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Harper F, Historias en Femenino Reina Ezquerra Goodwell necesita urgentemente reordenar su vida. A su mejor amigo, Joe, le encanta la carretera. La solución es perfecta: ambos van a embarcarse en un larguísimo viaje en coche con un objetivo casi imposible: que el último actor que interpreta a Thor en la gran pantalla la bese. ¡Casi nada! Pero si a su plan se añaden un par de hijos adolescentes, primos repelentes (y no tan repelentes), virus estomacales, clases de conducción con marchas, highlanders buenorros y karaokes desastrosos, puede que el trayecto no les resulte tan apacible como habían pensado. Y es que, a veces, el viaje para reencontrarse con una misma y descubrir a la heroína que todas llevamos dentro puede ser el más maravilloso de todos. Reina es fuerte, independiente y sexualmente liberada. Hasta que un pequeño contratiempo le desbarata todos los planes. A Reina le gusta Thor. Bueno, el actor. Mucho. Tanto como para cruzarse medio Estados Unidos en coche en busca de un beso suyo. Reina, en plena crisis de identidad, necesita organizarse las ideas. Y liarla parda en Las Vegas con sus amigas. Reina se enfrenta a un montón de dudas, miedos y preguntas. Y, por primera vez en su vida, al amor. En el camino de Reina hay risas, lágrimas, alegrías, desencuentros... y la maravilla de encontrarse a sí misma.
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Seitenzahl: 597
Veröffentlichungsjahr: 2021
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El beso de Thor
© 2021 Cristina Jones
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-1897-608-7
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
PITTSBURGH
1
2
3
4
5
ETAPA 1:PITTSBURGH (PENSILVANIA)-CHICAGO (ILLINOIS)
6
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ETAPA 2:CHICAGO (ILLINOIS)-ATLANTIC (IOWA)
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ETAPA 3:ATLANTIC (IOWA)-COLUMBUS (NEBRASKA)
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ETAPA 4:COLUMBUS (NEBRASKA)-DENVER (COLORADO)
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ETAPA 5:DENVER (COLORADO)-SALT LAKE CITY (UTAH)
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ETAPA 6:SALT LAKE CITY (UTAH)-LAS VEGAS (NEVADA)
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ETAPA 7:LAS VEGAS (NEVADA)-GRAN CAÑÓN (ARIZONA)
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ETAPA 8:GRAN CAÑÓN (ARIZONA)-LOS ÁNGELES (CALIFORNIA)
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ETAPA 9:LOS ÁNGELES (CALIFORNIA)-¿?
67
Agradecimientos
A mi padre
A Jose
A Raul
Por todos los viajes inolvidables
«La dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho, amados a pesar de nosotros».
VICTOR HUGO, Los Miserables
A Reina le gustaban los hombres con narices grandes, porque los hombres con narices grandes, decía, no roncan. Y los hombres que no roncan, mantenía, no abundan. Para Reina el sueño era algo sagrado. Por eso le irritaba tanto haberse quedado embarazada precisamente de Mikkha, ese petulante engreído de nariz romana y discretos orificios nasales que roncaba como una morsa varada pidiendo auxilio y al que despidió de su cama sin miramientos tras una horrible noche en vela. Y, ahora, la puñetera cara sonriente del Predictor le anunciaba con descaro que la simiente del infame Mikkha había arraigado en su vientre, dando vida a una criatura indeseada e inesperada que, probablemente, roncaría como el vanidoso de su padre, condenándola a un insomnio perenne desde el momento en que se abriera paso entre sus firmes y bronceadas piernas hasta que se fuera de casa y, con toda probabilidad, mucho más allá.
Reina chasqueó la lengua antes de tirar la prueba de embarazo a la basura, subirse las bragas y tirar de la cadena. «Lo primero es lo primero», pensó y, tras enfundarse su mejor traje de ejecutiva agresiva, pintarse los labios de un rojo furioso, de negro la raya del ojo y perfumarse discretamente, se dirigió al enorme edificio de oficinas donde trabajaba el causante de sus desdichas.
Había tenido infinidad de reuniones en Baker and Maker y pasar el control no fue ningún problema. Lo difícil vendría a continuación, y por eso repasó con calma su estrategia en el trayecto del ascensor, rodeada de hombres trajeados como ella. Cuando llegó a su destino, se giró para dedicarle una mirada penetrante al tipo que no había parado de mirarle el trasero desde la tercera planta y salió sin despedirse. Una vez se cerraron las puertas y comprobó que estaba sola, se ajustó la falda, la blusa y la chaqueta, se atusó la espesa melena castaña, respiró hondo y, girando a su izquierda, se dirigió con decisión a las puertas acristaladas de la oficina de Mikkha. Confiaba en encontrarle solo, pero no sabía si tendría esa suerte. Entró sin llamar en su despacho, dando gracias al constatar que su temible secretaria, Mildred, no estaba en su puesto. Durante un breve instante el tiempo se paró y, mientras abría la puerta, Reina lo vio todo a cámara lenta: Mikkha, atlético y espigado, con las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos, dejando al descubierto, intencionadamente, seguro, sus fibrosos antebrazos cubiertos de un vello fino y rubísimo, la cadenita dorada colgada al cuello, los hombros anchos y sus estrechas caderas adornadas por un cinturón que costaría, seguro, más de lo que ella ganaba en un mes. Estaba de pie, echado hacia delante, con las manos apoyadas sobre la mesa de cristal, departiendo con dos miembros de su equipo y, por un segundo, por una milésima de segundo, Reina lo admiró en todo su esplendor. Los hombres de nariz estrecha solían ser irritantemente atractivos, era innegable. Pero luego recordó por qué había ido hasta allí y se recompuso. Echó un rápido vistazo a los colaboradores de Mikkha para evaluar su categoría y descubrió al punto que no eran más que un par de tiernos y receptivos recién llegados, sin poder, ni contactos, ni credibilidad; un par de cachorritos cargados de fantasiosas ambiciones que pronto se verían obligados a convertirse en agresivos perros de presa o a perecer en el intento.
Para entonces, Mikkha ya se había percatado de su presencia y —¿parecía eso el inicio de una sonrisa sincera?— estaba a punto de hablar, pero Reina, haciendo uso de su voz más fría y controlada, se adelantó.
—Mikkha Nordjstein, mamonazo, me has dejado preñada y no te imaginas cuánto te odio por ello. —Había utilizado la palabra «preñada» expresamente, escupiéndola como si fuera un veneno corrosivo, y pareció surtir el efecto deseado. Reina observó cómo el color abandonaba el rostro de su último compañero de cama y no sintió la más mínima compasión, sino, más bien, un agradable regocijo que le duró lo que dura un pestañeo.
Sin darle tiempo a reaccionar y antes de que pudiera decir nada, Reina le mandó callar con el índice de la mano izquierda mientras, con la derecha, rebuscaba en su bolso hasta sacar una carpeta azul con un breve documento que depositó con ceremonia en la mesa, ante la mirada patidifusa de los dos novatos, que no sabían muy bien dónde meterse.
—No hace falta que digas nada porque no hay nada que decir —continuó—. Lo hecho, hecho está. Solo tienes que firmar este papel y luego continuar con tu vida tal y como la tenías antes de que entrara por la puerta. Yo seguiré con la mía.
Reina rezó por que firmara en silencio, por que no tuviera que escuchar su voz aterciopelada balbuceando preguntas absurdas e irritantes: «Pero ¿cómo?», «¿Cuándo?», «¿Cómo sabes que yo soy el padre?». Sin embargo, y por primera vez, Mikkha se salió de su papel y la sorprendió con un discreto «¿Qué es esto?», una pregunta a todas luces lógica, dadas las circunstancias. Haciendo alarde de sus buenos reflejos, el Mikkha legal se había impuesto al desentrenado Mikkha parental.
