El camino - Anya Niewierra - E-Book

El camino E-Book

Anya Niewierra

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Beschreibung

LOTTE RECORRE EL CAMINO DE SANTIAGO EN BUSCA DE RESPUESTAS SOBRE LA MUERTE DE SU MARIDO.  La chocolatera Lotte Bonnet vive feliz en el sur de Limburgo con su marido Emil, un exrefugiado de Bosnia. Tras el cáncer que su esposo acaba de superar, nada la prepara para la noticia que está por llegar: Emil se ha suicidado mientras hacía el Camino de Santiago para celebrar su recuperación. Todavía devastada, once meses después Lotte viaja a Bosnia con la intención de esparcir las cenizas. Allí descubre que Emil mintió sobre su identidad. Llena de preguntas, decide hacer el Camino ella misma, según la ruta y la planificación de Emil. Quiere saber qué lo impulsó a cometer ese acto de desesperación. Pero alguien la sigue, alguien que no quiere que descubra la verdad.  Ganadora del Premio del Público al Libro Holandés, del Premio Hebban de suspense y del Premio Thrillzone a mejor thriller.

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Seitenzahl: 583

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Ähnliche


Índice

Portadilla

Ví Podiensi

Gr 65

Prólogo

Once meses después

26 De julio

Día 1

Día 1: viernes 26 de julio, mañana

Día 1: viernes 26 de julio, tarde

Día 1: viernes 26 de julio, noche

La carta

Día 2

Día 2: sábado 27 de julio, mañana

Día 2: sábado 27 de julio, tarde

Día 2: sábado 27 de julio, noche

La carta

Día 3

Día 3: domingo 28 de julio, mañana

Día 3: domingo 28 de julio, tarde

Día 3: domingo 28 de julio, noche

La carta

Día 4

Día 4: lunes 29 de julio, mañana

Día 4: lunes 29 de julio, tarde

29 De julio

Día 4: lunes 29 de julio, noche

La carta

Día 5

Día 5: martes 30 de julio, mañana

Día 5: martes 30 de julio, tarde

Día 5: martes 30 de julio, noche

La carta

Día 6

Día 6: miércoles 31 de julio, mañana

Día 6: miércoles 31 de julio, tarde

Día 6: miércoles 31 de julio, noche

La carta

Día 7

Día 7: jueves 1 de agosto, mañana

Día 7: jueves 1 de agosto, tarde

Día 7: jueves 1 de agosto, noche

La carta

Día 8

Día 8: viernes 2 de agosto, mañana

Día 8: viernes 2 de agosto, tarde

Día 8: viernes 2 de agosto, noche

La carta

Día 9

Día 9: sábado 3 de agosto, mañana

Día 9: sábado 3 de agosto, tarde

Día 9: sábado 3 de agosto, noche

La carta

Día 10

Día 10: domingo 4 de agosto, mañana

4 De agosto

Día 10: domingo 4 de agosto, tarde

Día 10: domingo 4 de agosto, noche

La carta

Día 11

Día 11: lunes 5 de agosto, mañana

Día 11: lunes 5 de agosto, tarde

Día 11: lunes 5 de agosto, noche

La carta

Día 12

Día 12: martes 6 de agosto, mañana

Día 12: martes 6 de agosto, tarde

Día 12: martes 6 de agosto, noche

Epílogo

Agradecimientos

Bibliografía

Título original holandés: De Camino.

Primera edición publicada con Uitgeverij Luitingh-Sijthoff B.V.

Derechos de traducción pactados por Shared Stories a través de Asterisc Agents.

© del texto: Anya Niewierra, 2021.

© de la traducción: Beatriz Jiménez López, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.

OBD0402

ISBN: 978-84-1132-961-3

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA FRANS. Y TÚ ERES MI HIJO.

La primera víctima en la guerra es el sentido común.

DEN DOOLAARD,

escritor neerlandés (1901-1994)

Solo tienen valor los pensamientos que surgen al caminar.

FRIEDRICH NIETZSCHE,

filósofo alemán (1844-1900)

PRÓLOGO

6 DE AGOSTO

En el Camino hacia Santiago de Compostela, en los bosques

de Conques, departamento francés de Aveyron

Se quitó la mochila lentamente, la apoyó en el musgo junto al sendero y se arrodilló. Había estado lloviznando toda la mañana, pero, justo en ese momento, las nubes se disiparon y apareció el sol. Sus rayos cayeron sobre la mochila e iluminaron la blanca concha del peregrino, casi como si una fuerza superior quisiera acentuar ese momento. El canto de los pájaros se intensificó y, al igual que durante el verano de 1995, el aroma a tierra de los húmedos helechos dominó el ambiente.

Su camisa abierta ondeaba al viento, el pelo negro y rizado de su pecho estaba mojado por el sudor y brillaba bajo la intensidad de la luz. Detuve mis pensamientos y me fijé en cosas que normalmente nunca registraría, como el color de su ropa de peregrino. El tono gris se parecía al de la erosionada cruz de piedra que estaba a dos metros de distancia.

Desenvainó su cuchillo de caza y se llevó la hoja brillante al cuello. Cerró los ojos y murmuró unas palabras. Yo estaba de pie a su lado, pero no podía moverme, solo observar lo que transcurría ante mis ojos. ¿Eso era real?

Enderezó la espalda, inspiró y espiró profundamente una vez más, gritó tu nombre y se rajó en canal. Luego se desplomó y cayó en el suelo dando un golpe sordo. La sangre rezumaba de su cuello y se filtró por el sendero arenoso del Camino.

Todavía no podía moverme. Me temblaba todo el cuerpo. Vi la alianza dorada en su mano izquierda y pensé en ti, en la mujer por la que había cometido ese acto heroico. Lotte...

ONCE MESES DESPUÉS

13 DE JULIOLotte en Bosnia-Herzegovina

El estruendo de las cascadas penetra en mis oídos. ¡Madre mía! ¡Qué ruido! Me agacho, levanto la urna y aprieto el recipiente que contiene a Emil contra mi camisa húmeda. Camino unos metros río abajo, me detengo y miro a mi alrededor. Sí, este es el lugar de la foto. Me quito las zapatillas, doy unos pasos sobre los cantos rodados y vuelvo a afinar el oído. Qué curioso. Nunca me había percatado de la variedad de sonidos que puede producir un río, desde los ondulantes y dulces hasta los ferozmente atronadores.

El imponente acantilado y sus cascadas espumosas parecen inclinarse hacia delante. Inspiro. El arroyo salvaje emite ese olor característico del barro y del bosque después de una tormenta. Vuelvo a posar la urna en el suelo, salto sobre los cantos rodados calientes hasta la orilla, tiro de un tronco estrecho y lo hago rodar hasta el agua agitada. El tronco corre dando tumbos hacia una curva y luego desaparece de mi vista. Inspiro y espiro un par de veces. Tras unos instantes, el tronco casi llega a la casa donde nació el verdadero Emil Jukić. El pueblo está a mitad de camino, en una colina a unos cientos de metros, donde el río vuelve a serpentear tranquilamente, sin apenas hacer ruido. Allí uno puede escuchar el canto de los pájaros y disfrutar de una vista compuesta por el agua de azul intenso y las colinas verdes oscuras. Era un lugar verdaderamente tranquilo. Según una anciana, el verdadero Emil Jukić vivía detrás de esas colinas y los niños jugaban aquí, junto a esta poza rodeada de rocas grises, donde el río embravecido ahoga los latidos de tu corazón. Este lugar es el mismo en el que tomó la foto junto a sus dos amigos, la foto que se trajo en su vuelo desde Bosnia en 1995.

