El camino invisible - Lucía Di Peppe - E-Book

El camino invisible E-Book

Lucía Di Peppe

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Beschreibung

Después del absurdo accidente que lo dejó sin su amado trabajo como pianista, Tom se encuentra en un estado de desorientación e incertidumbre. Durante mucho tiempo, la música fue su razón de ser, su pasión, pero ahora enfrenta un futuro totalmente carente de propósitos. En medio de sus desvaríos, una voz aparece en su mente, es Agnes, una chica burlona y astuta que asegura saberlo todo. Esta intrusa se convierte en su guía, a veces un poco molesta, pero a través de sus conversaciones, él comienza a entender que las apariencias pueden ser engañosas y que cada persona lleva consigo sus propios misterios y luchas. De a poco, Tom se sumerge en un nuevo mundo que lo lleva a cuestionarse sus propias creencias. Y mientras sigue adelante, Agnes continúa siendo su compañera constante, enseñándole que, aunque su vida haya tomado un rumbo inesperado, aún puede encontrar satisfacción en lo que hace, como así también dejarse sorprender por las relaciones que va forjando mientras transita ese nuevo camino.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Ähnliche


Di Peppe, Lucía

El camino invisible / Lucía Di Peppe. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2024.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-85-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2024, Lucía Di Peppe

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2024, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-85-4

1º edición: junio de 2024

1º edición digital: mayo de 2024

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Después del absurdo accidente que lo dejó sin su amado trabajo como pianista, Tom se encuentra en un estado de desorientación e incertidumbre. Durante mucho tiempo, la música fue su razón de ser, su pasión, pero ahora enfrenta un futuro totalmente carente de propósitos.

En medio de sus desvaríos, una voz aparece en su mente, es Agnes, una chica burlona y astuta que asegura saberlo todo. Esta intrusa se convierte en su guía, a veces un poco molesta, pero a través de sus conversaciones, él comienza a entender que las apariencias pueden ser engañosas y que cada persona lleva consigo sus propios misterios y luchas.

De a poco, Tom se sumerge en un nuevo mundo que lo lleva a cuestionarse sus propias creencias. Y mientras sigue adelante, Agnes continúa siendo su compañera constante, enseñándole que, aunque su vida haya tomado un rumbo inesperado, aún puede encontrar satisfacción en lo que hace, como así también dejarse sorprender por las relaciones que va forjando mientras transita ese nuevo camino.

Sobre Lucía Di Peppe

Lucía Di Peppe nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1998. Aficionada al arte y la literatura, estudió arquitectura en la Universidad de Buenos Aires. Hoy se dedica al diseño y la enseñanza. Como lectora, le interesan la psicología y la filosofía, para poder aplicarlas a sus tramas narrativas. Como escritora independiente, es autora de El Eco (2024), thriller de misterio en el que presenta el motivo de la subjetividad, que en El camino invisible, su segunda novela, se torna protagonista.

 

 

IG: @luciadipeppe

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Lucía Di PeppePrimera ParteIIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIISegunda ParteXIVXVXVIXVIIXVIIIXIXXXXXIXXIIXXIIIXXIV

Primera Parte

I

Son las cuatro de la tarde y el tren aún no ha aparecido, bendito sea nuestro sistema de transporte. Pronto será la hora pico y comenzarán a aparecer cientos de niños con sus padres de la mano. Hombres y mujeres en su desfile rutinario marcado por las charlas impúdicas y las manchas de sudor de sus camisas. El hedor de la gente, el bullir de su sangre que hasta el aire calienta y el estrépito de su aliento que empaña los vidrios al tiempo que se toma de la piel de los otros. Y por más que me lo imagine, quiero desaparecer de este lugar antes de sentirlo en carne propia. Mi reloj no es mi aliado, porque avanza sin que le afecten mis argumentos.

Las luces sobre el andén titilan un par de veces al encenderse. El otoño y sus menguantes horas no hacen que el retorno a casa sea más llevadero. La lluvia de los últimos días ha sido un desquicio, no podrían haberme tocado mejor momento para ir hasta el hospital. Me faltaría que vuelva a chispear como esta mañana.

Tendré que limpiarme los zapatos, dejarlos en la entrada y olvidarme de ellos hasta que sequen. Qué sé yo, puede que pase un tiempo hasta que vuelva a salir de casa. Puede que el resto de mi vida.

Una de las hojas del parque se me ha quedado pegada a la suela. Parte del encanto de temporada, a que hay aunque sea una postal en el kiosco de revistas de enfrente que le tiene afecto a la mugre en el calzado. Hay a quienes les gustan sus colores, para mí pastosos, su aroma que sólo me sabe a humedad, y lo poético que tenga estar muerto de frío por la mañana y que cerca del mediodía ya no soportes el abrigo que llevas. Será que no me gusta el otoño, será que lo odio.

Ya basta, no me soporto. Quizás esté pensando demasiado. Es lo malo del transporte público. Deja tiempo para que me amanezca el cinismo en su retorcida habitación cerebral y empiece a alborotarme la cabeza con cada uno de sus pasos hoscos.

Intento no oírlo, alejar la atención de él y dirigirla de nuevo al andén. Juro que lo intento, pero es tan difícil cuando lo que me rodea no hace más que alimentarlo.

