El camino de mis pecados - Francisco Gabriel Sánchez Benitez - E-Book

El camino de mis pecados E-Book

Francisco Gabriel Sánchez Benitez

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Beschreibung

Tras presenciar siendo un niño la violenta e incomprensible muerte de su padre, William H. Moonroe iniciará un largo y tortuoso viaje durante las turbulentas primeras décadas del siglo XX para intentar encontrarse a sí mismo. Durante este largo trayecto -que le llevará desde el Londres de finales de la Segunda Revolución Industrial hasta el París ocupado de la Segunda Guerra Mundial- conocerá a diversos personajes que irán evidenciándole el alto precio que deberá pagar por todos y cada uno de sus actos de violencia y amor, que finalmente establecerán el camino de sus pecados.

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Seitenzahl: 860

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Sánchez Benítez, Francisco Gabriel

El camino de mis pecados / Francisco Gabriel Sánchez Benítez y Victoriano Javier Santana Cabrera. - 1a ed. - Don Torcuato : Autores de Argentina, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-1791-48-4

1. Narrativa. 2. Novela. I. Santana Cabrera, Victoriano Javier II. Título

CDD 863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: Julián Chappa

Indice

Capítulo I: El inicio de la ruptura

Capítulo II: El despertar de mi formación

Capítulo III: El horror del descubrimiento

Capítulo IV: El manto de la muerte

Capítulo V: La turbulencia de mi interior

Capítulo VI: El camino de la locura (1930-1938)

Capítulo VII: El Ópalo Oscuro

Capítulo VIII: El final del camino

El inicio de la ruptura

Nací en Londres el 29 de abril de 1897. Era uno de los días más calurosos del calendario estival de la capital británica y en pleno reinado de una de las grandes soberanas que ha tenido este país, la Reina Victoria, gloria del colonialismo británico y del expansionismo más brillante dentro del imperialismo que representaba.

Londres era y continúa siendo una inmensidad geográfica de 1.579 kilómetros cuadrados, situada sobre el río Támesis, en el límite de influencia de la marea, donde se podía vadear el río en bajamar a unos setenta kilómetros de la desembocadura. Londres se caracteriza por sus divisiones territoriales, donde destaca la City, que conforma el casco antiguo y es sede de la banca. El West End es el centro cultural y social de la ciudad y por último —pero no menos importante— Westminster, con el Parlamento, la abadía homónima y los principales ministerios.

La capital británica conformaba un gran centro comercial, industrial, bancario, cultural y político del mundo, es decir que además de ser la capital del país, también funcionaba como núcleo financiero y comercial del Imperio Británico.

Londres era el epicentro de lo que significaba en sí misma la Revolución Industrial, aportando una vasta mano de obra que trabajaba en la industria mecánica y representaba la quinta parte de la producción total del país. Otros aspectos fundamentales en los que destacaba la capital por sí misma eran las industrias naviera y química, pero sobre todo por sus numerosas universidades y colegios mayores como Eton.

Ahora toca hablar de mis padres. Ambos formaban una pareja bastante peculiar, pero no porque fueran extraños o diferentes a los demás matrimonios de esta gran ciudad, sino porque ellos lucharon contra viento y marea por su amor, a pesar de que fueron mal vistos o incluso rechazados por parte de sus familiares, como fue el caso de mi padre en particular.

Mi padre se llamaba como yo o, mejor dicho, yo me llamaba como mi padre: William H. Moonroe. Él provenía de una de las familias más importantes del país, ya que desde mi bisabuelo siempre había habido un miembro destacado dentro del mundo de la política, el ejército o los negocios. En cambio mi padre había optado por la medicina, siendo el primero en elegir este camino.

Mi abuelo lo había rechazado tanto por el matrimonio con mi madre como por su elección profesional, la cual no era de su agrado. Era una mala bestia, de nombre Andrew M. Moonroe, que había participado tanto en negocios legales como en otros poco recomendables, alardeando de estos últimos pero sin embargo no queriendo ser reconocido por los mismos. Dentro de sus negocios, que entraban dentro de los estamentos permisivos, fue uno de los grandes impulsores de la primer Revolución Industrial, que fue primordial para el proceso de cambios tanto económicos como sociales dentro del país.

Tenía intereses creados en diversos temas, como la riqueza mineral del subsuelo británico (con el carbón a la cabeza), en aprovechar la existencia de un imperio colonial, gracias a una aplicación de la política mercantilista que había convertido a las colonias británicas en lugar de aprovisionamiento de materias primas y mercado de consumo, de los productos fabricados en la metrópolis, de modo que el comercio colonial se convirtió en fuente de acumulación de capital, en el acaparamiento de tierras por parte de la burguesía y la baja nobleza inglesa que —junto con el aumento de la población— generó un aumento o excedente demográfico entre el campesinado.

Dichos campesinos representaban la mano de obra necesaria para trabajar en las actividades industriales en las que mi abuelo, dueño de numerosas fábricas, contribuyó al nacimiento de una estructura empresarial, financiera y bancaria moderna, en la que él como dueño y presidente de algunos de los bancos más importantes de la capital se vio favorecido por la adecuada mentalidad empresarial de la burguesía inglesa.

Pero en cambio, dentro de sus negocios más dudosos, sus enemigos comentaban que se dedicaba a diversos canjes poco recomendables, que en realidad era tráfico a gran escala y en donde picaba de todo un poco para obtener el mayor rendimiento posible. Esclavos, armas, oro... se podría decir que realmente no había elemento o aspecto ya fuera humano o material en donde él no hubiera participado. Aunque eso sí, a través de segundas o terceras personas, porque nunca daba la cara y tampoco tenía a su nombre aquellas empresas que se dedicaban a estos lucrativos negocios ilegales.

Volviendo a mi progenitor, él conoció a mi madre cuando ella trabajaba como doncella en la casa de mi abuelo. Mi padre por esas fechas estaba cursando la carrera de Medicina y aunque al enterarse del casamiento de ambos mi abuelo lo desheredó, no fue barrera alguna para que al final él obtuviera, tras ser reconocido como el mejor de su promoción, una plaza como cirujano en el St Andrews, uno de los mejores hospitales del país.

El St Andrews era un hospital universitario en donde los estudiantes de medicina hacían sus prácticas tanto con pacientes de la nobleza o nuevos ricos, como con los trabajadores de las fábricas, que estaban marcados por los grandes destrozos que les producían las máquinas en sus cuerpos, la mayor parte de ellos debidos sobre todo a la desidia de los patronos, que no veía a estos como verdaderos representantes del nuevo laborismo que estaba naciendo, sino sólo como mano de obra barata y sustituible.

Durante las primeras décadas de la industrialización las condiciones laborales y de vida de los obreros eran muy deficientes. Esta precariedad, común a toda clase trabajadora, dio lugar a una conciencia de clase, que permitió la creación de las primeras organizaciones de trabajadores. En un primer momento, los gobiernos como el nuestro se opusieron a la formación de estas sociedades, pero la derogación de las leyes que prohibían las asociaciones permitió la fundación de los primeros sindicatos.

La consolidación de la sociedad industrial también se convirtió en un pensamiento intelectual, que fue la base de los primeros partidos políticos obreros. El Movimiento Revolucionario Internacionalista aunó las fuerzas de la clase obrera, en la lucha contra la opresión del sistema capitalista, y en todo esto mi padre ayudó con su granito de arena, curando a aquellos obreros que hacían grande al país al cual nosotros pertenecíamos. Por ello, en una conversación que tuve con mi padre, me explicó cómo era su labor profesional y cómo la veía él:

—Papá, ¿cómo es tu trabajo?

