El diablo viste de negro - L. J. Shen - E-Book

El diablo viste de negro E-Book

L.J. Shen

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Beschreibung

Ella no quería darle otra oportunidad, pero su corazón no le dejó alternativa Maddie es diseñadora de vestidos de novia y no da crédito cuando una tarde se encuentra a su ex, Chase Black, plantado en la puerta de casa. Él necesita un favor: que finja ante su familia que todavía están juntos. De hecho, Chase les ha anunciado su compromiso para complacer a su padre, muy enfermo. ¿Ayudará Maggie al hombre que le rompió el corazón, incluso arriesgándose a que sus sentimientos se reaviven? Una historia de segundas oportunidades sobre el amor, la pérdida y ser uno mismo

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El diablo viste de negro

L. J. Shen

Traducción de Azahara Martín

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Página de créditos

El diablo viste de negro

V.1: Septiembre, 2022

Título original: The Devil Wears Black

© L. J. Shen, 2021

© de la traducción, Azahara Martín, 2022

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Los derechos morales de la autora han sido declarados.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Ilustraciones de cubierta: Freepik - upklyak | loudsgraphics

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-80-6

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El diablo viste de negro

Ella no quería darle otra oportunidad, pero su corazón no le dejó alternativa

Maddie es diseñadora de vestidos de novia y no da crédito cuando una tarde se encuentra a su ex, Chase Black, plantado en la puerta de casa. Él necesita un favor: que finja ante su familia que todavía están juntos. De hecho, Chase les ha anunciado su compromiso para complacer a su padre, muy enfermo. ¿Ayudará Maddie al hombre que le rompió el corazón, incluso arriesgándose a que sus sentimientos se reaviven?

Una historia de segundas oportunidades sobre el amor, la pérdida y ser uno mismo

«El diablo viste de negro brilla por su ingenio y la química entre los personajes. Es una delicia.»

Publishers Weekly

Para Lin y Lilian, sois mis chicas favoritas del club literario.

¿Dos cosas que tengan en común el color negro y el diablo?

Que siempre son oscuros y nunca pasan de moda.

Chase Black, director de operaciones de Black & Co.

Playlist

Trevor Daniel: «Falling»

Healy: «Reckless»

Kasabian: «Fire»

The Waterboys: «Fisherman’s Blues»

MAX feat. Quin XCII: «Love Me Less»

The Cars: «Drive»

The Rolling Stones: «Sympathy for the Devil»

Capítulo uno

Maddie

10 de octubre de 1998

Querida Maddie,

En estos momentos tienes cinco años y te encanta el color amarillo. De hecho, ayer me preguntaste si podías casarte vestida de ese color. Espero que sigas usándolo a todas horas.

(También espero que hayas encontrado un color un poco más adecuado para una boda).

Dato curioso del día: cuando los exploradores españoles llegaron a América, pensaron que los girasoles estaban hechos de oro.

¡El cerebro humano es tan imaginativo!

Sigue así de creativa, siempre.

Con amor,

Mamá

Era oficial. Estaba sufriendo una apoplejía.

Todos los síntomas apuntaban en esa dirección, y a estas alturas había visto bastantes capítulos de Anatomía de Grey como para autodiagnosticarme:

¿Confusión? Confirmado.

¿Entumecimiento general? Confirmado.

¿Dolor de cabeza repentino? ¿Problemas de visión? ¿Dificultad para caminar? Confirmado, confirmado, confirmado.

La buena noticia era que estaba saliendo con un médico. «Literalmente». Volvía a mi apartamento junto a uno cuando noté los síntomas. Al menos tenía el lujo de disponer de atención inmediata si lo necesitaba.

Metí los puños en la chaqueta amarilla de lentejuelas con lunares morados (mi favorita), cuadré los hombros y, con el deseo de que desapareciera de mi vista, entorné los ojos al ver una gran figura sentada en el escalón más alto de la entrada del edificio de piedra rojiza donde vivía de alquiler.

Estaba inmóvil, y el brillo azulado del teléfono iluminaba su rostro. Una brisa veraniega danzaba a su alrededor y crepitaba como si hubiera fuegos artificiales. La luz ambarina de la calle iluminaba su perfil, parecía que estaba de pie en un escenario y que reclamaba la atención de todo el mundo. Un pánico abrasador me inundó. Solo conocía a una persona capaz de que el universo bailara a su alrededor como una chica hawaiana.

A regañadientes, descarté la apoplejía.

«No. No se le ocurriría aparecer por aquí. Sobre todo después de cómo dejé las cosas».

—Así que mi joven paciente se inclina un poco y me dice: «¿Puedo contarte un secreto?». Yo, imaginando que iba a irse de la lengua con lo del divorcio de sus padres, me quedo en plan «ajá». Pero entonces suelta: «Al final descubrí cuál es el trabajo de mi madre». Le pregunto que cuál es… Y espera que ahora viene lo mejor, Maddie. —Ethan, mi cita, levantó una mano al tiempo que se agachaba y apoyaba la otra en la rodilla, subestimando claramente el potencial cómico de su historia—. «Metió un iPad nuevo bajo la almohada el día que se me cayó mi primer diente. Mi madre es el ratoncito Pérez. ¡Soy el chico más afortunado del mundo!».

Ethan echó la cabeza hacia atrás entre carcajadas, ajeno a mi crisis interna. Era guapo, con ese cabello, esos ojos y esos mocasines del mismo tono castaño nogal, y ese cuerpo esbelto de corredor, y esa corbata de Scooby-Doo… Cierto es que no era doctor Ensueño, sino más bien doctor Realidad. Y sí, me había contado doce historias sobre sus jóvenes pacientes durante el transcurso de la comida etíope que habíamos disfrutado. Se emocionaba cada vez que recitaba una de sus inteligentes observaciones. Aun así, Ethan Goodman era exactamente el tipo de chico que necesitaba en mi vida.

El hombre que estaba en la escalera era la persona que me había enseñado esta dolorosa lección.

—Los niños y los borrachos, ya sabes… —Jugué con mi pendiente en forma de girasol—. Extraño la inocencia. Si pudiera conservar algo de la infancia, sería eso.

La figura de la escalera se puso en pie y giró en nuestra dirección. Levantó la mirada del teléfono y capturó la mía sin esfuerzo. Se me desinfló el corazón como un globo elevándose en círculos erráticos antes de caer como una goma blanda en la boca del estómago.

Era él, de acuerdo.

Con su metro ochenta de rasgos cincelados y su despiadado atractivo. Llevaba una impecable camisa de vestir negra remangada hasta los codos, por lo que sus antebrazos, del grosor de mis piernas y repletos de venas y músculos, quedaban expuestos. Layla, mi amiga de la infancia, ahora mi vecina de al lado, decía que era un Gastón de la vida real.

—Es agradable a la vista, pero pide a gritos que lo tiren desde el tejado.

Fruncía el ceño como si no supiera lo que hacía aquí.

El cabello negro, alborotado.

Los ojos azul grisáceo, como un personaje de manga.

La estructura ósea de un dios griego, por el que cometerías cualquier crimen de guerra a cambio de pasar los dientes por su mandíbula como un animal.

Pero yo sabía que no era don Ensueño ni don Realidad.

Chase Black era el diablo. Mi diablo personal. Siempre vestido de negro, con un comentario cruel preparado en la punta de la lengua y unas intenciones tan impuras como su sonrisa. ¿Y yo? Me habían apodado Maddie la Mártir por una razón. No podría ser mala ni aunque mi vida dependiera de ello. Cosa que, por suerte, no era así.