A pasos de mí una mujer no para de hablar por teléfono. Lo tiene colgado junto al rostro desde que se apareció en la estación. La he visto moverse con cortos pasos y volver para repetir el círculo por más de veinte minutos ¿Qué no se cansa? Mis pies arderían después de tamaño traqueteo contra las baldosas de seguridad. Incluso su voz me empieza a ser irritante. Me tamborilea en los tímpanos, puesto que habla con tanto énfasis que no es fácil convertirlo en ruido blanco. Ojalá cerrase la boca de una buena vez, como si de algo me valiera saber que su hijo ha estrellado el auto que no había terminado de pagar o que han aumentado la cuota del geriátrico de su madre.

Chasqueo la lengua y aprieto la mandíbula. Mi madre está muerta, así que poco sabré yo de los problemas que tiene. Y mi padre tampoco es que esté muy presente, pocas veces me llama y no nos vemos ni para mi cumpleaños desde que me mudé. Siquiera estoy seguro de qué relación conservemos. Hay muy pocas cosas que nos unan, él diría que la música es la única y yo le respondería que justo eso fue lo que nos separó. En unos años más cuando él sea muy anciano seguro seré el último de la familia en enterarse que lo han internado, o incluso si ha muerto. Y estará bien, no lo querría de otra forma.

Pensar en la muerte me hace parecer que he pasado una buena mitad de mi vida parado en este maldito andén ¿Ahora qué habrá pasado? Mi pie derecho ya se ha impacientado y ha empezado a golpetear el suelo.

Paciencia, quizás sea que las piernas me duelen y un minuto es igual que un siglo. Comienzo a sentir que las rodillas me crujen. Ya ni recuerdo como era antes del accidente.

Una de las primeras cosas que me dijeron fue que la recuperación sería larga y que tendría suerte de seguir caminando con normalidad. Todo el mundo lo veía posible, con un poco de trabajo, con bastante trabajo para mi gusto. Claro, es fácil ver a alguien tendido en una cama y ponerse a imaginar lo que puede y no puede hacer. Hay un mundo de posibilidades, cuando no eres el que está sujeto a la cama por una sonda que mejor no saber ni de dónde sale.

En dicha condición pensé que se me caerían las piernas antes de llegar a la sala de rehabilitación tan pintoresca que ellos mencionaban. La primera vez que me llevaron hasta allí me pareció que el suelo estaba inclinado, luego que las paredes lo estaban. Pero por más que insistiese esos ambos jocosos no hacían más que decirme que siguiera adelante. Con los días ese lugar mutaba, y no sólo ese. Yo mismo me sentía alejado, sobre los pies de otro. Durante esas semanas me invadió la sensación de estar observándome desde alguna habitación oscura, en un sitio apartado. Aprendí a moverme de nuevo como si manejara un robot a control remoto, cada paso era un salto lunar y una lucha contra la gravedad al mismo tiempo.

Estiro mis dedos, los miro a contraluz. Las manos, por fortuna se salvaron mis manos. Incluso en la locura de ese accidente debí ser capaz de alejarlas del peligro lo más posible. Un reflejo que había adquirido desde pequeño y me había obligado a detener todo golpe con el cuerpo.

En el hospital me hicieron unos cuantos exámenes, y puedo decir que mis huesos no parecían pertenecerme, expuestos sobre las pantallas de esos consultorios blancos con olor a desinfectante. Los doctores habían tomado cierta fascinación por mi caso.

Todavía recuerdo el sonido que salió del asqueroso teclado que pusieron frente a mí. Yo acaricié las teclas de plástico con torpeza y sentí que las yemas de mis dedos se pegaban a las rugosidades del instrumento. Respiré profundo, y poco después una nota deforme arañó el aire y se precipitó con furia hasta encajarse en mis pobres oídos. Me cuesta tragar de pensar en los sollozos que emitió, aporreado por un ser humano que era yo y al mismo tiempo no podía serlo, porque tal parecía que nunca había visto un piano en su vida.

Por fortuna ese delirio fue pasajero, y como volví a caminar también volvió a mí el conocimiento que he perdido. Pero por más que los médicos insistan, no sé si creer que me he recuperado ¿Cómo confiar en aquellos que había visto reírse al ver mi ficha de ingreso?

A ver si seré payaso.

Un payaso —me resuena, como si la señora del andén se hubiese percatado de mis pensamientos y hubiese dejado el teléfono. Sí, un maldito tonto, eso seré.

Admito, sí, que mi vida no es la única soberanamente jodida, ella también perdió su empleo. Pobre, aunque de seguro encuentre otro más rápido que yo. Los músicos nunca la hemos tenido fácil.

Tal vez imaginar que iba a seguir en el conservatorio luego de tremendo golpe era pedir demasiado. Ahora sólo quiero volver a casa y descansar. Desde que todo pasó no me sobran energías para hacer nada, el clima hace que las cosas se vuelvan de color gris. Este cielo es un asco.

Son las cuatro y veinte, empiezan a llegar más pasajeros, otros ilusos que esperan que el tren pase a tiempo. Me llevo una mano a la sien, una vena palpita cerca de mi ojo. Miro al otro lado de la estación, y allí encuentro al hombre del kiosco de revistas, al barrendero, y varios pasajeros moviéndose como una ameba gigante.

Suspiro, tengo los lentes limpios y bien puestos, pero sólo noto una maza indistinguible. Intento separar las formas y no hay caso. Todos sus rostros se mezclan, se desdibujan y se pierden. Veo como mueven los labios, pero no puedo unir ninguna de sus conversaciones al bullicio que llega hasta mí. Incluido el de esta mujer a la que le ha picado por esperar junto a mí. Pasea, refriega sus pies sobre las protuberancias que le nacen a estas malditas losetas, y sus pisadas acompasadas con su tonada irregular me vuelven loco. Y, para colmo de males, ahora se le han sumado un grupo de colegiales en la otra punta del andén.

