El conde Lucanor (selección) - Don Juan Manuel - E-Book

El conde Lucanor (selección) E-Book

Don Juan Manuel

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Beschreibung

Don Juan Manuel creó "El conde Lucanor" con intención didáctica, siguiendo el ejemplo de su tío Alfonso X; además, dotó a su obra de una personalidad y un estilo poco comunes en la época. El autor conjugó en su persona el ideal del guerrero culto; noble de gran poder y señor de enormes dominios, fue una figura importante durante el turbulento escenario político del siglo XIV. (Edición de Espido Freire).

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Seitenzahl: 250

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Índice

Introducción

La época de El conde Lucanor

La vida de don Juan Manuel

La obra de don Juan Manuel

El conde Lucanor

Criterio de esta edición

Bibliografía

El conde Lucanor

Primer prólogo

Segundo prólogo

Lo que le pasó a un rey con un ministro suyo

Lo que le pasó a un hombre bueno con su hijo

Lo que le sucedió al rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para luchar contra los moros

Lo que le dijo un genovés a su alma cuando iba a morir

De lo que le pasó a una zorra con un cuervo y un queso

Lo que le pasó a doña Truhana

Lo que le pasó a un hombre que comía altramuces

Lo que le pasó a un raposo con un gallo

Lo que le pasó a un hombre que cazaba perdices

Lo que le pasó a don Lorenzo Suárez en el sitio de Sevilla

Lo que le pasó a un hombre que tenía mucha hambre y al que otro invitó a comer

Lo que les pasó a los cuervos con los búhos

Lo que le pasó a un rey aficionado a la alquimia

Lo que les pasó al león y al toro

Lo que hacen las hormigas

Lo que le pasó a un rey que quería probar a sus tres hijos

Lo que le pasó al rey de Provenza

Lo que le pasó al árbol de la mentira

Lo que le pasó a un emperador

Lo que le pasó a un rey con unos sastres que lo estafaron

Lo que le pasó a un halcón del infante don Manuel

Lo que le pasó al mozo que se casó con una mujer de mal carácter

Por qué perdió el alma un general

Lo que le pasó a una falsa beata

Lo que le pasó al rey Saladino con una mujer

Análisis de la obra

La importancia de Patronio

Los temas

La obsesión por la educación. El exemplum

La sensatez como una de las bellas artes

Créeme porque esto me pasó a mí: el uso del yo

La tradición popular y el exotismo llegan a los palacios

Aquello que ya no toleramos: Lo que le pasó al mozo que se casó con una mujer de mal carácter

Actividades

Lo que le pasó a un hombre bueno con su hijo

De lo que le pasó a una zorra con un cuervo y un queso

Lo que le pasó a doña Truhana

Lo que le pasó a un hombre que comía altramuces

Lo que le pasó a un rey aficionado a la alquimia

Lo que le pasó a un rey que quería probar a sus tres hijos

Lo que le pasó a un rey con unos sastres que lo estafaron

Lo que le pasó al mozo que se casó con una mujer de mal carácter

El resto de Exempla

Créditos

INTRODUCCIÓN

LA ÉPOCA DE EL CONDE LUCANOR

Se mire donde se mire, la época en la que nace y vive don Juan Manuel, entre 1282 y 1348, resulta apasionante por sus cambios de mentalidad y políticos, por los bruscos giros de destino en casi todas las naciones relevantes, por el arte que comienza a apuntar y por el dinamismo que respira. Son años de crisis global (la más destacada es la de 1333), donde el viejo sistema feudal se resquebraja para dar paso a una estructura y una sociedad nuevas.

