El cese - Miguel Juan Jiménez Rollán - E-Book

Beschreibung

El cese es la apasionante historia de un importante cargo público que, de la mañana a la noche, se convirtió en un ángel caído de la política, fruto de un terremoto incontrolable de pasiones, azares, obsesiones y trivialidades cruzadas tan vulgares como decisivas, tan imprevistas como habituales, tan inocentes como destructivas. Por El cese desfila una desconcertante y fascinante galería de políticos, periodistas, empresarios, artistas, cónyuges, amantes e histriónicos personajes que tejen, sin querer, y destejen, queriendo, la inexorable agonía de todo cargo público, en una trama repleta de tensión que ofrece una visión única y desconocida del mundo de la política donde nada de lo que se cuenta es real, pero todo lo que se cuenta ha sucedido.

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EL CESE

MIGUEL JUAN JIMÉNEZ ROLLÁN

Título original: El cese

Primera edición: Octubre 2023

© 2023 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Miguel Juan Jiménez Rollán

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Mercedes Galán

Maquetación: Mercedes Galán y Carolina Hernández A.

ISBN: 978-84-19495-86-0

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incororación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Mínima alma mía, tierna y flotante,

huésped y compañera de mi cuerpo,

descenderás a esos parajes pálidos,

rígidos y desnudos,

donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.

Todavía un instante

miremos juntos las riberas familiares,

los objetos que sin duda no volveremos a ver…

Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…

Memorias de Adriano, MARGUERITE YOURCENAR

4 de febrero – 18:53 h. Gastrobar «La Malcriada»

Huele a vinagreta hasta en los baños. Eduardo juraría que no solo se la echan a la rúcula con feta, sino que también la usan para fregar los azulejos de los lavabos. Ha entrado para frotarse las manos con jabón y quitarse la peste a polvo y aire viciado que todo lo asfixia en el Ministerio. Cuando regresa a la sala del bar, Almudena ya ocupa una mesa. Se ha puesto mechas rubias. Eduardo no piensa decir nada. Se vería obligado a confesar que no le gusta como le quedan. Prefiere la descortesía a la mentira.

No termina de saber muy bien por qué la ha invitado. No hace ni dos días que la ministra ha sido confirmada en el cargo. Ahora mismo no hay aún nada que vender ni tampoco mensajes que colocar. No hay tanta urgencia. Es cierto que de inmediato regresarán el fragor y la vorágine, y es necesario engrasar la maquinaria, pero debería reunirse con otros muchos periodistas antes que con Almudena, experta en la materia pero desaprovechada en el periódico económico para el que trabaja.

Afuera cae aguanieve sobre la embarrada acera. Eduardo pide un café solo. Almudena quiere una zero pero sin hielos.

–¿No prefieres un caldito? –bromea, torpe, Eduardo.

Aun así ella sonríe. Todo se ilumina y él cae en la cuenta de por qué la ha llamado.

Hablan del humor de la ministra, de vaguedades sobre la agenda estratégica, de la continuidad de Eduardo como director de comunicación del Ministerio, de la actitud de la oposición, del discurso apocalíptico de algunos medios de comunicación y, sobre todo, de la vinagreta, que todo lo impregna.

Al final se hace tarde. Eduardo tiene que volver al Ministerio. Almudena, decepcionada, se niega a irse con las manos vacías y lanza su última bala.

–Entonces, ¿no tienes nada interesante para mí? –Y sonríe, tan inocente como intencionada, tan aviesa como angelical, tan dulce como desatada, y Eduardo, pese a tantos años bregando, filtrando, manipulando y medrando, se siente empequeñecer, desesperado por querer agradarla, por pretender que la sonrisa siga dibujando su cara sin tener absolutamente nada que ofrecer.

–Dime al menos si en el equipo de la ministra van a ser confirmados todos en el cargo o si está en marcha algún cambio, anda –insiste la periodista.

–Bueno, a ver, mis informaciones, entiendo, son que, en principio, todo va a seguir igual –balbucea Eduardo, convencido de que esa información no vale nada, hasta que, frota que te frota su barbita cana y recortada, repara en la conversación de esa mañana en el despacho del jefe de gabinete, tan fugaz pero tan nítida que, dada la situación, no es capaz de callar–. A ver, todo, todo… Va a seguir igual prácticamente todo, claro, pero a lo mejor no todo… Que sepas, y eres la primera a la que se lo digo, que estaría sobre la mesa el relevar al presidente del ESTP.

Almudena abre sus inmensos ojos azules igual que pestañean los huracanes. Conoce al presidente del ESTP, su trayectoria, su peso reconocido. Su relevo sería un bombazo. Eduardo ve su expresión y se arrepiente al instante de lo que ha dicho. En verdad no hay nada todavía definitivo. Intenta matizar, pero el instinto de Almudena se adelanta.

–¿Y quién va a ser el sustituto?

–No, no, a ver; para nada es algo inmediato. Se haría con tranquilidad –se apresura a precisar, atorado al comprender que toca echar balones fuera y reducir las expectativas–. Por favor, de momento no publiques nada ni digas nada a nadie. Nadie sabe nada, y mucho menos los implicados. Cuando toque tendrás la exclusiva, te lo prometo.

Almudena asiente inconformista, resignada la mirada, y se marcha sin sonreír al naufragar la primicia. Se hubiera tomado con gusto la ensalada de rúcula con feta.

A Eduardo le entra en ese instante una llamada y, colgado del móvil, se queda frustrado sin la sonrisa ni los dos besos de despedida de Almudena. Maldice el estrés, las prisas, el no tener tiempo para nada ni para nadie. No hay hueco ni para descansar, ni para cuidarse, ni para ir al gimnasio… Visto lo visto, se alegra de haber resistido la tentación y no haber comido nada.

No volverán a verse las caras hasta muchas semanas después.

4 de febrero – 21:15 h. En la Redacción

Pasarán quince, veinte, treinta, cuarenta años y aquella sala seguirá siempre oliendo a tabaco al entrar. Antes el humo ardía tras las pantallas. Ahora llega retenido en los pulmones de quienes pasan las horas enviciados en las puertas para, con los bronquios henchidos, dosificar el hedor con cada exhalación.

Las tazas de loza con los bordes de café resecos pululan por las mesas, desportilladas y renegridas. Almudena enciende el ordenador. Le quema el relevo del presidente del ESTP. Necesita ya buscar la confirmación por otro lado. En cuanto lo consiga, Eduardo no podrá más que asentir y dejar hacer.

