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Potente colección de relatos de diferentes autores que siguen la estela de los llamados Mitos de Cthulhu, creados por H. P. Lovecraft, en especial las obras centradas en el dios Nyarlathotep. Estas historias y poemas nos presentan aproximaciones a la figura del dios, relatos cortos que giran en torno a su figura y poemas inspirados por esta criatura ficticia del imaginario lovecraftiano. Una interesante colección tanto para los iniciados en la materia como para quienes quieran empezar a degustar el universo de H. P. Lovecraft.
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Seitenzahl: 572
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Robert M. Price
Translated by Manuel de los Reyes García Campos
Saga
El ciclo de Nyarlathotep
Translated by Manuel de los Reyes García Campos
Original title: The Nyarlathotep Cycle
Original language: English
Copyright © 1997, 2022 Robert M. Price and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728363010
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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La teología de Nyarlathotep
De todas las deidades inventadas por H. P. Lovecraft, puede que Nyarlathotep sea la más sugerente y enigmática. En En busca de la ciudad de sol poniente se dice que Nyarlathotep asume un millar de formas, y el abigarrado empleo del personaje por parte de Lovecraft a lo largo de toda su obra resalta este aspecto. La imagen de Nyarlathotep se nos presenta como si estuviera refractada en infinidad de facetas parciales yuxtapuestas, algo parecido a un cuadro cubista: precisamente porque el ojo no puede construir una sola imagen, el espectador siente de alguna manera que se encuentra en verdad ante la realidad afacetada del ser. Pese y empero gracias a esa refracción multiplicada, se sienta una unidad subyacente a la multitud de apariencias de Nyarlathotep. De este modo constituye algo parecido a un microcosmos dentro del conjunto de los Mitos de Cthulhu, como si se tratase de los restos confusos de antiguos ciclos mitológicos reales. Cuando hace de Nyarlathotep una entidad de forma multiplicada, está empleando un recurso mitológico que aparece, entre otros lugares, en los primeros mitos cristianos. En los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, Jesucristo se aparece ante sus discípulos, antes y después de su resurrección, investido de distintas apariencias físicas simultáneamente de modo que, por ejemplo, cuando Jaime y Juan ven que Jesús los conmina a abandonar sus redes para seguirlo, Juan lo toma por un joven imberbe, mientras que Jaime ve ante sí a un anciano calvo y con barba. Nada más contrastar opiniones la imagen de Jesucristo cambia de nuevo. Este elemento de polimorfismo implica que esta deidad carece de forma verdadera, que todas sus formas, y en definitiva todas las formas de todos los seres, son meras ilusiones. La verdadera realidad, según la doctrina budista, está más allá del Namarupa, más allá del Nombre y la Forma. Lo mismo ocurre con Nyarlathotep, que es a la vez el “alma y mensajero” de los “Otros Dioses, ciegos, mudos, tenebrosos y estúpidos” por una parte y “su Caos Reptante” por otra. Con esta estrafalaria colección de epítetos, Lovecraft nos proporciona las pistas necesarias para escudriñar los arcanos ocultos, las Profundidades de Nyarlathotep.
Lovecraft tenía un don especial para confundir a sus lectores y corresponsales con verdades a medias cuando se trataba de explicar el origen de las diversas palabras y nombres que había acuñado. Según afirma Will Murray, HPL habría aseverado tajantemente que Arkham estaba inspirada en Salem, Kingsport en Marblehead, Dunwich en Wilbraham-Monson-Hampden, región de Massachusetts, e Innsmouth en Newburyport, pero el escrutinio de las historias y el mapa revela que Arkham se inspiraba en realidad en Oakham y Nueva Salem, Kingsport en Rockport, Dunwich en Greenwich, e Innsmouth en Gloucester. Del mismo modo, aunque Lovecraft afirmó que había acuñado nombres como Nug y Yeb para sugerir “tintes tibetanos o tártaros”, Murray demostró que más bien parecía que Nug y Yeb fueran la versión de Lovecraft de la pareja de dioses egipcios análogos Nut y Geb. Nyarlathotep no fue en absoluto una invención consciente de Lovecraft, puesto que se le apareció en sueños y fue probablemente la creativa fusión inconsciente de dos nombres ideados por lord Dunsany, el profeta Alhireth-Hotep y la deidad Mynarthitep. En cualquier caso, es innegable que el nombre posee tintes egipcios, lo que se debe a Dunsany, que sin duda había utilizado conscientemente el sufijo egipcio “-hotep” (que significa “[Fulano] está satisfecho”), terminación honorífica para un nombre.
De esta conexión egipcia surgen las diversas asociaciones egipcias que estableció Lovecraft con Nyarlathotep. Sin embargo, creo que Nyarlathotep nos plantea un caso opuesto al de Nug y Yeb por cuanto, aunque Lovecraft dijo que aspiraba a que estos “gemelos maléficos” evocaran los misterios tibetanos y ocultaran sus orígenes egipcios, con Nyarlathotep ha camuflado un concepto básicamente hindú/budista tras el velo de la cultura egipcia. En pocas palabras, mi intención es persuadiros de que Nyarlathotep es el dios hindú Nath, o Siva.
¿Cómo puede Nyarlathotep representar simultáneamente tres papeles en apariencia tan dispares como son el de alma, mensajero y “caos reptante” de los Otros Dioses/Primigenios? Se diría que el paradigma que podría condensar todas las pruebas de forma más concisa y natural (consulta Laestructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, ¡si es que no lo has leído ya!) es el Saiva Advaita Vedanta, o la filosofía mística monista de culto a Siva que abanderaron Gaudapada y Sankara. Cuando afirmamos que Nyarlathotep es el “alma” de los Otros Dioses, queremos decir que se trata de su esencia común, esa divinidad radical de la que los Otros Dioses son personificaciones semirreales a un nivel inferior de la percepción (humana), lo que Sankara llamaba “conocimiento menor” oavidya, ignorancia; esto es, un conocimiento que comprende correctamente un penúltimo nivel de la realidad. Se puede conocer con precisión lo que acontece en un sueño vívido, pero la experiencia onírica es menos real que la vida que llevamos estando despiertos; por consiguiente, mientras nos encontremos en un estado de ensueño podremos tomárnoslo en serio, pero el conocimiento propio seguirá equivaliendo a la ignorancia del nivel superior de la realidad. Para el no-dualismo, incluso la vigilia está por detrás del conocimiento superior de Atman/Brahman. En nuestro plano de existencia y percepción mundanas, los dioses propios del saivismo (Siva, Kali, Ganesa, etc.) son tan reales como lo somos nosotros en calidad de egos individuales, pero la trascendencia de esta “realidad” convencional nos conduce a un nivel del Ser más real que nos sitúa por encima incluso de los dioses. Ésta es la Divinidad que se encuentra, insistimos, más allá de cualquier nombre o forma. Todas las cosas son temporales y, por tanto, ilusorias, manifestaciones de dicha divinidad. Nyarlathotep, como “alma” de los Otros Dioses, es la Divinidad indiferenciada, Brahman (un término neutro, debido a su carácter impersonal o suprapersonal).
Del mismo modo, cuando decimos que Nyarlathotep es el “caos”, nos referimos a su estado de Ser Puro, anterior al primer instante de su refracción ilusoria en una aparente diferenciación. Es este estado de Tathata (“semejanza”) o Sunyata (“vacío”, “nada”) el que aspiran a penetrar los místicos, algunos por medio de la simple meditación sobre la Unidad; otros a través de técnicas fantásticas y, en el caso del tantra saivita-budista, grotescas, como pudieran ser el misticismo sexual o las transgresiones gustativas de la secta necrófaga de Leng.
