El corazón del soldado - Cara Colter - E-Book
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El corazón del soldado E-Book

Cara Colter

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Beschreibung

El hombre del que no debería enamorarse Cuando Grace Day aceptó la ayuda del excombatiente Rory Adams, el amor de su adolescencia, para celebrar una cena benéfica a favor de los militares heridos en Afganistán, lo último que esperaba era descubrir que ese enamoramiento no era solo cosa del pasado. Habiendo crecido prácticamente en una zona de guerra, el lema de Rory era: "cuando esperas lo peor, rara vez te llevas una desilusión". Sin embargo, la dulzura de Grace, su confianza en los demás y su generosidad amenazaban esa visión tan cínica de la vida.

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Cara Colter. Todos los derechos reservados.

EL CORAZÓN DEL SOLDADO, N.º 2506 - abril 2013

Título original: Battle for the Soldier’s Heart

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2013.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3035-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

HABÍA caballos Shetland, esos caballos enanos a los que la gente llamaba ponis, por todas partes. Mordisqueando la alta hierba que crecía entre las instalaciones infantiles del parque, comiendo a la orilla del lago, frente a los patos.

Habían encontrado un hueco en la valla y estaban comiéndose con voraz apetito el parque de Mason. Uno tenía la cabeza enterrada en una tarta de cumpleaños y otro, que trotaba hacia una piscinita de goma, llevaba enganchada en una pata una pancarta que decía Feliz cumpleaños Wilson Schmelski.

Desde donde estaba, en el puente que cruzaba el parque más conocido de la ciudad de Mason, Pondview, Rory Adams contó ocho caballos Shetland.

Y solo había una persona intentando reunirlos.

–¡Pequeño monstruo! ¡Eres un desagradecido!

La mujer se lanzó hacia la derecha, el poni hacia la izquierda.

Si hubiera sido otra persona, Rory podría haber visto el humor de la situación, pero no era capaz de reírse.

Cuando pensaba en Gracie Day, incluso después de hablar con ella por teléfono, no se le ocurría pensar en el paso del tiempo. Para él, se había quedado en los catorce o quince años, lista como nadie y exasperante como nadie.

Para él, seis años mayor, Gracie, la hermana pequeña de su mejor amigo, no había sido nadie de importancia. No la había considerado una chica. Y a esa edad solo pensaba en chicas.

Tenía veintiún años cuando la vio por última vez. Graham y él acababan de regresar de Afganistán y ella lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.

«Te odio. ¿Cómo has podido convencerlo para que fuera contigo?».

Graham había intentado sacarla de su error porque la idea de alistarse en el ejército había sido idea suya, pero Rory le había hecho un gesto y Graham lo entendió enseguida.

«Deja que yo me encargue. Deja que yo sea el malo a ojos de tu hermana pequeña».

El recuerdo hizo que torciese el gesto. Habían cuidado el uno del otro probablemente mil veces desde que se despidieron de Gracie ese día, pero la única vez que contaba de verdad...

Rory sacudió la cabeza para apartar de sí tales pensamientos y concentrarse en la mujer que intentaba reunir a los ponis.

La hermana pequeña de Graham.

Gracie Day era bajita y esbelta, con unas curvas encantadoras en los sitios adecuados. El pelo cobrizo, que seguramente habría empezado el día perfectamente peinado, se había rendido a la humedad del ambiente y a las carreras mientras intentaba reunir a los animales, cayendo en salvajes y despeinadas ondas alrededor de sus hombros.

Llevaba un vestido de color crema y unos zapatos a juego que seguramente habrían sido perfectos para la fiesta de cumpleaños encargada a su empresa de organización de eventos, pero no podría haber elegido un vestido peor para correr detrás de un montón de ponis.

Estaba sucio, arrugado y uno de los tirantes que lo sujetaba se deslizaba continuamente por su hombro. Y no podía correr con esos zapatos porque los tacones se enganchaban en la hierba.

A primera vista, la mancha en el escote del vestido podría tomarse por un estampado pero, si mirabas con atención, y ese no era el escote que Gracie tenía a los catorce años, Rory estaba seguro de que era saliva de poni mezclada con hierba.

–¿Tú sabes de qué se hace el pegamento? ¿Lo sabes? –gritaba Gracie.

Había en ella algo de la niña de catorce años que había sido una vez y se parecía más que la serena y pausada Gracie Day que habló con él por teléfono.

–Necesito hablar contigo –le había dicho cuando volvió a casa.

Graham había muerto seis meses antes y Rory quería contarle la verdad.

