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Después de cuatro años de desdichas salpicadas por algún que otro éxito, la Revolución pareció entender que su suerte estaba tan ligada a caballos y desiertos como a veleros y mares.Fue un entendimiento a medias. Tibio. Hijo de urgencias. Casi un reflejo del instinto. Pronto los laureles de Brown en Montevideo se hicieron un recuerdo y todo volvió casi a cero. La flota del gobierno fue desarmada y vendida para atender a la guerra en el Alto Perú. Pero algo quedó. En medio de la anarquía de esos años, una inquieta legión de políticos, militares y comerciantes porteños se convirtieron en empresarios de guerra. Compraron barcos, lograron el apoyo del gobierno y contrataron decenas de capitanes en desuso. A ellos se les sumaron soldados de la causa; hombres con ambiciones de gloria; oportunistas; desertores; delincuentes; extranjeros experimentados y criollos novatos. Una mezcla singular para entrar en el negocio del pirateo, amparados por la ley y por una bandera aún desconocida en los mares del mundo. Todo ellos concurrieron a la nueva guerra. Desde el gobierno se ordenó hundir y requisar cualquier cosa que llevara bandera española. Donde sea. Por la Patria. Desde los bolsillos, se ordenó volver a casa con oro para pagar a guerreros y accionistas. La guerra y los negocios dieron a luz a los corsarios del Plata. Esta es la historia de uno de ellos…
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Cichero, Daniel Edgardo
El corsario del Plata. - 1a ed. - Don Torcuato : Autores de Argentina, 2013.
E-Book.
ISBN 978-987-711-014-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
3a. edición ampliada. © Daniel Cichero
La luz del faro era blanca y se encendía a intervalos precisos, hasta que—de improviso— comenzó a palidecer una noche de abril. En su último destello, el haz levantó vuelo y se hizo lucero titilante. (Es natural, las luces que se mudan de los faros, siempre buscan lugares bien altos para seguir guiando a los navegantes).
Y allí está ahora. La lámpara del viejo faro se convirtió en un pequeño punto celeste, visible a unos diez grados al sur de las Tres Marías. Su brillo es bastante definido, aunque parece tener ese color tenue de quien, para hacerse ver, debe luchar contra lejanías enormes.
Son puras apariencias.
Al cabo, las estrellas son soles. Y los soles son faros eternos.
Dedicado a la tierna memoria de Heberto Cichero.
Después de cuatro años de desdichas salpicadas por algún que otro éxito, la Revolución pareció entender que su suerte estaba tan ligada a caballos y desiertos como a veleros y mares.
Fue un entendimiento a medias. Tibio. Hijo de urgencias. Casi un reflejo del instinto. Pronto los laureles de Brown en Montevideo se hicieron un recuerdo y todo volvió casi a cero. La flota del gobierno fue desarmada y vendida para atender a la guerra en el Alto Perú.
Pero algo quedó. En medio de la anarquía de esos años, una inquieta legión de políticos, militares y comerciantes porteños se convirtieron en empresarios de guerra. Compraron barcos, lograron el apoyo del gobierno y contrataron decenas de capitanes en desuso. A ellos se les sumaron soldados de la causa; hombres con ambiciones de gloria; oportunistas; desertores; delincuentes; extranjeros experimentados y criollos novatos. Una mezcla singular para entrar en el negocio del pirateo, amparados por la ley y por una bandera aún desconocida en los mares del mundo.
Todo ellos concurrieron a la nueva guerra. Desde el gobierno se ordenó hundir y requisar cualquier cosa que llevara bandera española. Donde sea. Por la Patria.
Desde los bolsillos, se ordenó volver a casa con oro para pagar a guerreros y accionistas.
La guerra y los negocios dieron a luz a los corsarios del Plata.
Esta es la historia de uno de ellos…
Durante esa noche le era imposible pegar un ojo. Y tampoco lo deseaba. Su mente se encontraba en esa difusa frontera que abarca retazos de conciencia salpicados con gotas de recuerdos. Divagaban personajes de su infancia; la imagen de su madre y sus hermanos; Bonaparte en El Cairo; la represión de sus camaradas franceses a los negros haitianos; las calles de su Bormes natal aturdidas con la tricolor revolucionaria. En su cabeza todo era un infeliz aquelarre.
El capitán abrió los ojos con desmesura, como buscando huir de la anarquía de imágenes. Quería zafar de ese escándalo inconexo para canalizar su odio en forma clara y precisa. No quería que nada tierno y lejano lo distrajera y prefirió ponerse de pie y ensillar su caballo para aventar los demonios de cualquier incursión de algún recuerdo grato.
La noche en Lima se cerraba prenunciando una de sus habituales madrugadas brumosas que la envuelven desde El Callao.
Se dirigió con decisión hacia la Taberna de la Libertad, reciente redenominación que su dueño —con claro sentido de la oportunidad— le impusiera al local, luego de la ocupación de la ciudad por los insurgentes argentinos y chilenos. El lugar era una típica fonda frecuentada por soldados y por unas pocas alternadoras, sobre cuyas cabezas pendían decenas y decenas de jamones. No era, en verdad, un sitio apropiado para oficiales ni tampoco lo concurrían sus camaradas de la Flota Libertadora. Sin embargo, esa noche el hombre sintió que allí se sentiría más libre para rumiar su amargura.
******
El capitán entró sin saludar. Algunos soldados que bien lo conocían intentaron un simulacro de saludo militar, cuadrándose tanto como la cantidad de botellas ya vaciadas se los permitiera.
—Buenas noches, mi capitán—, saludó en voz alta un granadero rioplatense, para que los parroquianos supieran que era de los oficiales que gozaban de respeto. Pero el capitán no contestó ni devolvió el saludo. El silencio se fue apoderando de la taberna, mientras el marino se dirigía, algo encorvado, derecho hacia una mesa arrinconada entre la penumbra y la mugre.
—¡Niña!—, gritó a una de las meseras que se encontraba en el otro extremo del local—: ¡Traiga una botella de ron y un vaso!— En el ambiente casi silenciado por su presencia, la frase retumbó clarito como para que nadie dudara que había ido hasta allí sólo para emborracharse. Una de la alternadoras, que iba en camino de sentarse a su mesa se detuvo en el acto, cuando alguien le pasó alguna seña de que era un momento poco propicio para entablarle cualquier charla al hombre.
El propio dueño de la taberna, un hombre de aspecto regordete y servil, se le acercó para servir la orden. Había oído de quién se trataba y de su desempeño en la guerra durante sus últimos años. Y a su vez, tenía la creencia de que se trataba de alguien que, desde su posición entre los insurgentes, podría paliarle a fuerza de algún que otro favor, los efectos que la guerra provocaba en Lima. Lo cierto es que el hombrecillo se apareció con una botella de ron El Antillano. La ilustre bebida, de seguro, habría sido contrabandeada desde Cuba a través de la Nueva Granada incendiada por Bolívar. Pero con el destino aún incierto de la lucha en el Perú, se podría decir que esa botella era una verdadera rareza. En la Lima ocupada nadie ofrecería El Antillano, si no se esperaba recibir algo a cambio. La expresión en el rostro del tabernero delataba que tamaña servicialidad significaba mucho más que un homenaje al capitán.
—Sírvase mi señor, es una gentileza de esta casa para quién tanto hizo contra la miserable tiranía de los godos.