—¿De verdad? Si pudiera conservar algo de mi infancia, sería el primer diente de leche que se me cayó. Mi perro se lo tragó. Oh, bueno —dijo Ethan con entusiasmo, y mi cabeza volvió a nuestra cita—. Por supuesto, siempre hay accidentes con perros. Como aquella vez en la que otro paciente, Dios, ya verás qué historia, entró en la clínica pediátrica en la que trabajaba por una erupción cutánea sospechosa…

—¿Ethan? —Me detuve a medio paso, incapaz de centrarme en otra tierna historieta. No es que no fueran fascinantes, pero tenía, literalmente, la desgracia en mi puerta, lista para hacer añicos toda mi vida.

—¿Sí, Maddie?

—Lo siento mucho, pero creo que tengo náuseas. —Técnicamente, no era mentira—. Me parece que ya es hora de irse a dormir.

—Oh, no. ¿Crees que ha sido el tere siga? —Ethan frunció el ceño y me lanzó una mirada de cachorrito que me rompió el corazón.

Gracias a Dios, estaba tan ocupado hablando sobre sus pacientes que no había reparado en el gigante que estaba en mi puerta.

—Claro que no. Me siento mal desde hace horas y creo que estoy a punto de vomitar. —Eché un vistazo a Chase por detrás de Ethan y tragué saliva.

—¿Seguro que estarás bien?

—Sí, por supuesto. —Le alisé la corbata de Scooby-Doo sobre el pecho, con una sonrisa.

—Me gusta la positividad. Hace del mundo un lugar mejor. —Se le iluminaron los ojos. Se inclinó para darme un beso en la frente. Tenía hoyuelos. Los hoyuelos eran geniales. Ethan también lo era. Entonces, ¿por qué estaba deseando despedirme de él? ¿Por qué solo pensaba en asesinar al inesperado invitado que aguardaba en la escalera con toda la calle como testigo?

Oh, cierto, porque cada fragmento de relación rota me hería profundamente. Porque Chase Black me había arruinado la vida.

Y volvería a hacerlo en un abrir y cerrar de ojos.

Solo tenía que despedirme de mi perfecto doctor Realidad, que casi me salva de una apoplejía.

Mientras recorría el resto del camino hacia el edificio, el corazón me latía contra el esternón como un pez fuera del agua, y fantaseaba sobre las diversas formas con las que saludaría a Chase. En todas ellas, me veía indiferente, doce centímetros más alta y con unos zapatos Louboutin a lo femme fatale, nada que ver con mis Babette verdes.

«Qué raro, no recuerdo haber dejado la basura en la puerta. Permítame acompañarlo al contenedor, señor Black».

«Oh, ¿quiere disculparse? ¿Podría especificar el motivo? ¿Es por lo del engaño, o por la humillación de cuando tuve que hacerme un análisis para detectar infecciones de trasmisión sexual, o simplemente por hacerme perder el tiempo?».

«¿Estás perdido, cariño? ¿Quieres que te acompañe al burdel que obviamente estás buscando?».

Huelga decir que Chase Black no sacó a la mártir que hay en mí.

Me detuve a tres pasos de él. Estaba a punto de estallar y me molestaba el aleteo de emoción que me recorría el pecho. Pensé en lo estúpida que había sido. Tan conveniente. Tan sumisa.

—Madison. —Chase levantó la barbilla y, examinándome, miró hacia abajo. Parecía más una orden que un saludo. Su ceño fruncido y condescendiente tampoco resultaba muy tentador.

—¿Qué haces aquí? —murmuré.

—¿Me dejas subir? —Se guardó el teléfono en el bolsillo delantero. Directo al grano. No había dicho «puedo», sino «me dejas». Nada de «¿cómo has estado?», ni «siento haberte aplastado el corazón hasta hacerlo polvo», o «¿cómo está Daisy, la aussiedoodle que te regalé por Navidad a pesar de que me dijiste por lo menos tres veces que eras alérgica a los perros, y a la que tus amigos ahora llaman ‘‘cabrona’’ por su tendencia a mearse en los zapatos de la gente?».

Me aferré a las solapas de la fina chaqueta de verano, furiosa conmigo misma por la forma en la que me temblaban los dedos.

—Mejor no. Si pretendes tirarte a todo Nueva York, estás en la dirección equivocada. Ya puedes tachar mi nombre.

El calor del verano emanaba del asfalto, y se enroscaba sobre mis pies como si fuera humo. La oscuridad de la noche no lo atemperaba. Manhattan era un lugar pegajoso, inflamado de sudor y hormonas. La calle bullía de parejas y grupos de turistas, revoltosos compañeros de trabajo y universitarios que no tramaban nada bueno. No quería montar un espectáculo público, pero tampoco me apetecía que entrase en mi apartamento. ¿Conoces la expresión «Si cualquiera puede tenerlo, no lo quiero?». Eso aplicaba a su cuerpo. Después de que rompiéramos, pasaron semanas hasta que conseguí librarme del olor tan especial de Chase Black, que se había impregnado en mis sábanas. Me seguía a todas partes, como un nubarrón negro cargado de lluvia. Aún sentía, cuando pensaba en él, la densa oleada de lágrimas esperando bajo mis párpados.

—Mira, sé que estás disgustada —dijo con cautela, como si estuviera negociando con un tejón melero.

Lo interrumpí vacilante, sorprendida por mi propia asertividad.

—¿Disgustada? Estoy disgustada porque se me ha roto la lavadora, porque mi perrita ha mordisqueado el poncho azul de croché que compré el invierno pasado y porque tengo que esperar hasta que empiece la próxima temporada de The Masked Singer.

Abrió la boca, sin duda para protestar, pero levanté la mano y la agité con mucho énfasis.

—Lo que me hiciste no me disgustó, Chase. Me hizo pedazos. Ya no me importa admitirlo porque lo he superado y he olvidado lo que se siente al estar debajo de ti. —Apenas tomé aliento antes de arrojar más fuego volcánico en su dirección—. No, no puedes subir. Lo que quieras decirme —Apunté al suelo—, dilo aquí.

Se pasó una mano por ese cabello tan negro y suave que me contraía el pecho, observándome como si fuera una bomba de relojería que tenía que desactivar. No sabría decir si estaba molesto, arrepentido o exasperado. Parecía una mezcla de todo. Nunca sabía lo que sentía, ni siquiera cuando estaba profundamente inmerso en mí. Me quedaba ahí tendida, mirándolo a los ojos, y me topaba con mi propio reflejo devolviéndome la mirada.

Me crucé de brazos preguntándome por el motivo de su visita. No sabía nada de él desde que habíamos roto seis meses atrás. Pero mi jefe, Sven, me había hablado de las mujeres que Chase había llevado a su ático después de nuestra ruptura. Mi jefe y Chase vivían en el mismo bloque, un edificio deslumbrante de Park Avenue. Aparentemente, Chase no había llorado mucho por las esquinas.

—Por favor. —Masticó las palabras como si fueran grava. Chase Black no estaba acostumbrado a pedir las cosas con amabilidad—. Es un tema bastante personal. Agradecería no tener como público a toda tu calle.

Busqué las llaves en mi bolsito mientras subía las escaleras con decisión. Él seguía en el primer escalón, y su mirada me quemaba la espalda. Era la primera vez que me observaba sin su característica frialdad, pero yo me había vuelto inmune al cambio por completo. Empujé la puerta de entrada del edificio e ignoré las súplicas. Qué extraño, pensaba que darle la patada de la misma forma en que él me la había dado me haría sentir mejor, pero, en ese preciso instante, mis sentimientos se arremolinaban entre el dolor, la ira y la confusión. El triunfo no se veía por ninguna parte y el regocijo se encontraba a kilómetros de allí. Estaba a punto de traspasar el umbral cuando sus palabras me detuvieron.

