El castillo - Franz Kafka - E-Book

El castillo E-Book

Franz kafka

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Beschreibung

Cuando K. llega a su destino para trabajar como agrimensor, es del todo incapaz de ocupar el puesto para el que ha sido contratado. Los esfuerzos que K. hace por contactar con su contratador o alguna autoridad con influencia en el castillo que pueda aclarar la situación son vanos: cada paso que da lo enmaraña más y más en unas relaciones sociales establecidas que le resultan ajenas, incomprensibles y que nunca son lo que parecen. La incansable insistencia de K. por reclamar aquello que le corresponde y sus derechos acaba por conducirlo a situaciones absurdas a medio camino entre lo trágico y lo cómico. En su peripecia hacia el castillo, K. va mostrando lo irracional del poder y le da piel a la compleja vida del hombre moderno.

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Seitenzahl: 637

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Akal / Básica de bolsillo / 380 / Clásicos de la literatura alemana

Franz Kafka

El castillo

Cuando K. llega a su destino para trabajar como agrimensor, es del todo incapaz de ocupar el puesto para el que ha sido contratado. Los esfuerzos que K. hace por contactar con su contratador o alguna autoridad con influencia en el castillo que pueda aclarar la situación son vanos: cada paso que da lo enmaraña más y más en unas relaciones sociales establecidas que le resultan ajenas, incomprensibles y que nunca son lo que parecen.

La incansable insistencia de K. por reclamar aquello que le corresponde y sus derechos acaba por conducirlo a situaciones absurdas a medio camino entre lo trágico y lo cómico. En su peripecia hacia el castillo, K. va mostrando lo irracional del poder y le da piel a la compleja vida del hombre moderno.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Dibujo de Franz Kafka, Cuaderno de dibujo, incluido en Max Brod, Franz Kafka. Eine Biographie (1937)

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Das Schloß

© Ediciones Akal, S. A., 2025

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5635-5

Cronología

1883

Franz Kafka nace en Praga el 3 de julio. Hijo primogénito del comerciante Hermann Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934).

1889-1892

Cursa sus estudios de primaria en la escuela de barrio Fleischmarkt. Nacen sus hermanas: Gabriele, «Elli» (1889); Valerie, «Valli» (1890); y Ottilie, «Ottla» (1892). Otros dos hermanos pequeños murieron al poco de nacer (Georg [1885-1886] y Heinrich [1887-1888]).

1893-1901

Cursa sus estudios de secundaria en el Altstädter Deutsches Gymnasium, en el casco antiguo de Praga.

1896

Celebra el rito judío del bar mitzvá.

1897-1898

Amistad con Rudolf Illowy, Hugo Bergmann, Ewald Felix Příbram y, sobre todo, con Oskar Pollak (hasta 1904). Toma contacto con el darwinismo y el socialismo.

1899-1903

Lee la revista Der Kunstwart. Primeros escritos (destruidos).

1900

Vacaciones en Roztok. Lee a Nietzsche.

1901

Termina el bachillerato. Pasa sus vacaciones en Norderney y Helgoland. Comienza sus estudios de Química, primero, Arte y Filología alemana, después, y, finalmente, de Derecho en la Universidad Alemana de Praga. Recibe la influencia del análisis y crítica de la sociedad industrial de Alfred Weber (hermano de Max Weber).

1902

Vacaciones en Triesch y Schelesen, con su tío el doctor Siegfried Löwy (médico rural). En otoño continúa estudiando Derecho. Conoce a Max Brod en una conferencia que este da sobre Schopenhauer. Hace amistad con Felix Weltsch y Oskar Baum.

1902-1906

Cursos y discusiones con Anton Marty. Descubre la filosofía de Franz Brentano en el Círculo del Café del Louvre.

1903

Trabaja en su novela El niño y la ciudad (perdida). En julio se licencia en Derecho.

1904-1905

Escribe Relato de una lucha. Lee memorias, diarios y cartas de: Byron, Grillparzer, Goethe y Eckermann. Recibe la influencia de Hofmannsthal.

1905-1906

Pasa julio y agosto en Zuckmantel. Romance con una mujer desconocida. Comienza a ver regularmente a Oskar Baum, Max Brod y Felix Weltsch.

1906

En junio obtiene su doctorado en Derecho por la Universidad Alemana de Praga, con Alfred Weber. De abril a septiembre trabaja en el bufete jurídico de su tío Richard Löwy. A partir de octubre comienza el año de servicio obligatorio en los tribunales civil y penal.

1907

Visita nuevamente Zuckmantel. Escribe Preparativos de boda en la provincia. En agosto viaja a Triesch. En octubre comienza a trabajar en Assicurazioni Generali.

1908

De febrero a mayo realiza un curso sobre seguro obrero en la Academia Comercial de Praga. Estrecha su amistad con Max Brod, con quien realiza lecturas en común (Huysmans, Flaubert). Hacia finales de julio comienza a trabajar en Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt für Königsreich Böhmen.

1909

Publicación de ocho fragmentos de prosa en la revista Hyperion. En septiembre pasa sus vacaciones en Riva y Brescia junto con Max y Otto Brod. Escribe Los aeroplanos de Brescia. Se relaciona con anarquistas: Hašek, Illovy y Mares.

1910

Continúa en Círculo del Café Louvre, cuyas reuniones lidera Berta Fanta y desde ese momento se celebran en su casa. En marzo se publican en Bohemia cinco artículos suyos en prosa. En mayo comienza a escribir sus diarios. Participa en una compañía de teatro yiddish. Viaja a París con los hermanos Brod. En diciembre viaja a Berlín.

1911

Entre enero y febrero viaja por negocios a Friedland y a Reichenberg. En abril viaja a Warnsdorf. Pasa el verano en Zúrich, Lugano, Milán. En París planea con Max Brod la novela Ricardo y Samuel. Después pasa una semana solo en el sanatorio naturista de Erlenbalch, cerca de Zúrich. Escribe sus diarios de viajes. En invierno participa nuevamente en la compañía teatral yiddish. Traba amistad con el actor Jizchak Löwy. Empieza a trabajar en su novela El de­saparecido.

1912

A partir de su amistad con Löwy, comienza a interesarse por el folclore judío y por el judaísmo (con Heinrich Graetz y Meyer Isser Pines). Comienza un dibujo de Löwy. Sigue con El de­saparecido (las secciones principales fueron escritas en 1911-1912). En febrero da una conferencia sobre la lengua hebrea. En julio, a Weimar, con Max Brod. Vuelve a pasar un periodo solo en una clínica naturista de Jungborn. Encuentro con Ernst Rowohlt y Kurt Wolff, gerentes de la editorial Rowohlt. En agosto, conoce a Felice Bauer en la casa de Max Brod en Praga. Envía al editor el manuscrito de Meditación. En septiembre escribe La condena. Entre septiembre y octubre escribe El fogonero, que luego se convierte en el primer capítulo de El de­saparecido. Desde octubre hasta febrero de 1913 se producen intervalos en sus diarios. En noviembre escribe La metamorfosis.

1913

En enero publica Meditación. Desde febrero hasta julio de 1914 hay una laguna en su producción literaria. En Pascua visita a Felice Bauer por primera vez, en Berlín. Durante la primavera publica La condena y El fogonero. En septiembre viaja a Viena, Venecia y Riva. En Riva traba amistad con «la muchacha suiza» (Gerti Wasner). En noviembre se produce el encuentro con Grete Bloch, amiga de Felice Bauer. Establece correspondencia con Grete, que será la madre de su único hijo, el cual muere a la edad de siete años sin que Kafka hubiera sabido de su existencia.