—Guarde su gentileza y traiga una botella de ron común, antes que lo metan preso por traficar productos del enemigo—, le respondió el capitán con toda la sequedad de la que podía ser capaz. El fondero se quedó rígido, bajó la mirada y, sin decir nada, tomó con suavidad su tesoro y se retiró dando pasos hacia atrás. En algunos segundos, un vaso y una botella pelada y aparecieron sobre la mesa.
Como casi todos los hombres de mar, el capitán era afecto al ron, pero rara vez sobrepasaba la medida en la que consideraba que perdería capacidad para manejarse. Esa noche no iba a ser así. Llenó el vaso casi hasta el borde y se lo bajó casi de un trago. A medida que la botella se vaciaba, la cabeza se le inclinaba más y más sobre la mesa. Había momentos en que permanecía inmóvil largos minutos, como si fuera un muñeco. Sólo parecía volver en sí cuando intentaba, con progresiva dificultad, embocar la bebida en el vaso. Al rato, como ocho o diez circulitos de ron sobre la madera pelada delataban los vasos que ya se había embuchado.
El dueño de la fonda volvió a aparecer luego de su primera intentona fallida. Esta vez trajo un plato de madera con una profusa variedad de jamones y quesos.
—Sírvase mi almirante, y sepa usted que para mí es un honor recibir al hombre que dio la vuelta al mundo poniendo sitio a Manila, a California y Nueva España…—. El capitán acumulaba bronca a medida que el hombre continuaba profiriendo elogios sin intención de detenerse. Y sin darse cuenta, tenía un puño ya cerrado para acabar con su payasada de una vez—. ¡Cuánta honra para esta casa de americanos! ¡Tener aquí al ilustre capitán de la fragata Consecuen…—. El tabernero no llegó a pronunciar la sílaba final del barco. Su garganta ya estaba ceñida por la nudosa mano del capitán ya decidido a hacerla calla3r de una vez.
—¡Merde! ¡Cállate de una vez! ¡No vine acá a escucharte, cagajo! ¡Y nunca te atrevas a llamar a mi barco con ese nombre!—. Le soltó el garguero y para que no le quedaran dudas, le gritó en su cara—: ¡La Argentiná, mi barco se llama La Argentiná!—. Una de sus habituales destemplanzas de carácter lo transportaba una vez más a esa infusión extraña de acentos y palabras entre el francés de su juventud y su castellano adoptivo, alentada ahora por la ira y el rón—. ¡Yo se la tomé a los godós hace siete años, aquí frente a estas mismas costas y ahora no quiero que ningún stupide la llame por su antiguo nombre! ¿Entend?—, le espetó, mientras lo tomaba por las solapas para luego soltarlo con un empujón hacia una mesa vecina en la que derribó vasos y botellas.
La escena dejó al lugar sumergido en un silencio que nadie atrevió a cortar. El capitán recogió tambalente su sombrero y su sable corvo, tiró unas monedas sobre la mesa y enfiló derecho hacia la puerta mascullando puteadas francesas y españolas.
Por primera vez lamentó no tener un amigo ni un confidente con quien compartir los tragos amargos. Pensó en su mujer y en sus hijas y le asaltó otra vez el remordimiento. Y se sintió cansado de los doce años sin frutos que ya llevaba en la guerra. “Si la cosa fuera sólo contra godos —pensó— que fácil sería todo. Si Echevarría no me estuviera traicionando en Buenos Aires. Si ese pirata de Cochrane no confabulase en contra de mí. Si el maldito gobierno pusiera unos pesos para salvar a La Argentina…”. Por su cabeza, recomenzaron a circular los pesares.
Pero fue pensar en la suerte sellada de su barco lo que le puso a flor de piel otra vez el rencor que venía acumulando. “Tengo que salvar el honor de mi barco”, se decía para sí a cada instante. Y en cada repetición reunía un poco más de odio. Abrió su petaca inseparable y bebió un trago más de ron barato.
Montó con mucha dificultad y enfiló derechito para El Callao. No sabía bien para qué. Todas las cosas giraban alrededor de él al compás del aguardiente y de la bronca contenida hecha impotencia. Ya nada se podía hacer para torcer el destino de La Argentina. Finalmente, les idiotes del Gobierno, como gustaba calificarlos, ya habían tomado la decisión.
La niebla limeña lo envolvía todo en la madrugada. El jinete galopaba envuelto en una mezcla de polvo y vapor, al tiempo que insultaba y maldecía por la suerte de su nave. Intentó otro trago, pero ya nada quedaba en la botellita. Y entonces lo desbordó un rencor ciego bien empapado en tragos y recuerdos. Desenvainó su viejo sable de ex granadero, lo apuntó vaya a saber contra qué fantasma y le metió espuela al animal para lanzarse al galope tendido en plena noche.
—¡Esto no se le hace a una nave cubierta de gloria! ¡Fiiiiiles de puuutaaa!—, gritaba alargando las vocales en el silencio brumoso. Mientras blandía su acero en el aire, por su rostro cuarentón y curtido por el aire salado, corría una mezcla de lágrimas y mocos a los que al instante se adhería el polvo de ese camino americano. Para ese momento, el capitán sólo atinaba a seguir el desenfreno de una carrera que ya no tenía otro destino que el que dispusiera su cabalgadura.
—¡Alto! ¡Quién vive o disparo!—, advirtieron desde el primer puesto de guardia del Apostadero Naval del Callao. Dos soldados apuntaron al bulto casi a ciegas.
—¡Cagones de mieeeeerda!—, devolvió el capitán fuera de sí. Y entonces los centinelas no dudaron. Dispararon casi al unísono sus fusiles hacia la sobra brumosa que enfilaba hacia ellos. El caballo del marino se paró en seco sobre sus patas y, unas pocas yardas más adelante, cayó para un costado con el jinete a cuestas.
Uno de los soldados se acercó al caído con la antorcha de la garita. El otro desenfundó su pistolón para apuntarle directo a la cara del hombre, que estaba tendido en el camino mirando hacia un cielo invisible. El cuerpo del capitán no estaba herido y el aninal se paró de un salto y se escondió en la negrura.
—¡Identifíquese!—, le ordenó el del pistolón, que llevaba uniforme del Regimiento de Cazadores de Mendoza.
—Capitán Hipólito Bouchard, de la Flota Libertadora—, atinó a obedecer, aunque sus pupilas aún continuaban divagando dentro de sus ojos.
—¡Sus papeles!—, le exigió ahora el de la antorcha. El capitán intentó incorporarse, pero el hombre que sostenía el arma se la acercó aún más—. ¡No se mueva, carajo! Desármelo, Frías—, se dirigió a su compañero.El soldado le sacó el trabuco que el capitán ceñía en su cinturón y luego un inexplicable sable corvo típico de la caballería de San Martín.
Alertados por los tiros, justo en ese momento, un sargento y otros dos soldados más se sumaron, aún acomodándose los pantalones, a la recepción del capitán.
—A ver, alumbrale bien la jeta—, ordenó el sargento, al tiempo que se arrimaba para reconocerlo —. Está bien, déjenlo y devuélvanle las armas.
Para fortuna del capitán, el sargento lo conocía y mucho. Había peleado con él en San Lorenzo en el verano del 13 y luego había viajado a bordo de La Argentina desde Valparaíso, dos años atrás. Las dudas sobre la identidad del extraño jinete nocturno mutaron de golpe al respeto por ese jefe borracho.