—Es un documento por el que renuncias a todos los derechos sobre la criatura que me has regalado sin mi permiso.
Reina había practicado la frase una y otra vez desde que salió de casa y pensó que le había salido bastante bien.
—¿Y por qué habría de firmarlo?
Ahora le tocó a Reina sorprenderse, pero no se permitió flaquear.
—Si no te gusta ese, tengo este otro. —Y sacó otro impreso de la carpeta.
—¿Y qué pone en este?
—Que eres pleno responsable de la criatura y que te harás cargo de ella en cuanto se haya cortado el cordón umbilical.
Mikkha le sonrió como le sonrió el día que se liaron. Esa maldita sonrisa fue la llave que abrió su coño de par en par y la responsable del tremendo apuro en el que se encontraba. Sintió un torbellino de emociones arrasando su interior: debilidad, ira, indignación, miedo y, sobre todo, una profunda nostalgia al saber que ya nada nunca volvería a ser como antes.
—¿Y si no firmo ninguno de los dos?
Reina miró a los dos chavales que se interponían entre su oponente y ella y les ladró un «largo» seco. Ellos miraron a Mikkha al unísono y él lo repitió: «largo». Se estaba divirtiendo. El cabrón se estaba divirtiendo de lo lindo. Seguro que estaba empalmado. Casi podía oler su excitación.
Y, de una manera extraña y retorcida, Reina se sintió enardecida también. No era lascivia, sin embargo, sino algo diferente, como la electricidad que recorre la piel del guerrero antes de entrar en una batalla a vida o muerte. Era una lujuria mental, exaltada al saber que tenía ante sí a un contrincante formidable, de orificios nasales perfectos y escasas habilidades sociales, pero magistral en su trabajo. Alguien que, como ella, disfrutaba con los desafíos y que podía arruinarle la vida para siempre. ¿Sabía Mikkha lo que le había hecho? ¿Era realmente consciente de la sentencia a cadena perpetua a la que la había condenado, de cómo la había atado a otro ser humano en contra de su voluntad?
—Si no firmas —respondió, una vez que los dos mamarrachos hubieron salido del cuarto—, convertiré tu vida en un infierno.
Encaramada a sus zapatos de tacón se acercó lentamente a Mikkha, plenamente consciente de la abertura de la blusa y de su escote, de sus piernas enfundadas en las negras medias de seda, de sus pendientes balanceándose en los lóbulos de sus orejas. A Mikkha le volvían loco los lóbulos de sus orejas. Y ella lo sabía.
Él la esperaba de pie, erguido, aceptando la pelea de buen grado. Levantó una ceja invitándola a continuar.
—Te mandaré botes con cada orina que me haga levantarme en mitad de la noche, empapelaré tu coche con mis análisis de sangre y mis ecografías, tiraré bolsas con mis vómitos matutinos a las impolutas ventanas de tu casa, te llamaré al móvil cada vez que tenga un calambre en las piernas y ahogaré tu WhatsApp con cientos de fotos de los modelos premamá que me compre.
—¿Lo vas a tener? —la interrumpió Mikkha, extrañado. Reina, sorprendida, calló por un segundo.
—Eso lo decidiré yo y nadie más que yo —atajó ella—. Y, si no firmas ninguno de estos papeles y decido no tenerlo, te mandaré el feto en un bote de cristal para que nunca te olvides de lo que nos hiciste. Puede que yo no vuelva a dormir nunca más como antes de haberte conocido, pero juro por Dios que tú tampoco lo harás.
Y la batalla terminó. Reina sabía que había ganado. O tal vez no. Tenía la desagradable sensación de que no había ninguna forma de ganar en realidad.
Sin decir nada, Mikkha cogió la Montblanc negra que siempre llevaba en el bolsillo de su camisa y firmó con energía el primer documento. Luego se acercó a ella y la estrechó contra sí. Reina no le devolvió el abrazo, pero tampoco se apartó.
—¿Estás segura? —preguntó, mirándola a los ojos con semblante serio. Reina asintió en silencio y notó cómo los labios de él le susurraban algo al oído. Luego se separó de él con suavidad, rescató el papel de la mano de Mikkha y salió del despacho sin mirar atrás.
El trayecto hasta la salida se le hizo eterno, le dolían los pies y el alma. Solo cuando estuvo sentada en su coche se permitió registrar lo que le había dicho Mikkha. «Me habría operado la nariz por ti». Y con un lamento desolador, Reina Ezquerra Goodwell se desmoronó por completo.
Cuando sonó el timbre, Joe estaba viendo una película. Hacía semanas que no tenía la casa para él solo —mucho menos la tele— y se sintió profundamente irritado. Pero el timbre sonaba y sonaba y no le quedó más remedio que levantarse para cagarse en la madre que parió a aquel visitante indeseado. Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con una mujer de unos treinta y cinco años, enfundada en un horrible chándal rosa y la cara bañada en lágrimas.
—¿Reina?
La mujer alzó el rostro y Joe no supo qué decir. Jamás, en sus casi treinta años de amistad, la había visto así.
—Pero, Reina, cielo, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
Sabía que preguntar eso era una soberana gilipollez, porque era obvio que no lo estaba, pero a Joe le resultaba muy difícil quedarse callado cuando alguien a quien quería lo estaba pasando mal.
Reina seguía llorando a lágrima viva con el dedo todavía pegado al timbre.
—Ya puedes dejar de llamar, cariño. Vamos a entrar. Tengo millones de toallitas húmedas para limpiarte esos mocos.
Mientras sentaba a su amiga en el sofá y buscaba las malditas toallitas por toda la casa, se preguntó qué demonios habría pasado. Reina era la persona más fuerte que conocía, incluyendo a sus compañeros de rugby y a sus alumnos de baloncesto. Era resistente como el acero, fría como el acero y sólida como el acero. Y condenadamente exagerada. Y dramática y explosiva, pero no se derrumbaba, jamás se había derrumbado así. O al menos no delante de él, y conocía a Reina mejor que nadie. Y viceversa.
Joe y Reina hablaron por primera vez en la ruta escolar a los siete años, cuando Joe leyó la palabra «Ezquerra» en uno de los cuadernos de ella y se atrevió a preguntarle, en español, de dónde era. Se encontró frente a una muchachita con una cara limpia y despejada. Tenía el pelo castaño y corto, y pecas en la nariz. Llevaba unos pantalones grises de pata ancha y talle bajo y una camiseta blanca de manga corta. En los pies, unas zapatillas negras con tres rayas amarillas y nada más. Ni pendientes, ni collares, ni pulseras de colores. Dos segundos más tarde, descubrió sus enormes ojos color chocolate, anegados en una emoción tan evidente que supo que, de una manera u otra, esa pregunta le cambiaría la vida.
—De Madrid, España, ¿y tú?
—De aquí, de Chicago, pero mi madre es de Barcelona.
Ella se movió hacia la ventana para hacerle sitio a su lado y comenzó a hablar y a preguntarle todo tipo de cosas como si fuera una ametralladora. Joe solo pudo sonreír, porque en aquel autobús escolar, sentado en ese asiento polvoriento, escuchando el español atropellado de aquella desconocida y con el sol primaveral brillando por la ventana, se sintió como en casa.