—¿Tanto miedo te da ofrecerme diez minutos de tu tiempo? —Sentí la sonrisa en su voz como una puñalada en la espalda. Me quedé helada. Ahora lo reconocía. Frío, calculador, despiadado—. Si ya me has superado y no tienes la tentación de estar debajo de mí nunca más, después de que diga lo que tengo que decir volverás a tu vida feliz y libre de Chase, ¿no?

¿Miedo? ¿Pensaba que tenía miedo? Si a estas alturas fuera más inmune a sus encantos, vomitaría al verlo.

Me di la vuelta con un golpe de cadera y una sonrisa cortés en los labios.

—Qué engreído, ¿no?

—Lo suficiente como para captar tu atención —dijo sin expresión alguna. No parecía un hombre que quisiera estar ahí.

«¿Qué hace aquí?».

—Te doy cinco minutos, y será mejor que te comportes. —Lo señalé con el bolso.

—En ese caso, atraviésame el corazón y quédate a ver cómo me muero. —Se llevó la mano al pecho de forma burlona.

—Al menos compartimos esperanzas.

Eso le hizo soltar una carcajada. Subí con premura hacia mi apartamento de la segunda planta sin molestarme en mirar si me seguía. Traté de adivinar las razones por las que estaba allí. Tal vez hubiera ido a rehabilitación debido a su terrible adicción al sexo. Solo salimos seis meses, pero, durante ese tiempo, resultó obvio que Chase no descansaba hasta que me ardía la espalda y no podía caminar bien al día siguiente. En aquel momento no me quejaba por ello, el sexo era una parte de nuestra relación que funcionaba muy bien, pero se trataba de un mujeriego insaciable.

Sí, concluí. Quizá fuera una parte de su proceso de recuperación en doce pasos. Hacer las paces con las personas a las que había herido. Se disculparía y se marcharía, y así lo zanjaríamos todo. Una experiencia liberadora. Eso haría que mi historia con Ethan fuera más perfecta todavía.

—Prácticamente oigo cómo le das vueltas a este asunto —se quejó Chase mientras subía las escaleras detrás de mí. Qué extraño, aquello no parecía en absoluto una disculpa. Era el mismo idiota de siempre.

—Prácticamente siento tus ojos en mi culo —dije con rotundidad.

—También podrías sentir otras partes de mí en él, si es lo que deseas.

«No lo apuñales con el cuchillo de la carne, Maddie. No se merece que vayas a prisión».

—¿Quién es el chico? —Bostezó de forma provocativa. Siempre pronunciaba las palabras con un tono diabólico. Lo decía todo de forma inexpresiva, con un toque de ironía, para recordarte que era mejor que tú.

—Emm, guau. —Negué con la cabeza, resoplando. Tenía cierto descaro al preguntarme por Ethan.

—¿M-Guau? ¿Es rapero? Si es así, necesita un cambio de imagen. Háblale del Black & Co. Club. Tenemos un descuento promocional del cincuenta por ciento en el servicio de estilista personal.

Le saqué el dedo sin girarme e ignoré su risa endiablada.

Nos detuvimos en la puerta. Layla vivía en el piso de enfrente, el casero lo había reconvertido en un estudio dividiendo la propiedad en dos. Layla fue la primera que se mudó a Nueva York tras nuestra graduación. Me dijo que el estudio que había frente al suyo estaba disponible porque la pareja que lo tenía iba a mudarse a Singapur, y que el casero prefería a un inquilino ordenado que pagara sin problemas, así que aproveché la oportunidad. Layla era maestra de preescolar por el día y niñera por las noches, para conseguir un extra. Me costaba imaginarla sin un niño en brazos o sin hacer recortes de letras y números para la clase del día siguiente. Layla pegaba una «palabra del día» en su puerta todas las mañanas. Era una forma magnífica de comunicarse conmigo, hasta cuando no teníamos tiempo para hablar. Con los años, me había acostumbrado a las «palabras del día» de Layla. Me hacían compañía; eran una especie de señal. Predicciones sobre cómo sería el día. Había olvidado leer la palabra de hoy porque llegaba tarde al trabajo.

Miré distraída, al tiempo que metía la llave en la cerradura.

Peligro

Exposición o responsabilidad de lesión, dolor, daño o pérdida.

Se me cayó el alma a los pies. La sensación me oprimió la base de la columna.

—No estás aquí para disculparte, ¿no? —susurré con la mirada todavía fija en la puerta.

—¿Disculparme? —Levantó el brazo y lo colocó sobre mi cabeza, acorralándome contra la puerta. Su cálido aliento se deslizó por mi nuca y me erizó el vello. «El efecto Chase»—. ¿Por qué diablos tendría que hacerlo?

Abrí la puerta y dejé que entrara en el apartamento. En mi dominio. En mi vida.

Era dolorosamente consciente de que, la última vez que había irrumpido en mi mundo, le había prendido fuego.

Capítulo dos

Maddie

2 de julio de 1999

Querida Maddie:

Hoy hemos metido las margaritas secas de la señora Hunnam en tus libros viejos. Has dicho que querías darles un entierro apropiado porque te sentías mal por ellas. Se me ha hecho un nudo en la garganta por tu empatía. Esa es la razón por la que me he dado la vuelta y he salido de la habitación. No por el polen. Por supuesto que no. Dios, ¡soy florista!

Dato curioso: las margaritas simbolizan la pureza, los nuevos comienzos.

Espero que continúes siendo compasiva y bondadosa. Y recuerda que cada día es un nuevo comienzo.

Con amor.

Por siempre tuya,

Mamá

Tiré los zapatos contra la pared. Daisy salió corriendo de su cama en el alféizar de la ventana junto a las flores y, meneando la cola, empezó a lamerme los dedos de los pies a modo de saludo. A decir verdad, no era su hábito más femenino, pero era uno de los menos destructivos.

—¿A qué debo el disgusto, señor Black? —Me quité la chaqueta amarilla.

—Tenemos un problema. —Chase le dio una palmadita a Daisy antes de adentrarse más en el estudio. Parecía injusto, casi retorcido, que hubiera desperdiciado tantas lágrimas y noches de insomnio para aceptar el hecho de que nunca volvería a estar en mi cocina, solo para… Bueno, tenerlo en la cocina de nuevo, como si fuera casualidad. Como si nada hubiera cambiado, pero eso no era verdad. Yo había cambiado.

Chase abrió el frigorífico y sacó una lata de Coca-Cola Light, mi Coca-Cola Light. A continuación, la abrió antes de apoyarse contra la encimera y tomar un sorbo.

Lo miré fijamente, preguntándome si sería él quien estuviera sufriendo una apoplejía. Por su parte, echaba un vistazo a su alrededor, a mi compacto y diminuto hogar. No me cabe duda de que estaba haciendo inventario de los cambios que había hecho desde la última vez que estuvo aquí. El nuevo papel de la pared de Anthropologie, las sábanas limpias y, aunque no era tan perceptible pero sí muy real, la nueva abolladura de mi corazón con la forma de su puño de hierro. Encendió las luces (solo tenía un interruptor para todo el apartamento) y soltó un suave silbido.

Bajo las imperdonables luces LED, me di cuenta de que iba despeinado y sin afeitar. Tenía los ojos inyectados en sangre y la camisa un poco arrugada. El corte de pelo de doscientos dólares necesitaba urgentemente un repaso. Su apariencia distaba mucho del apuesto e inmaculado libertino que presumía ser. Era como si el mundo por fin hubiera caído con todo su peso sobre aquellos gloriosos hombros.