—¿Porqué me haces esa pregunta, hijo?

—Es que resulta que esta mañana, en el colegio, hemos tenido una clase en la que debíamos explicar cómo era el trabajo de nuestros padres y no sé si lo que he dicho sobre tu labor profesional ha sido lo adecuado.

—Seguro que lo que has dicho o cómo lo has explicado ha estado bien.

—Pero por eso papá, ¿cómo ves tu trabajo?

—Mira hijo, es evidente que la cirugía no se puede considerar como contrapuesta a la medicina, ya que ambas confluyen en sus fines y métodos.

—¿Qué es eso de «contrapuesta»?

—Para que los entiendas mejor, que ha veces me olvido de la edad que tienes: mi labor profesional no empieza y termina en el acto mismo de la intervención quirúrgica, sino que además tengo que incluir el estudio y la preparación operatoria del enfermo. Es decir entenderlo, saber cuál es su dolencia, la posibilidad operatoria que tiene su enfermedad y cómo debo implementar los diversos métodos de aplicación sobre él. Finalmente, debo establecer cuándo y de qué duración es el periodo postoperatorio del paciente.

—Bueno, ya lo entiendo un poco mejor, pero creo que es bastante más complicado de como yo dije que era tu labor profesional.

—¿Y qué fue lo que dijiste?

—Que llegaba un enfermo, lo mirabas, determinabas cuál era su enfermedad y luego lo curabas.

Ante esta respuesta, mi padre me miró con una pequeña sonrisa en su labios, como diciendo para sus adentros qué fácil veía yo la labor de curar a una persona, que esperaba a lo mejor la misma respuesta que yo le había dado. Él entendía que este era un momento en donde tanto su persona como la de mi abuelo y ahora la mía entraban dentro de los grandes cambios relacionados con el país. Un país llamado Gran Bretaña, que entraba en el siglo xix en la etapa denominada «librecambismo», en donde los cambios vertiginosos de la industria capitalista como los cambios demográficos de la población se concentraban en las zonas del Norte y Oeste del país.

Las instituciones del antiguo régimen quedaban obsoletas, y con el auge industrial y comercial quedaba determinado el surgimiento de la burguesía como la nueva clase dominante del país, aspecto que —como he contado antes— mi abuelo supo vislumbrar para sus futuros negocios.

El país en el que yo había nacido contemplaba cómo se construía un proletariado urbano que sentaba sus bases en los movimientos obreros modernos, en donde mi padre como médico representaba el triunfo del librecambismo, que defendía la burguesía.

Londres era el epicentro de todo esto, ya que observaba cómo, desde 1850 hasta 1857, explotaba un auge económico debido al desarrollo acelerado de la gran industria, con las construcciones ferroviarias a la cabeza, y luego caía todo en picado debido a la primera gran crisis mundial, que llegó a nuestro país entre los años 1857 y 1859, cuando muchas empresas se arruinaron y aumentó la concentración industrial.

En esa coyuntura, mi abuelo logró incrementar su fortuna, aprovechando los malos momentos de los que caían en la ruina. En 1867, la reforma electoral se extendía hacia la pequeña burguesía de las ciudades y a los arrendatarios campesinos medios. En 1871 se concedía a las Trade Unions el carácter de asociaciones legales y cuatro años más tarde se legalizaba el derecho a la huelga. En 1884 el Parlamento extendía el voto a la mayoría de los cabezas de familia —unos 4,5 millones de habitantes de un total de 36 millones— que se sumó a que los bancos obtuvieron elevadísimas concentraciones de capitales y concedían créditos a financieros e industriales de todos los países, dirigiendo la exportación de capitales hacia las naciones subdesarrolladas, donde era posible obtener elevadísimos intereses.

Estos conceptos los explico de una manera pormenorizada para que el lector vea con más claridad el mundo en donde dí mis primeros pasos y pueda entender cómo fue la base mi formación. Pasos que daba a través de mi padre y de manera indirecta de mi abuelo, ya que ellos eran parte fundamental del nuevo y el viejo concepto del inglés que se estaba abriendo camino, dejando atrás a lo que representaba lo clásico y lo caduco.

Pero retomando cómo fue el proceso de mi llegaba al mundo, mis padres antes de mi nacimiento habían intentado en varias ocasiones tener hijos, pero a veces los abortos o el nacimiento de mis anteriores hermanos o hermanas —a los cuales nunca llegué a conocer porque fallecieron por diversas causas— les había puesto un freno para crear una familia propia, verdaderamente suya.

Mi madre era una mujer físicamente frágil, pero espiritualmente poseía una entereza y vitalidad que la hacían más grande y hermosa ante los ojos de mi padre por las ganas que tenía de ser madre y poder acunar entre sus brazos a un hijo suyo. Cuando nací, mi madre tuvo casi catorce horas de parto y ya mi padre, en ese momento, sabía que la posibilidad de que ella muriera era muy alta, como lamentablemente sucedió.

De ella sólo guardo un retrato que me hace pensar en toda la dulzura que podía haberme dado y en cambio ahora era solamente en mi recuerdo una imagen sin voz alguna que retener en mis oídos. Mi padre, en sus charlas conmigo en los apenas diez años de vida que pude convivir con él, me decía que ella era de una belleza delicada, de educación sencilla y que tenía la voz más dulce que había oído. Si esto era amor, era algo que yo quería sentir alguna vez en mi vida.

Una fría noche de invierno, mi padre me acompañó hasta mi habitación, para que me acostara. Entró y se dirigió hacia la ventana para cerrarla y que no entrase la corriente de aire de la calle, desierta a esas horas. Cuando cerró la ventana, miró hacia mi cama y me vió acostado, observando la foto de mi madre a la luz de las velas. Entonces se acercó y se sentó en un costado de la cama, al tiempo que me decía:

—Hijo, deseo que algún día encuentres un ángel como lo encontré yo —me dijo con cara de satisfacción— y continuó: en el primer momento que vi a tu madre, el mundo se detuvo a mi alrededor, sólo existíamos ella y yo, me deslumbraba con su sonrisa, con su piel pálida, sus ojos verdes y su pelo castaño… —y se quedó pensativo, contemplando la foto.

—¿Cómo empezó vuestra relación, papá? —le pregunté.

—Es una bonita y gran historia de amor. Nos conocimos en mi casa, bueno, mejor dicho en la casa de tu abuelo y en un primer momento ella no se fijó en mí, ni siquiera sabía que vivía en esa casa —soltó una carcajada y continuó con el relato.

—En mi cabeza sólo estaban ella y mis estudios. Me propuse enamorarla.

Tras decirme eso, me entusiasmó tanto la historia que me levanté de la cama y apoyé mi espalda sobre la cabecera:

—¿Pero llegó a rechazarte? —pregunté.

—Digamos que no se fijó en mí y no me veía como un buen partido, a pesar del estatus social de mi familia.

—Papá, ¿qué es estatus? —dije yo, extrañado con esa palabra.

—Hijo, te quedan muchas cosas por aprender. Yo estaré a tu lado para ayudarte. Por cierto, ¿tú no tienes alguna amiguita? —me dijo mi padre guiñándome un ojo.