Lo haremos aquí. Me acerco de nuevo a su urna de latón, la levanto, vuelvo al agua, giro la tapa y la meto en mi bolso. El lateral tiene su nombre, «Emil Jukić», grabado con letras elegantes. Ver su nombre de esta manera me resulta extraño. Está claro que todavía tengo que procesar que mi marido no se llamaba realmente Emil Jukić. El verdadero Emil Jukić llevaba desaparecido desde el verano de 1995. Me lo dijo Omer Zečinić, un abogado bosnio especializado en investigaciones sobre personas desaparecidas, a quien contraté para averiguar quién era realmente Emil. Hablé con él el pasado miércoles en su oficina de Sarajevo. El verdadero Emil Jukić desapareció después de que una milicia serbobosnia masacrara y exterminara a todos los croatas y musulmanes bosnios de la mitad del pueblo. No fue hasta 2017 cuando encontraron e identificaron sus huesos en una fosa común. Me quedé anonadada cuando Omer Zečinić me contó la verdad y luego rompí a llorar sobre su escritorio. Qué vergüenza. Desde aquella conversación, mis emociones han oscilado en todas direcciones, pasando desde la perplejidad a la rabia y de la incredulidad a la tristeza. En un momento, estoy dando vueltas por la habitación del hotel en medio de la noche y, un instante después, abro la ventana asustada para intentar respirar desesperadamente algo de aire fresco. Hoy lo llevo extraordinariamente bien, gracias a los chicos, por supuesto. Mi instinto maternal me da la fuerza primaria que siempre yace latente cuando se trata de los niños. Mis hijos no deben notar nada. No deben saber nada. Todavía no.

Acaricio con el pulgar las letras grabadas en la urna. Pero... ¿entonces quién era? ¿Con quién estuve casada durante veintiún años? ¿Quién era el padre de mis hijos? Suspiro y sopeso su urna entre mis manos. Todo lo que queda de Emil son unos kilos de ceniza. Parpadeo y vuelvo a pensar en su estatura fornida, su cara cuadrada y sus labios estrechos, esos ojos marrones de mirada profunda, sus orejas ligeramente prominentes, las cejas negras y el pelo castaño y áspero que tenía por todas partes. A veces me burlaba de él llamándole cariñosamente «mi gorila» y, en cierto modo, lo era, con sus movimientos robustos y su pelo oscuro: un gorila humano. Vuelvo a oír cómo llama a los chicos y les pregunta qué tal van las cosas en la universidad y su risa traviesa cuando cuenta sus chistes de hombres, que tanto hacían reír a Stefan y Joran. Recuerdo su voz alegre con ese acento tan característico cuando me pregunta qué creaciones de chocolate he diseñado hoy en mi estudio. Creía que le conocía muy bien, pero parece que no es así. Lo único que realmente sé con certeza es que de su semilla nacieron mis hijos. El resto puede ser verdad o mentira.

Me doy la vuelta y saludo a mis chicos, que esperan junto al coche mi señal. Stefan y Joran llevan rosas blancas en la mano y hablan con Jelena, la estudiante de periodismo de Bania Luka que lleva quince días investigando para mí y sirviendo como mi intérprete.

—¡Vamos a soltar a papá aquí! —grito lo más alto que puedo para ahogar el sonido de la cascada y señalo al lugar donde acabo de empujar el tronco al río. Stefan levanta el pulgar y ambos caminan hacia mí.

Acerco la nariz a la urna y huelo, e inmediatamente tengo que estornudar. Jesús. Así que estas son las cenizas de mi marido. Me agacho, toco brevemente el agua con el índice y luego sumerjo sus cenizas y observo mi dedo gris. ¿A quién estoy dejando ir? ¿Quién era esta persona? Me tambaleo un poco sobre mis pies e intento concentrarme. Emil, porque ese sigue siendo su nombre para mí, me trajo a este lugar. Tras casi un año de luto, quería salir de ese agujero oscuro. Con esta ceremonia de liberación, quería aliviar mi mente y respetar su suicidio, porque ahí es donde radica mi problema: durante un año he estado luchando con el hecho de que en aquel Camino se rajó el cuello con su cuchillo de caza yugoslavo.

—No parece el mismo —me advirtió el inspector francés antes de llevarme al depósito de cadáveres de Rodez. Stefan puso su brazo sobre mis hombros y se ofreció a identificar el cadáver, pero me negué. Quería ver yo misma al hombre que yacía allí y comprobar si todo era cierto. No podía creer que mi Emil se hubiera quitado la vida. Todo era un error. El hombre que yacía en aquella cámara frigorífica era otro, estaba segura de ello. Pero el muerto era sin duda Emil. Yacía como dormido. De pronto recordé las cicatrices de su espalda y sentí el impulso de tocar esas líneas una vez más. Con una fuerza desprevenida, di la vuelta al rígido Emil y acaricié su piel abultada. Tres pares de manos masculinas me agarraron y me apartaron de la placa de acero. No tenía permitido tocarlo, pero mis manos ya se habían posado sobre el mosaico de estrías de su espalda y su piel fría me decía la verdad. Emil estaba muerto y nunca más volvería a secar esos pliegues con la punta de mi toalla después de la ducha.

¿Cómo es posible que nunca me hubiera dado cuenta de que él estaba cansado de la vida? ¿Había estado demasiado centrada en mí misma? ¿En mis creaciones de chocolate? Emil estaba ahí, pero de repente ya no.

A medida que se acercaba el primer aniversario de su fallecimiento, una voz empezó a sonar en mi cabeza instándome a actuar. No podía seguir así, tenía que recomponerme. Tenía que aceptar que había acabado en un camino paralelo que se desviaba hacia la muerte. Empecé a leer libros de autoayuda sobre cómo superar el duelo y di con un estudio que describía el efecto positivo de una ceremonia de liberación. «Sí», pensé, «es una buena idea». Hice una foto del resumen y se la envié a los chicos. «Vamos a despedirnos de papá», les escribí por mensaje, y les pregunté si podían venir a casa el fin de semana para hablar sobre el tema. Las clases habían terminado y la verdad es que no tenían nada que hacer en Ámsterdam esos días. Vinieron y nos pusimos a hablar sobre la gran despedida. Stefan y Joran me ayudaron a pensar detenidamente. ¿Dónde había sido más feliz papá? Cogimos nuestros álbumes de fotos y los hojeamos con lágrimas en los ojos. Empezamos por el nacimiento de Stefan, hace veintiún años, en el hospital de Heerlen. Según Emil, aquel fue uno de los mejores días de su vida, pero las salas feas del hospital Zuyderland MC no nos parecieron el lugar más adecuado. Cuando llegamos a las fotos de un viaje en canoa por el Ardéche francés de hace unos años, Joran sugirió que eligiéramos las cascadas cercanas al pueblo natal bosnio de Emil.

—Ahí es donde papá jugaba de niño, mamá. Esas cascadas también aparecen en una de las fotos que se trajo en su vuelo. ¿Recuerdas cuando estábamos a orillas del río Ardéche y se echó a llorar? Dijo que aún tenía recuerdos del río de su pueblo. Dijo que había jugado en ese lugar de niño durante muchos veranos seguidos. ¿Te acuerdas, mamá?

Sí, mamá lo recordaba bien, porque me quedé en shock cuando vi a Emil así. Me agaché, lo sujeté y empecé a consolarlo. Emil se recuperó y se incorporó, tras lo cual me besó amorosamente y me dijo entre lágrimas que yo era lo mejor que le había pasado en la vida.

