7,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 9,99 €
Margarita, escritora de éxito, vuelve a su ciudad natal para vaciar la casa de sus padres, un piso de los años 60 en un barrio obrero. Mientras, los medios de comunicación retransmiten la exhumación del cadáver de Franco, que marcó la vida de tantas generaciones de españoles. De las cuatro personas que vivieron en la casa, solo queda Margarita. Su abuela, su madre y su padre han ido muriendo por ese orden. Es hija única y debe realizar la tarea ella sola. Ni su marido ni su hijo la acompañan en ese viaje tan extremo que es el de recorrer los vacíos personales. Los olores que aún permanecen en la ropa, el sabor de la quina Santa Catalina, los viejos pasaportes, los libros... la van transportando a diferentes momentos de su pasado vividos en el piso. Los reproches a sí misma y a los fantasmas de los muertos que viven en su memoria se mezclan con la historia en la que se enmarcan su vida y la de su familia: una abuela que vivió todas las guerras del siglo, una madre y un padre que se criaron en una posguerra castradora de sueños; y ella, la protagonista y narradora en primera persona, que tenía trece años cuando murió el dictador. Sus recuerdos llenan la casa vacía, y a través de ellos entiende mejor las actitudes de su familia y de ella misma hacia todo lo que estaba pasando en aquellos años de la Transición. "Sus palabras pellizcan el corazón y nos acompañan a nuestra propia esencia, a lo que fuimos y a lo que somos…". Alejandro Palomas "Es imposible resistirse a la luminosa escritura de Ana Alcolea, teñida de sensibilidad y humor". Irene Vallejo "Ana Alcolea ha escrito una intensa novela de la memoria y los secretos de familia con una mirada transparente y humanista que indaga en la vida, el franquismo, la amistad, el mundo contemporáneo y la educación". Antón Castro "Un viaje lleno de sutileza, de intimidad, valiente, al pasado de una mujer obligada a enfrentarse -luces, inesperadas sombras- a sus viejos fantasmas familiares". Jesús Marchamalo La crítica ha dicho: "Novela que despliega mucha imaginación, pero que nunca deja las bridas para que la cosa se desboque y logra atraparnos en una historia sorprendente". Qué Leer, sobre La noche más oscura "Diálogos intensos, perfecta dosificación de las acciones entrecruzadas, prosa muy trabajada pero suelta, interesante galería de personajes y circunstancias... son algunos otros atractivos que dan solidez a esta novela". Diario de León, sobre La noche más oscura "Nada se cuenta tan bien como lo que se conoce, lo que se lleva dentro, lo que quizás es más fácil expresar sin abrir la boca. En las manos de una escritora con tanto oficio, con tanta sensibilidad, la historia cobra magia". Javier Lahoz, El Periódico de Aragón, sobre Postales coloreadas "Ya quedan pocos escritores como Ana Alcolea, capaces de devolvernos al mundo mágico y puro de un tiempo en que nos educábamos leyendo libros, cogiendo fresas para las mermeladas de la abuela...". Mauricio Wiesenthal, Revista del Museo Pedagógico de Aragón sobre Bajo el león de San Marcos
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 442
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El brindis de Margarita
© Ana Alcolea, 2020
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-570-6
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Agradecimientos
De pequeña, yo siempre brindaba «por la salud de Franco». Bien alto, de pie, con toda la familia sentada a la mesa y mientras alzaba mi vaso lleno de quina Santa Catalina. Mi madre me miraba y acaso respondía con un gesto que era la variante silenciosa de «qué maja está la niña cuando está calladita». Mi padre se quedaba lívido.
—Pero ¿quién le ha enseñado a decir esas cosas a la criatura?
Eso lo decía solo a veces, cuando en la celebración no había ninguno de los miembros de la familia que eran complacientes con el régimen; en tal caso, callaba y sonreía la gracia de la criatura porque era lo mejor que podía hacer. Mi abuela se iba a la cocina a buscar la tarta que ella y mi madre habían hecho por la mañana; mientras recorría el largo pasillo pensaba en el día en que los falangistas habían registrado su casa durante la guerra, movía la cabeza de un lado a otro y pensaba: «¿De dónde habrá sacado la chica semejante brindis?».
Y no, nadie me lo había enseñado. Para la niña de ocho o nueve años que yo era entonces, aquel señor de pelo blanco, bigote fino y voz de tiple afónica era una especie de abuelo universal, sustituto de los dos abuelos que no había tenido o, por mejor decir, que nunca había conocido o tratado.
A través de la televisión, aquel hombre en blanco y negro era el único abuelo que entraba en mi casa, y yo brindaba por su salud con el vino quinado que nos daban a los niños. Un vino de unos quince grados que supuestamente hacía que estuviéramos fuertes y sanos. A mis primos se lo daban con un huevo crudo batido dentro. A mí eso me daba mucho asco, así que lo bebía solo, en las celebraciones familiares para brindar, o los sábados y los domingos por la mañana, mientras los mayores estaban en la cocina.
Mis padres lo guardaban en la parte baja de la librería, debajo de las cartas que mi madre recibía de lugares del mundo tan exóticos como San Francisco y una ciudad que se llamaba Cebú y que estaba en las islas Filipinas. Esas mañanas sin colegio, cuando me quedaba sola en el cuarto de estar y oía todas las voces que llegaban desde la lejanía de la cocina, abría la botella y bebía un buen trago de aquel elixir dulce, el mismo con el que en las fiestas brindaba por la salud de aquel abuelo en gris, de quien los niños no sabíamos que era un dictador y que tenía a sus espaldas centenares de miles de muertos.
Y no lo sabíamos porque en las casas no se hablaba de ello.
—Las paredes oyen —solía decir mi madre. Y debía de ser verdad, porque cuando la abuela contaba alguna cosa sobre la guerra, lo hacía en voz muy baja, por si acaso.
