El desaparecido - Franz Kafka - E-Book

El desaparecido E-Book

Franz kafka

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Beschreibung

"Repudiado por sus padres tras un escándalo familiar, Karl Rossmann es enviado a Estados Unidos no solo para que evite las consecuencias de sus actos, sino para que encuentre un modo de redimirse en la tierra de las oportunidades. Antes de desembarcar siquiera, el joven Rossmann se ve arrastrado en un torbellino de reveses e improvisadas huidas hacia adelante que, más que alejarlo del punto de partida, lo separarán inevitablemente de sus objetivos. El desaparecido es la historia de un muchacho que, cargado de un infatigable optimismo, se aferra a cada frágil indicio de prosperidad con que se cruza. Invariablemente, algo acabará frustrando sus planes por reconducir su vida, condenándolo a la desdicha. En esta novela inacabada, Kafka nos muestra cómo, por mucho que nos empeñemos, la esperanza conduce a la desilusión, separándonos de quien queremos ser hasta hacernos desaparecer."

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Akal / Básica de bolsillo / 376

Serie Clásicos de la literatura alemana

Franz Kafka

El desaparecido

Traducción: Ruth Saunner

Repudiado por sus padres tras un escándalo familiar, Karl Rossmann es enviado a Estados Unidos no solo para que evite las consecuencias de sus actos, sino para que encuentre un modo de redimirse en la tierra de las oportunidades. Antes de desembarcar siquiera, el joven Rossmann se ve arrastrado en un torbellino de reveses e improvisadas huidas hacia adelante que, más que alejarlo del punto de partida, lo separarán inevitablemente de sus objetivos.

El desaparecido es la historia de un muchacho que, cargado de un infatigable optimismo, se aferra a cada frágil indicio de prosperidad con que se cruza. Invariablemente, algo acabará frustrando sus planes por reconducir su vida, condenándolo a la desdicha. En esta novela inacabada, Kafka nos muestra cómo, por mucho que nos empeñemos, la esperanza conduce a la desilusión, separándonos de quien queremos ser hasta hacernos desaparecer.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Dibujo de Franz Kafka, Cuaderno de dibujo, incluido en Max Brod, Franz Kafka. Eine Biographie (1937)

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Der Verschollene

© Ediciones Akal, S. A., 1983, 2025

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5567-9

Cronología

1883

Franz Kafka nace en Praga el 3 de julio. Hijo primogénito del comerciante Hermann Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934).

1889-1892

Cursa sus estudios de primaria en la escuela de barrio Fleischmarkt. Nacen sus hermanas: Gabriele, «Elli» (1889); Valerie, «Valli» (1890); y Ottilie, «Ottla» (1892). Otros dos hermanos pequeños murieron al poco de nacer (Georg [1885-1886] y Heinrich [1887-1888]).

1893-1901

Cursa sus estudios de secundaria en el Altstädter Deutsches Gymnasium, en el casco antiguo de Praga.

1896

Celebra el rito judío del bar mitzvá.

1897-1898

Amistad con Rudolf Illowy, Hugo Bergmann, Ewald Felix Příbram y, sobre todo, con Oskar Pollak (hasta 1904). Toma contacto con el darwinismo y el socialismo.

1899-1903

Lee la revista Der Kunstwart. Primeros escritos (destruidos).

1900

Vacaciones en Roztok. Lee a Nietzsche.

1883

Franz Kafka nace en Praga el 3 de julio. Hijo primogénito del comerciante Hermann Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934).

1889-1892

Cursa sus estudios de primaria en la escuela de barrio Fleischmarkt. Nacen sus hermanas: Gabriele, «Elli» (1889); Valerie, «Valli» (1890); y Ottilie, «Ottla» (1892). Otros dos hermanos pequeños murieron al poco de nacer (Georg [1885-1886] y Heinrich [1887-1888]).

1893-1901

Cursa sus estudios de secundaria en el Altstädter Deutsches Gymnasium, en el casco antiguo de Praga.

1896

Celebra el rito judío del bar mitzvá.

1897-1898

Amistad con Rudolf Illowy, Hugo Bergmann, Ewald Felix Příbram y, sobre todo, con Oskar Pollak (hasta 1904). Toma contacto con el darwinismo y el socialismo.

1899-1903

Lee la revista Der Kunstwart. Primeros escritos (destruidos).

1900

Vacaciones en Roztok. Lee a Nietzsche.

1901

Termina el bachillerato. Pasa sus vacaciones en Norderney y Helgoland. Comienza sus estudios de Química, primero, Arte y Filología alemana, después, y, finalmente, de Derecho en la Universidad Alemana de Praga. Recibe la influencia del análisis y crítica de la sociedad industrial de Alfred Weber (hermano de Max Weber).

1902

Vacaciones en Triesch y Schelesen, con su tío el doctor Siegfried Löwy (médico rural). En otoño continúa estudiando Derecho. Conoce a Max Brod en una conferencia que este da sobre Schopenhauer. Hace amistad con Felix Weltsch y Oskar Baum.

1902-1906

Cursos y discusiones con Anton Marty. Descubre la filosofía de Franz Brentano en el Círculo del Café del Louvre.

1903

Trabaja en su novela El niño y la ciudad (perdida). En julio se licencia en Derecho.

1904-1905

Escribe Relato de una lucha. Lee memorias, diarios y cartas de: Byron, Grillparzer, Goethe y Eckermann. Recibe la influencia de Hofmannsthal.

1905-1906

Pasa julio y agosto en Zuckmantel. Romance con una mujer desconocida. Comienza a ver regularmente a Oskar Baum, Max Brod y Felix Weltsch.

1906

En junio obtiene su doctorado en Derecho por la Universidad Alemana de Praga, con Alfred Weber. De abril a septiembre trabaja en el bufete jurídico de su tío Richard Löwy. A partir de octubre comienza el año de servicio obligatorio en los tribunales civil y penal.

1907

Visita nuevamente Zuckmantel. Escribe Preparativos de boda en la provincia. En agosto viaja a Triesch. En octubre comienza a trabajar en Assicurazioni Generali.

1908

De febrero a mayo realiza un curso sobre seguro obrero en la Academia Comercial de Praga. Estrecha su amistad con Max Brod, con quien realiza lecturas en común (Huysmans, Flaubert). Hacia finales de julio comienza a trabajar en Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt für Königsreich Böhmen.

1909

Publicación de ocho fragmentos de prosa en la revista Hyperion. En septiembre pasa sus vacaciones en Riva y Brescia junto con Max y Otto Brod. Escribe Los aeroplanos de Brescia. Se relaciona con anarquistas: Hašek, Illovy y Mares.

1910

Continúa en Círculo del Café Louvre, cuyas reuniones lidera Berta Fanta y desde ese momento se celebran en su casa. En marzo se publican en Bohemia cinco artículos suyos en prosa. En mayo comienza a escribir sus diarios. Participa en una compañía de teatro yiddish. Viaja a París con los hermanos Brod. En diciembre viaja a Berlín.

1911

Entre enero y febrero viaja por negocios a Fried­land y a Reichenberg. En abril viaja a Warnsdorf. Pasa el verano en Zúrich, Lugano, Milán. En París planea con Max Brod la novela Ricardo y Samuel. Después pasa una semana solo en el sanatorio naturista de Erlenbalch, cerca de Zúrich. Escribe sus diarios de viajes. En invierno participa nuevamente en la compañía teatral yiddish. Traba amistad con el actor Jizchak Löwy. Empieza a trabajar en su novela El de­saparecido.