—Toma —dijo en cuanto regresó al salón—. No he sido capaz de encontrar las toallitas y eres muy grande para quitarte los mocos con la mano como hacía con mis hijos. Suénate de una vez y dime qué demonios pasa.
—Esto es una toalla, Joe. No puedo sonarme con una toalla de bidé.
—Era eso o papel del culo. Pensé que la toalla era más elegante.
—Espero que esté limpia.
—¡Que te suenes, coño!
Ella obedeció sonoramente y Joe se sentó a su lado y silenció la televisión. Adiós a su sesión intensiva de pelis de superhéroes.
—Estoy preñada —le soltó de sopetón mientras doblaba la toalla con mucha pulcritud.
Joe se quedó helado. Eso sí que no se lo esperaba. Se había imaginado todos los escenarios posibles: un despido sorpresivo, la muerte de un ser querido, su apartamento destruido por un rayo caído del cielo, una enfermedad incurable… Casi cualquier cosa, menos un bebé. La posibilidad de que Reina Ezquerra estuviera embarazada sin haberlo decidido previamente era, simplemente, inconcebible.
—Di algo —susurró ella.
—No sé qué decir.
—Ya. Yo tampoco.
—Pero ¿cómo…?
—Por ahí no.
—¿Quién?
—Por ahí tampoco.
—Joder, Reina, no me lo pones nada fácil.
—Lo sé. Lo siento. Me siento TAN avergonzada.
—¿Avergonzada? ¿Tú? ¿Avergonzada de qué? ¡Tú no has hecho nada malo!
—Por haber dejado que pasara, por haberlo elegido a él, por meterlo en mi casa y en mi cama, por no haberme negado en redondo cuando me suplicó «solo la puntita…». Pero estaba pasándolo bien, Joe, tan bien… El tío tiene muchísimos defectos, pero sabe lo que se hace, créeme. Fue un momento, un instante. Al segundo estaba fuera, tal y como había dicho. Se puso un condón y lo demás fue como debía ir. Luego se durmió y todo se fue a la mierda.
—¿Como un cerdo?
—Como uno enorme. ¡Como el huracán Katrina! Aguanté casi una hora y luego lo despaché. El pobre no entendía nada, hasta que le enseñé el vídeo de más de un minuto de ronquidos atronadores que había grabado y se fue sin más. Creo que no se había escuchado nunca.
—Ya no volverá a ser el mismo.
—Desde luego que no. Ni yo.
Se hizo el silencio y Reina se tapó la cara con las manos.
—¿Qué voy a hacer, Joe? ¿Cómo demonios me he metido en esto?
Por toda respuesta Joe la abrazó con fuerza con su brazo derecho, apretándola contra sí. Se quedaron en silencio unos minutos, como solían hacer cuando no había nada que decir. Las coloridas imágenes de la película danzaban, mudas, en la pantalla de la televisión.
—¿Qué estás viendo? —preguntó Reina al cabo de un rato.
—Thor Reloaded.
—¿Qué?
—Thor Reloaded. La undécima peli de Thor. Lisa está fuera con los niños. Llevo toda la semana esperando este momento.
—Lo siento. Ya sabes que tengo el don de la oportunidad.
—Lo tienes, estos días son escasos, ¿sabes? No creo que vuelva a tener la casa para mí solo hasta dentro de tres o cuatro meses. Por lo menos. Pero no pasa nada.
—Podemos verla, me vendrá bien entretenerme.
—Nah, no hace falta. Puedo quedarme aquí, escucharte despotricar del padre de la criatura y darte la razón en todo lo que digas.
—No, de verdad. Necesito distraerme y me apetece verla, hace mucho que no veo una de superhéroes. Prometo portarme bien y no preguntar demasiado.
—Ja.
—Prometo intentarlo.
—Bueno, vale. Ve a lavarte la cara, hacer pis o lo que tengas que hacer mientras preparo más palomitas. Odio tener que parar la película a la mitad.
—Lo sé de sobra. Por eso no has querido verla con los chicos, ¿verdad? —preguntó ella mientras se encaminaba al aseo.
Reina se refería a Tania y Steve, los mellizos adolescentes de Joe. Sorprendentemente, el pequeño Luke aún no había sucumbido a los encantos de las sagas de superhéroes.
—¿Estás de coña? Aparte de que ya la habrán visto con sus respectivos amigos repelentes, se pasarían media película mirando el móvil y preguntándome qué ha pasado cada cinco minutos porque se lo han perdido. Tania no pararía de reírse y hacer ruiditos al leer sus mensajes de WhatsApp y Steve se burlaría de la mitad de los personajes por el mero placer de sacarme de quicio. Ni ellos quieren verla conmigo ni yo con ellos. No pasa nada, aún tengo a Luke para disfrutar de la paternidad. Vete ya, date prisa. No sé qué hacéis las mujeres en los lavabos que siempre tardáis una eternidad en salir.
Joe y su mujer, Lisa, se quedaron embarazados de Luke por sorpresa cuando sus hijos mayores tenían siete años. Pasaron una crisis terrible en la que Reina consoló pacientemente a Joe. Lisa y él estaban aterrorizados. ¿Y si volvían a salir mellizos? ¿Y si el embarazo no se desarrollaba con normalidad? Además, con dos hijos ya criados no se veían con fuerzas ni ánimos suficientes para pasar otra vez por eso. «¿De dónde voy a sacar el dinero para sus estudios y la energía para criarle?», se lamentaba Joe con amargura. «¡Sus hermanos mayores me la han quitado toda! ¡Soy una sombra de lo que fui!».
Cuando les confirmaron que no era un embarazo múltiple, el alivio fue instantáneo y, aunque con aprensión, siguieron adelante. Meses más tarde, nacía Luke, un bebé adorable del que Reina era orgullosa madrina. Ya fuera por su carácter divertido y bondadoso o por la diferencia de edad, lo cierto era que cuidar y querer al pequeño era lo único en lo que todos parecían estar de acuerdo en esa casa.
Reina regresó al salón y el olor de las palomitas recién hechas le arrancó una sonrisa. En pleno siglo XXI, Joe seguía prefiriendo hacerlas a la vieja usanza: al fuego y en una olla. Decía que con los transgénicos y las palomitas de microondas cada vez le costaba más encontrar granos de calidad. Por suerte, no hacía mucho, había encontrado un dealer de confianza al que pagaba generosamente.
«No fuma, no bebe y no ve porno compulsivamente. Si quiere pagar el maíz a precio de oro, no voy a ser yo quien se lo niegue», solía decir Lisa.
—Te pongo al día —se ofreció Joe una vez estuvieron acomodados en el sofá—. Este Thor no es como los demás, es el fruto de Odín y una misteriosa y poderosa diosa africana llamada Oshun.
—¿Me tomas el pelo?
—Para nada. Verás, resulta que, por si no lo sabías, los dioses no entienden de razas y colores, sino de poderes, sabiduría y destreza, y la bellísima Oshun domina una de las armas más poderosas del mundo: el amor. ¿Cómo no iba a caer Odín rendido a sus pies? Viajero y curioso empedernido se encontró con ella al pie de una preciosa cascada africana, porque Oshun es también diosa de los ríos y las aguas dulces. Oshun sintió curiosidad por ese hombre blanco y tuerto, con ese aire tan beligerante y adusto, y se acercó a él, pues siendo diosa del amor podía amar a quien le viniese en gana. Según dice la leyenda, los dos se miraron a los ojos sin parpadear durante tres horas y treinta y ocho minutos exactos, ya que ninguno quería ser el primero en dar el primer paso. Pero, entonces, una enorme tormenta estalló, el viento enfurecido bramó en el cielo y Oshun y Odín, empapados, se vieron empujados el uno hacia el otro. Sin dejar de mirarse, extendieron las palmas de sus manos y se tocaron. Un rayo enorme iluminó el cielo y en ese momento exacto se rindieron el uno al otro, convertidos en carne caliente y respiraciones agitadas.
