en pájaro, mi madre se haya despojado de su sufrimiento.

Mi padre sigue sin creerme.

¿Cambiaría algo si me creyera?

¿Ser padre significa tener que creer a tu hija cuando nadie lo hace? ¿Significa creer a tu hija cuando es lo que más ha necesitado jamás de ti?

A medida que lo pienso, más segura estoy de que esa es la verdadera definición de «familia». Supongo que la mía está un poco rota. Siempre lo ha estado.

Una vez, en primero, el profesor nos mandó crear nuestro árbol genealógico. Recuerdo que recorté unas siluetas para mi madre y mi padre, para mi abuela y mi abuelo. Recuerdo que hice el tronco con la parte interior de una caja de cereales y las hojas, con cartulina de colores.

No me gustó nada cómo quedó. Mi árbol estaba desequilibrado. Mi madre no era huérfana y, sin embargo, lo parecía cuando el profesor grapó mi árbol en el tablón. La mayoría de los niños habían hecho árboles perfectamente simétricos.

Aquel día, después del colegio, llegué a casa y pregunté:

—¿Por qué nunca vemos a los abuelos?

—¿A qué te refieres? —dijo mi madre—. Vemos a la abuela todas las semanas.

—No, a tus padres —aclaré—. ¿Por qué nunca pasamos Acción de Gracias con ellos?

—Viven demasiado lejos —contestó tajante.

No comprendí qué tenía de malo, pero supe que no debía preguntar sobre mis abuelos maternos.

En secundaria lo volví a intentar cuando mi profesor de sociales explicó el tema de las culturas de Oriente.

—El señor Steinberg me ha preguntado si en nuestra familia alguna vez se ha dado algún caso de vendaje de pies.

—¿Y por qué te pregunta eso? —respondió mi madre casi a la defensiva, y recuerdo que levantó la vista del cuchillo y de la tabla de cortar con una extraña expresión azul.

—Le conté que te criaste en Taiwán —expliqué.

Se quedó callada y miró de reojo.

—Creo que a mi abuela china, tu bisabuela, sí se los vendaron.

—¿Y a tu madre no?

—No.

Esperé un instante.

—¿Por qué nunca llamas a tus padres por teléfono ni les escribes cartas?

Mi madre me miró.

—No tenemos buena relación. Discutimos hace tiempo.

— Pero ¿no podéis arreglarlo?

Al intentar responder, parecía contrariada.

—Es difícil. A veces las cosas no son así de sencillas. Cuando seas mayor, lo entenderás.

Odiaba aquella respuesta.

11

Una semana después de enseñarle la caja a mi padre, casi a medianoche, sucede: todas las ventanas de casa se desatrancan y se deslizan hasta quedar completamente abiertas.

Estoy en el sofá cuando oigo el chirrido y el golpe de los marcos de las ventanas y, un segundo después, el ruido de algo que, con suavidad, sisea contra las mosquiteras. Objetos que suenan como si estuvieran enfadados y quisieran entrar.

¿Personas? ¿Ladrones?

La cortina del salón se agita formando grandes olas hacia mí. El susurro del viento se cuela por los bordes.

¿Mi madre?

El miedo se apodera de mí y se filtra en mi cuerpo como el agua fría a través de la tela. Estoy helada, pegada al sofá. En mi cerebro, un atisbo de lógica lucha contra la inmovilidad y me recuerda que quedarme sentada con la espalda rígida contra el respaldo no sirve de nada.

—¿Mamá? —Mi voz es áspera y temblorosa.

Es como si esa simple palabra lo detuviera todo. El siseo ha desaparecido. El viento cesa. La única respuesta es el silencio.

Me doy una vuelta por la casa y reviso la cocina. Nada.

Luego oigo un ruido distante y un nuevo siseo a lo lejos. Sea lo que sea, se ha trasladado a la segunda planta, donde el sonido es mucho mayor. Arriba, el viento produce un silbido agudo y cortante.

Mi padre suelta una palabrota desde el despacho. Oigo sus fuertes pisadas y los crujidos del suelo mientras va de un lado a otro. Más palabrotas.

—¿Qué pasa? —grito desde abajo.

Él me responde:

—¡Todo controlado! —Lo cual no suena del todo cierto.

No quiero subir, pero parece como si necesitara ayuda.