1912

A partir de su amistad con Löwy, comienza a interesarse por el folclore judío y por el judaísmo (con Heinrich Graetz y Meyer Isser Pines). Comienza un dibujo de Löwy. Sigue con El de­saparecido (las secciones principales fueron escritas en 1911-1912). En febrero da una conferencia sobre la lengua hebrea. En julio, a Weimar, con Max Brod. Vuelve a pasar un periodo solo en una clínica naturista de Jungborn. Encuentro con Ernst Rowohlt y Kurt Wolff, gerentes de la editorial Rowohlt. En agosto, conoce a Felice Bauer en la casa de Max Brod en Praga. Envía al editor el manuscrito de Meditación. En septiembre escribe La condena. Entre septiembre y octubre escribe El fogonero, que luego se convierte en el primer capítulo de El de­saparecido. Desde octubre hasta febrero de 1913 se producen intervalos en sus diarios. En noviembre escribe La metamorfosis.

1913

En enero publica Meditación. Desde febrero hasta julio de 1914 hay una laguna en su producción literaria. En Pascua visita a Felice Bauer por primera vez, en Berlín. Durante la primavera publica La condena y El fogonero. En septiembre viaja a Viena, Venecia y Riva. En Riva traba amistad con «la muchacha suiza» (Gerti Wasner). En noviembre se produce el encuentro con Grete Bloch, amiga de Felice Bauer. Establece correspondencia con Grete, que será la madre de su único hijo, el cual muere a la edad de siete años sin que Kafka hubiera sabido de su existencia.

1914

Pasa la Pascua en Berlín, donde se compromete con Felice Bauer. En julio rompe ese compromiso. Viaja con Ernst Weiss por Hellerau, Lübeck y Marienlyst en el Báltico. En octubre escribe En la colonia penal. En otoño comienza El proceso, y en invierno escribe Ante la ley, que formará parte de El proceso.

1915

Tiene varios encuentros en Bodenbach con Felice Bauer. Continúa trabajando en El proceso. En febrero se muda de la casa paterna a una casa de huéspedes en Bilekgasse y, después, en Langengasse. Viaja a Hungría con su hermana Elli. En noviembre publica La metamorfosis. Entre diciembre y enero de 1916 escribe El maestro rural. Conoce a Jiří Mordechai Langer.

1916

En julio se encuentra con Felice Bauer en Marienbad. Durante agosto fluctúa entre las ventajas y los inconvenientes del matrimonio. Escribe cuentos que luego serán recopilados en Un médico rural.

1917

En invierno, molesto por ruido, se muda a la calle Alchemist, en Praga. Durante la primera mitad del año escribe El cazador Gracchus. Aprende hebreo. En primavera escribe La gran muralla china. En julio se produce su segundo compromiso con Felice Bauer. En agosto comienzan sus padecimientos pulmonares, y en septiembre le diagnostican tuberculosis. Se muda a Zürau con su hermana Ottla. En noviembre interrumpe nuevamente su diario. En diciembre rompe una vez más el compromiso con Felice Bauer. Durante el otoño y el invierno, escribe Aforismos.

1918

Hasta junio permanece en Zürau. Lee a Kierkegaard. Durante la primavera continúa con Aforismos. Viaja a Praga y Turnau. En noviembre, conoce en Schelesen a Julie Wohryzek, hija de un custodio de sinagoga. Escribe un proyecto de sociedad ascética: Sociedad de trabajadores pobres.

1919

En enero, estando en Schelesen, resume sus diarios. En primavera vuelve a Praga y se casa con Felice Bauer. En mayo publica En la colonia penal, y en otoño Un médico rural. En noviembre escribe Carta al padre. En invierno, nuevamente en Schelesen con Max Brod, escribe una nueva colección de aforismos.

1920

Entre enero y octubre de 1921 se produce otro intervalo en el diario. Hacia finales de marzo conoce a Gustav Janouch, en Merano. Conoce también a Milena Jesenská-Pollak, traductora checoslovaca, con quien entabla correspondencia. En verano y otoño escribe cuentos. En diciembre, en las montañas Tatra, conoce a Robert Klopstock.

1921

En octubre, escribe una nota en sus diarios y se los regala a Milena. El hijo de Kafka con Grete Bloch muere en Múnich. Queda internado has­ta septiembre en el sanatorio de las montañas Tatra. Luego viaja a Praga con Milena.

1921-1924

Escribe cuentos reunidos en Un artista del hambre.

1922

Entre enero y septiembre escribe El castillo. En febrero viaja a Praga. En mayo se produce el último encuentro con Milena. En junio, se jubilará de manera anticipada por su enfermedad. Entre finales de junio y septiembre permanece en Planá con su hermana Ottla. Luego vuelve a Praga. Durante el verano escribe Investigaciones de un perro.

1923

Viaja primero a Praga y luego, en julio, a Müritz con su hermana Elli. Conoce a Dora Diamant. Luego vuelve a Praga y más tarde a Schelesen junto a su hermana Ottla. Hacia finales de septiembre vive en Berlín con Dora. Asiste a conferencias sobre estudios hebreros en la Academia de Berlín. En invierno escribe La madriguera. Envía al editor Un artista del hambre.

1924

Escribe Josefina la cantante. Por su enfermedad, debe trasladarse de Berlín a Praga. En abril se interna en el sanatorio Wienerwald, clínica del doctor Hajek; más tarde se traslada a otro sanatorio en Kierling, cerca de Viena. Lo acompañan Dora Diamant y Robert Klopstock. Muere el 3 de junio en Kierling. Los restos mortales de Franz son enterrados el 11 de junio en el cementerio judío de Praga-Straschnitz. Después de su muerte se publica Un artista del hambre.

1931

Muere su padre.

1934

Muere su madre.

1943

Muere su hermana Ottla en Auschwitz. Las otras dos hermanas también murieron en campos de concentración alemanes.

1944

Muere Grete Bloch a manos de un soldado nazi. Muere Milena en otro campo de concentración.

1952

En agosto muere Dora Diamant, en Londres.

1960

Muere Felice Bauer.

Prólogos

Prólogo a la primera edición

El manuscrito de Franz Kafka no lleva título alguno. En las conversaciones, solía llamarlo su «novela americana», y más tarde, según el capítulo inicial, que se publicó de forma independiente (1913), sencillamente El fogonero. Trabajó en la obra con incansable entusiasmo, por regla general hasta muy altas horas de la madrugada. Sorprende que las páginas del manuscrito muestren tan pocas correcciones y tachaduras. Kafka era consciente, y a menudo lo resaltaba en las conversaciones, de que esta novela era más esperanzada y «luminosa» que todo cuanto había escrito. A este respecto, tal vez deba añadir que Kafka gustaba de leer libros de viajes, memorias, que la biografía de Franklin era una de sus lecturas predilectas, que en él vivía un permanente anhelo de libertad y deseos de conocer países lejanos. En cambio, no realizó grandes viajes (más allá de Francia y el norte de Italia) y es la aurora de la fantasía la que tiñe con su particular colorido la aventura en este libro.