En esta racionalización hindú-budista de los Mitos, Azathoth (el dios creador ciego y estulto que nos presenta el gnosticismo) representaría una personificación menor de esta Semejanza, del Caos, en su papel de creador demiurgo. Decir que “corrompe el mundo en movimiento”, como estipula la cosmogonía hindú, que el Brahman proyecta sus ilusiones contra sí mismo, equivale a la metáfora canónica que explica cómo podría haberse originado el engañoso mundo de la apariencia (maya) al principio si es cierto que no existe nada más que el Uno. Puesto que la laya (el movimiento) no representa una diversidad real, únicamente la finge. Así pues, Azathoth representa la creación desde el punto de vista del conocimiento menor. Los “Otros” Dioses, la Realidad sugerida tras los discretos dioses de la mitología convencional (Ganesa, Kali, Siva), continúan siendo desconocidos hasta que irrumpe la revelación mística, como ocurre en las Upanishads y los Sutras vedantes, sostén del sistema de Advaita Vedanta. En los Tantras saivitas, es Siva el que revela la verdad, trascendiendo su propia existencia aparente. En la Bhagavad Gita vaisnavita, es Visnu/Krisna el que adopta una forma ilusoria de avatar para revelar a Arjuna que la auténtica Realidad tras las apariencias (¡incluida la que pronuncia esta misma revelación!) es el Brahman.
Nyarlathotep, sobre todo según aparece retratado en La búsqueda onírica de la desconocida Kadath, se asemeja al Siva tántrico o al Krisna de la Gita. Ostenta el nombre y la forma de un dios discreto, pero su aspecto es mera semejanza, un producto de la percepción que se asume so pretexto de facilitar la comunicación con aquellas almas que permanecen a oscuras. El aspecto de Nyarlathotep en cualquiera de sus formas está prestado del Nirmankhya, el cuerpo de transformación de los Budas en el plano de maya. Fueron muchos los primeros cristianos que creyeron, como ya hemos visto, que la “encarnación” de Jesús era una adopción de la semblanza de carne en aras de facilitar la comunicación con los mortales. Los budistas mahayanos dicen lo mismo del príncipe Siddhartha, mientras que la secta Alawi (a la que pertenece Hafez Assad de Siria) lo predica de Alí, el heredero de Mahoma. Como observó el gran estudioso teosofista G. R. S. Mead en su libro Simon Magus, decir que el revelador asume una corporeidad ilusoria para comunicarse con la raza humana equivale a afirmar implícitamente que la carne humana y el orden material del que forma parte son igualmente ilusorios. La asunción del Nirmanhya, el cuerpo ilusorio, no es una alternativa a la encarnación, como sostienen los teólogos cristianos. El quid de la cuestión es que supone la mismísima naturaleza de la encarnación, ya se trate de la del dios o de la nuestra. En eso consiste la revelación.
Lovecraft, en “El que acecha en la oscuridad”, llama a la entidad confinada en su aguja “un avatar de Nyarlathotep”, término que toma prestado directamente, claro está, de la teología hindú. Un avatar (“descenso”) es la venida de un dios en cuerpo físico para cumplir una misión de salvación en el mundo de Samsara (el reino del maya y la mortalidad). Suele ser Visnu el que se representa apareciendo en diversos avatares, entre ellos Krisna, el héroe divino Ram, y muchos otros. Se dice, en ocasiones, que Siva también se ha aparecido en forma de avatar, como sería Gorakhnath, fundador de la secta Kanphata de yoguis.
A Siva se le asigna el papel del Destructor. Él es el que baja el telón sobre cada ciclo de la historia del mundo. Como Señor de la Danza, sustenta el cosmos por medio de su infatigable baile, pero cuando decide sentarse a recuperar el aliento, el mundo deja de existir de momento y se sume en una larga noche de descanso hasta que llega la hora de levantarse de nuevo para cubrir otro ciclo cósmico. También en este papel es evidente que Nyarlathotep se parece a Siva. Él es el alma de las tenebrosas gárgolas idiotas que bailan. Su profetizada llegada al final de la era parece ocurrir según lo programado. Su llegada no constituye ninguna invasión, ninguna transgresión. Acabará con este mundo porque se habrá completado el ciclo, aunque eso implique que haya, que habrá, otros, puesto que en los Hongos de Yuggoth leemos que el demiurgo Azathoth persiste en la asignación de “su ley eterna a cada cosmos”.
Es precisamente en este punto cuando entra en juego la imagen satánica de Nyarlathotep. En La búsqueda onírica Lovecraft describe al Nyarlathotep personificado investido de los siniestros rasgos de un “arcángel caído”, un Lucifer de Milton, mientras que en “Los sueños de la casa de la bruja”, Nyarlathotep asume el papel del Hombre Negro medieval de los sabbats de brujas, el satánico señor de las rameras e iniciador de brujas. Siva no es Satanás. Su obra es divina providencia, la ley de todo el universo. A los ojos de aquellos cuyas insignificantes preocupaciones mundanas chocan con ese plan, el agente escatológico, el ejecutor de épocas, debe parecerse al Anticristo. “Sugiero que el mecanismo de reversión ha sido la raíz de la idea de que el «Anticristo» debe de ser algo «malo». ¿Y si resulta que no es así en absoluto?”. (Mary Daly, Más allá del Dios Padre: Hacia una filosofía de la liberación de la mujer, 1996). Eso es lo que vieron Nietzsche y Crowley. Anticristos autoproclamados, a sus propios ojos no eran heraldos del mal, aunque sabían que así era como los considerarían los demás a causa de su “transvaloración de valores”.
Los protagonistas de Lovecraft, como es bien sabido, libran una batalla en la retaguardia contra la revelación de que su plácida visión racional y científica del mundo haya sido expuesta como un mero “conocimiento menor” por un “conocimiento superior” insospechado que relativiza al primero y, es más, lo anula. Se esfuerzan patéticamente por repeler una verdad que únicamente parece maligna porque resulta antagónica a su insignificante visión autocomplaciente del mundo. En las historias de Lovecraft, Wilmarth, Armitage, Peaslee, Thurston y los demás huyen de las mortíferas revelaciones de la ciencia para refugiarse en una nueva edad oscura de superstición. Wilmarth admite que es el conocimiento científico superior lo que lo sobrecoge: “Comencé a sentirme repugnado cuando oí hablar del monstruoso caos nuclear tras un recodo espacial en el que el Necronomicón se había embozado compasivamente bajo el nombre de Azathoth”. No es una revelación de la realidad de lo sobrenatural lo que acobarda al desdichado Wilmarth; es la verdad científica que tampoco Einstein supo tolerar: el hecho de que Dios juegue a los dados con el universo.
Encontramos algo parecido en Arthur Machen, el que fuera mentor de Lovecraft en tantos sentidos. En “El gran dios Pan” (véase El ciclo de Dunwich, en esta serie), ¿cuál es el horror que la mitología ha ocultado con compasión bajo el nombre de Pan? El secreto de Helen Vaughan, aunque se presenta con toda la repulsión ponzoñosa de las revelaciones de Akeley, era el sutil cimiento de todo ser. Es, en palabras de Aristóteles, la materia prima, materia a la que no distingue todavía una forma concreta. La comprensión de Machen, que se aprecia igualmente en “La novela del sello negro” (en El ciclo de Hastur) y en “El pueblo blanco” (en Elciclo de Dunwich), pertenece al neoplatonismo: el mundo ordenado es bueno, pero el Caos primordial de materia prima que subyace es/ era maligno precisamente por culpa de su existencia sin forma ni vacío (Por este motivo rechazó Plotinus el gnosticismo: Los gnósticos creían que el mundo material era malvado aun en su forma ordenada). Machen (o al menos su narrador en “El pueblo blanco”) juzgaba que el “verdadero pecado” era ese desmedido orgullo prometeo que impulsa a los simples mortales a intentar superar la barrera que tan prudentemente se ha tendido entre ellos y las rudimentarias Fuentes de lo Profundo, puesto que en ese caso el pecador se arriesga a disolver el otrora suelo firme bajo sus propios pies. Wilmarth y los demás han cometido ese “verdadero pecado”, pero les falta el coraje necesario para continuar. Han invocado al ángel revelador, pero su terror numinoso es tal que, cuando llega, lo maldicen y tildan de Satanás antes de replegarse a su misericordiosa ignorancia.