Lo mismo ocurría cuando mi padre narraba el episodio en el que él y los demás chapistas del parque de coches oficiales donde trabajaba por las mañanas habían hecho una bandera republicana con los trapos de limpiar. Alguien había visto la bandera roja, amarilla y morada sobre una mesa del taller y había ido corriendo a contárselo al jefe, un general en la reserva que había hecho la guerra y conservaba restos de metralla en la garganta. El general había bajado inmediatamente con el ánimo de arrestar a los tres incautos, que no lo fueron tanto y que lo engañaron diciéndole que los trapos habían caído así, por casualidad, que ellos ni siquiera sabían que había otra bandera que no fuera la rojigualda. Las tres mujeres de la casa reíamos cada vez que papá contaba la historia y nos sentíamos orgullosas de él, que había sido capaz de burlar a la autoridad. Aunque, a decir verdad, yo entonces no sabía ni qué era la autoridad, ni qué era la bandera republicana, ni qué había sido la República. Solo sabía que había habido una guerra de la que casi nadie hablaba. Según parecía, entre las hermanas de mi abuela las había de los dos bandos: mis abuelos habían sido republicanos, pero la hermana pequeña de mi abuela, falangista. Tampoco sabía yo muy bien lo que quería decir aquella palabra. La había oído por primera vez en el colegio, en primero de primaria: a las monjas les gustaba hacer una batería de preguntas sobre cultura general. En la misma clase estábamos las niñas de primero y de segundo grado. Una de las preguntas en el primer día del curso fue: «¿Quién fue el fundador de la Falange?». Ninguna de las niñas de primero conocíamos la respuesta. Y tampoco sabíamos sobre qué estaban preguntando. Solo una de las niñas de segundo supo responder: «José Antonio Primo de Rivera». Le dieron una estampa de la Virgen por haber sido tan lista. Me aprendí el nombre de aquel señor para preguntarle a mi madre en cuanto saliera del cole.
Hace poco que ha comenzado a llover. Mi paraguas de nubes blancas sobre cielo azul me protege de la lluvia, pero no de mí misma ni del aire que respiro. La calle con casas de ladrillo rojo me recibe como había hecho tantas veces cuando volvía del colegio, de la universidad, del parque. El mismo bar en la acera de enfrente, con otro nombre y con las mismas sillas de acero inoxidable. La misma peluquería con otras peluqueras. Las pequeñas manufacturas textiles desaparecieron tiempo atrás, y donde hubo una carnicería hay ahora un almacén en el que entran y salen hombres y mujeres con rasgos orientales cargados con cajas de cartón. El club de boxeo dejó paso a una tintorería. El taller mecánico donde trabajaba mi padre por las tardes, el mismo en el que pedía cigarrillos a escondidas un boxeador que llegó a ser campeón del mundo, es ahora una clínica dental, blanca y aséptica.
Llevo los pies mojados porque el agua ha empapado mis zapatillas de tela. Hace tiempo que ya no me calzo zapatos altos porque mis tobillos delgados me juegan malas pasadas, y hoy me he puesto unas deportivas viejas. No me voy a encontrar con nadie conocido. Solo con mis fantasmas.
Miro al balcón de la que fue mi casa durante más de veinte años. La pintura plateada de la barandilla ha perdido su brillo, y ya no hay macetas como cuando vivían mi madre y mi abuela. Desde la calle, los únicos vestigios del pasado son los visillos de ganchillo que había hecho mamá durante horas y horas vespertinas mientras escuchaba la radio en la mesa camilla del cuarto de estar.
Me cuesta decidirme a entrar en la casa. Si alguien me está contemplando desde una ventana, inmóvil, bajo el paraguas, mirando al segundo piso, pensará que estoy interesada en comprar el inmueble. Nada más lejos de la realidad; he demorado varios meses la más solitaria y dolorosa de las tareas: volver al piso de mis padres para vaciarlo. Despojarme de todo lo que hay allí dentro va a ser como quitarme cada una de las capas protectoras de la epidermis y quedarme desvalida, en carne viva, a merced de todos y de cada uno de mis pensamientos. A merced de mí misma, de mi propia soledad.
Miro el móvil que llevo en el bolsillo de la americana y compruebo que no tengo mensajes. Busco las páginas de los periódicos que leo habitualmente: nada nuevo que me llame la atención. No fumo, así que no puedo encender un cigarrillo y esperar hasta terminarlo. Se me han acabado las excusas y los pies están cada vez más mojados y más fríos. Por fin saco el llavero del bolso nuevo que me ha costado más de seiscientos euros y que he comprado por Internet. Precioso, pero pesado. Es lo que tiene comprar algo que no ves y no tocas, que no sabes realmente lo que te vas a encontrar. En el catálogo me pareció maravilloso, con un color vino de Borgoña realmente espectacular. Cuando lo saqué del paquete y lo tuve en mis manos, me siguió pareciendo precioso, pero a los pocos días me produjo una dolorosa contracción muscular en el hombro izquierdo. No obstante, lo he seguido llevando, tengo que amortizar lo que me he gastado. Conservo la mentalidad de clase obrera en la que me crie: las cosas cuestan dinero y no se tiran.
En el mismo momento de introducir la llave en la cerradura del portal, me acuerdo de otra adquisición fracasada que había hecho tiempo atrás; fue cuando salí por aquella misma puerta para comprar un polo de la marca Lacoste. Corría el año 1976, yo tenía catorce horrorosos años, con el pelo corto, mis primeras gafas, granos y un par de compañeras en el colegio del barrio que lucían ropa de las que empezábamos a llamar «niñas pijas». Yo también quería formar parte de aquella estética de zapatos castellanos con flecos y de jerséis con cuello de pico.
—Papá, quiero un polo como el de mis compañeras, de cuello de pico y con el cocodrilo.
Conseguí que mi padre me diera dinero para comprarme un Lacoste, con su cocodrilo verde sobre el lateral izquierdo. Fuimos los dos a una tienda del centro de la ciudad, y elegí uno de color beis, muy neutro, horrible y aburrido. Entonces pensé que lo podría combinar con cualquier falda y con cualquier pantalón. Desde el primer momento me pareció absurdo y feo, pero lo compré porque me había empeñado en ello. Por supuesto, se manchó enseguida y, por supuesto, lo lavó mi abuela con agua caliente: se encogió tanto que ya no me lo pude volver a poner. Ahí se acabó mi sueño de ser una adolescente estilosa y pija, de las que ligaban con los chicos más guapos del colegio.