1914

Pasa la Pascua en Berlín, donde se compromete con Felice Bauer. En julio rompe ese compromiso. Viaja con Ernst Weiss por Hellerau, Lübeck y Marienlyst en el Báltico. En octubre escribe En la colonia penal. En otoño comienza El proceso, y en invierno escribe Ante la ley, que formará parte de El proceso.

1915

Tiene varios encuentros en Bodenbach con Felice Bauer. Continúa trabajando en El proceso. En febrero se muda de la casa paterna a una casa de huéspedes en Bilekgasse y, después, en Langengasse. Viaja a Hungría con su hermana Elli. En noviembre publica La metamorfosis. Entre diciembre y enero de 1916 escribe El maestro rural. Conoce a Jiří Mordechai Langer.

1916

En julio se encuentra con Felice Bauer en Marienbad. Durante agosto fluctúa entre las ventajas y los inconvenientes del matrimonio. Escribe cuentos que luego serán recopilados en Un médico rural.

1917

En invierno, molesto por ruido, se muda a la calle Alchemist, en Praga. Durante la primera mitad del año escribe El cazador Gracchus. Aprende hebreo. En primavera escribe La gran muralla china. En julio se produce su segundo compromiso con Felice Bauer. En agosto comienzan sus padecimientos pulmonares, y en septiembre le diagnostican tuberculosis. Se muda a Zürau con su hermana Ottla. En noviembre interrumpe nuevamente su diario. En diciembre rompe una vez más el compromiso con Felice Bauer. Durante el otoño y el invierno, escribe Aforismos.

1918

Hasta junio permanece en Zürau. Lee a Kierkegaard. Durante la primavera continúa con Aforismos. Viaja a Praga y Turnau. En noviembre, conoce en Schelesen a Julie Wohryzek, hija de un custodio de sinagoga. Escribe un proyecto de sociedad ascética: Sociedad de trabajadores pobres.

1919

En enero, estando en Schelesen, resume sus diarios. En primavera vuelve a Praga y se casa con Felice Bauer. En mayo publica En la colonia penal, y en otoño Un médico rural. En noviembre escribe Carta al padre. En invierno, nuevamente en Schelesen con Max Brod, escribe una nueva colección de aforismos.

1920

Entre enero y octubre de 1921 se produce otro intervalo en el diario. Hacia finales de marzo conoce a Gustav Janouch, en Merano. Conoce también a Milena Jesenská-Pollak, traductora checoslovaca, con quien entabla correspondencia. En verano y otoño escribe cuentos. En diciembre, en las montañas Tatra, conoce a Robert Klopstock.

1921

En octubre, escribe una nota en sus diarios y se los regala a Milena. El hijo de Kafka con Grete Bloch muere en Múnich. Queda internado has­ta septiembre en el sanatorio de las montañas Tatra. Luego viaja a Praga con Milena.

1921-1924

Escribe cuentos reunidos en Un artista del hambre.

1922

Entre enero y septiembre escribe El castillo. En febrero viaja a Praga. En mayo se produce el último encuentro con Milena. En junio, se jubilará de manera anticipada por su enfermedad. Entre finales de junio y septiembre permanece en Planá con su hermana Ottla. Luego vuelve a Praga. Durante el verano escribe Investigaciones de un perro.

1923

Viaja primero a Praga y luego, en julio, a Müritz con su hermana Elli. Conoce a Dora Diamant. Luego vuelve a Praga y más tarde a Schelesen junto a su hermana Ottla. Hacia finales de septiembre vive en Berlín con Dora. Asiste a conferencias sobre estudios hebreros en la Academia de Berlín. En invierno escribe La madriguera. Envía al editor Un artista del hambre.

1924

Escribe Josefina la cantante. Por su enfermedad, debe trasladarse de Berlín a Praga. En abril se interna en el sanatorio Wienerwald, clínica del doctor Hajek; más tarde se traslada a otro sanatorio en Kierling, cerca de Viena. Lo acompañan Dora Diamant y Robert Klopstock. Muere el 3 de junio en Kierling. Los restos mortales de Franz son enterrados el 11 de junio en el cementerio judío de Praga-Straschnitz. Después de su muerte se publica Un artista del hambre.

1931

Muere su padre.

1934

Muere su madre.

1943

Muere su hermana Ottla en Auschwitz. Las otras dos hermanas también murieron en campos de concentración alemanes.

1944

Muere Grete Bloch a manos de un soldado nazi. Muere Milena en otro campo de concentración.

1952

En agosto muere Dora Diamant, en Londres.

1960

Muere Felice Bauer.

EL CASTILLO

I. Llegada

Ya había anochecido cuando llegó K. La aldea estaba hundida en la nieve. La colina del castillo estaba oculta, envuelta en la niebla y la oscuridad; ni el más débil rayo de luz permitía descubrir que había allí un castillo. K. estuvo un largo rato parado en el puente de madera que conducía del camino real a la aldea, contemplando el aparente vacío que se desplegaba sobre él.

Luego comenzó a caminar, en busca de un lugar donde pasar la noche. La posada aún estaba abierta; aunque el patrón no tenía habitaciones disponibles le permitió, desconcertado por la llegada de huésped tan tardío, dormir sobre un jergón en la sala. K. aceptó la propuesta. Algunos aldeanos todavía estaban tomando cerveza, pero K. no quiso hablar con nadie; él mismo bajó el jergón del altillo, y se acostó junto a la estufa. Era un cálido rincón, los parroquianos estaban callados, los miró con ojos cansados y enseguida se durmió.

Pero muy poco después lo despertaron. Un hombre joven, que vestía al estilo de la ciudad, con cara de actor, los ojos estrechos y las cejas muy marcadas, estaba parado junto a él, acompañado por el posadero. Los aldeanos aún estaban en la sala, y habían dado vuelta a sus sillas para ver mejor la escena. El joven se disculpó muy cortésmente por haber despertado a K., se presentó como el hijo del alcalde y dijo: «Este pueblo pertenece al castillo; quien aquí viva o pase la noche, de alguna manera vive o pasa la noche en el castillo. Nadie puede hacerlo sin autorización del conde. Pero usted no tiene ese permiso o, al menos, no lo ha mostrado».

K. se había incorporado a medias; alisándose el cabello miró a los dos hombres, y dijo: «¿A qué pueblo he venido a dar? ¿Hay aquí un castillo?».

«Con certeza», replicó el joven lentamente, mientras algunos meneaban la cabeza en signo de desaprobación señalando a K.; «es el castillo de mi señor, el conde de Westwest».

«¿Y uno debe tener permiso para dormir aquí?», preguntó K., como para asegurarse de que lo que había oído no era un sueño.

«Se debe tener ese permiso», fue la respuesta, y hubo un gesto burlón hacia K. cuando el joven, extendiendo su brazo, preguntó al posadero y a los huéspedes: «O ¿acaso no hay que tener permiso?».

«Bueno, entonces deberé ir a conseguir uno», dijo K. bostezando, y apartó la cobija como para levantarse.

«¿Y de quién?», preguntó el joven.

«Del conde», respondió K., «es lo único que puedo hacer».

«¡Un permiso del conde a estas horas de la noche!», exclamó el joven, y dio un paso atrás.

«¿No es posible?», preguntó K. fríamente. «Entonces, ¿por qué me despertó?».

Ante esa actitud, el joven montó en cólera. «¡Qué modales de vagabundo!», exclamó, «¡exijo el respeto que merece la autoridad condal! Lo he despertado para comunicarle que debe abandonar el territorio del condado inmediatamente».