Desde el punto de vista de la Advaita Vedanta y el budismo mahayano, lo que oímos aquí es el nervioso temor del ego intimidado que sabe que ha de perecer si nos damos la vuelta en lugar de seguir la senda del propio Ser. Nuestros obcecados egos “ciegos, con la mirada fija en la tierra” rehuyen esa revelación como rehuyeron los demonios a Jesús cuando se acercó a ellos: “¿Has venido para destruirnos antes de tiempo? ¡No nos atormentes!”. Pensemos en El gran divorcio de C. S. Lewis, en la escena en que el ángel ofrece liberar al alma condenada de su penitencia si ésta le permite amputar el pecado condenador del espíritu, que aparece representado por un demonio rojo arraigado en su hombro. El alma pecadora ansía la libertad, pero su carga presenta batalla. No abandonaremos el infierno para alcanzar el cielo si eso significa desprendernos de la realidad que hemos conocido, sin importar la opresión a la que estemos sometidos, sin importar lo desgraciados que nos sintamos, puesto que parece que está en nuestra naturaleza el aferrarnos patéticamente a lo familiar. Aunque podría ser obvio que prefiramos una vida mutilados a ser arrojados enteros al fuego de la Gehena, nos cuidaremos de desprendernos de la mano, el pie o el ojo ofensores y correremos el riesgo. Según el Bardo Thödöl (el Libro de los muertos tibetano), vemos la emergencia de la Verdad (Semejanza), pero debido a nuestra avidya aparece refractada en la forma de entidades discretas, las Deidades Pacíficas. Incluso eso es demasiado para nuestra inadecuada perspectiva mundana, por lo que la Verdad se distorsiona aún más por medio de nuestro propio upadhis, nuestro mal karma, en las sobrecogedoras imágenes de las Deidades Coléricas, cuyos erizados colmillos rezuman sangre. Así es como Siva consigue aparecerse como Satán, por ejemplo, para los no regenerados.
El hecho de que el Hombre Negro parezca ser el Satanás medieval radica en el punto de vista convencional de Walter Gilman, que comparte en mayor grado del que imagina con sus supersticiosos vecinos polacos. Es en realidad el revelador Krisna, el de piel de ébano, el que ofrece a Gilman un ojo sobrenatural con el que sondear las vistas del Reino del Más Allá. Arjuna le había suplicado: “¡Deseo ver Tu aspecto divino, Oh espíritu supremo! Si creyeres que me está permitido verlo, Oh Señor, príncipe del poder místico, revélate a mí en Tu yo inmortal”. La respuesta de Krisna nos recuerda a la revelación de “mis mil otras formas” de Nyarlathotep a Randolph Carter: “Contempla Mis formas, hijo de Prtha, a cientos y a miles, en clases diversas, maravillosas, de distintos colores y figuras... Mas no habrás de verme con tus propios ojos; Te concederé un ojo sobrenatural: ¡Contempla Mi poder místico como Dios!” (Gita, XI).
Lovecraft nos proporciona un ejemplo singular del buscador de la verdad “prohibida” (por ejemplo, prohibida por Mara, Señor del plano samsárico, del mismo modo que prohibió al príncipe Siddhartha aprender el conocimiento superior del Nirvana). Este personaje es Robert Olmstead, protagonista de “La sombra sobre Innsmouth” (Aunque en este caso particular no aparezca el nombre de Nyarlathotep, importa poco puesto que la Verdad sigue estando más allá de la Forma y el Nombre). He aquí el hombre que comienza ocupando la alegórica cueva de avidya que mencionara Platón, la cueva del conocimiento menor, y que asciende hasta las altas cotas de la brillante iluminación que proporciona el conocimiento superior. Al principio, desde el punto de vista ensombrecido de la percepción y la creencia convencionales, Olmstead atisba los “horrores” de Innsmouth como si conformaran la “Puerta del infierno” y percibe como condenación su ineludible sumisión a esos horrores, hasta que se completa el proceso. Es entonces cuando lo que parecían tinieblas se revelan como luz (Robert Blake también llegó hasta aquí, pero aparentemente no más lejos: La oscuridad había comenzado a convertirse en luz, y la luz en oscuridad, cuando empezó a compartir la perspectiva del avatar revelador de Nyarlathotep). A continuación, lo que Olmstead había llamado antes satánico (“La Sima del Diablo”) se reveló como la puerta del cielo, de la gloriosa Y’ha-nthlei, cuyos prodigios no pudo por menos de ensalzar en las cadencias del vigésimo tercer salmo, “Y en la guarida de los Profundos habremos de habitar por siempre inmersos en la gloria y la maravilla”. ¿Cómo ha conseguido Olmstead ver lo que los demás protagonistas de Lovecraft no soportaban ni mirar? Porque posee el “ojo sobrenatural” que se requiere: “[Y]e hev tenía unos ojos penetrantes como los de Obed”.
Habrá quien se pregunte, ¿no se supone que el lector tiene que considerar este final la escalofriante evidencia de la pérdida del narrador a los horrores que había temido? Sí, por supuesto, si es que el lector sigue siendo una víctima no regenerada del conocimiento menor, aunque incluso esta metáfora jerárquica se invierte en el momento de la iluminación, puesto que el conocimiento “superior” resulta ser el conocimiento de las Profundidades por parte de los Profundos. Donde los religionistas convencionales escuchan revelaciones gnósticas como las “profundidades de Satán” (Revelación 2:24), los gnósticos despertados oyen “las profundidades de Dios” (1Corintios 2:10). Merced a los fortuitos espasmos de Azathoth, un error de imprenta en las Mejores historias sobrenaturales de H. P. Lovecraft originó una asombrosa y oportuna parábola en la apertura de “El que susurra en la oscuridad”: “A pesar de las profundidades que he visto y oído”.
Creo que este esbozo sobre teología que he plasmado aquí es necesario si queremos comprender la presuposición básica de todas las historias de Lovecraft en las que aparece Nyarlathotep: la existencia de una secta que adora a Nyarlathotep. En vista de esto debemos ser capaces de contemplar una especie de comprensión de Nyarlathotep que sus adeptos pudieran abrazar como misterio sagrado, con independencia de lo aterrador que pueda parecer a los profanos. Esta perspectiva desde el interior es lo que he intentado proporcionar. ¡Iä! ¡Nyarlathotep!
Me gustaría dar las gracias a James Ambuehl, Ben P. Indick, Thomas Cockcroft, Chris Powell, Steve Miller, Richard L. Tierney, Josh Bilmes, John Stanley, Marc Michaud, S. T. Joshi, Sam Moskowitz, Cele Lally, Mike Ashley y Darrel Schweitzer por su inestimable ayuda a la hora de recabar los relatos y la información de apoyo para este volumen. ¡Se cuentan entre el Millón de Favorecidos!