De modo totalmente inesperado, Kafka interrumpió su labor en esta obra. Permaneció inacabada. Por conversaciones con él, sé que el capítulo inconcluso sobre el «Teatro natural de Oklahoma» –un capítulo cuyo inicio Kafka amaba en especial y que leía con conmovedora belleza–, debería constituir el último y tener un carácter conciliador. Con enigmáticas palabras, Kafka insinuaba entre sonrisas, que por una especie de magia paradisíaca, su joven héroe encontraría en aquel teatro «casi ilimitado», trabajo, libertad, el apoyo e incluso reencontraría el hogar y a sus padres.

Antes del capítulo final también faltan partes de la narración. Existen fragmentos más largos, relativos al servicio en casa de Brunelda, pero no cubren del todo el vacío. Quedan para un tomo posterior, puesto que para mí lo importante era seguir la línea maestra de la narración, no realizar un trabajo filológico, que queda reservado para más adelante. Kafka solo estableció la división y nombres para los primeros seis capítulos.

Está claro que la novela guarda una íntima relación con El proceso y El castillo, cuya sucesión inaugura cronológicamente. Se trata de una trilogía de la soledad que Kafka nos legó. El tema fundamental es la extrañeza, el aislamiento entre los hombres. La situación del acusado en El proceso; la del intruso y extraño en El castillo; el desamparo de un joven inexperimentado en medio de una América desbordante de vida: he aquí tres hechos fundamentales cuya íntima comunidad se manifiesta clara y simbólicamente a través del arte de Kafka y, sin embargo, sin recurrir al habitual lenguaje simbólico y con la más sencilla expresión de la verdad. De este modo, las tres obras se explican mutuamente, remiten a un mismo corazón. En las tres novelas se trata tanto de la integración del individuo en la comunidad humana como de la suprema justicia y, al mismo tiempo, de la integración en un reino divino. En ellas se muestran los terribles obstáculos que se oponen precisamente al individuo bondadoso y recto. En El proceso y El castillo pesan más estos obstáculos y eso convierte estos relatos en trágicos documentos. En América[1], por el contrario, el mal se mantiene en justo equilibrio gracias a la inocencia infantil y la pureza, conmovedora por naíf, del protagonista. Sentimos cómo ese buen chico –Karl Rossmann–, que pronto se gana toda nuestra simpatía, a pesar de las falsas amistades y pérfidas enemistades, por obstinación alcanzará su objetivo: mostrarse como una persona decente y reconciliar a los padres. Ya señalé algunos motivos que subyacen a esta problemática en un breve análisis «Kleist y Kafka» en la Literarische Welt 28 (15 de julio de 1927). Pero el camino que conduce a este objetivo está plagado de terribles padecimientos y dificultades. «Es imposible defenderse si no existe buena voluntad», dice aquí, lleno de aflicción y queja, en aquel interrogatorio frente al metre, que tantos demonios comunes tiene con el procedimiento judicial descrito en El proceso. Solo que aquí, la lucha por la justicia se sucede con la conciencia más tranquila, con firmeza juvenil. Y la desesperada búsqueda de empleo, a menudo cargada de ironía, remite a acontecimientos similares en El castillo, con la excepción de que en América al final suena el liberador «admitido», aunque vaya acompañado de circunstancias accesorias que no lo hacen irrecusable.

Kafka no trata con más delicadeza a Karl Rossmann que a los otros dos protagonistas, cuya inicial también es K (Yo). Pues también en las otras dos novelas, tras el diáfano y sobrio estilo no se oculta la frialdad del autor, como se ha supuesto en algunos análisis, sino tan solo un inmenso rigor, indisolublemente ligado a la más exquisita sensibilidad, confiriendo dignidad a los momentos de descargo más complicados y con infinita compasión. Da la impresión como si Kafka, en América, se hubiera movido con más libertad frente al honrado, sincero e infatigable joven que nos presenta. Oculta menos su participación; esta le sobrepasa. Hay escenas en esta novela, las escenas que se desarrollan en los suburbios, en el capítulo que he titulado «Un asilo», que con su irresistible ímpetu recuerdan a las películas de Chaplin, a aquellas bellas películas de Chaplin que naturalmente no se habían escrito todavía: no hay que olvidar, además, que en la época en que fue escrita esta obra (¡antes de la guerra!), Chaplin era un desconocido o tal vez ni siquiera hubiera debutado.

Es posible que precisamente esta novela muestre una nueva vía para comprender a Kafka –la de la humanidad modesta y solidaria– y que a partir de aquí, también las otras ya publicadas, sus otras dos grandes novelas póstumas, empiecen a surtir efecto por sí mismas sin necesidad de ninguna interpretación. Como compruebo por los escritos que me llegan cada vez más a menudo y los ensayos críticos, la obra de Kafka cada día se reconoce y ama más por su originalidad y respetable categoría. Su legado contiene además dos grandes narraciones inacabadas, cuyo esquema básico está claro, un boceto dramático, una colección cerrada de aforismos sobre el pecado y la redención, numerosos fragmentos y un diario muy extenso del cual destacan muchas partes por su gran actualidad. Cuando todo esto esté impreso, se destacará el significado de Kafka con una importancia que hoy ni siquiera podemos sospechar.

Max Brod (1927)

Prólogo a la segunda edición

A excepción de dos correcciones, que significan variaciones pero no ampliaciones del texto, el original de América no muestra modificaciones importantes realizadas por Kafka. Solo los dos fragmentos del material del episodio de Brunelda, así como un breve pasaje en torno al cual se prolongó la narración del último capítulo forman el material del apéndice.

El primer capítulo, publicado en vida de Kafka, se ha reproducido intacto, fiel al modelo de aquella primera edición; por lo demás, el texto lleva algunos pequeños retoques para armonizarlo con la nueva edición.

Max Brod (1935)

Prólogo a la tercera edición

El manuscrito no muestra ninguna división en capítulos. Pero en el papel para guardas del segundo cuaderno, hay un sumario de seis títulos de capítulos (junto al número de la página), que he empleado para titular los capítulos. En el contexto mismo, solo el título «Mudanza de Brunelda» está indicado por el propio Kafka. Añadamos también que toda la obra se menciona en los diarios de Kafka bajo el título El desaparecido [Der Verschollene].

Max Brod (Tel Aviv, 1946)

[1] Para la presente edición, y a pesar del criterio de Max Brod, hemos decidido mantener el título que le dio Kafka a la novela, El desaparecido, tal como puede comprobarse en sus diarios. Véase el prólogo a la tercera edición del propio Brod y la entrada del diario del 31 de diciembre de 1914 [N. del Ed.].

EL DESAPARECIDO

El fogonero

Cuando Karl Rossmann –joven de dieciséis años, hijo de padres humildes, enviado a América después de que una sirvienta le hubiera seducido y tenido un hijo suyo– entró en el puerto de Nueva York a bordo del barco que navegaba lentamente, contempló cómo la estatua de La Libertad, que hacía rato observaba, se iluminaba con una luz más intensa. El brazo con la espada parecía haber adquirido renovadas energías, y en torno a su figura soplaban aires de libertad.

«¡Qué alta!», se dijo, y como no pensaba en salir aún, la creciente multitud de mozos cargados con los equipajes que desfilaban por su lado, le arrastró poco a poco hasta la borda.

Un hombre joven al que había conocido fugazmente durante la travesía, le dijo al pasar:

—Qué, ¿todavía no le apetece desembarcar?