Juega nerviosa con el colgante que compró el verano anterior en su viaje a Malasia. Iba con aquel bombero barbudo que solo quería alardear. Le dio puerta hace quince semanas. Ahora, por fin, se siente feliz y liberada. El correo electrónico tarda en abrirse.

Opta por el teléfono. Tiene muy clara cuál va a ser su primera llamada, pero debe manejar el asunto con cuidado. Si hay algo, lo tendrá hecho; si no hay nada… pues nada. Pero, ¿y si hay algo y ha sido realmente la primera persona en enterarse? ¿Y si es cierto que ni en el ESTP ni en ninguna otra parte lo saben aún? Eduardo tendría fácil el señalarla por irse de la lengua, perdería su confianza y cerraría el grifo de las informaciones. «Es necesario dejar madurar un pelín la situación», se dice convencida. Además, todo podría descontrolarse por su culpa y, de rebote, que cualquiera le robara la exclusiva.

En el teléfono ya se escucha la señal de llamada, pero Almudena sigue ensimismada.

–¿Almu? –se escucha al otro lado de la línea. Su fuente siempre la atiende.

Almudena cuelga apresurada. «Mejor esperar, mejor esperar…», se autoconvence mientras, vacía, se lleva a la boca la taza.

4 de febrero – 21:53 h. Ministerio. 3ª planta

Cada puerta de madera tiene su barniz y sus grietas. Cada pomo, su óxido y sus cuatro tornillos de estrella. Cada quicio tiene su placa diminuta, donde, descascarillados, lucen los cuatro dígitos de cada despacho. Todas las puertas iguales, todos los pomos iguales, todos los quicios iguales y todas las placas iguales en pasillos interminables, laberínticos, iguales, como cada planta, como cada ala.

Solo cambian los números, que Eduardo nunca mira, y por eso ha pasado horas y horas de sus últimos cuatro años recorriendo desesperado aquel enlosado de mármol pulido y abriendo puertas tras las cuales nunca estaba la ministra. «Traidor edificio».

De noche es más fácil despistarse, es mayor el riesgo de bajarse del ascensor en la planta equivocada. Eduardo camina con tiento. Ya se han ido todos los ordenanzas. Abre la puerta. Se topa con la galería de retratos de quienes desde 1850 han gestionado invariablemente las mismas competencias. Acertó. Respira aliviado.

La de la ministra es la tercera puerta. Está cerrada. Brilla un flexo en el despacho contiguo. La calva de Guillermo, el jefe de gabinete, hace de pantalla. Eduardo entra sin llamar.

–¿Y la jefa?

–En una reunión del partido –responde el interpelado sin levantar la mirada de un cerro de papeles entrelazados con gomas elásticas. Se ha soltado la corbata. Los botones del chaleco amarillo, en cambio, le siguen taladrando el estómago.

–¿Te queda mucho?

–¿Por qué preguntas? –le corta Guillermo malhumorado, hastiado de otra noche más en vela. Eduardo vuelve a echar de menos la sonrisa de Almudena y recuerda lo de la exclusiva.

–Oye, ¿qué sabemos de lo del presidente del ESTP?

–¿Qué es lo del presidente del ESTP?

–Lo de su cese, ¿no? –duda.

–¿Y tú qué sabes de eso?

–Hablamos esta mañana.

–¿Y?

–Pues eso. ¿Qué pasa con el ESTP? –reitera Eduardo.

–No hay nada, hombre, que yo sepa no hay nada. No he hablado con la ministra de esto, pero no hay nada. Esta mañana he recibido una llamada, sí, lo hemos comentado, pero que yo sepa no tiene por qué haber nada.

–¿Quién te ha llamado?

–No importa.

–Dímelo, hombre.

–He dicho que no importa.

–Entonces, ¿nada? ¿Seguro? –insiste Eduardo agobiado.

–La gente se preocupa, a veces con razón. Pero que yo sepa y, en principio, no hay nada.

–¿Qué es «que yo sepa»?

–Si después de tantos años no sabes qué es «que yo sepa» es que sigues sin enterarte de cómo funciona esta historia.

–Nada entonces… –musita Eduardo.

–En principio nada.

El director de comunicación sale del despacho con el convencimiento de no haber medido bien los tiempos con Almudena. Debería llamarla para aclararlo todo, pero no está dispuesto a quedar como un perfecto idiota. Además, ella no se atreverá a publicar nada sin llamarlo antes, seguro, y, si publica algo, serán ella y su medio los que quedarán retratados. Eduardo lo negará todo. Que Almudena se las ventile como pueda.

5 de febrero – 16:50 h. Sede central del ESTP. Despacho presidencial

La caoba es tan asfixiante como adictiva. Al principio todo lo ciega y oprime, pero de inmediato su fragancia acuna, su crujido serena y su brillo contagia su magnificencia. Baudilio Serna ha vivido siempre con esa sensación. Primero durante más de dos décadas en el Congreso; después en la Secretaría de Estado de Hacienda y ahora como presidente al frente del ESTP, en ese despacho forrado de madera donde mantiene intacta su aura, sus 120.000 euros limpios al año y la capacidad para desplegar su amplia red de favores y contactos.

Las elecciones han sido duras y los pactos, un peaje tan humillante como necesario. Todo el mundo en el Ministerio se da por confirmado, pero Baudilio Serna no está tranquilo. Tal vez haya que tragar con sapos inadmisibles. No es de los que son capaces de permanecer impasibles durante semanas a la espera de que el ministro de turno se decida a ratificar cargo por cargo. No lleva cuarenta años en política para que ahora lo traten como a ganado y menos después de todo lo logrado en los últimos días. Aunque han pasado solo 48 horas desde que la ministra ha vuelto a prometer que cumplirá «fielmente sus obligaciones», Baudilio cree que es el momento de eliminar incertidumbres.

«Jefa –reza el mensaje que le acaba de mandar por teléfono a la ministra–. Quiero compartir contigo la satisfacción de haber cerrado esta mañana con los sindicatos el III Convenio Colectivo para trabajadores del ESTP. Mantuvimos una posición muy dura, pero lo hemos conseguido entre todos. Muchas gracias».

Bau, cariño, sabes que tienes todo mi apoyo, responde casi al instante la titular.

El presidente del ESTP se rasca nervioso las profusas y canas patillas. Ya sabe a qué atenerse.

