El club de lectura de los que odian los libros - Gretchen Anthony - E-Book

El club de lectura de los que odian los libros E-Book

Gretchen Anthony

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Beschreibung

Solo se necesita escoger el libro adecuado para convertir a alguien que los odia en un amante de los libros... Eso era lo que creía Elliot, el copropietario de su amada librería Over the Rainbow, antes de su prematura muerte. Siempre tenía la sugerencia de lectura perfecta para los autoproclamados haters de los libros. Ahora su socia, Irma, afligida por el dolor, quiere vender la acogedora Over the Rainbow a alguna empresa inmobiliaria. Pero otros no abandonarán la librería sin luchar. Cuando Irma les da la noticia a sus hijas, Bree y Laney, y a la pareja de Elliot, Thom, todos se horrorizan. Over the Rainbow ha sido el refugio de la infancia de Bree y Laney, y Thom haría cualquier cosa para preservar el legado de Elliot. Juntos conspirarán para salvar la librería, incluso si necesitan un poco de fisgoneo y algún que otro acto de sabotaje menor. Desbordante de humor, travesuras familiares y recomendaciones de lectura, El club de lectura de los que odian los libros es ideal para sentirse bien y una carta de amor a nuestros héroes cotidianos: los libreros y bibliotecarios dedicados a poner los libros adecuados en las manos correctas todos los días. «Este es el libro para sentirse bien del año. Anthony ha creado un elenco de personajes completamente adorables y los ha situado en una historia estimulante, humorística y conmovedora. El club de lectura de los que odian los libros es, sin duda, su mejor novela». J. RYAN STRADAL, autor superventas de The New York Times «Una novela brillante que comienza con mucha energía y personajes únicos que te arrastrarán de una sorpresa a otra». ANN GARVIN, autora superventas de USA Today

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El club de lectura de los que odian los libros

Título original: The Book Haters’ Book Club

© Gretchen Anthony, 2022

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicada originalmente por Park Row Books

© Traducción del inglés, Virginia Maza

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788419883513

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prefacio

Prólogo

Uno

Dos

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Pausa publicitaria

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Pausa publicitaria

Once

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Doce

Trece

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Entreacto

Dieciocho

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Diecinueve

Pausa publicitaria

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Club de Lectura de los que Odian los Libros (EN DIRECTO)

Veintiséis

Veintisiete

Pausa publicitaria

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

Treinta y cuatro

Que caiga el telón

Solo una cosa más…

Nota de la traductora

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Bethany y Reeny, que siempre serán mi club de lectura.

 

Algún día montaremos en camello con la cantimplora llena de cosmopolitan.

Prefacio

 

 

 

 

 

Despertad, lectoras y lectores. Despertad, porque me dispongo a contaros cómo termina este libro: uno de los cuatro personajes dará con el camino a casa, otro descubrirá un valor que no pensaba tener y un tercero encontrará su corazón.

«¡Un momento! —diréis—. ¡Esta historia ya nos la sabemos!». ¡Claro que sí! Acabáis de descubrir las primeras pistas. ¡Eso es empezar con buen pie! Sin embargo, os aseguro que vuestro viaje no ha hecho más que comenzar. Y es que ahí precisamente radica el poder de una buena historia: no importa lo que creamos saber ya, porque de ella brotarán tesoros inagotables, joyas en las que nunca habíamos reparado y saber susurrado al oído en los momentos en que más lo necesitamos.

La historia que os voy a contar no es la de Dorothy (aunque está presente y casi a punto de aparecerse de pronto para saludar). Ni siquiera es la de Laney, Bree, Thom ni Irma. Bien, estos son quienes hablan y trastean por aquí, pero no son más que los intérpretes. Esta historia es la vuestra, la de las personas que estáis leyendo al otro lado. La vuestra y la de vuestra madre, la de vuestra mejor amiga y la del vecino, la de él, ella o elle. Es una historia sobre pertenencia y sobre las personas con las que esta nos une, sin pertenecerles. Es una historia sobre los sueños que soñáis y sobre los seres queridos que se aferran a ellos cuando nos pesan demasiado para llevar la carga nosotros solos.

¿Qué sucede? ¿Parece que hablo en clave? Ya lo sé. Siempre he sido un bichito raro y lo confieso: si me gusta liar un poco las cosas es para que la vida sea más divertida. Eso sí, veréis que, por maravillosa que sea esta intención, también dejo mi rastro de caos (¡y de belleza!) por el camino.

Ahora alzaré el telón para que podáis empezar…

Prólogo

 

 

 

 

 

Thom Winslow atravesó las puertas acristaladas de Vandaveer Investments hecho un titán.

—Buenas tardes —le dijo bien alto al recepcionista, con voz enérgica y ánimo inquebrantable—. Vengo a la reunión de Over the Raiiiinbow…

Flaqueó porque el «rainbow», como si fuera de gelatina, se le quedó pegado a la garganta (sin contemplaciones y de la manera más desagradable) y no tuvo otro remedio que aclararla con un «JJRRRR» que dolió con solo oírlo.

—Vengo a la reunión de la librería.

Esto lo dijo con la voz de un hombre derrotado, consciente de que sus hombros escuálidos y el cuello de pichón se hundían de vergüenza a toda velocidad. A la porra lo de dárselas de seguro.

El recepcionista apenas le prestó atención ni levantó la vista de la tablet que llevaba pegada a la mano (¿estaría pegada ahí de verdad?).

—La reunión es en la sala de juntas Lago Minnetonka. Le acompaño.

Irma Bedford ya lo estaba esperando. La librería Over the Rainbow era suya y de la pareja de Thom, Elliot, que acababa de fallecer. Encontrarla dentro fue otro mazazo y fulminó del todo sus expectativas con aquella reunión. Fue con tiempo para llegar el primero a la sala (por lo que había leído, ese movimiento lo colocaba en posición de poder), pero ahí la tenía: tendiéndole la mano.

—Hola, Thom. —Se incorporó nada más verlo entrar—. Llegan con unos minutos de retraso.

Estaba descuidada. Con eso no contaba. Una de las pocas cosas que Thom valoraba de Irma era su elegancia desenfadada, un estilazo que nunca fallaba: vaqueros bien planchados, camisa de un blanco impecable, base de maquillaje perfecta y labios de espectáculo. Aquel día eran de un rojo coral nada acertado.

—Toma. —Sacó un pañuelo de la caja que había sobre la mesa auxiliar—. Tienes carmín en el diente.

Ella lo cogió y dio media vuelta para limpiarse con discreción. También llevaba una mancha en el bolsillo trasero, el azul de tinta derramada y floreciente que nunca iba a poder sacar de ahí.

—Cuando salgamos iré por detrás de ti para que no se vea esa mancha del pantalón —le dijo Thom casi sin darse cuenta.

Quizá no merecía ese gesto y, sin embargo, no pudo contenerse.

Irma sonrió agradecida.

—Antes de que vengan…

Aún no había terminado la frase cuando James y Trevor Vandaveer, padre e hijo, entraron por la puerta y comenzaron la parte de la tarde dedicada a apretones de manos y palmadas en la espalda. Trevor, el más joven, acercó unas sillas para Thom e Irma, como si fueran unos ancianitos y tuvieran tanta artritis en las articulaciones que no pudieran hacerlo solos (o, en el caso de Thom, como si no le alcanzaran las fuerzas con esos hombros tan enclenques).