—Estoy preparado –dijo Karl sonriéndole, y lleno de alegría se echó la maleta al hombro, pues era un muchacho fuerte. Pero cuando miró por encima de su conocido, que balanceando ligeramente su bastón se alejaba ya con los demás, descubrió consternado que había olvidado su paraguas abajo. Le pidió sin demora a su compañero de viaje, que no pareció muy complacido por ello, que aguardara un momento junto a su maleta, echó una rápida ojeada al lugar para no perderse, y se alejó corriendo–.

Abajo, descubrió afligido que habían cerrado un corredor que habría acortado mucho su camino, debido seguramente al desembarco de los pasajeros, y hubo de buscar fatigosamente por escaleras que se sucedían unas a otras, a través de corredores que doblaban sin cesar, y cruzar una habitación con un escritorio abandonado, hasta que se perdió por completo. Solo había recorrido una o dos veces ese camino y siempre en compañía de más gente. Desorientado, después de no encontrar a nadie, oyendo solamente el ruido constante de miles de pies que se arrastraban por encima suyo y, a lo lejos, como un murmullo, las últimas operaciones de las máquinas ya paradas, se puso a golpear, sin pensarlo dos veces, a una pequeña puerta con la que se topó en su deambular.

—Está abierta –exclamó una voz desde el interior, y Karl empujó la puerta con un suspiro de sincero alivio–.

—¿Por qué aporrea la puerta como un loco? –preguntó un hombre de gran corpulencia apenas vislumbró a Karl–.

Por una claraboya, una luz turbia que llegaba ya muy apagada desde arriba iluminaba el miserable camarote, en el que se amontonaban como en un almacén una cama, un armario, una silla y el hombre.

—Me he extraviado –dijo Karl–, durante el viaje no me di cuenta, pero este barco es enorme.

—Sí, en eso tiene usted razón –dijo el hombre con cierto orgullo, sin dejar de manipular la cerradura de una maleta que presionaba una y otra vez con ambas manos tratando de escuchar el crujido del pestillo al cerrarse–.

—¡Pero entre usted de una vez! –continuó el hombre–. ¡No va a quedarse ahí fuera!

—¿No le molesto? –preguntó Karl–.

—Pero ¡cómo me va a molestar!

—¿Es usted alemán? –intentó asegurarse Karl, pues había oído de los muchos peligros que en América amenazaban a los recién llegados, especialmente de parte de los irlandeses–.

—Lo soy, lo soy –respondió el hombre–.

Karl vaciló aún. Entonces, de improviso, el hombre asió el picaporte y con la puerta, que cerró con rapidez, empujó a Karl hacia el interior del camarote.

—No puedo soportar que me miren desde el pasillo –di­jo el hombre, que volvió a su tarea con la maleta–, todos los que pasan por delante se asoman, ¡que lo aguante otro!

—Pero si el pasillo está desierto –dijo Karl incómodo al tener que apretujarse contra los bordes de la cama–.

—Sí, ahora –dijo el hombre–.

«Es que de ahora se trata –pensó Karl–; es difícil entenderse con este hombre».

—¡Pero échese en la cama!, ahí tendrá más espacio –dijo el hombre–.

Karl se arrastró como pudo y se rio ruidosamente tras un vano intento por alcanzarla de un salto. Pero apenas estuvo en la cama, exclamó:

—¡Dios mío, si he olvidado por completo mi maleta!

—¿Dónde está?

—Arriba, en cubierta, un conocido mío la vigila. Pero… ¿cómo se llama? –y extrajo una tarjeta de su bolsillo secreto, que su madre le había cosido al forro de la chaqueta para el viaje–. Butterbaum, Franz Butterbaum.

—¿Le hace mucha falta la maleta?

—Naturalmente.

—Entonces, ¿por qué la ha confiado a un extraño?

—Olvidé abajo mi paraguas y corrí a buscarlo, pero no quería cargar con la maleta. Y luego, para colmo, me perdí aquí.

—¿Está solo? ¿Nadie le acompaña?

—Sí, estoy solo.

«Quizá debiera quedarme con este hombre –pensó fugazmente Karl–, ¿dónde encontraría ahora un amigo mejor?».

—Y ahora, por si fuera poco, ha perdido la maleta. Del paraguas, más vale ni hablar.

Y el hombre se sentó en la silla, como si el problema de Karl hubiera adquirido un cierto interés para él.

—Pero yo creo que la maleta no la he perdido aún.

—Bienaventurados los que creen –dijo el hombre, y se rascó con energía sus oscuros, cortos y tupidos cabellos–, en un barco las costumbres varían según los puertos. En Hamburgo un Butterbaum tal vez habría vigilado su maleta, pero aquí lo más probable es que no quede ni rastro de ambos.

—Si es así, debo subir de inmediato –dijo Karl mirando a su alrededor para encontrar una salida–.

—Quédese –dijo el hombre, y le puso una mano en el pecho, empujándole de nuevo con rudeza hacia la cama–.

—Pero ¿por qué? –preguntó Karl enfadado–.

—Porque su idea carece de sentido –dijo el hombre–, dentro de un momento también saldré yo, y podremos ir juntos. Si le han robado la maleta, ya no podemos hacer nada, y si el hombre la ha abandonado, la encontraremos con más facilidad, lo mismo que su paraguas, cuando el barco esté desocupado del todo.

—¿Conoce bien el barco? –preguntó Karl receloso, y le pareció que había gato encerrado en la de por sí convincente sugerencia de que sus cosas serían más fáciles de encontrar una vez desocupado el barco–.

—¡Sí, soy fogonero! –dijo el hombre–.

—¡Es usted fogonero! –exclamó alborozado Karl, como si eso superara todas sus esperanzas; y apoyándose en el codo observó al hombre con mayor atención–. Precisamente delante de la cabina donde dormía con el eslovaco había una escotilla por la cual se podía contemplar la sala de máquinas.

—Sí, allí trabajaba yo –dijo el fogonero–.

—Siempre me ha interesado mucho la mecánica –dijo Karl conservando una ilación de pensamiento fija–, y seguro que con el tiempo habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que embarcarme para América.

—¿Y por qué tuvo que irse?

—¡Bah, nada! –dijo Karl, alejando de sí toda esa historia con un ademán. Mientras, miraba sonriente al fogonero, a modo de disculpa por no haberle respondido con claridad–.

—Sus motivos tendrá –dijo el fogonero, y no se sabía muy bien si con ello quería exigir o rechazar la explicación de esos motivos–.

—Ahora también podría hacerme fogonero –dijo Karl–. A mis padres ya les es indiferente lo que haga.

—Mi puesto queda vacante –dijo el fogonero, y con plena conciencia de lo que acababa de expresar, se metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas, embutidas en unos pantalones arrugados, de un material semejante al cuero y de color gris acerado, sobre la cama. Karl tuvo que retroceder hacia la pared–.

—¿Abandona usted el barco?

—Sí señor, nos marchamos hoy.

—¿Y por qué? ¿No le gusta?

—Mire, es debido a las circunstancias, el que a uno le guste o deje de gustarle una cosa no siempre es determinante. Por otra parte, tiene razón, tampoco me gusta. Supongo que no pensará en serio en hacerse fogonero, pero es precisamente así cómo se llega a serlo con facilidad. Yo le aconsejo decididamente que no lo haga. Si quería estudiar en Europa, ¿por qué no ha de hacerlo aquí? Las universidades americanas son incomparablemente mejores que las europeas.