Robert M. Price Hierofante del Caos Reptante Valle sellado de Hadoth Hora del despliegue de las bandas de Nephren-Ka. 8 de noviembre de 1996
Alhireth -hotep pertenece a la cadena de falsos profetas de cuyas nefastas proezas y abusos da cuenta lord Dunsany en su curioso escrito Los dioses de Pegana. Todo el mundo, antes o después, terminaba por irritar a Mung, un dios que no admite bromas. Evidentemente, Alhireth-Hotep es uno de los nombres que debió de inspirar subconscientemente a Lovecraft para crear a Nyarlathotep. Más allá del nombre en sí, merece la pena especular si quizá el que Alhireth-Hotep sea un charlatán no habrá dejado su impronta en el retrato que hace HPL de Nyarlathotep como un mero showman, aunque está claro que no es tan simple como parece.
“Alhireth-Hotep” apareció por vez primera en la colección de lord Dunsany Los dioses de Pegana en 1905.
Por Edward John Moreton Drax Plunkett, lord Dunsany
Cuando Yug hubo dejado de existir, los hombres dijeron a Alhireth-Hotep: “Sé tú nuestro profeta, y sé tan sabio como Yug”.
Y Alhireth-Hotep respondió: “Soy tan sabio como Yug”. Y los hombres se congratularon.
Y Alhireth-Hotep dijo de la Vida y la Muerte: “Éstos son los asuntos de Alhireth-Hotep”. Y los hombres le trajeron regalos.
Un día, Alhireth-Hotep escribió en un libro: “Alhireth-Hotep sabe Todas las Cosas, porque ha hablado con Mung”.
Y Mung apareció detrás de él, haciendo la señal de Mung, diciendo: “¿Sabes todas las cosas, Alhireth-Hotep?”. Y Alhireth-Hotep pasó a formar parte de las Cosas que Fueron.
Este relato (que apareció en la colección de lord Dunsany que reunió Lin Carter para su colección Ballantine de Fantasía Adulta, Al filo del mundo, retitulada “De los dioses de Averon”) es otra fuente probable para el nombre “Nyarlathotep”, aunque también podría haber inspirado en parte “Los otros dioses” de Lovecraft, puesto que ambas historias giran en torno a un profeta que llega para discernir la existencia de unos misteriosos dioses mayores que los que exhibe el panteón convencional. Las empresas de ambos profetas por encontrar a estos dioses fracasan estrepitosamente. Los marcos generales de referencia, no obstante, difieren en gran medida.
En “Los otros dioses”, Barzai el Sabio se convierte, aunque a su pesar, en un caso del clásico tipo del apóstol ascendido (véase La ascensión del apóstol y el libro celestial, de Geo Widengren). Este tema mitológico se remonta al menos a las afirmaciones del rey de Babilonia, que decía ascender cada Año Nuevo al trono de Marduk, donde se guardaban a buen recaudo los secretos de las Arcillas del Destino, aunque ya se encuentra implícito en el viaje del chamán al plano espiritual. La sobrecogedora condena que aguarda a Barzai, que recuerda a la de su prototipo ben-Azai en el cuento judío de los Cuatro que entraron en el paraíso, simboliza el sacrosanto terror del Mysterium Tremendum (Rudolf Otto, La noción de lo sagrado).
La empresa de Shaun en el relato de Dunsany es la del buscador religioso que “vuela al antojo de cada soplo de la doctrina” (Efesios 4:14) a lo largo de lo que los sociólogos de la religión llaman una “carrera hacia la conversión” (James T. Richardson, “Tipos de conversión y «carreras de conversión» en los nuevos movimientos religiosos”, 1977), sin que parezca darse cuenta en ningún momento de que la nueva revelación bien pudiera verse socavada tan concienzudamente como la antigua.
Dunsany, que se inspira aquí tan a menudo en el oportuno matrimonio del idioma hebreo con el estilo isabelino de la versión de la Biblia del Rey James, utiliza, si bien subversivamente, un par de pasajes bíblicos. Cuando estalla el trueno y los profetas se lanzan a proclamar que era su dios el que hablaba, no podemos por menos de pensar en Juan 12:28-29. Cuando el rey, harto de farsas y mistificaciones, expulsa a sus sabios y adivinadores, en busca de la revelación genuina, escuchamos ecos de Faraón y Nabucodonosor haciendo lo mismo, buscando al fin la ayuda de Joseph (Génesis 41:1-8) y Daniel (Daniel 2:1-16), respectivamente. En pocas palabras, la parábola nos enseña que el amor a la verdad es el auténtico culto, y que la verdad puede ser como la estrella polar: debemos guiarnos por ella pero no aspirar a alcanzarla. La historia tiene mucho en común con otra fábula acerca de la fe religiosa,” Malos tiempos en Lankhar”, de Fritz Leiber.
“El pesar de la búsqueda” apareció por vez primera en la colección Los dioses de Pegana (1905), de Dunsany.
Por Edward John Moreton Drax Plunkett, lord Dunsany
Se dice también del rey Khanazar cómo hubo de inclinarse ante los dioses de Antaño. Nadie se inclinó tanto ante los dioses de Antaño como el rey Khanazar.
Un día el rey, a su regreso del culto a los dioses de Antaño y de inclinarse ante ellos en el templo de los dioses, ordenó a sus profetas que se personaran ante él, diciendo:
— Quiero saber algo concerniente a los dioses.
Se presentaron los profetas ante el rey Khanazar, cargados con muchos libros, a lo que el rey dijo:
— No está en los libros.
Se marcharon los profetas, llevándose consigo un millar de métodos minuciosamente descritos en libros que explicaban a los hombres la sabiduría de los dioses. Se quedó uno solo, un maestro profeta, que se había olvidado los libros, al que el rey dijo:
— Los dioses de Antaño son poderosos.
A lo que respondió el maestro profeta:
— Poderosos en verdad son los dioses de Antaño.
Y dijo el rey:
— No hay más dioses que los dioses de Antaño.
A lo que respondió el profeta:
— No hay más dioses.
Al verse a los dos a solas en el interior del palacio, dijo el rey:
— Dime todo lo que concierna a los dioses o los hombres si ha de conocerse toda la verdad.