Entro en el vestíbulo, que huele a humedad. Unas flores de plástico en un macetero ponen una nota de color que destaca entre las paredes del mismo tono marfileño de mi malhadado polo del cocodrilo. Miro el interruptor de la luz nocturna, alto por encima de la cabeza para que no llegáramos los niños ni las abuelas: la mía notó que su estatura había menguado cuando ya no podía encender ni apagar aquel piloto de la noche, que la avisaba de que el tiempo estaba pasando inexorablemente.
En el buzón siguen nuestros cuatro nombres, el de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela y el mío, por ese extraño orden jerárquico que convertía a los hombres en cabeza de familia, y a las abuelas y a las niñas en los últimos monos de la casa. De los cuatro nombres solo queda vivo el mío. Los otros tres han desaparecido entre las cenizas de sus poseedores, como sus voces y sus silencios. Como sus prisas y sus deseos.
Solo hay un par de cartas en el buzón, a nombre aún de mi padre, que ha sido el último en marcharse. Una de la compañía eléctrica y otra del Ayuntamiento, con un recibo del agua. No tengo llave del buzón, así que las saco introduciendo mis dedos en la ranura. Me araño la piel como tantas veces al intentar extraer las cartas cuando venía del colegio y todavía no tenía edad para ser poseedora de llaves. Las llaves dan libertad y poder. Siempre fueron un símbolo de ambas cosas, tanto en el antiguo Egipto o en las aldeas vikingas, como en todas nuestras casas de barrio obrero. Hubo un tiempo en el que ya dueña de llaves, pero de nada más, esperaba con ansiedad la llegada del cartero. Fue cuando un chico me prometió que me escribiría desde la ciudad en la que estudiaba. Todos los días esperaba la hora, y todos los días la misma decepción: nunca llegaba la misiva deseada. Nunca llegó, y a pesar de ello nos hicimos novios. El patio había sido testigo de muchos momentos que dichosamente habían pasado al reino amable del olvido.
Meto las dos cartas en el bolso, y empiezo a subir las escaleras. Por el primer piso han pasado varias familias y unas estudiantes universitarias en los años en los que yo era adolescente. Una de ellas estudiaba Magisterio y la otra Filosofía y Letras. No tenían teléfono y sus madres las llamaban a mi casa cuando las llamadas de los pueblos aún se hacían a través de una centralita. Eran de una pequeña localidad en la que se hablaba una variedad del catalán, así que a veces mi madre y mi abuela no se entendían con la telefonista, y yo bajaba corriendo las escaleras para llamar a las chicas. Eran altas, guapas y delgadas, y una de ellas tenía un novio en la tuna de Medicina, así que de vez en cuando los tunos las rondaban debajo de la ventana. Cantaban rancheras y melodías portuguesas, y todos los vecinos de la calle nos asomábamos al balcón para verlos y oírlos cantar, ellos ataviados con sus capas y sus cintas de colores, nosotros con las ropas de dormir. Una noche, las chicas me invitaron a su casa mientras estaban los tunos. Como ya era púber y casi pertenecía al mundo de los mayores, me enseñaron una de sus canciones, una de esas que ahora me sonroja recordar porque contaba una historia de amor que acababa en homicidio. Pero lo más de lo más fue el día en el que se casó uno de mis muchos primos. A los postres llegaron los tunos, precisamente los de Medicina, que me reconocieron como la vecinita del piso de arriba del de sus pecados, y me dedicaron la susodicha canción. Aquel fue uno de los momentos más felices de mi adolescencia. Ya me había crecido el pelo, me había puesto lentillas y no tenía granos. Me sentí protagonista más de un pasodoble que de una ranchera, sobre todo cuando uno de los tunos me lanzó un clavel rojo que previamente había besado. Aquella noche me fui a la cama más feliz que una perdiz.
Sí, el primer piso había dado mucho juego.
Subo los siguientes tramos de escaleras y llego a mi casa. Respiro hondo antes de meter la llave en la cerradura. No he vuelto desde que papá murió hace unos meses y tuve que ir a recoger papeles y a tirar comida que aún se había quedado en la nevera. El felpudo está torcido, como siempre después de que la limpiadora lo vuelve a colocar cuando termina su trabajo. Lo pongo recto con el pie. Doy las dos vueltas de llave a la izquierda y abro la puerta. Está oscuro porque había bajado las persianas la última vez. Me parece que entro en un túnel sin fin, que vuelvo al mismo útero materno del que tantos años me había costado salir.
Estoy en el pasillo. En el largo pasillo por el que me daba miedo transitar de niña cuando llegaba la noche. Creía que monstruos terribles habitaban debajo de las camas y saldrían a comerme cuando pasara junto a los umbrales de los dormitorios. Por eso corría lo más rápido que podía para llegar cuanto antes desde la sala de estar hasta el cuarto de baño o viceversa.
Respiro profundamente para mantenerme en pie y no perderme en las galerías de la imaginación. Noto que aún quedan restos del olor a la colonia de mi padre.
El aroma me dice que estoy en mi casa y que algo de sus habitantes se ha quedado allí dentro para siempre. Enciendo el interruptor y se hace la luz.
El olor me conduce hasta la habitación de mi padre, la que había compartido con mamá hasta que ella murió diez años antes que él. Subo la persiana y veo el frasco de cristal sobre el tocador. Es el único objeto vivo sobre el mármol, el único que desprende un intento de comunicación. Es como las botellas de los cuentos orientales con un genio dentro, como la lámpara de Aladino. Cojo el frasco y le quito el tapón. Me lo acerco a la nariz y aspiro lo más intensamente que puedo. Quiero llenarme del olor de papá aunque sé que eso no lo va a traer a mi lado. Pulverizo la habitación y observo las minúsculas gotas que flotan en el aire. El genio de la botella no es nada más que polvo perfumado. No puedo ni siquiera pedirle un deseo. Me siento en la cama. Sobre la colcha todavía está la funda de la urna que contuvo sus cenizas y que no me había atrevido a tirar.
—Joder, papá. ¿Y qué hago con esto? —digo en voz alta. Seguro que él habría tenido alguna solución.
Me levanto y me voy al cuarto de estar.