Con cada paso, el miedo se aferra a mis piernas y trata de anclarme al suelo mientras los pies se me vuelven lentos y pesados.

Al margen del episodio de la pintura blanca, he intentado por todos los medios no ir arriba. Cada vez que subo los escalones, no puedo evitar pensar que me dirijo hacia el lugar donde estaba el cadáver.

El cadáver.

La mancha.

Estoy a mitad de camino cuando se oye un segundo golpe, esta vez tan fuerte que me encojo y me llevo las manos a los oídos.

Aprieto con fuerza los ojos y me siento en el suelo.

El cadáver el cadáver el cadáver. La mancha la mancha la mancha.

—¿Leigh? —Es mi padre, que está de pie en lo alto de la escalera, apoyado contra la barandilla como si lo hubieran derrotado.

—¿Qué pasa? —pregunto.

Sacude la cabeza.

Es entonces cuando una última ráfaga de viento atraviesa la casa y, al cruzar las ventanas abiertas, provoca un estallido general en la planta de arriba, un tornado en miniatura. Aparecen unos fragmentos rojos arrastrados por la corriente. Mi padre intenta enfrentarse al tornado sin dejar de agitar los brazos.

El viento se detiene de un modo abrupto; todo se calma. Una mosquitera rota rueda por el pasillo y baja varios de los escalones hasta detenerse. Algunos de los pedacitos rojos se han adherido a mi padre; intenta quitárselos de encima con un gesto frío y airado.

—¿Qué son? —pregunto mientas trato de aguzar la vista, pero, en cuanto hago la pregunta, ya sé la respuesta. Ni siquiera necesito que él la formule.

—Plumas —contesta—. Son unas malditas plumas.

Pasan los días y no hablamos del tema. No mencionamos ni al pájaro ni las plumas. Él hace como si ese viento extraño nunca hubiera existido, pero se muestra más callado de lo normal: el suceso le ha asustado más que a mí. La semana transcurre envuelta en un silencio frío e incierto de color violeta de carbazol.

Más tarde, reserva dos billetes de avión.

12

Taipéi está a quince horas y media. Es un vuelo directo. No recuerdo haber permanecido sentada durante tanto tiempo en mi vida. Una parte de mí se pregunta si tiene sentido surcar el cielo para acudir junto a unos desconocidos. Aunque no merece la pena pensarlo. Este viaje es demasiado bueno para ser verdad; me da miedo que en cualquier momento mi padre se levante y haga algo para obligar al piloto a dar la vuelta.

Ha tardado alrededor de una semana en arreglar todas las cosas de trabajo y sólo hemos tenido una tarde para hacer las maletas. Yo estaba dispuesta a volar sola, pero él se ha negado. Qué más da. Lo único que me importa es que estamos haciendo lo que mi madre quiere. O, al menos, lo que creo que quiere.

De camino hacia el aeropuerto, mi padre intentó informarme de todos los «datos curiosos» de Taiwán. De repente estaba entregado al viaje, como si hubiera sido idea suya o algo así.

—Te va a encantar, Leigh. Taipéi es una ciudad muy cuidada. Hay una tienda veinticuatro horas en cada esquina, la gente las llama «Seven». Y luego, los camiones de la basura llevan música, es muy peculiar. Tenemos que ir a Taipei 101, uno de los rascacielos más altos del mundo. Ah, y estaremos allí para el Festival de los Fantasmas, si nos apetece hacer una excursión a Keelung, que, por cierto, se deletrea K-E-E-L-U-N-G.

—Muy cuidada —dije, repitiendo sus palabras. La voz me salió más aduladora de lo que pretendía. Después de eso, dejó de hablar.

Justo antes de despegar, revisé mi bandeja de entrada. Por encima de todos los mensajes de pésame pendientes de leer, había un nuevo correo:

DE: [email protected]

PARA: [email protected]

ASUNTO: (Sin asunto)

No lo abrí, ni siquiera miré la vista previa. Por una parte, deseo con todas mis fuerzas que no sea más que una de sus notas habituales. Lo abriré y habrá un chiste malo, un dibujo creado con una nueva aplicación o una foto boba de él con su hermana.

Si no lo abro, puedo fingir que nuestra amistad sigue igual que antes.

Si no lo abro, las cosas no habrán cambiado.