—Papá, no ves que aún soy muy chico. Además sólo conocí a la hija del doctor Phillips, tu mejor compañero de la facultad, cuando vinieron a cenar. No me gustó nada, ya que es una niña que va aparentando cosas que no tiene, y además siempre va con su muñeca de trapo como si fuera una niña chica —dije poniendo cara de desprecio.

—Ja ja, en verdad aún eres muy pequeño para tener novia, pero encontrarás a tu ángel particular como lo encontré yo —dijo mi padre mientras me acariciaba la cabeza.

—Papá, aún no me has contado cómo te enamoraste —dije yo.

—Es verdad. En la gran casa en que vivíamos, empecé a dejarles señales por distintos rincones: rosas escondidas en su habitación, cartas anónimas... y cada día me aproximaba a ella, hablando de cualquier cosa. Hasta que una mañana de septiembre, estando ella en el salón, la hice sentar en un sillón y allí le solté todo junto. Le dije que era mi ángel desde que entró en la casa, que sabía toda su rutina porque la seguía por todos lados, que sabía sus horarios de entrada y salida. En fin, fue una declaración de amor en toda regla —dijo mi padre.

—Y ya está, así empezó vuestra relación —dije yo, como si todo estuviese resuelto.

—Todo no es tan fácil hijo. En aquel mismo momento en que me declaré, empezamos a acercarnos y juntamos nuestras bocas en un delicioso y apasionado beso, hasta que llegó tu abuelo y nos separó. Me cogió por la oreja y me tiró al suelo. Me prohibió hacer esas cosas en su casa. A la chica, tu madre, la mandó a sus aposentos. Pero después de esto, nadie ni nada nos iba a separar. Nos escondíamos en cualquier rincón de la casa y allí desatábamos la pasión que llevábamos dentro hasta que, para no hacerte muy larga la historia, nos casamos. Fin. —dijo sonriendo.

—Me ha encantado, papá —mientras yo volvía a mirar la foto de mi madre y a darle un beso al portarretrato.

—Hijo, ¿a que es preciosa? No me canso de ver esa foto… —decía mientras se le escapaba una lágrima por su mejilla derecha— y continuó: a lo largo de tu vida encontrarás a gente buena y mala y por lo menos yo te enseñaré a distinguirlas y Mortimer a defenderte de ellas… la vida se vive una vez y hay que disfrutarla. Lo que sí te digo es que nunca abandones tus sueños por mucho que la gente o tu familia te digan lo contrario... a mí me pudo pasar eso con tu madre y no quiero que tú pases por lo mismo... —y todo esto me lo decía mientras me miraba con un rostro serio.

En mis años de vida, no había visto ese semblante en mi padre. Sabía que había tenido dificultades en la relación con mi madre, pero nunca me supo decir quién estaba en contra de su relación con ella. Yo pensaba en alguien cercano pero de momento él no me lo quería contar, aunque con el paso del tiempo y otros hechos o historias que siguen a estas líneas, harán ver con claridad de quién estamos sospechando.

Tras decirme esas palabras, se acercó hasta mi cara y me dio un beso suave en la frente, deseándome dulces sueños. Sopló la luz de las velas y su sombra se fue desvaneciendo por mi habitación.

En estas charlas además, mi padre me hizo ver el mundo en el cual me estaba formando, en ese momento como niño pero que más tarde, como él me decía, como adulto tendría la responsabilidad de seguir formándome más allá de las predisposiciones propias de uno como ser humano. Me hizo ver, estudiar y comprender aspectos tan interesantes que iba desde la ciencia de Newton hasta el positivismo de elementos representativos, como el de Gregory Mendel que daba a conocer en 1845, sin ningún eco en la época, sus leyes sobre la herencia genética o el de Charles Darwin, que en 1859 daba a conocer su teoría sobre el origen de las especies.

Me hizo apreciar el Neoclasicismo y el Romanticismo a través de la lectura de diversas obras que me permitiría ejercitar mi mente, preparándome para mi futura formación. Entre las lecturas que apreciaba en ese momento de mi vida destacaba La Historia del Arte de la Antigüedad —texto fundamental de la teoría artística del siglo xviii— junto a otras como el Laocoonte de Gotthold Ephraim Lessing, Nuestra Señora de París de Víctor Hugo o el Don Juan de Lord Byron. En lo concerniente a música, asistíamos juntos a escuchar obras de Franz Schubert, Wagner, George Bizet y en la pintura disfrutaba admirando reproducciones de cuadros famosos como los de Goya o las esculturas de Bertel Thorvaldsen.

Además dentro, de los avances tecnológicos, cuando yo nací, Marconi descubría la telegrafía sin hilos o los hermanos Lumière presentaban el cinematógrafo. Antes de mi nacimiento ya se habían producido hechos fundamentales como los descubrimientos de las corrientes electromagnéticas, conversión y distribución de la energía que se aplicaba a la central eléctrica; el electromagnetismo y la electroquímica desarrollados por Michael Faraday o cómo Thomas Edison desarrollaba los sistemas de distribución eléctrica.

En mi casa, además de la señora Will, que era la cocinera y fue mi «ama de cría» y Amanda, que era la sirvienta, destacaba la figura de Mortimer, que era el hijo de la señora Will. Era el criado y —por definirlo de alguna manera— el hombre de seguridad de mi padre, con el cual había compartido como si fueran hermanos mil travesuras y pillerías desde un principio, aunque hubiera entre ellos siete años de diferencia en favor de mi progenitor.

Mortimer se consideraba irlandés, aunque había nacido en Liverpool. Pero lo era de corazón por cuestión fraternal, ya que su padre, Sean, sí era de allí y la historia de cómo ellos llegaron a la casa de mi abuelo era toda una aventura que les voy a contar porque cuando la termine, seguramente entenderán el porqué de los lazos que nos unían a todos nosotros.

La infancia y primera adolescencia del padre de Mortimer se desarrolló en Irlanda durante el periodo del Acta de Unión, cuando la difusión de las ideas revolucionarias francesas propagadas por Wolfe Tone habían provocado la revolución de 1798 y conducido a Pitt a proclamar la susodicha Acta de Unión, por la cual todo el archipiélago pasaba a formar parte del Reino Unido.

A partir del siglo xix, Irlanda quedó en desventaja frente a una Inglaterra que se industrializaba rápidamente. El aumento de la población, que se duplicó en medio siglo produjo una crisis de subsistencia, agravada por la enfermedad de la patata, cuyo resultado fue una emigración masiva, con la consiguiente disminución de producción y superficie cultivada, además de la concentración de la propiedad.

Por todo lo anterior —a diferencia de otros irlandeses que marchaban a los Estados Unidos— Sean fue a la otra América, a Sudamérica, concretamente a Brasil, uniéndose en 1841 a Garibaldi, que iniciaba su lucha contra el Imperio de Brasil, en la Revolución de la República de Río Grande, liderada por Bento Gonçalves da Silva y a las órdenes del general David Canabarro participando en la toma de la ciudad portuaria de Laguna, en el estado sureño de Santa Catalina.

Se había convertido en soldado de fortuna y quizás esto fue debido a que sabía manejar mejor los puños y las armas que las letras y los estudios, aunque esto no fue un obstáculo para ir mejorando tanto en su educación como en su formación de hombre de acción, por lo cual sería reconocido.

