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Para nadie es desconocido el disfrute de la lectura de las novelas policiacas por el desafío que entreteje el autor para sus lectores, y este libro no es la excepción. Se nos presenta por primera vez, en el género policial cubano, al mayor Rodrigo Sautié, encargado de armar el rompecabezas de la escena del crimen. A medida que avanza en la investigación, desentraña una red de falsificación y tráfico de obras de arte; descubre así, que la línea entre el arte auténtico y el engaño es más delgada de lo que parece. Cada pincelada de intriga enfatiza que deberá enfrentarse a enemigos que están dispuestos a proteger sus secretos a cualquier costo. ¿Logrará Sautié desenmascarar al asesino?
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Seitenzahl: 306
Veröffentlichungsjahr: 2025
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros libros puede encontrarlos en ruthtienda.com
Premio novela del concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del MININT, 2023.
Jurado:
Alberto Marrero Fernández
María de los Ángeles Bobes León (Marilyn)
Jesús Orta Pérez
Edición: Isabela de la C. Pérez Sauri
Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas
Diseño interior: Yunet Gutiérrez Fernández
© Jorge F. Yanes, 2025
©Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2025
ISBN: 9789592116757
Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana.
Email: [email protected]
Web: www.capitansanluis.cu
https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis
Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida
la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta,
o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.
A mis padres, por la educación y el cariño, sin ellos nada sería.
A Diana, por formar parte del proceso creativo de la novela.
A mi esposa, Claudia, por el amor y la comprensión.
Si no puedes evitar la ira, témplala al menos.
Si no puedes precaver el furor, cohíbelo al menos.
SanIsidoro deSevilla
La doctora caminó a su lado por cuarta ocasión consecutiva y no pudo evitarlo. Lo supo por la manera en que lo observaba cada vez que hacía el trayecto de una sala a la otra. Su preocupación era evidente.
—Al ritmo que vas, más temprano que tarde terminarás con cáncer —dijo acercándose. Era una mujer madura y elegante, de voluptuosas curvas.
Rodrigo sonrió contemplando el cigarro encendido en la punta de los dedos. Era el sexto en quince minutos.
—De algo nos tendremos que morir, ¿no? —refutó.
Le dio una calada profunda y la mujer lo observó risueña. Se le marcaron dos hoyuelos en las mejillas y el rímel de las pestañas, como si fueran lágrimas negras.
—El cáncer no es placentero —añadió con expresión neutra y seria, como si él no supiera de lo que hablaba. Luego agregó—, si quieres vivir más, deja el cigarro. Te lo dice alguien que lo ha sufrido en carne propia.
Decidió continuar su camino. Había quedado en paz con su ética médica. En cambio, a Rodrigo no le importó mucho. Su filosofía era aquella de vivir lo que tuviera que vivir a plenitud, sin ataduras. Lanzó el cabo al cenicero próximo y observó la silueta de su rostro en el reflejo de los cristales que le quedaban al frente. Las canas comenzaban a adueñarse de la situación. Se dio cuenta de que aparentaba mayor edad de la que realmente tenía, cuarenta y siete recién cumplidos. Desde el ventanal junto al que estaba parado se contemplaba el majestuoso malecón habanero. Por la avenida serpenteante los autos parecían juguetes en miniaturas. Iban de un lado a otro con mucha prisa, a diferencia de lo que era la vida para Rodrigo, mucho más calmada y metódica, como le gustaba describirla.
El hospital Hermanos Ameijeiras ofrecía vistas panorámicas y muy coloridas, para confort de los pacientes y el personal acompañante. A pesar de esto, nunca le gustaron los hospitales. Por el contrario, le causaban un pánico terrible, pero el asunto que lo tenía allí desde hace cuatro días exigía la máxima urgencia y prioridad. Su hija Carolina había sufrido un grave accidente laboral al caer de un tercer piso. Desde entonces estaba en coma con múltiples contusiones y fracturas de riesgo. El pronóstico de los médicos era reservado, se debatía entre la vida y la muerte.
¿Qué importancia podría tener morir de cáncer cuando la razón de su existencia peleaba en una sala de cuidados intensivos? La vida golpeaba fuerte a veces, incluso sin merecerlo.
Verónica regresó del baño con el rostro marchito por tanto llorar y dos madrugadas sin dormir. Se dejó caer sin ánimos en una de las butacas de la sala de espera.
—¿Has comido? —preguntó Rodrigo con verdadera preocupación al verla en ese estado. Respondió que no. Ocupó el lugar en la butaca de al lado y miró el reloj en su muñeca izquierda. Eran las seis y treinta y siete de la mañana—. Te puedo traer el desayuno —se ofreció.