—Parece que mi familia te ha cogido cariño —admitió con frialdad, como si fuera tan improbable como un unicornio heterosexual.

Caminé hacia él y le arrebaté la Coca-Cola Light. Tomé un sorbo y la coloqué en la encimera entre los dos.

—¿Y?

—Mi madre no deja de hablar del pan de plátano que le prometiste, mi hermana fantasea con ser tu mejor amiga desde que le tejiste aquel gorro, y mi padre jura y perjura que eres la mujer con la que todo hombre sueña.

—Yo también tengo a tu familia en alta estima —dije. Era cierto. Los Black no se parecían en nada al engendro que habían vomitado por error al mundo. Eran dulces, compasivos y acogedores. Siempre tenían una sonrisa en la cara y, por encima de todo, me ofrecían con frecuencia una copa de vino.

—Pero a mí no —añadió con una sonrisa hedonista que sugería que disfrutaba con mi desagrado. Como si hubiera alcanzado su objetivo. Como si hubiera desbloqueado un nivel de un videojuego.

—A ti no. —Asentí levemente con la cabeza—. Y, por ese motivo, la adulación no te llevará a ninguna parte.

—No pretendo ir a ningún sitio contigo —me aseguró mientras se le hinchaba el pecho por debajo de la camisa. Un fantasma de su aroma (masculino, amaderado y a aftershave) llegó a mis fosas nasales y me hizo temblar—. Al menos, no como piensas.

—Continúa, Chase. —Suspiré, mirando hacia abajo y moviendo los dedos de los pies. Quería que se marchara para meterme debajo del edredón y ver Supernatural. Lo único que podía salvar la noche era una buena dosis de Jensen Ackles combinada con cantidades desproporcionadas de chocolate y compras impulsivas por internet. Y también con vino. Mataría por una botella. Y, a ser posible, la víctima sería el hombre que tenía enfrente.

—Hay un problema —dijo.

Con él siempre lo había. Lo miré perpleja y esperé a que prosiguiera. Entonces hizo algo muy raro. Hizo… algo así como… ¿encogerse? Sí, Chase Black.

—Puede que haya olvidado mencionar que hemos roto —dijo con cautela, desviando la mirada hacia Daisy, que en ese momento estaba apoyada en la pata del sofá con una sonrisa perruna cargada de entusiasmo.

—Tú… ¿Qué? —Levanté la cabeza de golpe y apreté los dientes—. Han pasado seis meses. —Y tres días y veintiuna horas. Aunque no estaba contándolo, claro que no—. ¿Se puede saber por qué?

Se frotó los nudillos contra la barba mientras seguía observando a la desvergonzada cachorrita.

—Francamente, pensé que llegarías a la conclusión de que tu reacción había sido exagerada y volverías conmigo.

Si fuera un personaje de dibujos animados, ya tendría la mandíbula en el suelo y la lengua se me habría desenrollado como una alfombra roja hasta chocar contra la puerta; por donde luego habría tirado a Chase y habría dejado un agujero con la forma de su cuerpo.

Me apreté las cuencas de los ojos con los dedos mientras respiraba de forma entrecortada.

—Estás de broma. Dime que estás de broma.

—Mi sentido del humor supera esto con creces.

—Bueno, espero que tu sentido de la orientación sea igual de bueno, para que vuelvas con tu familia y les cuentes que hemos roto definitivamente. —Caminé con pasos firmes hacia la puerta, la abrí de un golpe y le hice señas para que se fuera con un movimiento de cabeza.

—Hay más. —Chase siguió apoyado contra la encimera, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión de indiferencia. Se me habían quedado grabadas algunas de sus posturas habituales y me las guardaba para los días lluviosos con el masajeador Magic Wand.

«Chase apoyando la cadera contra un objeto inanimado».

«Chase sujetando la parte superior del marco de la puerta con los bíceps y tríceps sobresaliéndole de la camiseta de manga corta».

«Chase con una mano metida en el bolsillo delantero mientras me desnudaba lentamente con una mirada sensual».

Básicamente, tenía un catálogo entero de posturas de mi ex que me ayudaban a llegar al orgasmo. Aunque debo admitir que eso alcanzaba un nivel de patetismo que necesitaba un nuevo nombre.

—Hace un par de semanas, quería contarles que habíamos terminado, pero mi padre llegó a mi apartamento con malas noticias.

—Vaya por Dios. ¿Se le ha averiado el superyate? —Me puse una mano sobre el pecho fingiendo preocupación. Ronan Black, el propietario de Black & Co., los grandes almacenes más concurridos de Manhattan, llevaba una vida de ensueño repleta de vacaciones, aviones privados y reuniones familiares por todo lo alto. Aun así, hablar mal de alguien que me había acogido en su casa me dejó un sabor de boca amargo.

—Tiene cáncer de próstata en estadio IV. Se le ha extendido a los huesos, los riñones y la sangre. No le habían hecho pruebas. Mi madre llevaba años rogándole que se las hiciera, pero supongo que no quería pasar por eso. No es necesario decir que es incurable. Le quedan tres meses de vida. —Se detuvo—. Como mucho.

Dio la noticia con rotundidad y una expresión hierática. Seguía observando a Daisy, que ahora estaba tumbada boca arriba en el sofá, con las patas abiertas a modo de ruego para que le rascasen la panza. Él se inclinó y le acarició la barriga distraído mientras esperaba a que asimilase la noticia. Sus palabras penetraron en mí como un veneno y se extendieron poco a poco de forma letal. Me había golpeado en lo más profundo, en esa bola de angustia que tenía en el vientre. La bola de mi madre. Sabía que Chase y su padre gozaban de una buena relación. También sabía que Chase era un hombre orgulloso y que nunca se vendría abajo, y menos delante de alguien que lo odiaba. Me fallaron las rodillas y el aire se me bloqueó en la garganta, negándose a llegar hasta los pulmones.

Resistí el impulso de cruzar el espacio que nos separaba y abrazarlo. Pensaría que lo estaba haciendo por lástima, y no lo compadecía. Estaba destrozada por él, sabía lo que era perder a un familiar; mi madre murió de cáncer de mama cuando yo tenía dieciséis años, después de batallar mucho contra la enfermedad. Sabía por experiencia que nunca era buen momento para despedir a un padre. Ver a un ser querido perdiendo esa guerra contra su propio cuerpo dolía tanto como arrancarte la piel a tiras.

—Lo siento mucho, Chase. —Al fin, las palabras salieron de mi boca de forma torpe y ligera. Me acordé de lo mucho que mi padre había odiado que le dijeran eso. «¿Y qué si lo sienten? Eso no hará que Iris se sienta mejor». Pensé en las cartas de mi madre. Normalmente, empezaba el día con una de sus cartas y una buena taza de café, pero esta mañana había leído dos. Había tenido el presentimiento de que iba a ser una jornada desafiante. No me equivocaba.

«Espero que todavía seas compasiva y bondadosa».

Me pregunté qué pensaría de mi apodo. Maddie la Mártir. Siempre dispuesta a salvar el día.

Chase arrastró la mirada desde Daisy hacia mí. Tenía una expresión terriblemente vacía.

—Gracias.

—Si hay algo que pueda hacer…

—La verdad es que sí. —Se enderezó enseguida y se sacudió el pelo de Daisy.

Incliné la cabeza a modo de pregunta.

—Mi familia se sumió en una crisis tras la noticia de la enfermedad de mi padre. A partir de ahí, Katie dejó de ir a trabajar, mi madre no se levantaba de la cama y mi padre iba y venía tratando de consolar a todo el mundo en vez de centrarse en sí mismo. Fue, a falta de mejores palabras, un espectáculo de mierda. Y el show continúa.