—No sabía que fueras un poeta, Joe.
—No me interrumpas, mujer. Una vez se hubieron corrido los dos varias veces…
—Así mejor.
—Una vez que hicieron temblar el universo con su éxtasis divino, decía —continuó Joe con sorna—, cada uno se fue por su lado, pero Odín había conquistado el vientre de Oshun, o tal vez Oshun le había robado su semilla a Odín. El caso es que nueve meses más tarde nació un precioso bebé, hijo de la guerra y del amor, concebido bajo la tormenta, que se llamó Thor. Oshun lo cuidó y lo amó, lo colmó de regalos y lo educó en el noble arte de la sensualidad, y el día de su decimoquinto cumpleaños lo llevó al pie de una cascada donde les esperaba un hombre blanco con un parche en el ojo. Dos enormes cuervos sobrevolaron al chico, que reconoció a su padre al instante. Thor besó a su madre en la frente y ella le abrazó y le entregó un martillo de poder para que nunca la olvidara. Thor marchó con Odín y con él se convirtió en el héroe que conocemos ahora.
—Un héroe mulato.
—Un héroe mulato de putísima madre, sí.
—Pues tal y como me lo cuentas creo que me va a encantar. Lo del momento de placer y éxtasis y el embarazo me viene que ni al pelo.
—Ah, no. Eso era solo el prólogo.
—¿El prólogo?
—Sí, son los tres primeros minutos. Ya los he visto y paso de volver a verlos.
—Pero, entonces, ¿de qué va la peli exactamente?
—De Thor repartiendo hostias y salvando el mundo.
—Ah, eso ya me encaja más. ¿Y qué es lo que amenaza al mundo?
—El cambio climático propiciado por seres humanos gilipollas y una plaga de mosquitos mutantes que propagan el ébola por todos los continentes.
—Joder.
—Yeah. Ni alienígenas con pistolas, ni gigantes, ni mierdas, baby. El Apocalipsis de verdad.
—¡Cállate y ponla de una vez!
En su juventud, Joe y Reina solían ver muchas películas juntos. Quedaban los fines de semana y hacían maratones de Alien, Terminator, Los Gremlins y cualquier saga emocionante que estuviera disponible en el videoclub. Se tragaron, entre risas y comentarios mordaces, todas las pelis de Crepúsculo y vieron todas las entregas de Harry Potter, vestidos de Gryffindor y Slytherin respectivamente. «Siempre he sentido debilidad por los capullos», se justificaba ella. Luego llegaron los superhéroes: X Men, Iron Man, Capitán América y todos los demás, así como alguna que otra peli de autor, subtitulada, en la que disfrutaban del cine para ellos solos. Sin embargo, con el paso del tiempo, las obligaciones familiares de Joe y las exigencias laborales de Reina fueron poco a poco alejándolos de las pantallas.
—¿Quién es la albina ciega? —preguntó Reina a los cinco minutos.
—Es Luka, una superdotada megaágil y experta en virus mortales. Deja de preguntar de una vez y mira la película. ¡Eres peor que Tania!
Para cuando la película terminó, Reina casi había logrado olvidarse de su problema, pero en cuanto la pantalla se fundió en negro la realidad se abalanzó de golpe contra ella, recordándole su inesperada situación.
—Ojalá viniera Thor a arreglar mi mundo con su martillo.
Joe no pudo contener una risita tonta.
—¿No crees que ya has tenido suficientes martillos por el momento?
—Tonto —se quejó Reina con una mueca—. Me refiero a que con alguien así a mi lado todo sería mucho más fácil.
—¿Tú crees? Yo me he imaginado un millón de veces cómo sería mi vida con Michelle Pfeiffer o Monica Bellucci, pero no sé si «fácil» sería la palabra adecuada.
—En realidad no lo sé, pero esa escena del beso entre Thor y Luka, rodeados de mosquitos muertos, la mano en la nuca, en la cintura, en los hombros, los ojos cerrados. Los labios hinchados, ese cuerpo mulato, esos brazos poderosos…
—Córtate un pelo, que me vas a manchar el sofá.
—Idiota. —Reina le dio un manotazo en el brazo y luego se quedó pensativa—. Me pregunto si alguien me volverá a besar de esa manera algún día, siendo madre de un hijo inesperado o la mujer que se deshizo de un hijo que no quería. ¿Me besaría Thor a mí, Joe? ¿Podré ganarme el amor de un hombre bueno algún día?
—¿Tendrá un hombre bueno la suerte de poder besarte como Thor, Reina? ¿Por qué eres tan dura contigo misma?
Reina no supo qué contestar.
—Me voy a casa. Necesito pensar. Eres genial, lo sabes, ¿verdad?
—Tú también eres genial, Queenie. Todo va a ir bien. Date un respiro y te llamo en un par de días. Sabes que nos tienes aquí para lo que necesites.
Reina sonrió al oír el mote que Joe le había adjudicado en su juventud para hacerla rabiar y que ahora solo usaba para reconfortarla.
—Lo sé. Os quiero. Ya te contaré.
Y, abrochándose la chaqueta más horrenda y fluorescente del universo, salió a la luz del día con sombríos pensamientos revoloteando dentro de su cabeza.
La oscuridad inundaba la habitación. Las persianas estaban cerradas a cal y canto, tal y como le gustaba a Reina. No venían con la casa, eran un capricho que se había dado con el primer sueldo del bufete de abogados en el que entró a trabajar como especialista en derecho fiscal más de diez años atrás. Por aquel entonces, el apartamento no tenía mesas, ni sofá, ni siquiera un triste taburete en la cocina, pero todas y cada una de las ventanas tenían persiana propia. Las casas en Pittsburgh no tenían persianas, no como las entendía ella, al menos, esos aparatosos mecanismos que se instalaban por fuera del cristal para impedir la entrada de la luz del sol. Pero Reina las adoraba, era una de las cosas que más añoraba de su país paterno. La posibilidad de tirar de una banda flexible y crear un espacio propio, ajeno al exterior, y adaptarlo al humor en el que estuviera su alma: completamente subida cuando se sentía radiante y llena de energía, sin bajar del todo los días perezosos o indolentes, dejando que multitud de puntitos de luz se colaran en la estancia como si estuviera en un apacible Estudio 54. O bajada a cal y canto cuando se encontraba destrozada, como en aquel momento. Muchos le aconsejaron que se pusiera una cortina doble, como las de los hoteles, una tela opaca que se corría de un lado a otro con una varilla. «¡Blasfemia!». Eso era lo que ella pensaba de esas cortinas de mierda. Nada igualaba la oscuridad perfecta de una buena persiana española. Y era ese el tipo de oscuridad que reinaba en su dormitorio cuando el móvil sonó aquella tarde, su tono reverberando en el silencio inmaculado del que había estado disfrutando las últimas veinticuatro horas. Tardó tanto en dar con él que, cuando descolgó, pensó que ya no habría nadie al otro lado. Se equivocaba.
—¿Reina?
—¿Sí? —respondió ella, adormilada.
—Reina, soy Lisa. ¿Cómo lo llevas? ¿Dónde estás?
—Bien, bien. Estoy en casa, me he cogido unos días en el trabajo.
—Joe me lo ha contado todo. Lo siento muchísimo. Sé que no querías que fuera así.