Durante el final del siglo XIII y comienzos del XIV el mundo conocido se reduce a Europa, parte de Asia y el norte de África. Se sabe que muy lejos, hacia el este, reyes de poder inimaginable gobiernan extensos terrenos de especias y secretos, que el corazón de África oculta tesoros ya descritos en la Biblia y que más allá de Finisterre hay monstruos. El norte de hielo y montañas a las que no llegaron los romanos (los países nórdicos, Rusia, la Alemania más extrema) forma ahora parte del mapa, con sus reyes católicos y sus ambiciones correspondientes. Noruega, por ejemplo, instaura en el siglo XIII su primera monarquía estable, tras casi un siglo de guerras civiles.

Aún no ha comenzado la pasión por viajar que dominará Europa un siglo más tarde. Las Canarias ni siquiera han sido conquistadas por Castilla, pero los movimientos de fronteras resultan constantes. También se mantienen fijadas las rutas de trashumancia, y se consolidan las travesías marítimas y fluviales. El Camino de Santiago comunica el extremo occidental de Europa con el oriental, Galicia; la ruta hacia Tierra Santa, además de una conquista siempre demorada, marca una vía comercial, espiritual y estratégica. Los desplazamientos por peregrinaciones, o por pertenecer a un ejército, extienden las historias locales, que se encuentran, con modificaciones, en lugares muy distantes, y el conocimiento pasa de los monasterios a las primeras universidades. Los viajes suponen un riesgo, pero tampoco permanecer en casa los libraba de él.

La normalización de la violencia es total; la vida humana vale muy poco, y se entrega a la voluntad divina. La tensión principal se ve generada por las guerras entre los reinos moros y los reinos cristianos, en ocasiones llamadas Cruzadas o Reconquista. La península ibérica, un terreno reclamado por unos y otros, se caracteriza por paces tensas y por el constante peligro de incursiones, que hace que grandes terrenos se mantengan deshabitados y con muy bajo rendimiento tanto de los campos como de los núcleos urbanos. La derrota musulmana en la batalla del Salado (1340) permitió que Castilla controlara el estrecho de Gibraltar, es decir, el acceso a África y el comercio con el Mediterráneo, lo que supuso un respiro económico para muchas ciudades fronterizas, que vieron reabierto el comercio (era el caso de Sevilla) y activada la exportación de bienes como el acero o la lana.

En 1284 muere Alfonso X de Castilla y de León, llamado el Sabio, uno de los reyes más relevantes de su época (y de las venideras) y pariente cercano (era hermano de su padre) de don Juan Manuel, que entonces solo tiene dos años. Alfonso X había llevado a cabos dos cruzadas, la de Aquende, contra el reino musulmán de Niebla, en Huelva, y la de Allende, en Marruecos, ambas bastante deshonrosas en forma y decepcionantes en resultados.

Ni siquiera estas incursiones habían sido suficientes para reunir méritos para el título que ambicionaba del papado, y que nunca consiguió, el de Emperador del Sacro Imperio. Muchas de sus decisiones y pactos, incluida la sorprendente llegada a Castilla de la princesa noruega Kristina, hija del rey Haakon, para casarse con un infante castellano, pueden entenderse por la política de pactos y su obsesión por ese nombramiento.

Su muerte evidencia un conflicto dinástico en Castilla, que había comenzado años antes y que se prolongará ante las aspiraciones de los infantes de la Cerda, que se consideran perjudicados porque quien hereda Castilla es el segundo hijo del rey; tanto este heredero, Sancho IV, como los siguientes reyes castellanos (Fernando IV y Alfonso XI) vivirán en un constante estado de guerra civil y de reafirmación de sus derechos. Las minorías de edad de esos reyes, su legitimidad y la influencia de sus regentes marcarán durante largos años la política interna.

Esos problemas no afectan únicamente a Castilla: Francia se encuentra sin herederos directos en 1337, por la muerte sin hijos del último rey Capeto, Carlos IV, e inicia la Guerra de los Cien Años, que la enfrentará a Inglaterra. Se encontraba también en abierto conflicto con el papado, que llega a trasladarse de Roma a Aviñón. Se produce el Cisma de Occidente, que lleva a que dos papas reclamen al mismo tiempo la obediencia de toda la cristiandad. El resultado fue la proliferación de sectas y de herejías, algunas centradas en el cuerpo y la celebración de la vida, y otras muy austeras, que rechazaban la riqueza de la Iglesia y la liturgia.