—Es posible –dijo Karl–, pero apenas dispongo de dinero para estudiar. Es cierto que he leído de alguien que de día trabajaba en una tienda y por la noche estudiaba, y llegó a convertirse en doctor y creo que también en alcalde, pero para ello se requiere mucha voluntad, ¿no? Y me temo que yo carezco de ella. Además, yo no era un alumno especialmente brillante, no me costó nada abandonar la escuela. Y aquí las escuelas quizá sean aún más severas. Apenas sé inglés. Además, creo que aquí hay mucha prevención contra los extranjeros.

—¿También lo ha experimentado ya? Entonces es usted mi hombre. Mire, estamos a bordo de un buque alemán, pertenece a la Hamburg-Amerika-Linie, ¿por qué pues no somos todos alemanes aquí? ¿Por qué el jefe de máquinas es un rumano? Se llama Schubal. Parece mentira. ¡Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, en un barco alemán! No crea –se quedaba sin aliento, hacía aspavientos con la mano– que me quejo de vicio. Ya sé que usted no tiene ninguna influencia, que usted mismo es un pobre muchacho. Pero ¡esto es demasiado! –Y dio varios puñetazos sobre la mesa sin apartar la mirada de él–. He trabajado ya en muchos barcos –y enumeró veinte nombres, uno tras otro, como si fueran una sola palabra; dejando a Karl muy aturdido– y he destacado, me han elogiado, he sido un trabajador al gusto de mis capitanes, incluso estuve varios años en el mismo buque mercante –se levantó como si aquello constituyese el momento culminante de su vida–, y aquí en este cascarón, donde todo está atado y bien atado, donde no se requiere especial ingenio, aquí no sirvo para nada, aquí siempre molesto a Schubal, soy un haragán, me estoy ganando el despido, y recibo mi sueldo por compasión. ¿Lo entiende usted? Pues yo no.

—No debe tolerarlo –dijo Karl excitado. Casi había olvidado que se hallaba en el inseguro piso de un barco, en la costa de un continente desconocido, tan a gusto y cómodo se encontraba sobre el lecho del fogonero–. ¿Ya vio al capitán? ¿Trató ya de que le hicieran justicia?

—¡Bah, váyase!, será mejor que se vaya. No quiero verle aquí. No escucha lo que digo y además me da consejos. ¡Cómo voy a acudir al capitán!

Y cansado, el fogonero se sentó de nuevo y ocultó el rostro entre las manos.

«Pues no puedo aconsejarle nada mejor», se dijo Karl. Y pensó que habría sido preferible ir en busca de la maleta en lugar de quedarse allí dando consejos que el fogonero consideraba necios.

Cuando su padre le legó la maleta le había preguntado en broma: «¿Cuánto tiempo te durará?», y quizás ahora la fiel maleta ya se hubiera perdido de verdad. Su único consuelo era que el padre no podría enterarse de su actual situación aunque tratara de hacerlo. La compañía naval solo podría informarle de que le habían llevado a Nueva York. Pero lo que realmente lamentaba Karl era no haber utilizado apenas el contenido de la maleta, a pesar de que ya hacía tiempo que debería haberse mudado de camisa. En esto había hecho economías inútiles; ahora, justo al inicio de su andadura, cuando necesitaría presentar un aspecto pulcro, iba a aparecer con la camisa sucia. Por lo demás, la pérdida no habría resultado tan lamentable, pues el traje que llevaba era incluso mejor que el de la maleta, que era en realidad un traje de repuesto remendado por su madre poco antes de la partida. Entonces recordó también que en la maleta había un trozo de salami veronés empaquetado por la madre como un regalo extraordinario, del que solo había probado un pedacito, ya que durante el viaje no había tenido apetito, y le había bastado con la sopa que se repartía en el entrepuente. Sin embargo, ahora le habría gustado disponer del salami para ofrecérselo al fogonero. A esa clase de gente se la gana con facilidad si se les hace un pequeño obsequio: Karl lo sabía por su padre, quien se ganaba el favor de todos los empleadillos con los que trataba comercialmente repartiendo cigarros entre ellos. Ahora Karl solo disponía de dinero para regalar, y de momento no quería tocarlo por si acaso hubiera perdido la maleta. Sus pensamientos volvieron de nuevo a ella. Realmente no podía comprender por qué durante el viaje la había vigilado con una atención tal que casi le había robado el sueño si ahora se la había dejado arrebatar con tanta facilidad. Recordó las cinco noches durante las cuales había sospechado que un pequeño eslovaco, que yacía dos literas a la izquierda de la suya, tenía puestas sus miras en la maleta, esperando a que Karl, acosado y vencido por el cansancio, se durmiera un momento para poder atraerla a su sitio con un palo largo con el que jugaba y se ejercitaba sin cesar durante el día.

De día, el eslovaco parecía inofensivo, pero apenas caía la noche, se incorporaba de cuando en cuando en su lecho y miraba con tristeza la maleta de Karl. Todo esto lo percibía Karl con nitidez, pues siempre había alguien que, con la inquietud del emigrante, tenía una lucecita encendida aquí o allá, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibía; intentaban con ello descifrar ininteligibles folletos de las agencias de emigración. Si alguna de las velas se encontraba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si se hallaba lejos, la sala quedaba sumida en la oscuridad y debía vigilar con los ojos bien abiertos. El esfuerzo le había agotado bastante y ahora era posible que hubiera sido inútil. ¡Si se volviera a encontrar alguna vez a ese Butterbaum!

En ese momento, resonaron fuera, a lo lejos, unos golpecitos breves como pasos infantiles, rompiendo la absoluta quietud que hasta entonces había reinado. Se acercaban y su sonido se distinguía cada vez mejor hasta convertirse en la tranquila marcha de algunos hombres. Debido a la estrechez del pasillo marchaban aparentemente en fila. Se oyó un tintineo como si de armas se tratara. Karl, que estaba a punto de echarse en la cama para descabezar un sueño, liberándose de las preocupaciones que le atosigaban, la maleta y el eslovaco, pegó un respingo y empujó al fogonero para advertirle, pues parecía que la vanguardia de la tropa había llegado a la puerta.

—Es la banda del barco –explicó el fogonero–; han estado tocando arriba y ahora van a hacer el equipaje. Todo esto se ha terminado, podemos irnos. ¡Venga conmigo!

Asió a Karl de la mano y, en el último momento, cogió una imagen enmarcada de la virgen que colgaba sobre la cama. Se la metió en el bolsillo interior, tomó su maleta, y apresuradamente abandonó con Karl el camarote.

—Ahora me voy a la oficina a cantarles las cuarenta a los señores. Ya no queda ningún pasajero y no hay por qué andarse con miramientos.

El fogonero repitió la frase de diversas formas y al andar, dando golpes laterales con los pies, quiso aplastar a una rata que se cruzó en su camino, pero solo consiguió ayudarla a ganar con mayor rapidez el agujero al que llegó a tiempo. Era más bien torpe de movimientos, pues a pesar de tener las piernas largas le resultaban demasiado pesadas.

Pasaron por una dependencia de la cocina, donde algunas muchachas con delantales sucios –que parecían manchados a propósito– limpiaban cazos en grandes baldes. El fogonero llamó a una tal Line, le rodeó las caderas con el brazo y la arrastró un trecho consigo, mientras ella estrechaba con coquetería su brazo.

—Hoy es día de pago, ¿quieres venir? –preguntó él–.

—¿Para qué voy a molestarme? Prefiero que me traigas tú el dinero –repuso ella, y se escurrió bajo su brazo y echó a correr–. ¿Dónde has pescado a este apuesto joven? –gritó sin esperar respuesta, y se oyeron las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido sus tareas–.