—Tienes razón. No quería que fuera así.
Hubo un segundo de silencio, luego Lisa volvió a hablar.
—¿Podemos ayudarte? ¿Necesitas algo?
—Estoy bien, gracias. Solo estoy intentando decidir qué hacer. No es fácil.
—No lo es, ya lo sé. No lo es en absoluto.
Y entonces fue Lisa la que calló.
Durante un momento las dos se quedaron así, sin decir nada y diciéndoselo todo.
—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, llámanos. ¿De acuerdo? —se aventuró a decir Lisa por fin.
—De acuerdo.
La conversación finalizó y Reina se volvió a quedar sola en su mar de penumbra.
Debieron de pasar un par de horas, tres a lo sumo, cuando unos fuertes golpes en la puerta principal la sobresaltaron. Estaba despierta y no tardó en abrir. Era Joe, enorme y cercano como siempre. Las arrugas en su frente y el rictus de sus labios denotaban su preocupación. Entró sin esperar a que lo invitaran, porque no necesitaba invitación en realidad.
—¡¿Qué coño te pasa?! —exclamó nada más pisar el salón y fue entonces cuando Reina descubrió que no estaba preocupado, sino cabreado. Mucho—. Te fuiste de casa con tu chándal rosa y me dijiste que me contarías. Llevo tres días llamándote y no me has cogido ni una vez. Llamé a tu oficina y me dijeron que no habías ido a trabajar. ¿Sabes lo preocupado que he estado? ¿Debatiéndome entre dejarte espacio o venir a comprobar que no has hecho ninguna barbaridad?
A duras penas dominaba el volumen de su voz mientras paseaba su nerviosismo con las manos hundidas en su flamante mata de pelo oscuro.
—Lo siento mucho —respondió su amiga mientras lo abrazaba con cariño. Y como si hubiera accionado un interruptor mágico, la ira de Joe se apagó por completo.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirándola fijamente a los ojos.
—Estoy paralizada. Nunca antes me había sentido así. Hace un rato, cuando me ha llamado Lisa, me ha dicho «Lo siento muchísimo». No es una frase que se suela decir a las mujeres embarazadas y sin embargo yo también lo siento muchísimo. No estoy nada contenta. Es mi cuerpo, mi vida, mi dinero y mi tiempo. No estaba preparada para esto. No lo había planeado. Es demasiado grande. Por otra parte, ya tengo una edad y tampoco es que me negara en redondo. Es solo que ahora no me viene bien.
—Nunca viene bien, amiga.
—Lo sé, lo sé. Ya sé que nunca se está preparado. Tengo un montón de gente a mi alrededor que me lo recuerda a todas horas, pero ya sabes lo que quiero decir. Debería QUERER tenerlo. Al menos debería desear estar embarazada, ¿no? Debería tener algo que decir.
—Deberías, pero a veces no es así.
—Ah, ¿sí? No me había dado cuenta. ¡No me jodas, Joe! —La acidez y la furia de sus palabras le sorprendieron incluso a ella.
—¡No me jodas tú a mí! —contraatacó Joe—. Mi mujer ha estado ahí, yo he estado ahí. No me trates como a un felpudo.
—Sabes que no es por ti —le apaciguó Reina, suavizando su tono de voz—. Cualquier bebé debería tener una madre o un padre capaz de quererlo y darle amor y yo, ahora mismo, no puedo garantizarle ninguna de las dos cosas. Siento una presión enorme enorme sobre mi cabeza y sobre mi vientre. Necesito gritar.
—Pues grita.
En lugar de hacerlo, Reina se mordió los carrillos con fuerza y luego continuó.
—Y luego no puedo parar de pensar: ¿y si no aprovecho esta oportunidad? ¿Y si espero a encontrar al hombre de mi vida y no aparece nunca? ¿Y si aparece y no conseguimos quedarnos embarazados? ¿Y si espero a tenerlo cuando yo quiera y no puedo? ¿Y si, y si y si? ¿Os hacéis vosotros esta cantidad de preguntas cuando dejáis embarazada a una mujer? Simplemente, ¡no puedo más! Y para colmo, el otro día tuve una crisis nerviosa en el trabajo.
—¿De verdad? ¿Qué tipo de crisis?
—Estaba en una reunión con un cliente, para ver cómo podía aprovechar al máximo las deducciones fiscales en su declaración de la renta y me bloqueé.
—Te bloqueaste quiere decir…
—Perdí el hilo de la conversación, me quedé muda. El tipo me preguntaba qué me pasaba y yo no le contestaba. Parece que me quedé inmóvil como una estatua, con el boli en una mano y un vaso de agua a medio camino de mi boca en la otra. Alucinó. Tuvo que salir a pedir ayuda y se encontró con mi jefe, que se puso a dar palmas delante de mi cara y a zarandearme del hombro hasta que se le ocurrió la brillante idea de tirarme el agua del vaso por la cabeza para hacerme reaccionar. Entonces me puse de pie de golpe y le grité que de qué iba, que si estaba loco, que qué se había creído. Hasta lo empujé con las manos. Y todo esto delante del cliente, y con una camisa blanca empapada pegada a mi sujetador que me hizo pensar si la sensación sería igual si en vez de agua fuera leche materna.
—Parece todo de lo más divertido. —Joe intentaba controlar la expresión de su cara sin conseguirlo.
—Cuando me tranquilicé y me hube secado la blusa con el secador del lavabo, mi jefe me llamó a su despacho. No estaba enfadado, pero tampoco preocupado, cosa que me escamó. Sentía curiosidad. «¿Qué te ha pasado?», me preguntó. «Primero llegaste tarde la semana pasada y ahora esto. Llevas las cuentas más importantes, Reina, te necesitamos al cien por cien, al doscientos por cien, ya lo sabes».
»Le dije: «No es nada, Fred». ¡Nada! ¿Te lo puedes creer? Solo un montón de células creciendo en mi vientre. ¿Te imaginas si se lo digo? Se habría desplomado en el sitio. «Lo sé, Reina, lo sé», contestó él, «eres nuestra estrella, nuestra número uno. Siempre arriba, siempre a tope», y me lanzó una de sus detestables sonrisillas.
»Me volví a mi mesa y aguanté el resto de la mañana. Luego me comí un triste sándwich de pepino ahí mismo. Cuando lo terminé, me levanté y volví al despacho de Fred. Parecía perplejo de verme ahí otra vez.
»Dijo: «¿Sí?», sin levantar apenas la mirada de su ordenador. Yo estaba todavía en el vano de la puerta, pero no me invitó a entrar ni a sentarme. «Fred», dije yo, «quería disculparme otra vez por lo de antes. Últimamente no me encuentro muy bien, ando un poco floja y no sé si habría alguna posibilidad de bajar el ritmo temporalmente, no será mucho. No quiero cometer errores que luego nos puedan pasar factura…» y bla, bla, bla, ya sabes cómo son este tipo de discursos. Es duro.
—Lo sé bien, sí.
—El caso es que me interrumpió. Me cortó en seco con un «Reina» que me puso los pelos de punta. Luego se levantó con parsimonia de su sillón de cuero, rodeó su mesa, se acercó hasta donde estaba y me cubrió los hombros con su brazo. «Reina», repitió, como si fuera una niña con inteligencia limitada, «me extraña mucho esto que me dices porque la verdad es que yo te veo muy bien. Te veo más en forma que nunca, de hecho», y se quedó mirándome fijamente unos segundos, «Estoy convencido de que tus enormes capacidades están intactas y esto es algo pasajero. ¿A que sí?».