«Yo fracasé. Fue culpa mía».

–No veo por qué tenemos que hablar –le había dicho ella. Y Rory se había sentido aliviado.

Hablar de lo que le había ocurrido a Graham, y la parte que le correspondía a él, no iba a ser fácil. Y aunque no era un hombre que enterrase la cabeza en la arena, había agradecido que le diese algo de tiempo.

Rory sintió un escalofrío por la espina dorsal. Decían que los que sobrevivían siempre experimentaban un gran sentimiento de culpa, pero en su corazón sabía que era culpa suya que Graham no hubiera vuelto a casa.

De alguna forma, en lugar de ser un trabajo temporal como habían pretendido, ser soldados se había convertido en una carrera para los dos. Pero Graham había muerto de un disparo en Afganistán y él seguía despertando sobresaltado cada noche, sudando, con el corazón acelerado.

Dos adolescentes.

Le había parecido ver algo raro y había vacilado porque eran tan jóvenes... pero entonces, de repente, una lluvia de balas.

Rory se puso a cubierto. ¿Dónde estaba Graham? No estaba tras él como esperaba y recordaba haberse arrastrado por el suelo para tirar de él, para abrazarlo.

Sangre, mucha sangre...

Pero la pesadilla lo despertaba antes de que la escena terminase. Faltaba una pieza, algo, unas palabras que no podía recordar, aunque lo intentaba una y otra vez.

El sueño nunca le decía lo que necesitaba saber.

¿Habían sido esos chicos? ¿Eran ellos los que habían disparado? ¿Qué podía haber hecho de otra manera?

¿Podría haber empujado a Graham para colocarlo a su espalda y recibir él las balas?

«Cuida de Gracie».

Esas palabras susurradas, un ruego.

Uno no se tomaba las últimas palabras de un hombre a la ligera. Especialmente, cuando eran las del hombre que había sido su mejor amigo durante más de diez años.

Llevaba seis meses de vuelta en casa y había llamado a Gracie en dos ocasiones, pero ella se había negado a verlo y era un alivio.

Las pesadillas ya eran lo bastante horribles como para, además, tener que contarle lo que había pasado. Mientras, al mismo tiempo, intentaba no contarle toda la verdad.

De modo que, siguiendo las instrucciones de Graham, se había encargado de comprobar que Gracie estaba bien.

Mientras él estaba destinado fuera del país, la empresa de infografía que había creado con su hermano había prosperado de manera increíble haciendo gráficos para coches de carreras.

Una vez en casa, después de retirarse del ejército, Rory había descubierto que era un hombre con considerable recursos a su disposición.

Uno de ellos se llamaba Bridey O’Mitchell. Oficialmente era su ayudante personal. Extraoficialmente, la consideraba su arma secreta.

Bridey, de mediana edad, británica, flemática, podía hacer cualquier cosa. De hecho, algunos días Rory se entretenía buscando retos imposibles para ella.

«¿Podrías hacer que llevasen helados al equipo que está haciendo los gráficos para los aviones saudíes?».

«Sé que estás muy ocupada, ¿pero podrías encontrar media docena de entradas para la final de fútbol que empieza dentro de una hora?».

«Me gustaría tener un koala y dos canguros para la inauguración de esa empresa de viajes australiana para la que hicimos el diseño de los autobuses».

Comprobar cómo estaba Gracie Day había sido cosa de niños para Bridey.

Y los informes habían sido siempre tranquilizadores. Gracie ya no estaba prometida con el hombre al que Graham detestaba y tenía una empresa de organización de eventos, El día de tu vida, en Mason, en el valle Okanagan de la Columbia Británica. La empresa de organización de eventos más importante para bodas, cumpleaños y eventos especiales que, además, había sido elegida para organizar una cena a beneficio de Warrior Down, la organización que ayudaba a los veteranos de guerra.

Pero sobre todo se encargaba de organizar cumpleaños para hijos de políticos, médicos, arquitectos y abogados de la zona. Fiestas con payasos, castillos de goma, magos, fuegos artificiales...

Pero los ponis eran algo nuevo.

Gracie Day organizaba la clase de fiestas que él nunca había tenido. De hecho, no recordaba que hubieran celebrado ninguno de sus cumpleaños, salvo en una ocasión memorable en la que su madre terminó cayendo de cabeza sobre la tarta. ¿Cuántos años cumplía? Seis. Después de eso, había dicho que no quería más celebraciones...

Bueno, pues ya había visto a Gracie Day y verla le llevaba recuerdos tristes. Pero, aparte del problema con los ponis, estaba claro que le iba bien en la vida.