Los cristianos perderán San Juan de Acre, en Tierra Santa, y los templarios verán sus posesiones confiscadas y su orden perseguida. Los turcos comenzarán con incursiones en el este. En cambio, los musulmanes pierden los reinos de Alicante y Murcia, Tarifa y Gibraltar ante el avance cristiano.

Por otro lado, el reino de Aragón, que había vivido una rapidísima y exitosa expansión durante el siglo XIII con Jaime I, suegro, a todo esto, de Alfonso X, continúa con sus miras puestas en el este; Atenas, Neopatria, y por supuesto, Cerdeña, Sicilia y Córcega pertenecerán pronto a su rey Jaime II. A veces, y cuando le parece conveniente, se aliará con Portugal para limitar el poder de Castilla, sobre todo cuando entren en conflicto en la frontera de Murcia, posesión, por cierto, de don Juan Manuel.

Aragón acoge también a gran parte de la población judía que a los largo del siglo XII y XIII abandona Castilla, debido al ascenso de la conflictividad. La convivencia entre las tres grandes religiones que, con sus conflictos, había sido posible bajo Alfonso X, se resquebraja. Las juderías y las aljamas pierden poder y se trasladan a Aragón, donde se les permite mantener mezquitas y formas de vida.

Tiempo de guerras y de una gran inseguridad física, de un resurgimiento de la mística religiosa y de la persecución de las herejías nacidas en el seno de la Iglesia, de las reclamaciones de los señores locales y las Hermandades, que sustituyen a los lejanos reyes, ocupados en otras guerras, en la administración de la justicia y, sobre todo, en la protección del pueblo; época de la temible peste, que muy pronto se cebaría con Europa. Y origen, en este maremágnum de violencia y de defensa del honor personal, de la novela de caballería, del cuento y de una nueva poesía.

La Castilla de don Juan Manuel

Debido a su pertenencia a la casa real castellana, don Juan Manuel, que no fue, como se le suele llamar, infante de Castilla, pero sí príncipe, será testigo, y en ocasiones protagonista, de algunos de los momentos más destacados de su siglo. La mentalidad de la época liga íntimamente al monarca y a la aristocracia por un lado a la tierra en la que vive y a la que tiene legítimo derecho, y por el otro a Dios, que le otorga, por nacimiento, ese y otros derechos.

Si bien, como ya hemos visto, las fronteras de la época son oscilantes y móviles, siempre en peligro de perderse o ganarse ante una facción enemiga; la división social, por el contrario, muestra una enorme rigidez, y es muy similar en toda la Europa cristiana, e incluso en algunos aspectos coincide con la sociedad musulmana: la plebe, el pueblo, se compone de campesinos, pequeños artesanos, mendigos y desplazados, el clero menor y los soldados rasos, además de los ya licenciados, en ocasiones lisiados o inválidos.

Sin que en ningún momento se cuestione la autoridad divina del rey, Castilla, y antes de ella, León, contaban de manera pionera ya desde el siglo XII con asambleas locales, o concejos, en los que se nombran puestos de responsabilidad que se encargan de conflictos cotidianos: así surgen figuras como los alcaldes, o escribanos, que tendrán contacto directo con el rey y al que podrán apelar en las Cortes.

En la práctica, sus derechos y su movilidad, muy limitados, se garantizan por la obediencia a un señor y la pertenencia a un territorio. Hay excepciones de pueblos enteros desplazados: los territorios conquistados a los musulmanes se reparten entre los nobles que apoyan al rey, y dan origen a enormes latifundios, que necesitaban habitantes: así surgieron las Extremaduras, tierras de frontera a las que llegaban castellanos del norte y vascos para ocuparlas y mantenerlas.