»Me quedé boquiabierta. ¿Crees que lo enseñan en la carrera? ¿Tácticas para quitarse de encima a los empleados molestos o algo así?
—Estoy convencido de ello.
—Le dije que claro, que por supuesto, que estaba estupendamente, que había sido un lapsus momentáneo, que me disculpara de nuevo. Me faltó hacerle la reverencia al salir. Luego me fui directa al despacho de Margaret y le dije que quería cogerme mi mes sabático pero ya.
—¿Quién es Margaret y por qué demonios tienes un mes sabático?
—Margaret es la jefa de Recursos Humanos y me adora. Y mi mes sabático es el premio que otorga la empresa a los trabajadores que llevan más de diez años trabajando en ella. Yo llevo casi once y había pensado en renunciar a él por ética profesional. Tengo siempre tanto trabajo encima que me sabe fatal faltar a la oficina, pero ¿sabes qué?
—Qué.
—Que después de la conversación con Fred pensé: ¡A TOMAR POR CULO! Llevo más de la mitad de mi carrera dejándome los cuernos por ese tipo, le he salvado el pellejo más veces de las que puedo recordar, se ha llevado la gloria mientras yo he estado detrás, haciendo el trabajo sucio ¿y me suelta que me ve fenomenal? ¡Que le jodan! Así que le expliqué a Margaret que llevaba retrasando casi un año mi mes sabático y que lo necesitaba de manera imperiosa. Sí, dije «imperiosa», tal cual, no te rías. Ella se quitó las gafas, las sostuvo con dos dedos, me miró a los ojos un buen rato y me respondió: «Yo me encargo. Dime cuándo lo quieres empezar». Así, sin más, como en Narcos. Le contesté que cuanto antes y asintió. Luego dejó las gafas encima de la mesa y se reclinó en su silla. «Vete a tomar un café, dame dos horas y te digo algo», me soltó, y dio por zanjada la charla.
»Así que regresé a mi mesa, cerré mi portátil, cogí el bolso y me fui sin decirle nada a nadie. A las dos horas en punto recibí la llamada de Margaret. «Arreglado. El lunes no hace falta que vuelvas. Descansa y pásalo bien». Casi me echo a llorar allí mismo. Le di las gracias como mil veces y juraría que hasta besé el móvil. Antes de colgar, me preguntó si iba todo bien y solo supe contestarle que esperaba que la cosa mejorara pronto, aunque no sé muy bien cómo va a mejorar, la verdad, y ella me dijo: «Cuídate, Reina. Eres una buena chica, nos encanta tenerte con nosotros. Aquí te esperamos».
—¿Y Fred? —preguntó Joe.
—¿Ese? Creo que todavía anda buscándome por el edificio, el muy capullo. No sé nada de él, pero va a tener que ponerse a trabajar por primera vez en su vida o encontrar a alguien que lo haga por él cuanto antes. Una pena no estar allí para verlo, porque será todo un espectáculo, eso seguro.
—¿Y qué vas a hacer con ese maravilloso mes sabático que te ha sido otorgado por obra y gracia de la eficiente Margaret?
—Dormir.
—¿Dormir?
—Dormir.
—¿Me tomas el pelo?
—Para nada. ¿Te acuerdas de la película Leaving Las Vegas en la que Nicholas Cage se atiborraba de alcohol para despedirse de su vida? Pues yo voy a hacer lo mismo, pero durmiendo. Pienso pasarme el mes entero en pijama, durmiendo todas las horas que ya no volveré a dormir jamás. Disfrutando de mi cama, de mis sábanas, de mi almohada en soledad antes de que sea demasiado tarde. He visto a mi madre y a mi abuela, Joe, y a Lisa y a Tammy y a Roberta, ¡y a ti, qué coño! Cuando se tiene un hijo no se vuelve a dormir igual. A veces ni durante el embarazo. Todas las madres que conozco son incapaces de dormir más allá de las ocho de la mañana. Se alegran cuando se despiertan a las nueve. ¡A las nueve, Joe! ¡Eso es tempranísimo! Y, cuando envejecen, sufren de insomnio crónico. Una vida entera levantándose en mitad de la noche, madrugando para hacer el desayuno y llevar a los niños al cole, acostándose tarde esperando a que sus retoños vuelvan de fiesta sanos y salvos, retorciéndose en el colchón porque no saben cómo van a pagar la universidad de sus hijos. Y luego, cuando por fin se van de casa, la menopausia. Esto que me pasa es el fin del descanso físico, del dormir a pierna suelta, y el principio de la amargura, el cansancio y la mala leche. No pienso dejar escapar esta oportunidad. Voy a dedicar las próximas setecientas horas de mi vida a inmolarme en mi colchón a golpe de siesta y nadie me lo va a impedir.
—Cualquiera que te oiga diría que estás decidida a tener ese bebé…
—Si decido no tenerlo, su fantasma me perseguirá toda la vida y tampoco me dejará dormir. Haga lo que haga estoy jodida, ergo duermo y así no tengo que pensar.
—Joder, Reina, si yo tuviera un mes sabático ni de coña me quedaba en casa, ¡qué locura! Me cogería el coche y le pisaría hasta que tuviera que volver.
—Pues coméntalo en la universidad, quizá no les parezca mala idea. De todas formas, tienes un montón de vacaciones al año y no veo que viajes demasiado.
El tono de Reina era burlón. Joe era entrenador de baloncesto en Carnegie Mellon, le apasionaba su trabajo, no tenía mal horario y además disfrutaba de las mismas vacaciones que sus alumnos, cosa que a Reina siempre le había dado una envidia tremenda, y, aun así, nunca lo había visto fuera del estado de Pensilvania.
—Eso es porque Lisa le tiene pánico al avión y el coche le aburre una barbaridad, ya lo sabes. Lo que quería decir era que, si yo hubiera tenido una oportunidad como esta estando soltero, jamás la habría desaprovechado así.
—O sí, si te hubieras quedado embarazado sin quererlo.
La tozudez de Reina era legendaria, su amigo lo sabía de sobra y por eso decidió dejarlo estar.
—No hay nada que pueda decirte para hacerte cambiar de opinión, ¿verdad?
—Absolutamente nada.
—Me lo imaginaba.
—Siempre has sido más listo de lo que pensabas.
Al quinto día de su mes sabático Reina ya no podía dormir más. El primer día cayó como un tronco, después de la visita de Joe le costó un poco conciliar el sueño y, diecisiete horas después, daba vueltas por la cama con los ojos abiertos como platos. Acababa de volver a hacerse un test de embarazo con la esperanza de que todo fuera una terrible pesadilla, pero se topó de nuevo con esa puta cara sonriente que tanto aborrecía. Frustrada, cogió el móvil y se puso a navegar por internet. Se le ocurrió cotillear el Instagram de Mikkha. Aunque había luchado con todas sus fuerzas para no pensar en él, la confirmación de su embarazo le había hecho darse cuenta del poderoso vínculo que ahora compartían. Aunque no lo volviera a ver, aunque no hablaran nunca más, Reina pensaría en Mikkha el resto de su vida. ¿Tendría su bebé su perfecta (y sonora) nariz? ¿Esa forma tan peculiar de pronunciar las eses? ¿Heredaría su altura y su constitución atlética? ¿Sería Mikkha transmisor de alguna enfermedad genética? ¿Ocultaría algún trastorno psiquiátrico hereditario? No lo sabía. No sabía nada en realidad, salvo que tenía una lengua prodigiosa en más de un sentido, una mente brillante y un ego tan enorme como su encanto. «Podría ser peor», se dijo mientras pasaba de una fotografía a otra.