—No tengo deseos. Gracias de todos modos.
Su voz sonó como un cristal fragmentándose contra el suelo. No quiso insistir. Conocía mejor que nadie las características de su exmujer. Aprovechó el momento para tocar otros puntos que le parecían ambiguos, causas de su desesperación más allá de la salud de su hija.
—¿Qué se sabe de la caída? —preguntó. Verónica reaccionó como un resorte y lo observó. Había olvidado la profundidad de su mirada. Esa que en otra época desarmaba por completo sus pensamientos.
—¿Qué insinúas? —dijo acomodando el cuerpo contra el espaldar del asiento.
—Digo que Carolina era muy cuidadosa con el trabajo. Conocía al dedillo las medidas de seguridad y jamás se descuidaría de ese modo. No es el primer hotel que construye.
Sus ojos se encendieron como un crisol. Luego se desbocó.
—¿Estás queriendo decir que la empujaron? ¿Es eso? —se llevó las manos a la cara y resopló par de veces—. ¡Me impresiona la capacidad que posees para inventar asesinatos! ¡No lo puedes evitar ni en las peores situaciones, coño!
—No es tan así. Solo digo que todo esto es muy extraño.
—¿Extraño? —chilló colérica y ya no se contuvo. Había pulsado la tecla prohibida—. ¡Te diré lo que sí me parece extraño, Rodrigo Sautié! ¡Qué te esfumaras de su vida durante diez años en los que no supo nada de ti y, por arte de magia, aparecieras un día como si todo fuera una broma! ¡Cómo si no hubiera sufrido tu ausencia! ¡Eso sí merece una investigación policial, no un cabrón accidente de trabajo!
En ese instante ella empezó a llorar. Él se quedó en blanco. Ni siquiera se le ocurrió una respuesta. O sí que la tuvo, pero no venía al caso, daba la batalla por terminada.
—Lo siento —dijo al final e intentó colocar una mano sobre su rodilla, pero la apartó de inmediato.
— ¡Déjame tranquila! —ordenó entre suspiros.
¡Cuánto le dolía verla en ese estado! Verónica siempre fue una mujer fuerte, de las que se apretaba el cinto en tiempos difíciles. Recordaba el día que llegó a su vida como bocanada de aire fresco, justo cuando todo se venía abajo. Sufrió los mismos padecimientos, disfrutó de las glorias y lo esperó sin condición en las muchas madrugadas que tuvo que dejarla sola por cumplir con el deber. Tenía claro que le debía mucho a esa mujer valerosa. Ella lo cambió todo por amor y aquel abismo en el que se encontraba después de tantos años le estaba afectando.
—Puedes pensar lo que quieras —se animó a decirle cuando supo que se había calmado—. Sé que esto te parecerá ridículo, pero ustedes son lo más importante que tengo, las únicas por las que diera la vida.
Verónica prefirió no responder. Imaginó que era otro de sus embustes. Ya estaba acostumbrada.
—De cualquier manera —continuó—, no estaré tranquilo hasta comprobar que lo de Carol fue un desafortunado accidente. Disculpa si te irrita, pero soy policía y no sé pensar de otra forma. He visto tanto mal dentro de las personas que nada me toma por sorpresa. La naturaleza humana es peligrosa. Nuestra hija tiene un futuro brillante. A sus veintiocho años es ingeniera civil y ya supervisa proyectos constructivos de gran importancia. Así que las motivaciones para lo que ocurrió van sobradas. ¿Cómo dijiste que se llamaba ese hotel?
Verónica enarcó una ceja. En ningún momento lo había mencionado, pero supo que era otro de esos trucos psicológicos que utilizaba con demasiada frecuencia para conseguir su atención. Estaba afligida entre un mar de desgracias.
—Litoral Paradise —añadió sin muchos deseos.
En ese preciso instante el teléfono vibró en uno de los bolsillos del pantalón de Rodrigo. Llevaba puesto un jean de color azul oscuro. Se disculpó y fue a contestar. Era una llamada importante. Retornó a su posición anterior, cerca del ventanal con azuladas vistas. Verónica se quedó sentada en la misma butaca de cojines esponjosos.
—Diga —respondió finalmente. Era el teniente coronel Alfredo, jefe del Departamento de Homicidios del Órgano Especializado de Investigación Criminal y también su jefe inmediato.
—Disculpa la hora y el momento. ¿Cómo sigue Carolina? —su voz era grave, como de costumbre. Se trataba de un mulato corpulento de casi dos metros de altura, pero más noble que el pan.
—Los médicos hacen todo lo posible, pero no le queda ni un hueso íntegro.
—Me imagino. De todos modos, sigo teniendo la convicción de que muy pronto se va a recuperar. Ella es dura de matar igual que su padre.