Siguiendo con esta aventura, junto con Garibaldi —con el cual estuvo hasta que este se marchó a Roma en 1848— en el mismo año pasó a Uruguay, mientras estaba en curso la guerra del presidente depuesto Manuel Oribe, apoyado por el gobierno de Buenos Aires de Juan Manuel de Rosas, contra el gobierno de facto presidido por el general Fructuoso Rivera instalado en Montevideo y que contaba con el apoyo de Brasil, de las flotas tanto francesa como británica y de los denominados «Unitarios» argentinos. Esta contienda fue conocida como la Guerra Grande y duró desde 1839 hasta 1851.

Entre los diversos acontecimientos bélicos en los cuales participó el padre de Mortimer, destaca el que tuvo lugar el 16 de agosto de 1842: la batalla naval del Río Paraná, en donde la flota comandada por Garibaldi fue derrotada por el almirante Guillermo Brown. En dicha batalla, Sean pudo ver cómo las fuertes pérdidas que tuvieron le hicieron quemar las naves que les quedaba para evitar que cayeran en manos enemigas y desembarcaron en tierra para salvar sus vidas.

En el Río de la Plata intervino en el ataque a las naves de Brown, evitando el bloqueo de Montevideo. Un año más tarde, en 1843, regresó a la capital uruguaya con Garibaldi, participando en una unidad militar mercenaria creada por el héroe italiano, llamada «Legión Italiana», que se puso al servicio del gobierno conocido como Gobierno de la Defensa, destacando en la intervención de los mismos en la acción en las afueras de las murallas de Montevideo, en la batalla de Tres Cruces.

Luego fue miembro de la flota formada por unas 20 naves y 900 hombres que —con el amparo de las escuadras de Francia y Gran Bretaña— saquearon la ciudad uruguaya de Colonia, tomaron la isla de Martín García, las ciudades de Gualeguaychú (Argentina) y Salto (Uruguay). En esta última libró —junto a Garibaldi y la «Legión Italiana»— el combate de San Antonio contra fuerzas superiores de la Confederación, a las que infligieron numerosas bajas, obligándoles a retrasar sus posiciones luego de perder un tercio de sus fuerzas.

Tras dejar a Garibaldi, que regresó a Roma en 1848, Sean puso rumbo hacia México para continuar con su actividad militar, después de intentar la quimérica odisea de buscar oro o de trabajar como escolta de los correos de la ciudad de Veracruz y Oxaca contra los bandoleros que asaltaban los caminos. Allí participa en la Legión Extranjera Francesa dentro de la Revolución Juarista y en concreto en la batalla de Camarón, el 30 de abril de 1863, día en que la Legión ganó su fama de legendaria. Él estaba en la patrulla al mando del capitán, Jean Danjou, que estaba compuesta por sesenta y dos hombres y tres oficiales, entre ellos Sean, con el rango de sargento. Esta patrulla fue sitiada por un millar de juaristas, organizados en tres batallones de infantería y de caballería, que forzaron a los legionarios a defenderse en la Hacienda Camarón, en donde lucharon con gran valor. Solamente quedaron seis sobrevivientes que, ya sin municiones, fijaron las bayonetas y atacaron a cuerpo abierto, aunque los mexicanos realizaron una descarga y estos resultaron heridos y debieron entregarse. El general mexicano Francisco Milán, impresionado por su acto de valor, asignó a los sobrevivientes del batallón una guardia para escoltarlos en su regreso a Francia.

Desde allí, Sean se dirigió a Liverpool, en donde conoció a la señora Will, con la que se casó. En 1881 nacía Mortimer. Luego los tres viajaron a Londres, instalándose en el Soho e ingresando a trabajar a las órdenes de mi abuelo. La señora Will como cocinera y Sean como hombre de confianza para llevar a cabo los trabajos peliagudos dentro de los asuntos ilegales de mi querido abuelo. Mortimer y mi padre se criaron juntos, aunque se llevaban siete años de diferencia, ya que ambos tenían afinidades y una amistad fundada en el valor de la palabra dada, conceptos que en aquella época eran muy valorados.

El padre de Mortimer, desde pequeño le enseñó el arte de la defensa personal en todas sus modalidades y formas, y de una manera bastante curiosa le orientó por el código de los ronin, del cual Sean había leído durante su etapa en México, dejando en él una impresión muy profunda debido a su claro código de conducta. Estos eran samuráis sin amo durante el periodo feudal del Japón entre 1185 y 1868, y planteaban que un samurái acababa siendo un ronin por nacimiento. Si este no renunciaba a su estatus, tenía que demostrar su valor para poder jurar lealtad a un clan —en este caso a mi abuelo— y era enviado a ciertas misiones con la promesa de la admisión —en este caso mejorar su posición social y económica— para luego negársela basándose en algún tecnicismo.

En 1897, el mismo año en que yo nací, este tecnicismo tomó cuerpo en la muerte de Sean en una emboscada, cuando llevaba a cabo un trabajo para mi abuelo. Sean logró llegar hasta el hospital en donde trabajaba mi padre y, antes de morir, pudo brindar detalles tanto a su hijo como a mi progenitor de lo que mi abuelo tenía pensado llevar a cabo contra ellos. La trampa fue quizá llevada a cabo, porque los enemigos de mi abuelo le habían dado información falsa, indicándole que Sean tenía intención de traicionarle.

Es por ello, que tanto Mortimer como yo tuvimos algo en común a partir de esta fecha, ya que siempre pensé que la muerte de mi padre no había sido un hecho ni casual ni aislado y —si mi abuelo efectivamente estuvo detrás de ambas muertes— fue un secreto que quedó, tras su muerte, sepultado en el olvido.

Ese secreto estuvo como sombra mortal en el futuro acontecimiento que iba a cambiar mi vida, y que Mortimer en sus charlas conmigo planteaba sin que yo me percatara de ello en aquel momento, como si fuera un cuento fantástico en donde siempre me contaba el mismo: era el de Cronos (o Saturno en la mitología romana), el dios del tiempo. Éste llegaba al poder después de traicionar a su padre, y decidió comerse a toda su descendencia para evitar ser traicionado por sus hijos. Pero no pudo comerse a todos, ya que Zeus o Júpiter fue el que consiguió echarlo del poder.

Estas palabras tomarían, forma de manera directa o indirecta en mi futuro, pero eso lo verán más adelante, porque en este momento, esto provocó esa charla con Mortimer, para poder entender algo de la misma:

—Mortimer, ¿eso sucedió de verdad? y ante esto él esbozaba una sonrisa y me contestaba:

—Señorito William, es un cuento fantástico. Pero en la vida te encontrarás a personas desagradables que no piensen igual que tú y yo. Ellos seguramente en algún momento te querrán imponer sus ideas o su ideología política, social o personal, aunque no te guste y con ello querrán conseguir por todo los medios lo que se proponen. Saturno decidió comerse a sus hijos y en nuestra sociedad hay gente que se come a otros, metafóricamente hablando, como espero no le suceda a tu padre ni a ti, si puedo evitarlo.

Pero lamentablemente todo tiene un final, porque los momentos libres de los que disponía mi padre para pasar conmigo se vieron truncados en la Nochebuena de 1909, fecha que quedaría marcada para siempre en mi memoria. Para ponerles en situación, debo decirles que mi casa estaba situada en el West End y era de dos plantas. En ella destacaba el salón de consultas de mi padre, que daba a la parte trasera de la casa y en donde recibía en consulta privada, sin cobrar, a todos aquellos que no podían pagar a un médico particular. Luego estaba el salón comedor, que también era una biblioteca y en donde yo pasaba mucho tiempo leyendo libros de medicina, ya que de mayor tenía claro que quería ser médico como mi padre. En el piso superior había tres habitaciones y un gran cuarto de baño, en donde destacaba una enorme bañera en la que uno podía perderse bajo un refrescante baño de espuma.