«Basta de farsas», dijo K. en voz marcadamente baja; se acostó nuevamente y se tapó con la cobija. «Va usted demasiado lejos, estimado joven, y mañana tendré algo que decir sobre su conducta. El posadero aquí presente y todos estos caballeros me servirán de testigos, si llegara a ser necesario. Permítame decirle que soy el agrimensor y que el conde aguarda mi llegada. Mis ayudantes y mi equipo llegarán mañana en el carruaje. No quise perder la oportunidad de caminar sobre la nieve, pero, lamentablemente, me perdí y por eso llegué tan tarde. Supe que era muy tarde para presentarme en el castillo, antes de que usted me lo informara. Por esa razón me conformé con semejante lecho, al cual no ha tenido usted reparo en acercarse para –… digámoslo con suavidad– importunarme en su descortesía. Es todo lo que tengo que decir. Caballeros, buenas noches». Y se volvió hacia la estufa.

«¿Agrimensor?». K. oyó la dubitativa pregunta a sus espaldas, y luego todo quedó en silencio, Pero el joven recuperó rápidamente su compostura y, bajando el tono de su voz lo suficiente como para aparentar consideración por el sueño de K., pero también lo suficiente como para que este lo oyera claramente, dijo al posadero: «Telefonearé para consultar». ¿Así que había un teléfono en esta posada? Disfrutaban, entonces, de excelentes comodidades. Este caso particular sorprendió a K., pero en general no había esperado que las condiciones fueran otras. El teléfono se encontraba casi sobre su cabeza; K., en su somnolencia, no se había dado cuenta. Si el joven necesitaba hablar por teléfono no podía evitar, aun con sus mejores intenciones, perturbar el sueño de K.; la única cuestión era si K. le permitiría telefonear o no, y decidió hacerlo. En ese caso, por tanto, no tenía ningún sentido hacerse el dormido, y volvió a su posición anterior. Pudo observar a los aldeanos juntarse y conversar tímidamente; la llegada de un agrimensor no era un hecho corriente. La puerta que daba a la cocina se había abierto; ocupando todo el vano, apareció la imponente figura de la posadera y el patrón se acercó de puntillas para decirle lo que ocurría. Y comenzó la conversación telefónica. El alcalde dormía, pero un subalcalde, uno de los subalcaldes llamado Herr Fritz, contestó la llamada. El joven, anunciándose como Schwarzer, le informó de que había encontrado a K., de unos treinta años, mal entrazado, durmiendo tranquilamente sobre un jergón, con un diminuto morral por edredón, y a su vera un tosco bastón nudoso. Naturalmente, había sospechado del individuo y, como el posadero había descuidado su deber, él había creído necesario investigar el asunto. Había despertado al hombre, lo había interrogado e incluso –como era su obligación– lo había amenazado con la expulsión del territorio; todo esto había provocado una gran indignación en K., tal vez con razón, ya que afirmaba ser el agrimensor que el conde aguardaba. Esto, por supuesto, requería una confirmación oficial, por lo tanto Schwarzer le rogaba a Herr Fritz que averiguara en la oficina central si, en efecto, se esperaba a tal agrimensor, y le comunicase la respuesta de inmediato por teléfono.

Todo permaneció en silencio mientras Fritz hacía las averiguaciones y el joven esperaba la respuesta. K. no cambió de posición, ni siquiera se dio la vuelta. Parecía indiferente y miraba al vacío. El informe de Schwarzer, en su combinación de malicia y prudencia, le dio una idea de los manejos diplomáticos que, hasta gente insignificante como Schwarzer, usaban en el castillo. Tampoco fallaban en eficiencia: la oficina central tenía servicio nocturno. Y, aparentemente, respondían rápido, pues Fritz ya llamaba. Su respuesta fue muy breve, pues Schwarzer colgó inmediatamente y gritó furioso: «¡No lo había dicho yo! Ni sombra de agrimensor. Es un vagabundo vulgar y mentiroso, o incluso algo peor». Por un momento, K. pensó que todos ellos, Schwarzer, los aldeanos, el posadero y la posadera, se arrojarían sobre él. Para aminorar al menos el impacto del asalto inicial, se envolvió con firmeza en la manta. Pero el teléfono volvió a sonar y, según le pareció a K., con especial insistencia. Lentamente volvió a sacar la cabeza. Aunque era improbable que esta llamada también concerniera a K., todos se detuvieron y Schwarzer volvió a levantar el auricular. Escuchó una larga explicación y luego dijo en voz baja: «¿Se trata de un error, entonces? Esto me resulta desagradable. ¿Le ha telefoneado el propio jefe de la oficina, dice usted? Muy extraño, muy extraño. ¿Cómo habré de explicárselo al señor agrimensor?».

K. aguzó su oído. Esto quería decir que el castillo lo había nombrado agrimensor. Por un lado, esto no lo beneficiaba, porque demostraba que en el castillo estaban bien informados acerca de él, habían estimado las posibilidades y se disponían a aceptar sonrientes la lucha. Pero, por otro, le resultaba favorable, ya que, si no se equivocaba, esto demostraba que habían subestimado su poder y entonces podría disponer de mayor libertad de lo que había supuesto. Y si pensaban que podían atemorizarlo por la superioridad que ponían de manifiesto al reconocerlo como agrimensor, se equivocaban; el asunto solo le produjo un ligero escalofrío, eso fue todo.

Evitó a Schwarzer, que se le acercaba tímidamente, con un ligero ademán y rechazó la insistente invitación a trasladarse al cuarto del posadero; solo aceptó una bebida caliente y una palangana, jabón y toalla. Ni siquiera debió pedir que desalojaran la sala ya que todos los parroquianos se apresuraron a partir, evitando mirarlo a la cara, porque temían ser reconocidos al otro día. Por fin, apagaron la lámpara y lo dejaron en paz. Durmió profundamente hasta la mañana y solo fue molestado una o dos veces por la rápida carrera de alguna rata.

Después del desayuno, que al igual que todos sus gastos corría por cuenta del castillo, K. se preparó para salir inmediatamente a la aldea. Pero como el posadero, con el cual desde su comportamiento en la víspera solo había cruzado unas pocas palabras, daba vueltas en torno a él como implorando en silencio su perdón, K. se compadeció y le permitió que se sentara, por unos instantes, a su lado.

«Todavía no conozco al conde», dijo K., «pero debe pagar bien por un buen trabajo, ¿no es verdad? Cuando alguien, como yo, viaja tan lejos de su hogar, de los suyos, quiere volver con algo en los bolsillos».

«En ese sentido el señor no debe preocuparse; nadie se ha quejado sobre mala retribución».

«Bueno», dijo K., «no soy tímido, y puedo decir lo que pienso, incluso a un conde, pero siempre es mejor entenderse por las buenas con esos señores».

El posadero estaba sentado frente a K., en el rellano de la ventana y no osaba adoptar una posición más cómoda; lo miraba con sus ojos pardos, medrosos, muy abiertos. Primero había buscado la compañía de K., pero ahora parecía querer salir corriendo de su presencia. ¿Acaso temía que lo interrogaran acerca del conde? ¿Temía que el «señor» por quien tomaba a K. no fuese de fiar? K. debió distraer su atención; dio un vistazo al reloj, y dijo: «Pronto llegarán mis asistentes, ¿podrás alojarlos aquí?».

«Ciertamente, señor», dijo el posadero. «Pero ¿no vivirán contigo en el castillo?».

¿Tan fácilmente renunciaba a los clientes, y especialmente a K., a quien a toda costa quería remitir al castillo?

«Todavía no hay nada seguro», dijo K. «Primero debo saber qué trabajo tienen para mí. Si, por ejemplo, tengo que trabajar aquí abajo, sería más razonable que me alojara aquí. Temo, por otra parte, que la vida en el castillo no sea apropiada para mí. Me gusta ser mi propio amo».

«Tú no conoces el castillo», dijo el posadero en voz baja.

«Es cierto», repuso K., «uno no debe prejuzgar. Hasta ahora, todo lo que sé es que esa gente sabe elegir su agrimensor, tal vez haya otras ventajas también». Y se levantó para desembarazarse del posadero, que se mordisqueaba los labios incesantemente. No era fácil ganarse la confianza de ese hombre.