A lo que respondió el maestro profeta:
— El camino del Saber se extiende lejos, blanco y recto, y lo recorren bajo el calor y el polvo todas las gentes sabias de la tierra, pero en los campos que han de cruzar antes de llegar a él los muy sabios se tumban o recogen flores. Junto al camino del Saber, Oh rey, qué polvoriento y caluroso, se levantan muchos templos, y en la entrada de cada templo hay muchos sacerdotes, y gritan a los viajeros que se cansan del camino, les gritan: “Éste es el Fin”. Y en los templos suena la música, y de cada tejado se eleva la fragancia del fuego acogedor; y todos los que miran un templo fresco, sea cual sea el templo que miren, o escuchan la música oculta, se giran para ver si es cierto que es el Fin. Y los que descubren que el templo no es en realidad el Fin reanudan el polvoriento camino, deteniéndose en cada templo junto al que pasan por temor a perderse el Fin, o prosiguen su marcha en el camino, y no ven nada en el polvo, hasta que ya no pueden caminar más y son conducidos, exhaustos y fatigados, lejos de su viaje a otro templo por algún sacerdote amable que les dirá que también éste es el Fin. Ninguno de los que ocupan ese camino recibirá guía alguna de sus compañeros, puesto que sólo una cosa de las que dicen es cierta, y es cuando dicen: “Amigo, el polvo no nos deja ver nada”. Y del polvo que oculta el camino ha habido abundancia desde que comenzara el camino, y parte del mismo se levanta agitado por los pies de los que lo recorren, y más surge de las puertas de los templos. Y, Oh rey, si alguna vez recorrierais ese camino, haríais bien en descansar cuando escucharais a alguien gritar: “Éste es el Fin”, con sonido de música a su espalda. Y si en medio del polvo y la oscuridad hubierais de pasar junto a Lo y Mush y el apacible Templo de Kynash, o Sheenath con su sonrisa de ópalo, o Sho con sus ojos de ágata, todavía tendrías por delante Shilo y Mynarthitep, Gazo y Amurund, y Slig, y los sacerdotes de sus templos no se olvidarán de llamaros. Y, Oh rey, cuentan que sólo uno discernió el Fin y que hubo de pasar junto a tres mil templos, y que los sacerdotes del último eran como los sacerdotes del primero, y todos decían que su templo era el fin del camino, y el polvo los cubría a todos, y todos eran muy amables y sólo el camino resultaba agotador. Y en algunos había muchos dioses, y algunos sólo uno, y en algunos el altar estaba vacío, y en todos había muchos sacerdotes, y en todos los viajeros estaban contentos y descansaban. Y en algunos intentaron obligarlo a entrar sus compañeros de viaje, y cuando él dijo: “He de viajar más allá”, muchos contestaron: “Este hombre miente, porque aquí se acaba el camino”. Y el que había viajado hasta el Fin decía que cuando se escuchaba el trueno sobre el camino surgía el sonido de las voces de todos los sacerdotes hasta donde alcanzaba el oído, gritando: “Adorad a Shilo” — “Escuchad a Mush” — “¡Lo! Kynash” — “La voz de Sho” — “Mynarthitep está furioso” — “¡Escuchad la palabra de Slig!”. Y a lo lejos, en el camino, alguien gritó al viajero que Sheenath se había revuelto en sueños. Oh rey, esto es muy doloroso. Cuentan que el viajero llegó por último al verdadero Fin y que encontró un inmenso abismo, y que en la oscuridad del fondo del abismo reptaba un pequeño dios, no más grande que una liebre, cuya voz se dejó oír en el frío: “No lo sé”. Y al otro lado del abismo no había nada, únicamente el pequeño dios que lloraba. Y el que había viajado hasta el Fin huyó recorriendo una gran distancia hasta regresar a los templos, y al entrar en uno en el que gritaba un sacerdote: “Éste es el Fin”, se tendió y descansó en un sofá. Allí estaba Yush sentado en silencio, esculpido con lengua de esmeralda y dos enormes ojos de zafiro, y había muchos que descansaban y estaban contentos. Y un anciano sacerdote, que acababa de reconfortar a un niño, se acercó al viajero que había visto el Fin y le dijo: “Éste es Yush y éste es el Fin de la sabiduría”. A lo que el viajero respondió: “Yush es muy pacífico y éste es por cierto el Fin”. Oh rey, ¿deseas oír más?
A lo que el rey respondió:
— Deseo oírlo todo.
Y el maestro profeta continuó:
— Había también otro profeta, de nombre Shaun, que profesaba tal reverencia a los dioses de Antaño que era capaz de discernir sus formas a la luz de las estrellas cuando se paseaban, invisibles para los demás, entre los hombres. Todas las noches discernía Shaun las formas de los dioses y todos los días daba lecciones que les concernían, hasta que los hombres de Averon supieron que todos los dioses parecían grises contra las montañas, y que Rhoog era más alto que el monte Scagadon, y que Skun era más pequeño, y que Asgool caminaba encorvado, y que Trodath escrutaba su entorno con los ojos entrecerrados. Pero una noche, mientras Shaun observaba a los dioses de Antaño a la luz de las estrellas, discernió tenuemente otros dioses que se sentaban a gran altura en las faldas de las montañas, inmóviles, tras los dioses de Antaño. Y al día siguiente arrojó lejos de sí el manto que portaba como profeta de Averon y dijo a su pueblo: “Hay dioses mayores que los dioses de Antaño, tres dioses que pueden verse tenuemente en las colinas a la luz de las estrellas, contemplando Averon”. Y Shaun partió y viajó durante muchos días y lo siguieron muchas personas. Y cada noche veía con más nitidez las formas de los tres nuevos dioses que estaban sentados en silencio mientras los dioses de Antaño se paseaban entre los hombres. En las laderas más elevadas de la montaña se detuvo Shaun con toda su gente, y construyó allí una ciudad y adoró a los dioses, a los que sólo él podía ver, sentado por encima de ellos en la montaña. Y Shaun enseñó que los dioses eran como las franjas grises de luz que pueden verse antes del amanecer, y que el dios de la derecha señalaba hacia el cielo, y que el dios de la izquierda señalaba hacia el suelo, y que el dios del centro dormía. Y en la ciudad los seguidores de Shaun erigieron tres templos. El de la derecha era un templo para los jóvenes, y el de la izquierda era un templo para los viejos, y el tercero era un templo que tenía las puertas cerradas y barradas, en el que no entraba nadie. Una noche, mientras Shaun contemplaba a los tres dioses sentados como luz pálida contra la montaña, vio en la cima de la montaña a dos dioses que hablaban y señalaban, burlándose de los dioses de la colina, aunque no escuchó sonido alguno. Al día siguiente, Shaun partió y unos pocos lo siguieron en su ascenso a la cima de la montaña en el frío, para encontrar a los dioses que eran tan grandes que se burlaban de los tres silenciosos. Y junto a los dos dioses se detuvieron y construyeron cabañas en las que guarecerse. También levantaron allí un templo en el que Shaun talló a los Dos con las cabezas vueltas la una hacia la otra, con el semblante cargado de burla y los dedos extendidos, y bajo Ellos se tallaron los tres dioses de la colina sufriendo sus burlas. Nadie se acordaba ya de Asgool, Trodath, Skun y Rhoog, los dioses de Antaño. Durante muchos años, Shaun y sus seguidores habitaron sus cabañas en la cima de la montaña adorando a los dioses que se burlaban, y todas las noches Shaun veía a los dos dioses a la luz de las estrellas mientras se sonreían en silencio. Y Shaun fue haciéndose viejo. Una noche, cuando tenía la mirada vuelta hacia los Dos, vio más allá de las montañas, a lo lejos, un gran dios sentado en la llanura y encumbrándose enorme hacia el cielo, observando con ojos coléricos a los Dos que se sentaban y burlaban. Y dijo Shaun a su pueblo, los pocos que lo habían seguido hasta allí: “Lamento que no podamos descansar, pero a lo lejos, en la llanura, se sienta el único dios verdadero y la burla lo enfurece. Dejemos por tanto a estos dos sentados y burlándose y encontremos la verdad en el culto a ese dios superior, que aunque mate no se burlará de nosotros”. Pero el pueblo respondió: “Nos has apartado de muchos dioses y nos has enseñado a adorar a los dioses que se burlan, y si se sonríen cuando morimos, ¡lo!, solo tú puedes verlo, y los demás descansamos”. Pero tres hombres que habían envejecido siguiéndolo lo siguieron una vez más. y Shaun los condujo en su descenso por la empinada montaña, diciendo: “Ahora sin duda lo sabremos”. A lo que los tres ancianos respondieron: “Lo sabremos, Oh, último de todos los profetas”. Esa noche, los dos dioses que se burlaban de sus creyentes no se burlaron de Shaun ni de sus tres seguidores, que tras alcanzar la llanura siguieron viajando hasta llegar por último a un lugar donde los ojos de Shaun en la oscuridad podían ver de cerca la vasta forma de su dios. Y más allá de ellos, tan lejos como el cielo, se extendía un pantano. Allí descansaron, construyeron los refugios que pudieron, y se dijeron: “Éste es el Fin, porque Shaun ha discernido que no hay más dioses, y ante nosotros se extiende el pantano y ya somos viejos”. Y puesto que no podían trabajar para construir un templo, Shaun esculpió en una roca todo lo que veía a la luz de las estrellas del gran dios de la llanura, para que si alguien más renegaba de los dioses de Antaño porque veían a lo lejos a los Tres Grandes, y conocían luego a los Dos que se burlaban, y perseveraban en su sabiduría hasta ver a la luz de las estrellas al que Shaun llamaba el dios Definitivo, pudieran encontrar en la roca lo que había escrito alguien concerniente al fin de la búsqueda. Shaun talló la roca durante tres años, y una noche abandonó su talla, y al decir: “Ahora he hecho mi trabajo”, vio a lo lejos cuatro grandes dioses más allá del dios Definitivo. Orgullosos en lontananza, más allá del pantano, deambulaban estos dioses, sin prestar atención al dios de la llanura. Y dijo Shaun a sus tres seguidores: “Lamento que no sepamos nada todavía, porque hay dioses al otro lado del pantano”. Nadie quiso seguir a Shaun, porque decían que la vejez debía acabar con todas las búsquedas, y que preferían esperar la Muerte en la llanura a que ésta los persiguiera a través del pantano. Y Shaun se despidió de sus seguidores, diciendo: “Me habéis seguido lealmente desde que renunciamos a los dioses de Antaño para adorar dioses mayores. Adiós. Que os sean respondidas vuestras oraciones al anochecer cuando oréis al dios de la llanura, pero yo he de continuar, pues hay dioses más allá”. Y Shaun se adentró en el pantano, y lo vadeó durante tres días, y a la tercera noche vio a los cuatro dioses no muy lejos, aunque todavía no conseguía discernir Sus rostros. Shaun se pasó todo el día siguiente esforzándose por ver Sus caras a la luz de las estrellas, pero antes de que cayera la noche o saliera una estrella, al ponerse el sol, Shaun se desplomó a los pies de sus cuatro dioses. Salieron las estrellas, y los rostros de los cuatro resplandecieron nítidamente, mas Shaun no los vio, puesto que para Shaun se había terminado el esforzarse y el ver; y ¡lo! Eran Asgool, Trodath, Skun y Rhoog... los dioses de Antaño.