En el caso de las mujeres y los niños, que heredan la clase social y muchas veces el oficio de sus padres o maridos, su situación es muy similar a la que ya les otorgaba el derecho romano: la exhaustiva legislación que generó el interés de Alfonso X por las leyes no modifica en su caso el estatus ni mejora sus derechos. En cambios, sí se encargan de la caza, la captura de nidos o huevos de pájaros, la indumentaria y, sobre todo, los impuestos.

Los primeros años del siglo XIV se encuentran marcados para este enorme grupo social por la sensación constante de peligro físico, las sequías, y el hambre, que en muchas ocasiones degenera en hambruna. Debido a la inestabilidad territorial, y a otras razones de índole económica, Castilla da prioridad a la ganadería sobre la agricultura, principalmente por las exportaciones de lana, y eso causa una gravísima carencia de alimentos: las tierras no se cultivan, y las cosechas que producen se arruinan por la sequía. Las epidemias, y muy en particular, la peste, que azota a ricos y pobres en oleadas de diferente intensidad, completan el retrato de un siglo que siente que, salvo la rebelión o la lucha, casi nada se encuentra en sus manos, y contribuirá a una muy particular filosofía de vida que se reflejará en sus narraciones sobre la muerte, la fugacidad del tiempo y el honor: el memento mori y las danzas de la muerte se suceden.

En un escalón superior se encuentra el clero más ilustrado y con tierras en propiedad, en ocasiones conectados de manera directa con la aristocracia (dos hermanos de Alfonso X eran, además de infantes, obispos, al menos en título, sino en costumbres). Las relaciones con el papado, complicadas y muy relevantes en el delicado juego de poderes entre países, se mimarán en especial. Los monasterios buscan la autosuficiencia; las órdenes religiosas, algunas de ellas muy recientes, como la de los dominicos o la de los franciscanos, compiten entre sí por influencia y donaciones, y el poder de los templarios, con particular presencia en Castilla y Aragón, se ve drásticamente reducido. En 1314, tras la ejecución de Jacques de Molay y del resto de los dirigentes templarios, esta orden se desmenuza y refunda bajo otros nombres.

Particular atención merece la nobleza menor, caballeros armados, o con capacidad para mantener un pequeño ejército, que jugarán un papel importante en los pactos entre reyes e infantes. Castilla se enfrenta por un lado a las pretensiones dinásticas de una línea familiar de Alfonso X, los infantes de la Cerda, y por otro, a la de la línea segundogénita que ocupa el trono. María de Molina, una reina nunca considerada como tal, se las ve y se las desea para controlar el descontento, y la política familiar se manifiesta muchas veces como fratricida.

María de Molina será regente en dos ocasiones; contará con el apoyo de los concejos, que esperan a través de ella y de su poder limitar el de los nobles castellanos, que se encuentran con constantes vacíos de autoridad que intentan aprovechar. Durante la vida de don Juan Manuel tres reyes se sucederán: morirán jóvenes, y dejarán a niños en el trono, que necesitan consejo, supervisión y sobre los que se puede influir. Ganarse el favor de los regentes o de los tutores reales (don Juan Manuel lo fue) suponía grandes beneficios para una familia noble, que aseguraban sus privilegios por matrimonios y alianzas, no siempre mantenidas.

Por encima de todos ellos, por supuesto, se encontraba el rey y la familia real: con una autoridad incuestionable (de hecho, la rebelión contra ellos se comparaba a la herejía, en particular en Castilla), y con un poder económico y militar que no podía compararse ni siquiera con el del señor mejor posicionado, debía llevar a cabo una delicada política de pactos y de lealtades, muchas veces contradictoria y parcial, con sus parientes y deudos.