—¡A la orden, mi sargento!—, gritó sin necesidad uno de los soldados.
—¡No, si yo lo conozco bien al francés! Estuvimos juntos en San Lorenzo con el General. Él después se fue a peliar al mar y nos trajo al Perú en su barco, La Argentina. Su gente nos contó todo lo que jodieron a los godos en yo que sé qué mierda de lugares. ¿No, mi capitán?—, se dirigió al marino a último momento, como buscando que le recordaran los nombres de extraños sitios que había escuchado alguna vez. El capitán, incomodado, igual no respondía y sólo atinaba a sacudirse la polvareda de su chaquetilla azul. Pero al final, el sargento llegó a la pregunta obligada que Bouchard no quería oir—: ¿Y qué le anda trayendo a estas horas y por estos lugares, mi capitán? Si en el apostadero del Callao no hay barcos por estos días…
—Está La Argentina—, lo paró en seco, molesto de que ni siquiera reconocieran que ¨su¨ fragata aún habitaba en el puerto.
—Bueno, mi capitán, quise decir barcos de esos que entran y salen con tropa y cañones. ¿La Argentina está para darle hacha, no?—, preguntó el sargento al aire como buscando entre los suyos una respuesta más precisa.
—Sí, mi sargento—, contestó uno—. Ahora al amanecer nomás cuando clarie vienen como cincuenta piones pa´ darle hacha. Dicen que los del gobierno vendieron el barco como leña; que es sólo una pila de madera podrida—, agregó con inocencia, ignorante del efecto de lo que acababa de decir. La cara del capitán enrojeció a la luz de esa antorcha para descargar una vez más su ira con destellos afrancesados.
—¿Sabe soldado, qué son los del gobiegno? Son unes files de putá. ¿Sabe lo que conocen de barcos? ¡Nada! ¡Ni un cagajo!—, se contestó a sí mismo. —¿Sabe quién dejó morir a mi nave?—, insistió, señalando en la dirección en la que se encontraban los restos del buque—. ¡Ese pirata de Cochrane! ¡Maldita sea con ese inglés de mierda! Sólo espero que Dios me dé una oportunidad para echarlo a pique alguna vez.
Los cinco soldados observaban impávidos como el capitán se refería a su propio jefe. Pero de súbito, a Bouchard le subió como una arcada que no pudo contener, se puso blanco y sus rodillas se le aflojaron para luego vomitar todas las inmundicias de sus entripados.
******
Se sintió un poco mejor después de algunos minutos y con su cabeza ya más ordenada, pensó en hacer algo.
—Sargento —el capitán recuperó el tono marcial—, vine hasta aquí sólo para hundir a mi barco con mis propias manos, antes de que lo vendan para hacer leña por unas pocas monedas. Es una cuestión de honor para la fragata y también para el pabellón, ¿me entiende? Sólo le pido cuatro o cinco balas de doce pulgadas y unos tarros de pólvora. Yo me hago responsable y me encargo del resto. Usted y sus hombres no tienen de qué preocuparse…
—Vea mi capitán —lo interrumpió—, es que aquí ya no hay cañones. Se los han llevado antiyer para la campaña en la sierra. El apostadero lo defienden cuatro o cinco cañoncitos del Fuerte Independencia y los mesmos barcos, cuando están. Y cuando no están, lo defendemos nosotros a fusil. Es que así están las cosas por acá, mi capitán—, se justificó.
—Entonces, consígame un bote y un hacha para abordarla y hacerle un rumbo en la bodega. No me llevará más que media hora, la madera ya está toda reblandecida—, insistió
—Disculpe mi capitán, pero yo tengo mis órdenes—, cerró terminante el sargento. Bouchard bajó su cabeza para evitar que vieran su cara. Y los hombres, por su lado, se miraban entre sí sin entender el porqué de tanto desbarajuste por una pila de madera que apenas si podía flotar.
—Es que esa fragata ofreció mucho a las Provincias Unidas como para terminar así sus días. Créame que no es un final digno para quien llevó la bandera de la Revolución alrededor del mundo—, quiso explicar el francés, pero a sabiendas de que todo estaba perdido.
—Vea mi capitán, ya no hay nada que usted pueda hacer. Usted sabe que no podemos desobedecer las órdenes y yo sé que tampoco quiero meterlo en un calabozo. Y todo el mundo sabe que hay mucha gente de los de arriba que daría lo que no tiene para verlo enjaulado otra vez, como en Valparaíso. Se lo digo de corazón, como el granadero que estuvo junto a usted en San Lorenzo: no le dé de comer a los chanchos, mi capitán. Si quiere una formación de honor para el barco, ya mesmo le ofrezco a mis hombres, antes de que lleguen los piones. Acepte mi capitán, no queremos meterlo preso o que salga lastimado.
El sargento creyó convencerlo.
La noche empezaba a ceder y el capitán miró a los cinco hombres. Sin decir más, se calzó su sombrero y fue por su caballo que estaba pastando, como si nada, como a unos cuarenta pasos de allí.
******
La bahía del Callao estaba envuelta en una mezcla difusa de niebla y amanecer, cuando veinticuatro soldados llegaron a pie, medio dormidos, hasta la playa lateral en la que la fragata había sido fondeada a la espera de su destino. Ya no tenía arboladura, le faltaba el palo mayor y estaba escorada un poco a babor. Las escotillas donde antaño se escondían los cañones, ahora estaban abiertas de par en par exhibiéndola como lo que era: una moribunda. Aún herida de muerte, el capitán se conmovió por su belleza.
Los hombres, desalineados y recién arrancados de sus catreras, traían caras de hastío y fueron ordenados en dos filas. El capitán se plantó delante de ellos y evocó, aún con un leve silabeo de ron, nombres que sólo recordarían él y su tripulación ausente. Habló de Madagascar, de Indonesia, las Filipinas, Hawai, California, México, Nicaragua, El Salvador…
“¡Soldados de las Provincias Unidas!”, se dirigió en tono de arenga a soldados que lo puteaban por lo bajo. Es que a esas alturas, la guerra lo había consumido casi todo y ya nadie tenía paciencia para formaciones de honor y esas cosas. “Ese nave que ven ahí como ruina, quedará hecha leña en algunas horas. La Argentina y su gente, salieron victoriosos en diez combates navales y tres anfibios. Bloquearon cuatro puertos. Capturaron veintiséis naves españolas, de las que luego hundieron veintidós. Y por primera vez mostró con orgullo la azul y blanca alrededor del mundo en una empresa que terminó apenas hace dos años y ya nadie recuerda. ¡Pero yo no me quiero olvidar, carajo!”, gritó al tiempo que desenvainaba. Su sable silbó en el aire como si con un simple golpe de mano se pudiera partir en dos a la desmemoria. “Ustedes serán los únicos testigos del amargo final con que sometemos a quienes se han batido en esta nave podrida. ¡Ellos nos han cubierto de gloria a todos nosotros! Por eso, el hacha con la que este puto gobierno hará leña de La Argentina es una humillación para la nave y para todos nuestros muertos”. Bouchard hizo una pausa y luego finalizó con su voz a punto de quebrarse. “Nunca olviden lo que van a hacer con esta fragata”.
Sólo entonces los hombres parecieron entender la razón de estar allí. Es que para todo Callao, y desde hacía meses, La Argentina no era más que una pila de madera podrida que sólo servía para anidar ratas.