Aparte de ese momento junto al río Ardéche, Emil rara vez hablaba de su pasado en Bosnia. Demasiada guerra en sus recuerdos, decía. Por supuesto, yo conocía sus datos administrativos y algunas anécdotas de su infancia, pero no mucho más. Hasta la semana pasada, seguía pensando que Emil era un refugiado de la guerra de Bosnia que había solicitado asilo en Alemania en el otoño de 1995 y sabía que le habían concedido el permiso de residencia alemán. Recuerdo que tuvimos que presentar esos papeles al ayuntamiento cuando nos casamos en 1998 y, poco después, él solicitó la nacionalidad neerlandesa. También sabía que había pasado por mucha miseria entre 1990 y 1995, porque podía verlo en su cara. Tenía un corte en el pómulo, cicatrices en la parte delantera del hombro y en la espalda y problemas de tinnitus. Empezó a padecer tinnitus después de que le explotara una granada al lado, según le dijo al otorrinolaringólogo que visitamos juntos hace años.

Así que viajé a Bosnia para nuestra gran liberación. Mi intención era recorrer los lugares de su infancia con un guía durante las dos primeras semanas, utilizando apenas tres fotos como brújula. Los chicos me acompañarían el último fin de semana para la ceremonia de despedida cerca de su pueblo natal. Este viaje iba a ser el punto de inflexión entre mi vida con Emil y mi vida sin Emil. Elegimos el cumpleaños de Emil como fecha de conmemoración, para reforzar el carácter simbólico del acto. Liberaría a Emil junto a su querido río, junto a esas altas cataratas, junto a su pueblo natal, el día de su cumpleaños. Estaba emocionada, a pesar de la tristeza opresiva que seguía sintiendo, porque lo estaba haciendo todo bien. Sin embargo, entonces todavía no era consciente de que estaría despidiéndome de un desconocido.

Me limpio el dedo en mis pantalones cortos y me trago la onza de chocolate casi derretida. Mi lengua juega un poco con los trozos de menta que mezclé con el cacao. El libro me dijo que oliera, escuchara, mirara, sintiera y probara. Tenía que activar todos los sentidos durante el Gran Momento. Listo.

Y ahora: a recordar. Stefan y Joran se paran a mi lado con caras llorosas. Los chicos murmuran algunas palabras sobre el amor y la despedida y me tocan el hombro. Planto los pies firmemente sobre los cantos rodados y rozo la urna con las manos. Inspiro y espiro. En mi cabeza, repito la película del año pasado, la de aquella noche del 6 de agosto. Estaba sentada en pijama frente a la televisión cuando sonó el timbre y me acerqué arrastrando los pies hasta la puerta. Al abrir, dos policías me miraron seriamente y me preguntaron si podían hablar conmigo. Sentados en torno a la mesa de la cocina, me dijeron que mi marido se había suicidado en el Camino, cerca de Conques. Un peregrino lo había encontrado al final de la mañana. Les dije que era un error, que mi marido nunca se suicidaría. Se habían equivocado de cocina.

Creo que habría sobrellevado mejor su muerte si se hubiera roto el cuello durante una caída, algo normal. Su suicidio no fue normal. Todavía me cuesta entender por qué murió. ¿Cómo es posible que mi vigoroso y vivaz marido, que estaba tan contento de haber sobrevivido a ese asqueroso cáncer de estómago, se pusiera el filo de un cuchillo en el cuello y lo pasara de lado a lado? Y todo eso mientras recorría aquel apacible Camino, pocas horas después de enviarme un mensaje en el que me decía lo mucho que me quería. «No, no», pensé cuando los policías se marcharon. La gente que se suicida está deprimida y da señales de ello. A esas personas les pasa algo. A Emil no le pasaba nada. Estaba en forma y era una persona alegre. Así que viajé a Conques y le dije a la policía francesa que no podía ser un suicidio, que a Emil lo habían asesinado. Tenían que investigar, despotriqué contra ellos y les mostré los mensajes llenos de emoticonos y corazones que me había enviado, pero la conclusión seguía siendo la misma. Habían llevado a cabo análisis forenses exhaustivos. Emil se había suicidado. No cabía duda. Así comencé a vagar.

Alzo la urna y doy unos pasos hacia el río. Mis chicos me siguen. El agua que fluye se arremolina alrededor de mis gemelos desnudos y parece querer arrastrarme. Cuando me llega a la altura de las rodillas, me detengo. Estoy lo suficientemente lejos. Mientras me apoyo sobre mis pies descalzos, me pongo de espaldas al viento. Me agacho, empujo la urna ligeramente bajo el agua e inclino el contenido hacia dentro. Las cenizas de Emil salen de la urna y, durante un momento, forman un reguero oscuro hasta que el río se las lleva.

—Adiós, mi querido Mielke —susurro mientras se me caen las lágrimas.

—Adiós, papá —gritan Stefan y Joran a coro mientras depositan las rosas en el agua. Nos abrazamos. Cuando las flores y la línea gris de las cenizas de Emil han desaparecido, enderezo los hombros, vuelvo a coger la tapa del bolso y la enrosco en la urna. En silencio, volvemos caminando sobre los crujientes guijarros hasta el coche. Jelena nos saluda discretamente con la cabeza, abre la puerta y se sienta en el asiento trasero. Mantengo una respiración irregular, como si acabara de correr una maratón. La ceremonia de liberación no me ha servido absolutamente de nada. El pánico vuelve a aflorar en mí. Abro el maletero, empujo la urna vacía entre nuestras maletas con movimientos bruscos y cierro el portón trasero de un golpe. Luego me dirijo al asiento del conductor y me acomodo al volante.

—¿Estás bien, mamá? —me pregunta Joran abriendo la puerta detrás de mí—. Te noto... distinta.

—Sí, lo de ahora ha sido muy intenso para mí, pero he tomado una decisión. —Apoyo el bolso junto al freno de mano.

—¿Una decisión? ¿Qué decisión? —pregunta Stefan, quien se sienta a mi lado y vuelve la cabeza hacia mí.

—Me voy a Francia —declaro mientras meto la llave en la ranura.

—¿A Francia? —pregunta Stefan abrochándose el cinturón.

—Pero ¿qué se te ha perdido allí? —dice desde atrás la voz de Joran mientras me acaricia los rizos.

—Voy a hacer el Camino de papá.

26 DE JULIO

Un hombre en Le Puy-en-Velay, Francia en el Macizo Central

Hola, Boris, todo en orden. Ya estoy en Le Puy-en-Velay.

M.

Dejo el teléfono a un lado, vuelvo a hojear el reportaje sobre Lotte Bonnet, me detengo en su retrato y la observo durante un momento. Es una mujer particular. Despliego el mapa y marco uno a uno sus alojamientos a lo largo del Camino. Pasado mañana se hospedará en el Hotel Galain de Le Puy-en-Velay, así que yo también he reservado una noche ahí. Lotte llegará a la estación a las 17:37 horas. Después de registrarse en el hotel, irá a comer a algún lado. Probablemente irá a misa a la catedral, como casi todos los peregrinos, y casi seguro que dejará su equipaje en la habitación del hotel. En un primer día como este, casi todo caminante se alegra de poder quitarse ese bulto pesado de la espalda. Entonces será cuando intente ponerle un rastreador en la mochila. Pasado mañana la seguiré en el último tramo de su viaje en tren, desde Saint-Étienne, para poder verla de cerca y oír cómo suena su voz en realidad, observar cómo percibe su entorno y cómo establece contacto con los demás. Esta tarea se me complicará durante el Camino, porque destacaré en seguida. En un tren, donde hay más gente, no podrá verme tan fácilmente.