—Eso espero —respondió con frustración. Arrastró el dedo índice sobre el polvo de los cristales. Afuera comenzaba a amanecer.
—Sabes que lamento profundamente lo sucedido y me jode tener que llamar por trabajo en un momento así de difícil —se disculpó antes de continuar—, pero no lo haría si pensara que no es importante.
Hizo una pausa esperando la reacción de Rodrigo y al ver que no articuló respuesta alguna, continuó:
—Tenemos un asesinato. Hace unos minutos fue encontrado el cadáver de una joven, con la cabeza destrozada a golpes, en el jardín de su casa.
Rodrigo escuchaba en silencio. Dejó que esas palabras se filtraran por el oído como música y esperó a que su cerebro reaccionara. Siempre tardaba unos segundos.
—Hum.
—Al parecer el grado de brutalidad fue alto, casi sádico. Ha sido una vecina quien ha dado la alerta y se encuentra emocionalmente destrozada, como es natural. Sé… o, mejor dicho, todos en la unidad sabemos de tu delicada situación, por eso llamo con el propósito de que participes como consultor y así…
—Dime la dirección —interrumpió de repente. Alfredo hizo silencio por un intervalo pequeño. Rodrigo se lo imaginó pasándose la mano por la calva mulata.
—No hace falta. Nosotros nos encargamos. Te hago esta propuesta porque sé que eres el mejor y tus opiniones siempre resultan provechosas. Pero no dejaré de ninguna manera que te involucres con tanta fuerza. Necesitas cuidar de tu familia.
—Te agradezco el gesto y la preocupación, pero ya sabías antes de llamar cuál iba a ser mi respuesta y aun así lo hiciste. Me conoces como nadie y comprendes que no hay nada en el mundo que me motive más que un asesinato —hizo una pausa para pensar en sus próximas palabras—. Necesito ir.
Terminaron la conversación cuando su jefe se dio cuenta de que era inevitable hacerlo cambiar de opinión. La terquedad lo caracterizaba. Verónica se había dormido sobre el asiento. Regresó el móvil al bolsillo y se acercó a ella. La melena dorada le caía sobre los hombros y sintió deseos de acariciarla. ¡Cuánto se le parecía Carolina! Heredó los mismos rasgos finos que su madre, no así el carácter. Su hija no era tan temperamental. Por un instante le rondó la absurda idea de partir en silencio, pero se frenó en seco. Llevaba actuando así toda la vida, como si fuera un fugitivo. Si tanto anhelaba reconstruir su familia, como ecos de un pasado primitivo, debía aprender a contener esos impulsos. Finalmente la despertó por un hombro.
—Volveré más tarde. Tengo un imprevisto que atender.
Ella lo miró circunspecta entre muecas y bostezos, pero continuó en silencio.
—¿No piensas decir nada? —indagó él ante su indiferencia, cosa que le resultó extraña. Siempre tenía una opinión.
—¿Para qué? —respondió con ironía—. El trabajo siempre ha sido la prioridad en tu vida.
Allí estaba la verdadera Verónica. Sus pullas no podían ser más directas. Era imposible. Se volvía a estampar contra uno de los tantos enigmas que definían a esta mujer. Siempre se iba de bruces contra la realidad y cuando se trataba de él era más venenosa todavía. No dejaba de preguntarse cómo era posible vivir con tanta amargura y rencor, con esa rabia infinita dentro de aquel corazón que ya rozaba los cincuenta años latiendo a toda máquina. La vida tenía que ofrecerle la oportunidad de establecer una conversación larga y tendida sobre sus enconos. No podían tratarse con indiferencia, como si fueran extraños. En el fondo, la seguía queriendo y eso significaba luchar por su felicidad así le negara la palabra, o quisiera estamparle un ladrillo en la cabeza. Por eso evitó discutir y prefirió caminar en silencio al elevador que lo llevaría a la planta baja. Rodrigo tampoco había tenido una vida fácil o amena, por lo que las prioridades eran muchas y no debía sentirse mal por el modo en que las elegía. Su hija era lo más importante del mundo y eso no estaba en tela de juicio, pero ahora mismo de nada servía su presencia en el hospital. No podían verla, tampoco tenían acceso a la terapia, de manera que el parte de los médicos cada doce horas era lo más cerca que estaban de ella. En cambio, en otro lugar de La Habana, una joven quizás con la misma edad de Carolina aparecía asesinada de manera salvaje en la propia puerta de su casa. Como padre reconocía ese dolor y no podía evitarlo.