El capitán envainó y el sargento ordenó al corneta un toque de silencio por todos los caídos en aquel viaje enorme.
“Que el honor de esta nave acompañe por siempre a los argentinos, chilenos, paraguayos, orientales, ingleses; a los libertos malgaches; a los franceses; a los chicos malayos, los italianos, los hawaianos y los norteamericanos que pelearon bajo nuestra bandera.
Por un momento, sólo se sintió el suave sonido de la brisa matinal que empezaba a ahuyentar la neblina. Luego los veinticinco hombres se cuadraron e hicieron la venia, mientras el clarín se despachó con una melodía tan lúgubre como desafinada. Al fin, con una señal del capitán, el sargento ordenó preparar las armas para honrar a los caídos y a la nave postrada.
“¡Atención! Apunten para saludo… ¡Fuego!” Los disparos resonaron en la bahía vacía provocando una estampida de las gaviotas que dormían en el velero podrido. Los estampidos secos se dispersaron por la bahía sin que ningún eco los devolviera y el sargento ordenó que todos regresaran al Fuerte Independencia.
Eso fue todo.
***
—Adiós, mi capitán—, se despidió el viejo sargento.
—Gracias—, devolvió Bouchard. Ambos se hicieron la venia sin ampulosidades. Pero en un gesto del todo inusual en Bouchard, lo abrazó con la fuerza de quien se reencuentra con alguien al que nunca se debió abandonar.
Mientras los hombres y los pájaros volvían a sus lugares, el capitán se sentó en el pedregullo de la costa. Se quedó mirando fijo el leve bamboleo de la fragata. Lo interpretó como el adiós definitivo. Luego cerró los ojos y se quedó allí, cerca de su nave, perdido entre recuerdos.
Las almas de La Argentina y de sus muertos ya descansaban en paz. Lo demás, no tenía remedio.
***
Sería una hermosa de junio de 1822 en Lima y la guerra seguía en todas partes.
Eran las diez de la noche y la casa de Don Vicente Anastasio Echevarría en San Telmo era la única del vecindario que permanecía con las velas encendidas. No había festejo alguno, pero en su interior cuatro personas hablaban con gestos contenidos alrededor de la gran mesa en el salón. El anfitrión lucía levita y, entre los invitados, uno llevaba sotana y los otros dos las casacas azules de cuello cerrado usuales entre los marinos.
Los hombres cenaban con la abundancia y la fruición que suele acompañar a la ansiedad. Un mayordomo negro inseparable portaba una botella de vino con la que venía llenando las copas, apenas notaba que el nivel descendía más allá de lo aconsejable.
Echevarría estaba en la cabecera, flanqueado de un lado por el capitán Bouchard y el cura chileno Uribe y del otro por el comodoro Brown. La cena había transcurrido sin mucha locuacidad por parte de los comensales, pero se notaba en la actitud relajada del dueño de casa su voluntad de romper la frialdad que separaba al marino irlandés del francés —y viceversa—.
Dos negras vestidas de blanco inmaculado entraron en el salón trayendo bandejas repletas de potecitos con duraznos en almíbar. Y entonces, Echevarría creyó el momento apropiado para hablar de guerra y de negocios.
—Señores —tomó la palabra—, espero que mi casa y la cena haya sido del agrado de todos ustedes, porque quería que este fuera el lugar para que charláramos entre amigos sobre lo que ustedes y yo hemos venido trabajando en los últimos meses. Como ustedes saben, el gobierno decidió desmantelar la flota luego que el comodoro Brown les diera su merecido a los godos en Montevideo. No vamos a discutir ahora las razones que le impulsaron a tomar esa extraña decisión, pero lo cierto es que todos nosotros hemos decidido, por separado, comprar o utilizar algunos de esos barcos para dedicarlos a la guerra corsaria en las costas de Chile y Perú. El comodoro Brown me ha manifestado que piensa emplear las dos naves que el gobierno le obsequiara luego de la batalla del Buceo, la Hércules y la Trinidad. Él en persona me confirmó que las comandará con el apoyo de su hermano Miguel—. Echevarría buscó la mirada de Brown y éste asintió en silencio—. Por su parte— se dirigió luego al sacerdote—, el distinguido presbítero Uribe ha logrado reunir los medios para armar la goleta Constitución y le ha confiado su mando al señor teniente Oliver Russell. Yo, por mi parte, y como ustedes ya saben, he comprado la corbeta Halcón y le he ofrecido su mando al capitán Bouchard. Hasta aquí, seguramente, no he dicho nada que ustedes no supieran. Pido disculpas por tanta digresión; ha de ser un vicio común a todos los abogados—. Hubo entre los comensales algunas sonrisas tibias—. De lo que aquí se trata, señores, es de ver hasta qué punto existe la voluntad para lograr que esos cuatro barcos no sean cuatro voluntades dispersas, sino sólo una que nos permita a todos nosotros asegurar resultados militares para nuestro país. Y también, porque no decirlo con franqueza, para nuestros bolsillos. Quisiera, si les parece, que discutiéramos ésto para ver si podemos llegar a algún arreglo satisfactorio para todos nosotros—, finalizó.
El silencio se apoderó de la reunión, luego de la prolongada introducción de Echevarría. Pero después de segundos que parecieron interminables, Brown se decidió a romperlo.
—Caballeros, quisiera hablar con total claridad para evitar malos entendidos, que después se pueden pagar caro, hasta con la vida. El gobierno ha desmantelado la flota y recurrido a las empresas de corso, que siempre se arriesgan a incluir a todo tipo de gentes en la guerra. En lo que a mí respecta, yo no estoy de acuerdo en participar de una fuerza en la que un comandante y sus oficiales sean electos por los accionistas. Y que conste que no lo digo por usted, doctor Echevarría, sino por alguno de los socios franceses de su empresa. No son gente de confianza. Creo que entre ellos pululan algunos aventureros que poco tienen que ver con la causa y que pueden poner en riesgo la unidad que exige el mando de una nave—, Bouchard no soportó un segundo más lo que consideró una ofensa personal.
—Comodoro Brown, lo que usted no soporta no es que mis socios me hayan elegido. ¡Lo que usted no soporta es que seamos franceses! Si no dígame, ¿por qué no convocó a ningún oficial francés para la toma de Montevideo? ¿Por qué éramos aventureros? ¿Acaso no habíamos probado ya largamente nuestra lealtad a la causa?—, desafió al irlandés.
El cura chileno presenció el comienzo del entredicho entre los dos jefes lleno de sorpresa, pero no atinó a detenerlos. Brown retrucó de inmediato.
—No, no fue por eso. Y usted, Bouchard, sabe muy bien cómo es la marinería en este país. Casi no hay tripulantes que hablen castellano. La gente de aquí no está acostumbrada a la pelea en el mar, y si a eso le agrega oficiales que no se entienden entre sí en el medio de un baile; bueno, entonces que Dios le ayude. ¡Aquí no estamos hablando de valentía, señor Bouchard, sino de organización!—. El argumento de Brown sonó sincero y convincente, y el capitán se llamó a recato por el momento.
—Señores, les ruego que dialoguemos con tranquilidad y sin levantar el tono. La causa americana ya tiene bastantes problemas, como para que también aquí reine la desconfianza—, terció Echevarría para poner paños fríos.
Brown volvió a la carga de inmediato.