Boris subestima toda la situación. Solo quiere que no encuentre la información incriminatoria, pero la bola ya ha empezado a rodar. Esa mujer es peligrosa. Sabe demasiado. Tiene que desaparecer. Pero su muerte debe parecer un accidente. Esto no debe desencadenar una investigación, porque entonces será peor el remedio que la enfermedad.

Vuelvo a inclinarme sobre el mapa y anoto los posibles lugares para el trabajo; los visité todos ayer. El estrecho sendero sobre el río cerca de Monistrol-d’Allier es el más adecuado: allí puedo montar un tobogán de rocas. Si el rastreador está en su mochila, podré saber exactamente por dónde camina y entonces, cuando pase por ese estrecho saliente, podré aflojar la roca que he manipulado hoy y provocar un desprendimiento que la arrastre hacia las profundidades. Será una muerte limpia. Ella apenas lo notará. Aparte de esa, tengo otras muchas opciones.

Abro el portátil y veo otro de los vídeos de su cuenta de Instagram. En él, Lotte Bonnet está de pie junto a su encimera de acero, vestida con su traje blanco de chef y una falda de colores brillantes por debajo. Saca un poco de chocolate líquido de un cuenco blanco con una cuchara y se lo lleva a la boca. A continuación lo lame con una sonrisa seductora y seguidamente cuenta toda una historia en neerlandés, idioma que yo no entiendo. Después de esto, sus finos dedos se dirigen a unos tarros con especias. Sus movimientos son rápidos a la vez que lentos. Todo se mueve mientras habla. Esta mujer es una verdadera caja de contradicciones. Tiene algo de rebelde, con esa forma de andar tan viva, su larga melena castaña encrespada y sus faldas de estilo gitano. Es el estereotipo de una artista. Se dirige a la cámara con gran naturalidad y una expresión pícara cuando habla, y sus movimientos por el estudio son rápidos y ágiles. Es evidente que tiene mucho temperamento. Anoche soñé que estaba encima de mí y gemía, mientras dejaba caer sus largos rizos sobre mi cara. Me desperté empalmado.

Cierro el portátil con un movimiento repentino. No. No debería ver estos vídeos. No es sensato. Debo mantener las distancias.

LOTTE COMIENZA EL CAMINO DE EMIL,

LA VÍA PODIENSIS, DESDE

LE-PUY-EN-VELAY A CONQUES

DÍA 1

VIERNES 26 DE JULIO

La preparación

A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla.

JOHN BANVILLE,

escritor irlandés (1946-)

DÍA 1: VIERNES 26 DE JULIO, MAÑANA

Vijlen, Países Bajos: la lista definitiva

de equipaje para el Camino

Nublado con chubascos ocasionales y vientos fuertes. 20 °C

Examino los bultos que tengo sobre la cama y compruebo de nuevo la lista definitiva de equipaje para el Camino: «La norma para el equipaje es que no debes llevar más del diez por ciento de tu peso corporal». Es lo que pone y lo que dicen todos los expertos: no más del diez por ciento de tu peso corporal en la mochila o acabarás destrozado. Bueno, bueno, pues en la cama hay más de trece kilos y mi máximo debería ser seis y medio. Tengo que elegir.

Dudo si llevar mi tablet. Contiene los reportajes sobre la guerra de Bosnia, pero también puedo leerlos en mi Galaxy Note. Vuelvo a mirar el montón de bultos, levanto la tablet con el cargador, la sopeso en mi mano y la pongo en el lado izquierdo de la cama. Todo lo que acaba en ese lado, se queda en casa.

Parece ser que aquí tengo de todo, excepto una navaja de bolsillo, por lo que tendré que comprarla en Le Puy-en-Velay. Mientras compruebo de nuevo la lista, mis pensamientos vuelven a la navaja de caza que Emil utilizó para suicidarse. No estaba entre los objetos que devolvió la policía francesa. Y menos mal, porque no creo que hubiera podido soportar encontrarme en esa caja el objeto que usó para quitarse la vida. La funda de cuero marrón bellamente elaborada sí estaba en la caja, pero me deshice de ella inmediatamente. Ahora me arrepiento, porque quizá contenía más pistas sobre sus antecedentes. Sí, la verdad es que a menudo hago cosas estúpidas de manera impulsiva.

Suspiro y cojo la mochila azul oscura de Emil del suelo. Acaricio la concha blanca del Camino que colgaba de la bandolera con una cinta roja. Compró su venera el día de su llegada a Le Puy-en-Velay el año pasado, el 27 de julio. Esto me lleva directamente a mi siguiente pregunta: ¿me compro mañana mi propia concha en esa misma tienda o me quedo con esta? Me rasco una picadura de mosquito en el antebrazo. No. Compraré la mía. No me dejaré nada en el tintero. Imitaré todo lo que hizo Emil. Así es como lograré estar instintivamente más cerca de él en este viaje. Así que yo también iré mañana a las 18:47 a Le Coin, en el centro de Le Puy-en-Velay.

Cojo unas tijeras, corto la cinta roja y huelo la concha. Tiene un olor químico, parecido al de la ropa que viene de la tintorería. Con un gesto resuelto, tiro su concha en la abultada bolsa de basura. Luego la cierro y la pongo en el pasillo con el resto de cosas que he decidido desechar.

Enciendo la luz, porque afuera el cielo está nublado y triste. Las gotas de lluvia golpetean contra la ventana y tapan con un velo gris el paisaje. Las colinas del fondo se han convertido en siluetas grises onduladas. Cuando Emil preparó su mochila el año pasado, también hacía mal tiempo. Recuerdo que me senté sobre nuestra cama y seguí sus movimientos, y entonces él se acercó a mí, me agarró y me hizo cosquillas. Recuerdo cómo grité de la risa.

Levanto la mochila de Emil. ¿Debería usar la suya o compro una nueva esta tarde? La levanto, jugueteo con las cremalleras y rebusco a tientas entre los compartimentos. Es una Osprey extremadamente cara y solamente la ha usado durante dos semanas. No tenía sangre cuando me la devolvió la policía francesa, pero la mandé limpiar de todos modos. Me cargo la mochila vacía sobre la espalda por enésima vez. Me queda bien. Sí, me mantengo fiel a mi decisión y decido recorrer el Camino con su mochila. El dinero no crece en los árboles. Así que voy a llenarla ahora siguiendo la lista oficial definitiva de equipaje ligero para el Camino. Así que nada de zapatos de tacón, ni de faldas, ni de maquillaje, ni secador de pelo, ni esmalte de uñas, ni nada de eso. Durante las próximas semanas, no seré una mujer, sino una peregrina. Todo irá bien. Sé que todo irá bien.

Mientras hago dos montones (uno de cosas que me llevo y otro de cosas que se quedan aquí), mi mirada se posa en la pared y en las dos fotos que Emil trajo consigo en su huida de Bosnia. Están en nuestra pared de bellos recuerdos, pero no las colgué hasta después de su muerte. Emil no quería tenerlas a la vista, porque las fotos le recordaban a un mundo perdido. Mientras estaba vivo, las fotos permanecieron en el cajón de su escritorio, donde las encontré por casualidad hace años cuando buscaba mi pasaporte. Estaban en un sobre marrón. Una foto muestra a tres niños en unas cascadas en verano. Emil tenía diez años, me dijo, y es el del medio. Los niños son apenas figuras pequeñas que posan sobre los guijarros, cerca del lugar donde esparcimos sus cenizas. Al parecer, el fotógrafo quería captar sobre todo la cascada, ya que es el elemento que domina la imagen. Es imposible reconocer los rostros de los chicos. La segunda foto es una instantánea de vacaciones de una chica de pelo castaño increíblemente bella, con un vestido blanco elegante, apoyada contra un muro de piedra natural. Tendrá unos catorce años y mira con la vista perdida a lo lejos. Mandé enmarcar las fotos en secreto y se las regalé a Emil el día de su cumpleaños. Se derrumbó al desenvolver los marcos y me dijo que la chica fue un amor de verano y que ya no estaba viva. Los dos amigos de la otra foto también habían fallecido durante la guerra. Todo su cuerpo temblaba de tanto llorar. Lo sujeté y me prometí a mí misma que jamás volvería a sacar el tema de su infancia.