Al retirarse, K. observó un cuadro oscuro, dentro de un marco también oscuro, sobre la pared. Ya lo había visto desde su lecho, pero desde aquella distancia no había podido distinguir los detalles y había pensado que solo se trataba de la oscura cubierta posterior del marco y que el cuadro había sido retirado. Era, sin embargo, un retrato; el busto de un hombre de unos cincuenta años. Tenía la cabeza tan caída que apenas podían apreciarse sus ojos; esa inclinación parecía deberse a su frente alta, gravitante, y a la vigorosa nariz ganchuda. La barba cerrada se hundía en el pecho a causa de la posición y reaparecía más abajo de la cabeza. La mano izquierda desaparecía en la abundante cabellera, pero carecía de la fuerza suficiente como para levantar la cabeza. «¿Quién es?», preguntó K., «¿el conde?». Estaba parado frente al retrato y ni siquiera volvió la mirada hacia el posadero. «No», dijo este, «el alcalde». «Tienen ustedes un alcalde muy bien parecido», dijo K.; «lástima que su hijo sea tan descarado». «No, no», dijo el posadero, mientras tironeaba a K. para poder hablarle al oído; «Schwarzer exageró un poco ayer, su padre solo es uno de los subalcaides, y uno de los más inferiores, por cierto». En ese momento el posadero le pareció a K. un niño. «¡El muy cretino!», dijo K. riendo; pero el posadero, eh vez de reírse, dijo: «También el padre es poderoso». «Vamos», dijo K., «para ti cualquiera es poderoso, ¿también yo, quizá?». «No», respondió tímidamente, pero con gravedad, «a ti no te creo poderoso». «Eres buen observador», dijo K., «entre nosotros, te diré que realmente no soy poderoso. En consecuencia, siento el mismo respeto que tú por los poderosos, solo que no soy tan sincero y no siempre me gusta admitirlo». K. le dio unos golpecitos en la mejilla al posadero a fin de ganárselo un poco. Esto lo hizo sonreír levemente. Era realmente joven, con una cara blanda y casi lampiña. ¿Cómo habría llegado a tener esa mujer gorda y envejecida, a la cual podía verse a través de una pequeña ventana, trajinando con los codos tan alejados de su cuerpo? K. no quiso forzar esta confidencia ni malograr esa sonrisa que por fin había conseguido arrancarle. Entonces, solo le hizo una seña para que abriese la puerta, salió y se internó en la hermosa mañana de invierno.

Ahora podía ver el castillo allá arriba, nítidamente recortado en el aire diáfano, con su contorno más definido aún por una fina capa de nieve que lo cubría. Sin embargo, parecía haber mucha menos nieve arriba, sobre la colina, que abajo, en el pueblo; aquí K. avanzaba por el camino real tan penosamente como la noche anterior. En la aldea, la nieve alcanzaba la altura de las ventanas de las cabañas y agobiaba los techos bajos; en cambio, en el cerro, todo parecía libre y abierto, o por lo menos así se veía desde abajo.

La visión del castillo a lo lejos, en conjunto, satisfacía las expectativas de K. No se trataba de un antiguo castillo feudal ni de una moderna mansión; era una amplia construcción compuesta por pocos edificios de dos plantas y muchos bajos, estos últimos apretados unos junto a otros. K., de no haber sabido que ese era el castillo, podría haberlo tomado por un pequeño poblado. Divisó una sola torre, pero no pudo distinguir si correspondía a una vivienda o a una iglesia. Una bandada de cuervos volaba a su alrededor.

Con la mirada fija en el castillo, K. siguió caminando; no pensaba en nada salvo en eso. Pero, a medida que se acercaba, el castillo lo iba desilusionando; después de todo, no era más que un miserable pueblucho, un racimo de casas aldeanas cuyo único mérito residía en haber sido construidas en piedra; pero la pintura ya había desaparecido hacía tiempo y la piedra parecía desmoronarse. K. recordó fugazmente su pueblo natal: poco tenía que envidiar a este presunto castillo. Si solo se trataba de apreciar el paisaje, era una lástima haber venido tan lejos; hubiera sido más razonable volver a visitar su tierra natal, adonde hacía tanto tiempo que no regresaba. Comparó mentalmente la torre de la iglesia de su pueblo con la que ahora veía allá arriba. Aquella se estiraba aguzada hacia el cielo, con su amplia techumbre revestida de tejas rojas: era en verdad una construcción terrenal –¿qué otra cosa podemos edificar?–, pero con un destino más elevado que el del humilde caserío y con una expresión más clara que la de la opaca jornada de trabajo. En cambio, esta torre –la única visible– era la de una vivienda, como ahora podía percibirse, tal vez del edificio principal; era una monótona construcción circular, en parte cubierta benignamente por la hiedra; presentaba unos ventanucos que, al destellar por los rayos del sol, tenían cierto aire de locura, y culminaba en una especie de azotea, cuyas almenas se dibujaban en forma de dientes sobre el cielo azul, inseguras, irregulares, quebradizas, como delineadas por la temerosa o negligente mano de un niño. Era como si su melancólico morador, que debía permanecer encerrado en la habitación más elevada, hubiera perforado el techo para mostrarse al mundo.

K. se detuvo nuevamente, como si al detenerse se fortaleciera su juicio. Pero algo lo distrajo; detrás de la iglesia del pueblo, al lado de la cual se había parado –en realidad no era más que una capilla que había sido ampliada en forma de granero para que pudiera albergar a los feligreses–, estaba la escuela. Se trataba de un edificio largo y bajo, que combinaba las características de lo provisorio y lo vetusto; adelante tenía un jardín rodeado de rejas que entonces era un campo nevado. Justo en ese momento salían los niños con su maestro; lo rodeaban en apretado montón, todos lo miraban y le hablaban tan incesantemente que K. no podía entender nada de ese parloteo. El maestro, un hombre joven, bajo, de hombros estrechos, y, sin que resultara ridículo, de porte muy erguido, ya había divisado a K. a la distancia; era natural, ya que, fuera del grupo de escolares, K. era el único ser humano a la vista. Al ser él el forastero, K. se anticipó a saludar, más aún porque el hombrecillo tenía un aspecto muy autoritario. «Buenos días señor maestro», dijo. Los niños se callaron súbitamente; ese repentino silencio, como preparación para sus palabras, pareció agradar al maestro. «¿Contempla usted el castillo?», le preguntó con más afabilidad de la que K. hubiera esperado, pero con un tono como si no aprobase lo que K. hacía. «Sí», dijo K., «soy extranjero, anoche llegué al pueblo». «No le gusta el castillo, ¿verdad?», preguntó con rapidez el maestro. «¿Cómo?», preguntó a su vez K.; un tanto desconcertado y en forma más amable, repitió la pregunta: «¿Que si no me gusta el castillo? ¿Por qué supone usted que no me gusta?». «A los forasteros nunca les gusta», dijo el maestro. Para no decir nada inconveniente, K. cambió el giro de la conversación y preguntó: «¿Supongo que usted conoce al conde?». «No», dijo el maestro, queriendo alejarse. Pero K. no cedió y volvió a preguntar: «¡Cómo! ¿No conoce usted al conde?». «¿Cómo podría conocerlo?», respondió el maestro en voz baja, y alzando el tono de su voz, agregó en francés: «Por favor, recuerde la presencia de estas inocentes criaturas». Entonces K. consideró justificado preguntar: «¿Podré visitarle algún día, señor? Me quedaré algún tiempo en la aldea y ya me siento un poco solo; no me encuentro a gusto entre los aldeanos y supongo que tampoco en el castillo». «No existe diferencia alguna entre la aldea y el castillo», dijo el maestro. «Puede ser», dijo K., «pero eso no modifica en nada mi situación. ¿Me permitiría hacerle una visita algún día?». «Vivo en la casa del carnicero, en la calle de los Cisnes». Aunque esto era más la indicación del domicilio que una invitación, K. dijo: «De acuerdo, iré». El maestro asintió con una pequeña reverencia y se marchó con el grupo de niños. Estos irrumpieron nuevamente en su gritería y desaparecieron de inmediato por una callejuela de mucha pendiente. Pero K. estaba preocupado; la conversación lo había disgustado. Por primera vez desde que llegara, se sintió realmente cansado. En un principio, el largo camino que había hecho hasta allí parecía no haberle afectado. ¡Y cuánto había caminado, durante días, paso a paso! Pero ahora se hacían sentir las consecuencias de aquel desmesurado esfuerzo, y, ciertamente, en un mal momento. Sentía una irresistible tendencia a establecer relaciones nuevas, pero cada una de ellas parecía aumentar su cansancio. Si en su actual condición se esforzara por prolongar su paseo hasta la puerta del castillo, habría hecho ya más que lo suficiente.