Aunque estaba cumpliendo la última petición de Graham, Rory había querido verlo por sí mismo. La había llamado por teléfono una semana antes y había notado algo en su voz...

Aunque ella le había dicho que todo iba bien, Rory notó que le ocurría algo. Su alegría parecía un poco forzada, como si tuviera un secreto.

Fuera lo que fuera, no había podido olvidarse de ello. Durante la última semana, la necesidad de verla se había convertido en algo urgente. El instinto se había convertido en una parte tan importante de su vida cuando era soldado que no podía pasarlo por alto. Cuando lo intentaba, era una cosa más que lo despertaba por las noches, que lo perseguía en sueños.

Una mentira de su secretaria lo había enviado a Pondview.

«Nuestra empresa es una de las patrocinadoras de Warrior Down».

Como había sospechado, al mencionar el proyecto Gracie le había dado toda la información que necesitaba. ¿Se sentía culpable por mentir?

No. El sentimiento de culpa era para las personas sensibles y él no lo era. En su casa, de niño, y más tarde en el campo de batalla, no dejar que las cosas lo afectasen era la única manera de sobrevivir.

Pero la muerte de Graham...

Rory sacudió la cabeza de nuevo mientras se concentraba en Gracie. Estaba intentando agarrar a un poni blanco y negro que, aunque ella no se daba cuenta, la miraba por el rabillo del ojo con cara de pocos amigos.

Y era mucho más listo de lo que parecía porque cuando Gracie se lanzó sobre él, el animal se apartó, mirándola con gesto de burla.

Rory tuvo que contener la risa cuando se le rompió un tacón y, maldiciendo, se quitó el zapato para tirárselo al poni, que se apartó del proyectil como un profesional.

–¡Los ponis malos se convierten en pegamento! –le gritó ella–. Y en comida para perros. ¿Te gustaría ser el desayuno de un gran danés?

–No está bien decir esas cosas llevando un vestido tan bonito, señorita Day –murmuró Rory, divertido.

En realidad, le gustaba mucho más aquella señorita Day que la que respondía al teléfono con voz fría y reservada o la que organizaba perfectas fiestas de cumpleaños con vestidos de diseño.

Pero él sabía muchas cosas sobre la auténtica señorita Day. Eso era lo que hacían los hombres aburridos: jugar al póquer, fumar, dormir y hablar sobre su familia.

Graham nunca había tenido mucho éxito con las chicas, de modo que Rory sabía mucho sobre su hermana.

«Gracie nunca se relaja del todo y lleva una fotografía de un Ferrari rojo en el monedero desde hace años».

«¿Cómo se ha convertido en una chica tan estirada? ¿Y por qué va a casarse con un contable que nunca podrá comprarse un deportivo rojo?».

Entonces, como para demostrarle a su hermano que estaba equivocado, que no era una estirada, la seria hermana de Graham Day, que no sabía relajarse, se quitó el otro zapato y lo lanzó al poni, que trotaba alegremente, gritando una palabrota que los soldados usaban a menudo, pero que habría escandalizado a los invitados de sus perfectas fiestas para niños ricos.

Rory esbozó una sonrisa. Y hacía mucho tiempo que no encontraba nada que lo hiciera sonreír.

Pero estaba claro que no era un buen momento para hablar con ella. Por supuesto, lo más caballeroso sería ayudarla, pero Rory había abandonado toda ilusión de ser un héroe tiempo atrás y Gracie no querría que la viera en ese estado.

Vulnerable.

Sin control.

Necesitando ayuda.

Además, él no sabía nada sobre caballos de tamaño normal y mucho menos sobre caballos en miniatura.

Claro que dejarla allí sola parecía un poco egoísta por su parte y el recuerdo de Graham exigía que fuese mejor de lo que era. Aunque no fuese la hermana de Graham, él no hubiera aprobado que abandonase a una damisela en apuros.

Rory recordó entonces su arma secreta, de modo que sacó el móvil del bolsillo e intentó no hacer una mueca cuando Bridey respondió con su habitual:

–Dígame, señor Adams.

Había intentado convencerla de que lo llamase por su nombre de pila, pero era imposible.

–Bridey, necesito a alguien que pueda reunir a un montón de ponis sueltos.

Si la petición la había pillado por sorpresa, no lo demostró. Su ayudante anotó los detalles y le aseguró que se pondría a ello de inmediato.