Había una tercera foto en ese mismo cajón de su escritorio. Está colgada en mi estudio. La foto, en formato A4, muestra una cruz ortodoxa serbia negra de hierro forjado en una meseta desolada. Sobre la cruz, se sienta un halcón gris y, a su lado, se alza un cordero negro. Ambos animales miran directamente a la cámara. La imagen tiene un aire amenazador y me fascinó desde el primer momento en que la vi. Solamente después de mi visita a Bosnia y de leer el libro Cordero negro y halcón gris, escrito por la británica Rebecca West en 1937 durante su viaje por Yugoslavia, caí en la cuenta de que, en aquella foto, seguramente había un mensaje político. De hecho, el relato de Rebecca West advierte contra la demagogia y el creciente fascismo. Emil me dijo que no quería ver esa foto porque le recordaba a la miseria; junto a aquella cruz, habían asesinado a mujeres y niños durante la Segunda Guerra Mundial. Así que yo había vuelto a enrollar sombríamente el marco en el papel de regalo y había colgado la foto en la pared del pequeño vestuario de mi estudio, donde Emil nunca entraba.

Mi mirada sigue deslizándose por las numerosas instantáneas de los bonitos recuerdos de nuestra familia y se detiene en una foto de la playa en la que salimos Marjo, mi queridísima prima, y yo. Siempre estábamos juntas; éramos dos primas y las dos mejores amigas. Nacimos la misma semana, en abril de 1975, aquí en la granja. Yo fui una sorpresa; mis padres ya rondaban los cuarenta cuando me tuvieron. Mi tía Annie, divorciada e inestable, también vivía en nuestra granja con Marjo. Papá había convertido un establo en un piso para las dos, junto a nuestra casa principal, así que Marjo y yo nos criamos como hermanas, pero éramos polos opuestos la una de la otra. Marjo era analítica y muy inteligente, y superó fácilmente el gymnasium; a mí me costaba más aprender y apenas llegué al MAVO. Marjo acudió a una universidad técnica, se graduó cum laude y se dedicó a la química, mientras que yo hice un curso de cocina y me dediqué a la chocolatería. Nuestra diferencia de carácter quedó particularmente bien plasmada en esta foto.

Papá la hizo un día de verano en la playa de Domburg cuando teníamos dieciocho años. Estamos de pie junto a un castillo de arena. Marjo posa con un vestido rosa ajustado sin joyas y yo llevo una falda de estilo gitano con un estampado de flores silvestres y una serie recargada de abalorios y collares alrededor del cuello y de los brazos. Papá dijo que se notaba que éramos parientes de sangre. Puede que lo fuéramos, pero solo si te fijabas en los detalles. De hecho, las dos éramos igual de altas y esbeltas, con la complexión frágil de la familia Bonnet, y también teníamos los distintivos ojos grandes azul topacio de nuestros antepasados, pero Marjo tenía el pelo rubio dorado y suave, como su padre, y yo los rizos encrespados y castaños salvajes de mi madre. Nuestros rostros también eran completamente diferentes. La cara de Marjo era alargada y ovalada con rasgos severos, mientras que mi cara tenía forma de corazón con cejas negras azabache, una nariz pequeña, labios carnosos y una mirada pícara. Durante mi adolescencia, mis amigos decían que yo era la versión morena de Meg Ryan del éxito cinematográfico Cuando Harry encontró a Sally. No les faltaba razón y eso se puede apreciar en esta foto, que muestra mi carácter desinhibido que ya entonces era palpable. Si Marjo jugaba obedientemente con los bloques en su cunita, yo intentaba construir edificaciones para salir de mi prisión de madera, cosa que conseguía utilizando su espalda como trampolín. Y si ella escuchaba obedientemente a los profesores de primaria, yo me pasaba el día haciendo travesuras. Mientras a los veinte años yo estaba haciendo unas prácticas como cocinera en un crucero de la línea Holland America y dando la vuelta al mundo, Marjo investigaba vitaminas en un laboratorio de la universidad. Me escribía largas cartas en las que me contaba lo mucho que disfrutaba con su trabajo entre los tubos de experimentos y los armarios climáticos. Solía leer sus cartas siempre que mi barco estaba amarrado en algún puerto y disfrutaba con sus aburridos descubrimientos sobre el nanómetro cuadrado. A cambio, yo le escribía sobre todo acerca de mis numerosos amoríos, porque en aquella época yo seguía dando tumbos de un rollo a otro. Marjo, en cambio, seguía siendo virgen y esperaba a su amor verdadero, que llegó un soleado día de primavera en Aquisgrán, encarnado por un hombre polaco llamado Paul Müller.

Empiezan a formarse otra vez las lágrimas. La escena de la playa muestra tan claramente a la tranquila Marjo junto a la exuberante Lotte. Marjo sonríe como la Mona Lisa y tiene las manos educadamente cruzadas sobre el vientre mientras que yo grito y extiendo los brazos. Nos complementábamos absolutamente en todo. Y, sin embargo, ni siquiera yo pude evitar que a veces los pensamientos sombríos inundaran su mente. Al igual que la tía Annie, Marjo también sufría depresión y le tenía miedo a todo. Sus miedos a veces nublaban su visión de la vida, pero Marjo no se suicidó por culpa de los demonios que atormentaban su mente, como había hecho la tía Annie el año en el que mi prima cumplió veinticinco años. Marjo se estrelló poco después del nacimiento de su hija Caroline, cuando, en contra de las indicaciones del prospecto, decidió subirse al coche tras tomar antidepresivos.

Suenan pasos pesados desde la escalera. Hablando del rey de Roma, ahí está Paul.

—Hola, Lotte —me saluda al entrar en mi dormitorio.

Sus ojos castaños parecen preocupados. No le gusta que recorra el Camino sola como mujer. Esta misma mañana me ha llamado la atención sobre un artículo acerca de una estadounidense que fue asesinada en la ruta española el año pasado. Habla de «tentar a la suerte» y de ir «en busca del peligro». Además, sigue decepcionado porque no me voy con él y Caroline a Florida el domingo. El viaje ya estaba reservado desde carnavales y Caroline llevaba meses hablando de ello. Lloró cuando le dije que no iría y, si hay algo que Paul no puede soportar, son las lágrimas de su niña. Pero voy a seguir adelante con esto, porque tengo que poner un fin definitivo a mi vida con Emil. Además, la conozco lo suficiente como para saber que volverá a sonreír en cuanto pasee por esos parques Disney de la mano de Paul. Todos los veranos se va un par de semanas de vacaciones sola con él y siempre se lo pasa en grande.

—En el pasillo hay un par de bolsas con basura —le digo mientras señalo a la puerta—. Las que tienen las pegatinas blancas son para tiendas de segunda mano; en esas hay ropa. El resto puede ir al centro de reciclaje.

—Vale. —Paul observa los bultos sobre mi cama.