Llegó al lugar del hecho cerca de las ocho de la mañana, no sin antes volver a luchar contra la negativa de su jefe, que se oponía a que se inmiscuyera en la investigación. Tanta resistencia se debía al humanismo y la sensibilidad que desprendía Alfredo. Siempre fue mejor amigo que jefe y todos en el órgano eran conscientes de ello. Aun así, se las arregló para convencerlo de que era inevitable que lo detuviera. La testarudez siempre fue su mayor virtud y al mismo tiempo su peor defecto, un arma de doble filo como solía decirse. El lugar del asesinato era una casa ubicada en el reparto Fontanar, al oeste de la capital. Estaba en muy buenas condiciones constructivas. La vista lo llevó a una estructura de dos plantas con tonos blancos y grises, delimitado por un muro de medio metro de altura que serpenteaba las demarcaciones del jardín delantero con los de la calle. El césped era de buena calidad y se notaba que lo mantenían, a juzgar por la coloración.
El primer tropiezo de Rodrigo fue encontrarse con una calle llena de curiosos y chismosos, teniendo en cuenta la diferencia conceptual que definía los términos, cuestión que era natural ante la presencia de varios autos patrulleros y un carro de la Criminalística. Si algo se les podía criticar a los cubanos era la intromisión desmedida. Aunque, en honor a la verdad, tampoco estas escenas eran típicas en la vida cotidiana. Tal vez por eso generaban una expectación mayor. Sin apenas establecerse ni conocer los detalles del suceso, Sautié ordenó a dos policías que despejaran la calle. Algunas personas ya grababan con sus celulares, delicadeza que no podía faltar en ninguna tragedia del siglo XXI, como si la difusión mundial de las desgracias del ser humano fuera obligatoria. Era algo enfermizo. Dentro del jardín habían colocado una carpa mediana de color blanco que reconoció de inmediato, semejante a una casa de campaña. Se pretendía evitar las miradas impertinentes, que no eran pocas. El jardín permitía la vista al interior sin dificultad y, por lo que recordaba de la llamada una hora antes, era allí donde yacía el cuerpo de la fallecida. En parte, la carpa ofrecía discreción y comodidad para trabajar. Por otro lado, generaba respeto hacia la víctima. Los muertos merecían descansar en paz.
La primera persona en abordarlo fue el capitán Ernesto Ramírez, instructor penal del Departamento de Homicidios. Era un joven mulato de veintinueve años, mucho más alto que Sautié y tan flaco como una vara. Llevaba el habitual uniforme verde con algunas distinciones en el pecho. Se dieron un buen apretón de manos.
—Siento lo de tu hija. Alfredo me ha puesto al tanto. Dijo que no hubo manera de retenerte y no hice más que sonreír. ¡Quién impide que el gran Rodrigo Sautié se pierda una escena como esta! ¿Te encuentras bien?
—Más o menos —dijo con la sequedad que lo caracterizaba y acto seguido enfocó todos sus sentidos en lo que había delante—. ¿Qué tenemos?
—Es lamentable —dijo el joven con perturbación—, apenas veintiséis años y toda una vida. Le han destrozado el cráneo.
Sautié ni se inmutó ante la revelación. Estaba acostumbrado a lidiar con muertes peores, o eso creía. Accedió cauteloso al interior de la carpa. La víctima estaba boca abajo, contra la hierba. Un gran charco rojo formaba un círculo casi perfecto debajo de la cabeza, con medio metro de circunferencia. Sin embargo, su atención se centró en el amasijo de huesos, sesos y carne que había desparramados a la altura de los hombros. Era un picadillo desagradable, como si la hubieran molido. Donde alguna vez hubo pelo rubio y lacio, ahora había una cosa indescriptible. Todo era una mezcla sanguinolenta en lo que parecía un pozo sin fondo en la parte superior de la nuca. Le habían dado con saña y fuerza.
Solo después de la inspección del cadáver fue que reparó en la presencia de la doctora Margaret Ocampos, agachada junto al cuerpo y en compañía de un perito que tomaba fotos detalladas de la barbarie. Era excelente médico legista y amiga de los años. Llevaba una bata blanca por debajo de la cual asomaba un vestido color aceituna y un cinturón dorado. El pelo castaño iba como de costumbre, suelto y a la altura de los hombros. Sautié siempre reparaba en la belleza de esta mujer que rondaba los cincuenta. Era algo instintivo.
—Mayor —dijo la especialista haciendo alusión a su grado militar y se puso de pie. También lo hizo el perito, a quien nunca había visto con anterioridad y parecía recién iniciado. Quizás fuera su primer caso.
—Es un placer contar con sus servicios otra vez —respondió estrechándole la mano con delicadeza. Era un cumplido que siempre le hacía. Un tanto protocolar, pero cumplía su cometido.