7 de febrero – 12:45 h. Palacio de la Moncloa

Primer Consejo de Ministros ordinario tras la toma de posesión. Eduardo cruza un viernes más el arco de metales; sonríe nervioso un viernes más al policía nacional; se deja olvidado el móvil un viernes más en el bolsillo de la americana; la alarma suena estridente un viernes más; el policía nacional lo mira incrédulo un viernes más; Eduardo arquea la mirada suplicante un viernes más; el policía lo obliga a dejar el teléfono a un lado. Un viernes más. Sin piedad.

Toca foto oficial del nuevo Gabinete. Histeria de foto oficial. De nuevo la ministra irá a la segunda fila; de nuevo tendrá a los ciento noventa centímetros del presidente tapándole entera la cara; de nuevo deberá escorarse y echarse encima del ministro de Sanidad; de nuevo algún idiota bromeará con su «proximidad» con el ministro de Sanidad; mañana, de nuevo, las portadas del día le indigestarán el café.

–¿Qué es eso de que habéis firmado un convenio? –le espeta el secretario de Estado de Comunicación a Eduardo en medio de la sesión fotográfica. El dircom palidece. Ni idea de qué le habla.

–Vais a vuestra bola, siempre a vuestra bola, pero te juro que en esta legislatura no os voy a pasar una –sentencia a gritos el secretario.

Eduardo sale ciego del palacio. Casi choca con la ministra. Se suben juntos al coche oficial camino del Ministerio.

–¿Qué te pasa? –le pregunta la jefa, conocedora de cada una de las mil maneras que tiene Eduardo de fruncir el ceño. Son ya muchos años con él de escudero.

–Me ha caído el muerto por no sé qué convenio. ¿Es qué se ha firmado un nuevo convenio?

–No sé de qué me hablas… Bueno… Espera… Algo me comentó Bau esta mañana, pero vamos, que no hay nada; es un preacuerdo –responde la ministra sin darle la menor importancia.

–¿Bau? –pregunta Eduardo aún más enrabietado si cabe. «Bau», maldice para sí el dircom, harto de cómo se gestionan las cosas de comunicación en el ESTP y de la torpeza de su responsable, el señorito Eusamio.

10 de febrero – 09:05 h. Sede central del ESTP. Gabinete de Comunicación

Cada vez que llueve tierra en la capital los ventanales del ESTP se ciegan y el señorito Eusamio rabia por no ver nítida la pálida línea de la sierra en el horizonte. Por más tiempo que pase, no se acostumbra a la ciénaga gris de coches y zombis que pululan a los pies de esa décima planta que los sindicatos no supieron defender y que ahora tiene cegada su salida a la azotea, donde tantas colillas apagaban la nostalgia de su pueblo natal.

Pero es que es mucha seguridad la que otorga una plaza en el ESTP; da para muchas camisas, restaurantes, musicales, ginebras y, sobre todo, para muchas vueltas al mundo con los días de libranza que garantiza el convenio. Por eso, sí, al señorito Eusamio le repele el tufo a colonia barata que expele el roce de la moqueta del ESTP y por eso tiene siempre un paño y un bote de cristasol sobre el escritorio, como si de tanto frotar por dentro pudiera limpiar los cristales por fuera. Ahora bien, por eso mismo el señorito Eusamio tiene pegada y bien pegada al culo la silla de su despacho; de allí no le mueve nadie.

Ese lunes la primera llamada del día ha sido del Ministerio. Eduardo, airado, le ha preguntado por el convenio. Eusamio, impasible, ha interpretado en su mejor versión el papel de no tener ni idea. Realmente no la tiene, pero debe hacer que parezca lo que no es y que no sea lo que parece. «Es lerdo, interesado… Todo lo que tú quieras, pero en el fondo Eusamio es un maestro; ahí sigue, sobreviviendo», llegó un día a reconocerle el propio Eduardo a un compañero.

En cuanto a la segunda llamada de la mañana, ha sido más agradable, mucho más.

–¡Mi niña! –grita alborozado Eusamio con un deje tontorrón en la ñ tras ver el nombre de Almudena en la pantalla del móvil.

–¿Qué tal, Eusamio? –acierta a responder la periodista.

–Estupendamente, mi amor, estupendamente. ¿Qué necesitas?

–No, nada; saber cómo va por ahí todo. Cómo se presenta el horizonte ahora que la legislatura está desbloqueada.

–Pues, ya sabes, muchas cositas encima de la mesa y todo por retomar, pero como siempre. Iremos hablando. Claro que sí, iremos hablando de nuestras cosas estos días en adelante.

–Pero todo según lo previsto, ¿no?

–Claro, claro… –Pero Eusamio es perro viejo y en un momento dado capta cierto tono en la pregunta de Almudena y se activa–. ¿Me quieres preguntar por algo en concreto?

–No, no, no –se apresura ella para ir con tiento–. Ya me irás contando.

–Cuando quieras, mi amor, y no me olvido de que tenemos una entrevista pendiente desde hace meses con el presidente para tu medio.

–Sí, sí, claro…

–Un besote muy grande.

Y Eusamio cuelga paladeando aún la voz de Almudena y Almudena cuelga convencida de que si se está cociendo algo contra el presidente del ESTP, ni el señorito tiene la más remota idea ni es el momento todavía de que empiece a tenerla. «Despacio», se dice la periodista.

13 de febrero – 19:23 h. En la Redacción

Almudena tiene la pantalla del ordenador fundida en negro. El polvo no impide que haga de espejo y le devuelva el reflejo de las mechas. Le quedan fatal. En el fondo le da igual.

–¡Almudena! –grita el redactor jefe, y la saca de su ensimismamiento–. ¿No me dijiste que estabas con algo importante?

–Está aún verde, creo.

–Ya, pero ¿me lo vas a contar?

–Está verde –insiste la periodista, nerviosa por llevar varios días sin nada de relevancia que publicar. Por eso opta por enviarle un mensaje a Eduardo: «¿Va mañana lo del presidente del ESTP al Consejo de Ministros?»

El dircom ve el mensaje de inmediato. Parece claro que el Ministerio no prevé ningún nombramiento ni ese viernes ni, de momento, ningún viernes. No sabe cómo contestar sin quedar del todo mal. Opta por un guiño: «Tranquila. Cualquier cambio que haya serás la primera en saberlo». Relee el mensaje satisfecho; está perfecto. Almudena relee el mensaje esperanzada. «Algo hay».