En la planta baja, justo al lado de la cocina, estaban las habitaciones de Mortimer y de su madre, la señora Will. Amanda vivía en casa de sus padres, en las afuera de la capital.

En aquel momento no sabía nada de mi abuelo y no lo supe hasta mucho tiempo después, cuando tenía ya unos 18 años. Fue entonces cuando —por medio de Mortimer— recibí una carta indicando que mi abuelo me había dejado una cuenta corriente a mi nombre en el el Crowells Unión, banco de su propiedad en donde me depositaba unas cien libras mensuales para que luego, cuando fuese mayor de edad, hiciera uso de lo acumulado para mi beneficio. ¿Dudas, sentido del pecado, sentimiento de culpa? En verdad no sé porqué lo hizo. En ese mismo banco mi padre había dejado en una caja de seguridad un seguro de vida hecho a su nombre, por un valor de treinta mil libras y que —en caso de que falleciera antes que yo por causas violentas— pasarían íntegramente a su cuenta corriente, que había abierto a mi nombre sin que mi abuelo lo supiera. Este seguro de vida había quedado establecido y recogido en el testamento que mi padre había redactado el mismo día en que nací.

Mortimer tenía en cuenta estos asuntos. Quizá por ello no fuera de extrañar que cuatro años después de la muerte de mi padre, mi querido abuelo muriera en extrañas circunstancias con el cuello seccionado de lado a lado. Además, desde pequeño él me había enseñado a boxear, a realizar mis primeras clases de esgrima y en el manejo de armas de fuego y sobre todo armas blancas de corto alcance, como cuchillos o navajas de afeitar, diciéndome que podían ser herramientas muy útiles cuando uno menos lo esperaba.

Así que volviendo a la fatídica fecha, sabiendo el resultado final de lo que le pasó al inductor del hecho, procedo a relatarles cómo sucedió todo: aquella Nochebuena de 1909 salí con Mortimer a buscar a mi padre, que seguía trabajando en el Hospital Universitario de St Andrews, ejemplo cabal del gran desarrollo que habían adquirido los hospitales con la especialización de la medicina desde el siglo xix. Los hospitales modernos tendían a revalorizar no sólo ser centro de refugio y curación, sino también un núcleo de organización sanitaria preventiva, de asistencia medioambiental y centro de estudio médico y de práctica de enfermería.

El St Andrews era un hospital de vanguardia que —además de servicios médicos y quirúrgicos, de primeros auxilios y recepción— poseía estancias dedicadas a diversas especialidades como un gabinete para análisis clínicos, sección de anatomía patológica, farmacia propia, una de las mejores escuelas de enfermería del país y hasta biblioteca.

Este hospital representaba los criterios de construcción moderna, que superaba los elementos o conceptos del que estaba ubicado fuera de la ciudad, y sin tener en cuenta las más elementales condiciones higiénicas, como ya se aconsejaba para poder evitar las enfermedades sépticas que traían aparejada una altísima tasa de mortalidad hospitalaria (del orden del veinticinco por ciento). Tenía la forma de un solo bloque, con planta en forma de «T», con una capacidad máxima de unas 500 camas y dentro del casco urbano, ya que al ser un hospital para enseñanza médica, podía ofrecer una mayor experiencia en todas las especialidades.

El día era un miércoles en el que a mi padre le tocaba atender a los pacientes más necesitados y desamparados de la sociedad, como obreros, vagabundos o prostitutas. Personas de zonas como Spitalfields, Hackney, Shoredtich o Wapping. Cuando salíamos por la puerta de mi casa, la nieve caía como un gran manto blanco sobre la gente, que iba abrigada de pies a cabeza, la mayoría cargados de paquetes de regalos rumbo a sus casas para celebrar una de las festividades más deseadas por todos, o por lo menos eso pensaba yo entonces.

En aquel momento mi padre estaba atendiendo a una prostituta llamada Alices Moyers. Era de Gales y había llegado a Londres hacía un par de años, huyendo del hambre y la mala vida de su familia, en la cual por lo visto su padre abusaba de ella con la conformidad de su madre. Como no había encontrado trabajo, se tuvo que conformar con hacer el oficio más antiguo del mundo, vender su cuerpo por unas cuantas guineas.

Mi padre era muy querido por sus pacientes, hecho alabado por las enfermeras, que reconocían su trabajo altruista por ese tipo de personas. Alguna enfermeras le decían que debía tener cuidado, porque algunos de esos pacientes podían en algún momento hacerle una trastada. En ese momento, mi padre atendía a Alices en el consultorio:

—Bueno, Alices, dígame a que viene. ¿Un chequeo rutinario o le ocurre algo?

—Doctor, no me ocurre nada, sólo que me he acostado con un marinero alemán y como su aparato era tan grande, me ha hecho daño por todos lados. Quiero que me eche un vistazo. Ándese con prisas, que el tiempo es oro y no quiero que otras putas me quiten mi trabajo.

—Está bien, desnúdese de cintura para abajo y póngase en la camilla.

Así lo hizo, se tumbó y se abrió de piernas para comenzar la revisión. Mi padre se puso los guantes y comenzó a palpar las zonas, que creía que estaban lastimadas, al tiempo que le preguntaba si le dolía. La prostituta notaba cómo los dedos no sólo palpaban, sino que comenzaban a dar placer. De repente, tocan a la puerta de la consulta y mi padre se disculpa con Alices y va a abrir:

—Maldita sea, por una vez que empezaba a disfrutar —espetó Alices.

Era la enfermera Anne, que tenía experiencia en tratar con estas personas en el hospital St Andrews y quería hablar:

—Doctor William, disculpe, pero tiene que tener cuidado. No se pase con ella haciéndole la revisión, porque la he visto por la calle y su chulo es uno de los más peligrosos de la ciudad, ha matado a varias personas por unas míseras libras.

—Tranquila Anne, sólo es una revisión, nada más. No hay nada por qué preocuparse. Acto seguido, mi padre cerró la puerta y continuó con el chequeo.

—Cuanto ha tardado doctor, ya me estaba enfriando —dijo Alices.

Como buen profesional, mi padre continuó con la revisión volviendo a introducir sus dedos en la vagina de la prostituta y tocando las partes lastimadas, mientras a veces a Alices se les escapaba un grito de placer por lo que estaban llevando a cabo los finos y amaestrados dedos de mi padre.

—Como siga así doctor, tendrá que desnudarse usted también, porque si esto que hace con los dedos lo hace también con su aparato, ya me gustaría tenerle encima mía cabalgando —dijo Alices mientras se le escapaba un gemido de placer.

—No se pase señora, que esto es una revisión y yo con usted no quiero nada, ya que para mí esto es una rutina laboral. Lo único que me importa es terminar con usted, para ir a celebrar la festividad con mi hijo —dijo mi padre.

—¿Está seguro doctor que no se quiere divertir conmigo? Le haría una rebaja, porque nadie me ha hecho eso tan bien como usted, y sé hacer el mejor sexo oral de todo Londres. Además veo por su entrepierna que a su compañero no le importaría en absoluto —dijo la prostituta mientras se desplazaba y llegaba a acariciar el miembro de mi padre.