—¿Todo eso va a la mochila? —me pregunta.

—No, tengo que elegir. Estoy siguiendo mi lista —digo señalando el impreso que hay sobre la cómoda.

—Ajá.

Paul se sienta en la cama, a mi lado, en el mismo sitio en el que yo me senté el año pasado por estas fechas, poco antes de que Emil se lanzara sobre mí y nos acostáramos por última vez. Si hubiera sabido entonces que sería la última vez, le habría dedicado más atención. Solo recuerdo mi preocupación por Caroline y sus amigas. Calla, le había dicho, tapándole la boca con la mano. ¿Sexo durante el día, con niños en casa? ¿Quién hace algo así? Emil sonrió y me besó, pero yo estaba tan tensa que no recordaba nada de la última vez con mi marido. Mi última vez con Emil Jukić, quien en realidad era otra persona. Me engañó con su engaño. Porque, si mientes sobre tu identidad, ¿acaso no estás mintiendo sobre todo? La ira volvió a hervir dentro de mí y me entraron ganas de darle una patada a algo.

¿Quién era Emil? ¿Por qué tomó el nombre de una persona muerta? Porque estoy segura que sabía que el verdadero Emil Jukić estaba en una fosa común. No se roba la identidad de una persona viva durante un procedimiento de solicitud de asilo; el riesgo de que te descubran es demasiado grande. ¿Quién era él? ¿Un desertor? ¿Alguien que huía de la mafia? ¿Un criminal de guerra? No, realmente no podría haber sido un asesino. Emil era un buen hombre, un padre amable y un marido cariñoso.

Paul se levanta y se acerca a la pared con nuestras fotos familiares. Sujeta el marco con la foto mía y de Marjo y la levanta.

—Era tan dulce —susurra.

—Lo sé, Paul. —Le doy una palmada de amistad en la espalda—. Pero todavía tienes a Caroline; se parece mucho a Marjo.

—Sí, por suerte.

El dedo de Paul recorre el rostro sereno de Marjo. Me pongo a su lado y miro las otras fotos. Yo sonrío en todas ellas, pero Marjo solo en una: la foto de su boda con Paul. Fue amor a primera vista para los dos. Yo estuve allí, en aquel hermoso día de primavera de 1997, cuando vi cómo Cupido los alcanzó a ambos con su flecha. Marjo y yo estábamos sentadas en nuestra terraza favorita de la plaza del mercado de Aquisgrán tomando una Rivella con vistas a la iglesia de Dom. Marjo me hablaba sobre el proceso de solidificación del chocolate, un tema que yo había abordado, pues por aquel entonces ya había empezado a experimentar con el cacao. Cuando empezó a hablar sobre añadir alcohol, el sol salió de entre las nubes e hizo brillar su larga melena rubia dorada. Marjo metió la mano en el bolso para coger sus gafas de sol cuando se detuvo en seco. Algo llamó su atención. Observé cómo dos jóvenes atractivos se acercaban a la mesa vacía que teníamos al lado. Ambos tenían aspecto del sur de Europa: cejas negras, pelo oscuro y ojos marrones. ¿Italianos, quizá? Uno era alto y delgado, de hombros anchos y un andar suave. El otro era más bajo y fornido, y se movía con más rigidez. Los ojos de Marjo se iluminaron y parecieron clavarse en el hombre alto. Paul se detuvo y se quedó mirándola. Era como si un hada hubiera congelado su cuerpo con una varita mágica. Emil siguió caminando y se sentó junto a nosotras, seguido de Paul.

Recuerdo mirar la cara de Emil mientras se agarraba a la silla de la terraza. Por su pómulo derecho corría una línea roja, como si alguien le hubiera dibujado un grueso trazo con carmín. Parecía un indio americano en pie de guerra. Su rostro anguloso y sus labios pequeños reforzaban todavía más esa imagen. Aquella tarde le pregunté cómo se había hecho esa cicatriz. Emil me contestó que era un recuerdo de la guerra, pero no quiso darme más detalles. Más tarde, cuando nos hicimos amigos, me dijo, tras mucho insistir por mi parte, que se trataba de una herida de bala que había recibido durante la guerra de Bosnia. Cuando era joven, a veces se aplicaba corrector sobre la cicatriz, lo que la hacía casi imperceptible. En las fotos de nuestra boda, la línea roja es solo una tenue sombra que parece acentuar aún más sus altos pómulos. Cuando se puso enfermo, dejó de ocultarse la cicatriz, como si se hubiera reconciliado con los recuerdos visibles de su vida.

En fin, volviendo al tema: cuando Paul y Emil se acercaron a nosotras en aquella soleada terraza de Aquisgrán, Marjo y Paul conectaron desde el minuto cero. Marjo se puso las gafas de sol con los dedos temblorosos. Cogió el menú e hizo como que elegía algo. Un profundo rubor se manifestó en sus mejillas. Paul también se sentó, pero siguió mirando fijamente a Marjo y solo pareció salir de su estupor cuando Emil le dio un codazo y le preguntó algo en alemán. Emil fue quien tomó la iniciativa y entabló una conversación. Nos preguntó de dónde éramos y adivinó correctamente que yo era la más habladora de las dos. A los pocos minutos, ambos giraron sus sillas y se sentaron a la misma mesa que nosotras. Resultó que no eran italianos ni alemanes. Paul era polaco y procedía de Silesia, donde aún vivía una pequeña minoría alemana. Emil era de Bosnia-Herzegovina. Se habían conocido renovando un restaurante en Aquisgrán. Paul se encargaba de la ampliación y Emil del enlucido. Marjo y Paul congeniaron de inmediato y se hicieron novios ese mismo día.

La tía Annie no estaba contenta con «el polaco» e intentó frustrar la relación; fue en vano, ya que, al cabo de un año, Paul y Marjo se casaron. Mis padres nunca conocieron a Emil. Cuando le conocí, yo ya llevaba la granja con un primo, que se marchó a Australia ese mismo año para empezar su propio negocio agrícola. Yo no sabía ni por dónde empezar, pero Emil sí. Me ayudó en todo y, en pocos meses, pasamos de ser amigos a estar casados. Nos casamos cuando me quedé embarazada de Stefan sin haberlo planeado, pero a ninguno de los dos nos entusiasmaba la agricultura. Por lo tanto, tras el nacimiento de Stefan, decidí abandonar la granja lechera. Vendí las instalaciones y arrendé la tierra a un granjero de Vijlen, tras lo cual la tranquilidad reinó en mi granja cuadrada, donde ahora había establos vacíos a diestro y siniestro, y me encontré con un mar de oportunidades comerciales.

Durante esa misma época, el negocio inmobiliario de Paul comenzó su crecimiento explosivo. Antes de dejar Silesia en 1992, había sido un estudiante de economía fracasado y trabajado en la construcción en Breslavia, pero vino a Aquisgrán a visitar a un amigo y se acabó quedando. Se esforzó muchísimo trabajando, ahorró hasta el último céntimo y compró una propiedad destartalada en la ciudad, la reformó en sus horas libres y luego alquiló las habitaciones a estudiantes. Con los ingresos del alquiler, compró una segunda propiedad, y luego otra, y otra, y otra. Emil se convirtió en jefe de proyecto de la empresa de Paul y ambos trabajaron en estrecha colaboración. Paul asumía el riesgo financiero y era el cerebro creativo. Por otro lado, Emil estaba a cargo de las cuentas y era jefe de planificación. Y, aunque Emil era empleado de Paul, en mi opinión nunca hubo jerarquía en su relación. Seguramente fue gracias a Caroline.