14 de febrero – 14:53 h. Gastrobar «La Malcriada»

La ensalada de rúcula con feta flota en su mar de vinagreta en el plato de Almudena; potente, pero no está mal. Anda la sala llena de gente deseosa de poner fin a la semana junto a algún que otro ansioso que desea ir poniéndole ya el principio a la noche del viernes.

–¿Estás sola? –pregunta directo un moreno de jersey de pico.

–Y quiero seguir estándolo –contesta elocuente Almudena.

La periodista nota que le tocan en el hombro. Se vuelve airada. Odia que la toquen y no tiene ganas de aguantar a más pesados.

–Me quieres dejar en p… –comienza a gritar, pero enseguida adivina el borde de unas inconfundibles gafas de pasta.

–¡Almu! Preciosa, ¿cómo estás? Ay qué alegría.

La periodista se deja besar y embadurnar de perfume de vainilla, enredada en el resplandor de la piel de un despampanante Vuitton y en cascadas de bucles helénicos de reflejos dorados: «Eso sí que es un buen tinte», se dice mientras un sentido abrazo le mantiene atrapada.

–Me tienes olvidada total, Almu, que lo sepas; no me llamas para contarme nada –exclama Pilar Altet, aupada a unos mocasines de rebordes níveos como remate a esa sonrisa tan suya de dientes pulidos con bicarbonato.

–¿Qué haces aquí? –acierta a preguntar la periodista.

–Chica, pues como tú. No eres la única que se deja ver por los sitios de moda, como comprenderás. Que me tienes contenta, por cierto. Llevas semanas sin llamarme y para una vez que me llamas el otro día, me cuelgas.

–¿Yo? –responde Almudena con el tono más incrédulo posible.

–Claro que sí, rica. El otro día. Me llamas al móvil y yo venga a gritar «Almu, Almu…» y tú nada, ni caso. Que digo yo que a lo mejor plantaste tu precioso culo encima del aparato, pero vamos, que me quedé con ganas de hablar contigo.

«Y yo contigo», piensa la periodista, en sus horas de exclusivas más bajas y ante la que es su fuente más asidua, su garganta más profunda, una mezcla equilibrada entre empresaria, política, periodista y artista, con amigos en todas partes y, sobre todo, muchas ganas de saber y que se sepa. Encantadora y encantada, espontánea y segura de sí misma, ahí está Pilar Altet, alma de todas las salsas. De cómo conoció a Almudena jamás te contará la misma verdad.

–Eh, espabila. ¿No me dices nada?

Y entonces a Almudena se le ocurre que, puestos a seguir con las manos vacías, tal vez sea el momento de mover el árbol. Han pasado ya diez días y dos reuniones del Consejo de Ministros. Si Pilar sabe algo es el momento de aferrarse a ello y presionar a Eduardo. Si Pilar no sabe nada, morirá de ganas por lanzar su brújula a diestro y siniestro, y pronto habrá caldo de cultivo necesario para que el dircom cumpla su promesa y se lo cuenta a ella la primera. El peligro es siempre que el rumor se desmande demasiado. Almudena respira y bebe un trago de su zero, más caliente que nunca.

–¿Tú has oído algo del presidente del ESTP?

–¿De Baudilio Serna? Hija, por oír se oyen muchas cosas y de todo el mundo, pero vamos, ahora mismo, qué te puedo decir, lo saludé no sé dónde la semana pasada. Chica, ya sabes como es. Viviendo como un rey que está ahora, y más que va a estar.

–No sé yo. ¿Tú no has oído nada de que se lo van a cargar?

–¿Cómo? ¿A Bau? ¿Eso quién te lo ha dicho?

–Fuentes de primera mano.

–¿Cómo de primera?

–Primera y directa. Yo no pregunté por él, solo si había cambios previstos en el Ministerio. Me dijeron que no va a haber… salvo el presidente del ESTP. Textualmente, su relevo está «encima de la mesa».

–Me dejas muerta, chica. Te juro que no sé nada, pero déjame preguntar, ¿vale? Y me voy, que tengo abandonada a mi gente. Te digo algo en cuanto me entere.

De golpe, Almudena se queda sin vainilla. Al menos, ahí sigue la vinagreta.

17 de febrero – 06:59 h. Sede central del ESTP. Despacho presidencial

Se ha muerto el conde Ramos. Flota viscoso e hinchado, mecido suavemente por las burbujas del respiradero. Debió ser pronto porque los ojos están a punto de reventar los párpados. Las vetas parduzcas brillan crecidas en su estómago, desafiante por encima de la línea de flotación. Todo fluye ignorante a su alrededor, todo menos el rostro horrorizado de Baudilio Serna, que primero aprieta los dientes, pero luego grita enfurecido:

–¡Eusamio! ¡Eusamio!

El señorito no aparece hasta dos horas después. Si hay que madrugar, que lo haga quien más cobra. Lo avisan nada más cruzar por la puerta, aunque enseguida adivina lo que ha pasado. Se adentra en el despacho presidencial.

–Buenos días, presi.

–No lo son.

–Imagino lo que sucedió. Estas cosas pasan.

–Pues por eso mismo es la última vez que pasan.

–Ya hemos hablado de esto.

–Y por eso vas a mandar retirar el acuario esta misma mañana.

–Le da un toque de distinción superior a la sede.

–¿Te parece distinguido que cada vez que entro a trabajar me tenga que encontrar con peces flotando?

–Hacía ya tiempo que no se moría ninguno.

–Que no, hombre, que no quiero ver muertos en mi despacho y no quiero entrar cada mañana pensando en si habrá algún fiambre flotando.

–Son solo pececillos.

–Como mi brazo de largos.

–Es lo que tiene la distinción.

–A la mierda la distinción. Al final soy yo el que tengo que meter la mano todos los días para sacar el pescado.

–Yo lo haría encantado.

–¿A qué hora, eh, a qué hora? Mira, o retiráis hoy el acuario o retiráis hoy o el acuario o, perdona, lo voy a decir mejor: ¡retiráis hoy el acuario! ¿Está claro?

–¿Quién se ha muerto hoy? –pregunta conciliador Eusamio.

–El conde Ramos.

–Pobrecillo.

–Pero ¿te das cuenta? –estalla el presidente–. Si es que hasta les ponéis nombre a los pescados. ¿Cómo quieres que no me entren náuseas cada vez que me los encuentro flotando?

–Tranquilo, presi, tranquilo. Quitaremos el acuario. Ya bastante tensión tiene el cargo. Lo entiendo.

–Tensión ninguna.

