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Miguel y su familia se trasladan temporalmente a Recóndita, una pequeña población de localización incierta, que deparará pequeñas y grandes sorpresas corrientes y familiares, pero también violentas, narradas por los curiosos ojos del niño. Ramoneda ofrece un relato intimista y entrañable, lleno de guiños a un mundo familiar y rural donde lo más natural y cotidiano adquiere una belleza extraordinaria.
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Seitenzahl: 59
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El bandolero de Recóndita
Luis Ramoneda
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2023 by LUIS RAMONEDA
© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.
www.rialp.com
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6343-2
ISBN (edición digital): 978-84-321-6344-9
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A Cristina G. M.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
I. RECÓNDITA
II. EL BOSQUE DE ORO
III. LA BUENA GENTE
IV. SUSTOS
V. LA PANDILLA
VI. EL ABUELO DE “QUINOCHO”
VII. LA PELEA
VIII. EL QUEJIGAR
IX. EXCURSIONES
X. TOMÁS
XI. PERDIDOS
XII. EL ACCIDENTE
XIII. EL SANTERO
XIV. LOS ABUELOS
XV. ¿LADRONES?
XVI. VACACIONES
XVII. EL HALLAZGO
XVIII. NOS VAMOS
AUTOR
I. RECÓNDITA
LLEGAMOS A RECÓNDITA EN los inicios del otoño de 19... Veníamos de Calina, la pequeña ciudad de las nieblas —jinete sobre una loma—, en tierras llanas de secano, poco frondosas, donde arraigan almendros, olivos, encinas y algún majuelo... Recóndita nos ofrecía un panorama muy distinto, porque se asemeja al fondo de un pozo, en un enclave rodeado de viejos volcanes y de serranías, a modo de brocal, con las laderas pobladas de hayas, robles, encinas, castaños, fresnos... Para llegar allí, hay que remontar algún puerto o collado, excepto por la carretera de la costa, la que va siguiendo el río Verdoso, que separa la parte vieja de Recóndita de la nueva. Suele llover a menudo en la región, por esto las zonas llanas próximas a la ciudad son excelentes, tanto para la agricultura como para la ganadería.
La parte vieja no es demasiado antigua, porque un terremoto destruyó Recóndita, en unas fechas no muy remotas, y hubo que reconstruir la ciudad casi por completo. Vivíamos en el límite entre las dos zonas, no muy lejos del río, en un piso grande de la plaza de los Cedros, rodeada de soportales, con un jardín en el centro —semejante a una gran bandeja plateada—, sombreado por majestuosos arces y cedros, en parterres separados por sendas llenas de guijos. En el parque, abundan las palomas y los gorriones.
Desde la plaza, se llega al río Verdoso por un paseo con plátanos de sombra; y, a la parte antigua, por la calle de las tiendas, que sube hasta la iglesia de San Blas, el patrono de la ciudad, y luego sigue bien hacia el ayuntamiento y la plaza Mayor bien hacia el paseo del ferial.
Nos trasladamos a Recóndita por el trabajo de mi padre, que era notario. Me llamo Miguel y entonces era el tercero de cuatro hermanos: Chema, el mayor y el más inteligente; Merche, morena como nuestra madre, y Tere, la rubita y pecosa. Al año siguiente de nuestra llegada, nació Laura, la silenciosa, que decían que se parecía mucho a la abuela Eulalia, la madre de mi padre; y, dos años después, Mar, la de los hoyuelos, con la que «no ganamos para sustos» —decía nuestra madre—, porque era bastante traviesa. Recuerdo bien aquel quince de marzo en que, al llegar del colegio antes de comer, Merche me llevó a la habitación de mis padres, que estaba en penumbra, y me mostró a la recién nacida, dormida en la cuna, cubierta con una mantita verde. Mi madre, que estaba acostada, me sonrió y me preguntó cómo me había ido en clase. Entonces, no entendía por qué siempre que nacía un hermanito mi madre estaba en cama.
Lo de «no ganamos para sustos contigo» fue muy cierto cuando Mar tenía cuatro años. Una tarde, vio salir a Merche, que había quedado con una amiga, y se fue detrás de ella, sin que esta se diera cuenta. Merche acababa de cruzar la calzada en dirección al parque de los Cedros y la pequeña la siguió corriendo y sin mirar ni a un lado y ni al otro, mientras mi madre, que se había dado cuenta de lo que pasaba, bajaba las escaleras a toda prisa... Tuvimos la suerte de que, en aquel momento, no pasara ningún vehículo. Mi madre la cogió en brazos, le dio un par de besos, mientras le decía: «Tu ángel de la guarda hace horas extra, hijita, contigo no ganamos para sustos».
En los alrededores de Recóndita, hay tres parajes que pronto nos llamaron la atención y que frecuentamos a menudo desde que llegamos allí: el valle Jovial, en el que se cultiva sobre todo el maíz, además de hortalizas y legumbres, y que cuenta también con buenos prados para el ganado vacuno y para el lanar, y está protegido por el Pico, un riscal que sobresale majestuoso, como un águila vigía. El valle Jovial está pespuntado por varias carreteritas que unen los cinco pueblos que lo ocupan, aldeas limpias, de gente laboriosa que suele embellecer balcones y huertos con geranios, hortensias y otras flores; el Quejigar, una loma que se divisaba desde las ventanas de la sala de estar de nuestro piso grande, de la que hablaré en otro capítulo; y el hayedo, que merece también mención aparte.
II. EL BOSQUE DE ORO
COMO HE DICHO, LLEGAMOS a Recóndita a comienzos del otoño de 19... Pocas semanas después, cuando ya se había completado la mudanza, un domingo por la mañana, salimos en el Seat 600 de mi padre a explorar los alrededores. Tomamos la carretera de los toboganes, la que lleva a Lago, pero, a los pocos kilómetros, tras una curva —después de haber superado varios cambios de rasante, entre tierras de cultivo en tempero, de tonos noguerados— nos topamos con algo maravilloso, que parecía sacado de un libro de hadas, gnomos, duendes y castillos encantados... Era el hayedo, un mar que se extendía delante de nosotros, un mar de tonalidades amarillas, rojas, ocres, anaranjadas, bermellonas... Mi padre dejó la carretera y aparcó el coche junto al arranque de un camino ancho y terroso. Nos bajamos y comenzamos a adentrarnos en aquel bosque mágico, algo que nunca había visto.
Allí las sombras y los rayos de sol jugaban al escondite y la luz se filtraba con precisión de filigrana. En el suelo, destacaban las raíces de las hayas, como grandes tentáculos de aspecto casi monstruoso, junto a bojes y avellanos... Unas semanas más tarde, cuando volvimos allí, con el otoño muy avanzado, el panorama era distinto: el hayedo tenía un tono cárdeno, los troncos se erguían grisáceos y desnudos, porque las hojas caídas alfombraban completamente el suelo. Disfrutamos levantándolas como tolvaneras. Desde entonces, mientras vivimos en Recóndita, anhelábamos las visitas otoñales a nuestra algaba de oro.