—Caballeros, la causa se sirve sólo con gente que no hace de ella una aventura. Y convengamos que el corso se presta a que se infiltren personajes de toda laya. Y para que ni usted Echevarría, ni usted Bouchard ni mucho menos usted padre Uribe se sientan afectados por esta calificación, yo sí digo que casi todos los oficiales que acompañan al capitán Bouchard en la empresa, no son dignos de confianza para pelear en una campaña de corso. Yo creo que esos hombres no tienen más interés en ésto, que volver rápido, ilesos y ricos. Y con eso no alcanza para darles duro a los godos.
El francés no esperó para devolver el golpe.
—La gente que me acompañará es toda de experiencia. ¡Con eso me basta! En San Nicolás, en el año 11, tuve que mandar a una manga de improvisados ¡que se mareaban en el Paraná! Y allí me juré que jamás más iba a volver a pelear con hombres que nunca hubieran pisado una cubierta. ¿Sus ideales? ¡Sus ideales me importan un carajo! Ahora estamos en 1815 y lo único que me preocupa es que mis hombres sepan qué cosa hacer cuando se les ordena algo. De la fidelidad a la causa alcanza conmigo, comodoro Brown—, el francés miró a los ojos de su contendiente y se sintió a gusto con los argumentos que ofreció.
El cura Uribe era un hombre de acción y atestiguaba el entredicho con franca preocupación. El chileno había llegado a Buenos Aires corrido por los realistas, junto con unos doscientos de sus paisanos luego del desastre de Rancagua. Durante los últimos cinco meses había trabajado sin descanso para organizar una suscripción que permitiera comprar y armar un sueño llamado Constitución, que tenía forma de goleta. Y ahora, que ya estaba casi lista en el Riachuelo y que ya había encontrado en Russel a un buen comandante, veía con horror como estas trifulcas ponían en riesgo a la pequeña escuadra privada que le permitiría volver a su tierra.
—Yo les ruego, en nombre de mis compatriotas, que pongan fin a esta discusión. Acá lo importante es ir a Chile y Perú; apresar mercantes; hacer propaganda y liberar a los patriotas encarcelados. Debemos ser la punta de la lanza que llene de pavor a los godos. Debemos sorprenderlos, distraerlos, pegarles dónde menos lo esperen y no continuar con estas disputas sin sentido. Hay todo un pueblo esperando que la Revolución se muestre como un único puño, pué. Eso es lo que nos piden los muertos de Rancagua. ¡Lo demás hay que dejarlo para las tertulias en épocas de paz, carajo!— El sacerdote dijo la última frase a los gritos y luego se dedicó a mirar a los ojos de cada uno de sus interlocutores.
El silencio volvió a adueñarse de la reunión. Echevarría, hábil como siempre, intentó forzar un entendimiento allí mismo.
—De mi parte—, se dirigió a Brown con tono ceremonioso—, yo estoy dispuesto a autorizar al capitán Bouchard para que se ponga bajo sus órdenes, siempre que se respeten las cláusulas de las respectivas patentes de corso y que usted tome en cuenta la situación y los intereses de los tripulantes de la Halcón. Si usted está de acuerdo y también lo están nuestros hermanos chilenos, los capitanes firmarán un acuerdo por escrito que lo estipule, así como el reparto equitativo de las presas que se le tomen a los españoles. ¿Qué les parece? ¿Comodoro Brown? ¿Padre Uribe?— Echevarría miró a cada uno de los presentes para definir la cuestión.
—De mi parte, estoy en un todo de acuerdo—. El Padre Uribe se apresuró a plantear su posición. Brown se limitó a asentir con su cabeza, poco convencido de que una expedición de esa naturaleza pudiera depararle demasiado rédito. Pero el irlandés no era ciego y sabía que el zorro de Echevarría haría valer su influencia en las esferas de gobierno, dónde siempre conspiraban contra él.
Echevarría se puso de pie y exclamó no sin cierta ampulosidad, luego de tejer la madeja:
—¡Bien! Entonces haremos un brindis por nuestra escuadra corsaria. ¡Eustaquio, llená las copas!— El mayordomo vació en ellas una nueva botella y entonces el abogado levantó su tinto para brindar por el acuerdo—. Señores, por el seguro éxito de nuestra empresa—, auguró.
Las cuatro copas se entrechocaron y a los pocos minutos los hombres se retiraron blandiendo diversas excusas. Todos se fueron de la casa del abogado cargados de dudas y temores. Sólo Echevarría se quedó degustando tranquilo una última copa de vino en su sofá para disfrutar el momento.
El capitán Bouchard volvió a su casa resignado. El dueño del barco ya había dispuesto cómo serían las cosas de allí en adelante.
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Los preparativos de las naves avanzaban sin pausa. En la Ensenada de Barragán, las naves de los hermanos Brown estaban siendo forradas en cobre. En el Riachuelo, la de Bouchard y la de Russell con los emigrados chilenos, ya estaban alojando a cada uno de los cañones en sus troneras. En ambos puertos, no había momento, ni de día ni de noche, en que no se escuchara el repiqueteo de los carpinteros ni las órdenes para cargar provisiones. Por gestión de Echevarría, se había logrado que el gobierno de Álvarez Thomas se hiciera cargo del armamento de las naves y el alistamiento de cincuenta soldados regulares para la Halcón.
Sin embargo, en esos días de septiembre, una noticia causó revuelo entre los corsarios y puso todo patas para arriba. El gobierno tomó una decisión sorpresiva. A pesar de que el peligro de una expedición española al Río de la Plata había desaparecido de momento para caerle encima a Bolívar, Brown recibió la orden de permanecer en Buenos Aires. Algunos íntimos del irlandés lo escucharon maldecir cuando recibió la nota firmada por el mismísimo Director Supremo: “¡Este hijo de puta desmanteló la flota! ¿Y ahora quiere que me quede de brazos cruzados en Buenos Aires? ¡Ya mismo se pueden ir a la mierda él y su notita!”
Brown y su hermano, con la Hércules y la Trinidad se dirigieron a las balizas exteriores y luego se hicieron a la vela de inmediato rumbo a Colonia y Montevideo para cargar el tasajo necesario para la travesía, pero no sin antes enviarle una escueta esquela a Echevarría que decía lo siguiente:
Ensenada, 15 de septiembre de 1815
Estimado Doctor Echevarría:
Por razones que sólo Dios y el Gobierno entenderán, me veo obligado a zarpar para poder cumplimentar con los objetivos de ataque a Chile y Perú, que oportunamente acordáramos. No habiendo tenido ocasión de reunirme con los demás capitanes, a causa de esta sorpresiva situación, en la que han reinado algunos intrigantes, le ruego indique a los Señores Capitanes Bouchard y Russell que he fijado como punto de encuentro el de isla Mocha, cerca de Talcahuano (con coordenadas por ellos conocidas), a partir del próximo día de Navidad. Allí firmaremos el acuerdo de presas y discutiremos el plan de operaciones.
Espero sepa usted comprender mi actitud en resguardo del honor de esta escuadra.
Respetuosamente,
Comodoro G. Brown
P.D.: Por la salud de vuestra empresa, le ruego considere la posibilidad de contratar algún oficial de probada lealtad a la causa para secundar al capitán Bouchard.