—Estése quieta por favor y compórtese si no quiere que le expulse de la sala.

—Ya verá que se arrepentirá doctor, porque a mi lengua le encanta saborear las cosas que usted tiene ahí abajo —dijo ella en un tono «encantador y sibilino». Déjeme doctor, sólo una chupadita y ya está. Le juro que no le cobraré —dijo la prostituta.

Mi padre solamente había conocido un ángel, que era mi madre. Desde su muerte no había tenido pareja alguna, aunque no dudo que en algún momento habría tenido placer y amor carnal con mujeres del estilo de Alices, pero más sofisticadas y limpias. En pocas palabras, mi padre era un hombre pero no un santo.

—Vamos doctor, no le cobraré, además no es mi tipo y sólo me interesa lo que tiene en medio de las piernas —exclamó Alices.

Ante tal insistencia, mi padre se quedó pensativo y dijo:

—Está bien, pero que sea rápido. No me gustaría verme envuelto en un escándalo —dijo mi padre, nervioso. De un modo u otro, el deseo de placer terminó por convencerle, ya que después de mucho pensarlo llegó a la conclusión de que nada iba a salir de ese despacho. Al final, allí mismo —mientras mi padre estaba sentado sobre su mesa del escritorio— Alices se arrodilló, desabrochando los botones de la cremallera y sacando a la luz el miembro viril.

—Dios mío, qué juguete tan rico —exclamó Alices.

Allí comenzó a introducirlo lentamente, mientras miraba sensualmente a mi padre. Se la sacaba de la boca y escupía sobre ella, para volver a metérsela hasta el fondo de la garganta y comenzar el vaivén, alternándolo con mordiscos suaves.

En ese momento, cuando yo llegaba al hospital en compañía de Mortimer, se escuchaban los gritos de las enfermeras por los pasillos, ya que por lo visto había entrado el chulo de la prostituta que «atendía» mi padre, borracho y colérico, conocido como Lee el Perro Loco. Era un tipejo de mala sangre, que marcaba a sus chicas cuando estas no cumplían con su cometido de darle la parte proporcional de las pocas ganancias que obtenían por sus servicios. Lo peor era que cuando alguna de ellas les hacía frente, el tipo tenía la mala costumbre de echarles ácido sulfúrico, que llevaba en un pequeño frasco de cristal, en el bolsillo izquierdo de su chaqueta de pana vieja.

Lee el Perro Loco entró en la consulta de mi padre justo cuando estaba en mitad de la «revisión» que ella estaba haciendo a su miembro y le espetó de este modo:

—¡Eh, tú! Espero que le pagues con creces ese servicio —dijo Lee mientras se tambaleaba.

—Señor —gritó asustado mi padre, mientras le pegaba un empujón a Alices. ¿Quién es usted? No puede estar aquí, esto es un consultorio médico y estoy atendiendo a una paciente.

—¡Qué paciente ni que diablos! Está todo claro…

—Por favor, haga el favor de salir ahora mismo. Además no está en condiciones de estar aquí —volvió a recriminar mi padre, mientras Alices se iba marchando de los pies de mi padre.

—Mire doctor, yo soy el chulo de esa mujer que se la estaba chupando y de aquí no me muevo hasta que me pague—, dijo furioso Lee.

—Se lo puedo explicar. Ha sido un malentendido. Alices no tenía dinero para poder pagar la consulta y ella misma se ofreció a pagarlo de esta manera— dijo mi padre mirando a la prostituta.

—¡Está mintiendo, Lee! Primero con la excusa de la revisión comenzó a tocarme y a masturbarme, y luego me obligó a arrodillarme frente a él para hacerle un trabajito oral, porque me dijo que su mujer ya no se la chupaba— dijo Alices.

—Es mentira, ya que yo soy viudo y se lo puede decir cualquiera del hospital— decía extenuado mi padre.

—La típica excusa del viudo. Pues ahora, por ser tan cabrón, me vas a pagar como si fueran tres servicios, bueno mejor cuatro, por aprovecharte de mi puta.

—Hagamos una cosa. Yo le pago a esta señora veinte libras, se marchan y asunto zanjado —dijo mi padre.

—¿Veinte libras? ¿Has dicho veinte libras? Pero si eso es lo que cobra ella por sólo enseñar un pecho a los viejos en los parques —dijo Lee, aún más rabioso.

—Mi última oferta asciende a cuarenta libras, no puedo pagar más —exclamó mi padre.

—De acuerdo. Doctor. Si es esa su última oferta, le voy a presentar mi mejor oferta —decía Lee mientras se echaba la mano al bolsillo. Las palabras de mi padre no convencían en absoluto a este tipejo, que se puso rabioso y sacó una navaja barbera con la cual intentó acuchillarlo. Aunque mi padre pudo esquivarlo, lo que no pudo evitar fue que sufriera un corte en el antebrazo izquierdo, al intentar protegerse. Ambos forcejeaban duramente, destrozando el consultorio. Cuando estaban en el suelo lograron separarse gracias a un fuerte empujón que le propinó mi padre y le mandó contra la pared.

Mientras todo esto ocurría, Alices no paraba de gritar como una posesa, momento en que mi padre aprovechó la situación para poder coger unos de los bisturís que tenía a su alcance en ese instante, incrustándoselo en la garganta de Lee el Perro Loco, que soltó un enorme chorro de sangre y quedó tendido en el suelo, inerte. En ese momento, Alices gritó con más fuerza, como si le hubieran matado al amor de su vida, y cuando el chulo cayó al suelo, el frasco de ácido que llevaba en el bolsillo izquierdo salió rodando hacia mis pies, en el preciso momento en que yo entraba.

Sólo tuve tiempo de ver cómo Alices —aprovechando que mi padre se había quedado quieto observando lo que había hecho— cogía la navaja barbera de su chulo y le provocaba un tremendo tajo a mi padre, cercenándole la garganta como a un cerdo en un matadero. Yo no sabía qué hacer ni cómo actuar, porque me paralizaba lo que había visto. ¡Estaba presenciando la muerte de mi padre a manos de una loca histérica, que no paraba de gritar después de ver lo que había hecho!

En ese momento, como un acto reflejo, cogí el bote de cristal del ácido sulfúrico que estaba ante mis pies y se lo eché a Alices en la cara. Ella, gritando de dolor, se echó hacia atrás sin darse cuenta que se dirigía hacia la ventana. Cayó al vacío. Mortimer entró después de aquello, y mientras atendía a mi padre para poder comprobar si podía hacer algo por él, yo me acercaba lentamente hacia la ventana rota. Pude observar el cadáver de aquella mujer en la acera blanca, la nieve iba cogiendo el color de su sangre.

Tras aquel fatal hecho, la investigación policial quedó esclarecida así: Lee el Perro loco entró en la consulta con afán de protagonismo y decidió ir a por mi padre con la excusa de la «revisión» y que no había pagado el servicio de su prostituta. Después del entierro de mi progenitor, sólo me quedaba la opción de irme a vivir con mis parientes más cercanos, que eran unos auténticos desconocidos para mí porque lógicamente mi abuelo no quería saber nada de mi persona. Estos eran el hermano mayor de mi madre, el pastor Joseph Anderson Collins, y su segunda esposa de nombre Charlotte. Ella sería la que cambiaría mi vida por completo.

Antes de ir en tren con ellos al lugar en donde vivían, vendieron la casa de mi padre en subasta pública a un comprador desconocido, del cual después supe que había sido mi abuelo, que la había adquirido para derribarla ladrillo a ladrillo y convertirla en un hotel, para sepultar cualquier recuerdo de nosotros.