–Venga, presi, que estos días son complicados, y encima los cargos siguen sin estar confirmados.

–Será el tuyo. –Baudilio levanta los ojos del Diario y clava sus cejas en la frente del señorito.

–¿Es que ya has hablado con la ministra?

–Lo vas a ver tú mismo. Me escribió un mensaje hace días.

El presidente toma ceremonioso el móvil, desliza con elegancia el dedo índice sobre la pantalla y la aproxima al rostro del señorito. Lo leen juntos: «…Sabes que tienes todo mi apoyo…».

–Está claro pues –sonríe Eusamio–. Viento en popa. Y tranquilo, presi, quitaremos el acuario. Aun así, ¿qué hizo con el conde Ramos? Me gustaría enterrarlo.

–Vete al carajo, Eusamio.

El señorito sonríe. Fuera, la secretaria lo espera impaciente.

–¿Qué? ¿Noticias?

–Una buena y una mala. La mala es que nos quedamos sin acuario. La buena es que tiene un mensaje de la ministra y está confirmado.

–Mira qué bien. Con un mensaje. Fenomenal. No tengo ninguna gana de cambios.

Dentro del despacho, el presidente regresa a la lectura del Diario, que es lo que realmente le indigestó la mañana. El acuario no fue más que la mecha. Los pactos de Gobierno escupen sin cesar una sarta de cambalaches, chantajes y ocurrencias donde, entre decenas de barbaridades, aparece de corrido la cesión de competencias del ESTP. Tal vez Baudilio debería olvidar lo que habló en campaña con el secretario de Estado, aunque ahora mismo lo único sensato es la paciencia.

La cola del conde Ramos asoma aún gelatinosa por el borde de la papelera.

19 de febrero – 10:33 h. Club Burton

Pilar Altet desayuna serena. El dedo meñique levita al borde de la taza. La espuma de la leche rebosa sobre el corto de café expreso. Una tostada se enfría bajo una tenue capa de mermelada provenzal de framboise. Las notas de «Suspiros de España» envuelven la sala, forrada de novelas de cartón piedra. Al fondo la barra y por doquier los sofás, aburridos en su satén de tapicerías prietas.

Vibra el teléfono y se desliza por el diario desparramado sobre la mesa. Casi al borde y sin levantar la vista de su tableta, Pilar estira el brazo y, en el momento de despeñarse, el móvil cae sobre su mano.

Deja que siga vibrando absorta en la lectura. Devuelve el café a su sitio y se acaricia las puntas de la melena. Es su manera de liberar la tensión por lo que está leyendo. De reojo adivina de quién es la llamada perdida. Llaman de nuevo. Lo coge.

–Gonzalo, querido. Estoy desayunando. ¿Alguna novedad por ahí?

–Pues como te dije ayer, cero. Aquí en la casa nadie sabe nada. Todo lo contrario.

–Gracias. Mira, ahora mismo estaba leyendo lo de las competencias en la tableta. Ya hablamos luego, que estoy en mi momento «desayuno» y además hoy no es un buen día. –Y cuelga. Gonzalo es un viejo conocido de sus primeros años de vida profesional, bien posicionado desde hace tres años en el ESTP. Si no ha escuchado nada es que no hay nada, concluye Pilar.

La mano derecha vuelve al cabello. Trenza un bucle denso, como el del peinado que enmarca su rostro en el retrato abstracto que preside la casita familiar en «El Torazu», pintado por Lucio Ferraola, de cuerpo presente desde las diez de la mañana en un catafalco de la Real Academia de Bellas Artes. La estupenda cena de la noche anterior en «El Micuit» se había emborronado porque la interrumpieron en mitad de los guisantes con pularda en cuanto encontraron los pinceles de Lucio desparramados por el suelo del estudio y palparon su mano endurecida; nada que ver con el tacto gomoso de cuando bebía de más. A Pilar se le pusieron los ojos rojos tras recibir la llamada.

–¿Qué pasa? –preguntó su marido.

–Se ha muerto el pintor Lucio. Vámonos a casa.

–Chica, sigamos cenando, por Dios. Entre pintores, escultores, periodistas, escritores, políticos, actores, presentadores, bailarines, cantantes, condeses, marqueses… Todos los días se te muere alguien; vamos a berrinche por hora. No se puede conocer a tanta gente, Pilar; es que no se puede vivir.

–Qué sabrás tú de gente –le respondió dolida.

Se pasará por la capilla ardiente allá a las doce. Antes aquello estará desangelado. Lo único que le consuela de los muertos es el poder encontrarse y reencontrarse con mucha gente. En este caso, además, Lucio ya estaba mayor y ha sido un infarto. Nada hay que abundar al respecto, así es que todo discurrirá sin dramas entre besos, muecas pesarosas y conversaciones más que animadas.

Ni una palabra sobre Lucio en los periódicos. «Qué pena», piensa Pilar, aturdida de página en página por tanta literatura sobre el acuerdo de Gobierno y tanta cesión de competencias. El caso es que debería hablar con Almudena. Tiene tiempo. Llama.

–¿Almu?

–¿Qué tal, Pilar?

–Pues aquí, hija, un poco hundida, que se ha muerto Lucio y estoy haciendo tiempo para ir al velatorio. Que ya he visto que no habéis publicado nada, pero vamos, ni vosotros ni nadie, que no me extraña por la poquita sensibilidad con la cultura que tenemos en este país. En fin, una pena lo de Lucio. A todo esto, que yo te llamaba por otra cosa, hija; que me tienes intrigadísima con lo del presidente del ESTP, pero intrigadísima.

–Ya…

–Es que nadie sabe nada, nadie. Ahora mismo he vuelto a colgarle a Gonzalo. Te acuerdas de él, ¿verdad? Y me dice que allí en la casa nadie tiene ni idea. Vamos que no hay nada, pero claro, si a ti te lo han dicho…

–Ya…

–Es más, anda el presidente enseñándole a todo el que lo quiera leer un mensaje de la ministra confirmándolo en el cargo. Gonzalo dice que a él no se lo ha enseñado, pero que muchos de la casa lo han visto. Le dice la ministra que tiene todo su apoyo; vamos, que de relevo nada de nada.

–Ya…

–Si hay algo, allí desde luego están en fuera de juego, ya te lo digo yo, pero vamos, me extraña, y más con Baudilio, que tiene las espaldas bien cubiertas. Ni con agua caliente lo mueven de allí, tan feliz que está con su acuario y sus pececillos, que dicen que hasta les pone nombres.