Esa misma mañana, Echevarría mandó a llamar a Bouchard, Uribe y a Oliver Russell para comunicarles la extraña novedad. Nadie pudo dar crédito a lo que ocurría. El mismísimo comandante de Marina de las Provincias Unidas, devenido ahora encorsario, se había escapado de Buenos Aires y desobedecido una orden expresa del gobierno. Nada menos.
Bouchard, no pudo contenerse y soltó un lacónico: “¡Que nadie se preocupe! ¡Esto es cuestión de organización!”
El cura Uribe y Echevarría permanecieron un momento en silencio ante la ironía, hasta que el Capitán Russell sentenció: “El comodoro Brown es así. Cuando se le pone algo en la cabeza…¨. Russell lo conocía como si fuera de la familia. Había sido su mano derecha en la batalla de Montevideo y hasta se sentía orgulloso de que su ex jefe hubiera desafiado esa orden del gobierno tan estúpida.
—¡No me venga con esas, Russell!—, replicó Bouchard, dispuesto a acabar con la esa imagen heroica de Brown—. Aquí lo concreto es que nuestro futuro jefe, que se llenó la boca hablando en contra de mis oficiales y de mi capacidad de mando, hizo lo único que un buen comandante no debe hacer: ¡desobedecer una orden superior! ¡Esto es lo único cierto que hay aquí!
Russell no contestó. El cura Uribe ya no sabía qué pensar ni qué hacer. Estaba atado de pies y manos. Ya no podía ir atrás e ir sólo por las suyas. Se resignó a que la expedición continuara a como dé lugar, aún entre tanto barullo e intrigas. Echevarría, entretanto, reflexionaba con frialdad y, al cabo, concluyó una decisión.
—Pues bien, si así están las cosas, nada va a cambiar. Haremos uso de nuestras patentes de corso y ustedes —dirigiéndose a Bouchard, Uribe y Russell— se encontrarán con Brown en isla Mocha, como el comodoro indicó. El resto déjenlo en mis manos—, indicó, seguro que de ellas pendían los resortes políticos para seguir adelante.
—¡Pero don Echeverría!—, insistió Bouchard en un postrer esfuerzo por deshacerse de su colega irlandés. ¡No podemos acatar las órdenes de un desertor! ¡Seríamos cómplices! ¡Me niego a que la Halcón sirva a una autoridad minada por un hombre que evade sus deberes!—, señaló el francés con gesto terminante.
—¡Bouchard!—, Echevarría se dirigió al capitán en tono de reprimenda—. Si Brown hizo lo que hizo es porque quiere pelear, y aquí ya no hay pelea. ¡Lo único que nos falta es que también le reprochemos eso!
—Lo cierto es que desobedeció—, devolvió de inmediato.
—También desobedeció una vez mi amigo Belgrano y gracias a que lo hizo, los godos están ahora al norte de Salta. Quiero que entienda una cosa, capitán Bouchard, no pienso arriesgar la inversión dividiendo en dos a la escuadra corsaria. O van todos juntos, o usted se queda en Buenos Aires—, lo amenazó. El presbítero Uribe está en libertad de decidir si quiere que el capitán Russell se sume a Brown, o no…
—El capitán Russell irá—, decidió el sacerdote chileno y armador de la Constitución.
—¿Y usted, capitán Bouchard?— Su propio financista le exigía ya mismo una definición terminante—. ¿Irá o deberé buscar otro jefe para la Halcón?
—Iré—, respondió con sequedad, casi a regañadientes.
***
Todo parecía nacer mal.
Mientras los marineros hacían los últimos aprontes antes de zarpar, unos pocas personas se habían acercado hasta la orilla del Riachuelo. También era cierto que sólo un puñado de los que iban a pelear al Pacífico tenía familiares en Buenos Aires. Unas cincuenta personas, casi todas con los ojos humedecidos por un llanto contenido, habitaban ese lugar envuelto en los eternos tufos de los saladeros. Algunas mujeres abrazaban a sus maridos; otros despedían a sus hijos. Un chico porteño de unos quince años —muy alto él— enrolado como aprendiz, parecía orgulloso. Le daba la mano a su padre como exigiendo su reconocimiento como nuevo hombre en la familia.
Casi era una despedida anónima.
Allí estaba Norberta Merlo con su embarazo de ocho meses, tomando a Carmencita de la mano. Se abrazó al capitán Bouchard en silencio.
—Cuídate y siempre pensá que el que está aquí querrá conocerte a tu regreso—, dijo ella, envolviendo con las manos su vientre abultado.
—Perdé cuidado, será un paseo. Y si todo sale bien, a nuestro regreso podremos comprarnos la casona que tanto te gusta para vivir los cuatro.
El capitán era muy poco amigo de las demostraciones de afecto. Soltó con suavidad los brazos de su mujer, besó a su hija de dos años en la cabeza y se dirigió a un bote para abordar su nave.
En el puente de mando de la Halcón ya estaban formados los seis oficiales. Era en verdad un extraño grupo de jefes. Dos militares contratados, ambos distinguidos por sus servicios a la causa. Uno era el primer oficial, Roberto Jones, un inglés ya fogueado con Brown y victorioso ejecutor de la toma de Martín García. El otro era el teniente Ramón Freire, patriota chileno, emigrado a Buenos Aires luego de Rancagua, y ahora jefe de la compañia de soldados de la nave, que en su mayoría eran chilenos. Sin dudas, que ambos oficiales hubieran contado con el beneplácito de Brown.
Los otros cuatro oficiales eran, a su vez, socios de la empresa corsaria. Los mismos que Bouchard había sumado para engrosar el capital de Echevarría y que, en su momento, habían despertado la desconfianza del comodoro. Los cuatro eran franceses y se habían embarcado para vigilar bien de cerca el destino que tuviera su dinero. Allí estaba erguido el teniente primero Amado Rossignol, un avezado y corpulento normando que, con sólo veintidós años, estrenaba su nueva bandera. A su lado, el teniente primero Jean Laffallet, oficial mercante y contrabandista, ya residente en América. Era además, el oficial de Presas. Junto a él, estaba firme el teniente segundo Louis Escoffier, oriundo de Niza y desertor de la armada francesa. De ideas liberales, se había fugado el año anterior de la persecución de Luis XVII. El último de los oficiales-socios era Pedro Daután, de Saint Maló, de veintinueve años, en el mar desde los trece y llegado a Buenos Aires luego de haberse enterado que el gobierno iniciaba una guerra de corsarios.
Una cosa era común a todos los oficiales-socios: la guerra era una gran oportunidad y no la iban a dejar pasar.
En pocas palabras: un capitán de la causa fogueado en la guerra contra España, pero jefe por el acuerdo de oficiales que, a su vez, eran inversores en la empresa. Dos oficiales con meritorios servicios a las Provincias Unidas y a Chile. Y más abajo, cuatro oficiales-accionistas. Tal el extraño cuadro de los que mandaban. Pero, en trazos gruesos, había allí dos tipos de gentes, a pesar de su común veteranía en el mar. Y la divisoria era clara, según primara en ellos su voluntad de lucha o su afán de rédito.
El capitán dio la orden. Mandó izar la bandera y luego hizo despegar las velas y levar las dos anclas. En esa fresca mañana del 29 de octubre, la Halcón primero, seguida de la Constitución, salieron del Riachuelo con todas sus velas amarillentas. Eran ciento dos hombres rumbo al cabo de Hornos, casi todos patriotas chilenos, algunos franceses e ingleses y unos pocos porteños enganchados. Entre ellos había un chico de quince años, un tal Tomás Espora, a quien el capitán ni siquiera conocía. El resto, en su mayoría, enganchados y desertores del ejército. También era extraño el cuadro de los que obedecían.