Sabía que Lori Black había luchado contra la depresión antes, no por Chase, sino por una entrevista que había concedido a Vogue hacía unos cuantos años. En ella, había hablado con franqueza sobre sus etapas más oscuras cuando promocionaba a la organización sin ánimo de lucro en la que trabajaba como voluntaria. Katie, la hermana de Chase, era la directora de marketing de Black & Co., y adicta a las compras. Aunque eso era menos entrañable y peculiar de lo que sonaba. Katie sufría fuertes ataques de ansiedad. Sus episodios consistían en comprar todo lo que pillase, con muchísimo descontrol, para olvidar el motivo de su ansiedad. Ese gasto instintivo la ayudaba a respirar un poco mejor, pero después se odiaba. Era como darse atracones de comida, solo que con ropa de firma. De hecho, así es como la diagnosticaron. Hace seis años, tuvo un brote cuando su novio la dejó: se gastó 250 000 dólares en menos de cuarenta y ocho horas, fundió tres tarjetas de crédito y Chase la encontró en su vestidor enterrada debajo de una montaña de cajas de zapatos y ropa, llorando sobre una botella de cava.

Supongo que Chase me leyó la mente, porque me miró con intensidad y dijo:

—Con el historial de mi madre, no era descabellado pensar que iba directa hacia una señora depresión. Cuando fui a ver a Katie, tenía la puerta bloqueada con paquetes de Amazon. Necesitaba un chivo expiatorio.

—Chase —dije con un gruñido. Me sentía como un pobre animal justo antes de que lo arrojaran al fuego. Su rostro era indescifrable y había medido a propósito el tono de voz.

—Tuve que pensar algo rápido, así que les anuncié mi propia noticia.

Agarró la lata que había entre nosotros y dio otro sorbo con los ojos puestos en mí. Silencio. El corazón me daba vueltas como si fuera un hámster en una rueda. Me hormigueaban las yemas de los dedos. El pánico me cerraba la garganta.

—Les dije que nos habíamos comprometido.

No respondí.

Al menos, no al principio.

Agarré la lata de Coca-Cola Light y la tiré contra la pared. Luego, me quedé observando la pintura vanguardista de color marrón efervescente que se había creado a partir de la salpicadura. ¿Quién haría algo así? Le había dicho a su familia que estaba comprometido con su exnovia. Y ahora estaba aquí, sin un ápice de arrepentimiento, siendo el mismo idiota de siempre y contándome todo esto sin pensarlo.

—Hijo de…

—La cosa se pone peor. —Levantó una mano y dirigió la mirada al asiento de la ventana, ocupado por macetas con flores de varios colores y la cama de Daisy—. Al final resultó que el anuncio de compromiso era justo lo que había recetado el médico. La familia es algo sagrado para los Black. Mi madre ha encontrado un motivo por el que emocionarse y ha dejado de pensar en la gran C de papá. Y resulta que tú y yo tenemos una fiesta de compromiso en los Hamptons este fin de semana.

—¿Una fiesta de compromiso? —repetí con un parpadeo. Estaba mareada. Como si el suelo se balanceara al ritmo de mi corazón. Chase asintió con sequedad.

—Naturalmente, debemos asistir.

—Lo único natural —dije muy lento aunque con la cabeza hecha un lío— es el hecho de que sigues delirando. Mi respuesta a tu tácita petición es no.

—¿No? —repitió. Otra palabra a la que no estaba acostumbrado.

—No —confirmé—. No te acompañaré a nuestra fiesta de compromiso falsa.

—¿Por qué? —preguntó. Estaba desconcertado de verdad. Me di cuenta de que Chase, a pesar de sus treinta y dos años de vida, estaba poco familiarizado con el rechazo. Era guapo, inteligente, tan asquerosamente rico que no podría gastarse todo su dinero ni aunque quisiera, y con un pedigrí de Manhattan envidiable. Sobre el papel, parecía demasiado bueno para ser cierto. En la realidad, era tan malo que dolía respirar a su lado.

—Porque no pienso celebrar un compromiso falso y engañar a decenas de personas. Y porque ayudarte no está en mi lista de cosas por hacer, o tal vez muy por debajo de arrancarme las pestañas una a una con un par de pinzas y pelearme con un Santa Claus borracho en el metro. —Seguía aferrándome a la puerta abierta, y temblaba. No dejaba de pensar en Ronan Black. En lo mal que debían de sentirse Katie y Lori. En la carta de mi madre diciéndome que siguiera siendo compasiva. Seguramente, no se refería a esto.

—Te despediré —dijo simplemente, sin pestañear.

—Te demandaré —repliqué con la misma indiferencia, aunque por dentro reinaba la histeria. Me encantaba mi trabajo. Además, él sabía muy bien que vivía al día y que no sobreviviría hasta el primer pago de desempleo, por muy pronto que llegase.

No me extraña que su apellido fuera Black. Tenía el corazón negro.

—¿Estás escasa de dinero, señorita Goldbloom? —preguntó con voz letal mientras levantaba una ceja.

—Ya sabes la respuesta —contesté entre dientes. Un apartamento en Manhattan, por muy pequeño que sea, cuesta una fortuna.

—Perfecto. Hazme este favor y te reembolsaré por tu tiempo y esfuerzo. —En un segundo, pasó de poli malo a poli bueno.

—Dinero manchado de sangre —dije.

Se encogió de hombros. Parecía aburrido por mis excentricidades.

—¿Sangre? No. Probablemente, unos cuantos arañazos.

—¿Estás ofreciéndome dinero a cambio de compañía? —Ignoré el tic de mi ojo—. Porque existe una palabra para eso: prostitución.

—No voy a pagarte para que te acuestes conmigo.

—No hace falta. Fui tan imbécil que ya lo hice gratis.

—No recibí ninguna queja entonces. Mira, Mad…

—Chase. —Imité su tono de advertencia. Me molestaba el apodo que me había puesto, no Maddie, ni Mads, simplemente Mad. Tampoco me gustaba porque, cada vez que lo oía, sentía mariposas en el estómago.

—Ambos sabemos que lo harás —explicó con la exasperación, apenas disimulada, de un adulto que le explica a un niño por qué hay que tomarse la medicina—. Ahórranos este breve tango. Es tarde, mañana tengo una reunión de la junta y estoy seguro de que te mueres por contar a tus amigas todos los detalles de tu cita con don Aburrido. 

—¿Ah sí? —pregunté a punto de prenderle fuego a través del poder de la repulsión. Ni siquiera reaccioné a su última pulla. No era más que Chase siendo Chase, y batiendo su propio récord Guinness al más imbécil.

—Sí, porque eres Maddie la Mártir, y esto es lo correcto. Eres desinteresada, respetuosa y compasiva. —Enumeró esos rasgos con naturalidad, como si no fueran algo positivo para él. Desvió la mirada desde mi rostro hasta la pared que había detrás de mí, en la que había clavado decenas de retales de delicadas telas. Gasa, seda y organza. Materiales de color blanco y crema de todo el mundo, junto con bocetos a lápiz de vestidos de novia. Negué con la cabeza, pues sabía lo que estaba pensando.

—Alto ahí, Casanova. Nunca me casaría contigo.

—Esas son buenas noticias.

—¿Sí? Porque creo que acabas de pedirme que sea tu prometida.

—Falsa prometida. No estoy pidiéndote la mano en matrimonio.

—¿Y qué estás pidiendo?

—La cortesía de no romperle el corazón a mi padre.

—Chase…

—Porque si no vienes, Mad, se quedará destrozado. —Se pasó una mano temblorosa por el pelo.

—Será una bola de nieve. —Negué con la cabeza. Me temblaban los dedos con fuerza.