De mi padre solamente me quedaba su maletín de trabajo, que posteriormente me sería muy útil, y un juego de bisturís que Mortimer —para evitar que cayeran en malas manos— se llevó como recuerdo de mi padre con mi consentimiento. Ahora comenzaba mi verdadera aventura, la aventura de mi formación.

El despertar de mi formación

En la estación Victoria, me despedía de Mortimer y de su madre, la señora Will. Él regresaba a Irlanda, tierra de su progenitor, supuestamente para encontrarse a sí mismo o para poner en orden sus dudas de porqué no pudo hacer más por mi padre. Su madre volvía a Liverpool para vivir con sus sobrinas, mientras Amanda se quedaba en Londres para probar fortuna con algún buen trabajo o en cazar a un marido rico.

Lo más curioso de esta situación era que nuestras vidas se volverían a cruzar más adelante. Mortimer se me acercó y me introdujo un papel con sus señas de Irlanda en el bolsillo, por si en algún momento me hiciera falta su ayuda o presencia y, sobre todo, me dijo que no olvidara todo lo que había aprendido tanto con él como con mi padre:

—Bien, señorito William, nuestros destinos por primera vez en la vida van por caminos diferentes —dijo Mortimer— y continuó: ha sido un placer trabajar para usted, y aunque yo esté en Irlanda sabrá como localizarme. Así que si necesita mis servicios, no lo pensaré dos veces y volveré.

—Le echaré de menos, Mortimer. Su presencia, su forma de trabajar, su cuento fantástico del dios del tiempo.

Mientras esbozaba una sonrisa, Mortimer se acercó y se agachó extendiendo su mano, pero decidí abrazarlo. Estuvimos un rato abrazados con fuerza. Luego le miré a la cara y observé cómo sus ojos se habían humedecido.

—¿Está llorando, Mortimer? —le dije.

—No, no. Sólo me ha entrado algo en el ojo y me está molestando —dijo con voz temblorosa.

—Bueno, William. Será mejor que se vaya montando al tren si no quiere que se le escape. Me da mucha pena que se marche y lo sabe. Los mejores años de mi vida han sido los que estuve sirviendo en su casa, y sobre todo desde su nacimiento hasta hoy, porque he encontrado a un gran amigo, a un hermano pequeño.

—Yo también le considero un gran amigo Mortimer, un hermano mayor, y aunque esté lejos le enviaré alguna carta —dije mientras se me resbalaba una lágrima por la mejilla.

—Ahora el que está llorando es usted.

—No, sólo fue… Sí, estoy llorando porque me da pena abandonar todo lo conocido.

—Espero poder verle algún día señorito William, y no se deje comer por la sociedad —dijo mientras me guiñaba un ojo.

De repente sonó la voz del jefe de estación, que avisaba que el tren de la diez ya iba a salir. Me volví a despedir de ellos y enfilé hacia el vagón, justo cuando ponía un pie en él giré de nuevo la cabeza para verlos por última vez. Con mucha pena entré en el habitáculo asignado, en donde había una pareja a la cual le dí los buenos días y coloqué mi equipaje. Ya dentro del tren que me llevaba a mi nueva casa, di mi último adiós a través de la ventana, agitando mi mano.

Cuando el tren ya había salido de la estación, cerré la ventana, me senté en el banco y pasados unos pocos minutos de viaje, me fijé con detenimiento en la dos personas que iban a cambiar mi concepto de la vida de una manera clara y brutal.

Como dije antes, mi tío era un pastor anglicano, aunque en realidad solamente había dicho que era «pastor». Tenía su lugar de trabajo en Cork, situado en el suroeste de Leeds a orillas del río Ouse. Era un centro comercial, cultural e industrial, destacando en este último apartado en la industria mecánica, alimentaria, de pieles y de cristal.

Era un tipo de doble moral, ya que delante de sus feligreses predicaba con un ejemplo intachable de persona que no rompía un plato y que luego, dentro de su casa, era un tipo al que le encantaba abusar de las jovencitas que iban a trabajar allí, bajo la amenaza de que irían al infierno si no aceptaban sus peticiones. Aunque luego el tipo —para mantener sus bocas cerradas— les obsequiaba regalos e incluso dinero. No era pobre, porque además de la paga de la iglesia tenía la habilidad de engatusar a los feligreses que tenían un buen nivel económico para que dejaran algo a la iglesia, aunque luego cuando se hacía cargo de esos por así decirlo «regalos monetarios», se ponía de acuerdo con su abogado de Londres, un tal Archibal Ledcter, con el cual compartía favores de una de las prostitutas más conocidas y solicitadas de la capital llamada Anna Henry, quien con ellos tenía un trato especial.

El tipo por lo visto tenía una buena cuenta corriente en un banco donde ponía esos ingresos que obtenía de la buena fe de sus feligreses, compartiendo las ganancias con este abogado que se encargaba de toda la gestión legal. Mientras tanto, la historia que había detrás de mi tía política Charlotte era muy diferente. Era la segunda esposa de mi tío, se había casado con él debido a que se había encaprichado de ella y aprovechó que el padre de mi tía Charlotte —desde ahora me referiré a ella simplemente por su nombre— tenía graves problemas con el juego y debía bastante dinero. Mi tío compró sus pagarés a cambio de ella, como una especie de moneda de cambio en un matrimonio de conveniencias, excepto para la protagonista de esta historia.

Era de Manchester, ciudad situada al norte de Gran Bretaña, en una zona fronteriza entre la llanura y la montaña, que experimentaba una gran expansión a consecuencia de la Revolución Industrial de los siglos xviii y xix, que la habían convertido en la metrópolis de la industria textil del algodón. Unida al estuario del río Mersey por un canal convertido en puerto marítimo, era vía de importación y exportación de manufacturas, además de ser núcleo financiero y comercial de primer orden.

En el siglo xviii la cercanía de importantes fuentes de energía, especialmente hidroeléctricas y de minas de carbón, permitieron a la metrópoli establecer las manufacturas algodoneras, base de la enorme concentración industrial ampliada a otros campos de la industria que conoció Manchester en el siglo xix. El surgimiento de una burguesía poderosa hizo que la ciudad fuera uno de los centros del liberalismo inglés.

Ella era una mujer educada por su padre en diversas materias, había estudiado algunos cursos de enfermería. De extremada inteligencia, muy observadora y sobre todo de una belleza realmente animal en la que destacaban unos ojos verde esmeralda, que hacían que uno no pudiera dejar de mirarla.

Siempre estaba escribiendo en un diario, como si esperara guardar en él todos sus pensamientos. Luego sería un elemento fundamental para el futuro desarrollo de nuestra vida en común, pero no vayamos tan rápido.

Miré a ambos dentro del vagón. Mientras ella lucía una sonrisa preciosa, en donde sus dientes eran como perlas, él también sonreía, pero forzadamente. Yo me sentía muy tímido porque no sabía que existieran estos parientes hasta la muerte de mi padre y, de la noche a la mañana, tenía que vivir con ellos:

—Hola, señor y señora Collins —dije muy educadamente.

—¡Que niño tan educado! —decía mi tío, mientras se echaba a reír.