Ellos dos continuaron hasta una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por menudas cariátides doradas. Para tratarse de la decoración de un barco resultaba excesivamente suntuosa. Karl se percató de que no había estado nunca en aquel lugar, que durante la travesía debía reservarse para los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la limpieza general del barco, habían descorrido todas las puertas de separación. Se toparon también con algunos hombres que llevaban escobas al hombro y habían saludado al fogonero. Karl se sorprendió de la gran actividad reinante pues, como es natural, en el entrepuente había permanecido ajeno a todo ello. A lo largo de los pasillos corrían cables de instalaciones eléctricas y a lo lejos se oía el constante repiqueteo de una campanilla.

El fogonero llamó respetuosamente a la puerta, y cuando alguien gritó «¡Adelante!» invitó con un gesto a Karl para que entrara sin temor. Este obedeció, pero se detuvo junto a la puerta. A través de las tres ventanas de la sala vio las olas del mar, y al contemplar sus alegres movimientos su corazón se disparó, como si durante cinco largos días no lo hubiera visto ininterrumpidamente. Grandes buques se cruzaban y cedían al oleaje solo en la medida en que su peso lo permitía. Si uno entornaba los ojos, aquellos buques parecían vacilar por el exceso de peso. De sus mástiles pendían banderas estrechas y largas que el impulso de la velocidad tensaba, aunque no por ello dejaban de ondear a uno y otro lado. Se oía un eco de salvas procedentes de buques de guerra no muy lejanos. Los cañones de uno de ellos, que navegaba cerca, relucientes por el brillo de su manto de acero, parecían mecidos por ese desplazamiento seguro, leve pero ondulante. Las lanchas y botes, al menos desde la puerta, solo podían observarse a lo lejos, mientras se introducían en masa a través de los espacios que dejaban libres los grandes buques. Y detrás de todo esto, se erguía Nueva York, mirando a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. Sí, en esta sala sabía uno dónde se encontraba.

En torno a una mesa redonda había tres hombres sen­tados. Uno de ellos era un oficial de la Marina con uniforme azul. Los otros dos, empleados de aduanas, con uniformes de color negro. Sobre la mesa estaban apilados diversos documentos que el oficial, pluma en mano, separaba primero para alcanzárselos después a los otros dos, que unas veces los leían, otras los extractaban, y los metían en sus cartapacios otras. Eso, cuando uno de ellos, que producía casi ininterrumpidamente un ligero ruido con los dientes, no le dictaba algo a su colega, que este anotaba en un protocolo.

Junto a la ventana, sentado a un escritorio, de espaldas a la puerta, se encontraba un hombre menudo que manejaba enormes infolios alineados en un sólido estante situado a la altura de la cabeza. A su lado había una caja de caudales abierta que, a primera vista, parecía vacía.

La segunda ventana estaba desierta y era la que mejor vista ofrecía. Cerca de la tercera, dos hombres mantenían una conversación a media voz. Uno de ellos, que se apoyaba en la pared junto a la ventana, llevaba también el uniforme de la Marina y jugaba con la empuñadura de su sable. Su interlocutor estaba de cara a la ventana y ocultaba de vez en cuando con un gesto parte de las condecoraciones que adornaban el pecho del otro. Vestía de civil y llevaba un fino bastón de bambú que, al tener ambas manos apoyadas en las caderas, colgaba también como un sable.

Karl no tuvo mucho tiempo para observarlos a todos, pues pronto un ordenanza se abalanzó sobre ellos, y dirigiéndole una mirada al fogonero para indicarle que nada tenía que hacer allí, le preguntó qué deseaba. El fogonero respondió, en un tono de voz tan bajo como el que había empleado el otro al preguntarle, que quería hablar con el cajero. El ordenanza rechazó el ruego con un ademán, pero, de puntillas, dio un gran rodeo para evitar la mesa redonda y se acercó al hombre de los infolios. Este –se pudo ver con claridad– se puso rígido al oír las palabras del ordenanza, pero finalmente se volvió hacia el hombre que quería hablarle y agitó las manos con un enérgico gesto de rechazo hacia el fogonero y, para mayor seguridad, también hacia el ordenanza. Este volvió junto al fogonero y le dijo en un tono confidencial:

—¡Haga el favor de salir inmediatamente!

Tras esta respuesta, el fogonero miró a Karl como si fuera su corazón al cual confiara su mudo sufrimiento. Sin pensárselo dos veces, Karl atravesó la habitación corriendo, rozó incluso la silla del oficial; el ordenanza se echó a correr también con los brazos dispuestos para apresarle, como si fuera a cazar una sabandija. Pero Karl alcanzó primero la mesa del cajero y se aferró a ella por si el ordenanza intentara llevárselo.

Naturalmente, la habitación se animó de inmediato. El oficial de Marina se levantó de la mesa como impulsado por un resorte, los funcionarios de aduanas observaban tranquilos pero atentos, los dos caballeros de la ventana se habían acercado mutuamente, y el ordenanza retrocedió creyendo que estaba de más puesto que las altas instancias mostraban interés por el asunto. En la puerta, el fogonero esperaba tenso el momento en que su ayuda fuera necesaria. Y, por último, el cajero hizo girar su sillón hacia la derecha.

Karl rebuscó el pasaporte en su bolsillo interior, que no pensaba exponer a la vista de aquella gente, y lo colocó abierto sobre la mesa sin más presentación. El cajero pareció considerar accesorio aquel gesto, pues lo apartó desdeñoso con la punta de los dedos, tras lo cual Karl se volvió a guardar el documento, como si hubiera cumplimentado las formalidades necesarias.

—Me permito indicar –empezó a decir– que a mi entender y por lo que ha dicho el fogonero, se ha cometido una injusticia. Trabaja aquí un tal Schubal que le hace la vida imposible. Él mismo ha cumplido con disciplina en muchos barcos, cuyos nombres puede darles, es aplicado, bienintencionado en el trabajo, y resulta realmente incomprensible que no cumpla con su deber precisamente en este barco, donde el trabajo no es tan duro como en un buque mercante, por ejemplo. Así, pues, solo puede tratarse de una calumnia destinada a impedirle progresar y a privarle del reconocimiento que sin lugar a duda merece. Yo solo he explicado la situación a grandes rasgos, sus quejas particulares se las expondrá él mismo.

Karl había dirigido estas palabras a todos los presentes, pues todos escuchaban y parecía más probable que uno de ellos fuera un hombre justo a que el justo fuera precisamente el cajero. Por astucia, Karl no había mencionado que apenas conocía al fogonero. Por lo demás, habría hablado mucho mejor si no le hubiera irritado el congestionado rostro del caballero que llevaba el bastón, al cual veía por primera vez desde su actual posición.

—Todo lo que ha dicho es cierto palabra por palabra –di­jo el fogonero antes de que nadie le preguntara, e incluso antes de que nadie le mirara–.

La precipitación del fogonero habría sido un error fatal si el señor con las condecoraciones que –como Karl comprendió de repente– se trataba del capitán, no hubiera decidido ya para sus adentros escuchar al fogonero.

—Acérquese –exclamó con el brazo extendido y una voz tan potente como un martillo–.