Levanto la vista una vez más, lejos, tengo que irme lejos. A los árboles que se agitan en el parque, que esperan la tormenta pronosticada para las cinco y cuarto. No llevo paraguas. A decir verdad, ni siquiera llevo calcetines, me los olvidé otra vez. La memoria falla tanto últimamente que debería sentirme orgulloso de que no se me pasó la cita de hoy.

Estiro el cuello, escucho un leve tronido y me llevo la mano al sitio que se ha quejado. Volver a sentir la briza golpear en el cuerpo después de tanto tiempo encerrado es, no sé si decir, liberador.

Aprieto los dientes, sobrecogido por el vértigo que ha brotado de la nada. Todo es borroso, una ventana al mundo cuyas cortinas se mueven, que vislumbran algo tras ellas, pero no terminan de revelarlo.

Murmuro una maldición y me retuerzo en mí mismo, presión tras mis ojos, humo agolpándose en mi frente y en mis pómulos, como si quisiera salir por mis fosas nasales. La sensación de que floto y que voy a ahogarme al mismo tiempo. No es nuevo, va y viene, como la marea. Tenía un médico que me decía que la actividad ayudaría, que debía hacer deporte para combatir mi pereza innata. Innato es hacer el menor esfuerzo posible, no subirse a una maldita cinta cinco veces a la semana ni ir corriendo tras una pelota. Luego ¿qué? si uno de estos días me tropiezo o me rompo un hueso la culpa va a ser mía y me van a recomendar que descanse. Siempre hay otra recomendación.

No me acuerdo cuándo habré entrado al hospital, sólo que estuve allí por más de dos semanas. Desde principios de otoño quizás, ya va siendo más de un mes desde entonces. Hoy es 15, o 16, lo había visto antes de salir en el televisor de la sala de espera. Mi teléfono se quedó sin batería hace rato.

El viento sopla las hojas húmedas ¿Qué hora es? No estoy seguro, sigo en la estación. Estoy sobre estas baldosas de reborde amarillo al filo del andén, lo siento con la punta de los pies...

¿Qué estaba pensando?

Maldita bocina que sale de la nada. Si la intención que tienen es hacer que uno pierda el equilibrio y termine cayendo a las vías, bien que dan en la tecla.

Al menos puedo ver como avanza la formación.

O mejor dicho como no avanza. Es inaudito que luego de treinta y tantos minutos de espera tenga que ver como la nariz del tren se queda estacionada ni bien ha rozado el comienzo del andén ¿Qué demonios está pasando?

El murmullo y las voces delatan un espectáculo cuando menos interesante. Algo ha logrado involucrar a una comitiva de esclavizados viajeros. Quizás un idiota arrojó basura a las vías, lo que faltaba.

Me miro la muñeca en un gesto que le dibuja un reloj imaginario a todo aquel que cree estar perdiendo el tiempo. Los bellos de mi brazo se enroscan con irritación y me gritan que salga de allí antes de que anochezca, antes de que estalle la tormenta del siglo sobre mis hombros. Volteo al cielo y los nubarrones negros sobre mí no hacen más que rugir, leves bajo el zumbido que proviene de allí donde el tren pone pausa a la jornada. Pues sí, está completamente detenido y se ha bajado el conductor. Mala señal.

Miro a mi alrededor, exasperado, y noto que me he quedado completamente solo. Todos han salido corriendo hacia allá. Incluso esa mujer ruidosa. Ni siquiera me percaté de que había terminado de hablar y ahora no puedo ni verla. Estará con los demás, en esa orgía de vigilantes sin licencia, de doctores sin credencial, de policías sin placas y una tonelada de periodistas callejeros, con sus teléfonos en alzas.

Creo que tomaré un taxi.

¿Tengo dinero?

Registro mis bolsillos, sin entender por qué me tiemblan las manos, hasta que me hago de mi cartera. Para un viaje de quince minutos es suficiente. Le diré al conductor que me baje en la avenida y de ahí caminaré las cuadras que me faltan. Haré feliz a ese médico... ejercicio, ejercicio. Mira como camino bajo la lluvia y me tienes de regreso por un resfriado y una patinada sobre la acera.

Los escalones de la estación ya son traicioneros estando secos. Al bajar tomado de la pared me detengo un segundo para ver que nadie se tropiece conmigo antes de salir por la arcada metálica con el cartel de luces amarillentas. Y por suerte se me ha ocurrido hacerlo, porque apenas se me atraviesa un policía con tanta prisa que poco más y me lleva con él. La calle está bastante concurrida, oigo unas cuantas sirenas acercándose.

¿Se habrá caído alguien a las vías?

No, no, ni pensarlo.

De eso me hubiese dado cuenta. Lo más probable es que haya habido un robo, o alguna otra banalidad. Esto no fue más que un capricho de un día lluvioso, el último latigazo que me hiciera llegar a casa y tener que derrumbarme en el sofá.

Miro al frente en busca de un sitio en donde detener un taxi. Tengo que cruzarme de acera para empezar, de este lado se extiende un murallón de autos estacionados y contenedores de basura. Enfrente veo una cafetería, llena, y un vendedor de paraguas ambulante en la esquina.

La farmacia, tengo la tarjeta, pero ahora mismo no quiero hacer más compras. Con los analgésicos que me dieron en la guardia me tiene que alcanzar, después voy y busco los últimos que me recetó el doctor. El imbécil ese, cómo se reía.