Todo está como siempre. La mesa camilla con sus faldas de terciopelo rojo. El último tresillo que había sustituido al rojo, al verde, y al marrón de escay, que había sido el primero y mi favorito. Los cuadros que había pintado papá en los años de su depresión. Las decoraciones que había hecho mamá en los cursos del barrio para amas de casa. La orla de mi fin de carrera con las fotos de mis compañeros en blanco y negro. Y la mía, una imagen en la que no me reconocía, seria, grave, convencida de que había hecho algo muy importante al ser la primera de la familia que había conseguido ser universitaria. Recuerdo que hasta me hice unas tarjetas de visita inútiles en aquel momento con mi nombre y con la leyenda Filóloga, que casi nadie sabía lo que quería decir. Pero como todo el mundo estaba orgulloso de que por fin alguien de la familia hubiera ido a la universidad, la orla llena de caras más o menos sonrientes, más o menos antipáticas, ocupó siempre la pared principal del salón.
Me siento en uno de los sillones, el que está más cerca de la librería. La librería. Nunca supe por qué ese mueble tiene un nombre tan pretencioso, cuando en realidad es un armario con estanterías, aparador, televisión, vitrina, mueble bar y generalmente con muy pocos libros.
La contemplo y pienso que ahí está una parte de la historia de mi vida. Abro la puerta de la parte inferior. Ahí tenía mamá la vajilla de los días de fiesta. Y la botella de la quina Santa Catalina. La vajilla sigue en su sitio, ordenada por el tamaño de los platos y las fuentes. Y hay una botella de quina. La debió de comprar mi padre poco antes de enfermar. La abro. La huelo. Me la llevo a la boca y bebo un trago.
—Por vuestra memoria, ya que no puedo brindar por vuestra salud.
De repente, regresan los días en los que el cuarto de estar no estaba habitado por las sombras y el silencio. Los vinilos de 45 y los LP sonaban los fines de semana. Algún domingo incluso comíamos allí y no en la cocina como el resto de los días. Mi padre montaba el tren eléctrico, mamá cocinaba la paella cuyo olor llegaba hasta el salón, y la abuela tejía con aquellas largas agujas de acero con las que se podía cometer un homicidio con gran facilidad. Yo hacía los deberes al ritmo de la música de Los Brincos y de Los Tamara. A veces hasta venían a comer o a merendar mis tíos y mis primos.
—Mamá, ¿quién era José Antonio Primo de Rivera?
Mi madre palideció. Había otras madres alrededor esperando a sus hijas a la salida del colegio, e incluso una de las monjas que nos acompañaban hasta la puerta principal. Mamá no contestaba, así que insistí.
—Mami, que quién era José Antonio Primo de Rivera.
—Pues —titubeó por fin—, era el fundador de la Falange. Lo mataron en la guerra.
—¿Y qué es la Falange? ¿Y por qué lo mataron en la guerra?
Y ya esas preguntas se quedaron sin respuesta porque mi madre no sabía qué contestar. La Falange era un partido, pero no había otros partidos, porque estaban prohibidos. Si la palabra «partido» viene de «parte» y no había otras «partes» era muy complicado de explicar, sobre todo a una niña de seis años, y por una mujer que había vivido toda su vida inmersa en una realidad única, que no permitía que nadie preguntara ni se preguntara más de la cuenta.
Hicimos el camino a casa en silencio. Mi madre, seguramente, iba buscando una posible respuesta que no encontró. Y yo iba pensando que por primera vez me había quedado sin estampa de la Virgen porque la monja había hecho una pregunta que yo no había sabido contestar. Estábamos empatadas.
Cuando llegamos a casa, me fui directamente a mi cuarto. Oí que mi madre cuchicheaba algo con mi abuela. Probablemente le estaba hablando de mi pregunta. No entendí las palabras que intercambiaron porque hablaban en voz muy baja, como hacían siempre que no querían que yo, o las paredes, escucháramos su conversación. Mamá me había comprado una breva rellena de crema en la pastelería de la señora Nati, que estaba a medio camino entre la escuela y nuestra casa. No lo hacía todas las tardes, las brevas costaban dinero, pero sí de vez en cuando. Normalmente me la comía en la calle, antes de llegar al piso. Pero ese día masticaba tan despacio que la acabé en mi habitación, sentada en la silla que me había hecho mi padre para que pudiera hacer los deberes en el escritorio que había comprado para mí. Era un mueble articulado, con módulos que se podían subir y bajar a diversas alturas. La mesa para escribir estaba entonces a unos ochenta centímetros del suelo, y fue subiendo de posición conforme yo iba creciendo y sabiendo un poco más acerca de José Antonio, de la Falange y del abuelo en blanco y negro que salía mucho en la televisión.
Papá llegó a casa a las diez, como cada noche, después de trabajar por horas y en negro en el taller de enfrente. Se aseaba en el lavabo del taller para que no le viéramos las manos sucias de grasa. Luego en casa, se las volvía a lavar con unos polvos blancos con los que se las frotaba y frotaba hasta que no quedaba rastro de las seis horas en las que había estado dando martillazos a la chapa de algún coche accidentado. Nunca le vi las manos sucias a mi padre. Tenía la piel fina y las uñas siempre arregladas. Cualquiera que lo viera podía pensar que trabajaba en un banco o en una oficina, a pesar de que nunca ocultaba que era chapista, que arreglaba coches, por la mañana en el Parque Móvil Ministerial, y por la tarde en el taller de Soto, el mejor jefe que se podía tener: le pagaba bien, y además le daba un aguinaldo espectacular por Navidad.
Esa noche mi madre le contó algo mientras cenaban porque, cuando entró papá en mi habitación para darme las buenas noches, se sentó en mi cama, me removió el pelo y me dijo:
—Así que en el colegio os enseñan cosas de mayores.
—¿Cosas de mayores? —pregunté.
—Lo de la Falange y José Antonio son cosas de mayores.
—Sor Josefina preguntó y yo no sabía la respuesta. —En el fondo, lo único que me preocupaba era que por primera vez no había sido la más lista de la clase.
—No deberían hablaros de esas cosas. No —dijo, mientras movía la cabeza.