—No bajo mi punto de vista. —Me sostuvo la mirada sin que se le moviera ni un músculo de la cara—. No quiero que vuelvas conmigo, Madison —dijo y, por alguna razón, las palabras me abrieron en canal y me desangraron. Siempre sospeché que Chase no me quería de verdad, ni siquiera cuando estábamos juntos. Yo era como una pelota antiestrés. Algo con lo que jugaba distraído mientras sus pensamientos estaban en otra parte. Recordé sentirme invisible cuando me miraba. La forma en que resoplaba al ver mis vestidos extravagantes. Las miradas de reojo que me lanzaba, que me hacían sentir menos atractiva que un mono de circo—. No quiero que mi padre deje este mundo con este caos. Mamá, Katie y yo. Es demasiado. Lo entiendes, ¿no?

«Mamá».

«Cama de hospital».

«Cartas dispersas».

«Mi corazón vacío y dolorido que nunca se recuperó de su pérdida».

Sentí que la resolución se desmoronaba poco a poco, hasta que al final la capa de hielo con la que me había cubierto cuando había dejado entrar a Chase en mi apartamento cayó con un sonido metálico, como un guerrero que se deshace de su armadura. Me recordó a la conversación que habíamos tenido meses atrás, cuando le dije que mi madre había muerto el mismo mes en que mi padre declaró en bancarrota su empresa, Iris’s Golden Blooms, y yo suspendí un semestre. Dejó el mundo preocupada por sus seres queridos. 

El hecho de que no se hubiera marchado en paz me atormentaba cada noche.

No importaba que hubiera terminado el instituto con matrícula de honor, ni tampoco que hubiera obtenido una beca para la universidad, ni que mi padre hubiera superado la crisis y nuestra floristería hubiera prosperado. Siempre sentí que Iris Goldbloom se había quedado en el limbo de ese periodo infernal de nuestras vidas, ignorando si saldríamos adelante.

Por mucho que odiara a Chase Black por lo que me había hecho, no quería darle una mala noticia a su familia con la cancelación de la fiesta de compromiso. Pero tampoco iba a jugar con sus reglas.

—¿Dónde piensa tu familia que he estado en estos últimos seis meses? ¿Acaso no les extrañó no verme contigo?

Chase se encogió de hombros, imperturbable.

—Dirijo una empresa con más dinero que algunos países. Les dije que nos veíamos por las noches.

—¿Y se lo creyeron?

Me dirigió una sonrisa siniestra. Por supuesto que sí. Chase poseía una capacidad asombrosa para repartir ansiedad, incluso con una novia a punto de casarse.

Gruñí.

—Vale. ¿Qué ocurrirá cuando rompamos?

—Déjame eso a mí.

—¿Seguro que lo has pensado bien? —Parecía un plan horrible. Material para una comedia romántica de tele por cable. Pero sabía que Chase era un chico serio. Asintió con la cabeza.

—Mi madre y mi hermana se sentirán decepcionadas, pero no se quedarán destrozadas. Papá quiere que sea feliz. Por otra parte, yo quiero que él sea feliz a cualquier precio.

No iba a discutirle ese argumento y, francamente, por mi parte, debía mostrarme comprensiva con la situación.

—Iré este fin de semana, pero la historia acaba ahí. —Levanté el dedo índice a modo de advertencia—. Un fin de semana, Chase. Luego puedes decirles que estoy ocupada. Y, pase lo que pase, este absurdo compromiso se mantendrá en secreto. No quiero que la noticia me muerda el culo, ni que se corra la voz en el trabajo. Hablando de trabajo, lo conservaré aunque cancelemos nuestro supuesto compromiso.

—Palabra de scout. —Pero solo levantó un dedo. En concreto, el corazón.

—Nunca has estado en los scouts. —Entrecerré los ojos.

—Ni a ti te han mordido el culo. En sentido figurado. No, espera. —Una lenta sonrisa le cruzó la cara—. Sí, sí te han mordido.

Señalé la puerta y, al recordar aquella vez en la que efectivamente me habían mordido el culo, sentí cómo el rubor me subía por el cuello y me ardía en la cara.

—Fuera.

Chase metió la mano en el bolsillo trasero. El temor me cerró la garganta como una bufanda apretada mientras sacaba una pequeña cajita de terciopelo de la joyería Black & Co. y me la tiraba a las manos.

—Te recogeré el viernes a las seis. Es imprescindible que lleves ropa de senderismo. La ropa discreta es opcional, pero lo agradecería muchísimo.

—Te odio —dije en voz baja. Las palabras me abrasaban la garganta mientras los dedos temblaban alrededor de la cajita de terciopelo con letras doradas. Lo odiaba, de verdad. Pero lo haría por Ronan, Lori y Katie, no por él. Eso hacía que mi decisión, de algún modo, fuera más llevadera.

Me sonrió con lástima.

—Eres una buena chica, Mad.

«Chica». Siempre tan condescendiente. Que le den.

Chase caminó hasta la puerta y se detuvo a unos centímetros de mí. Frunció el ceño al ver la lata de refresco tirada a mis pies.

—Tal vez quieras limpiar eso. —Hizo un gesto hacia la Coca-Cola esparcida por la pared. Levantó el brazo y me frotó la frente con el pulgar, justo donde Ethan me había besado, borrando su rastro de mi cuerpo—. Ser descuidada no es una buena cualidad, sobre todo para la prometida de Chase Black.

Capítulo tres

Maddie

10 de agosto de 2002

Querida Maddie:

Dato curioso: la flor del lirio de los valles tiene un significado bíblico. Brotó de los ojos de Eva cuando la exiliaron del jardín del Edén. Se considera una de las flores más bonitas y escurridizas de la naturaleza, ¡una de las favoritas de las novias!

Aunque su veneno es mortal.

No todas las cosas hermosas son buenas. Lamento que Ryan y tú hayáis roto. Si vale de algo, él nunca fue el indicado. Te lo mereces todo. No te conformes con menos.

Con amor (y algo de alivio),

Mamá

Llevo planeando mi boda desde los cinco años.

A mi padre le encantaba contar la historia de mi primer día en el colegio, cuando me vieron corriendo tras Jacob Kelly por un callejón sin salida y con un ramo de flores que había arrancado del jardín trasero, con raíces y barro incluidos, mientras le gritaba que volviera para casarse conmigo. Al final, después de muchos sobornos, me salí con la mía. Jacob parecía horrorizado mientras mis amigas, Layla y Tara, preparaban la ceremonia con diligencia. Se negó a besar a la novia (lo cual no me importó en absoluto) y pasó la luna de miel tirando piñas a las ardillas que corrían por la cerca del patio trasero, así como lamentándose porque no había más tarta de cereza de mi madre.

Jacob Kelly no fue el único. A mis once años, ya me había casado con Taylor Kirschner, Milo Lopez, Aston Giudice, Josh Payne y Luis Hough. Seguían viviendo en la ciudad en la que crecí, en Pensilvania, y aún me enviaban postales de Navidad para burlarse de mí por estar felizmente soltera.

No era por amor. Apenas habría tenido interés en los chicos de no haber sido por la morbosa curiosidad de saber qué los volvía tan obscenos, groseros y propensos a los chistes sobre pedos. Pero lo que me gustaba de verdad era la parte de la boda. Las mariposas en el estómago, la fiesta, los invitados, la tarta y las flores. Y, sobre todo, el vestido.

Los chicos con los que me casé de mentira me dieron una razón para ponerme el vestido blanco acampanado que mi prima Coraline me había regalado para su boda, donde fui la niña de las flores. Me lo puse durante cinco años consecutivos, hasta que tuve que dejarlo, porque ni siquiera a una preadolescente tan bajita como yo le quedaba bien.