Dijo entonces el rey:
— Contéstame una cosa, Oh profeta. ¿Quiénes son los auténticos dioses?
A lo que respondió el profeta:
— Los que ordene el rey.
Este poema en prosa, es una transcripción directa de un sueño en su mayoría, marca la primera aparición de Nyarlathotep, el que quizá sea el más importante de los Primigenios de Lovecraft, puesto que su papel de mensajero de los tenebrosos dioses ciegos sin voz le permite aparecer en numerosos contextos y formas. Señala el lugar donde es más fino el velo que separa la percepción humana y el carácter Divino de los Primigenios. Aquí, durante un instante terrible, el Mysterium Tremendum que ningún hombre ha de pronunciar se torna inteligible.
No es ninguna casualidad que Lovecraft haga del heraldo de la destrucción de la humanidad una figura de ciencia, casi como un portavoz que se sonríe al demostrar los increíbles avances que nos depararán un futuro nuevo y radiante en el mundo del mañana. Encontramos aquí la supernova de luz cegadora y abrasadora del conocimiento que habrá de enviarnos, entre gritos, de regreso a la acogedora oscuridad de un nuevo medievalismo.
Will Murray (“Tras la máscara de Nyarlathotep,Lovecraft Studies n° 25, otoño de 1991) ha aventurado la hipótesis de que la imagen onírica que tenía Lovecraft de Nyarlathotep estaba influenciada por los informes de las demostraciones públicas de Nikola Tesla, cuyos inventos ya eran asombrosos por sí solos, pero cuyas escandalosas afirmaciones los superaban. En su época les parecía a algunos una figura dudosa, incluso siniestra, con esos trucos y prodigios eléctricos, jocosamente revelados con los juegos de manos de un moderno Simon Magus en los escenarios públicos de todo el país. Llegó a alardear de poseer un aparato que era capaz de partir en dos el planeta.
No puedo por menos de recordar una escena similar que describió el inconformista filósofo de la ciencia Paul Feyerabend, perteneciente a sus días de universitario en Alemania. Habla de
Felix Ehrenhaft, que llegó a Viena en 1947... Sabíamos que era un experimentador excelente y que sus clases eran representaciones a gran escala que sus alumnos debían preparar con horas de antelación... Estábamos tan familiarizados con los persistentes rumores que lo tildaban de charlatán... Ehrenhaft era una montaña de hombre, lleno de vitalidad e ideas inusitadas... [Los] que habíamos intentado desenmascararlo nos quedamos sentados, en silencio, estupefactos por su actuación... Pero él fue más allá y criticó además los cimientos de la física clásica. Lo primero que había que eliminar era la ley de la inercia: los objetos, ante la ausencia de una fuerza externa, en vez de avanzar en línea recta describían una hélice... A continuación demostró nuevas y sorprendentes propiedades de la luz... A diario... los participantes asistían con una actitud de maravilla y abandonaban el edificio (si es que eran físicos teóricos) como si hubieran presenciado una obscenidad [ Contraelmétodo, segunda edición, pp. 275-276].
¿Qué hace de las demostraciones sustentadas en Nyarlathotep, Tesla y Ehrenhaf algo más que espectáculos de feria? ¿Algo más que mera magia escénica? Son la prueba tangible, o eso parece, de que el paradigma científico imperante no es la única forma de construir la realidad. Estos inventores artistas, a cuyo gremio pertenece también el doctor Francis Haxhausen de Thomas Ligotti (“Noche loca de expiación”), han conseguido no solo concebir todo un conjunto de leyes, relaciones y fuerzas de la naturaleza diferentes, sino encontrar además la manera de atraparlas, de asirlas, de tornarlas visibles por un momento, como cuando el doctor Armitage rocía al monstruo de Whateley con el pegajoso polvo de Ibn-Ghazi. La gran capacidad de convicción de la teoría científica es su “adecuación empírica”; ofrece resultados reproducibles y, por consiguiente, parece demostrar que su mapa teórico de la realidad se corresponde fielmente con la forma de ser de las cosas. Se puede ingeniar un esquema consistente para enviar un cohete a la luna y, ¡pasen y vean, funciona! ¿Y si pudieras ingeniar la manera de demostrar otras teorías opuestas? Quizá la ciencia convencional quiera etiquetarlas de “falsos prodigios”, pero así es como avanza la ciencia, con nuevos paradigmas que terminan por reemplazar a los viejos, explicando y prediciendo lo que explicaban y predecían los antiguos, más algunas cosas que omitían.
Thomas S. Kuhn (La estructura de la revolución científica) ya había explicado todo esto, pero Paul Feyerabend fue más lejos, acercándose en gran medida, a mi entender, a una visión de los modelos teóricos como algo parecido a placebos que obtienen resultados únicamente porque pensamos que los van a obtener. Quizá sean como los hombres del saco exorcísticos que invocaban los chamanes tribales y que realmente actuaban en las curaciones (psicosomáticas) porque daban a los afectados algo a lo que agarrarse para reunir y concentrar su energía (véase “La eficacia de los símbolos”, en la Antropología estructural de Claude Levi-Strauss). En este caso, seguiríamos defendiendo que las creaciones mentales de los teoristas científicos se exteriorizan en el mundo exterior, pero ya no pensaríamos tanto que nuestros modelos reflejan la realidad exterior como que la esculpen hasta darle forma. Esto, a mi parecer, constituye una revelación lovecraftiana, la revelación de las ondas sin propósito cuya combinación aleatoria confiere su ley eterna a cada cosmos.
“Nyarlathotep” apareció por vez primera en The united amateur en noviembre de 1920.
Por H. P. Lovecraft
Nyarlathotep ... el caos reptante... soy el último... hablaré para los oídos del vacío...