Así fue que siguió caminando; pero era un largo camino. Porque esa carretera por la que él transitaba, la calle principal de la aldea, no llevaba al cerro del castillo, solo hasta sus proximidades, y entonces, como si lo hiciese adrede, se desviaba si bien no se alejaba de aquel, tampoco se acercaba más. K. seguía esperando que, por fin, la calle llegara hasta el castillo, y tan solo por eso seguía caminando. Debido a su cansancio no se animaba a abandonar la calle; también le asombraba que la aldea fuese tan larga, que parecía no concluir nunca; siempre y siempre las mismas pequeñas casitas, y vidrios cubiertos de hielo, y nieve y esa total ausencia de seres humanos… Al fin logró desviarse de la calle principal y tomó una estrecha callejuela: nieve aún más honda; el duro trabajo de volver a desenterrar una y otra vez los pies que se hundían lo hizo sudar; de repente se detuvo y ya no pudo avanzar más.

Y bien, no se encontraba desamparado; había chozas a izquierda y derecha. Hizo una sola bola de nieve y la arrojó contra una ventana. Inmediatamente se abrió la puerta –la primera puerta que se abría en su larga caminata por el pueblo–, y apareció un viejo campesino, vestido con una pelliza de color oscuro, la cabeza inclinada, con aspecto amable y débil. «¿Puedo entrar un momento a su casa?», preguntó K. «Estoy muy cansado». No escuchó lo que el viejo decía, pero con gratitud observó que le tendieron una tabla, la que inmediatamente lo salvó de la nieve, y luego de unos pasos se encontró en la cocina.

Era un cuarto grande, en la penumbra del crepúsculo. Aquel que viniera de afuera nada podía ver al principio. K. tropezó con una tina de lavar, pero una mano de mujer lo hizo retroceder. Desde un rincón, se oía una gran algarabía de niños. En otro rincón, gruesas nubes de vapor convertían la penumbra en oscuridad. K. estaba como parado sobre nubes. «Pero ¡si está borracho!», dijo alguien. «¿Quién es usted?», exclamó una voz autoritaria, y dirigiéndose enseguida al viejo: «¿Por qué lo has dejado entrar? ¿Debemos dejar entrar a cualquiera que ande merodeando por la calle?». «Soy el agrimensor condal», dijo K., tratando de justificarse ante quienes continuaban invisibles. «¡Ah!, es el agrimensor», dijo una voz de mujer, y luego se hizo un completo silencio. «¿Me conoce usted?», preguntó K. «Por supuesto», contestó brevemente la misma voz. El hecho de que lo reconocieran no pareció demasiado halagüeño.

Finalmente se disipó un poco el vapor, y, poco a poco, K. pudo ubicarse mejor. Al parecer, era día de colada. Cerca de la puerta lavaban ropa, pero el vapor provenía de otro rincón del cuarto, donde dos hombres se bañaban con agua muy caliente, en una tina de madera tan grande como K. nunca había visto; tenía el tamaño de dos camas. Pero lo más asombroso, aunque no pudiera decirse qué tenía de asombroso, era la escena en el rincón de la derecha. Por una gran abertura, la única que había en la pared posterior de la habitación, llegaba hasta allí, sin duda desde el patio, un pálido reflejo de nieve, que daba un brillo como de seda al vestido de una mujer que, fatigada, estaba hundida, casi acostada, en un alto sillón. Amamantaba a un bebé. Varios niños jugaban a su alrededor, niños campesinos, según podía apreciarse; pero ella parecía pertenecer a otra clase, aunque, claro está, la enfermedad y la debilidad refinan el semblante de los aldeanos.

«¡Siéntese!», exclamó uno de los hombres; tenía una gran barba y un espeso bigote, debajo del cual mantenía siempre abierta la boca resoplante. En cómico ademán, levantó la mano por encima del borde de la tina, y le señaló un arcón, al mismo tiempo que le salpicaba la cara con agua caliente. Sobre el arcón estaba sentado, dormitando, el viejo que lo había dejado entrar. K. estuvo agradecido de poder sentarse por fin. Ya nadie se ocupaba de él. La mujer que estaba junto a la tina de lavar, rubia, en la plenitud de sus juveniles formas, canturreaba suavemente mientras trabajaba; los hombres que estaban en la tina pataleaban y se agitaban dando vueltas; los niños trataban de acercárseles, pero los rechazaban una y otra vez con formidables salpicaduras, que tampoco respetaban a K. La mujer del sillón yacía como sin vida; ni siquiera miraba a la criatura que tenía sobre el pecho, y sus ojos se dirigían vagamente hacia lo alto.

K. la contempló largamente: era un cuadro hermoso triste e inmutable. Pero después debió de quedarse dormido, porque cuando una sonora voz lo sobresaltó, se dio cuenta de que su cabeza reposaba sobre el hombro del viejo que estaba a su lado. Los hombres habían terminado su baño y estaban vestidos, de pie ante K. Ahora eran los niños los que retozaban en la tina, vigilados por la mujer rubia. K. pudo ver que el barbudo que había proferido los gritos era el menos importante de los dos. El otro, que no era mucho más alto que aquel, tenía una barba más chica; era un hombre tranquilo, lento de juicio, grueso de cuerpo, ancho de rostro y mantenía la cabeza gacha. «Señor agrimensor», dijo, «usted no puede quedarse aquí; perdone la descortesía». «Tampoco yo quería quedarme», dijo K.; «solo quería descansar un rato. He descansado, y ya me voy». «Seguramente le sorprende nuestra falta de hospitalidad», dijo el hombre, «pero la hospitalidad no es habitual entre nosotros; no necesitamos huéspedes». Un tanto repuesto por el sueño, y algo más receptivo que antes, K. se alegró por la franqueza del hombre. Se movía más libremente, apoyaba su bastón ora aquí ora allá, y se acercó a la mujer del sillón; también notó que él era el hombre más grande de los que se encontraban en el cuarto.

«En efecto», dijo K., «¿para qué habrían ustedes de necesitar huéspedes? Pero de vez en cuando pueden necesitar uno; a mí, por ejemplo, el agrimensor». «Eso no lo sé», dijo el hombre lentamente; «si lo han llamado será porque probablemente lo necesitan; puede ser un caso excepcional, pero nosotros, gente humilde, no nos apartamos de nuestra tradición, y no puede usted culparnos por eso». «No, no», dijo K. «Solo puedo estar agradecido hacia usted y hacia todos los que están aquí». Y de forma inesperada para todos, K. se dio vuelta de un salto y se detuvo ante la mujer. Esta lo miró con sus ojos azules, fatigados; una pañoleta de seda transparente le cubría la cabeza, bajándole hasta la mitad de la frente. El bebé dormía sobre su pecho. «¿Quién eres?», preguntó K. Con gesto desdeñoso, la mujer respondió: «Soy una muchacha del castillo», y no se entendió si su desdén era para K. o por su propia respuesta.