–Ya…

–Menudos berrinches se coge cada vez que se le mueren. Como no tiene otras preocupaciones… Aunque lo que se está cociendo con las competencias debería preocuparle. No sé si le acabará tocando al ESTP, vete tú a saber con este Gobierno, pero vienen curvas, te lo digo yo.

–Ya…

–Es que estos ya sabes como son. Les da igual todo. Por eso tú me dices que se quieren cargar a Baudilio y también me lo creo. Anda que no tienen siempre compromisos a los que recolocar. Pues seguro que ahora tienen a alguien a quien meter con calzador y están dándole vueltas, seguro.

–Ya…

–Cómo son. En fin, hija, que llevo un día de pena total. Voy a seguir desayunando y me acerco al velatorio de Lucio. Cuídate. –Y Pilar Altet cuelga.

Almudena se queda con la despedida en la boca, más o menos igual que estaba, y encima no tiene mucha idea de quién es Lucio.

19 de febrero – 12:23 h. Real Academia de Bellas Artes

Alguien ha abusado de los jacintos en las coronas, pero Pilar Altet observa satisfecha el río de flores dispuesto en el salón de actos. El ataúd de Lucio brilla cerrado en el escenario bajo el Felipe V pintado por Jean Ranc. «Qué ironías», se dice Altet al ver a dos pirómanos involuntarios en el mismo plano. Del pintor francés se sabe que en sus aposentos del Alcázar de Madrid brotó el fuego que quemó las colecciones reales. De Lucio muy pocos saben que su amor a la pintura surgió al ver a su padre llorar aterrado, tras haber prendido el sofá con una vela de cumpleaños y haberse salvado el Sorolla familiar de milagro.

Ese cuadro, de barcas con velas henchidas y viejas remendadoras de redes prietas, lo escondía Lucio en su estudio. Pilar solo lo había visto una vez. Ahora caerá en manos de su hija, Iria. Está sentada en una esquina. Perfil adusto, tez acartonada. Tan joven, tan frágil, mareada por los jacintos y ver que todo el mundo habla y nadie dice nada.

Pilar observa complacida que alguna tele se ha dejado caer. Habrá avisado la Real Academia. Cambia sus gafas de pasta por una montura de cristales opacos, que aun así dejan ver sus cejas perfiladas.

Saluda efusivamente al alcalde, charla animadamente con el jefe de gabinete del ministro de Cultura, comparte confidencias con el presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, reprende al director de la Real Academia por la tardanza en trasladar el fallecimiento a la opinión pública, recuerda vida y obra del pintor de la mano de la condesa viuda de Altares y, sobre todo, actualiza la última hora del Madrid social y político, al que Pilar Altet intenta ponerle pimienta arrojando la caña del relevo en la presidencia del ESTP. Como quiera que en el primer corro la cara de incredulidad y desinterés es la tónica reinante, en el siguiente rondo ni lo intenta.

Transcurridas dos horas, los «estiletos» le agujerean los talones y comienzan a subirle los sudores. Es hora de irse, no sin antes toparse con Marcial Ocampos, periodista, cheposo y encantador, que interrumpe su conversación con un conocido diputado pues no quiere dejar de saludar a Pilar.

–¿Te vas ya?

–Sí, hijo, no aguanto más. ¿Tú qué tal? ¿Cómo va esa columna de postín en el Diario?

–Ahí va. Por cierto, ¿tú sabes algo del presidente del ESTP?

–No me digas que tú también lo has oído –responde alterada la Altet.

–Algo.

–Pues solo te puedo decir que el runrún está ahí y creciendo.

–Te creo.

–Si sé algo más te llamo y te cuento cositas, ¿vale?

–Claro.

Ocampos pone las dos mejillas, mientras Pilar Altet las embadurna sonora con su pintalabios. Él se retira satisfecho, pues no hay mejor lugar para rascar algo que un entierro. Ella se marcha más convencida aún si cabe de que la fuente de Almudena es buena. Lo que no sabe la Altet es que Ocampos le ha escuchado lo del presidente del ESTP a un gordo calvo de bigotes lacios, que a su vez lo ha oído en boca de la directora de la galería Marlborough, que se lo ha cazado al vuelo al presidente del Constitucional, al poco de que este se lo oyera contar sin mucho interés a una tipa de cabellos dorados, Vuitton kilométrico y cristales opacos en un corro nada más arrancar el velatorio. El rumor le ha regresado a Pilar como un boomerang en apenas unos minutos.

Desde el final de la sala, le lanza el último beso a Lucio y regresa con la mirada al cuadro de Felipe V. Los bucles pintados por Jean Ranc le dan un poco de grima. Ya le gustaría al monarca una peluquería como la que ella frecuenta junto a El Retiro. Del viernes no pasa lavar y marcar.

21 de febrero – 12:45 h. En la Redacción

Almudena tiene comprobado que es más difícil acostarse con un compañero de trabajo que enamorarse de él. Cada vez que sale el tema entre cervezas y mojitos sus amigas se ríen de ella por lo mismo.

«Ya está Almu con su teoría del amor y el sexo» es el grito de guerra y, a partir de ahí, acoso y derribo. Sobre todo cuando la cosa empieza a ponerse tensa y alguien chilla con despecho: «Cállate, rica, que si yo tuviera tu cara y tu cuerpo también perdería el tiempo con filosofías». A lo que Almudena siempre contesta que «a la miel solo acuden las moscas», para recibir una respuesta eterna: «Lo mismo que a las boñigas».

La noche anterior se hubiera acostado con José Antonio, sin más intención que besar, acariciar, sudar y dormir. Claro que, después de la enésima copa con su compañero de mesa de Redacción, Almudena había constatado que, una vez más, antes de desearlo se había enamorado, lo cual la obligaba, según su particular criterio, a cambiar el orden de los factores en la relación, es decir, proseguir con calma y quedarse, una noche más, sin cama.

El problema es que nunca terminaba de confesar a sus conquistas lo que bullía en su interior y le pasaba como esa mañana, que estaba allí, delante de José Antonio, en silencio, con la misma tensión pero sin haberse acostado; y la misma depresión, pero sin haberse todavía amado.

–¿Todo bien? –pregunta José Antonio recién llegado, mentón cuadrado, ojos profundos, sonrisa encantadora, pero Almudena hierve en su frustración y no levanta la cabeza. Aun así necesita hablar con él por compartir con alguien mil y una banalidades y encontrar un refugio cómplice en aquel campo de batalla que es día a día el periódico, entre envidias, ambiciones y puñaladas.