Entonces, me obsesioné con los vestidos de novia. Era rabia más que obsesión. Les rogaba a mis padres que me llevaran a bodas. Incluso me colé en bodas de desconocidos en la iglesia de la zona solo para admirar los vestidos. Para empeorar mi obsesión, mi madre era florista y, a menudo, la acompañaba a entregar las flores de las bodas, que se celebraban en lugares increíblemente hermosos.

Yo era diseñadora de vestidos de novia por vocación, no por elección. El día de tu boda eres tu versión más hermosa e impecable. De hecho, se trata del único día en la vida en el que cualquier cosa que te pongas, sin importar lo caro, extravagante o lujoso que sea, está bien. La gente solía preguntarme si no me sentía limitada por diseñar un solo tipo de ropa. Sinceramente, ¿por qué había diseñadores que elegían crear ropa normal? Diseñar vestidos de boda era el equivalente profesional a comer postre todos los días para desayunar, almorzar y cenar. Era como recibir todos los regalos de Navidad juntos.

Tal vez por eso siempre era la última en salir del trabajo. En apagar las luces y despedirme con un beso de mi último boceto. Aunque no este viernes.

Esta vez tenía planes.

—Me voy. ¡Que paséis un buen fin de semana! —Me calcé los zapatos de tacón rosas y apagué la luz que iluminaba la mesa de dibujo de Croquis.

Esa esquina del estudio era mi pequeño refugio. Estaba diseñada para satisfacer mis necesidades. La mesa de dibujo tenía bandejas de papelería plateadas que llenaba de lápices, gomas con formas divertidas, sacapuntas, pinceles y carboncillo. Todas las semanas ponía un jarrón con flores frescas junto al escritorio. Era como tener a mi madre cerca, así me aseguraba de que me cuidaba.

Le di una palmadita a las flores del jarrón, una mezcla de lavanda y flores blancas, y las regué antes de marcharme de fin de semana.

—Sed buenas —les advertí, señalándolas con el dedo—. La señorita Magda cuidará de vosotras mientras no estoy. No me miréis así —dije—, volveré el lunes.

Quien haya dicho que las flores no tienen rostro, obviamente no las ha visto marchitarse. En general, me llevaría las flores a casa y las pondría en el alféizar de la ventana para que la gente las viera y para que les diera el sol junto a Daisy, pero este fin de semana me marcharía a los Hamptons a acompañar a Satán, y Daisy se quedaría en casa de Layla.

—Hablando de nuevo con las plantas. Qué bien. Muy cuerdo por mi parte. —Oí un murmullo desde el otro lado del estudio. Era Nina, mi compañera de trabajo. Nina tenía mi edad, pero era becaria. Sería la perfecta supermodelo. Esbelta como un cisne, con una nariz respingona y la textura de la piel de una muñeca Bratz. Lo único negativo que podía decir de ella era que me odiaba sin razón aparente, tal vez por mi forma de respirar. Por esa razón, me había apodado «bombona de oxígeno».

—Vete. —Agitó la mano con los ojos aún pegados en la pantalla—. Si tus plantas se mean les cambiaré el pañal. Siempre y cuando desaparezcas de mi vista.

Tomé el camino directo, me di la vuelta y me dirigí a los ascensores. Me crucé con Sven. Colocó una mano en su cintura, se inclinó hacia adelante y me dio un toquecito en la nariz. Mi jefe, que también era algo así como un amigo, tenía cuarenta y pocos años y vestía de negro de la cabeza a los pies. Su pelo era tan rubio que parecía blanco y sus ojos, tan claros que casi veías lo que había al otro lado. Siempre llevaba un poco de brillo y meneaba las caderas cuando caminaba a lo Sam Smith. Era el jefe de departamento de Croquis, una empresa de vestidos de novia asociada con Black & Co., y solo podía vender sus colecciones en las tiendas de esta última. Se encargaba de tomar las decisiones y asistir a reuniones con la junta ejecutiva. Cuando salí de la facultad de Bellas Artes, Sven me tomó bajo su protección y me ofreció unas prácticas que más tarde se convertirían en un trabajo a jornada completa. Cuatro años después, no me imaginaba trabajando con otra persona.

—¿Adónde vas? —Ladeó la cabeza.

Me coloqué el bolso en bandolera y seguí mi camino hacia los ascensores.

—A casa. ¿Adónde, si no?

—Lorde,* ayúdame. Gracias a Dios que diseñas mejor que mientes. —Se refería a la cantante, no al Todopoderoso. Las últimas sílabas las pronunció con acento sueco. Su acento extranjero salía a relucir sutilmente solo cuando estaba emocionado o borracho. Sven hizo la señal de la cruz mientras me seguía—. Nunca te marchas a tu hora. ¿Qué ocurre?

Abrí los ojos de par en par. ¿Chase había abierto la boca? Sven conocía a Chase, era habitual que asistieran a las mismas reuniones. No me extrañaría. No me sorprendería nada de él, excepto que iniciara una tercera guerra mundial. A Chase le asustaba el compromiso. Una guerra podría durar meses, incluso años. No tenía tanta resistencia como para superarlo.

Me detuve junto al vestíbulo de ascensores, apreté el botón y me metí dos chicles en la boca.

—No pasa nada. ¿Por qué lo preguntas?

Sven inclinó la cabeza hacia un lado, como si fuera a soltar el secreto si se me quedaba mirando durante el tiempo suficiente.

—¿Estás bien?

Dejé escapar una risa aguda. Sven y yo teníamos una buena relación, pero profesional. Me gustaba pensar que, si no fuera mi jefe, probablemente seríamos muy amigos. Pero entendíamos que por ahora había límites y, por tanto, no hablábamos de cualquier cosa.

—Mejor que nunca.

«Que alguien me saque de aquí».

El ascensor sonó. Sven se colocó en la puerta, bloqueándome la entrada.

—¿Es por… él?

Casi se me cae la mandíbula al suelo.

—Por mí puede arder en el infierno mil veces, y no me molestaría en escupirle por si se apaga el fuego —siseé—. No puedo creer que lo hayas mencionado.

Si me hubieran dado un centavo por cada vez que Sven me había pillado llorando por Chase en la zona de la cocina, en mi puesto, en la zona de descanso o en cualquier lugar de la oficina, no tendría que trabajar más. Ni aquí, ni en ningún sitio. Ni siquiera sabía por qué lloraba. Durante los seis meses que estuve saliendo con Chase, no vi mucho a su familia, y ni siquiera conocí a su primo hermano, ni a la mujer de este, con quienes tenía muy buena relación. Él no conoció a mi familia (solo a Layla y, por supuesto, a Sven). La miraras por donde la miraras, la relación no había sido seria.

—Qué palabras tan duras. ¿Qué ha hecho el pobre? Solo lleváis tres semanas. —Se dio toquecitos en los labios mientras fruncía el ceño—. ¿Cómo se llamaba? ¿Henry? ¿Eric? Recuerdo algo así como que era estadounidense de pura cepa y sano.

«Ethan». Claro que se refería a Ethan. Casi se me para el corazón. Crisis evitada. Las puertas del ascensor se cerraron, fruncí el ceño a Sven y volví a apretar el botón para llamarlo. Ya estaba bajando. «Maldita sea».

—La paciencia es una virtud.

—O una señal definitiva de que es de la otra acera. —Sven ajustó el cuello de mi blusa estampada azul—. Te lo digo por experiencia, nena. Tuve una novia en el instituto. Se llamaba Vera. Su virtud permaneció intacta hasta que se marchó a la universidad a Estados Unidos, donde seguramente se lio con un montón de chicos de alguna fraternidad para recuperar el tiempo perdido.