Todo esto solo duró unos segundos, pero ya los dos hombres estaban a ambos lados de K.; como si no hubiese otra forma de entenderse, fue arrastrado, en silencio pero a la fuerza, hasta la puerta. Algo de este proceder causaba las delicias del viejo, ya que batía sus palmas. También la lavandera se reía, y de pronto los niños se pusieron a gritar como locos.

Muy pronto K. se encontró en la calle; los hombres lo vigilaban desde el umbral. Otra vez nevaba. Sin embargo, a K. le pareció que había más claridad. El barbudo exclamó impaciente: «¿Adónde quiere ir? Este es el camino que va al castillo; aquel, el de la aldea». K. no le contestó, y dirigiéndose al otro, el cual a pesar de su superioridad le pareció más asequible, le dijo: «¿Quiénes son ustedes? ¿A quiénes debo agradecer la hospitalidad?». «Soy el maestro curtidor Lasemann», fue la respuesta, «pero no le debe agradecimiento a nadie». «Está bien», dijo K., «tal vez nos volvamos a encontrar». «No lo creo», dijo el hombre. En ese momento el barbudo exclamó, con la mano en alto: «¡Buen día Artur!, ¡buen día Jeremias!». K. se dio vuelta. Después de todo, en esta aldea aparecía alguien en la calle. Por el camino que bajaba del castillo, venían dos jóvenes de mediana estatura, ambos muy delgados; vestían ropas ajustadas, y sus caras eran muy parecidas. Aunque su tez era oscura, se destacaban, por su negrura, sus barbas en punta. Teniendo en cuenta el estado de las calles, caminaban con asombrosa rapidez, y el movimiento de sus esbeltas piernas era acompasado. «¿En qué andan?», gritó el barbudo. Solo era posible comunicarse a gritos con ellos; caminaban muy rápido y no se detenían. «¡Negocios!», exclamaron sonriendo. «¿Dónde?». «En la posada». «¡Yo también voy allí!», gritó K. de repente, más fuerte que los demás. Sintió gran deseo de ir con ellos; no porque le pareciera provechoso tratarlos, pero evidentemente eran buenos y estimulantes compañeros de ruta. Oyeron sus palabras, pero solo hicieron un gesto con la cabeza y siguieron de largo.

K. seguía parado en la nieve; tenía pocas ganas de levantar los pies para volver a hundirlos un poco más adelante. El curtidor y su compañero, contentos de haberse desembarazado de K., se deslizaron lentamente en la casa, por la puerta apenas entreabierta, volviéndose para mirar a K. Este se quedó solo, en medio de la nieve que se apilaba a su alrededor. «Esta sería una buena oportunidad para sufrir una pequeña desesperación», se le ocurrió, «si estuviera aquí parado por casualidad y no intencionalmente».

Entonces, en la choza de la izquierda se abrió una ventana pequeña; cerrada, habría tenido una coloración azul oscura, tal vez por el reflejo de la nieve; era tan pequeña que, ahora, abierta, no dejaba ver la cara de quien miraba desde adentro, sino tan solo sus ojos, unos viejos ojos pardos. «Ahí está», oyó decir K. a una temblorosa voz femenina. «Es el agrimensor», dijo una voz de hombre. Luego, el hombre se acercó a la ventana y, no sin cierta amabilidad, pero dando a entender que le interesaba que enfrente de su casa todo estuviese en orden, preguntó: «¿Qué espera usted?». «Un trineo que me lleve», dijo K. «Por aquí no pasan trineos», repuso el hombre, «por aquí no hay tránsito». «Pero si es la calle que lleva al castillo», objetó K. «De todos modos», dijo el hombre con tono algo implacable, «por aquí no hay tránsito». Luego ambos callaron. Sin embargo, el hombre pensaba en algo, pues mantenía abierta la ventana, de la cual salía humo. «Un camino malo», dijo K., como para facilitarle un poco las cosas. Pero el otro solo respondió: «Sí, es cierto». Pero al cabo de un instante, el hombre agregó: «Si quiere, lo llevo en mi trineo». «Hágalo, por favor», dijo K. complacido. «¿Cuánto quiere por ello?». «Nada», dijo el hombre. K. se sorprendió sobremanera. «Usted es el agrimensor, ¿no es así?», argumentó el hombre, «y pertenece al castillo. ¿Dónde quiere que lo lleve?». «Al castillo», repuso K. rápidamente. «Entonces no lo llevaré», contestó el hombre sin dudarlo. «Pero yo pertenezco al castillo», dijo K., repitiendo las mismas palabras del hombre. «Puede ser», dijo el hombre secamente. «Bueno, entonces lléveme a la posada», dijo K. «De acuerdo», repuso el hombre. «Enseguida vuelvo con el trineo». Todo esto no tenía nada de amabilidad, sino, más bien, demostraba una cierta ansiedad egoísta, temerosa, casi empecinada, por alejar a K. de las cercanías de la casa.

Se abrió el portón del patio y apareció un trineo pequeño destinado a cargas livianas, completamente chato, sin ninguna clase de asiento, tirado por un caballo enclenque, detrás de él venía el hombre, encorvado hacia adelante, débil, cojeando, con una cara enjuta y enrojecida debido a un catarro; a causa de una bufanda de lana que llevaba apretadamente enrollada sobre su cabeza, esta parecía aún más pequeña. Evidentemente el hombre estaba enfermo, y solo salía con el fin de alejar a K. Este hizo alguna alusión por el estilo, pero el hombre apenas le contestó con un gesto como para que se callara. K. solo pudo enterarse de que se trataba del carretero Gerstäcker, y que había traído ese incómodo trineo porque lo había encontrado a mano y sacar otro habría llevado demasiado tiempo. «Siéntese», dijo el hombre a la vez que señalaba la parte de atrás del trineo. «Me sentaré junto a usted», dijo K. «Yo iré a pie», dijo Gerstäcker. «¿Y por qué?», preguntó K. «Iré caminando», enfatizó Gerstäcker, y lo acometió un ataque de tos que lo sacudió de tal forma que debió hundir las piernas en la nieve y sujetarse con las manos del borde del trineo. K. no dijo más nada y se sentó atrás, en el trineo. La tos se fue calmando poco a poco, y echaron a andar.

En lo alto, el castillo, ya extrañamente oscuro, y que K. había esperado alcanzar ese día, volvía a alejarse. Pero como si hubiese querido darle una provisional señal de despedida, se oyó el alegre tañido de una campana, que le estremeció el corazón por un instante, como si le amenazase –ya que el sonido también tenía algo de doloroso– el cumplimiento de lo que inciertamente anhelaba. Pero pronto se silenció esta campana grande y fue reemplazada por una campanita débil, monótona, que asimismo repicaba acaso allá arriba, o que tal vez sonaba en la aldea. Ese tintineo se adecuaba mejor al lento viaje y al mísero, pero inexorable, carretero.

«¡Oye!», gritó K. de repente –ya estaban cerca de la iglesia, no muy lejos, por lo tanto, de la posada, y K. sintió que podía arriesgar algo–, «me extraña que te hayas atrevido a conducirme por ahí, bajo tu propia responsabilidad. ¿Acaso tienes autorización para hacerlo?». Gerstäcker no le prestó atención, siguió caminando tranquilamente al lado del caballo. «¡Eh!», gritó K.; hizo una pequeña bola con un poco de la nieve que había sobre el trineo y le atinó con ella a Gerstäcker en plena oreja. Esto lo hizo detenerse y darse la vuelta; pero cuando K. lo vio tan de cerca –el trineo se había deslizado un poco más todavía–, con su figura encorvada, hasta cierto punto ultrajada, la cara roja, cansada, angosta, con mejillas que de alguna extraña manera diferían entre sí –una era lisa, la otra, hundida–, y esa boca que prestaba súbita atención y en la cual solo había algún que otro diente, se vio obligado a repetir, por compasión, lo que antes había dicho por malicia: si Gerstäcker no podría ser castigado por transportar a K. «¿Qué quieres?», preguntó Gerstäcker, sin comprender nada, pero sin esperar explicación alguna. Dio un grito para acuciar al caballo, y siguieron la marcha.