—¿Van a acompañarte tus hijas, Irma? —preguntó Trevor.

—El vuelo de Laney va con retraso. —Señaló con la cabeza la pared de cristal que tenía a su espalda—. Pero Bree acaba de llegar.

Bree Bedford salía del ascensor con un cerco de sudor en las axilas de la camisa y la voz de su cabeza hiperventilando por lo tonta que había sido de no hacer algo tan sencillo como ponerse una americana y, como de costumbre, no evitar ni uno solo de los minidesastres que por acumulación acababan dando forma a sus días.

—Siento haberos hecho esperar.

El reloj que colgaba de la pared (quedaba encima de una jarra de cristal llena de agua y con pinta de ser demasiado cara para tocarla) marcaba las 14:58. Dos minutos antes de tiempo, pero el ambiente de la sala de reuniones dejaba claro que llegaba bochornosamente tarde. Se deslizó procurando no hacer ruido en una silla junto a su madre y sacó la agenda del bolso para tomar notas. El cierre soltó un fuerte chasquido y las superficies desnudas de la habitación le sirvieron de caja de resonancia.

—Lo siento… Otra vez.

Fue al instituto con Trevor Vandaveer; veinte años después, era el mismo niño hecho a la medida del privilegio y seguía exactamente igual, aunque ahora vestido de sastre y seguramente por un precio tan obsceno que no podía ni pensarlo. Su padre (¿cómo era posible que no se acordara de su nombre?) era el único que seguía de pie. Le dio la impresión de que pasaba demasiado tiempo al sol: aunque tenía las mejillas y la frente brillantes y tersas como recién salido del dermatólogo, las arrugas de las manos delataban su edad y disipaban casi por completo la ilusión médica de arriba.

—¿Esperamos a alguien más? —dijo con brusquedad.

—A Laney —dijeron al unísono Irma, Bree y Thom.

—Me ha escrito un mensaje hace unos minutos —añadió Irma—. Está viniendo del aeropuerto.

Bree estaba nerviosa por lo que iba a decirse en esa reunión desde que se enteró de que Laney volvía de California. Lo único que le explicó su madre fue: «Como Elliot nos ha dejado, he contratado a una empresa externa para que me ayuden a tomar algunas decisiones sobre la Rainbow». Podría decirse que Bree era la subdirectora de la librería, así que era lógico que asistiera. Sin embargo, su hermana Laney nunca viajaba por temas que tuvieran que ver con la librería. De hecho, ni siquiera se desplazaba por asuntos personales. Elliot era el mejor amigo y el socio de su madre; murió hacía seis meses y Laney no estuvo en el funeral. Tampoco acudió cuando el novio de su madre, Nestor, falleció inesperadamente tres años antes, y Bree no recordaba cuándo fue la última vez que pasó una Navidad o el Día de Acción de Gracias en Minneapolis. Laney nunca iba a casa y, en cambio, allí iba a estar.

El recepcionista abrió la puerta por tercera vez.

—Laney Hartwell —les anunció.

Antes de pasar, Laney se caló la gorra de béisbol y les pidió a los dioses, duendecillos o hadas que pudieran estar cuidando de ella que Vandaveer Padre no parara de hablar cuando entrase. Cuanto antes acabara todo, mejor. Estaba cansada. No había ninguna necesidad de que estuviera allí. Le habían pedido demasiado.

—¿Por qué te pones tan lejos?

Se había sentado en un rincón y el señor Vandaveer, ofendido como si aquello fuera un ultraje, dio un descomunal golpetazo en la mesa con sus papeles, ¡pum!

Laney se rascó la nuca, se le había erizado el pelo.

—No quería interrumpir.

—Laney. —Su madre dio unos toquecitos en la silla que tenía Bree al lado—. Aquí hay sitio de sobra.

—Esta mesa es enorme —bramó Vandaveer Padre.

Era un hombre que presumía de su territorio: despacho enorme, voz enorme y anillo de joyería enorme con el que golpeó el cristal de su mesa enorme.

—Muy bien, entremos en materia. —Miró el orden del día—. La señora Bedford, en nombre de Over the Rainbow Bookshop, LLC, ha acordado un contrato de venta de dicha empresa con Vandaveer Investments. A petición suya, pasaremos a informar sobre los términos a todos sus accionistas, los aquí presentes.

Trevor les entregó una elegante carpeta con el logotipo verde y dorado de la empresa. Laney cogió la suya, la puso sin abrir sobre la mesa y dejó que su mente volara. Era extraño, había cogido aquel avión para aparcar su vida de mujer adulta en Oakland y encontrarse cara a cara con un chico con el que fue al instituto y que estaba convertido en un hombre con traje a medida y demasiada gomina en el pelo para la aburrida corbata de un color que llevaba puesta.

—Empecemos por las condiciones de venta —dijo Trevor.

Lanzó las palabras al aire y se quedaron flotando por la habitación. Laney no intentó atraparlas.

—… que el Comprador abonará en su totalidad en el momento de formalización del contrato mediante cheque bancario, según lo acordado entre Comprador y Vendedor…

Bota, rebota…

Tenía un puntito azul diminuto en el labio. Al principio le pareció una mancha de tinta, una malvada pluma que quiso dejar su marca. Pero cuanto más lo observaba, más claro estaba: Trevor tenía un lunar perfectamente redondo en el labio.

—… seis semanas —dijo el lunar.

—¿Perdón?

La voz de Bree atravesó la niebla por la que andaban perdidas las ideas de Laney.

—Sí, el 28 de junio —respondió Trevor—. Cuando Irma firmó la notificación de acuerdo, fijamos un plazo inmediato de seis semanas. Firmaremos los documentos de cierre de la operación a finales de mes.

—Pero solo quedan tres semanas. —Bree volvió a comprobar la fecha; estaba en lo cierto—. ¿Vendiste la librería hace tres semanas y nos lo dices ahora?

La atravesó el pánico hecho un escalofrío; seguro que no podía levantar los brazos.

—¿Qué pasa con nuestros clientes? ¿Qué pasa con el barrio? Somos la única librería independiente que queda en Lyn-Lake.

—Reconozco que los plazos no son lo ideal. —Su madre no parecía ni remotamente arrepentida—. He tardado en convencer a Laney para que viniera.

Bree hundió la punta de los dedos contra el borde de la tapa de cristal para no romper a llorar. Quedaban tres semanas para que su vida se detuviera en seco, para que la librería que primero fue su refugio, luego su familia y ahora su profesión dejara de existir.

—No lo entiendo. —Las lágrimas que le corrían por la barbilla cayeron a la mesa—. ¿Cómo puedes cerrar la Rainbow?

Irma no respondió.

—Quizá lo entiendas mejor si abres por la página setenta y nueve —dijo Trevor, que parecía impaciente por que la reunión avanzara—. Aún tienes que conocer los detalles.

—Echa un vistazo al precio de la oferta —dijo el padre—. Seguro que con eso dejarás de moquear.