Ahí está el cartel del taxi, quince minutos, eso debería tardar en llegar.

Esa es, la casa antigua de paredes blancas, con ese bello limonero frente a la ventana por las que apenas si se ven las escaleras. Difícil imaginar que hace cien años tuviera un par de ornamentos más, vitrales en las ventanas del piso superior y no sólo en esos dos nichos del palier. La construyeron para durar, la renovaron para vender dos departamentos menos costosos.

Pues en uno se había ido gran parte del dinero de mi madre. Quizás nunca me lo hubiese podido permitir sin ella. Al ver la arcada de la entrada, las baldosas en damero gris y la esbelta estatua que saluda desde el palier entre los vitrales; no puedo imaginar más que un palacio que no me pertenece. Y no veo la hora de recostarme en mi cama y olvidarme de todo.

Me acerco a la reja negra y me afirmo al metal frío. Las llaves de la puerta estaban en mi bolsillo derecho. No, en el izquierdo, siempre me confundo. El buzón empotrado tiene un par de sobres dentro, facturas y cupones seguramente. Leo el anuncio de un restaurante nuevo mientras me abro paso y escucho el rechinido de la reja. No me gusta la comida rápida, así que paso al sobre con rapidez. Por más interesante que parezca luego de leer un dos por uno en pizzas familiares, la carta no es para mí. El nombre del vecino está en el destinatario, junto con la dirección del departamento de la izquierda.

Hace cinco años que me mudé, él apareció después de que yo hubiese traído el piano de la casa de mi abuelo.

Elián está en casa, su camioneta de nuevo estacionada frente a la puerta del garaje. Lo he visto bajar muebles viejos de la caja en varias ocasiones. Seguramente los repare y los venda.

—¡Tom! ¡Hey, Hola! —escucho desde la ventana que da a su salón. Allí está mi vecino, que alarga un saludo con su mano manchada y el cabello castaño pegoteado por el sudor.

Devuelvo el gesto cordial y aprovecho a tomar el sobre que faltaba del buzón.

—Tienes correo. Te lo paso por debajo de la puerta.

—¡Eso! ¡Genial! Ah, espera ¿Qué hay? ¿Apenas llegas del hospital, cierto?

—De ahí vengo. Eh, disculpa, pero ¿cómo? —digo, detenido sobre el primero de los escalones de mármol.

—Me lo dijo esa amiga tuya, la que se pasa por aquí de vez en cuando. Apareció hace poco con este paquete... con una caja así decorada como si fuese un pastel.

—Sabía que hoy no estaría en casa ¿Hace cuánto de eso?

—Una hora, una hora y poco más.

—Se me hizo tarde, pero debería haber llamado antes de venir, nunca lo hace...

—Intenté dejarla pasar y que te esperara dentro, pero cuando le dije que no estabas se fue enseguida. Se veía algo molesta, no te voy a mentir.

—Lo que me faltaba.

—¿Es tu novia?

—Mi tía.

—Bastante joven para una tía. Bien ¿Y está viendo a alguien, sabes?

—A un terapeuta. Disculpa, hoy ha sido un desastre ¿De casualidad no ha pasado nadie más por aquí mientras no estaba?

—Callado y silencioso, salvo por la poda. Finalmente terminaron de cortarle las ramas a todos los árboles de la calle, ya iba siendo hora.

—Me estaban haciendo un agujero en el tímpano —le digo en despedida y él asiente antes de perderse nuevamente en su salón.

El barandal se siente frío por la humedad de la llovizna. Con los pies ya en el rellano entre ambas puertas la escultura me llama la atención. A la figura parecen haberle arrancado una de sus extremidades.

Hace dos semanas el vecino movía una mesa, apiló las maderas en la entrada, se distrajo, golpeó a la estatua y esta terminó en el suelo. Doce minutos después la mujer de la vasija tenía un brazo menos. El anciano de enfrente, pensando que el estruendo había sido un estallido, se encerró en su casa lo que quedaba del día.

El crujir de la puerta de entrada sigue empeorando, debería ponerle algo de aceite si no quiero que me trinen los dientes cada vez que la abro. Hace bastante frío, voy a tener que subirme el abrigo y, de paso, la bufanda que me dejé en el colgador ¿Será mía siquiera? No recuerdo haberla comprado.

Extiendo la mano hacia la tela y la rozo con la punta de los dedos, suave, delicada, de color oscuro. Definitivamente es llamativo que esté aquí, nunca creería que la hubiese llevado para salir.

De repente soy consciente del frío en mi cuello y me giro hacia la ventana. Al otro lado se ven los agapantos y las verbenas en maceta del pequeño jardín delantero. Por sobre ellas, se extiende la sombra del limonero.

Me deshago del calzado sucio y subo lentamente, con el golpeteo hueco de mis pies descalzos como acompañante. Al llegar al rellano, enjuago la fatiga del rabillo de mis ojos, con las facturas en la mano. Las puedo dejar en la mesa, abandonarlas allí hasta mañana. Entre el clima y ese maldito tren, y hablando de eso, empezó a llover, bien que llegué con el tiempo justo.

Las primeras gotas salpican los cristales mientras me muevo hacia el comedor. En él no hay más que una mesa redonda de cuatro sillas, madera torneada con cierto regusto añejo, como las partituras que se descomponen en los anaqueles de la biblioteca empotrada a ambos lados de la chimenea del salón.