No recuerdo exactamente cuándo empezó, pero fue hace meses. La tensión general era espantosa. A un período de agitación política y social se sumaba una extraña y ominosa aprensión de atroz peligro físico... un peligro extendido que lo abarcaba todo, un peligro como sólo cabe imaginar en los fantasmas más terribles de la noche. Recuerdo que la gente deambulaba con semblante pálido y atribulado, y susurraba advertencias y profecías que nadie osaba repetir conscientemente ni reconocer que había escuchado. Una monstruosa sensación de culpabilidad se había cernido sobre el país, y de los abismos que separan las estrellas soplaban gélidas corrientes que hacían estremecer a los hombres en lugares oscuros y solitarios. Se produjo una demoníaca alteración en la secuencia de las estaciones... el calor otoñal perduraba de forma aterradora, y todo el mundo tenía la impresión de que el mundo y tal vez el universo hubieran pasado de estar dominados por dioses o fuerzas conocidas a estarlos por dioses o fuerzas ignotas.
Fue entonces cuando surgió Nyarlathotep de Egipto. Quién era, nadie lo sabía, pero pertenecía a la antigua estirpe nativa y se conducía como un faraón. Los fellahin se arrodillaban a su paso, aun cuando no supieran explicar por qué. Dijo que se había alzado de las tinieblas de veintisiete siglos, y que había escuchado mensajes procedentes de lugares ajenos a este planeta. Nyarlathotep llegó a tierras civilizadas, moreno, esbelto y siniestro, para comprar extraños instrumentos de cristal y metal que combinaba con instrumentos todavía más extraños. Hablaba con profusión de la ciencia — de la electricidad y la psicología — y celebraba exhibiciones de poder que dejaban sin habla a sus espectadores, al tiempo que aumentaban su fama hasta conferirle una magnitud extraordinaria. Allí donde iba Nyarlathotep, se desvanecía el descanso; puesto que los gritos de pesadilla rasgaban la madrugada. Nunca antes había alcanzado el problema de los gritos de pesadilla una repercusión pública; ahora los sabios deseaban casi poder burlar el sueño de madrugada, que los alaridos de las ciudades no perturbaran tan horriblemente la pálida luna apesadumbrada mientras relucía sobre las verdes aguas que discurrían bajo los puentes y los antiguos chapiteles que se desmoronaban recortados contra un cielo enfermizo.
Recuerdo que Nyarlathotep llegó a mi ciudad... esa ciudad grandiosa, antigua, terrible, de innumerables crímenes. Mi amigo me había hablado de él, y de la impulsiva fascinación y el encanto de sus revelaciones, y yo ardía de anhelo por explorar sus misterios más profundos. Mi amigo decía que eran horribles e impresionantes más allá de mis más febriles suposiciones; que lo que se proyectaba sobre una pantalla en la sala en penumbra profetizaba cosas que nadie salvo Nyarlathotep se atrevía a profetizar, y que en el chisporroteo de sus centellas les era arrebatado a los hombres algo que nunca antes había sido arrebatado aun cuando era evidente a simple vista. Escuché rumores en el extranjero que decían que los que conocían a Nyarlathotep contemplaban visiones que los demás no veían.
Fue en el calor del otoño cuando me aventuré en la noche con la inquieta multitud para ver a Nyarlathotep, atravesé la noche sofocante y subí las interminables escaleras para hacinarme en la atestada estancia. En penumbra, en una pantalla, vi figuras encapuchadas rodeadas de escombros, y malignos rostros amarillos que espiaban detrás de monumentos derribados. Vi al mundo batallando contra la oscuridad; contra las oleadas de destrucción procedentes del espacio definitivo; girando, arremolinándose; pugnando en torno a un sol exhausto que se enfriaba. Fue entonces cuando las chispas volaron sorprendentemente sobre las cabezas de los espectadores, y los cabellos se pusieron de punta mientras unas sombras más grotescas de lo que puedo relatar aparecían para acuclillarse sobre las cabezas. Y cuando yo, que estaba más sereno y era más científico que el resto, musité una temblorosa protesta acerca de “una farsa” y “electricidad estática”, Nyarlathotep nos expulsó a todos, obligándonos a descender las vertiginosas escaleras hasta llegar a las calles mojadas, ardientes, desiertas a medianoche. Me desgañité gritando queno tenía miedo, que nunca lo tendría; y otros gritaron conmigo para consolarse. Nos juramos que la ciudad seguía siendo la misma, que seguía con vida; y cuando la iluminación eléctrica comenzó a fallar maldijimos una y otra vez a la empresa, y nos reímos de las caras tan ridículas que poníamos.
Creo que sentimos que algo descendía de la luna verdosa, porque cuando empezamos a depender de su luz nos reuníamos en curiosas formaciones involuntarias y parecíamos conocer nuestro destino aun cuando no osábamos pensar en él. En una ocasión observamos la calzada y descubrimos las baldosas sueltas y desplazadas por la hierba, con apenas una franja de metal herrumbroso para señalar las antiguas guías de los tranvías. Y vimos también un tranvía, solitario, sin ventanas, desvencijado, volcado casi de costado. Cuando sondeamos el horizonte, no logramos encontrar la tercera torre junto al río, y reparamos en que la silueta de la segunda torre presentaba una cúspide desmoronada. Luego nos dividimos en estrechas columnas, donde cada una parecía encaminarse en una dirección distinta. Una desapareció en un angosto callejón a la izquierda, dejando tras de sí nada más que el eco de un gemido de estupefacción. Otra desfiló hacia el interior de una boca de metro congestionada por la maleza, aullando risotadas desquiciadas. Mi columna fue absorbida hacia el campo abierto, y en ese momento sentí un escalofrío que no se debía al otoño; puesto que cuando llegamos al páramo en sombra, vimos que nos rodeaba el infernal destello argénteo de unas nieves aciagas. Una nevada inexplicable, sin marca de huella, barrida en una única dirección, donde se abría un abismo cuya negrura acentuaban sus resplandecientes paredes. La columna se me antojó muy exigua, por cierto, conforme avanzaba hacia la sima como en sueños. Me demoré en la retaguardia, puesto que la negra grieta en medio de la nieve iluminada de verde era sobrecogedora, y me pareció escuchar las reverberaciones de un perturbador aullido a medida que desaparecían mis compañeros; pero me faltaban las fuerzas para rezagarme. Como si me llamaran los que habían desaparecido antes, medio floté inmerso en los titánicos ventisqueros, trémulo y pávido, hacia el ciego vórtice de lo inimaginable.
Consciente entre alaridos, delirante en mi entumecimiento, sólo los dioses de antaño lo saben. Una sombra enferma, cabal, debatiéndose presa de unas manos que no eran manos, que giraba a ciegas dejando atrás medianoches de pútrida creación, cadáveres de mundos fallecidos que presentaban pústulas que habían sido ciudades, vientos abrasadores que rozaban las pálidas estrellas y atenuaban su fulgor. Más allá del mundo difusos fantasmas de seres monstruosos; columnas entrevistas de templos sin santificar que se erigían sobre rocas innominadas bajo el espacio y se encumbran hacia el vertiginoso vacío que cubre las esferas de luz y oscuridad. Y en medio de este cementerio giratorio del universo el sordo y enloquecedor latir de los tambores, y el melifluo y monótono quejido de flautas blasfemas procedentes de inconcebibles y lóbregas cámaras que escapaban al Tiempo; los detestables tambores y flautas a cuyo son bailan torpemente, con parsimonia, absurdamente los gigantescos y tenebrosos dioses definitivos... las gárgolas ciegas, idiotas y sin voz de las que Nyarlathotep es el alma.