Ahora todo dependía del comportamiento del fogonero, ya que Karl no dudaba de la autenticidad de sus quejas. Por suerte, en esta ocasión se notó que el fogonero había recorrido mucho mundo. Con calma ejemplar sacó al primer gesto un fajo de papeles y una libreta de notas de su pequeña bolsa. Se dirigió con todo ello hacia el capitán, como si ese fuera el comportamiento habitual, desentendiéndose del cajero, y extendió sus comprobantes sobre el repecho de la ventana. Al cajero no le quedó más remedio que acercarse.

—Este hombre es un conocido litigante –explicó–. Se le ve con mayor frecuencia en la caja que en la sala de máquinas. Ha conseguido sacar de quicio a un hombre tan pacífico como Schubal. ¡Escúcheme! –dijo volviéndose hacia el fogonero–. Está llevando su impertinencia demasiado lejos. ¡Cuántas veces se le ha echado de las oficinas, como se merece, por sus exigencias, todas injustas! ¡Cuántas veces ha venido corriendo de allí a la caja central! ¡Cuántas veces se le ha dicho con buenas palabras que Schubal es su inmediato superior al que debe el correspondiente respeto! Y ahora tiene la desfachatez de presentarse aquí, cuando está el capitán, y no solo no se avergüenza de molestarle también a él, sino que osa además traer a ese jovencito, a quien veo por primera vez a bordo, como portavoz de sus disparatadas acusaciones.

Karl tuvo que frenar violentamente sus impulsos para no enfrentarse a él. Pero el capitán intervino entonces:

—Dejemos hablar a este hombre. De todos modos, me parece que Schubal se está volviendo cada vez más independiente, con lo que no quiero hablar en favor de usted.

La última frase iba dirigida al fogonero; era natural que no tomara partido por él de forma inmediata, pero todo parecía ir sobre ruedas. El fogonero comenzó a explicarse y, ya desde el principio, cambió de tono tratando a Schubal de «señor» cada vez que le nombraba. Karl estaba muy satisfecho junto a la mesa abandonada del cajero, donde por gusto presionaba una y otra vez el platillo pesacartas. ¡El señor Schubal es injusto! ¡El señor Schubal favorece a los extranjeros! ¡El señor Schubal echó al fogonero de la sala de máquinas y le envió a limpiar retretes, lo que no era tarea del fogonero! Una vez, incluso, se cuestionó la competencia del señor Schubal, que parecía más ficticia que real. Llegados a este punto, Karl miró muy fijo al capitán, cómplice, como si fuera su colega, solo para que no se dejara influir negativamente por la torpeza con que se expresaba el fogonero. De todas formas, no se podía sacar agua clara de la larga perorata y, aunque el capitán continuaba con la mirada fija al frente y la determinación de escuchar al fogonero en los ojos, los demás caballeros se impacientaban y la voz del fogonero había dejado de dominar la situación, lo cual hacía presagiar lo peor. El primero en manifestar impaciencia fue el hombre de civil, que empezó a dar golpecitos en el suelo de la tarima con su bastón de bambú. Los demás, les miraban de vez en cuando. Los empleados de aduanas, que tenían prisa, volvieron a sus expedientes y empezaron a revisarlos, si bien algo desinteresados; el oficial se acercó de nuevo a la mesa y el cajero, que creía haber ganado la partida, suspiro con honda ironía. El único que parecía estar al margen del desinterés que comenzaba a apoderarse de todos era el ordenanza, ya que compartía las penas de aquel hombre sometido a los superiores, y asentía serio mirando a Karl con graves movimientos de cabeza, como si así quisiera explicar algo.

Mientras tanto, frente a las ventanas, proseguía la vida portuaria. Un carguero descubierto cargado con una montaña de barriles que debían estar colocados con gran habilidad para no echar a rodar, pasó por delante, sumiendo la sala en una casi total oscuridad; pequeñas lanchas a motor que Karl habría podido contemplar a su antojo si hubiera tenido tiempo, discurrían en líneas rectas como cuerdas tensadas, obedeciendo los movimientos de las manos del timonel. Curiosos objetos flotantes emergían aquí y allá entre las aguas inquietas, volvían a ser cubiertos por las olas y desaparecían ante la mirada sorprendida. Botes de los tran­satlánticos avanzaban al ritmo de los golpes de los marineros que remaban con vigor, repletos de pasajeros que guardaban silencio, sentados tal como se les había embarcado, expectantes, aunque algunos no podían evitar volver la cabeza para contemplar el cambiante panorama. ¡Agitación sin fin, inquietud trasladada del inquieto elemento a los desamparados hombres y sus obras!

Todo incitaba a la premura, a la claridad, a la exposición detallada. ¿Y qué hacía el fogonero? Hablaba empapado de sudor, hacía rato que sus húmedas manos se negaban a sostener los papeles sobre la ventana; por todas partes le salían quejas contra Schubal, cada una de las cuales habría bastado en su opinión para hundirle. Pero lo único que podía mostrar al capitán no era sino un pobre amasijo de todas esas quejas.

Hacía rato que el caballero del bastoncillo de bambú silbaba suavemente hacia el techo, los empleados de aduanas volvían a retener al oficial en la mesa y sus expresiones no mostraban intención de volver a soltarlo, el cajero se mantenía reservado debido solo a la calma del capitán; y el ordenanza esperaba, en actitud militar, una orden del capitán referida al fogonero en cualquier momento.

Karl no pudo entonces dominarse por más tiempo. Se dirigió lentamente hacia el grupo y mientras andaba, reflexionó con rapidez sobre cuál sería la forma más adecuada de enfocar el asunto. Pues si dejaba pasar un instante más, ambos podían salir volando de la oficina. Quizá el capitán fuera una buena persona y, además, así lo creía Karl, ahora parecía tener un motivo adecuado para demostrar que era un jefe justo. Pero al fin y al cabo no era un instrumento con el que se pudiera jugar al antojo de cada uno, y era así cómo le trataba el fogonero, si bien ese tratamiento brotaba de un corazón indignado.

Así que Karl dijo al fogonero:

—Debe usted darle una explicación sencilla y clara al capitán, de lo contrario, es natural que no dé crédito a sus palabras. ¿Acaso conoce por el apellido o por el nombre de pila a todos los maquinistas y recaderos para poder saber de quién se trata cuando usted pronuncia cualquiera de esos nombres? Ordene pues sus quejas, exponga primero las más importantes y luego las demás, quizá entonces no sea ya necesario mencionar la mayoría de ellas. ¡Conmigo siempre ha sido muy claro!

«Si en América se pueden robar maletas, también se podrá mentir de vez en cuando», pensó Karl para justificarse.

¡Si por lo menos su intervención sirviera de algo! ¿O ya sería demasiado tarde? El fogonero se interrumpió de inmediato, pero con los ojos bañados en lágrimas por su honor viril mancillado por horribles recuerdos, por la más desesperada necesidad, ni siquiera podía reconocer bien a Karl. Pero cómo cambiar ahora –Karl lo comprendía tácitamente al ver al fogonero silencioso– su forma de expresión cuando le parecía haber alegado ya, sin obtener el menor reconocimiento, todo lo que tenía que decir, y además sentía que aún no había dicho nada y no podía exigir que los caballeros volvieran a escuchar toda su historia. Y para colmo, en tal momento, aparece Karl, su único partidario, intentando darle buenos consejos, y en lugar de esto, le demuestra que está todo perdido.

«¡Si hubieras hablado antes en lugar de mirar por la ventana!», se dijo Karl, e inclinó la cabeza ante el fogonero y se llevó las manos a la costura de los pantalones para dar a entender así que sus esperanzas se habían agotado.