Thom empujó la caja de pañuelos sobre la mesa para pasársela a Bree. No le sorprendió que Irma no les hubiera dicho nada a sus hijas sobre la venta hasta entonces. Era un lobo con piel de cordero y desde el primer momento supo que era peligroso acercarse mucho. Ella y la librería habían devorado a Elliot y, justo cuando iba a empezar un nuevo capítulo de su vida, justo cuando Elliot decidió trabajar menos para la librería, pensar en la jubilación y volcarse de nuevo en la vida junto a Thom, murió. En un instante. Se fue sin aviso ni despedida.

Thom abrió la página en cuestión y buscó el precio que Irma había recibido por Over the Rainbow de sus amores, consciente de que ninguna cantidad de dinero podría compensar el resentimiento que había ido acumulando contra esa mujer y su librería durante tantos años. Trevor estaba soltando un galimatías, una estrategia destinada a amortiguar el golpe de lo que estaba viendo: Irma vendía prácticamente por nada la obra a la que Elliot consagró toda una vida.

—Oh, mamá —exclamó Bree—. ¿Esto es todo lo que la Rainbow vale para ti?

Laney pasó de página, tenía que haber más al otro lado.

—Imagino que es el primer pago, ¿no?

A Thom se le tensó la mandíbula, no iba a dejarse vencer.

—Irma… —dijo entre dientes.

La mujer ni se inmutó.

—Estas son las condiciones que ofrecieron los Vandaveer, y las he aceptado —dijo, con la espalda igual de recta que una vara de hierro—. Si tenéis alguna pregunta, hacédsela a nuestros anfitriones.

Thom volvió a mirar el precio de venta. Era imposible, debía de haber contado mal los ceros.

Bree pasó de estar llorando en bajito a convertirse en una estrella de telenovela desbocada.

Laney miró el reloj.

Uno

 

 

 

 

 

45 días para el cierre…

 

Laney Hartwell no tenía claro qué era lo que más le apetecía en ese momento: si una rosquilla o el divorcio. En realidad, no quería divorciarse, por supuesto. Pero volvía a ser uno de esos días en los que habría estado bien tener un marido que aportara algo más que una fama en caída libre al esfuerzo de llevar un pequeño negocio. Ahora mismo Laney estaba arrancando, molécula a molécula, pedacitos de un tique atrapado en las fauces de una impresora condenada a atascarse. Mientras tanto, no paraba de crecer la fila de clientes, impacientes todos por marcharse y seguir con su vida. En cambio, allí estaba Tuck: bien plantado y como si nada de eso fuera con él, pasando el rato con un tipo y balanceándose al ritmo del peloteo que en su cabeza debía de sonar a música celestial.

—Como lo oyes —dijo atronador—, estaba a punto de salirme fuego por el culo, ¡una explosión como la de los cohetes de la NASA!

En mitad del desastre, Laney levantó la vista con los dedos llenos de tinta de impresora y justo a tiempo para ver que el nuevo amigo de Tuck se servía la última rosquilla de chocolate de la bandeja con el letrerito PARA TI 🖤. Era el que iba a coger ella.

—¿Tuck? —Estaba a punto de estallar y se daba cuenta de que no había forma de pararlo—. ¿Podrías echarme una mano, por favor?

Iban a cumplir veinte años convertidos en «Tuck y Laney», y los dos eran los propietarios del Tire Stud, una tienda de neumáticos en la avenida Shattuck de Oakland, bajo el parapeto de hormigón y asfalto de la CA-24. Tenían un equipo de seis mecánicos (más o menos, dependiendo de quién se hubiera ido o a quién hubieran despedido en cada momento), dos mil metros cuadrados de espacio y, al cierre de la víspera, setecientos ochenta y dos neumáticos en stock. Se acercaban al quinto aniversario de la apertura y, en ese tiempo, había tenido unos mil setecientos cincuenta días prácticamente idénticos a aquel.

En cuanto a Tuck, era un antiguo piloto de la lista B de NASCAR que decidió seguir viviendo entre neumáticos tras abandonar la competición. «No iba a retirarme para meterme a dentista», le gustaba decir.

—Te vi en el Invitational de Stockton de 2010. —El hombre que había engullido la última rosquilla estaba esperando a que le alinearan el eje delantero—. Te reventó un neumático en la última vuelta, pero, hasta ese último segundo, pensé que ibas a arrasar.

Tuck le dio una palmada en la espalda. En la mano izquierda solo le quedaban cuatro dedos y medio tras la mala decisión de pelearse con una llave neumática.

—Contaba con que esa carrera me pusiera por encima en la clasificación.

—Qué mala suerte.

—Bueno, las bandas de rodadura de lo que tenemos aquí son mejores. Te lo aseguro.

Laney le envió al tipo un mensaje telepático para que se limpiara el chocolate que tenía en los labios.

—¿Señorita Frankie? —dijo entonces—. Todo listo.

Frankie era una clienta habitual y tenía una facilidad fuera de lo común para pasar por encima de los peores enemigos de una rueda: clavos, cristales e incluso, una vez, su propio tapacubos. Su compañera, la pomerania Miss Pickles, viajaba junto a ella en el asiento delantero a bordo de una cunita para perros hecha a medida y con la palabra «estilazo» en brillibrilli.

—Hoy estáis maravillosas.

Frankie y Miss Pickles llevaban una cazadora rosa a juego. Laney pasó la tarjeta de crédito, le entregó las llaves del coche y preguntó si podía darle una chuchería a Miss Pickles.

—¡Por supuesto! —respondió Frankie con una sonrisa y Miss Pickles meneó el rabo.

Las ganas de comerse una rosquilla que tenía al ralentí subieron de revoluciones.

Sonó el teléfono y el timbre de la puerta anunció que entraban más clientes. Laney le dio un portapapeles y boli a una mujer con chubasquero amarillo y la invitó a tomar asiento mientras rellenaba los formularios.

—¿Quién es el siguiente?

Llamaba su madre. Laney solo descolgó porque en la tienda nunca miraba el identificador de llamadas (qué más daba: no tenía forma de saber si era una llamada comercial o un cliente) y además su madre siempre la llamaba al móvil. Sin embargo, Irma llevaba días enviando mensajes que Laney respondía sin excepción con un «estoy liada, te llamo luego», pero nunca lo hacía.

Irma se ahorró los preámbulos.

—¿No te quejas tú siempre de que no respondo al móvil?

—Puede ser. —Por supuesto que era—. ¿Qué necesitas, mamá?

Laney lanzó una mirada fulminante hacia la bandeja de rosquillas vacía y culpó al admirador de Tuck de aquellos retortijones en el estómago, aunque sabía que no eran cosa del hambre. Se suponía que su hermana Bree se ocupaba de IRMA Y LO SUYO, porque ella era capaz de mantener una relación madre-hija sana y funcional. Laney vivía a tres mil kilómetros de distancia y consideraba que esa distancia geográfica era terapéutica, un elemento necesario para mantener la homeostasis familiar (una forma elegante de decir que Laney y su madre se sacaban de quicio mutuamente y que, cuanto menos tiempo pasaran juntas, mejor).