Rory tomó la decisión de ayudar a Gracie Day a salvar su orgullo escondiéndose entre los árboles para que no lo viera. Pero justo cuando había tomado esa decisión, ella se quedó inmóvil. Le recordaba a un cervatillo olfateando el aire, un sexto sentido alertándola de que no estaba sola, que estaba siendo observada. Entonces se dio la vuelta y lo miró directamente.

Al reconocerlo, se cruzó de brazos y levantó la barbilla, distanciándose de la mujer que lanzaba zapatos y gritaba palabrotas a un montón de ponis rebeldes.

Sintiendo algo en el pecho similar a lo que sentía antes de empezar una misión o antes de entrar en batalla, Rory se dirigió a Gracie Day.

Y se detuvo justo delante de ella.

¿Sus ojos siempre habían sido de ese color? Eran pardos, una palabra muy simple para tan rica mezcla de colores: castaño, dorado, verde, como un exótico tapiz.

¿Sus labios siempre habían sido tan generosos y brillantes?

La clase de labios que un hombre imaginaba aplastando bajo los suyos...

No, antes no eran así. O él no los había visto así.

Entonces era una niña, la hermana de su amigo.

Pero en aquel momento era una mujer preciosa, aunque no precisamente contenta.

Rory se inclinó para tomar un zapato del suelo. ¿Quién había dicho que no podía ser caballeroso?

–Hola, Gracie –la saludó, ofreciéndole el zapato.

Ella parpadeó varias veces, como si le gustase que la llamara por el diminutivo. Y le gustaba, seguro, pero habría querido que fuera su hermano quien la llamara así, no Rory Adams.

Cuando tomó el zapato sus dedos se rozaron y, para disimular su turbación, se lo puso muy despacio, como si necesitase unos segundos para respirar.

Habían pasado ocho años. ¿No podía ser calvo o gordo? ¿La vida no podría haberle dado un respiro?

Grace se irguió, intentando mostrarse digna, aunque estaba ligeramente inclinada hacia un lado porque le faltaba un tacón y uno de los tirantes del vestido se había deslizado por su hombro.

Rory Adams estaba más guapo que antes. A los veintiún años era muy delgado, pero en aquel momento tenía un físico impresionante. Era muy alto. Bueno, siempre lo había sido, le sacaba una cabeza a todo el mundo, pero esos hombros tan anchos, ese torso...

Llevaba una camisa de manga corta que dejaba al descubierto unos bíceps formidables y unos antebrazos fuertes. Un pantalón corto de color caqui sobre unas piernas poderosas y morenas... Su rostro también había madurado y no sabría decir si para mejor. Había cambiado, eso sí. El travieso joven había desaparecido, pero no así el brillo burlón de sus ojos verdes.

Tenía arruguitas alrededor de esos ojos, como si los hubiera guiñado muchas veces para evitar el sol, la mandíbula firme y un rictus serio que no tenía antes.

Había algo duro en su expresión. Era la de un guerrero, un hombre que había servido a su país en la guerra, pagando un precio por ello. Había sombras en sus ojos, una vez tan claros.

Rory Adams había visto y hecho cosas que hacían que el desastre de su fiesta de cumpleaños fuese algo frívolo y superficial.

Grace miró su pelo. Era castaño, brillante como el chocolate. La última vez que lo vio llevaba el pelo cortado al cero, igual que su hermano, pero se lo había dejado crecer, como cuando entraba y salía de su casa con Graham.

Habían ido al mismo colegio y al mismo instituto. Y luego, cuando terminaron sus estudios, los dos habían trabajado para la misma empresa de jardinería.

Eso fue antes de decidir que era imperativo salvar el mundo.

El pelo de Rory era más largo de lo que lo había sido entonces, más largo que nunca, espeso, brillante, rozando el cuello de la camisa. Seguramente eso era lo que hacían todos los que se licenciaban del ejército para liberarse de la disciplina y celebrar su libertad.

Y, sin embargo, el pelo largo no le hacía menos guerrero, solo un guerrero de otra época.

Era demasiado fácil imaginar ese pelo movido por el viento, esa fiera expresión con una espada en la mano...

Rory Adams era la clase de hombre que hacía que una mujer sintiera la peor clase de debilidad: el deseo de sentir el roce de su dura mandíbula sobre su delicada piel, los duros labios masculinos contra la suavidad de su boca.

Pero Rory Adams siempre había sido así y Grace casi podía ver el fantasma de la chica que había sido una vez. Podía sentir la humillación que había sentido a los catorce años, cuando estaba loca por él, pero para Rory era tan invisible como un fantasma. No, más bien como un mosquito, una cosa irritante que él apartaba de vez en cuando. La hermana pequeña de su mejor amigo.