Cuando estaban cerca de la posada –K. lo notó en una vuelta del camino– comprobó con asombro que ya había anochecido completamente. ¿Tanto tiempo había pasado? Sin embargo, según sus cálculos, había salido una o dos horas antes y aún era de mañana. No había sentido hambre en ningún momento y poco antes la claridad era normal. Solo ahora había oscurecido. «Días cortos, días cortos», se dijo. Se deslizó fuera del trineo y se dirigió a la posada.

Arriba, en la pequeña escalera del frente de la casa, estaba parado el posadero (eso le convenía a K.) y alumbraba hacia él con un farol en alto. Acordándose repentinamente del carretero, K. se detuvo. En algún lado, en la oscuridad, se escuchó una tos; era él. Bueno… ya lo vería otra vez. Solo cuando hubo llegado arriba, junto al posadero, que lo saludó humildemente, advirtió a dos hombres, uno a cada lado de la puerta. Tomó el farol de manos del posadero y alumbró a los otros dos. Eran los hombres que había encontrado antes y que habían sido llamados Artur y Jeremias. Ambos lo saludaron militarmente. K. se rio, recordando aquellos tiempos felices, de su época de soldado. «¿Quiénes son ustedes?», les preguntó mirando a uno y a otro. «Sus ayudantes», respondieron. «Son los ayudantes», confirmó el posadero en voz baja. «¿Son ustedes mis antiguos ayudantes, los que esperaba, los que he hecho venir?». Ellos asintieron. «Está bien», dijo K. poco después, «pero se han retrasado; son negligentes». «Fue un viaje muy largo», dijo uno. «Un viaje muy largo…», repitió K., «pero yo los encontré cuando venían del castillo». «Sí», contestaron sin dar más explicación. «¿Dónde tienen los aparatos?», preguntó K. «No tenemos aparatos», dijeron. «Los aparatos que les confié», aclaró K. «No tenemos ninguno», repitieron. «¡Ah! ¡qué gentuza!», dijo K. «¿Entienden algo de agrimensura?». «No», dijeron. «Pero si son mis ayudantes tienen que entender», dijo K. Ellos callaron. «Vengan entonces», y los empujó, delante de sí, hasta el interior de la casa.

II. Barnabas

Después se sentaron los tres en el salón, a una mesa pequeña, casi en silencio, a beber cerveza; K. en el centro, a derecha e izquierda los ayudantes. Aparte de ellos solo había unos aldeanos que ocupaban otra mesa, tal como la noche anterior. «Es difícil con ustedes», dijo K., y comparó sus caras, como ya lo hiciera varias veces; «¿cómo podré distinguirlos? Se diferencian solamente por los nombres; fuera de eso son tan parecidos como… –se interrumpió, y después siguió, maquinalmente– fuera de eso se parecen como dos víboras». Ellos sonrieron. «Habitualmente nos distinguen sin dificultad», dijeron como disculpándose. «Lo creo», dijo K., «pero veo solamente con mis ojos, y con ellos no puedo distinguirlos; por eso los trataré como a un solo hombre, y los llamaré Artur a los dos. Así se llama uno de ustedes. ¿Tú quizá?», preguntó a uno. «No», dijo este. «Yo me llamo Jeremias». «Da lo mismo», dijo K. «los llamaré Artur a los dos. Así, si mando a Artur a algún lado, van los dos; encomiendo trabajo a Artur, lo hacen ambos. Esto me supone una gran desventaja: que no los puedo utilizar para trabajar por separado; pero, por otra parte, me ofrece también una ventaja, y es que para cualquier cosa que les encargue compartirán la responsabilidad. Me es indiferente cómo se repartan el trabajo. Solamente hablar, eso no podrán hacerlo al mismo tiempo, Para mí son un solo hombre». Los dos reflexionaron un momento y dijeron: «Eso nos desagradaría mucho». «¿Y cómo podría no ser así?», dijo K. «Es natural que les resulte desagradable, pero así se hará». Desde hacía unos minutos, K. veía a uno de los aldeanos rondar la mesa. Finalmente, este se decidió. Fue hasta donde uno de los ayudantes y quiso decirle algo en secreto. «Perdonen», dijo K. Dio un puñetazo en la mesa y se puso de pie. «Estos son mis ayudantes y ahora estamos en reunión. Nadie tiene el derecho de molestarnos». «¡Oh! ¡Disculpe, disculpe!», dijo tímidamente el aldeano, y volvió a su grupo caminando de espaldas. «Por sobre todas las cosas deben tener en cuenta esto», dijo K. volviendo a sentarse; «no deben hablar con nadie sin mi permiso. Acá soy forastero, y si ustedes son mis antiguos ayudantes, entonces también son forasteros. Nosotros, forasteros los tres, debemos, por lo tanto, mantenernos unidos, y para que quede más claro, denme las manos». Con exagerada diligencia los dos le tendieron las manos. «Guárdense esas manazas», les dijo. «Pero la orden está dada. Ahora me iré a dormir, y les aconsejo que hagan lo mismo. Hoy hemos perdido un día de trabajo. Mañana tenemos que comenzar muy temprano. Deben conseguir un trineo para el viaje hasta el castillo, y a las seis estar listos delante de la casa». «Bien», dijo uno. Pero el otro replicó: «Tú dices que está bien, y, sin embargo, sabes que es imposible». «¡Calma!», dijo K. «¿Es que quieren empezar a distinguirse uno del otro?». No obstante, también el primero dijo entonces: «Tiene razón. Ningún forastero puede llegarse al castillo sin autorización». «Dónde hay que conseguir la autorización?». «No sé, tal vez haya que pedírsela al alcalde». «Entonces debemos solicitarla telefónicamente. ¡Llamen inmediatamente al alcalde, ambos!». Los dos corrieron al aparato y pidieron la comunicación –¡cómo se atropellaban!–; en todas sus exteriorizaciones se mostraban ridículamente dóciles y preguntaron si K. podía ir con ellos al castillo la mañana siguiente. El «no» de la respuesta fue oído hasta por K. desde su mesa. Pero la respuesta fue más explícita: «Ni mañana ni nunca». «Telefonearé yo mismo», dijo K. y se puso de pie. Excepto aquel único incidente con el aldeano, K. y sus ayudantes habían despertado poco interés, pero esta observación provocó la atención general. Todos se levantaron, y aunque el posadero intentaba hacerlos retroceder, se agruparon en estrecho semicírculo en torno de K. ante el aparato. Prevalecía entre ellos la opinión de que K. no recibiría respuesta. K. tuvo que pedirles tranquilidad. No le interesaban, les dijo, sus pareceres.

Del auricular salía un zumbido como K. jamás había oído en el teléfono. Era como si se formase del zumbido de innumerables voces infantiles –pero tampoco este zumbido era zumbido, sino el canto de lejanas, lejanísimas voces– como si, de un modo completamente imposible se compusiera de una sola voz, fina pero fuerte, que golpeaba en el oído, como si quisiese penetrar más adentro y no solamente en el pobre oído humano. K. escuchaba sin hablar. Tenía el brazo izquierdo apoyado sobre la caja del teléfono y escuchaba.