En este sitio he pasado los últimos años de mi vida, sus sonidos, sus aromas, su ambiente debería de serme familiar. Y sin embargo aún tengo que repasarlo con la mirada de vez en cuando, volver a digerirlo. Un Chesterfield marrón oscuro se acomoda entre la chimenea y el piano de pared. Frente a él, una antigua chaise longue azul sobre la que reposa una larga manta de estampado arabesco y un par de cojines a juego, pero no me acuerdo a juego de qué ni de dónde pudiera haber venido. La mesa de cristal a mitad del salón sí que fue una de mis compras. Por las mañanas me siento en ese sillón junto al fuego y veo por la ventana hacia la calle tranquila. Puedo abrir las persianas incluso cuando el clima es malo porque la arcada llega a cubrirla de la lluvia. Me gustaría que tuviera más insinuación que un balcón francés, pero supongo que sirve. También desearía tener aire acondicionado, pero hasta ahora he podido sobrevivir bastante bien con los ventiladores que penden del techo y mi pequeña terraza que da al patio trasero. Aunque preferiría no ver el desorden de Elián en el pastizal que ha dejado allí abajo. Parece una jungla, incluso puede que haya ratas rondando por allí. No quiero ni pensarlo.

Supongo que no puedo juzgarlo, mi piso tampoco está de exposición. Con sólo ver en dirección a la cocina ya me acuerdo que dejé platos por lavar, y se asoman por sobre el fregadero.

Suspiro, con la vista clavada nuevamente en el piano, en la partitura abierta sobre él y las otras tantas que se repartían sobre la mesa, sobre el banquillo, y hasta en el suelo. Aún tengo que ponerme al día con eso, el teclado de mala muerte del hospital fue sólo una excusa. Necesito poner dos notas juntas o me sacaré de quicio. Pero cada vez que intento concentrarme se me ablanda la cabeza y me gana el vértigo.

Tendrá que ver con el golpe que me di, que me dieron.

¿Qué había ocurrido?

De repente tengo las manos calientes y al ver hacia abajo el agua del fregadero hasta los codos. Ahí están, los platos limpios al menos. Veré si hay algo en la nevera, algo que no esté vencido por amor al cielo. Últimamente me olvido de pasar por el supermercado.

Qué manera más dramática que tiene este artefacto de iluminar la fiambrera en el estante superior. Lo único que encuentro son sobras, sobras y el cajón de la verdura que está en las últimas. Tendré que pedir comida, otra vez. Sí que hace frío.

Concéntrate Tom, ve al salón y enciende la chimenea de una vez, maldito estúpido.

Me duele la cabeza. Sí, la chimenea, basta de dar vueltas. Pero por más que lo intente al pasar junto al piano me dan ganas de tocar y vuelvo a detenerme antes de cumplir con mi objetivo. Miro al instrumento y temo que mis dedos se muevan como una argamasa de carne.

Qué más da, de otra forma me quedaría la opción de mirar al techo y esperar a que pase el tiempo, televisor no tengo. La verdad, no me agradan las pantallas, más que la del celular, con esa me alcanza para todo. Y pensando en eso, debería cargarlo, creo que tengo el conector en la mesita junto a la cama. Qué pereza ir a buscarlo y luego, supongo que me fijaré en los mensajes. No, no para eso primero leo que me llegó en las facturas. Otra vez dando vueltas en círculos, ni siquiera me quité el abrigo.

Resoplo y me deshago de él en un desliz, sólo para ver una mancha pegada justo por debajo del cuello. Está seca, quizás algún aderezo ¿Cómo demonios llegó esto aquí?

¿Fue por el accidente? Mi cabeza da vueltas. El...

 

El primer mes de otoño, el día 2 a las 17:30, un hombre de mediana estatura, delgada contextura e irremediablemente extraído de la realidad, denominado por sus padres como Tomás Julio Ivres, iba caminando de regreso a su domicilio en el departamento B del número 2944 de la calle Lisa. Quizás el susodicho fuese un animal de hábitos arraigados, pero dado el mal estado de su calzado de invierno, decidió retirarse del conservatorio a un horario en el que la tienda de zapatos que quedaba dos cuadras por fuera de su trayecto habitual siguiese abierta.

Mucha fue su desilusión al ver que no quedaban de su talla. Contrariado y afectado, salió de la tienda y encaró hacia su residencia mientras escuchaba una grabación defectuosa en sus auriculares que hacía audible el movimiento del pianista sobre los pedales. Aquel repiqueteo lo alteraba tanto que apenas oía a Satie. En eso, su mirada captó de soslayo como en la siguiente cuadra subían el instrumento que sonaba en sus oídos amarrado a un par de cuerdas.

Los transportistas Icaro y Gastón Muurse estaban apostados sobre la azotea. La cuerda tomada con fuerza. Entre ambos lograban elevar el instrumento de a poco mientras se escapaban maldiciones por las comisuras de sus labios.

Valentina Egamora era la dueña del local, obsesa en extremo desde que de pequeña se propuso aprender a tocar al menos una canción en todos y cada uno de los instrumentos de este mundo, observaba desde la acera mientras hablaba con el tercero en discordia. Mateo Nantes era capataz de aquellos dos, pero su mente no estaba en el trabajo en aquel momento, sino en lo que pediría una vez terminase la jornada y estuviese en el bar. Era noche de barra libre, como todos los viernes, y podía jurar que una de las camareras lo miraba desde hacía dos semanas. Aunque lo cierto era que la pobre sólo padecía de sequedad en las córneas.