Mi mirada se centra en la foto de Marjo y Paul con la pequeña Caroline. Ambos admiran con asombro a su precioso bebé. Caroline vino al mundo tras diez años de caos médico. Sin embargo, la alegría por su nacimiento duró poco porque, dos meses después, Marjo tuvo su accidente. Paul no pudo hacer frente a su muerte y sufrió una depresión. Tras mi insistencia, se trasladó a nuestra granja y se instaló en el piso donde habían vivido Marjo y la tía Annie. Entonces me hice cargo del cuidado de Caroline e instintivamente me convertí en su madre. Con los años, Caroline se convirtió en la mascota de los cuatro hombres de la granja, porque Paul no era el único que adoraba a nuestro pequeño angelito rubio, sino que también Emil, Stefan y Joran bailaban al son de cada uno de los deseos de su dulce carita. Pese a todo, con quien Caroline está más a gusto es conmigo. Cada hora libre busca mi compañía. Me ayuda a hacer mis creaciones artísticas de chocolate mientras charla sin parar.

Tras la muerte de Marjo, Paul no volvió a tener una relación estable. Se volcó en sus negocios y se convirtió en un conocido y acaudalado empresario inmobiliario de Aquisgrán. Emil me contó que, de vez en cuando, Paul tenía alguna aventura ocasional y las mujeres con las que salía eran todas altas, delgadas y rubias. La verdad es que sentí lástima por Paul cuando me enteré.

Observo con detalle el primer plano de Emil, el hombre con el que llevaba casada más de dos décadas y del que, sin embargo, parece ser que sé muy poco.

—¿En qué estás pensando? —pregunta Paul.

Me encojo de hombros.

—En que su suicidio tiene algo que ver con su pasado. Con algo que desconozco. Algo ocurrió en el Camino. Lo presiento.

Paul da un paso atrás y en su frente aparece ese ceño pensativo familiar.

—Lo presientes... —Hay un tono de ironía en su voz.

—Sí —digo rezongando, y me vuelvo hacia los bultos sobre la cama—, y ahora voy a seguir empaquetando, Paul. ¿Puedes ir a recoger a Caroline? Y, ya de paso, baja las bolsas de basura.

—Sí, señora —responde mientras se acerca a la puerta y agarra el pomo—. ¿A qué hora comemos?

—A las seis en punto. Dile a Caroline que voy a preparar su plato favorito: ¡Spaghetti à la Lotti!

—Como última cena.

—Déjalo ya, Paul. —Desabrocho la mochila de Emil—. Voy a recorrer el Camino. Me da igual lo que digas.

Paul refunfuña unas palabras y se aleja por el pasillo, seguido por el crujido de las bolsas de plástico. Siempre hace lo que le pido. Tras la muerte de Emil, nuestra amistad se hizo todavía más estrecha. Paul fue también la primera persona a la que llamé cuando descubrí la suplantación de identidad de Emil en Bosnia. Estuvimos al teléfono durante una hora; yo en un escritorio desnudo de un hotel Ibis de Sarajevo y él en casa, en mi sofá floreado del salón. Al principio estaba totalmente fuera de sí, al igual que yo unas horas antes, pero se recuperó y empezó a hacer preguntas punzantes: ¿De dónde había sacado esa información? ¿Cómo podía estar tan segura? ¿Cómo había logrado meterme en un procedimiento de asilo alemán? ¿Estaba segura de que no se trataba de un error? Y así sucesivamente. Cuando le quedó claro que Emil Jukić había sido asesinado de verdad por los serbobosnios en 1995 y que su cuerpo realmente había sido identificado mediante una prueba de ADN en 2017, se produjo un instante de silencio, tras el cual me preguntó si iba a contárselo a los chicos, a lo que respondí que quería esperar por el momento. Primero quería conocer toda la historia y luego decidiría cómo transmitírsela a Stefan y Joran. Paul me escuchó atentamente mientras yo razonaba los pros y los contras. La gente que huye de su país en tiempos de guerra y adopta una identidad diferente lo hace por algo. Empecemos por ahí. ¿Quizás fue un testigo clave de crímenes de guerra y temía que atentaran contra su vida? Los asesinatos de testigos fueron habituales en aquellos años. ¿O quizás él mismo había cometido algún delito? También podía ser que fuera un desertor. ¿Verdad? El motivo de su engaño, en cualquiera de los casos, era grave; de lo contrario, no mientes sobre tu identidad durante un cuarto de siglo. Debíamos actuar con discreción por ahora y no hablar de esto con nadie. Eso fue lo mismo que me aconsejó Omer Zečinić, mi abogado, le argumenté a Paul.

Lo comprendió y apoyó mi punto de vista. Hasta que no supiéramos quién era realmente Emil, no tenía sentido poner patas arriba la vida de los chicos.

Agotada, me había arrastrado a la cama de aquella habitación desnuda de Sarajevo y me había acurrucado temblando bajo las sábanas. Sí, la mentira de Emil debía permanecer oculta durante un tiempo y no solo por mis hijos. A Omer Zečinić también le pareció lo más prudente. En el pasado, familiares de criminales de guerra y mafiosos habían sido víctimas de amenazas y ajustes de cuentas, me dijo. Primero teníamos que averiguar por qué había asumido la identidad de una persona muerta y asegurarnos de que, como familia, no nos fuéramos a meter en problemas.

DÍA 1: VIERNES 26 DE JULIO, TARDE

Vijlen, Países Bajos: capturas de pantalla y mensajes

Muy nublado con lluvia y viento. 23 °C

19 de julio, 13:05

Queridos clientes, ¡a partir del viernes 26 de julio estaré tres semanas de vacaciones! Voy a recorrer una parte del Camino francés, la Vía Podiensis.

¡Y esta es mi mochila!

¡BonneBon abrirá de nuevo sus puertas el lunes 19 de agosto! Y con nuevos bombones con forma de conchas del Camino J

Así que todavía tienes una semana para hacer

tu pedido

¡BonneBon voyage! J

¡Ala, listo! Con esto todas las redes sociales de BonneBon están al día. Mi publicación de la semana pasada sobre mi próximo viaje al Camino provocó una avalancha de mensajes y fue toda una tarea responder a todos ellos. Cierro sesión en todas mis plataformas, vuelvo a la galería de fotos de mi móvil y compruebo si he transferido bien las instantáneas de Emil. ¡Sí! Brillo de orgullo, porque lo he logrado a pesar de todo. Según los chicos, soy la típica analfabeta digital, y puede que tengan razón, porque se me da fatal todo lo que tenga que ver con la tecnología. Emil era el hombre de los aparatos y, cuando veíamos la tele juntos, yo solo utilizaba el botón de encender/apagar y las flechitas del volumen. Sostengo mi nuevo teléfono móvil en la mano. Pesa bastante; es un Samsung Galaxy 20 Note Super Sonic que compré apresuradamente ayer por la tarde, porque mi móvil antiguo empezaba a fallar. Elegí este aparato por la enorme pantalla que tiene. En él podría leer reportajes sobre Bosnia mientras seguía el Camino, pero ahora mismo empiezo a dudar de mi elección. No entiendo mucho sobre sus muchas funciones y tampoco tengo tiempo para profundizar en ellas. Pero, bueno, por lo menos he averiguado lo más importante, que es cómo llamar, enviar correos electrónicos, navegar y hacer fotos. Vuelvo a abrir la carpeta con las capturas de pantalla de los mensajes de Emil.