—Sé que me estás evitando, Laney. Pero te aseguro que no va a doler.

Estuvo a punto decir que eso era lo que les susurraban a los perros cuando les iban a hacer la eutanasia, pero no pudo porque la mujer que llevaba chubasquero en un día radiante regresó con los papeles. Laney los dejó debajo del pedido para el tipo que iba a poner neumáticos de alto rendimiento en su Honda Civic.

Habían pasado seis meses desde que Elliot Gregory —el mejor amigo y socio de Irma— muriera repentinamente, sin avisarse a sí mismo ni a nadie más, y desde entonces sus hijas no bajaban la guardia por si se desencadenaba el desastre. Pocos días antes, Bree se quejaba por correo electrónico de que había facturas sin pagar a los distribuidores y se habían enviado pedidos equivocados a los clientes. También escribió: «Ayer mamá se presentó con dos zapatos diferentes: un mocasín marrón y una chancla azul».

Lo de los zapatos le llamó la atención, pero solo un momento, enseguida pensó que todo el mundo tenía días malos. Hacía nada, un hombre se presentó en el Tire Stud con zapatos de claqué y cruzó repiqueteando por el suelo de cemento para entregar las llaves. «Llámame cuando vaya con tacón de aguja y pantuflas —respondió Laney—. Entonces podremos preocuparnos».

—Laney —le decía ahora su madre—, sabes que no te llamaría al trabajo para hablar, pero no he conseguido pillarte en otro lado. Desde que Elliot nos dejó, he tenido que tomar algunas decisiones sobre la Rainbow. Me gustaría que vinieras a casa para que podamos valorarlas.

Casa. Al oírlo Laney tuvo que aflojarse la cinturilla del pantalón. Sin darse cuenta, empezó a buscar a Tuck por la tienda; lo encontró subiéndose la pernera para enseñar sus calcetines nuevos, los que llevaban su cara y el número de carreras.

—Ahora mismo no puedo dejar la tienda, mamá. Esto es un caos. Además, la recepcionista ha dimitido. —En realidad, la despidieron a ella y al mecánico la semana anterior porque los pillaron en el baño con las manos en la masa y los pantalones bajados—. Tuck no ha encontrado a nadie todavía.

Sería mejor decir que no se había dignado a sentar las posaderas el tiempo suficiente para elegir entre los candidatos a los que Laney ya había dado el visto bueno.

—No te robaré más de un día o algo así.

—Pero ¿no podemos hablarlo por teléfono? Si quieres con una videollamada… Hoy hasta se hacen juicios por Zoom.

Su madre negó con la cabeza. Y Laney lo supo, aunque estaba a tres mil kilómetros.

—Te pagaré el billete.

—Mamá, es imposible…

La súplica quedó ahogada de repente en el ruido de la sala de ventas porque los clientes estallaron en carcajadas. El noticiero local estaba emitiendo el vídeo de una gallina montada a lomos de un elefante y Tuck había subido al máximo el volumen del televisor que colgaba en una esquina.

—Dos días —repitió su madre—. Una semana como muchísimo.

—No es lo mismo.

—Vienes a casa, arreglamos nuestros asuntos y, de paso, estoy un tiempo con mis dos hijas.

La puerta se abrió y Frankie entró con Miss Pickles en brazos.

—Le he dado un golpe a algo —empezó sin esperar a que Laney colgara. No podía dejar a Tuck al cargo la tienda un solo día. Una semana era sencillamente impensable.

—Eh, Laney —la llamó Tuck—. ¡Mira esto!

Un cliente sostenía radiante un retrato suyo de la primera época. Aún tenía el nacimiento del pelo de un hombre joven y estaba firmado: «¡Vamos, Tuck!».

Su madre se dio cuenta de que Laney dudaba.

—Soy consciente de que te pido mucho. Así que, antes de que vuelvas a decir que no, intenta recordar la última vez que te exigí que vinieras.

La línea se quedó en silencio y Laney tardó un segundo en advertirlo porque Miss Pickles la distrajo ladrando a un perro que salía en la tele.

—¿Quieres que lo recuerde ahora mismo?

—Sí. Dime, ¿cuándo te obligué por última vez a hacer algo?

Eso nunca había pasado y las dos lo sabían. Menos de una semana después de terminar el instituto, Laney abandonó a su familia y los planes de ir a la universidad, y fue a acompañar a Tuck en el circuito de carreras. De eso hacía veinte años y su madre pasó todo ese tiempo entre iracunda, decepcionada, preocupada y callada. Pero nunca le pidió a su hija que volviera a casa.

Laney evitó responder.

—¿Te vas a jubilar?

Su madre tenía sesenta y siete años y su socio se había ido.

—¿Vas a traspasar la librería a Bree? ¿Es eso lo que tienes que decirme?

—Laney, no sé si puedo ser más directa. Por favor, ven a casa.

Tuck terminó lo que fuera que estuviera haciendo en la oficina, salió y se las arregló para pasar como si nada por delante del tarjetero del mostrador que estaba sin tarjetas, de la cafetera sin agua y de la huella pringosa de una mano de niño en el cristal de la puerta.

—¿Quién es? —susurró señalando el teléfono.

Laney hizo oídos sordos.

—¿Cuándo me necesitas exactamente?

—Lo antes posible.

Miró a Tuck, que volvió a preguntarle.

—En serio, ¿quién es?

—Te llamaré al salir.

Estaba acorralada. ¿Qué otra cosa podía hacer sino obedecer?

Dos

 

 

 

 

 

34 días para el cierre…

 

Bree Bedford se llevó el auricular al corazón antes de colgar. Acababa de llamar una clienta para que le recomendaran un libro con el que su hija de veintitrés años retomara la lectura.

—Consiguió trabajo y se ha mudado a Kansas City —le explicó—. Allí no conoce a nadie y tengo la sensación de que pasa el día entero en la oficina. Me temo que está utilizando el trabajo para no sentirse sola. Por eso se me ocurrió que, si consigo que vuelva a leer, podría romper el círculo vicioso y pensar en algo que no sea trabajo, trabajo y más trabajo. No paro de decirle que vaya a la biblioteca, pero… En fin, ¿qué voy a saber yo? En cualquier caso, recordé que uno de sus libreros es un auténtico genio recomendando libros a gente con alergia a la lectura. Por casualidad, ¿no estará por ahí?

Se refería a Elliot.

—No —suspiró Bree. Odiaba esta parte—. Lamento decirle que Elliot nos dejó en enero.

—Oh, cielos —dijo la mujer—. Lo siento mucho. Puede ser de mal gusto preguntarlo, pero… ¿podría decirme en qué librería trabaja ahora?

Bree tenía la sensación de que, desde la muerte de Elliot, en la Rainbow habían ido nadando en las aguas de un dolor mortecino y gris, un crepúsculo sin alba. Él era el cerebro e Irma el corazón, y ninguno se preparó a sí mismo, a los clientes ni a la tienda para aquel corte.

Iban a dar las seis. Técnicamente Bree terminaba a las cinco, pero Irma se había marchado hacía horas para hacer un «recado rápido» y, si se iba a casa ella, tendría que echar la persiana. Aunque no es que hubiera clientes que atender. Incluso la mujer de la llamada decidió hablar con una librería de Kansas City para ahorrarse los gastos de envío.