La bella tarde de clima fresco había atraído a una pareja de ancianos, Edna y Gabriel. Ella era una maestra jubilada y él un antiguo corredor de bolsa. Los cuatro observaban el gran objeto subir y subir, hasta que oyeron a Pamela Shorts, una intercambio de medicina recién llegada, que se preguntaba por qué elevaban tamaño bloque de esa forma.

—Es que se nos ha arruinado el montacargas.

—¿Pero hasta la terraza?

—El depósito está allí atrás. Además de que al lado querían usarlo para un evento —respondió Valentina, cruzada de brazos.

Tanto los ancianos como Pamela observaron la vidriera del establecimiento aledaño y enmudecieron. Valentina resopló, llevándose las manos a la cintura.

—Sí, es una funeraria ¿Algún inconveniente?

—¿Ahora entierran a la gente en las azoteas? —replicó Gabriel, entre consternado e interesado.

Quizás el viejo no estaba totalmente en lo cierto, pero si había un cadáver allí arriba, Anahí F. Barbans, 1943-2022, con una derrota de 2 a 1 contra un cáncer que le había comenzado poco después de que su hijo menor Román, terminase la escuela. El hombre, ahora con tres hijos, lloraba junto a su esposa Helena mientras los pequeños atacaban los aperitivos.

—Y es que a ella le gustaban tanto las fiestas en las azoteas —chilló, estrujando el pañuelo que ella le tendía.

—Sí, cielo, le encantaban. Mi favorita fue aquella vez que Camilo se trepó a una antena y no tuvimos señal por una semana. Ah, el perro que te quieres quedar... ¿Dónde está ahora?

El gran danés se paseaba junto a Max, Leo y Don. Los diablillos corrían de un lado a otro mientras sus tíos discutían. Estos se apartaban para no quedar en el camino del gran animal, que por más Camilo que tuviera grabado en el collar lo habían apodado Sansón a espaldas de la anciana.

—Esos niños no aprenderán más si no les pones límites, hermanito —replicó Tamara, volteada hacia Román—. Y no deberían haber traído al perro, semejante bestia, a un sitio como este.

—Pero la abuela lo quería mucho a Camilo —dijo Esteban, el primo que permanecía sentado en su silla con las manos cruzadas sobre la mesa.

—¿Pero dónde se ha visto tamaña salvajada? Están a punto de destruirlo todo ¡Román! —exclamó, al tiempo que los veía tirarle un emparedado al perro.

—Ahora no, Tamara, estoy al borde de un ataque que no sabes, ya no tengo nervios para todo esto —prorrumpió él, hundiendo el rostro en el pañuelo.

—Respira, respira —le susurró Helena, tal vez hubiese sido mejor haber hecho caso a su madre y haber tomado el trabajo de esa compañía norteamericana en lugar de quedarse con su novio de la secundaria.

Desde media cuadra aquello de subir un piano tres pisos se veía bastante peligroso. Tom se detuvo y decidió bajarse a la calzada por un momento para evitar todo ese cuchicheo.

—¿Y aguanta la cuerda? —dijo Pamela y todos los testigos allí sintieron un escalofrío con el grito venido de la azotea.

Icaro tenía las manos peladas, un problema que derivaba de no saber cómo funcionaba la polea y su desprecio por los guantes. Gastón ya estaba harto de sus quejas y se le partía la espalda. No estaba en condiciones de afrontar un trabajo como aquel desde que se había lesionado en un partido de fútbol hacía dos meses, pero tampoco podía rechazar el encargo.

Tom había vuelto a subir a la vereda luego de sortear el tumulto, aun sin oír el chillido y las maldiciones de los operarios, como sí lo habían hecho los tres pequeños de la familia Barbans.

Don, acostumbrado a los gritos de sus mayores, paró en seco. Y sin su supervisión su hermano menor le hizo una zancadilla a Leo, quien corría con la monstruosidad que acababa de fabricar en la mesa de embutidos. El emparedado salió disparado por sobre su abuela y hacia la calle.

Poco pasó hasta que una gran sombra surcó los aires tras él. Camilo, como un can volador, desapareció al momento siguiente, no sin llevarse algo importante consigo.

Tom frenó ante el dichoso emparedado caído del cielo, sin sospechar. Cuando oyó que alguien gritaba por sobre la música en sus auriculares.

—¡La abuela!

Él sólo llegó a ver la nariz del perro. El resto de su cuerpo lo cubría el féretro que se aproximaba tan rápido como la gravedad lo permitía. De un brinco, alcanzó a eludirlo hacia atrás, pero lamentablemente semejante espectáculo había captado la atención de los conductores.

Visto en el reflejo de la vidriera, su rostro se le antojó distante un momento antes de que los faros de la camioneta, encendidos como los ojos de una bestia, aparecieran en el cuadro.

Tom nunca llegó a escuchar al tumulto aspirar con asombro ni al conductor bajarse de un portazo. Ni siquiera vio como Camilo saltó y se salvó de la caída llegando hasta el piano.

 

El instrumento ni se inmutó, como Mateo había asegurado, la cuerda no se iba a cortar.

II

Respiro profundo, mi mano está sobre mi pecho. Mi corazón late acelerado, mi rostro se siente frío bajo una capa de sudor. Pero es que no lo entiendo, esto ya no tiene sentido, es más que un pensamiento en segundo plano, es más que una idea que no termina de formarse y que apenas si se registra antes de desaparecer ¿Quién? ¿Quién está ahí? Porque estoy seguro que no es mi voz, como también estoy seguro de que no pueden ser mis pensamientos los que oigo. Yo no tengo forma de saber lo que ocurrió allí sobre la azotea, de los eventos que dieron como resultado mi hospitalización, ni me creo con la capacidad de imaginármelo así como así.