—Muchas gracias —contestó ruborizada y acto seguido tomó cartas en el asunto—. Creo que no es muy difícil encontrar la causa probable del fallecimiento —hizo una pausa para observar el cadáver, luego continuó—. Sin duda alguna se trata de una muerte violenta por traumatismo craneoencefálico. Hay heridas contusas, así como fracturas craneales con aplastamiento.
—Un objeto pesado y voluminoso —aventuró Sautié.
—Lo más probable según el nivel de deformación. Las heridas son irregulares y anfractuosas, además presentan infiltración sanguínea resultante del estallido de pequeños vasos. Quien haya hecho esto no tuvo piedad —sentenció.
El mayor se giró hacia Ernesto que estaba a su lado.
—¿Qué hay de la inspección del lugar? ¿Algún vestigio del arma?
—Ninguno —negó con la cabeza—. Centramos la atención en tubos, martillos y cualquier cosa que ofrezca contundencia. De momento la búsqueda ha sido infructuosa.
Rodrigo dejó escapar un suspiro y se acercó al cuerpo. Se agachó lo máximo posible, tomando todas las medidas para evitar la contaminación de lo que en un futuro podía ofrecerle las mejores respuestas. Aún no le había visto el rictus de dolor en el rostro, pero ya intuía su sufrimiento. La escena era atroz, sin duda alguna. La chica era delgada y muy blanca. Llevaba un vestido de tono beige a la altura de la rodilla y un par de botas carmelitas sobre el tobillo. El mayor examinaba con detalles el cuerpo, hasta que reparó en algo interesante. Le solicitó un par de guantes desechables al perito. Después agarró uno de los brazos de la víctima y lo torció un poco, en dirección al techo de la carpa.
—¿Qué me puede decir de estas marcas, doctora? —señaló unos rasponazos y moretones que había en la zona del antebrazo y la muñeca.
Margaret ya se había percatado de ello.
—Probablemente ocurrieron antes de recibir los golpes mortales. Tal vez una especie de forcejeo con el agresor. Como sabes, es una lucha que se da con demasiada frecuencia.
—Quizás la tomaron desprevenida —añadió Sautié. Se levantó, luego se quitó los guantes—. Va vestida como quien llega a casa y la asaltan de repente, en pleno jardín. ¿Qué hay de los vecinos? ¿Alguien vio o escuchó algo?
Ernesto se aclaró la garganta y miró la pantalla del móvil, consultando las notas.
—Nadie ha visto nada. La vecina de enfrente refiere que la casa estaba oscura desde horas tempranas de la noche. Describió el jardín como una boca de lobo.
El mayor observó las dos lámparas a la altura del segundo piso. En posición frontal a la calle. Es posible que no hubiese nadie en el momento del asesinato, aunque todavía ignoraba quiénes eran los residentes.
—La hora de la muerte está situada en algún punto pasadas las diez de la noche y antes de las cuatro de la mañana —anticipó la doctora.
Sautié comenzó un pequeño recorrido por el jardín. Tenía forma rectangular. También varios metros cuadrados.
—Seguramente allí fue donde recibió el primer golpe —dijo y señaló una mancha de sangre que había sobre el camino de baldosas que conducía desde la acera hasta la puerta de la casa.
—Casi seguro —reafirmó la doctora—. Luego la arrastró sobre la hierba hasta la posición final y le asestó los golpes definitivos. La oscuridad jugó a favor del asesino.
Rodrigo salió a la acera. Contempló la zona con un barrido visual. Todas eran casas con similares características, tapiadas y aisladas del mundo en su mayoría. La primera farola pública estaba a unos cincuenta metros de su posición. Era un barrio solitario y silencioso. En general, esa zona del municipio de Boyeros era conocida por su arquitectura de clase media-alta, tranquila, apartada y con residencias de muy buen confort. No era común ver transeúntes por la calle pasadas las ocho de la noche.
Regresó al interior del jardín.
—¿Han inspeccionado la vivienda? —se dirigió a Ernesto otra vez. La doctora Margaret y el perito habían vuelto al interior de la carpa. Necesitaban terminar con el procedimiento de rutina.
—Está cerrada. Hace media hora avisamos al esposo de la víctima. Llegará en cualquier momento.
—¿Otros familiares?
—Los vecinos no conocen mucho sobre la vida privada de Amelia —el capitán reparó en que no había mencionado el nombre de la occisa, pero continuó ante el silencio de su colega—. Hasta el momento solo conocemos del marido. Existe un celular entre sus pertenencias, pero está bloqueado por un código numérico. Todo parece indicar que era una mujer poco comunicativa en el barrio. Se le veía poco por los alrededores. La presidenta del CDR también lo ha confirmado.