Yo sabía que a mi padre no le gustaba el colegio, pero ante el empeño de mi madre, que había sido alumna feliz allí durante la mayoría de sus años escolares, sus ideas y sus deseos no tenían nada que hacer. Mamá se había empecinado en que la niña tenía que ir al mismo colegio que ella. Estaba convencida de que allí me enseñarían a ser una buena chica, además de a bordar, a coser todos los puntos, la vainica, la sencilla y la doble, el nido de abeja y todas esas cosas que nunca aprendí, pero en las que ella era muy hábil. Mi padre hubiera preferido que me educara en un colegio diferente. Pero, según mi madre, no había muchas opciones: la única escuela pública del barrio no tenía buena fama porque a ella iban los niños más pobres y no llevaban uniforme. El otro colegio era del obispado y a él iban muchos gitanos. Y el único laico y con buena fama era el que estaba en medio del Parque, y eso estaba demasiado lejos para hacer cuatro viajes al día. No obstante, la razón principal era que mi padre no quería discutir con mi madre. Si ella deseaba llevarme a su colegio de monjas, mi padre aceptaba sin más. Ponía mala cara, pero callaba. Hacía años que había aprendido que no le quedaba más remedio que aceptar y aguantar: en el trabajo, en casa y en la vida en general.
—¿Por qué no deberían hablarnos de esas cosas? —le pregunté desde mi curiosidad infantil.
—Porque estáis en la edad de jugar.
—Pero al colegio vamos a aprender. Tú quieres que yo aprenda muchas cosas. Siempre me lo dices.
—Todo a su tiempo. Todo a su tiempo.
—¿Y por qué lo mataron a José Antonio? ¿Quién lo mató?
Mi padre no tenía ninguna gana de contarme lo que le había pasado a aquel hombre, así que me dejó con las ganas de saber lo que aprendería años después.
—Ahora toca dormir. Venga, que mañana hay que madrugar.
—Yo no tanto como tú.
Papá se levantaba a las seis cada mañana. A veces me despertaba cuando oía su despertador desde mi habitación. Conocía cada uno de sus sonidos: sus pasos por el pasillo, el motor de su afeitadora eléctrica, el borboteo de la cafetera italiana; de nuevo sus pasos por el pasillo, la puerta del piso que se abría y se cerraba con cuidado. Después de escuchar la rutina de mi padre, me volvía a dormir hasta que venía mamá para despertarme. Había que volver al colegio, a las lecciones de sor Josefina, que nos castigaba, no de rodillas y cara a la pared como era habitual en otros coles, sino a pasar el resto de la clase de pie y con la silla en la cabeza si nos portábamos mal, y que nos daba estampas de la Virgen María si nos sabíamos la lección como a ella le gustaba: de memoria y sin pensar demasiado.
De memoria y sin pensar demasiado. Así había sido la educación de las niñas durante décadas. Y así había sido la de mi madre, en aquel colegio y en otro al que fue becada durante un año. A ella no le habían enseñado a poner en tela de juicio nada de lo que había a su alrededor. Había nacido un año antes del alzamiento militar del 36, durante la guerra había sido un bebé y su infancia y adolescencia habían transcurrido durante los años más duros de la posguerra. Aquellos años en los que los perdedores no hablaban apenas de la contienda, y cuando lo hacían era en voz muy baja, por si acaso. Las paredes oían, claro que oían. Y las paredes se convertían fácilmente en paredones en los que se seguía fusilando a presos políticos.
Así es que ella se había criado con el silencio y con el miedo como coordenadas en las que se iba tejiendo su vida. Y en el centro, a modo de vector que señalaba el camino, la religión y la moral católica que no dejaba que se descarriaran sus apacibles ovejas.
Mamá había ido a dos colegios de monjas. Uno cerca de casa y otro en el centro. La becaron un año en el colegio de las Francesas del Sagrado Corazón. Recuerdo haber pasado junto al viejo edificio y verlo desde el tranvía cuando era pequeña. Lo demolieron en mi adolescencia para dejar paso a un bloque de pisos carísimos y a un centro comercial. Nunca lo vi por dentro, pero mamá tenía muchos recuerdos de aquel lugar. Tenía dos entradas, una para las niñas ricas y otra para las pobres, las que disfrutaban de una beca que les permitía estudiar sin pagar una peseta. Mi madre pertenecía al segundo grupo. Estudiaban en aulas separadas, comían en comedores separados y también jugaban en recreos separados. Las monjas no juntaban a sus niñas queridas con las becarias que podían contagiarles los piojos, la tiña e incluso la tuberculosis. Solo un día a la semana se producía contacto entre unas y otras, un rato, en el recreo. Además, como acto de sublime generosidad, cada niña pobre tenía una niña rica adscrita a modo de madrina, con la que podía hablar ese rato de recreo. Las niñas que disfrutaban de madrinas que vivían en la ciudad recibían regalos muy apetitosos: algo de comida, ropa vieja, jabón… Pero mi madre tuvo la mala suerte de que su rica fuera una interna, una chica de Logroño que no tenía nada que darle: acaso alguna estampa de la Virgen María, que mi madre guardaba en una caja de zapatos junto con recordatorios de primeras comuniones de otras niñas o de parientes. El caso es que las estampas de la Virgen se convirtieron en preciados tesoros para las niñas pobres de la posguerra durante al menos un par de generaciones. Casi tanto como lo fueron el azúcar o el chocolate.
Mi madre hablaba con rabia de su estancia en ese colegio en el que tomó conciencia por primera vez de que no pertenecía a la clase dominante. En cambio, con las Paulas había sido feliz, y con ellas volvió después de dejar a las Francesas. Sus tocados eran más discretos y modestos que los de las del Sagrado Corazón, aunque ambos de alas blancas, anchas y que apenas cabían por las puertas. Las Paulas vestían de azul y la trataban muy bien porque era sumisa, cantaba en la iglesia y bordaba divinamente. Eso sí, cuando no se sabía la lección de Historia Sagrada, o de Ciencias Naturales, le daban un bofetón que le dejaba marcados los dedos de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Raquel o de sor Alicia, que eran las monjas dedicadas a la educación de las niñas. A mi madre no le gustaba estudiar, así que se distraía con facilidad y, sobre todo, se ponía muy nerviosa cuando tenía que salir y decir la lección en voz alta. Así que de vez en cuando llegaba el temido bofetón de sor Presentación, de sor Severiana, de sor Alicia o el de sor Raquel, que era el peor de todos porque era la que tenía las manos más grandes.