Allí la gente solo se habla para lanzar proclamas o exhibir exclusivas, como si el camino para encontrar los principios y las noticias fuera una pista expedita. Las dudas y los miedos nadie los confiesa, y mucho menos a los jefes, volcados en cortar y pegar los resultados en las portadas.

Los mientras y los durante se los come con heroicidad cada redactor, y eso es lo que peor lleva Almudena, que desesperada busca confesores al mismo ritmo que acaba con ellos, por amor y por deseo o por deseo y por amor; no es cuestión de seguir aquí discutiendo el orden.

«¿Qué hago?» es su frase preferida, y no porque no sepa qué hacer, sino porque para ella las decisiones son siempre mejores cuando se verbalizan. Esa mañana se remueve ante la pantalla desesperada, con un afán loco de cortar por lo sano con esa maldita primicia del ESTP. Necesita contárselo a José Antonio y, a partir de ahí, sin perder el tiempo en respuestas complacientes, llamar a todos los implicados, reventarlo todo y que se ponga el sol por donde quiera.

–¿Mucho lío? –insiste José Antonio, que se ha permitido rellenar su taza con café.

Ella lo huele en la distancia, pero resiste enfurruñada y calla. Al final duda y comienza a tomar decisiones.

–Gracias por el café.

Primero, enésimo mensaje de móvil a Eduardo y enésima respuesta del director de Comunicación: «Nuestro Ministerio no tiene previstos hoy nombramientos en el transcurso del Consejo de Ministros».

Segundo, enésima llamada a Pilar. Sigue sin saber nada, pero «el runrún está en la calle; ya hay más personas que me lo han dicho», le recuerda tras los corrillos en la capilla ardiente de Lucio. Almudena siente que debe acelerar.

Por eso, tercero, llamada a Adelardo Serrano, presidente de la patronal sectorial CONFENIM, por si suena la flauta y para que, como mínimo, comience a circular el asunto con visos de realidad, aunque eso implique perder el control. «Eres la primera persona que me comenta algo al respecto y no puedo negarte que, en cambio, ya han sido varios los que me han dicho lo del mensaje de la ministra dándole su respaldo. ¿Que si se quieren cargar a Baudilio? Yo ya no me extraño de nada, aunque nos ha convocado a una reunión para el jueves, pero, vamos, si tú lo dices, pues seguro que se lo quieren ventilar», responde el empresario.

Cuarto y último, llamada al señorito Eusamio, con el cuchillo entre los dientes y a tumba abierta. Algo tienen que saber en el ESTP, algo tienen que olerse. No pueden estar haciéndoles la cama y no enterarse de nada, se convence Almudena.

–¿Eusamio?

–Mi amor, ¿cómo estás?

–Oye, te quería preguntar…

–Qué alegría escucharte.

–Sí, para mí también, es que quería preguntarte…

–Precisamente quería hablar contigo ahora mismito.

–Sí, sí, yo también porque…

–Acabo de salir de reunirme con el presidente y, mira, te digo, ahora tenemos cuatro semanas por delante muy intensas. Vamos a cerrar lo del convenio, vamos a poner en marcha aquello del real decreto ley que tú bien sabes, están pendientes de presentar los fondos que se quedaron en el aire con el lío de las elecciones, y para lo que ya estamos preparando un acto chulísimo que te contaré próximamente… Te haces a la idea, ¿verdad?

–Claro, entiendo, pero yo te llamaba…

–A eso voy, cariño, que sé por lo que me llamabas y como ya ves que tenemos tanto lío y hay que contarlo todo bien, lo mejor es que el presi se siente tranquilo contigo cuando todo pase para analizar estas cuestiones y darles la perspectiva adecuada. Por eso he cerrado la entrevista con la secre y con él para que nos veamos aquí en la sede del ESTP el próximo 9 de abril.

–¿¿El 9 de abril?? –intenta aclarar Almudena desconcertada, pues faltan más de siete semanas.

–Sí, señorita. El 9 de abril. ¿Algún problema, mi amor?

–No… no… ninguno…

–Pues agenda bloqueada. Serás la primera. Te voy informando de todo lo demás. Que usted lo pase bien lo que queda de día, besitos. –Eusamio se repantiga en su silla del despacho y cuelga henchido y satisfecho el aparato.

Pasados dos minutos Almudena sigue con el móvil en el oído, paralizada. «No es que en el ESTP no sepan nada del relevo; es que están haciendo planes mientras siguen subidos en la más absoluta parra. Tiene pinta de puñalada por la espalda… o que todo es una milonga», se dice. Llama directamente a Eduardo. Ni responde ni devuelve la llamada. Se pone nerviosa. Ante ella cruza el redactor jefe.

–¿Qué pasa con ese temita guay que tenías entre manos?

–Estamos a puntito del desenlace... –miente.

–Ya… o sea, que no tienes nada.

–No, no es eso. Es que todo va muy lento.

– ¿Todo o tú? ¿Quién va lento?

–El Ministerio… Tú conoces cómo funcionan allí… –Y Almudena se enreda entre justificaciones hasta que tiene una idea y se le abre el cielo–. De cualquier forma, podemos ir agitando el manzano.

–¿Cómo?

–Te ofrezco un «confidencial» para el domingo.

–¿Vas a quemar así tu tema?

–No, voy a encender la mecha.

–Muy bien; me gusta. Espero tu «confidencial» el domingo.

Almudena se quita la presión. Por fin sonríe. José Antonio ha estado escuchando toda la conversación desde su mesa. Ella se rinde ante la complicidad de su media sonrisa y, eufórica, no piensa lo que dice.

–¿Por qué tú y yo no nos acostamos anoche, José Antonio?

Palidece mientras se escucha, pero José Antonio, aunque traga saliva, anda rápido de reflejos.

–Según tu teoría, porque ya te has enamorado.

Ella agacha la cabeza azorada.

23 de febrero – 08:00 h. En portada. Sección de Opinión del Diario

Confidencialmente.

Mientras ministros nuevos y viejos andan estos días desesperados por colocar y recolocar sus piezas, hay un departamento del Gobierno con poca altura pero mucho peso donde a estas horas de la mañana sigue brillando el silencio. No se fíen. Allí los cambios van a fuego lento.