Fue entonces cuando vio a la rubia despampanante agarrada del bronceado brazo de Mikkha y le dio un vuelco el corazón. Y no porque Mikkha hubiera encontrado a otra mujer que le riera las gracias, sino porque fuera capaz de desplegar esa sonrisa inmaculada sabiendo lo que sabía. ¿Cómo era que ella, siempre tan vital, autosuficiente y resolutiva, estaba hundida en su colchón, frustrada y desorientada y él andaba tan feliz, exhibiendo su envidiable salud mental al lado de una bellísima mujer?
Hirviendo de ira, Reina subió de golpe las persianas, se desnudó y se metió en la ducha, dejando que el agua se llevara toda su desazón. En todos los procesos de duelo que había tenido en su vida, en todos los momentos difíciles de su existencia, ese sentimiento de indignación y enfado había sido una verdadera tabla de salvación. Reconocía y aceptaba sin problemas la debilidad de la tristeza y la congoja, pero revivía con la energía que le daba un buen cabreo. La recogía con gozo en el fondo de sus tripas, la acumulaba en una potentísima dosis concentrada y la usaba para impulsarse hacia delante y llegar exactamente allí donde quería. Había aprendido, mucho tiempo atrás, a manejarla y moldearla a su antojo. Y si bien era consciente de lo fácil que sería liberar su cólera sin más sobre los que la habían ofendido, era lo suficientemente lista como para saber que sería un auténtico desperdicio, en tanto en cuanto esa fuerza, aplicada a su propia vida, podría propulsarla como un cohete y alejarla de donde ya no quisiera estar. Y Reina ya no quería estar encerrada en un cuarto oscuro como si hubiera cometido un terrible pecado. Porque no había cometido ninguno. Se dio cuenta entonces de lo mucho que su piel anhelaba sentir el calor del sol, y aire fresco sus pulmones. Reina deseaba sentirse fuerte y guapa y despreocupada otra vez; y un minúsculo óvulo fecundado no se lo iba a impedir.
Mientras salía de su casa le escribió un mensaje rápido a Joe para avisarle de que iba de camino. El tráfico de la mañana no le molestó, de hecho, invirtió todo el tiempo del atasco en buscar en el móvil planes interesantes en los que invertir su merecido descanso laboral. Para cuando llegó a su destino sabía exactamente lo que quería hacer. Convencer a su amigo de que la acompañara era, sin embargo, harina de otro costal.
—¡Benditos los ojos! —la saludó Joe desde la puerta—. ¿A qué se debe el honor? Creía que no ibas a abandonar tu cama bajo ningún concepto.
—He pensado que un poquito de sol no me vendría mal —replicó Reina—. Y también he estado dándole vueltas a todo lo que dijiste sobre mi mes sabático, lo del tiempo, viajar y todo eso. Creo que tienes razón.
—¿De verdad? ¿Razón yo? ¿Te has dado un golpe en la cabeza?
—Sabes de sobra que no tengo ningún problema en aceptar mis errores, lo que pasa es que no suelo equivocarme nunca y por eso no estoy acostumbrada.
—Jajajajaja. Claro, claro. El mundo siempre se equivoca y Reina siempre tiene la razón.
—Casi siempre. Dormir durante un mes es una idea de mierda.
—¡Voilà!
—Por eso he pensado emplear lo que me queda del mes sabático en un viaje.
—Suena bien, continúa.
—En coche.
—Bravo.
—Contigo.
Joe calló, pero Reina vio la emoción danzando en sus pupilas. Sabía lo mucho que le gustaba viajar porque lo habían hecho juntos infinidad de veces. A los catorce años volaron juntos a España, acompañados de una azafata simpatiquísima, para pasar allí el verano y Joe disfrutó cada uno de los días como un enano. Aterrizaron en Madrid y pasaron casi un mes en la ciudad, con la familia de Reina, que vivía en un espacioso piso en una zona residencial con jardines y piscina comunitaria. Cuando la pareja de amigos no estaba chapoteando en el agua con el resto de los vecinos de su edad, o secando sus pequeños cuerpos al sol abrasador de la capital, aprovechaban para visitar el museo de El Prado, hacer excursiones a la sierra madrileña, comer croquetas y jamón serrano por el centro, saborear helados cerca de El Palacio Real o yendo al cine a ver el último estreno familiar. Luego les montaron en un tren nocturno que les llevó a Barcelona, donde les esperaba la familia de la madre de Joe. El viaje fue emocionante. Imaginaron que el tren era el Orient Express y tenían que resolver un macabro asesinato. Pero en cuanto llegó la hora de la cena se olvidaron de todo. En la ciudad condal cambiaron la piscina por la playa, las croquetas por el pà amb tomàquet, la sierra por la Costa Brava, y el Palacio Real por la Sagrada Familia, pero siguieron sin faltar los helados, los juegos, las comidas y las cenas a horas tardísimas a las que los dos estaban ya más que acostumbrados. Además, la familia de Joe tenía una casa en el Pirineo aragonés que les permitió conocer el parque nacional de Ordesa y Monte Perdido, comer migas, hacer senderismo, bañarse en ibones helados, visitar pueblos construidos en piedra con altos campanarios, castillos y fortalezas… Fue un verano inolvidable que los dos recordaban con mucho, muchísimo cariño.
Más tarde, en la universidad, viajaron por los Estados Unidos siempre que tuvieron ocasión. En las tardes más frías del invierno, sentados en la cafetería del campus, con un café o una cerveza en la mano, planeaban su retorno a Europa después de licenciarse. Pero en el último año, justo antes de la graduación, Joe y Lisa se quedaron embarazados de los mellizos y nunca más volvieron a viajar como antes.
—Lo estás deseando, no me digas que no —le chinchó Reina.
—Lo estoy deseando, pero tengo una mujer con mucho genio y tres hijos, dos de ellos adolescentes e insoportables.
—Lo sé, por eso creo que lo mejor es darle fiesta a Lisa también.
—¿Y los niños?
—¿Hace cuánto que no ven a tus padres?
Joe se echó a reír con una carcajada que le sacudió de arriba abajo.
—Eres una personita maquiavélica, Reina Ezquerra, ¿lo sabías?
Ella sonrió de oreja a oreja por toda respuesta. Plantada en el césped del jardín parecía una simpática y adorable girl scout vendiendo galletas.
—Hay que darle alguna vuelta —dijo Joe al fin—, pero creo que podría funcionar. Te invito a un batido para celebrarlo y me cuentas en qué estás pensando exactamente.
Una vez que estuvieron acomodados en los asientos acolchados de la mejor heladería de todo Pittsburgh, Reina se puso seria y tomó aire.
—Quiero que me escuches y mantengas tu mente abierta, aunque te parezca una auténtica tontería, ¿de acuerdo? Esto es muy importante para mí.
—Desembucha de una vez.
—Es junio, hace sol, tengo un mes de vacaciones —bueno, casi un mes—, tú también estás de vacaciones, los niños están a punto de terminar el cole y yo quiero ir en coche contigo hasta Los Ángeles.
—¿Los Ángeles? ¿Qué se te ha perdido allí? Siempre has renegado de L.A.
—Lo sé, lo sé, pero es que hoy, mientras venía hacia aquí, he visto esta noticia y me ha parecido una señal. —Reina le tendió el móvil y Joe leyó en voz alta un breve artículo de una página especializada en cine.