Por tercera vez en otras tantas semanas, abrió un archivo del ordenador de la librería llamado «Plantilla_Boletín» y trató de concentrarse. Para diferenciar a la Rainbow de otras pequeñas librerías, Elliot llevaba décadas escribiendo un boletín de noticias dirigido a las personas que, por una u otra razón, se sentían apartadas o excluidas del mundo del libro. Decía: «Los que nos dedicamos a esto podemos ser unos esnobs insoportables y malcriados. ¿Por qué una deliciosa novela rosa es menos digna del favor de los lectores que la última perla literaria neoyorquina? En mi opinión, si un determinado tipo de libro no es tu cóctel preferido: no sigas bebiendo y pide otra cosa, cariño. No tienes que hacer como si te hubieran envenenado».

De haber sido más corta la ocurrencia, Bree la habría estampado en camisetas y bolsas de libros.

Desde que Elliot no estaba, el boletín era su cometido… y no iba bien. En seis meses, solo había escrito dos números y ninguno de los dos la hizo su digna sucesora. Lo había intentado con todas sus fuerzas, igual que ahora, pero la pantalla en blanco la intimidaba. No le venía a la mente ni un solo título, ni siquiera con cientos de ellos mirándola desde los lomos de los libros que cubrían las estanterías del suelo al techo.

«Club de lectura de los que odian los libros».

Se quedó mirando aquellas palabras hasta que el cursor, después de tanto tiempo sin moverse, dejó de parpadear. «Supongo que esa es la señal», dijo en voz alta y la librería vacía se tragó la voz y el chasquido del interruptor de la parte posterior del ordenador que la siguió. Ya habían dado las siete. Llevaba más de una hora sin escribir.

Le dio la vuelta al cartel de la puerta: VOLVEMOS MAÑANA.

Cuando Laney y ella eran pequeñas, Irma solía llevarles cargamentos de lápices de colores y cartulinas y les decía: «Vendría bien un nuevo arcoíris para el escaparate, ¿no os parece?». Dedicaban horas al trabajo porque, como decía Bree, estaban decorando la calle. «La gente que pase por delante verá la felicidad que hay dentro y querrá entrar».

Aquella noche, en el escaparate de la librería Over the Rainbow solo había novedades de hacía meses. Y hacía siglos que la calle no veía un arcoíris.

Se agachó para recoger una pila de libros descartados que había que devolver a las estanterías y los dejó sobre el mostrador para hacerlo a primera hora de la mañana. Luego escribió una nota a Irma y la pegó encima de la caja registradora: «¿Te ayudo mañana con los pedidos de Internet?».

Estaban a finales de mayo y el verano por fin le ganaba la batalla a una primavera en retirada, los días calurosos se imponían a las noches frescas y húmedas. El paseo a casa desde la Rainbow era corto, poco menos de diez minutos, y al doblar la esquina de su calle encontró a los vecinos colgando luces en el techo de los porches, preparándose para las fiestas que estaban por llegar. En el norte los veranos eran fugaces y la gente de Minnesota, harta del invierno, no los desaprovechaba. Quizá un cambio de estación era justo lo que Irma y ella necesitaban.

Irma estaba «en un momento frágil»: con esas palabras lo decía su madre, que se negaba a referirse a su estado emocional con términos que todo el mundo entiende, como «triste», «afligida» o «de luto». «No me sentiré así siempre. No estoy en mi mejor momento, eso es todo». En el funeral de Elliot, la estuvo observando mientras clientes de toda la vida le daban el pésame y ella les agradecía que hubieran ido; se preguntó si ese iba a ser el mazazo definitivo para su madre. Primero había perdido a su novio Nestor, el hombre a quien conoció demasiado tarde para construir una vida a su lado; después a Elliot, el hombre con quien tuvo la suerte de ganarse la vida.

Daba igual qué nombre le pusiera su madre: Irma Bedford estaba deprimida y de eso se deducía que la Rainbow también lo estaba. Si la librería siempre había lucido un sofisticado estilo vintage, ahora solo parecía cansada. Las sillas de tartán del escaparate estaban descoloridas y raídas, las vitrinas que Elliot rescató de un antiguo instituto católico necesitaban un repaso y los bancos que sacó de la capilla del mismo colegio estaban tan desgastados que la pintura azul brillante se había vuelto gris en algunas partes. Solo el objeto más emblemático de la Rainbow, la enorme lámpara de araña rosa que colgaba de un techo azul lleno de nubes, seguía fiel a su antigua gloria.

Ese verano Bree podría reunir algo de dinero para contratar a un chico del barrio y volver a pintar. Las clases iban a terminar pronto y seguro que a alguien le vendría bien el dinero. También debería pensar en buscar a alguien que se incorporara al equipo a tiempo parcial. Irma no necesitaba trabajar todo el día, a su edad merecía un descanso y un negocio debe ser inteligente a la hora de preparar al «personal de nueva generación». Lo leyó en un artículo en Internet. También decía: «Contrata siempre para mañana, no solo para hoy».

Elliot llevaba la contabilidad de la tienda, así que sería una buena idea que Bree le quitara parte de ese trabajo a Irma. Por supuesto, para eso tendría que ir a clases de contabilidad. Iba a buscar una esa misma noche después de cenar.

Se dio cuenta de que había apretado el paso y fue como si la caminata le hubiera cargado las pilas. Sí, pensó. Se acercaba el verano, y un verano podía cambiarlo todo.

Boletín del Club de Lectura de los que Odian los Libros

 

 

Número 1

 

Junio de 1989

 

 

 

Queridos y queridas amantes de la lectura:

 

Soy Elliot Gregory, el temerario librero de Over the Rainbow, y vengo a anunciar una grandiosa y nueva gesta: un boletín mensual lleno de recomendaciones de libros para gente a la que no le van los libros.

¿Por qué? Pensad en la última vez que cruzasteis nuestra puerta amarilla y le preguntasteis a alguien de nuestro pequeño pero intrépido equipo: «¿Qué me recomendaríais para mi [póngase: hijo, hija, cónyuge, pareja, sobrina, sobrino, jefe, jefa, etc.]? A mí me encanta leer, pero no tengo ni idea de qué podría gustarle».

Cada día nos hacen esta misma pregunta y cada vez es un reto maravilloso: conseguir que alguien que puede tener alergia a los libros los ame.

Por supuesto, este rompecabezas tiene variaciones… Puede que tengáis un hijo que leía mucho, pero que ha perdido el interés. Quizá vuestro marido solo lee novela negra y queréis un cambio radical. Tal vez ibais de camino al cumpleaños de vuestra jefa y… ¡Ups! Habéis olvidado el regalo en casa.

¡Socorro!

¡No temáis! Sea cual sea la emergencia, en Over the Rainbow estamos listos para acudir al rescate.

Este mes quiero recoger aquí dos recomendaciones que he hecho estos días a clientes que se enfrentaban a rompecabezas muy diferentes.