Sautié analizó la vivienda y le pareció muy segura. Las ventanas llevaban rejas gruesas. La puerta era de una madera muy robusta, tal vez cedro. No había indicios de robo, aunque era muy pronto para aventurarse con hipótesis tan específicas. En su experiencia, a veces los casos eran mucho más sencillos de lo que aparentaban. Todo recaía sobre la interpretación de las pistas. Ellas podían conducir a la resolución o al estancamiento.
El ronroneo de un motor en baja los hizo voltearse en dirección a la calle. Detrás de uno de los autos patrulleros se estacionó un Hyundai Accent de color azul oscuro, con vidrios tintados y matrícula estatal. Sautié imaginó de quién se trataba y ordenó cerrar la entrada a la carpa. La única persona autorizada a penetrar en la calle ya asegurada por los oficiales de policía debía ser el esposo de la víctima.
Sintió como jalaron del freno de mano y luego se abrió la puerta del conductor. La persona que apareció era un hombre de unos cuarenta años de edad, con algunas canas en la cabeza y en la barba, aunque en menor proporción que la espesura negra que le caracterizaba. Llevaba una camisa de cuadros recogida hasta los codos, por dentro de un pantalón de mezclilla azul. La barriga le caía sobre el cinto como una masa gelatinosa. Nada más penetrar al jardín, Sautié advirtió que el hombre tenía las orejas ardiendo al rojo vivo.
—¡Quiero verla! —gritó desesperado y reparó en la presencia de la carpa. Intentó cruzar el césped en su dirección. Era un hombre de mediana estatura, pero corpulento. Se requirió un arduo esfuerzo para detenerlo.
—Ahora no es el momento —expresó el mayor con calma, sujetándolo por un brazo. Por primera vez cruzaron miradas. Sautié percibió un vacío largo y profundo, resultado de la angustia, en aquellos ojos negros. El hombre forcejeó y trató de soltarse en un acto de rebeldía, pero Ernesto se incorporó y lo agarró por el brazo que tenía libre—. Debe serenarse. Conversemos —le indicó Rodrigo. A continuación, se presentó como el oficial a cargo. No llevaba ni media hora en el sitio y ya se identificaba como el responsable de la investigación.
—¡Esto no ha podido ocurrirle a mi niña! ¡No es cierto! ¡Díganme que no es verdad! ¡Que se trata de un error!
Esta vez fue el hombre el que sacudió a los oficiales. Por más que intentó tranquilizarse, no lo consiguió. Todos estaban conscientes de que era una noticia difícil de digerir.
—¡Dice la vecina que le han dado un golpe en la cabeza! ¡Que está irreconocible! ¡Quiero verla! —volvió a insistir el hombre colérico.
En ese punto, el corpulento esposo se llenó de fuerzas y apartó de un empujón a los oficiales como si fueran moscas. El capitán Ernesto casi cae al suelo. Sautié se tambaleó ante la arremetida de lo que parecía un toro furioso. Se lanzó hacia la carpa desbocado y de un tirón descorrió la lona que hacía función de cortina, sujetada por unas débiles argollas.
El mundo se le vino encima. Allí estaba la niña de sus ojos, destrozada. No aguantó ni dos segundos el panorama antes de apartarse a un lado y vomitar pura bilis. Se llevó las manos a la boca, pero fue incapaz de contenerse. Vomitó a raudales. Luego se puso pálido como el papel y cayó al suelo inerte, en estado de inconciencia.
Emmanuel, el esposo de la víctima, recobró el conocimiento luego de veinte minutos. Empezó a balbucear cosas incoherentes y fue necesario localizar al médico de la familia. No podía mantener el equilibrio y su presión arterial se había elevado. Por fortuna, un captopril debajo de la lengua hizo los efectos deseados y logró acceder a la vivienda con Sautié y Ernesto. Ocuparon los juegos de sofá blancos en la sala. Fue una ocasión que el mayor aprovechó para observarlo todo con juicio y análisis. Buscaba algo fuera de lugar, lo que sea que ayudara a comprender los hechos. Todas las paredes estaban pintadas de blanco y las ventanas llevaban cortinas grises diseñadas para evitar la penetración del sol. Era obvio que en aquella casa sentían predilección por los colores claros. Los espacios eran amplios, aunque la iluminación posibilitaba que luciera mucho mayor, como el efecto de profundidad en un espejo. Además, en las paredes de la sala colgaban algunos cuadros que Rodrigo no reconoció en lo absoluto, pero le parecieron pinturas muy profesionales. Eran figuras y formas geométricas en su mayoría. De seguro que se englobaban dentro de los nuevos conceptos del arte contemporáneo, tal vez lo que se entendía por abstracto.