A los nobles no les quedará demasiado tiempo para continuar regateando con el apoyo o no de sus soldados. En 1324, durante el asedio de Metz, se prueba en Europa por primera vez un invento chino: la pólvora. Ese increíble y destructivo avance bélico inclinará la victoria en lo sucesivo no hacia el ejército más numeroso, o con la mejor estrategia, sino al que posea la mejor tecnología: arcos largos, pólvora y buena maquinaria. El poder del rey se ve reforzado. Castilla, en guerra permanente por los cuatro puntos cardinales, no podrá ser ajena a ello, aunque continuará reivindicando el valor casi suicida como uno de los puntos fuertes de sus soldados y generales.

Un buen ejemplo es el de Guzmán el Bueno en el asalto sufrido en Tarifa en 1292: el comportamiento de este general ilustra bien el código de honor castellano, y la desesperación de su defensa; frente a cualquier otro vínculo, el que de verdad resultaba esencial era el que unía al caballero con su señor, sobre todo al rey. Y aquí deberíamos explicar por qué a eso se le llamaba honra, y su importancia en este siglo.

La honra, un concepto asociado en especial a Castilla, pero extendido a todas las naciones de la época, y estrechamente vinculado al honor y la fama, será uno de los principios morales que vertebrarán la conducta aristocrática de la época. La idea de la honra y el honor procedía de la cultura del vasallaje. A cambio de la sumisión, el vasallo recibía regalos, tierras y recompensas, llamadas «honores». Con el tiempo, el honor pasó a ser no solo un objeto físico, sino también un reconocimiento que el señor le hacía al vasallo, siempre que este no le defraudara.

El honor tenía que ver con la obediencia y la fidelidad tanto a un señor en concreto (visión medieval) como a la de un sistema de valores (visión algo posterior). La honra era el conjunto de acciones que conllevaba a que alguien tuviera honor. Por simplificar, la honra se adquiría a través del comportamiento, mientras que el honor era algo superior al sujeto y que le venía dado. El honor, que era hereditario, conllevaba como obligación el mantener la honra. Y la honra, a su vez, consistía en mantener el honor.

Las amenazas al honor, con el tiempo, llegaron a ser infinitas; una mirada, una insinuación… El honor ya no dependerá de los hechos, sino de la reputación que se adquiere porque los demás la den o la nieguen. A esto se le añade la fama: una distinción social, un recuerdo que prolongaba la memoria y los hechos del vivo y del muerto.

La fama se asociaba a la inmortalidad, tanto en el plano ético como en el espiritual. Ubicada entre las dos existencias, la fama era una cualidad perdurable, otra manera de sobrevivir a caballo entre ellas. La vida terrena podía finalizar, pero la fama sería una manera de mantener el recuerdo en el mundo. Quien busca la fama, busca su honra y dar honor a su familia, su patria o a Dios. Por lo tanto, las exigencias de la fama son, en realidad, requerimientos morales.

Esos conceptos están muy arraigados en la época, y se difunden por imitación de comportamientos y por la difusión de historias ejemplarizantes. El analfabetismo se encuentra generalizado en Castilla, y la transmisión del conocimiento es oral, en ocasiones apoyada con imágenes, o con iconos. Sin embargo, el prestigio de leer y escribir se extiende de los clérigos a los nobles, que se afanan por reunir pequeñas bibliotecas y por contratar a músicos y poetas. Uno de los entretenimientos de las clases altas era el leer a un círculo de amigos una obra literaria, lo que favoreció que se escribieran además de poemas, cuentos, que por su brevedad eran perfectos para esas sesiones. Se populariza el papel y mejoran las técnicas para leer (por ejemplo, se inventan las lentes de cristales convexos).

Algo más al sur, los reyes de Granada están erigiendo un palacio exótico y un tanto extravagante, la Alhambra, donde no tendrá cabida la reproducción de la figura humana, según las leyes religiosas islámicas, pero sí un vergel de agua y flores. Es también la época en la que nacen Petrarca y Boccaccio y Chaucer, los grandes poetas y cuentistas de la época de la peste negra, que relevan a Dante o a Giotto.

Desde el punto de vista literario, las influencias y estilos literarios son múltiples, y, por primera vez en la historia, convergen en una Europa occidental ansiosa de narrar historias originales.