Russell en la Constitución, por su parte, tenía el mando de unos ochenta hombres, oficiales y marinos chilenos bien preparados. Además, llevaba una inmensa carga de artillería que —en una cruel paradoja— serviría para su propia desgracia. Los chilenos izaron una bandera negra, el signo visible que habían elegido para demostrar su decisión de combatir hasta la muerte.
Las dos naves se pusieron en marcha dejando atrás la eterna costa barrosa de Buenos Aires y al cabo de dos horas se perdieron de vista en el río tras la punta que guarda la ensenada de Barragán.
Ambos veleros avanzaban a buena velocidad bajo el influjo de la corriente y de una brisa bastante fuerte del nordeste, aunque de tanto en tanto Bouchard ordenaba aflojar los paños para no dejar demasiado rezagada a la Constitución, de menor calidad marinera, y que además se aparecía como algo sobrecargada. De todos modos, los primeros días transcurrieron sin mayores dificultades. Las naves se alejaron de la costa luego de pasar la Punta del Indio, para adentrarse en el mar azul-marrón que contiene al Plata.
Desde el puente, el capitán se dedicaba por esos días a las tareas de rutina. Se sentía pleno. Volvía al mar por primera vez en cinco años, luego de haber navegado y luchado en el río. No era lo mismo. Ahora se sentía en su elemento otra vez y para mejor —al menos hasta llegar a isla Mocha— sin tener que soportar la presencia ni las órdenes del irlandés.
Ningún barco a la vista adelante; ni amigo, ni enemigo. Nadie. Sólo la eterna compañía de las gaviotas y la periódica aparición de grupos de toninas al principio y algunas manadas de ballenas más al sur. Nadie. Nada. Sólo dos trozos de madera y paño en la inmensidad del Atlántico Sur.
Atrás habían quedado las intrigas; las interminables sesiones para reunir a los accionistas; las eternas promesas del gobierno para ceder las armas; los siempre sinuosos manejos de su amigo Echevarría; la humillación de la derrota en San Nicolás; el paso por el Regimiento de Granaderos a Caballo y la conspiración en el Ejército del Norte.
Ahora todo estaba claro. Sólo él y el mar.
…………………………………..
A medida que se internaban en los mares australes, la marcha se volvió muy lenta. Era evidente que Russell tenía problemas en avanzar a buen ritmo con la Constitución. El capitán ordenó aflojar paño al máximo para esperar al barco chileno. Las siete horas que demoró Russell en alcanzarlos, demostraban sus reales dificultades para navegar. Sin embargo, casi a punto de que ambas naves se encontrasen de nuevo, se levantó un viento muy fuerte del sudoeste y durante la noche ambos barcos se volvieron a distanciar. Sólo de tanto en tanto, y entre la llovizna que barría la cubierta, se alcanzaba a ver la luz de los faroles de la Constitución, cada vez más tenue y lejana. Allí estaban, pero sólo se las veía por un instante, en el momento preciso en que el puente de la Halcón quedaba, por un momento, sobre la cresta de las olas.
Cuando en la mañana siguiente el temporal amainó, la Constitución no era más que un punto amarillo en la vastedad. El capitán ordenó virar en redondo hacia el norte y, luego de cinco horas, logró aproximarse lo más que pudo al barco chileno, en el medio del mar anárquico que sigue a las tormentas.
La Constitución estaba herida. Una de sus velas flameaba hecha jirones y al imperio de su propio sobrepeso, las olas le barrían su cubierta sin piedad. Sin embargo, no había signos de pánico a bordo y todo el mundo estaba ocupado en restablecer la marcha. Bouchard tomó su altavoz de chapa y la emprendió a los gritos para que su voz superara el chiflido del viento:
—Capitán Russeeeeeell, ¿me escucha?
—Sííí, capitán Bouchard, eeestaaamos bastaaante jodidos, pero a flooote.
Comenzó a llover primero y luego a diluviar.
—Russeeell, va sobrecargaaado. Arroooje al mar algunos cañooonees. Así no podrá doblar el Cabo. ¿Me escuchóoo?— Una ola rompió sobre la cubierta del barco chileno y lo hizo bambolear como si fuera un juguete.
—¡No vooy a tirar ningúuun cañóoon!— se alcanzó a escuchar en su respuesta.
—¡Entooonces regreeeese a Patagones! ¡Aquí no podeeemos haceeer ningún transbooordo!
El consejo de Bouchard no tuvo respuesta. La tormenta volvió a arreciar y no hubo forma de mantener cerca a los dos veleros. Volvieron a separarse, aunque manteniéndose a la vista uno de otro.
Estaban a la altura del estrecho de Magallanes. Bouchard ordenó dejar izado sólo el tormentín y dos velas menores para capear el temporal y mantener la menor velocidad posible. Nuevamente al sur, rumbo a Hornos.
Anocheció en un infierno de olas negras.
Nadie dormía en la Halcón. Bajo cubierta, los hombres se miraban unos a otros sin decir palabra. Mascaban el miedo.
En la sala de oficiales, el capitán llamó a una reunión de urgencia. Los hombres acudieron presurosos con sus capotes negros. El temor se reflejaba en los rostros. Allí estaba la plana mayor; y, entre ellos, los cuatro franceses a los que el comodoro Brown calificaba como simples oportunistas. Pero para Bouchard, el cabo de Hornos era la primera prueba de templanza juntos, y esperaba lo mejor de todos ellos.
Un cañonazo lejano alcanzó a escucharse con claridad y abortó la reunión antes de que comenzase. Bouchard se colocó el capote y subió las escalerillas rumbo al puente, convencido de que provenía de la Constitución, y todos sus oficiales lo siguieron. En medio de la nevisca, cada uno sintió el pecho oprimido por los contornos de un mar hecho espanto. Olas enormes, como de quince brazas, los alzaban y sumergían. La proa de la Halcón se levantaba urgente buscando aire, para luego hundirse por completo y bañar la cubierta de espuma helada. Desde atrás, se escuchó un segundo cañonazo y enseguida un tercero. Sin dudas, eran pedidos de auxilio. Luego se escuchó un cuarto tiro, aún más débil. Fue el último. La cara de los oficiales trasmutó al comprender el final de la Constitución en el confín del mundo. Quizá fuera el aviso de su propia tragedia.
—¡Qué le pasa, señor Rossignol!— Bouchard gritó para imponer su voz al entorno, al distinguir entre los reflejos del farol de popa la mueca de espanto de su oficial. Rossignol, tomó de los brazos al capitán y le respondió sin ambages en francés:
—Nous devons de retourner, Bouchard!— El capitán miró a ambos lados, como suplicando que nadie hubiera escuchado a su oficial y le ordenó de inmediato a él y a todos sus socios que regresaran a la sala de oficiales para continuar la reunión. Los cuatro franceses acataron de inmediato. Bouchard y el teniente Jones se quedaron en la cubierta dando órdenes a diestra y siniestra.
Abajo, los oficiales-accionistas llevaban más de media hora esperando la llegada del capitán, que permanecía aún en el puente. Discutían y vociferaban entre ellos, cuando la puerta se abrió sin aviso y entró Bouchard con gesto sonriente, chorreando agua del capote por los cuatro costados. Pero no pasaron ni cinco segundos cuando su sonrisa fingida cambió a ese gesto de rencor tan propio de él.