—Pobre Vera. —Me lamí el pulgar y le froté la comisura de los labios para limpiarle una mancha de café.

—Pobre de mí. —Sven me apartó el dedo con un manotazo—. Estaba tan preocupado tratando de ser el hombre que pensaba que mis padres querían que fuera que me perdí por completo los mejores años de promiscuidad. No dejes que eso te ocurra a ti, Maddie. Sé esa zorra que todos queremos ser.

—Estás proyectando tus frustraciones en mí. —Hice una mueca.

—Y tú estás perdiéndotelo —respondió, dándome un toque en el pecho—. Hace meses que rompiste con Chase. Ya es hora de pasar página y superarlo de verdad.

—Lo hice, es decir, lo he hecho. Lo tengo superado. —Apreté el botón del ascensor tres veces seguidas. Clic, clic, clic.

—Oh, mira, me ha llegado un mensaje de Layla. —Sven me puso el teléfono a la altura de la cara. Oh, olvidé mencionar que, ya que Sven y yo no podíamos ser muy amigos, mi mejor amiga se había convertido en su mejor amiga. Eso echó a perder el equilibrio entre mi vida personal y laboral, y mentiría si dijera que a veces no me molestaba. Como ahora—. Deja que te lo lea: «Dile a tu empleada que se dedique a disfrutar este fin de semana. Oblígala a divertirse. A cometer errores. A acostarse con el hombre de sus sueños».

—Yo no… —empecé, pero él negó con la cabeza, se dio la vuelta y se despidió con la mano mientras regresaba al estudio y se inclinaba sobre el hombro de Nina para echar un vistazo a lo que estaba haciendo. Las puertas del ascensor se abrieron. Entré mientras negaba con la cabeza.

—Por encima de mi cadáver.

Treinta minutos antes de la hora a la que supuestamente me recogería Chase, llamé a la puerta de Layla. Me abrió y se colocó un mechón de cabello verde esmeralda por detrás de la oreja mientras sostenía a un niño de cuatro años en pleno berrinche de gritos y patadas. Layla era una chica con curvas que se enorgullecía de tener hoyuelos solo en el culo. Además, su fondo de armario era envidiable, con vestidos bohochic, faldas vaporosas y suéteres de punto de hombros descubiertos. No parecía importarle que le fueran a explotar los tímpanos con los chillidos del niño. El sueldo debía de valer la pena.

—Pero ¡si es Maddie la Mártir! —dijo con cariño, dándome un apretón en el brazo. No me había cambiado la ropa del trabajo. Llevaba una blusa azul con un estampado de cerezas que hacía juego con una falda gris de tubo y unos zapatos de salón rosas—. ¿No deberías estar ya con tu exnovio?

—Solo he venido a dejarte las llaves.

Vale. Qué mentira tan descarada. Layla tenía unas de repuesto por si había una emergencia. Simplemente, necesitaba hablar con ella antes de marcharme.

—Gracias por cuidar de Daisy. En general, la saco tres veces al día, mínimo veinte minutos. Le gusta ir al parque Abingdon Square. Sobre todo para perseguir a una ardilla que se llama Frank y molestar a otros perros. Asegúrate de que no corra hacia la calle. Hay una taza de medir en su saco de comida, échale una por la mañana y otra por la noche. Sus vitaminas están junto al cajón de los utensilios, en la caja amarilla. No te molestes en cambiarle el agua mucho. De todas formas, bebe del inodoro. Oh, y no dejes nada en la encimera. Encontrará la forma de abrirlo y comérselo.

—Parece que hablas de mí después de una noche de juerga —dijo Layla con una sonrisa—. Frank, ¿eh? ¿La relación es seria?

—Por desgracia para él. —Hice una mueca. Reconocía a Frank por la calva que tenía entre los ojos. A Daisy le encantaba esa ardilla, así que le daba algo de comer cada vez que íbamos al parque—. Puede que también se mee en tus zapatos como protesta cuando se dé cuenta de que me he ido —añadí.

—Dios, es peor que un niño. Ese exnovio tuyo del «nos vemos el jueves que viene» se aseguró de que nunca lo olvidaras con este regalo de despedida.

Me encogí de hombros.

—Mejor eso que la C-L-A-M-I-D-I-A.

—Sé cómo se escribe. —El niño sacó la lengua y ambas lo miramos con incredulidad.

—Gracias, te debo una —dije.

—No hay de qué.

El niño que tenía en brazos ahora le tiraba del pelo y gritaba el nombre de su madre.

—Control de tierra llamando a Maddie la Mártir, ¿estás ahí? Te he preguntado si Sven te ha leído mi mensaje —dijo Layla, ignorando el terremoto en sus brazos. Odiaba ese apodo, aunque me lo había ganado por no negarme a nada de lo que me pedía la gente. Prueba A: asistir a mi propia fiesta de compromiso falsa en los Hamptons este fin de semana.

—Sí. —Ofrecí una sonrisa alegre—. Lo siento, estaba pensando en otra cosa. Sí, me lo ha leído. Estás loca.

—Y tú parece que estás en el corredor de la muerte.

—Así me siento yo también.

—Lo lamento, cariño. Sé lo horrible que es que un multimillonario guapo y educado te invite a pasar un fin de semana en los Hamptons después de deslizarte un anillo de compromiso de cuatrocientos cincuenta mil pavos en el dedo. Pero sobrevivirás.

Que conste que yo no había investigado lo que costaba el anillo. Fue Layla, tras pimplarse una botella de vino (vale, un Capri Sun con alcohol), quien lo hizo, justo después de que Chase abandonara mi apartamento. La convoqué a una reunión urgente durante la cual navegó por la página web de la joyería Black & Co. y vio que se trataba de un anillo de edición limitada que ya no estaba a la venta.

—Sabes lo que eso significa. —Movió las cejas mientras vertía un chupito de vodka en una taza y echaba el Capri Sun en ella. Hice oídos sordos.

—Sí, quiere asegurarse de que su familia se cree lo del compromiso. Eso es todo.

Ahora seguía tratando de apagar su optimismo con una buena dosis de realidad.

—En serio, prefiero verlo como un secuestro por parte de un arrogante, mentiroso e infiel cab… —Miré al niño, que se había quedado en completo silencio, con los ojos muy abiertos, esperando a que terminara la frase. Me aclaré la garganta—. Caballo.

—Ha dicho una palabrota. —Me señaló con un dedo regordete.

—No, no. He dicho «caballo» —protesté. Estaba discutiendo con un niño de cuatro años. A Ethan le habría dado un infarto en el acto si se hubiera enterado.

—Oh. —El niño sacó el labio inferior a modo de reflexión—. Me encantan los caballos.

—Aparentemente, no nos gusta este, Timothy. —Layla le dio unos toquecitos en la cabeza. Cerró la puerta un poco—. ¿Me prometes una cosa?

—¿Tengo que hacerlo? —Me enfurruñé. Iba a pedirme que fuera positiva y optimista.

—Trata de aprovecharlo al máximo. En vez de pensar en la persona con la que vas a pasar el tiempo, piensa en cómo vas a pasar el tiempo. En la propiedad de ciento cincuenta millones de dólares en la que te vas a alojar en Billionaires’ Row, comiendo especialidades de la costa y bebiendo vino que cuesta más que tu alquiler. Llévate el libro de bocetos. Tómate un respiro de la vida de ciudad. Haz que este viaje sea cojonudo. 

—¡Palabrota! —Timothy volvió a reaccionar.

—He dicho «corajudo». Seguro que te gusta ser valiente.

—Oh, sí, claro.