— Por un lado, la inspiración árabe y sus textos amorosos que, curiosamente, son recogidos por poetas y trovadores de tierras enemigas, y adaptados para dar origen al amor cortés. Por otra, la influencia didáctica y moralista también procedente del mundo árabe, reflejada en los «espejos de príncipes», los textos filosóficos y los aforismos y cuentos morales.

— Comienza el interés por el humanismo y la ciencia, como un germen del renacimiento.

— Los temas de la época se afianzan: la fama, la fortuna (y sus reveses), la fuerza de la providencia, el cultivo de las virtudes…

— Nace la narrativa, pese a que el peso lo siga llevando la poesía. Desaparece la vieja clasificación de mesteres de clerecía y de juglaría, y comienzan a compilarse los cancioneros, y a escribirse los llamados romances viejos. La poesía del marqués de Santillana inicia una moda pastoril.

— Por otro lado, la influencia de la poesía francesa e italiana se une a la escuela napolitana, fundada por Alfonso V de Aragón, que instala su corte literaria allí, con la intención de competir con la castellana.

Y algo particularmente llamativo: encontramos aquí a un ambicioso príncipe con cabeza para la estrategia y los negocios, guerrero de valor más que demostrado y un diplomático sin miedo a jugar fuerte, que sueña, en sus ratos libres, con ser escritor, una profesión denostada y vulgar. Y, como su tío, el rey Sabio y poeta, se esmera en corregir erratas y en que su obra se transmita de la manera más cuidada a la posteridad.

LA VIDA DE DON JUAN MANUEL

Don Juan Manuel nace el 5 de mayo de 1282 en el castillo de Escalona, Toledo, en el entorno de la familia real de Castilla. Su padre, Manuel de Castilla, era hijo del rey Fernando III el Santo, y hermano de Alfonso X el Sabio. Y su madre era la nobilísima Beatriz de Saboya.

Quedó huérfano desde niño: su padre murió cuando era un bebé de un año, y su madre, a la que adoraba, y de la que recordaba que, a diferencia de otras damas, le había amamantado, sin entregarlo a una nodriza, cuando tenía ocho. Esta criatura obtuvo una herencia formidable, y no solo en territorios y títulos: había heredado el señorío de Escalona, el de Peñafiel y era príncipe de Villena. Sin embargo, no era infante: ese título se reserva a los hijos de rey, y don Juan Manuel no lo fue. Con su legado venía la espada Lobera, de Fernán González, el amor a las letras (su abuelo había fundado la Escuela de Traductores de Toledo, su tío Alfonso era el rey Sabio de la cristiandad, y sus otros tíos eran escritores y traductores) y la defensa del castellano como lengua.

Tenía además derecho a la tutela real, que fue ejercida por su primo el rey Sancho IV, y a una educación esmerada, que le formó en derecho, latín, historia, teología y filosofía. Por supuesto, como todo noble, debía dominar la equitación, la esgrima, las artes de la caza, que le entusiasmaba, la poesía y la estrategia militar. Indudablemente religioso, siempre estuvo vinculado a los dominicos, de los que valoraba sus conocimientos teológicos y su rigor en el estudio y el comportamiento.

Que su tutor fuera Sancho IV resultó determinante en su vida: eso le situaba frente a sus otros primos, los infantes de la Cerda en la lucha dinástica tras la muerte de Alfonso X. Su padre ya había sido leal a Sancho IV, y el niño no tuvo elección: a los doce años ya había participado oficialmente en la guerra contra el rey de Granada, aunque no le dejaron entrar en el campo de batalla porque consideraban que era muy jovencito aún. De sus últimas conversaciones con Sancho IV, al que fue a visitar cuando estaba a punto de morir, nació el Libro de las Armas.