A diferencia de la casa, los cuadros lucían tonalidades oscuras y sombrías que contrastaban con todo lo demás. Los fondos eran negros y marrones, sobre los que se alzaban trazos y figuras amarillas ocre, con brillos plateados y en menor medida se hacía un uso controlado del azul. Justo al costado de donde se hallaban, una escalera con mosaicos negros y blancos, dispuestos cual tablero de ajedrez, conducía a la planta superior de la vivienda. Desde luego que los inquilinos tenían buen gusto y dinero.
—¿Le importa si damos un recorrido por la casa? —propuso Sautié cuando notó que el hombre volvió a tener un semblante mejorado. No parecía del todo bien, pero al menos se mostraba ecuánime y respiraba con tranquilidad.
—¿Qué sentido tiene eso? —increpó de repente el aludido con un vaso de agua en las manos—. Mi mujer ha muerto en el jardín, es allí donde tienen que revisar.
El capitán Ernesto, sentado al lado de su superior, se mostró reticente a la respuesta. De hecho, todos lo hicieron. Era como si de repente le importunara la presencia de los oficiales. Sautié no le dio importancia al comentario. El hombre estaba en shock. En este tipo de situaciones jamás se podía perder la compostura, tampoco la profesionalidad. Pero a Ernesto le hervía la sangre las expresiones sangronas. ¡Carajo, que estaban para ayudar! ¡Eran la solución, no el problema! No obstante, Rodrigo era un oficial de la vieja escuela. Tenía más maña que inteligencia y con ello mucho tacto y sangre fría.
—Es el procedimiento a seguir en estos casos —respondió sereno—. Tenemos que descartar el robo. Además, es útil saber cómo vivía Amelia. También nos vendría bien una foto reciente de ella. En este momento cualquier detalle puede ser importante. Una puerta abierta que nos permita avanzar. Créame cuando le digo que cogeremos a ese cabrón. El caso es de máxima prioridad para nosotros.
Emmanuel no supo qué decir. Se mostró ruborizado ante la estocada final. El oficial continuó:
—En honor a la memoria de su mujer, le pido que no se convierta en un estorbo para la investigación. El tiempo corre en nuestra contra. ¿Me sigue?
El hombre se levantó moralmente desarmado y les indicó subir por las escaleras. A medida que lo hacían, explicó que arriba quedaban tres habitaciones y dos baños, y se refirió a una remodelación reciente cuyo detalle le fue indiferente a Rodrigo. Los tres cuartos se encontraban pulcramente recogidos y ordenados. No había nada fuera de lugar. Las camas estaban tendidas; los cojines, colocados en su sitio junto a las almohadas y los closets permanecían organizados.
Sautié abrió algunas gavetas tomando todas las medidas, procurando no alterar el interior. Confiaba mucho en el poder de la observación y en los pequeños detalles.
—Necesito que haga memoria y distinga si falta algo —le pidió al anfitrión que lo perseguía como un guardaespaldas. Puede que fuera una pregunta innecesaria. Por la forma de la ejecución, intuía que la muerte de Amelia estaba relacionada con algún tipo de despecho o rencilla personal. Sin embargo, la quiso formular. Era el maldito procedimiento.
El marido se encogió de hombros.
—Todo está en su sitio. Creo que es evidente.
Sautié sonrió con ironía y volvieron a la planta baja. Quedaba pendiente la cocina-comedor, otra sala de televisión y una terraza trasera, según la descripción del dueño, pero el mayor pasó de ellas. Necesitaba enfocarse en la víctima y su relación con el mundo exterior. Volvieron a ocupar su lugar en los asientos de la sala.
—¿Qué tiempo tenían de casados? —comenzó con la batería de preguntas elementales.
Emmanuel se acomodó en la butaca. Presintió que la conversación podía ser íntima y difícil. El capitán Ernesto llevaba rato sin intervenir. Se mantenía a la expectativa y de vez en cuando iba al jardín, donde trabajan los demás colegas. Rodrigo sacó una agenda y la colocó sobre los muslos. Era parte de su rutina de trabajo.
—Cinco años. Y otros dos de novios —respondió preciso el hombre.
Era imposible no sacar cuentas ante la respuesta. La víctima tenía veintiséis, así que la conoció con diecinueve. Sautié no pretendía cuestionar su vida personal, pero el detalle le causó curiosidad. Era una diferencia de edad bastante amplia.
—¿Cómo se conocieron? —volvió a preguntar. Esta vez trató de ser lo menos invasivo posible.
El hombre suspiró y aguardó un momento, quizás valorando la posibilidad de inventarse una respuesta o ser fiel a la verdad.
—En un hotel —dijo a secas, como si eso fuera muy descriptivo.