El miedo y la ansiedad acompañaron a mi madre durante toda su vida. Pero también las enseñanzas de moral católica que le habían inculcado las monjas, y en las que pretendía que yo también me educara. Ella no se daba cuenta de que le habían aniquilado el derecho a pensar, a desear, a darse cuenta de que había más realidades que la suya. Para mi madre, lo que se salía de la norma dictada por las monjas era inmoral, merecía los peores suplicios y quedaba encerrado en el cajón del ostracismo más oscuro.
Mi madre también era hija única, pero tenía lo que entonces llamaban una «hermana de leche». Mi abuela había amamantado a la hija de una vecina. La niña creció y se convirtió en una joven preciosa a la que su madre viuda mandó a estudiar ballet. Tenían poco dinero y la belleza de la adolescente las debió de sacar de algún que otro apuro. El caso es que tuvo una hija de soltera, y luego otra. Para mi madre, aquello era de tal inmoralidad que dejó de tratarla. Perder la virginidad antes del matrimonio era peor que lanzar una bomba atómica o que delatar a un vecino para quedarse con sus tierras. Las monjas le habían inculcado que ser virgen era el mayor de los tesoros, y que una mujer que se dejaba hacer antes de casarse era una puta, una perdida, una pecadora, alguien con quien no había que hablar.
Y es que para las monjas, los hombres eran seres puestos en el mundo por el demonio para tentar a las jóvenes inocentes. Había que mantenerse alejadas de ellos. Y si una mujer quería casarse, debía mantener a su prometido lo suficientemente alejado como para que no la tocara más allá de las puntas de los dedos.
Mi madre había escuchado las palabras de las monjas y las había introducido en su imaginario sin filtrar, sin preguntarse siquiera si tenían razón, si siempre había sido así, si todo el mundo pensaba lo mismo que ellas, si todos los hombres eran tan monstruosos como los pintaban aquellas mujeres.
Recuerdo que cuando yo era adolescente, y comenzaba a interesarme por los chicos, mi madre me contaba un hecho que me ponía los pelos de punta: a una lejana pariente suya, el novio le había pedido que se acostara con él justo la víspera de la boda. Ella, muy digna, le había dicho que no, que si había esperado hasta entonces, bien podía esperar un día más. El novio se había mostrado satisfecho porque la novia había pasado la prueba a la que la había sometido: tenía las maletas preparadas para marcharse y dejarla plantada en la iglesia si le decía que sí y sucumbía a sus requerimientos. Eso lo contaba mi madre como conducta ejemplar.
—Los hombres siempre prueban —decía—. Y hay que saber resistirse.
—¿Y ella se casó con él después de eso?
—Pues claro. Y bien orgullosa —reconocía mi madre y continuaba con otra frase lapidaria que le gustaba repetir—. Si tu padre me hubiera dejado en la puerta de la iglesia, me habría quedado tan tranquila, porque no me había tocado en los siete años que estuvimos festejando.
Y, claro, yo me quedaba atónita, e imaginaba la cara de satisfacción de mi madre, vestida con su blanco, inmaculado, puro y decente vestido de novia, pensando que era más importante su virginidad que una vida junto a mi padre, que para mí era el héroe más grande que había dado el universo mundo.
Pero para mí lo más tremendo no era que el tipo hubiera probado a la novia. Lo peor de todo es que se habían casado al día siguiente y ella no lo había mandado a hacer puñetas, que era lo que él se merecía por cabrón.
La melodía del teléfono me devuelve al presente. No recuerdo dónde he dejado el bolso. La música me lleva hasta el aparador de la entrada, bajo el gran espejo con marco de madera dorada. Miro la pantalla. El rostro inmóvil de mi hijo me sonríe a todo color. Toco el icono de descolgar.
—Hola, Roberto. ¿Pasa algo?
Siempre que me llama alguien de la familia, creo que pasa algo malo que va a requerir mi tiempo y mi atención.
—No pasa nada, mamá. Solo quería saber cómo estás.
—Estoy bien. He venido a casa de los abuelos. A recoger. Llegué ayer por la tarde en el tren.
—¿Estás sola?
—Sí.
—¿Y papá?
—Papá está de viaje.
—Ya.
—Ambos tenéis la capacidad de dejarme sola en los momentos en los que más os necesito.
—Eso suena a reproche.
—Lo es.
Me arrepiento inmediatamente de haber dicho esas dos palabras tan breves, pero tan llenas de significado. No debería reprocharle nada a mi hijo. No me debe nada. No me pidió que lo trajera a este mundo.
—Pues vaya. Siento no estar ahí, mamá —me dice.
—No te preocupes, Roberto, hijo. No quería decir lo que he dicho.
—Ya. Habría estado bien que papá estuviera ahí contigo.
—No pasa nada. Puedo hacerlo yo sola. Me llevaré unas cuantas cosas. Tiraré muchas y regalaré algunas otras. En menos de una semana termino con la faena. Tú y tu padre estaríais de más aquí. Así que no te preocupes. ¿Cómo va todo por ahí?
«Ahí» es la ciudad de Génova, en Italia, donde mi hijo está cursando su año de Erasmus en la Facultad de Bellas Artes.
—Bien, mamá. Tutto bene.
Me río al escuchar su pronunciación de la lengua italiana, incapaz todavía de decir las consonantes dobles como se debe. Pienso que ya no aprenderá y que es tan torpe para las lenguas como su padre.
—Estupendo. Pásalo bien.
—Sí, mamá. Y tú no sufras demasiado en esa casa.
—A la orden. Va bene. Un beso —le digo, y cuelgo.