24 de febrero – 10:53 h. Pasillos del Ministerio

Hay una máquina expendedora en el Ministerio que tiene cacahuetes recubiertos de chocolate. Máquinas con sándwiches, patatas, bebidas, chocolatinas y mil zarandajas las hay en todas las plantas, en todos los pasillos, en todas las esquinas, con productos prácticamente iguales y de las mismas marcas. Ahora bien, en una máquina hay cacahuetes, solo en una, y Eduardo nunca se aprende dónde se halla.

Esa mañana ya ha recorrido enteras la tercera y casi la cuarta planta. Si la búsqueda no prospera dejará la quinta para la tarde.

Sus Monk marrones se deslizan sigilosos sobre las losas de mármol, pero no logran nunca cuadrar el rompecabezas de localizar una planta de plástico de hojas grandes, junto a una mesa de ordenanza como haciendo esquina, frente a un baño de hombres con el cristal de la puerta rajado y adosado a un mapa polvoriento de marco repujado.

Esa mañana creyó ya dos veces haber encontrado las coordenadas, pero allí no había ninguna máquina.

Lleva pegado en la mano un cuaderno abierto de anillas verdes. Con él se siente seguro. Así siempre da la sensación de que va a alguna parte. El sudor de la palma hace rato que ha borrado la tenue cuadrícula de la primera página. Sobre ella aparece solo una palabra subrayada.

Entre los despachos 475-A y 475-B escucha un inconfundible taconeo a sus espaldas. Paralizado, siente como los pasos se aproximan, pero luego giran. Rendido a la pleitesía, decide retroceder y doblar la esquina. Lo primero que ve es una máquina y, frente a ella, a la ministra.

–¡Jefa!

–¿Qué tal, Eduardo? –responde ella sin levantar la vista.

–¿Matando el hambre?

–Sí, por no matarte a ti.

–¿Y eso? –sonríe nervioso Eduardo.

–Tú sabrás –responde la ministra con los ojos en bucle de la máquina a la mano de Eduardo, de la mano de Eduardo a la máquina y de la máquina al cuaderno y a su sudada primera página.

Se hace el silencio, hasta que monedas, goznes y resortes componen su sinfonía y se escucha el golpe definitivo del producto en su caída.

–¿Tú sabes en qué Ministerio los cambios van «a fuego lento»? –pregunta capciosa la jefa, con la mano encajada en la trampilla y sin terminar de sacar lo que ha comprado.

–Ni idea… No tengo ni idea.

–Ya…

Y no hay más. Regresa la ministra por donde ha venido, mientras a Eduardo le quedan muy claras las conclusiones de la jefa tras leer el dichoso «confidencial». A él también se le atragantó el café el domingo. En cualquier caso, ¿estará molesta porque lo de los cambios es un invento o porque se está corriendo la voz antes de tiempo? Cuando quiere volver a posar la mirada en su diminuta espalda de altivas hombreras, la jefa ya solo es su taconeo y una bolsa que se rasga. A Eduardo le llega nítido en la distancia el olor a cacahuetes de chocolate. Se abalanza sobre la máquina. Eran los últimos.

La ministra los mastica contrariada, sin dejar que se derrita la cobertura. Ha leído la palabra en el cuaderno de Eduardo: «Almudena».

24 de febrero – 11:01 h. Sede central del ESTP. Despacho presidencial

Baudilio lo recuerda con un cabezón enorme coronado por una persiana áspera que nunca le tapaba la calva. Las bolsas de los ojos se le amorataban según el humor, como los surcos de las comisuras de los labios, hinchados pero afables. Caminaba encorvado porque se sentía más alto de lo que ya de por sí era y creía rozar todos los marcos de las puertas en aquella antigua sede del Ministerio de Hacienda.

Con los años solo volvió a ver a Ludivinio Cortés dos veces: una mañana, ya jubilado, aferrado a una barra de pan y caminando torpe y desaliñado por la calle Fuencarral; y la noche en que acudió a su despacho para hacer el relevo al frente del ESTP.

Andaba Cortés con la corbata aflojada y con aquellas camisas que parecían arremangadas, pero que en el fondo le quedaban cortas. De la frustrante conversación con su predecesor, Baudilio solo recuerda que le habló del cuadro, henchido, detenido en cada pincelada, en cada forma, en cada color y una misma palabra cada dos frases: «Lucio», «es un lucio», «porque los lucios», «cuando se descubre a Lucio…».

Tantos años después, Baudilio sigue teniendo el «lucio» frente a su mesa del despacho. Reconoce que, cada vez que recibe una visita, todas las miradas se dirigen al acuario. Temeroso de que en cuestión de minutos otro pescado ande ya flotando, se cruza de espaldas y señala determinante al «lucio» y habla de cada pincelada, de cada color, de cada forma. En el fondo envidia a esos ministros que pasean por sus aposentos y, pedantes, relatan los episodios históricos y las anécdotas de cada rincón de cada sala. A Baudilio Serna, en su sede de hormigón y cristales, solo le cabe hablar del Lucio y, eso sí, dejar que cada cual interprete lo que quiera.

Porque el cuadro no deja nada a la imaginación y lo deja todo. Es como un gran huevo reventado contra una pantalla. Y punto. Luego solo queda ahogarse en la histeria freudiana de cada mancha.

Hay una que martiriza al presidente del ESTP, como a mitad del cuadro, a mano izquierda, donde su vista se posa sin control cuando, tenso, levanta la mirada del ordenador.

Estuvo en el ESTP hace un par de semanas su nieta, porque alguien le contó que el abuelo era importante, y cayó en la tentación de preguntarle qué veía en aquella mancha.

–La varita de una princesa con una estrella en la punta –le dijo Rosiña, que es como la llama la abuela.

Ahora Baudilio, avanzada la mañana, sigue clavado en la mancha y desesperado busca la varita y la princesa, preocupado porque todo progresa muy despacio, demasiado, como el silencio en el Ministerio, como la inútil sutilidad de la prensa, como la venenosa senda de los pactos. Hay que hacer algo, algo, algo…

–¡Eusamio!

–Sí, presi.

–¿Cuándo hemos convocado a la patronal y a los sindicatos?

–Eso pregúnteselo a la secre. A mí usted no me ha dicho nada.

–¿Tú te enteras de algo de lo que pasa en esta casa?

–Cuando pasa.

–Ah, claro... –responde contenido el presidente–. Vete a enterarte y me dices.

Tras el grito, Eusamio había entrado al despacho con fastidio. Tras la conversación salió aún con más fastidio. Regresa ahora al despacho ya fastidiado y volverá en unos instantes a salir harto.