—Le pregunté el cómo, no el dónde.
—Pues ese es el dónde y el cómo. Coincidimos durante la estancia y cruzamos miradas un par de veces. Después tomamos algo en la piscina e intercambiamos números de teléfono. No creo que hagan falta mayores detalles.
—¿Era usted casado en ese entonces?
La pregunta irritó a Emmanuel que no supo a dónde conducía la conversación.
—Mire oficial, sin que se ponga bravo. ¿No le parece que pierde el tiempo interesándose por mi vida privada? Allí no encontrará la respuesta de lo que le pasó a mi niña.
Era chocante el modo en que se refería a la víctima. Sautié anotó la expresión en la agenda y al mismo tiempo se preguntó cuál era el verdadero estado de su relación.
—¿A qué se dedica? —las preguntas siempre iban acompañadas de un metal de voz seco y firme. En ciertas ocasiones podía resultar intimidante.
—¿Amelia? —fingió el hombre como si todos no lo supieran.
—Usted —le apuntó Rodrigo con el bolígrafo.
Enmanuel volvió a resoplar. Resultaba evidente su incomodidad.
—Soy director logístico en el grupo empresarial TabaCuba. Desde hace diez años, por si tiene intención de preguntarlo.
Continuó escribiendo a toda velocidad. La caligrafía no era su mejor aliada. No sabría cómo definirlo, pero por alguna extraña intuición notaba algo raro en la conducta del interrogado. Por eso la batería de preguntas había comenzado por él, en lugar de indagar sobre la víctima como era lo habitual.
—Hemos conocido que la casa estaba oscura desde horas tempranas de la noche. ¿Había alguien? ¿Viven con otras personas? —apretó un poco más la tuerca.
—No. Solo nosotros. Regresé de Pinar del Río temprano en la mañana. La tragedia me sorprendió entrando por la puerta de la oficina. Participaba en un taller científico sobre las plagas del tabaco. Lo más seguro es que en ese momento Amelia no hubiera llegado del trabajo.
—¿No habló con ella en la noche?
—No recuerdo. Creo que no. Es que estaba muy ocupado —la respuesta de Enmanuel gozaba de todas las inseguridades. Comenzaba a levantar las sospechas de Sautié. Su actuar estaba siendo demasiado esquivo cuando debía ser todo lo contrario. ¿Por qué? Para ese minuto ya se perfilaba en su cabeza otra estrategia surgida sobre la marcha.
—¿A qué se dedicaba su esposa? —finalmente cambió el sentido de la conversación. Esa conjugación del verbo en tiempo pasado le sacó las lágrimas. Se vio obligado a secarse los ojos con la manga de la camisa, luego de varios suspiros entrecortados.
—Es… era artista de la plástica. Tenía su propia exposición en el Vedado. Los cuadros que nos rodean son suyos.
Sautié asintió impresionado. Tenía talento.
—¿No trabajaba en casa? —preguntó a continuación. No había visto ningún estudio u oficina, cosa que le resultó extraña a juzgar por el estilo de vida que parecía llevar aquella pareja.
Enmanuel negó en silencio y agarró el vaso sobre la mesita de centro. Bebió la poca agua que quedaba.
—Por esa parte Amelia era muy especial —explicó—. No le gustaba que la vieran mientras dibujaba las obras. Hubo un tiempo que utilizó una de las habitaciones del piso superior, pero todo cambió desde que abrió la galería en la calzada de Línea, en el Vedado. Desde entonces pasaba más tiempo allá. Aquel fue su espacio de creación durante el último año. Decía que en ese lugar le venían las mejores inspiraciones.
—¿Con quién regentaba la galería? ¿Sola?
—Tiene una amiga curadora que se encargaba de la parte administrativa, organizar las exposiciones, coordinar eventos, ese tipo de cosas. Lo de Amelia era el arte en su estado más puro, lo que más le apasionaba en la vida.
—¿Tiene el nombre? Quiero decir, el de esa amiga. Podría sernos útil en algún momento.
—Camila… algo —titubeo el hombre—. No recuerdo ahora el apellido. Pero eso no representa problemas. La encontrarán en la galería a cualquier hora. Vive en el piso superior.
Una lágrima le corrió mejilla abajo. Esta vez no hizo ningún esfuerzo por contenerse. Las evocaciones de los recuerdos eran demasiado fuertes, magnéticas.
—¿Por qué no hay fotos en las que aparezcan juntos? —en ese preciso instante la pregunta del mayor descolocó por completo a Enmanuel, que se estremeció en la butaca como si un hielo le hubiera recorrido la espina dorsal.
—¿Perdona? —dijo el hombre contrariado. No estaba preparado para el detalle.