Dejo el móvil sobre el mármol del aparador de la entrada. Un mueble de madera color caoba, pretencioso y horrendo, que sustituyó a la consola de forja que formaba parte del conjunto que había estado en la familia desde que se casaron mis padres hasta que mi madre decidió cambiarlo por un mobiliario más moderno. Afortunadamente no regaló todas las piezas: quedaron la percha y una sillita que conseguí salvar y llevarme a mi casa. Porque mi madre regalaba todo. Y lo hacía sin preguntar. Regaló el espejo y la consola de la entrada, pero también la lámpara de techo de mi abuela, y el quinqué de mi mesilla, y mi primer coche…
Veo que hay agujeros de carcoma en el mueble. Un signo más del paso del tiempo. Imagino los gusanos que entran y salen del aparador alimentándose solamente de la madera. Pienso en su vida triste. Si al menos estuvieran comiendo un mueble hermoso, de madera noble, de algún árbol cortado en algún bosque tropical… Pero no, lo que comen es un aglomerado indigesto de celulosas barnizadas con alguna sustancia que es imposible que sea agradable al paladar de ningún ser vivo. Me pregunto si esos insectos tendrán paladar y serán capaces de distinguir los sabores de los diferentes tipos de madera, ¿habrá sumilleres entre las carcomas? No tengo respuesta, pero imagino que son bichos demasiado simples como para tener tanta sensibilidad cerebral.
Me miro en el espejo que hay sobre el mueble. Me devuelve la mirada y tantas otras cosas. La madera tallada a máquina está recubierta por pan de oro, lo que regala a mi imagen una especie de aureola como la que rodea las cabezas de las santas en los cuadros y en los iconos religiosos. Vuelvo a acordarme de las estampas de la Virgen, cuya cabeza siempre estaba rodeada por una circunferencia dorada. Me miro y no reconozco casi nada de la adolescente que se miraba en él cada vez que salía de casa para comprobar que cada pelo estaba en su sitio, que la camisa lucía bien colocada, y que el rímel no se había corrido. Me pregunto adónde han ido a parar las sucesivas imágenes que el espejo ha ido recogiendo. El rostro de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela, el mío. Los míos. Los suyos. Todos y cada uno de los suyos, que fueron muchos, centenares, miles, a lo largo de los años. ¿Habrá una «rostroteca» más allá del espejo, al otro lado del azogue? ¿Una especie de país de las maravillas que nunca fueron? Todas las miradas, las sonrisas dedicadas al espejo, ¿qué habrá sido de ellas? Ubi sunt? ¿Qué se hizo de las miradas de esperanza, de desencanto, de miedo, de estupor, de convicción, de dudas que recogió el espejo en aquellos años de cambio, de transición? De nuestras propias transiciones como humanos conducidos por las aguas del río que nos lleva hacia mares de aguas siempre inciertas y turbulentas. De la Transición, así, con mayúsculas, que estaba habiendo en el país y de la que todo el mundo hablaba sin saber qué depararía. Sí, todos esos rostros que se miraban en el espejo le dejaban sus temores y sus deseos, guardados para siempre en el reino insomne en el que habita el olvido. Los olvidos.
Veo que se me ha corrido la máscara de pestañas, que es como se llama ahora el rímel de toda la vida. Alguna lágrima perdida ha formado un borrón en mi párpado. Me mojo un dedo con saliva y lo limpio. Pienso que el próximo que compre será waterproof. No es la primera vez que lo pienso, pero siempre desisto porque luego es mucho más difícil de desmaquillar y, por la noche, desmaquillarme durante más de dos minutos me despeja demasiado y me quita el sueño. Si uso rímel resistente a lágrimas, tengo que tomarme un Orfidal para dormir, y en estos momentos en los que he conseguido dejarlo no me compensa. Mejor un borrón de vez en cuando en el párpado que un ansiolítico. Cuando se aprende esa lección, la vida es mucho más fácil. ¡Pero cuesta tantos años y tantas pastillas aprenderla!
Mi abuela no tomó ni una sola pastilla para dormir en toda su vida. De hecho, apenas tomó medicinas, solo unas gotas para el riego durante más de treinta de los ciento tres que vivió. Había nacido en 1899 y pasado por todas las guerras. Cuando le preguntaba por la guerra, la nuestra, respondía en voz muy baja.
—De todo aquello es mejor no hablar.
—Pero ¿por qué, abuela? Yo quiero saber qué pasó.
—Ya te irás enterando. De momento, cómete esa sopa y calla.
Porque ella era muy de ordeno y mando. Había sacado adelante a mi madre a pesar del hambre y de los bombardeos. La envolvía en una mantita para bajar con ella al refugio en cuanto se oía la sirena. Una de las veces, cuando salieron a la superficie, su casa había sido destruida con la explosión del polvorín. Yo escuchaba siempre aquella narración en silencio y con lágrimas a punto de asomar a mis ojos. Imaginaba la angustia de aquella mujer con su niña en brazos, viendo que lo que había sido su hogar había quedado convertido en escombros. Solo el azucarero y la espumadera de aluminio quedaron de lo que había sido su ajuar, de la que había sido su cocina. El azucarero y la espumadera que ahora están en mi casa, símbolos de resistencia ante todas las adversidades.
Como ella.
—Abuela, ¿y qué pasará cuando se muera Franco? —le preguntaba alguna vez cuando veíamos en la televisión que el abuelo universal estaba enfermo. Siempre obtenía la misma respuesta.
—Vendrá otro 36.
Y yo me quedaba muy preocupada, no solo por las palabras, sino por la cara de angustia que ponía mi abuela, que era muy poco dada a las manifestaciones emocionales en general.
—No puede ser, abuela. Han pasado muchos años. Todo el mundo quiere que vuelva eso que llaman «la democracia» —decía yo, sin saber muy bien de qué estaba hablando, pero segura de que «democracia» y «36» no eran lo mismo.
—También queríamos democracia en el 36. La teníamos, y mira lo que vino después. Tres años de guerra, de muertos y de hambre. Y muchos más años de más muertos y de más hambre. Y sin poder decir ni palabra si no estás de acuerdo con lo que hacen los poderosos. La palabra «libertad» está proscrita, niña.
—Pero nada es como antes. Ahora ya todo el mundo empieza a hablar de libertad, abuela.