Emil me envió numerosos correos electrónicos mientras recorría el Camino, así que claramente seguía pensando en mí y, a pesar de ello, se suicidó. ¿O acaso eran mensajes de amor falsos? ¿Qué pasaba por su cabeza la mañana en la que decidió quitarse la vida? Mi vista se fija en la carpeta con las copias digitales de las fotos que se trajo en su vuelo desde Bosnia en 1995. Selecciono la imagen de la vasta meseta con el halcón y el cordero junto a la cruz negra. Visité esta meseta cerca del pueblo natal del verdadero Emil Jukić cuando estuve en Bosnia. Jelena me indicó el camino y me confirmó que la cruz estaba colocada para conmemorar a las mujeres y niños serbios masacrados aquí por los fascistas croatas durante la Segunda Guerra Mundial. Así que Emil había dicho la verdad: este sí que era un lugar de miseria. Llegué a comprender que lo que realmente da forma a la perspectiva de una persona son las historias que hay detrás de las imágenes. ¿Acaso Emil vio algo en el Camino que cambió su perspectiva de la vida?

Con un movimiento rápido, conecto mi cargador al Samsung y enciendo mi ordenador para imprimir mis billetes de tren. Ya casi estoy. La ruta es correcta y las direcciones de mis alojamientos están en orden. Todo está reservado para el mismo día, solo que exactamente un año después. Mi viaje en tren comienza a la misma hora: mañana a las 09:00, saldré de la estación de TGV de Lieja.

Me vuelvo de nuevo hacia la pantalla de mi móvil, abro el correo, empiezo a imprimir y deslizo el dedo más allá de las reservas. A diferencia de Emil, yo no voy a la aventura improvisada. A menudo, Emil no me indicaba la dirección en la que pasaría la noche hasta última hora de la tarde. «Mi cama para la noche es mi sorpresa del día», bromeó con una cara sonriente y asustada en su segundo día, cuando no logró encontrar un sitio donde dormir en Saint-Privat-d’Allier y tuvo que trasladarse hasta la aldea de Dallas después de algunas llamadas telefónicas. Mis camas no son una sorpresa porque dormiré donde él durmió. Los propietarios se mostraron comprensivos cuando les conté por correo electrónico, en mi mejor francés posible, que soy la esposa del hombre que se había suicidado en el Camino el año pasado, el 6 de agosto, en un bosque cerca de Conques, y que, como parte de mi luto, ahora iba a recorrer la misma ruta, exactamente un año después del suceso, en los mismos días y a las mismas horas, por lo que también me gustaría dormir en la misma cama que usó mi difunto marido. Las respuestas fueron todas igual de amables: con las debidas condolencias y la confirmación de que tendrían la habitación preparada. Mañana incluso me sentaré en el mismo asiento que Emil en el trayecto de París a Lyon: en el número 37 C del vagón 28.

Mientras coloco papel en la bandeja de carga de mi impresora, me acuerdo de mamá y papá. Solían insistirme mucho en que tuviese cuidado, porque en mi juventud siempre tuve el impulso de explorar cosas nuevas y, por lo tanto, a menudo coqueteaba con el peligro. Pero no llegué a saber lo que realmente es el miedo hasta que casi me ahogo durante unas vacaciones en Tenerife hace unos años. Me había adentrado demasiado en el mar yo sola, al amanecer, hasta que me cubría los hombros, mientras me dejaba llevar felizmente sobre las olas que iban y venían. De repente noté que una resaca me tiraba de las piernas, por lo que tuve que luchar por mantenerme en pie, pero no funcionó. El miedo se apoderó de mí y empecé a gritar, pero no había ayuda, no había nadie. Jadeando, di un paso tras otro hacia las dunas, pero cada vez eran más pequeñas, ya que con cada zancada me desequilibraba ligeramente y la corriente me levantaba un poco más. El miedo se tradujo en pánico y supe que tenía que elegir: soltarme del fondo y nadar hasta la orilla o seguir luchando contra la resaca mientras intentaba hacer pie, lo que me cansaría demasiado, tras lo cual el mar me arrastraría a profundidades desconocidas. Nadar hasta la orilla era un riesgo, ya que no tenía ni idea de a dónde me llevarían las olas. Aun así, opté por soltarme del fondo arenoso. Me impulsé con todas mis fuerzas y me lancé sobre una gran ola, tras lo cual nadé sobre el oleaje hasta llegar a una playa más abajo, donde me desplomé, agotada. En realidad ahora estoy haciendo lo mismo. Me estoy soltando del suelo seguro del hogar y me estoy sumergiendo en el pasado de Emil, recorriendo su Camino, sin saber a dónde me arrastrarán las olas...

La idea de buscar respuestas mientras recorro su Camino en realidad surgió en Sarajevo, tras aquella conversación con Omer Zečinić.

Me eché hacia atrás y me llegó de nuevo el hedor de sus cigarrillos asquerosos. No pude evitar toser cuando entré en la habitación llena de humo del bufete. Mi intérprete, Jelena, me había recomendado a Omer; es una autoridad en Bosnia y lleva desde 1996 persiguiendo a criminales de guerra y ayudando a la gente a encontrar a sus seres queridos desaparecidos.

—Dos caras de la misma moneda —me había dicho Jelena al describir el trabajo de Omer—. Al examinar cadáveres de numerosas fosas comunes, a menudo se encuentran pistas sobre los milicianos implicados en las masacres.

En medio del despacho de Omer, había un escritorio clásico de roble lleno de pilas altas de carpetas. Omer se acercó y me dio la mano con firmeza. Su complexión frágil y sus manos delicadas de niño no encajaban con su gran cabeza sin afeitar, su pelo rizado gris y sus penetrantes ojos negros.

—Tome asiento, Señora Bonnet —dijo en inglés, señalando hacia la silla de cuero frente a su escritorio.

Omer me confirmó, después de una breve introducción, que Emil Jukić había sido identificado en 2017 tras nuevas investigaciones sobre el ADN.

—La ICMP, es decir, la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas, empezó a recoger muestras de sangre de familiares de desaparecidos hace unos años. Estas muestras de sangre se registran en una base de datos y luego se comparan con los restos de las personas encontradas en las fosas comunes. La madre de Emil Jukić había dado sangre y, basándose en ella, la ICMP pudo identificar sus huesos.

—Su madre ya no está con nosotros, así que no puedo preguntarle nada más —dije mientras jugueteaba con mi anillo de boda—. Mi intérprete me dijo que todas las personas que vivían en ese pueblo están muertas o se han ido, excepto una anciana, y ella ya no tiene muchas luces, pero consiguió decirme que a Emil lo asesinaron en 1995.

Omer asintió cortésmente y dio otra calada a su cigarrillo.

—Cierto, la limpieza étnica fue muy eficiente.

Se hizo un silencio extraño y volví a pensar en las imágenes espantosas de la guerra que había visto en los últimos días durante mi viaje por Bosnia. Emil vivió esa guerra y formó parte de ella. ¿Cuál fue su papel?

—¿Y cómo puedo averiguar quién era mi marido?

—Estamos recopilando todo lo que se sabe, señora Bonnet, tanto de su pasado en Bosnia como del período posterior. Le enviaré por correo electrónico un formulario para que lo rellene más tarde. Los detalles sobre su procedimiento de asilo son especialmente importantes: ¿Dónde solicitó asilo? ¿Cuándo? ¿Con quién estuvo allí? ¿Sigue teniendo amigos de aquella época? Y también le agradecería que me enviara fotos nítidas de su marido de los años noventa. Asimismo es importante que me haga llegar una muestra de sangre de uno de sus hijos. Tal vez haya ADN de un pariente de su marido en la base de datos; entonces tendremos una pista de la que tirar para seguir investigando.