Inteligente, capaz, versátil, entendía muy bien el espíritu de sus tiempos, y que por lo tanto, no podía fiarse de nadie. Tironeado por unos, y por otros, su posición como adelantado de Murcia, es decir, como señor de frontera, hacía que debiera pactar con reyes enemigos de manera constante. De hecho, su relación de amor-odio con el rey Alfonso XI es digna de estudio. Algunos autores indican que albergaba demasiada ambición para haber nacido sin derecho a un trono: desde luego, no parecía que la autoridad real le intimidara, y en ocasiones se comportó más como un monarca que como un noble. Por ejemplo, sabemos algo tan curioso como que tenía una mandíbula muy prominente porque el suyo es uno de los pocos retratos que se conservan de la época, algo extremadamente inusual.

Se casó tres veces, las tres por estrategia, como era habitual en su entorno. Su primera esposa era hija del rey de Mallorca, pero como murió muy pronto y sin hijos, buscó una alianza con el rey de Aragón, Jaime II, al que le pidió a su hija Constanza. Ese matrimonio fue considerado una muestra de deslealtad a Castilla. De los tres hijos que tuvo con ella dos murieron siendo niños, pero la mayor, Constanza Manuel, sería una pieza clave en la política de su padre.

La tercera vez se casó con Blanca Núñez de Lara, con la que tuvo por fin al ansiado varón que necesitaba para que heredara sus títulos. Ni don Juan Manuel ni sus hijos fueron reyes: sin embargo, sus nietos, los dos hijos de sus hijas Juana y Constanza, sí lo fueron. Juan I reinó en Castilla, y Fernando lo haría en Portugal.

Tras la muerte de Sancho VI, hereda el trono Fernando IV: la década de gobierno de este rey resultará tumultuosa para don Juan Manuel, que tiene al inicio de ese reinado 25 años y se siente ofendido por el perjuicio que cree que está sufriendo. Debe cambiar y comprar señoríos, busca el apoyo de Aragón, y sobrevive a los intentos de asesinato de Fernando IV, furioso por sus cambiantes alianzas con señores enemigos.

Por otra parte, don Juan Manuel toma la delicada decisión de no apoyar a su rey en la campaña de Almería contra los musulmanes. Él y su tío, el infante don Juan, decidieron retirarse de una lucha que veían perdida de antemano: y, desde luego, sin sus dos ejércitos, los castellanos fueron derrotados, lo que causó que los dos Juanes, tío y sobrino, perdieran de nuevo el favor del rey.

Fernando IV muere y deja como heredero a un niño de un año: Alfonso XI. La situación da paso a una nueva lucha dinástica, con despiadados enfrentamientos por el poder. De nuevo, María de Molina, abuela del rey niño, asume la regencia, que será compartida con otros nobles, también con don Juan Manuel. El joven Alfonso XI llega a la mayoría de edad a los 15 años.

La relación de don Juan Manuel con el nuevo rey no puede ser más interesante y contradictoria: hay aspectos positivos, pues ha sido durante varios años su tutor, y corregente de Castilla. Ha hecho y deshecho a su antojo, ha recuperado propiedades e influencias perdidas con el rey anterior, entre ellas, el título de adelantado de Andalucía, y ha cubierto de privilegios a sus amigos.

Durante este periodo, además de amasar una ingente fortuna, don Juan Manuel se comporta casi con autoridad de rey en Murcia. Llega a tener su propio sello real. También se ha esmerado por darle una buena educación a Alfonso XI, que no es ningún pusilánime, y con quien comparte la afición por la caza; pero el alumno no tiene nada que envidiar al maestro. Según llega la mayoría de edad, aparta a algunos de sus enemigos (ejecuta, por ejemplo, a Juan de Haro) e intenta congraciarse con otros. A don Juan Manuel, de quien está harto, y a quien había apartado de la regencia en cuanto le fue posible, le pide la mano de su hija Constanza para congraciarse con él y alejarle de alianzas peligrosas.