—Es que no se te ha ocurrido, Tom, yo lo sé. Lo sé todo.

Esa voz, es como la mujer de la estación, la misma voz incesante de antes. Qué mareo, debo estar soñando, eso es, un sueño. Por eso no siento las manos, además, tengo los labios entumecidos. En cualquier momento el suelo se desvanecerá o apareceré en mitad de un parque con la bata puesta, el cielo se tornará violeta y la gente caminará hacia atrás. Quizás debería ir a lavarme la cara, a verme la cara.

Seguramente el día haya sido más agotador de lo que hubiera anticipado. Tengo la mente perdida. Puede que lo que acababa de oír fuera una mezcla de recuerdos, historias que habré escuchado por ahí y un sinnúmero más de condimentos del inconsciente. La ensalada mental me sabe picante. A veces las cosas se mezclan. He visto a un terapeuta antes de regresar, que me ha recomendado hacerme un seguimiento. Pero no le tomé la palabra, mi familia pensaría que me he vuelto loco. Todo esto se irá, pronto se irá.

Me pesan las piernas, tendré que encender las luces del pasillo porque con la tormenta se ha hecho de noche. Si no fuera por la luz de la chimenea no vería absolutamente nada.

Tengo el pecho tomado, me falta el aire.

La puerta del baño está entreabierta, los azulejos gris perlado reflejan parte del brillo rojizo tras de mí. Al encender la lámpara sobre el espejo lo primero que veo es un rostro ausente. Lo miro, desconcertado, y por un segundo ni siquiera creo ser yo el que observa desde el otro lado. Hasta que noto que se mueve junto conmigo.

—Deberías hacer algo con esos labios, están en carne viva de tanto morderlos. Me duelen de sólo verlos. Hay crema en el tercer cajón junto al lavamanos. Fíjate bien, que está al fondo de todo porque no la usas nunca. Y deberías, Tom, se te dañará el resto de la piel si no prestas atención con este frío. Imagina terminar como la señora del 2943. Ni siquiera puede usar ventilador la pobre mujer.

Abro el cajón y me recorre un temblor en los dedos al dejar la crema sobre la mesada. No me lo creo.

—Vaya, además mira como tienes de enrojecidos los ojos, y estás todo despeinado. Admito que la humedad no hace mucho en tu favor, pero así no vas a poder recibir visitas.

Ni hablar, no sé nada de un invitado.

—Pareciera que traje conmigo a la charlatana de la estación y ahora se me reproduce en la cabeza como un disco rayado.

—Será que te gustó como sonaba, o te habrá estado taladrando demasiado el cerebro. Puede que sea su fantasma ¿no te parece?

Mi mandíbula vuelve a apretarse. Me cuesta articular la siguiente pregunta, mis labios sufren al separarse y mi pecho se agita con sólo pensar en el ser que me asedia.

—¿Eres un fantasma?

La escucho reír, claro que no lo es, para eso la mujer de la estación tendría que haber muerto. Y eso es ¿es imposible? Me tomo del borde del lavabo, la vista se había vuelto en una película granulosa.

—Yo me siento bastante viva. Aunque los accidentes ocurren todo el tiempo ¿Sabías que las probabilidades de colisionar de un tren son diez veces mayores a las de un avión? Y de igual manera a la gente suelen asustarle más esas latas voladoras. Demasiada ficción si me preguntas a mí. Ah, y otra mejor, los accidentes de tránsito son la primera razón de mortalidad en menores de treinta años, y, aun así, subirse a un coche es de lo más normal del mundo. Ese riesgo se ha vuelto algo tan trivial que ni afecta al imaginario colectivo. Ahora, si quieres hablar de un accidente bizarro, del tuyo podría charlar todo el día.

Así que tú eras quien me llamó payaso.

—Yo, sí, Agnes es mi nombre. Me sentiría muy honrada si lo usaras para hablarme.

—¿Hablar contigo? —se escapa de mi boca a pesar de estar completamente consciente de que no había nadie más en la habitación.

—Soy la voz de tu conciencia y he venido a guiarte en tu camino, pequeño pinocho.

—¿Es en serio?

—Nop. Mira si a mí me va a importar que tengas conciencia o no. Pero ya en serio, arréglate un poco que me das pena. Ahora que lo pienso, hace tiempo que no pasas por ninguna peluquería. Se nota, tener el pelo corto no es lo mismo que tener un corte...

—Ya basta.

—No vas a llegar a ninguna parte diciéndome eso, amigo. Toma el peine de una vez que están a punto de tocar a la puerta y no quieres que piensen que estás tan demacrado como pareces.

—Debo estarlo si en verdad escucho una voz en mi cabeza —y ahora se supone que espero a alguien. De eso no me entero. Quizás me haya olvidado de un mensaje de alguien ¿Quién vendría a verme? Odie era la única que me venía a la mente, pero nunca avisaba con antelación.

Cuando me quiero dar cuenta dejo el peine nuevamente en su sitio luego de haberme acomodado el cabello. Y no puedo creer que entretengo la idea de que vayan a visitarme cuando es el momento perfecto para dormir y eso debería de hacer.

¿A quién le importa como me veo?

—A mí.

Desaparece de una vez, estoy cansado. Si tiene que sonar el timbre que suene. Lo chistoso que sería, a ver si tienes razón ¿no? Como si pudieras ver el futuro.