La primera consulta la hizo una madre cuya hija de diez años leía «por encima de su edad» y no encontraba ningún libro con el que se divirtiera y la estimulara a la vez. Si en la familia tenéis un pequeño lector como ella, os recomiendo El misterio del manantial, de Natalie Babbitt. Cuenta la historia de Winnie, una niña que descubre en las tierras de su familia un manantial de agua que concede la inmortalidad. Está lleno de aventuras, personajes apasionantes y tiene la ventaja añadida de lanzar unas cuantas preguntas filosóficas. Así, vuestra personita devoralibros no solo quedará cautivada, sino que también podría acabar preguntándose si de verdad querría vivir para siempre.

La segunda recomendación de hoy esEl cabo Ann, de Faith Sullivan. Le vendí esta maravilla de novela a una clienta que no se ponía de acuerdo con su vecina sobre cuánto entienden y observan realmente sus hijos sobre lo que les pasa a los adultos. La clienta creía que los niños ven mucho más de lo que pensamos… La verdad, si me fijo en la hija de nuestra Irma Bedford, tengo que estar de acuerdo, ¡no se le escapa una! (Nuestra peque Laney NO me permite beber más de dos latas de Diet Pepsi al día, y no hay manera de darle esquinazo). La narradora del libro es una niña de seis años llamada Lark, que ve cómo su familia pierde la oportunidad de comprar la casa de sus sueños. A cada página os enamoraréis como yo de esa niña. Ni siquiera las vecinas con alergia a los libros podrán resistirse a la novela de Faith Sullivan.

Elliot

 

Tabla de salvación para los antilectura

 

Todo amante de los libros sabe qué novela le hizo perder el rumbo, y cuál se lo devolvió.

Tres

 

 

 

 

 

22 días para el cierre…

 

Thom Winslow tenía un código genético peculiar. Igual que los zorros árticos mudan de pelaje, sabía cuándo las estaciones iban a dar el último suspiro y dejar su lugar a otra. Por eso estaba ahora de pie junto a la cama, preparando los jerséis de invierno para darles su merecido descanso estival.

Los ordenaba de izquierda a derecha por peso —cachemira, lana, algodón, lino— y luego por color: de oscuro a claro. Todas las prendas estaban recién salidas de la funda de la tintorería y listas para su inspección.

El jersey de lino de color helecho era insalvable, acababa de descubrir un agujerito del tamaño de un alfiler sobre el puño izquierdo.

El de cachemira en color de camuflaje, también: el cuello de pico se había dado de sí.

Para ser sinceros, lo mejor sería deshacerse de todos. Había adelgazado tanto que esos jerséis tan estupendos le quedaban ahora colgando de los huesos, como tapices mohosos de la pared de una mansión en decadencia. Pero, igual que le pasa a un caballero con la mansión donde ha nacido, no podía desprenderse de ellos. Eran algo más que hilo tejido, eran historia: la historia de su vida con Elliot.

Sacar de la funda. Pasar revista. Doblar. Guardar.

Esa secuencia repetitiva de tareas lo tranquilizaba. Ya estaban en junio. El verano no era tiempo de jerséis.

Cuando la última de las prendas estuvo guardada como era debido, se armó de valor y cruzó al otro lado de la cama. Estaba vacío, salvo por las bolsas de la tintorería con los jerséis de Elliot a la espera de que los tocaran, abrieran, recibieran y mimaran. A la espera de Elliot.

«Sacar de la funda, pasar revista, doblar y guardar —les dijo Thom a las bolsas solitarias—. En verano no se lleva jersey. No va así».

Cogió con cuidado el primero del montón y lo dejó justo donde antes subía y bajaba el pecho de Elliot al respirar. Retiró la funda expectante, aunque sus dedos ya lo sabían: era el jersey de punto de color crema que compró en Dublín, en el Arnotts de Henry Street. Fue poco después del atardecer del segundo jueves de septiembre de 2005. Tomaron el té en el Keoghs de Trinity Street, y Elliot no iba preparado para el frío que caía sobre la ciudad cada tarde. Se había dejado el abrigo en el hotel. Comprar el jersey fue idea de Thom: «Un recuerdo para siempre —le dijo a Elliot—. Te durará toda la vida».

Tenía frescos todos los detalles de aquel día.

—Cuando se pierde a una pareja, es normal que la memoria se dispare, contad con ello al menos los seis primeros meses —les dijo Laikin, el terapeuta del grupo de apoyo al duelo—. Las imágenes vendrán a raudales: los cumpleaños de los niños, la Navidad y las vacaciones, o momentos sencillos que hayáis compartido juntos.

»Ahora que sois viudos, viudas o habéis sobrevivido a vuestra pareja, tendréis muchos recuerdos. Seguramente no recordéis lo que os dijo ayer la vecina ni a qué hora tenéis la cita con el médico o qué era eso tan importante que os pidió vuestra hija. Es normal que no os acordéis de esas cosas y sed condescendientes con vosotros mismos cuando suceda, porque ahora mismo vuestro corazón y vuestro cerebro os están diciendo: «¿Qué importancia tiene ir al médico si acabo de perder la vida?».

«Quitad la funda —les ordenó Thom a sus dedos—. Extendedlo sobre la cama para pasar revista. Quitadle las arrugas. Examinadlo con mimo».

El jersey tenía aspecto de poder durar cien años más.

«Cabrito», susurró. Luego plegó las mangas sobre el pecho y otra vez por la mitad. Subió la cintura hasta juntarla con el cuello y lo alisó; para terminar, dobló los lados. Un cuadrado perfecto: la tarea estaba completada y la caja de almacenaje, esperando a que la llenara. Thom metió el jersey y cerró la tapa, luego se dejó caer al suelo y lloró por enésima vez desde que amaneciera.

Era tarde cuando terminó de organizarlo todo. Ya se había ido la luz, aunque no podía decir con certeza qué hora era: el ritmo habitual del día se desdibujaba cuando la comida dejaba de ser una prioridad. Aun así, ahora que tenía las cajas listas para pasar el verano metidas en el armario de la habitación de invitados, se dirigió a la cocina. Aunque no podía meter nada rico en el estómago, al menos podría tomar un té. Encendió el hervidor y sacó la lata de té de Darjeeling de la alacena. No era muy aficionado al azúcar, pero no le iría mal echar un terrón. Necesitaba calorías. Todavía le quedaba un panecillo de los que compró en Turtle Bread unos días antes. Lo más seguro es que estuviera duro, y sin duda rancio, pero al menos debía probarlo. Quizá con una loncha de queso Havarti… A ver si tenía. Iba a dar un bocado, aunque solo fuera uno.

Al pasar por delante, se fijó en el reloj del horno. Los números marcaban las 21:05. No era tan tarde como pensaba, y se lo tomó como una pequeña victoria. Aquel día había conseguido algo: el armario estaba ordenado, no descartaba la idea de comer y todo eso lo hizo sin arrastrarse a la cama.

Un buen día.

Los números del reloj cambiaron a las 21:06 en el mismo instante en el que sonó el teléfono. Thom sabía quién era. Llevaba toda la semana evitando sus llamadas. Ayer habían sido cuatro, hoy seis. Con esa iban siete.