Este acontecimiento marcará en lo sucesivo a don Juan Manuel. Pronto descubre que su pupilo no tiene la menor intención de casarse con Constanza, pero tampoco la deja libre para que su padre pueda casarla con otro monarca, amigo o enemigo, que refuerce la posición de don Juan Manuel. Es más, Alfonso XI encierra a la joven en el castillo de Toro y allí la recluye. Don Juan Manuel no puede creerse la afrenta ni el desafío. Reacciona buscando alianzas con Portugal, con Aragón, con los musulmanes, y comienza una guerra abierta contra el rey que durará varios años.

No hablamos de un enemigo menor. Sigue siendo uno de los hombres más ricos y poderosos de su época: posee Molina y Cartagena. Mantiene un ejército de un millar de caballeros. Quizás por fastidiar aún más, monta una ceca, una fábrica de acuñación, en sus dominios, y emite su propia moneda, algo que, efectivamente, molestó a todos. Su tercer matrimonio le vincula a una importante familia enemiga de Alfonso, busca treguas, las rompe, se sabe perseguido y lucha ferozmente por el reconocimiento.

Son años que sin duda requirieron de una gran energía por su parte; aunque escribió durante toda su vida, esta fue la época en la que redacta El conde Lucanor, y en la que incluso se retira al castillo de Garcimuñoz para dedicarse a su vocación literaria, que estaba particularmente mal vista entre caballeros nobles. Él, en cambio, defendió su obra, esgrimió la labor del escritor como una figura ejemplarizante, y se esmeró en recopilarla en un único volumen en el convento de San Pablo, en Peñafiel, para que no sufriera modificaciones.

Finalmente, las alianzas, el agotamiento, los pactos y la mediación de figuras importantes logran que la enemistad finalice: Alfonso XI libera a Constanza, que puede casarse con el rey Pedro I de Portugal, y en 1340 cuenta con don Juan Manuel como aliado en la batalla del Salado, en la que vencen. También el noble romperá su retiro personal y literario unos años más tarde para ayudar de nuevo al rey castellano en distintas batallas, pero su actividad se sosiega. Pasa mucho tiempo en Murcia, y arregla el matrimonio del resto de sus hijos, incluidos los dos ilegítimos. En 1348, según algunos, o incluso en 1349, don Juan Manuel muere en Córdoba, y es enterrado en el convento dominico de Peñafiel, que él mismo había fundado.

Apenas un año después, el rey Alfonso XI, el pariente, el pupilo, el que pudo haber sido yerno, el enemigo y el soberano de don Juan Manuel, muere también, cuando la peste negra llega al sitio de Gibraltar, que intentaba conquistar de nuevo. Una muerte que demuestra a los habitantes del siglo que la danza de la peste se llevaba con ella a mendigos y a reyes, a santos y a pecadores.

LA OBRA DE DON JUAN MANUEL

Don Juan Manuel es considerado por muchos filólogos como el primer escritor original en prosa en lengua castellana; desde luego, se había educado a la sombra de su tío, el rey Alfonso X el Sabio, que, según otros estudiosos, rivaliza por ese título, pero las obras del monarca son el resultado de una labor de equipo de varios escritores, en su mayoría traductores, que adaptaban y volcaban las obras del árabe, el latín o el hebrero, pero que no creaban textos nuevos.

Los dos parientes comparten además su deseo de escribir en castellano y de emplearlo como una lengua con dignidad propia, que debía cuidarse y usarse con propiedad. Por eso, contrariamente a lo que se estilaba en la época, no emplean el latín, la lengua culta, sino el castellano. Esto obedece a una maniobra muy astuta: sabían que los autores prestigiosos escribían en latín. Ambos lo dominaban, pero muchos de sus lectores ni lo leían ni lo entendían. Daba igual que esos potenciales lectores fueran en su mayoría nobles, porque no eran cultos. Por lo tanto, escogen una lengua que saben que les permitirá una difusión mayor. Por un lado, ennoblecen el castellano y, por otro, se aseguran la comprensión de los lectores.