—William, llámanos por nuestros nombres. A partir de ahora vamos a vivir juntos. Olvida lo de «señor y señora Collins». Me llamo Charlotte y él, tu tío, se llama Joseph. A partir de hoy seremos tus parientes más cercanos y no quiero que me trates como una madre, sino más bien como una tutora. Mira, mejor como una amiga —dijo Charlotte.

—Jovencito, siento lo que le ha pasado a tus padres. Sé que son momentos duros, muy duros, y nosotros te vamos a ayudar para superarlos, y que Dios los tenga en su gloria —dijo mi tío, mientras se agarraba las manos y miraba hacia el techo del vagón, como estableciendo una oración por sus almas.

Aunque estuviesen sentados juntos, no daban la sensación de pareja, sobre todo por la diferencia de edad y pensamiento, que luego Charlotte me confirmó en conversaciones que mantuvimos con posterioridad.

—¿Tienen hijos?

—Eh, no… —dijo mi tío, mientras se miraban, quedando los dos dubitativos ante mi pregunta, hasta que comenzó a hablar Charlotte:

—Llevamos una vida muy ajetreada como para tenerlos, y tu tío tiene mucho trabajo acumulado —dijo Charlotte resaltando la palabra «acumulado», y continuó: pero no te preocupes, que harás muchos amigos en el colegio, con los chicos de tu clase. Verás lo bien que te vas a llevar con ellos. Además, un chico tan guapo como tú seguro que tendrá muchas novias —decía esto mientras me acariciaba el mentón. Esa caricia me transmitió una corriente por todo el cuerpo, me puso los vellos de punta. Continúo diciendo: —además, me vendrá bien tu compañía por las tardes, cuando tu tío esté trabajando.

Después de esta conversación hubo un silencio. Mi tío cogió un libro y comenzó a leer, mientras yo me apoyé en el marco de la ventana viendo el paisaje: algunas casas rodeadas de árboles, grandes extensiones de pradera... Mientras me vencía el sueño, en un momento del viaje me fijé en la imagen de Charlotte a través de la ventana, mirándome fijamente y con la sonrisa más bella en sus labios, a la cual respondí con otra sonrisa y me quedé dormido con esa imagen en la mente.

Cuando llegamos a la casa de mis tíos pude comprobar que era amplia, de dos plantas. En la parte de arriba destacaba la buhardilla, que era en donde estaría ubicada mi habitación. Había sido remodelada por Charlotte, ya que si hubiera sido por mi tío me hubiera muerto de frío durante los inviernos y de calor durante los veranos.

Tenían una cocinera, miss Potter, de carnes prietas y oronda proporción corporal, y dos criadas —Jenny y Marta— que limpiaban la casa y tenían sus habitaciones en la planta baja, donde recibían el gusto carnal de mi tío. Debido a la falta de tacto en sus conversaciones, pude enterarme de porqué Charlotte no podía tener hijos: era estéril. Eso, unido al abandono carnal de mi tío hacia su persona, supondría en parte el futuro acercamiento físico entre ambos.

Me matricularon en el colegio público de San Ángel. Tenía las secciones esenciales que se encuentran el cualquier tipo de colegio: biblioteca, aulas de estudio, dormitorios para los niños internos, refectorios, locales de recreo como teatro o gimnasio, enfermería y oficinas de administración y dirección.

Ahora, recordándolo, no hay duda de que la vida en un colegio —en la mayor parte de los casos— es artificiosa y poco natural, como los uniformes que uno llevaba: chaqueta y pantalón gris, camisa blanca y corbata color burdeos.

Un colegio claramente no puede sustituir a la familia en su faceta educativa, y no obstante se hace necesario para cuando los padres no están en situación de educar a sus hijos o residen en localidades que carecen de instituciones escolares, ellos puedan tener una posibilidad de futuro académico.

Este colegio planteaba que su función era la de ir abriendo camino de las ideas renovadoras de futuros hombres geniales, y de los pioneros que querían sustituir los principios de autoridad, en este caso por parte de ellos mismos, ya que dentro del campo pedagógico consideraban que era fundamental tanto la responsabilidad individual como la libertad del alumno.

Nos sentíamos como aquellos colegios de renombre: Eton, Rugby, Winchester o Harrow, ya que la inspiración de este centro de educación y sabiduría era que teníamos que sentirnos como los jóvenes, que llevaríamos las riendas de las clases dirigentes a través del autocontrol, capacidad de mando y obediencia, a partes iguales. Éramos los hijos de la nueva aristocracia industrial de Gran Bretaña.

Mis comienzos no fueron nada fáciles, porque los nuevos alumnos teníamos que pagar la novatada peleando con la mala bestia del colegio, apodado Pitt el Gordo. Era un crío de mi misma edad, con el doble de cuerpo, pelo pelirrojo y una cara llena de pecas. Le encantaba demostrar que él era el rey. En cambio pronto hice buenas migas con Jack, un tipo flaco como un fideo y con una inteligencia atroz para hacer negocios, además fue mi compañero de pupitre:

—Hola. Mi nombre es William.

—Yo me llamo Jack. Oye, tu cara no me suena. ¿Eres nuevo en el colegio?

—Sí. He venido a vivir con mis tíos, los Collins.

—¿Joseph Collins, el pastor?

—Sí. Mis padres fallecieron y ellos son mis parientes más cercanos. Me apuntaron en este colegio.

—William, siento mucho lo de tus padres. Sabes que aquí tienes a un amigo para lo que sea. Te enseñaré la vida que hay por aquí, en los barrios, las calles, las zonas de juego y en las zonas prohibidas, que aquí las hay y muy interesantes, je je. Te enseñaré todo lo que sepa, para que estés prevenido. Por cierto William, ¿te has fijado en la mujer de tu tío?, es una preciosidad.

—Sí, me he fijado. ¡Y tanto! Pero bueno, espero coger confianza con ella, porque en la situación en la que estoy, necesito conocer gente y espero que tú seas un gran amigo —le dije, mientras entraba el profesor de latín con sus libros gordos y sus lentes, que le hacían los ojos como platos soltando los libros sobre la mesa.

Cuando terminó las clases, William vió cómo un grupo de chicos rodeaban a Pitt el Gordo, que estaba peleando con un niño que estaba recibiendo lo suyo tirado en el suelo, intentando protegerse como buenamente podía de los golpes. Todos los chicos gritaban el nombre de Pitt el Gordo y éste se regodeaba con el pobre niño, que estaba en el suelo.

—Jack, ¿todos los días hay peleas?

—Sí, todos los días, ya que es la bienvenida que les da Pitt el Gordo a los novatos.

—Es un abusador aprovechándose de los pobres chicos —decía yo, mientras en ese mismo momento Pitt el Gordo, miraba hacia mí extrañado, tras oír mis palabras.

—¡Pero qué tenemos aquí…! Un señor novato y aún no te he dado la bienvenida. Pues mira, ya tienes una invitación. Prepárate, porque te voy a dar la paliza de tu vida —me dijo Pitt, mientras se marchaba vitoreado por todos los chicos del colegio.

Jack me miró de arriba abajo y me dijo:

—William, ¿qué tal se te dan las peleas?

—No he tenido muchas, pero posiblemente pueda con Pitt el Gordo. Si hay apuestas, puedes apostar por mí, porque creo que tengo posibilidades —dije, envalentonándome.

Tras escuchar estas palabras, en el rostro de Jack se traslució una gran satisfacción y comenzó a divulgar por toda la escuela que dentro de tres días yo iba a pelear con Pitt el Gordo y que fueran haciendo apuestas.



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