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Constituye un libro de cuentos exquisitamente violentos o violentamente exquisitos. Lo escueto de sus formas, suma de pocos gestos y diálogos exactos, constituye su mayor atractivo para lectores que gustan este tipo de narrativa
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Seitenzahl: 52
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Alexis Sebastián García Somodevilla (La Habana, 1964). Escritor y editor cienfueguero. Ha publicado los libros de cuentos El deshollinador (2000) y Senderos virtuales (2002), y la novela Ariza (2016).
Edición: Melba Otero del Sol
Corrección: Julio Martínez Molina
Diseño de cubierta: Reynaldo Duret Sotomayor
Diseño interior y diagramación: Reynaldo Duret Sotomayor
© Alexis García Somodevilla, 2021
© Sobre la presente edición:
Editorial Mecenas, 2021
ISBN 9789592203730
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EDITORIAL MECENAS
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Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás
para recibir tu heredad al fin de los días.
Daniel 12:13
Pónganse de pie
El timbre terminó de sonar. La profesora, que durante todo el examen no había dejado de observar a los alumnos, sacó un espejito de la cartera y se miró en él. Luego lo guardó y se acomodó en la silla. Faltaban solo tres por entregar.
Uno de ellos estaba sentado al final del aula, los otros dos muy cerca de la pizarra. Tenían la vista clavada en el papel. Ninguno parecía dispuesto a terminar.
La puerta se abrió lentamente. Un grupo numeroso de alumnos y padres se había reunido allí. Todos estaban muy alterados. Como los de adentro siguieron igual, se alarmaron más. La profesora advirtió esto, pero no hizo nada. Por ahora no la molestaban.
“Ya es hora” se dijo y cogió el bolígrafo.
—Entregando —murmuró apenas, como si la palabra no le perteneciera.
Los alumnos lanzaron una rápida mirada hacia ella y al no reconocerse aludidos especialmente continuaron inmersos en la prueba.
La profesora, que no admitía desobediencias (por lo menos de ese tipo) sonrió y habló en un tono resueltamente cruel.
—Dije que entregando.
Infinita quietud. La profesora decidió actuar.
—Emilio, tu prueba —dijo, señalando al más próximo. Un muchacho de cabellos rizados bañado en sudor.
Emilio se levantó con mucha calma, lentamente, como si tuviera
la esperanza de que la profesora se aburriera de esperarlo y llamara
a otro en su lugar. Caminó hasta la mesa leyendo lo que había escrito y trató de darle el examen. Pero no pudo. Se lo arrebataron.
La prueba no era de las buenas. Pronto las tachaduras y los resoplidos despectivos lo afirmaron. La profesora no detenía el bolígrafo para nada, y las veces que lo hacía era para luego dejarlo resbalar en una raya enorme u otros símbolos peores. Cuando finalmente llamó a Emilio para darle la noticia, él, que estaba temblando en la ventana, se acercó indeciso.
—Usted aprobó. Firme aquí —y le indicó el lugar de la firma. Emilio le ofreció una sonrisa increíble: las comisuras pegadas a las orejas. Estaba muy nervioso. La pluma se le iba de las manos. Después que firmó, la profesora le indicó con un movimiento de cabeza que podía marcharse. Él se dirigió a la puerta apresurada- mente, pero antes de llegar se volvió.
—Hasta luego, profesora.
Ella no le contestó, lo dejó caminar un poco más, y cuando estuvo a punto de salir le preguntó:
—¿Y su maleta, Emilio?
No supo qué hacer, veía a la profesora conteniendo la risa y a los de afuera mirándolo en silencio. Pero viró a recoger la maleta.
—Ahora sí puedo decirle adiós —le dijo la profesora haciéndole un guiño malicioso.
Esta vez Emilio pasó a tremenda velocidad por su lado y se esfumó en la multitud que bloqueaba la puerta.
A la profesora le resultó gracioso este incidente, pues enseguida estalló en horribles carcajadas y, para espanto de los presentes, se mantuvo un buen rato riéndose sola. Sin embargo, al recobrar el juicio y secarse la frente con el pañuelo, su rostro se pobló de sombras.
De nuevo estaba en el aula.
—El próximo —dijo.
Los alumnos levantaron la vista asustados.
La profesora esperó un poco. Entonces dio un grito, saltó hacia arriba, ejecutó un mortal de espalda y cayó de pie sobre la mesa.
—¿No hay próximo? —preguntó y permaneció unos segundos inmóvil—. Norma, tú —dijo señalando a la muchacha que estaba recostada a la pared.
Ella dejó escapar un “ohhh” y se tapó la boca. En la puerta gritaron al unísono.
La muchacha bajó la mano y miró a la profesora. Nunca le había parecido tan imponente. Le entraron ganas de llorar. “Qué mala es”, pensó.
—Profesora, yo no he terminado —dijo, esforzándose para que su voz fuera audible.
—¿Cómo?
—Que no he...
—Ya el tiempo se acabó. Tuvo dos horas para hacer el examen.
Si no le bastaron, lo siento. No puedo pasarme el día entero acompañándola —y esperó un momento para que se repusiera. Luego, descargó su último golpe —. Su prueba, por favor.
La muchacha se vio perdida. En la puerta estaba el padre. Ella era la única hija y de su cuerpo colgaban millares de esperanzas; si no aprobaba, seguro que alguien de la familia querría matarse.
De pronto le pareció que el collar la estrangulaba. Se lo arrancó y lo tiró al piso con violencia.
—Deme un segundito nada más, profesora, la estoy terminando. Me queda una...