Pero el fogonero malinterpretó su gesto y temiendo que Karl abrigara secretos reproches contra él, inició una disputa con el muchacho con la intención de quitárselos de la cabeza, coronando así sus hazañas. Justo entonces, cuando los señores sentados a la mesa redonda mostraban su indignación por el gratuito alboroto que les molestaba en su importante tarea; cuando al cajero empezaba a parecerle incomprensible la paciencia del capitán y estaba a punto de intervenir en la disputa; cuando el ordenanza, metido de nuevo en la esfera de sus superiores, lanzaba miradas incendiarias al fogonero, y cuando el caballero del bastón de bambú, al que el capitán echaba de cuando en cuando una mirada amistosa, harto del fogonero, incluso hastiado, extraía un pequeño cuaderno de notas y se mostraba de forma ostensible ocupado en otros asuntos paseando la mirada de Karl al cuaderno.

—Ya sé –dijo Karl, en un penoso esfuerzo por contener el torrente de palabras que el fogonero vertía contra él, aún capaz de sonreírle por encima de la pelea, pese a todo–. Tiene usted razón, toda la razón, nunca lo he puesto en duda.

Por temor a los golpes habría deseado sujetar aquellas manos tan agitadas, es más, habría deseado arrinconarle para poder susurrarle algunas palabras tranquilizadoras que no pudiera escuchar nadie más. Pero el fogonero estaba fuera de sí. Karl empezó incluso a consolarse con la idea de que en caso extremo el fogonero, con la fuerza de su desesperación, podría someter a los siete presentes. De todas formas, descubrió con una ojeada que había allí un panel con múltiples botones; y la simple presión de una mano sobre ellos podría levantar a todo el barco, con sus pasillos rebosantes de personas hostiles.

Entonces el desinteresado caballero del bastón de bambú se dirigió a Karl y le preguntó en tono comedido, pero con nitidez suficiente para que se le oyera por encima de los gritos del fogonero:

—¿Podría decirme su nombre?

En ese instante, como si alguien hubiera estado esperando oír estas palabras oculto detrás de la puerta, llamaron. El ordenanza miró al capitán, este asintió. Entonces el ordenanza se dirigió a la puerta y la abrió. Fuera se encontraba un hombre de mediana estatura que vestía una vieja casaca imperial; su aspecto no parecía muy adecuado para el trabajo de máquinas. Era Schubal. Si Karl no lo hubiera leído en todas las miradas, que expresaban una cierta satisfacción, de la cual incluso participaba el capitán, debería haberlo descubierto por el fogonero. Este, horrorizado, crispó de tal forma los puños al extremo de los brazos extendidos, como si aquel gesto fuera algo capital, por lo que estaba dispuesto a sacrificar todo lo que le restaba de vida. En sus puños se concentraban ahora todas sus fuerzas, también la que le mantenía en pie.

Allí se encontraba pues el enemigo, fresco y desenvuelto en su traje dominguero, bajo el brazo un libro comercial, posiblemente con las listas de salarios y la hoja de servicios del fogonero. Y sin temor a que se notara que ante todo deseaba cerciorarse de la disposición de ánimo de los presentes, miró a cada uno a los ojos. Los siete eran ya aliados suyos, pues aunque antes el capitán tuviera objeciones que hacerle, tras el disgusto que le había proporcionado el fogonero, Schubal ya no parecía irritarle lo más mínimo. Con un hombre como el fogonero, jamás sería excesiva la severidad que se empleara, y si algo había que reprocharle a Schubal era su incapacidad para acabar con la rebeldía del fogonero con el tiempo, de modo que aún se atreviera a presentarse ante el capitán.

Cabía suponer todavía que el enfrentamiento entre el fogonero y Schubal no dejaría de causarles a ambos idéntica impresión a la que les produciría comparecer ante un tribunal superior. Pues aunque Schubal supiera disimular bien, no podría mantenerse firme hasta el final. Un breve destello de malicia bastaría para ponerle en evidencia delante de los señores, Karl ya se ocuparía de que así fuera. Conocía más o menos la sagacidad, las debilidades, el talante de cada uno de los hombres; bajo esa perspectiva no había perdido el tiempo durante el rato transcurrido allí. ¡Tan solo con que el fogonero estuviera más a tono! Pero parecía totalmente incapaz de luchar. Si alguien le hubiera acercado a Schubal, habría sido capaz de hundirle el odiado cráneo a puñetazos. Pero ni siquiera parecía en condiciones de avanzar el par de pasos que le separaban de él. ¿Por qué Karl no había previsto lo que era tan fácil de prever, que Schubal tendría que presentarse, si no por iniciativa propia, porque le llamaría el capitán? ¿Por qué de camino hacia allí no había planeado una ofensiva detallada con el fogonero, en lugar de cruzar la primera puerta, como en realidad ocurrió, totalmente inermes? ¿Podría el fogonero articular palabra todavía, asentir y negar, como sería necesario en un careo, que por cierto solo cabía esperar en el mejor de los casos? Estaba de pie, con las piernas separadas, las rodillas temblorosas, la cabeza algo erguida, y el aire circulaba por la boca abierta como si no tuviera pulmones con los que asimilarlo.

Sin embargo, Karl se sentía tan enérgico y perspicaz como nunca lo había estado en su casa. ¡Si sus padres pudieran ver cómo defendía una causa justa en un país extraño y ante respetables personalidades! ¡Y aunque no hubiera logrado la victoria, cómo se preparaba para la batalla final! ¿Reconsiderarían la opinión que de él tenían? ¿Le sentarían entre ellos y le elogiarían? ¿Le mirarían por una vez, una sola vez, a sus leales ojos? ¡Interrogantes de difícil respuesta y el momento menos propicio para formularlos!

—Vengo porque creo que el fogonero me culpa de no sé qué falacias. Una muchacha de la cocina me dijo que le había visto dirigirse hacia aquí. Mi capitán, caballeros, estoy dispuesto a refutar cada acusación a partir de mis documentos; y, si es necesario, con declaraciones de testigos ecuánimes e imparciales que esperan detrás de la puerta.

Estas fueron las palabras de Schubal: la clara manifestación de un hombre hábil. Y a juzgar por el cambio de expresión en el semblante de los presentes hubiera podido creerse que oían voces humanas por primera vez en mucho tiempo. Claro que no notaron que incluso este bello discurso tenía fisuras.

¿Por qué la primera palabra que se le ocurrió fue «falacias»? ¿Acaso era mejor que la acusación partiese de ahí y no de sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino de la oficina, ¿y por este detalle Schubal había captado ya de qué iba el asunto? ¿No era la conciencia de su culpabilidad la que le aguzaba el ingenio? ¿Y además había venido en compañía de testigos a los que llamaba ecuánimes e imparciales? ¡Canalladas, nada más que canalladas! ¿Y los caballeros lo toleraban y consideraban esto un comportamiento correcto? ¿Por qué había dejado transcurrir tanto tiempo desde el aviso de la muchacha hasta su aparición? Con la única intención, sin duda, de que el fogonero agotara la paciencia de los caballeros hasta hacerles perder su ecuanimidad, que era lo que Schubal más temía. ¿No había golpeado la puerta –seguro que tras una larga espera– justo en el momento en que la pregunta accesoria de aquel señor le dio a entender que el fogonero ya estaba acabado?



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