¿Podía contestar? Sabía que debía, pero siempre se le había dado mejor evitar las situaciones que afrontarlas. «Ella también está de duelo», le habría recordado Elliot.

—Irma no es tu rival —le decía siempre—. Ojalá no actuaras como si lo fuera.

—Entonces, ¿por qué no te jubilas? —le respondía Thom—. Y no me digas que la librería es tu vida. Solo la empeora.

—Si te dijera otra cosa, sería mentirte.

Thom cogió el teléfono y echó un vistazo a la pantalla. Había acertado. Con todo.

—Irma, ¿en qué te puedo ayudar?

—¿Estás libre mañana por la tarde?

Sonaba tan hastiada como Thom imaginaba. Su aversión mutua era una carga demasiado pesada para él solo.

—He tomado algunas decisiones económicas sobre la librería y, dado que eres el beneficiario de la herencia de Elliot, me gustaría que las escucharas.

—¿Por cuánto la has vendido?

Pareció que aquella pregunta la sorprendió, y tomó aire. No tenía por qué sorprenderse, estaba claro que iba a venderla. La Rainbow no podía ser lo mismo sin Elliot. Cuanto antes terminaran con ese sufrimiento, mejor.

—He… —Midió bien sus palabras—. Tengo la intención de asegurarme de que recibas toda la parte de Elliot. A pesar de las circunstancias.

Ignoró la viperina mención de las «circunstancias» y aceptó reunirse con Irma y los inversores a las tres de la tarde del día siguiente.

Llegó a Vandaveer Investments a las dos y cuarto. Encontró una plaza de aparcamiento libre y pensó en cuál iba a ser su siguiente movimiento. ¿Cómo dejaba las cosas más claras? ¿Entraba pronto y se presentaba a los corredores antes que llegara ella? ¿O era mejor retrasarse y hacer esperar a todos? Elliot habría respetado su duda, pero se habría sentido ofendido por el objetivo. «No es tu rival», le habría repetido, siempre pendiente de ella.

Por supuesto, Thom tenía muy claro por qué aquella reunión le hacía comportarse de forma tan mezquina. Elliot, generoso, leal y encantador como era, nunca arregló el testamento, aunque lo primero que decía al despertar muchos domingos era: «Recuérdame que llame al abogado esta semana y que me dé una cita para zanjar este asunto». Thom se lo había recordado. Muchas veces. En Minnesota no existía el matrimonio de hecho, por lo que Thom siempre fue muy consciente de la necesidad de dejarlo todo en orden. En cambio, Elliot nunca llevó nada al papel, ni siquiera algo tan sencillo como nombrar a Thom albacea.

Por suerte la herencia no fue del todo un caos. Compraron la casa a medias y estaba pagada. Thom tenía sus planes de pensión personales, para los que había ahorrado a lo largo de más de treinta años de trabajo como flebotomista («Conde Von Gaycula» para los amigos). Elliot solo tardaba cinco minutos en ir andando al trabajo, mientras que Thom siempre iba conduciendo, así que vendieron el segundo coche hacía años.

El único asunto que quedó sin organizar era la librería. Quizá debería haberle hablado a Irma de la pésima planificación patrimonial de Elliot antes de que la vendiera. Pero qué más daba, ya se había aprovechado mucho de Elliot mientras estaba vivo.

Detestaba estar enfadado, sobre todo cuando echaba tanto de menos a Elliot. Pero ¿cómo no iba a estarlo? Su descuido le hacía sentirse más solo todavía. Porque no dedicó un minuto a preparar nada. Porque nunca pensó en cómo sería la vida de Thom sin él. Porque prestó más cuidado y atención a su socia Irma que a su compañero de vida.

Estaba enfadado por haberse quedado sin voz legal ni económica en el legado de Elliot.

Estaba enfadado por el vacío jurídico en el que seguían estando muchos aspectos de las relaciones que no se ajustaban a la ideología de los años cincuenta. Eran pequeños resquicios, pero con unas consecuencias tremendas. Estaba enfadado porque, con algo tan sencillo como haber dicho «sí, quiero» ante un juez, no se encontraría en esa situación.

Estaba a punto de estallar y ni siquiera había salido del coche.

Cuatro

 

 

 

 

 

21 días para el cierre…

 

Bree estaba hecha un mar de lágrimas, Thom farfullaba solo y Laney planificaba su huida de la sala de reuniones.

Irma se puso en pie.

—Gracias, caballero. No les robaremos más tiempo.

La reunión, los veinte minutos que duró, fue un caos absoluto. Todos hablando unos encima de otros a voz en grito, un circus interruptus. Bree alcanzó tal nivel de desolación que no se la entendía: solo gemía, lloraba y repetía «¿por qué?, ¿por qué?».

Para sobrevivir a la situación, Laney se distrajo calculando cuántas horas se habría ahorrado con una videoconferencia. Podrían ser once, si no contaba el sueño perdido tratando de adivinar qué podía ser tan urgente que exigiera su presencia. En realidad, la cifra se aproximaba más a las veinticuatro, un día entero sacrificado por el privilegio de oler la colonia de Vandaveer Padre; debía de haberla comprado allá por 1992. A todo lo demás podía haber asistido por ordenador, no necesitaba nada que no pudiera ofrecerle una serie de ceros y unos bailando por la estratosfera y en su pantalla. Ella no pidió esa inmersión tridimensional en las decisiones empresariales de su madre ni sacaba ningún beneficio de estar lo suficientemente cerca como para tocar la cara de Trevor Vandaveer y su exasperante falta de arrugas.

Y, sin embargo, ahí estaba.

—Irma, necesitaremos tu ayuda con algunos expedientes y otra documentación. —La voz del señor Vandaveer retumbó en la sala—. Mi secretaria se pondrá en contacto contigo.

En cuanto Laney vio que el recepcionista abría la puerta de la sala de reuniones, salió a toda velocidad y a la distancia necesaria para no oír nada, sin esperar a que su madre se despidiera. Pulsó el botón del ascensor. Abajo, abajo, abajo.

—¡Espera! —Bree le pisaba los talones—. No me dejes aquí.

—Pues date prisa.

A ese paso iba a hundir el botón. Abajo, abajo. Su madre ya estaba cerrando la reunión y dando apretones de manos en todas las direcciones, y Laney no quería que la absorbiera el ojo del tornado.

—Tenemos que esperar a mamá. —Bree se sorbió la nariz y empezó a rebuscar en el bolso; se le habían terminado los pañuelos—. No me lo puedo creer.

Thom acudió en su ayuda con un pañuelo impecable y con las iniciales TW bordadas con hilo azul marino en la esquina.

—Está limpio. Recién planchado esta mañana.

Bree lo aceptó con lágrimas en los ojos.

Irma echó a andar hacia los ascensores. Thom dijo que prefería bajar por las escaleras.

 

 

Ya de vuelta, Irma abrió la puerta amarilla de la Rainbow. Entró seguida de Bree, que fue directa al baño. Laney se había quedado rezagada porque quería estar un momento a solas y, cuando empujó la puerta para abrir, una campanilla de latón tintineó sobre su cabeza.