Y había sabido desde que la llamó por primera vez seis meses antes que nada bueno saldría de ese encuentro.

Algo en su tono de voz, serio y decidido, la había hecho pensar que iba a contarle cosas que ella no quería escuchar, que seguramente nunca estaría preparada para escuchar.

Además, ver a Rory de nuevo la haría anhelar cosas que no podía tener. Porque nunca lo había visto sin su hermano, Graham.

El hermano que ya no volvería a casa. ¿No había pensado que ver al amigo de su hermano intensificaría el dolor que empezaba a convertirse en un compañero inseparable pero que, por fin, ya no era un dolor lacerante?

Una vez lo había culpado por las decisiones de Graham, pero tiempo atrás se había dado cuenta de que su hermano había nacido para hacer lo que hacía. Era una decisión por la que estaba dispuesto a dar la vida.

Y lo había hecho.

Pero, si Rory quería pensar que seguía haciéndolo responsable y si eso mantenía una barrera entre los dos, le parecía bien.

Porque lo que la sorprendió en ese momento fue que al mirar a Rory no pensaba en la muerte de su hermano. Y no estaba preparada para admitir que el anhelo de que se fijase en ella no había desaparecido con la ortodoncia y el primer sujetador.

Para nada.

Grace parpadeó.

–Nadie me llama así. Nadie me llama Gracie.

Seguramente sonaba un poco infantil, a la defensiva, y no quería que supiera que la afectaba en modo alguno.

¿Por qué no podía haber dicho: «Hola, Rory. Me alegro de verte»? ¿Por qué tantos años de estudios y sofisticación no la protegían como una capa?

Porque la había pillado en mal momento, corriendo detrás de unos ponis renegados, con el tacón roto, el cabello despeinado y el vestido manchado a saber de qué.

De haber sabido que no iba a aceptar una negativa lo habría citado en su oficina, de la que estaba tan orgullosa, en la calle principal de Mason, donde hubiera tenido controlada la reunión.

–¿Cómo debo llamarte?

Su voz era profunda, masculina, y la hizo sentir un escalofrío.

Señorita Day seguramente sería ridículo cuando estaba descalza, despeinada y para nada parecía una persona seria y profesional.

–Grace.

–Ah.

Esos profundos ojos verdes parecían robarle la madurez y el éxito que había conseguido, exponiendo a la chica vulnerable y torpe que vivía dentro de ella.

–Graham era el único que me llamaba así. Todos los demás me llaman Grace, incluso mis padres.

–Graham y yo –le recordó él.

«Gracie Sacie, que besa a los chicos y los hace llorar».

Las pocas veces que se acordaba de ella era para tomarle el pelo sin piedad, pero el chico que le tomaba el pelo, el de la sonrisa alegre, había desaparecido por completo.

–Bueno, ¿cómo va todo? –le preguntó él.

Como si pasara casualmente por allí, aunque Grace lo dudaba. Cuando habló con él la semana anterior le había dicho que no quería verlo, pero debería haber imaginado que eso le daría igual. Rory Adams no era un hombre que aceptase una negativa, especialmente de las mujeres.

–Igual que la última vez que hablamos, hace una semana –respondió–. Estupendamente.

No era cierto. No podía estar más lejos de la realidad.

–Salvo por los ponis –bromeó él.

Estaba claro que no la creía. ¿Por qué? ¿No había visto que llevaba un vestido de lino? ¿Que el zapato cuyo tacón había perdido era de un famoso diseñador? ¿No veía que era una adulta que no necesitaba ayuda?

–Estupendamente –repitió.

–Pareces preocupada –dijo él entonces.

Y entonces hizo algo absurdo, poner el pulgar sobre su ceño, que debía de tener fruncido desde la semana anterior.

Desde que Serenity había aparecido con su zoo: los ponis, Tucker...

Grace experimentó una momentánea sensación de bienestar, un momentáneo deseo de apoyarse en su mano. De tener alguien en quien apoyarse, alguien con quien hablar, alguien en quien confiar.

Una ilusión absurda que ella más que nadie debería haber dejado atrás. La ruptura de su compromiso había sido la gota que colmaba el vaso.

Lo único importante en aquel momento era su empresa. Se había arriesgado en el amor, sufriendo a su capricho, por última vez. No pensaba dejar que volviesen a hacerle daño. Lo había jurado cuando su prometido, Harold, la había dejado después de dos años de relación.