Y así perdió la noción del tiempo hasta que el posadero le tiró del saco para comunicarle que había llegado un mensajero. «¡Fuera!», gritó K., sin poderse contener, acaso hacia el teléfono, ya que entonces contestó alguien y se desarrolló la siguiente conversación: «Aquí Oswald. ¿quién allí?», se anunció una voz severa, altiva, con una pequeña falla de dicción, según le pareció a K. La voz intentaba superar ese defecto empleando aún más severidad. K. no se animó a dar su nombre. Ante el teléfono se sentía indefenso. El otro podía fulminarlo a gritos, colgar el auricular; y a K. se le habría cerrado un camino quizá no poco importante. La indecisión de K. impacientó al hombre. «¿Quién habla?», repitió, y agregó: «Sería muy de desear que de ese lado no telefoneasen tanto; hace un momento llamaron». K. no hizo caso de esta observación y contestó con repentina decisión: «Aquí el ayudante del señor agrimensor». «¿Qué ayudante? ¿Qué señor? ¿Qué agrimensor?». K. recordó la conversación telefónica de la víspera. «Pregunte a Fritz», dijo. Le asombró tener éxito. Pero más que por eso, se asombró por la unidad del servicio en el castillo. La respuesta fue: «Ya sé. ¡El eterno agrimensor! ¡Sí, sí! ¿Qué más? ¿Qué ayudante?». «Joseph», dijo K. Le molestaba un poco el murmullo con que sus palabras fueron recibidas por los aldeanos. Evidentemente no aprobaban que no se hubiese anunciado correctamente. Pero K. no tenía tiempo de interesarse por ellos, ya que la conversación lo tenía muy ocupado. «¿Joseph?», preguntaron de nuevo. «Los ayudantes se llaman…», hizo una breve pausa; evidentemente estaba preguntando los nombres a algún otro, «Artur y Jeremias». «Esos son los ayudantes nuevos», dijo K. «No. Son los antiguos». «Son los nuevos. Yo soy el antiguo, el que llegó hoy después del señor agrimensor». «¡No!», fue el gritó que se oyó. «¿Y quién soy, entonces?», preguntó K., tranquilo como antes. Y luego de una pausa, la misma voz, con el mismo defecto de dicción (era, sin embargo, como otra voz más profunda, respetable), dijo: «Tú eres el ayudante antiguo».

K., prestando atención a la sonoridad de la voz, casi pasó por alto la pregunta: «¿Qué quieres?». Lo que más le hubiera gustado entonces era colgar el receptor inmediatamente. Ya nada podía esperar de esa conversación. Solo forzadamente atinó a preguntar todavía, aprisa: «¿Cuándo puede ir al castillo mi patrón?». «Nunca», fue la respuesta. «Bien», dijo K., y colgó el auricular.

Detrás de él los aldeanos estaban ya muy cerca. Los ayudantes se ocupaban en contenerlos, dirigiendo a K. frecuentes miradas de soslayo. Sin embargo, todo parecía solo una comedia; por otra parte, los aldeanos, satisfechos con el resultado de la conversación, cedían poco a poco. En ese momento el grupo que formaban fue cortado por un hombre que se acercó desde el fondo, con paso rápido, e inclinándose ante K., le entregó una carta. K. la retuvo en la mano y se puso a contemplar al hombre, el cual, en ese momento, le parecía mucho más importante. Había un gran parecido entre él y los ayudantes: era tan esbelto como ellos, sus vestidos eran idénticamente ajustados; era igualmente ágil y movedizo, y, sin embargo, ¡tan diferente! K. habría preferido tenerlo por ayudante. Le recordaba, un poco, a la mujer con el niño de pecho que había visto en la casa del maestro curtidor. La ropa ciertamente no era de seda, era una prenda invernal como todas las demás, pero tenía el aspecto festivo y la finura de un traje de seda. Su rostro tenía una expresión clara y franca, grandísimos los ojos. Su sonrisa, extraordinariamente alentadora; se pasó la mano por la cara como si quisiese ahuyentar esa sonrisa, pero sin lograrlo. «¿Quién eres?», preguntó K. «Me llamo Barnabas», dijo. «Soy un mensajero». Al hablar, sus labios se abrían y cerraban virilmente, pero no obstante con dulzura. «¿Te agrada este ambiente?», preguntó K. señalando a los aldeanos, pues su interés por estos aún no había disminuido: con sus caras realmente torturadas –el cráneo parecía haber sido aplastado en la parte superior, formándose así los semblantes bajo el dolor del golpe recibido– con sus labios abultados y sus bocas abiertas se quedaban ahí mirando, y sin embargo no parecían ver nada, pues a veces se extraviaban sus miradas y, antes de retornar, se quedaban prendidas de algún objeto indiferente; y luego señaló, K. también a los ayudantes, que estaban ahí abrazados, apoyados mejilla contra mejilla y sonriendo, no se sabía si humilde o burlonamente; a todos estos señaló, como si presentase un cortejo que le hubiese sido impuesto a la fuerza por circunstancias especiales, y esperaba –había en ello cierta familiaridad y esto era lo que a K. le importaba acentuar– que Barnabas distinguiese en adelante, de una vez por todas entre él y ellos. Pero Barnabas –cierto que con toda inocencia, esto podía verse– ni siquiera entendió la pregunta; la aceptó como acepta un sirviente bien educado una palabra del amo destinada a él nada más que en apariencia; solamente echó una mirada en derredor, dócil al sentido de la pregunta; saludó mediante señas con la mano a conocidos entre los campesinos, y cambió algunas palabras con los ayudantes, todo esto con libertad e independencia, sin mezclarse con ellos. K. –rechazado, pero no avergonzado– volvió a ocuparse de la carta que tenía en la mano, y la abrió. Su texto decía:

Muy estimado señor:

Está usted, como ya sabe, aceptado para el servicio de Su Señoría. Su superior inmediato es el alcalde de la aldea, el cual le informará también acerca de todo lo concerniente a su trabajo y condiciones de salario, y al cual deberá usted, a su vez, rendir cuentas. Sin embargo, yo tampoco le perderé de vista. Barnabas, el portador de esta, irá de tiempo en tiempo a preguntarle sus deseos, y me los comunicará. Me hallará usted siempre dispuesto a complacerle, en la medida en que esto sea posible, pues me interesa que mis empleados estén siempre contentos.

La firma no era legible, pero junto a ella se leía: «Jefe de la X oficina». «¡Espera!», dijo K. dirigiéndose a Barnábas, y este se inclinó; luego llamó al posadero para que le mostrase su cuarto, pues quería permanecer un rato a solas con esa carta. Recordó al mismo tiempo que, pese a toda la simpatía que por él sintiera, Barnabas no era otra cosa que un mensajero, y le hizo servir un vaso de cerveza. Prestó atención a fin de cerciorarse cómo lo recibiría; por lo visto, lo aceptó de buen grado y bebió enseguida. Luego se retiró K. con el posadero. En aquella casucha no habían podido aprontar para K. otra cosa que una pequeña buhardilla, y aun esto tuvo sus dificultades, pues había que alojar en alguna otra parte a dos criadas que hasta entonces dormían allí. En verdad, no habían hecho otra cosa que sacar a las criadas; el cuarto, por otra parte, seguía sin duda en el mismo estado de antes; ninguna ropa blanca había para esa cama única, sino tan solo unas almohadas y una manta para caballos, tal como todo había quedado desde la última noche. En la pared, algunas estampas de santos y fotografías de soldados. Ni siquiera habían ventilado el cuarto; por lo visto, esperaban que el nuevo huésped no se quedaría mucho tiempo, y nada hacían por retenerlo; pero K. se conformó con todo; se envolvió en la manta, se sentó a la mesa, y a la luz de una vela, comenzó a releer la carta.