Estos tres poemas apocalípticos se leen casi como si sus autores hubieran colaborado para crear un conjunto. De hecho, eso es exactamente lo que hicieron, aunque ninguno de ellos fuera consciente de ello. Juntos, los poemas narran la historia del fin del mundo tal y como lo conocemos. Marco Frenschkowski (“«The second coming» und H. P. Lovecraft’s «Nyarlathotep»: eine vergleichende Interpretation”, de W. B. Yeats, Das schwarze Geheimnis n°1, 1994) nos muestra cómo el primer y el tercer poema apelan a las imágenes del mito del Anticristo (nótese la imagen de la “bestia” en ambos) para anunciar la inminente crisis de la moderna civilización occidental. A primera vista, el escenario apocalíptico de Lovecraft parece carecer de cualquier posible dimensión de comentario o sátira social para resultar en su lugar una declaración de su futilitariarismo cósmico, simple y llanamente: el tiempo de la humanidad está a punto de acabarse, punto. Recordemos cómo pobló sus sectas de los Antiguos de reveladores dionisianos ni blancos ni occidentales que amenazaban con suplantar el orden europeo, apolíneo y racionalista. Sus Mitos presentan una dimensión social premeditada. Si bien Lovecraft desdeñaba la posibilidad, era por lo demás un devoto de Nietzsche, que abrazaba el asalto dionisiano y se autoproclamaba Anticristo, al igual que Aleister Crowley, por anunciarlo.
Frenschkowski, especialista en la literatura antigua sobre los sueños y visiones (véase su Offenbarung und Epiphanie, Tübingen, 1995), llama la atención sobre la naturaleza visionaria de ambos poemas. Yeats emplea el lenguaje del vidente (“una vasta imagen salida del Spiritus Mundi turba mi vista... Cae de nuevo la oscuridad”) y Lovecraft recibe el nombre de Nyarlathotep, amén de su identidad apocalíptica, en un sueño, transcrito en forma del poema en prosa “Nyarlathotep”. El relato “Cae el silencio sobre las murallas de La Meca”, de Robert E. Howard, encaja a la perfección entre Yeats y Lovecraft. Los tres auguran la venida del Anticristo, que emerge de las arenas del desierto, ya sea en Egipto o en La Meca. He aquí el mito que constituyen los tres poemas:
Para empezar, Yeats nos cuenta que ha llegado la hora; se aproxima la llegada. Lo que se espera es la segunda venida de Jesucristo, pero como supo ver también Crowley, lo cierto es que el advenimiento será el de una entidad que habrá de reemplazar a Cristo en su papel de Palabra de un nuevo Eón, aun cuando fuera Jesucristo el que vaticinara el final del actual (véase el “Pasa el dios gris”, de Howard, para asistir al desarrollo del tema mitológico según el cual Cristo habría reemplazado previamente a los dioses de la época anterior a él). De este modo, la segunda “venida de Jesús” es la venida de un segundo Jesús, que es por tanto, desde el punto de vista del antiguo Eón, el Anticristo, la Gran Bestia, la “tosca bestia”. El que nazca en Belén significa esto exactamente: que le ha llegado el turno a otro de ocupar el pesebre mesiánico.
En segundo lugar, Howard se sirve de la metáfora de la ciudad santa de La Meca, donde nació el profeta Mahoma (= Mekmet) y donde surgió el Islam, para retratar la concepción inequívocamente no virginal de Dejjal (nombre islámico para el Anticristo) por parte de Satanás/ Iblis a la misma sombra de la Kaaba. El caso es que, en palabras del Necronomicón, “Su morada es una y la misma con el umbral que proteges”. Del mismo modo que una estrella anunció el nacimiento del antiguo mesías, extrañas estrellas, rojas y negras, proclaman la natividad del nuevo, que es aún más antiguo que el antiguo: Ammon-Hoteph/Nyarlathotep.
Por último, Lovecraft bosqueja la aparición del Anticristo en Egipto con una blasfema recapitulación de la interpretación midráshica que hace Matías de Hosea 11:1, “En Egipto he llamado a mi hijo”. Para Matías (Matías 2:15), esto significa que, al igual que los hijos de Israel, Jesús era el hijo de Dios, salido de Egipto para emprender el éxodo a la Tierra Prometida. Para Lovecraft, es el Anticristo, el hijo de otro, como vimos en el poema de Howard.
“Con la palabra de dos o tres testigos, sea zanjado cualesquier asunto”.
“La segunda venida” de Yeats apareció, casi simultáneamente, en The Nation el 6 de noviembre de 1920 y en The Dial el mismo mes del mismo año. “Cae el silencio sobre las murallas de La Meca” debutó mucho después de que lo escribiera Howard, en Shadows of Dreams (Donald M. Grant, 1989). El soneto “Nyarlathotep” fue publicado por vez primera en Weird Tales, enero de 1931.
Por William Butler Yeats
Gira y gira en creciente espiral
El halcón que no puede oír al cetrero;
Todo se desmorona; no resiste el pilar;
La anarquía se adueña del mundo entero,
Sube la marea teñida de sangre, y por doquier
Sucumbe la ceremonia de la inocencia;
Los píos carecen de convicción, y los descreídos
Se consumen por la intensidad de su pasión.
Sin duda se aproxima una revelación;
Sin duda la Segunda Venida ha venido.
¡La Segunda Venida! Apenas pronuncio esas palabras
Cuando una vasta imagen salida del Spiritus Mundi
Turba mi vista: en algún lugar de las arenas del desierto
Una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
De mirada ciega e inmisericorde como el sol,
Balancea sus caderas, mientras a su alrededor
Huyen las sombras de las indignadas aves del desierto.
Cae de nuevo la oscuridad; pero ahora sé
Que veinte siglos de sueño pétreo
Se han interrumpido en pesadillas por el balanceo de una cuna,
¿Y qué tosca bestia, llegada al fin su hora,
Es la que se cierne sobre Belén aguardando nacer?
Por Robert E. Howard
Cae el silencio sobre las murallas de La Meca
Y se tornan los creyentes en ónice;
El granítico viento que sopla de Oriente
Porta del hueso contra hueso el roce,
Y a la ramera del sacerdote
Acude aquel al que nadie conoce.
Caen estrellas negras sobre las murallas de La Meca
Rojas estrellas cuajan la pálida noche;
Estrellas amarillas ribeteadas de gris
Mas son blancas las estrellas de Ammon-Hoteph.
¿Quién teje la red que habrá de repeler
Al rey enrocado de la luz de Mekmet?
Cae la oscuridad sobre las murallas de La Meca.
Refulgen los pebeteros en penumbra;
Recorriendo cornisas y espigones
Teje el escorpión su rastro de pezuñas.
Una mujer ofrece sus trémulos ijares
A Uno en una habitación umbría.
Cae el polvo de estrellas sobre las murallas de La Meca,
Baten sus alas los murciélagos frente al rostro
De Mekmet; templos solitarios se alzan negros e inhóspitos.
¿Qué trajo qué Forma de qué lugar ignoto,
A través del abismo de oscuridad absoluta,
Para cubrir del espacio el vacío cósmico y torvo?
Cae el silencio sobre las murallas de La Meca
Como niebla surgida de un pantano poblado de demonios.
Las estrellas, hilos en el telar de un diablo,
Tejen sobre La Meca de los hombres los condenatorios.
Una mujer se ríe... y se ríe.
Por H. P. Lovecraft
Y por último surgió de Egipto el desconocido
Oscuro ante el que se inclinaban los suyos;
Silencioso y enjuto y de críptico orgullo,
Embozado en telas rojas como el barro cocido.
Se agolparon las multitudes, anhelando sus mandatos,
Pero al irse, no supieron qué habían oído;
Mientras se propagaba por las naciones el rumor atónito
De que lo seguían bestias salvajes y le lamían las manos.
Pronto aconteció en el mar un parto nocivo;
Tierras olvidadas con cimbreñas espiras áureas;
Hendido el suelo, se arremolinaban desquiciadas auroras
Sobre las estremecidas ciudadelas del hombre.
Tras aplastar lo que hubo corrompido a su antojo,