—Dennis Shawn, el imponente actor que interpreta a Thor en la gran pantalla, se encuentra inmerso en el rodaje de la secuela de Thor Reloaded, que lleva más de 870 millones de dólares recaudados. La estrella alargará su estancia en L.A. hasta finales de agosto, momento en que retornará a Nueva Zelanda, donde vive habitualmente con su hermosa familia.
Joe terminó de leer y se quedó mirando a Reina con cara de no entender nada.
—Quiero ir a Los Ángeles y conseguir un beso de Thor. Un beso como el que le da a Luka en la película. Un beso que me diga que todo está bien, que yo también encontraré a alguien que se preocupará por mí y con el que compartiré mis aventuras.
La carcajada de Joe hizo que la camarera se girara y lo fulminara con la mirada.
—Yo me preocupo por ti y comparto tus aventuras —replicó Joe con aire juguetón.
—¿Ahora te me vas a poner celoso? Ya sabes a qué me refiero, no te hagas el tonto.
—Lo sé, y no estás bien de la cabeza. ¿Tú te crees que Dennis Shawn va por ahí besando a todas las tías que se le cruzan por el camino? «Oye, Dennis, los autógrafos están pasados de moda, ¿por qué no me morreas mejor y luego me voy a mi casa como si no hubiera pasado nada?».
—Seguro que no es la primera vez que se lo piden.
—¿Quién eres tú y que has hecho con mi amiga sensata y calculadora? ¿De verdad quieres que nos montemos en un coche, nos hagamos 4000 km y acosemos a un actor megafamoso al que le sacas por lo menos diez años para que te bese como en su película?
—Sí, quiero exactamente eso.
—Es de locos.
—¡No tenemos nada que perder! Y tú podrás hacer todos los desvíos que te plazca para ver lo que quieras y a quien quieras, tanto a la ida como a la vuelta. ¡Lo que te apetezca!
—¿Lo que yo quiera?
—Ajá. Y puedes elegir la música.
—¿Está todo permitido?
—Todo, desde el Réquiem de Mozart hasta el Hallowed be thy name de Iron Maiden, sin censuras. ¡No tienes nada que perder! Si lo consigo, tú solo tienes que inmortalizar el momento con tu móvil y, si no, tendrás razón y yo me habré equivocado. Te encanta cuando me equivoco y tú tienes razón.
—Pero si no sale bien tendré que consolarte todo el camino de vuelta porque estarás destrozada. Serás una compañera de viaje insoportable.
—No lo seré porque lo voy a conseguir. Y si no lo consigo juro sobre este batido que solo manifestaré mi pena muy discretamente cuando estés dormido.
—Sigo pensando que es una locura y que no te vas a poder acercar a más de cinco kilómetros de Dennis Shawn.
—Sí, pero una locura en vacaciones con un larguísimo y emocionante viaje en coche por delante. Asfalto, gasolina, música, restaurantes de carretera, moteles baratos y cochambrosos. ¿Hace cuánto que no pisas la autopista?
—Si lo planteas así…
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero?
La llamada de Lisa no se hizo esperar.
—Un pajarito me ha dicho que quieres irte de vacaciones con mi marido.
Reina activó todos sus sensores por instinto, pero no percibió nada raro. Lisa nunca la había visto como una amenaza para su matrimonio y Reina la adoraba por ello, pues era más que consciente de que muy pocas amistades mixtas sobrevivían a la animadversión de alguno de los cónyuges.
—¿Ya te lo ha contado?
—Ha hecho mucho más que eso. Cuando he llegado a casa, me estaba esperando en la puerta. Me ha llevado hasta el sofá, me ha preparado uno de sus deliciosos Bloody Mary. Luego me ha quitado los zapatos y me ha cogido el pie izquierdo para masajeármelo. Yo me he puesto tensa enseguida, por supuesto. Un comportamiento así solo se tiene si se ha hecho algo muy muy malo o se quiere hacer una propuesta sexual poco ortodoxa, y no estaba preparada para ninguna de las dos opciones, la verdad. Pero antes de que pudiera decir nada ha empezado a hablar. «No te preocupes por los niños, cariño. Luke ya se ha acostado y los mayores están leyendo en la cama. Han cenado genial y no hemos tenido ninguna discusión». Le he mirado con la ceja levantada y ha seguido a la velocidad del rayo. «¿Te acuerdas de lo de Reina?». Te juro que, con lo listo que es, no sé cómo puede soltar frases tan estúpidas. Como si de la noche a la mañana se me fuera a olvidar que te has quedado preñada de un tío por el que no sientes absolutamente nada cuando menos te apetecía.
—Lo has resumido bastante bien, sí…
—Obviamente no le he respondido, tan solo he asentido con la cabeza para que continuara y entonces me ha contado tu absurdo plan para que un tal Dennis Shawn que, por cierto, está para hacerle más de un favor, te bese a ti, una plebeya desconocida, treintañera, deprimida y embarazada, como si esa fuera la solución a todos tus problemas.
—Dicho así no suena muy bien…
—Como comprenderás me he puesto hecha un basilisco, gritándole que si me dejaba más de tres días con dos adolescentes salvajes y un niño de siete años me divorciaba. Las manos se me movían solas en todas direcciones, he escupido saliva sin querer y casi tiro el maldito Bloody Mary encima del sofá. Pero entonces me ha cogido la mano por la muñeca y ha depositado las llaves de nuestra casa en mi palma. Me he callado, claro, porque no sabía qué demonios estaba haciendo. Luego ha sacado una cesta con sales de baño y cremas hidratantes perfumadas de debajo de la mesita de centro y varias de mis revistas favoritas de un cajón del aparador. «¿Qué te parece si te dejo la casa para ti sola?», me ha susurrado al oído. «¿Oyes eso? Es el silencio. Si me voy, podrás disfrutarlo todo lo que quieras durante todo lo que dure el viaje». Me he puesto cachonda solo de oírlo, Reina. Me lo habría follado allí mismo, sobre la alfombra del salón, si no hubieran estado los niños, pero no he dicho ni mu. A él lo de los niños no le habría importado y luego no me lo hubiera quitado de encima en toda la noche. Pero, bueno, volviendo a lo que nos ocupa, ¿has sido tú la responsable de este milagro?
—Bueno, yo sugerí darte unos días de descanso, pero lo del Bloody Mary, las sales, las cremas y el silencio ha sido cosa de él —respondió Reina, orgullosa de su amigo. Cuando a Joe se le metía una cosa entre ceja y ceja, hacía todo lo posible para conseguirlo, y solía encontrar vías de lo más imaginativas (y efectivas) para hacerlo.
—Mis suegros están encantados —continuaba Lisa, muy animada—. Joe me ha prometido que llevaréis a los niños personalmente a Chicago antes de lanzaros a la aventura y me ha dado un vale de descuento para Miss Penny Malone, ¿lo conoces? ¿El spa que acaban de abrir en Collin con Firth? ¿No? No importa. Lo importante es que, aunque personalmente me parece un plan de lo más absurdo, él está muy ilusionado y yo todavía más, así que todos contentos.
—Pues sí, al menos se le quitará el mono de coche durante una buena temporada. Y creo que a mí también me vendrá bien, Lisa, aunque sea un poco insensato. Necesito un poco de oxígeno.
—Yo no tengo nada más que añadir, cielo. Si es lo que te apetece, ve a por ello. Cuida de él y pórtate bien. Pero llevaos tu coche, ¿de acuerdo? Yo necesitaré el nuestro para irme a todos los sitios a los que hace años que estoy deseando ir.
—Sin problema.
—Pues ahora que está todo aclarado te voy a colgar. Tengo que coger cita en la peluquería.