La librería estaba exactamente igual que la recordaba, pero verla le produjo la sensación que sintió de niña en el funeral de su tía abuela Katherine. La persona que yacía en el ataúd se parecía a tía Kate, pero solo en teoría. Del mismo modo, esa Over the Rainbow le pareció una figura de cera, una versión inerte de lo que fue: las mismas estanterías de madera recuperada, los confesionarios de colegio católico convertidos en rincones de lectura y la lámpara de araña rosa colgada de un techo de nubes. Era igual, pero le faltaba algo.

Laney tomó aire y allí lo tuvo: papel, polvo, limpiador con olor a pino y un toque de café.

Recorrió el pasillo central pasando un dedo por los estantes, esos tableros que un día forraron las paredes de la capilla en el Colegio para Niñas del Inmaculado Corazón de María. Cuando la tienda estaba vacía y a media luz, a veces pegaba la oreja a la madera para escuchar, como si las oraciones que susurraron las niñas siguieran vivas y dando vueltas en busca de respuestas. Bendíceme padre, porque he pecado…

Laney siempre había sentido debilidad por los pecadores.

Al llegar al final del pasillo, giró a la izquierda y se dirigió hacia lo que Elliot llamaba «el rincón de las vanidades». Allí colgaban las fotos de los autores más famosos que habían hecho lecturas a lo largo de décadas. Pat Conroy y Tom Clancy, casi idénticos con camisa blanca y abrigo deportivo detrás del mismo atril, pero con años de distancia. Toni Morrison. Sue Grafton. Incluso Judy Blume: estaba de gira con su novela de ficción para adultos, Amigas de verano, pero su madre la invitó a la Rainbow por Laney: «Trae tus libros de Supertoci —le dijo—. Estoy segura de que te los firmará».

Laney examinó la pared hasta que dio con su foto favorita: Anne Rice en 1998. Estaba promocionando El vampiro Armand, pero a la Laney de catorce años le parecía mucho más importante que hubiera escrito Entrevista con el vampiro, que Tom Cruise y Brad Pitt llevaron al cine y era lo más parecido al sexo que había visto o imaginado nunca. En la foto, Anne llevaba una blusa de seda blanca y las mangas le asomaban por los puños de la chaqueta de terciopelo negro, como una flor.

Antes de irse, buscó el artículo del Minneapolis/St. Paul Standard del 1 de octubre de 1980. En una foto, Elliot y su madre se estrechaban la mano y sonreían embobados bajo el titular «Antiguos rivales aúnan fuerzas bajo el arcoíris. Una nueva librería abre sus puertas en Lyn-Lake». La foto la tomaron en la época de camiseta entallada y bigote de Elliot; su madre llevaba blusa y una falda blanca de encaje. Solo tenía veintiocho años y ya estaba poniendo en marcha su segundo negocio.

El primero fue una librería rodante llamada Books ‘Round Town, una idea brillante para una joven de veinticuatro años que no podía permitirse pagar alquiler ni inventario, pero sí tenía quinientos dólares y un tío con una vieja furgoneta de reparto. Fue un exitazo… durante un verano. Después llegó la crisis del petróleo y llenar el depósito de una furgoneta que consumía tres litros cada diez kilómetros devoraba sus beneficios. Además, le salió competencia: Elliot formuló su propia versión de la misma idea, con la única diferencia de que su librería ambulante iba sobre una bicicleta de tres ruedas. Tenía mucho menos espacio para existencias, pero la energía que hacía girar los pedales era gratuita.

«Un viaje en tecnicolor al mundo de los libros», rezaba una reseña enmarcada y amarillenta. Otra decía: «Una librería tan desbordante de tantas cosas que no le sorprenderá encontrar una olla de oro escondida entre sus estanterías». De niñas, Laney y Bree habían rebuscado en todos los rincones y se habían colado entre las sombras de la tienda: si la Rainbow escondía un tesoro, lo encontrarían ellas.

—No parece ni un día más joven que cuando murió. Menos por el bigote, claro. —Su madre se había acercado sin hacer ruido—. Aún no he podido darte un abrazo. ¿Me dejas?

—Claro.

Laney rodeó los hombros de su madre con los brazos. Quedaba menos de ella, hueso donde antes había músculo.

—He encogido, ¿se nota? El médico me dijo que he menguado medio centímetro desde la revisión del año pasado.

Laney se apartó un poco para examinar a la paciente menguante.

—Puede ser. Pero comparada con Bree, sigues pareciendo el gigante de las habichuelas mágicas.

El padre de Laney no fue más que una cara bonita en un concierto del First Avenue, cuando solo era un bar a punto de hacerse famoso en todo el mundo. Ella se parecía a su madre. Las dos medían un metro setenta y tenían las caderas anchas, buen metabolismo y un cutis que no se acobardaba ante el sol. A Bree, sin embargo, le tocaron en suerte unos genes totalmente distintos y tenía que acarrear una escalera de mano hecha a medida por toda la tienda para alcanzar cualquier cosa que estuviera por encima de la balda central.

—Oye, mamá —Laney bajó la voz—, creo que Bree está desolada por la noticia. —Echó una ojeada a la tienda, su hermana no estaba a la vista—. Es increíble que no le contaras tus planes antes de la reunión. Lo mínimo habría sido decírselo en privado.

—Tengo dos hijas y no tengo favorita.

Laney se mordió la lengua para no recordarle todas las veces que le había dicho que no mintiera.

—A mí me habría bastado con un mensaje, pero Bree ha hecho aquí su vida. ¿De qué sirve darle así tan malas noticias? Está encerrada en el baño llorando desde que hemos vuelto.

—Laney, esto siempre ha sido un negocio familiar y lo sigue siendo. Thom era la familia de Elliot, y tú y Bree sois la mía. Nadie merece más ni menos que el resto. De hecho, si se lo hubiera dicho primero a ella, te habría parecido injusto.

—Solo si hubiera dinero de por medio.

Se rio más fuerte de lo necesario, aunque solo era una broma a medias y las dos lo sabían. Su madre no se inmutó.

—Mi parte tampoco da para mucho —dijo entonces.

A Laney le habría gustado que se la tragara la tierra en ese mismo instante, había metido la pata.

—Mamá, era broma. No quiero dinero. A Tuck y a mí nos va bien, incluso estamos pensando en abrir otro local.

Era verdad. Tuck llevaba un tiempo soltando indirectas sobre expandirse a las que Laney respondía casi siempre con un «es una opción».

Irma siguió hablando.

—En todo caso, espero que, al ver que os trato igual a tu hermana y a ti, reconozcas que no la quiero más porque se haya quedado aquí, ni a ti menos por haberte ido. Me preocupé mucho por ti, pero ahora sé que estás bien. Y tienes razón, Bree lo pasará mal un tiempo, pero sois dos mujeres adultas. Tenéis que vivir vuestra vida.

—Suena a frase de letrero motivacional.

Laney miró los zapatos de su madre, un par a juego.

—Bueno, me temo que es la verdad. La vida no siempre avisa como nos gustaría, tesoro. Tú me lo enseñaste mejor que nadie.

 

 

A Bree todo le daba vueltas, no lo podía creer. Había sido tonta al creer que la Rainbow tenía algún