Yo decía eso porque en el colegio, en las horas de tutoría, estábamos aprendiendo canciones protesta, de las que aún estaban medio prohibidas, pero que hablaban de libertad, libertad, libertad. Afortunadamente, el colegio de monjas al que había asistido de pequeña se había hundido en 1970 y a mí me habían cambiado al colegio del obispado que había al lado de mi casa. El director era un señor de bigote y casi calvo que no se dignaba a mirar a las niñas más pequeñas, que se llamaba José Antonio Labordeta, y al que todo el mundo conocía ya como cantautor de canciones críticas con el régimen. Tenía seguidores y detractores entre los profesores. Algunas maestras pertenecían a la Sección Femenina y no veían con buenos ojos su influencia sobre los chicos y las chicas del barrio.
—Bueno, pues tú a ver, oír y a callar. ¿Has entendido? Que no se entere nadie de lo que estás pensando. En este país, las paredes oyen hasta los pensamientos.
Y entonces yo seguía haciendo los deberes en la mesa camilla del cuarto de estar, que es donde pasábamos las tardes de invierno las tres mujeres de la casa mientras papá trabajaba en el taller. No teníamos calefacción, así que convivíamos siempre donde estaba la estufa, que era americana, tenía ruedas y se alimentaba de petróleo. A mí me encantaba aquel artilugio porque era como un robot al que podías llevar de un sitio a otro, o sea, de la cocina al salón y del salón a la cocina.
La abuela también había aprendido a callar y nunca se sabía lo que estaba pensando. La casa en la que vivíamos era suya: el bloque de pisos se había edificado sobre el terreno en el que había estado su parcela, la casita que fue destruida en la guerra. Ya muerto mi abuelo, a ella le había correspondido uno de los pisos y en él vivíamos los cuatro. Aunque la propiedad era suya, mi abuela tenía claro que el cabeza de familia era mi padre, y que era él el que tenía que tomar todas las decisiones. Había sido educada en que el hombre era el que mandaba y había aceptado que era ella la que vivía con mis padres y no al revés. En realidad, éramos nosotros los que vivíamos con ella, en su casa. Si hubiera querido, nos habría dado una patada y nos habría echado. Pero nunca lo hizo. Se habría quedado sola y eso no le gustaba. Tampoco le dimos motivos jamás.
Desde su silencio nos dominaba a todos. A mi madre, que siempre echó de menos que su madre fuera más cariñosa con ella. A mi padre, que era consciente de que estaba viviendo en casa ajena y de que, a pesar de ser hombre, tenía que estarle agradecido por haberlo acogido entre sus fogones cuando él no tenía ni dónde caerse muerto, como le recordaba mi madre cuando se enfadaba con él. Y a mí: mi abuela no me dejaba jugar con las muñecas más bonitas que tenía. Las colocaba en las estanterías más altas para que no las cogiera. Como ella nunca había tenido muñecas de niña, tenía miedo de que yo las pudiera romper y no me dejaba jugar con ellas.
—Abuela, pero yo las voy a cuidar mucho. No las romperé.
—Se quedan ahí arriba. Tienes otras para jugar.
—Pero si nunca he roto ninguna muñeca.
—Estas son más delicadas. Juega con las otras.
Y yo las miraba desde abajo, pensaba «qué bonitas son» y me aguantaba. Supongo que esa es una de las razones por las que acepto fácilmente todo lo que llega a mi vida, protesto poco y casi todo me parece bien. Como los demás miembros de mi familia, aprendí pronto que en esta vida hay que aguantarse, sin más.
Vuelve a sonar el teléfono. No me he movido del pasillo y el sonido me sobresalta. Lo cojo. Número desconocido. Contesto.
—Sí.
—Buenos días, ¿es la propietaria de la línea? —me dice una voz que intenta ser amable, pero que está harta de repetir siempre lo mismo y se nota.
—¿Y a usted qué le importa quién soy?
—Ay, señora, no sea tan descortés.
—Y usted no entre en mi vida sin permiso.
—La llamo de Vodafone, quiero hacerle una oferta para que pague menos en su factura telefónica.
Siempre lo mismo, a las mismas horas, voces parecidas que cuentan la misma cantinela, que se meten en mi vida a través del aparato. Ya no soy amable con ellas. Sacan lo peor de mí. Les digo que voy a denunciar por acoso a la compañía. Les da igual, siguen llamando. Me apunto a la lista Robinson para que no me molesten. Pero insisten.
—No me interesa.
—Pero si no sabe lo que le voy a decir.
—No me interesa —repito. Y cuelgo el teléfono.
Al principio tenía mala conciencia por tratar mal a los desconocidos del otro lado del teléfono. Ahora ya no la tengo. Pasé muchos años cargando con el complejo de culpa que me habían grabado a fuego las monjas y mi madre. Cuando por fin me liberé de él, sentí que podía hacer casi lo que me diera la gana con mi vida, con mis palabras y con mis silencios.
Bajo el volumen del teléfono para que no me sobresalte el ruido de los mensajes y de las llamadas, y me voy al cuarto de baño. Huele a humedad. Tiro de la cadena varias veces, limpio la taza y el lavabo con el estropajo verde y con el líquido azul que mata a las bacterias. No lo limpio pensando en que esté presentable cuando vengan los de la inmobiliaria. Creo que esa es una tarea que deberían hacer ellos. Lo hago por mí misma, porque mientras esté en el piso tendré que usar el baño varias veces y quiero que esté limpio como siempre estuvo cuando vivíamos aquí. Mi madre era una maniática de la limpieza y mi padre también. Yo no.
Suena el timbre de la casa. Recorro el pasillo de nuevo. Miro por la mirilla. Es la vecina, que me ha oído y quiere saber cómo estoy. Le digo que bien, que gracias. Me disculpo por no haberla llamado para saludarla. Le digo que he venido muy temprano y que he pensado que todavía dormía. Me dice que no, que desde que murió mi padre no duerme bien. Me pregunto qué relación tiene una cosa con la otra, pero no le digo nada. La vecina está viuda desde hace más de veinte años y siempre ha sido muy cariñosa con nosotros.
—Ay, me acuerdo mucho de todos.
—Claro. Es normal. Toda una vida juntos.
—Y de lo bonita que eras cuando eras pequeña.
Sonrío. «