—Simplemente digo que están de camino. Si a último momento se les cambian los planes, bueno allá ellos. Pero por lo que infiero tendrás visitas en pocos minutos.

Algo tiene que servir para distraerme. El piano, podría ser.

—Oh, pues ve entonces a ahogarme en música, porque te hago tanto mal.

Levanto la tapa del instrumento y presiono una de las teclas, pero no me decido qué interpretar. De cualquier manera, no hay nadie que me juzgue. Puedo ser todo lo malo que me permitan mis articulaciones frías y mis músculos contraídos. Roto la muñeca con una marioneta reumática. Qué espanto, y es por esto que me han sacado de la orquesta ni más ni menos.

Insisto, con una arritmia que atenta con mi vida, con el aliento atorado en la garganta y la vista perdida en una nebulosa a quién sabe cuántos años luz de mi cuerpo. Y la sonata empieza a cobrar forma tras el jadeante deslizar de mis movimientos. La música, aunque imperfecta, llega a mis oídos y por un instante me siento libre. Libre para pensar en el camino que se había cerrado en mi vida, en el llano sendero que se había transformado en una pendiente escarpada. Ni en lo más profundo de la música puedo hallar paz porque todavía siento el eco distante de esta segunda persona resonando allí, presente conmigo. Aun si no dice nada, invade el tiempo que yo habito, el rumor que deja su existencia se expande en mí como un virus ¿Cuál es la respuesta? Le crea o no esto no deja de sonarme como una locura. Ojalá sea un sueño porque espero haber escuchado mal. Fue algún acúfeno exagerado, un pasajero delirio. Yo tengo que estar bien, de eso no hay duda. Como tampoco la hay de que ella no exista, sino tendrían que materializarse esas visitas de las que habla.

Sonrío y la tensión sobre mis dedos se diluye. Las notas se acompasan, saltan ante la levedad que arriba a mi mente y me deja respirar con alivio. Eso, cuando un alarido infernal desgarra las puertas del averno. Al final me detengo, llamado por la profecía.

—El timbre.

—Te lo dije.

No, no puede ser. Seguro que olvido un recado ¿Pero cuándo podría haber sido si me quedé sin carga poco después de salir de casa?

Miro hacia la ventana mientras cuido de no chocar con el banquillo. Lo pienso demasiado, puede ser una entrega de última hora, incluso algún cliente de Elián que se equivocó de botón. Ha pasado un par de veces. Solamente tengo que esperar un minuto, seguro que no vuelve a sonar.

El comedor y la cocina están completamente a oscuras, y dudo que se vea el brillo de la chimenea desde la calle. No deberían pensar que hay alguien en casa. Estoy bien.

—Basta ya, no se irán si no los atiendes. Ve de una vez.

—Silencio —replico y vuelvo al piano con cuidado. El aire tibio de la estancia se mezcla con la calidez que me transmite la alfombra persa a mis pies.

Lamentablemente, no llego a voltear la página en mi partitura mental para cuando escucho que insisten con el timbre.

Reticente, me dirijo a la ventana a ver si puedo descifrar de quién se trata antes de atender por el portero. La lámpara junto a la verja ilumina el trench impermeable de una mujer que lleva consigo una caja rosada. Me llevo la mano a la barbilla mientras con la otra presiono el botón del llamador. Dejo pasar un segundo, mi mano se detiene sobre mi boca y no me deja hablar. Me atrapa el silencio y siento que el tiempo pasa, lento, sin saber qué decir hasta que oigo las palabras que me devuelve la bocina del aparato.

—Hola ¡Hola, Tomy! Soy yo, Odie ¿Cómo estás? Mira justo pasaba y quise saludarte. Traigo para la cena ¿Me abres?

La voz de mi tía rebota en las cortinas y desaparece al momento siguiente. Yo sigo parado aquí, como adormilado, hasta que mi mano se aparta por fin de mis labios y me deja continuar luego de una pausa.

—Adelante —respondo y pulso el botón. Escucho de inmediato que ella cierra la reja y se apresura a subir esos resbalosos escalones de mármol.

Tendría que esperar en el palier, me quedaba abrir la puerta del departamento. Al encender las luces lo único que veo afuera son los faroles de la calle. A lo lejos se escucha el chapotear de los autos y me pregunto dónde habrá dejado el suyo Odie.

Oigo sus botas rechinar antes de abrir y hacerme a un lado. Sus guantes estrujan la caja de cartón empapada. Ella me registra con su mirada y luego me devuelve una sonrisa.

—Querido ¿Cómo estás?

—Bien. No hacía falta que vinieses a verme.

—Pero no es problema, ya mucho que no pude pasar cuando estabas en el hospital. Hey ¿Soy yo o a la estatua le falta algo?

—Elián le rompió un brazo.

—¿El del departamento de abajo?

—Me dijo que se cruzaron hace rato.

—Parece un tipo, simpático...

—No sabría decir, apenas lo conozco.

—Eso pensé. No me sonaba a que fuera alguien con el que pudieras llevarte bien. De cara lo veo, es de los que frecuentan bares los días de semana.

—Es normal que la gente lo haga.

—Se caerían unos cuantos negocios de no ser así ¿eh? —replica, sonriente—. Solamente digo que a ti nunca te gusto ir por ahí de noche.

—Y te imaginarás por qué no tengo amigos —murmuro, sin intención de que ella pueda escucharme.

—Espero que no te esté molestando, uno tiene que estar tranquilo para reponerse.

—Según mi médico ya me encuentro bien.

—¿Y cómo te sientes?