"¡Qué mierda pasa acá, señores! Yo no permito que mis hombres me tomen de los hombros y menos para sugerirme que regresemos. ¡Y esto va por usted, Rossignol, y para todos los que mandan en esta nave!”, gritó desbordado de furia. “¡¿Qué podemos esperar de los hombres, si uno de nuestros oficiales es visto cagado de miedo sobre cubierta?!…”
La primera frase de la extensa reprimenda que tenía atorada Bouchard fue detenida por un tremendo golpe seco que se escuchó en el casco de la nave, justo a la altura de donde estaban todos reunidos. Los rostros de los oficiales se desencajaron.
“¡Tranquilos, carajo! Hay algo de hielo en estas aguas”, completó. Los franceses se miraron entre sí y entonces parecieron tomar impulso para decir lo que habían tramado durante la media hora en la que estuvieron solos.
Fue Escoffier quien tomó aire y exhaló:
—Bouchard…—, el capitán lo interrumpió con sequedad.
—“Capitán” o “comandante”, para tí. No lo olvides nunca—, el jefe le recordó las jerarquías.
—Capitán—, se corrigió Escoffier—, los oficiales y yo…, pensamos que lo mejor para esta nave sería…
—¡¿Qué oficiales pensaron qué cosa?!— Bouchard abrió su capote para que se hiciera bien visible su pistola y, por las dudas, tenerla bien a mano.
—Nosotros, tus socios—, respondieron casi a coro con firmeza Rossignol y Daután para acudir en apoyo de Escoffier.
—¿Y qué es lo que han pensado mis valientes oficiales franceses?—, inquirió el capitán con cierta sorna, al subrayar su cualidad de valentía.
Un nuevo hielo flotante golpeó el casco de la Halcón, desviando por un momento la atención de todos. Luego Daután fue al grano.
—Como socios de esta empresa, nosotros…—; el capitán enrojeció de ira.
—Boludos de merde—, pronunció Bouchard su insulto bilingüe preferido para continuar luego en francés—: ¿Qué se creen que es este barco? ¿Una asamblea de accionistas? Aquí, en el fin del mundo y con este baile, que nadie tenga dudas señores: aquí, después de Dios, estoy yo—. El capitán desenfundó su pistola y, con aire despreocupado, comenzó a frotar su caño contra la manga izquierda de su casimir azul.
—Vea capitán—, Daután intentó expresar con cierta parsimonia forzada—, nosotros no dudamos de su autoridad, pero dada la situación, nos parece más prudente volver al Atlántico. Podríamos hacer el corso en cualquier otra parte y con menos riesgos para nosotros y nuestros intereses. Quizá en Malvinas… Incluso podríamos capturar una nave, venderla y repartirla…—, deslizó.
En ese preciso momento, un hombre aún encapuchado entró de improviso a la sala de oficiales, interrumpiendo la novedosa idea de Daután. Era el teniente Freire. El capitán lo invitó a sentarse y participar en la reunión. Freire era chileno y el capitán juzgó oportuno que él permaneciera allí por si acaso las cosas pasasen a mayores. Jones, el otro oficial contratado, seguía aún en el puente de mando.
—Teniente Freire, tome asiento, por favor—, le ordenó el capitán con fingida naturalidad. Freire venía a informar que sus soldados iban a trabajar en la bodega por pedido de Jones para mover parte de la carga y equilibrar mejor el peso de la nave. Pero se mantuvo en silencio al ver la pistola en la mano de Bouchard en medio de la reunión. El chileno entendió de inmediato que estaba en el medio de un planteo de autoridad y se desabrochó el gabán para poder llegar a su arma, si la situación se ponía espesa. Se sentó en el otro extremo de la mesa mirando los movimientos de cada uno de los presentes. El capitán retomó la iniciativa, dirigiéndose al recién llegado:
—Estos hombres me estaban proponiendo abandonar nuestro objetivo de llegar a Chile y dirigirnos a cualquier otro lugar más tranquilo, donde haya godos, pero no muchos; poco oleaje; donde haya puertos neutrales cerca, y chicas bonitas al bajar a tierra. ¿No es así señores?— Y luego vino la pregunta obligada—: ¿Usted qué opina teniente Freire? Hable con total libertad—, preguntó con la certeza de la respuesta.
El chileno se puso de pie y apoyó sus manos sobre la mesa para no perder el equilibrio entre los incesantes bandazos de la nave.
—Yo soy americano. Estoy en este barco para pelear por Chile. Y voy a llegar a Chile, nomás. ¡Tengo que llegar! Y más ahora, que han quedado en el camino mis paisanos de la Constitución. Ellos nos deben estar exigiendo desde el fondo del mar que apretemos los dientes y que doblemos el cabo de Hornos. Acá, señores, sólo hay dos posibilidades: o vamos a las costas de Chile o nos vamos al cielo, pué.
Los oficiales franceses acusaron el impacto del temperamento sanguíneo de Freire, y Bouchard aprovechó la oportunidad.
—Ahora yo quiero decirles una cosa. Pienso dar por terminado este incidente. Quedará entre estas cuatro paredes. No quiero que ni uno sólo de los hombres piense, ni siquiera sospeche, que alguno de sus oficiales no está convencido de lo que está haciendo. Somos corsarios y defendemos nuestros bolsillos, pero aquí no hay garantías de nada, salvo de sacrificio. Así es esto. Y si hay alguien que no está de acuerdo, ya mismo le ofrezco un bote y víveres para que abandone la nave—. Bouchard apoyó la pistola sobre la mesa y se dedicó a repasar con su mirada uno a uno los rostros de todos sus oficiales y socios—. De lo contrario, vale lo que les dije antes: “sobre este barco, después de Dios, estoy yo”. Y ahora, todos a cubierta. Quiero que los hombres los vean ponerle el pecho al cabo de Hornos. ¡Cada cual a sus tareas, ¡carajo!—, gritó para ponerle fin al conato.
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La tormenta no cedía. Durante el día nubes espesas, casi negras, parecían rozar la punta de los mástiles. El viento huracanado del oeste obligaba siempre a bordejar hacia el sur y subir hacia noroeste para poder avanzar algo. El mar estaba plagado de pequeños témpanos que se podían sortear con algo de maña durante el día, pero en las noches era frecuente llevarse uno por delante y que todos creyeran, al tronar sobre el casco, que todo había acabado. Sin embargo, nadie de la tripulación perdió la línea. Consiguieron masticar el miedo. Todos. Todos, salvo los cuatro oficiales experimentados en los que Bouchard había depositado toda su confianza.
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Diez días duró la lucha para doblar el cabo de Hornos. No fue gratuita. La Constitución perdida, seguro hundida, y los oficiales-socios de la Halcón casi sublevados. Lo demás era todo reparable: algunas velas rasgadas; el timón un poco atorado; tablones del casco con algunas rajaduras por el hielo y algunos hombres con las manos y los pies escaldados por el agua helada. La nave hacía agua por la bodega de proa, pero los carpinteros trabajaban masillando el casco y creían tener la situación bajo control. Durante cuatro días, una veintena de hombres trabajó día y noche en las bombas de achique para sacar el agua embarcada, que hacía que la Halcón navegara visiblemente escorada a babor.