9,49 €
Alma relata en su diario personal, las vivencias cotidianas de Ellen, en quien vive su esencia corpórea. La intensidad es tan desgarradora como el amor profundo y sólido con que enfrentan día a día la convivencia una madre, diagnosticada de Alzheimer antes de los 60 años y su hija quien a su lado entra y sale de uno y otro huracán al mismo tiempo en que intenta algo de estabilidad. El mal mental y el desencuentro, más que el encuentro de dos mujeres unidas por el lazo más genuino e incorruptible, aunque a veces el cielo parece ponerlas a prueba de maneras jamás imaginadas. Todas las emociones del ser humano están plasmadas por la autora cuando dibuja cada día a día, un día más. Una historia profunda de amor, dolor, aprendizaje, resignación y lucha.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 260
Veröffentlichungsjahr: 2023
LAURA MARQUEZ
Marquez, LauraEl diario de Alma / Laura Marquez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4373-8
1. Autobiografías. I. Título.CDD 808.883
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción
Realidad
Rutina
Apoyo
Bailemos
Soledad
Es
Hoy
Recreo
Fiesta
Conmigo
Indicios
Consulta
Miedo
Ayuda
Magia
Ficción
Alegría
Juegos
Vacaciones
Nueva realidad
Interminable
Perseverancia
Signos
Deserción
Navidad
Sentimientos
Más ayuda
Arte
Refuerzo
Tres
Valor
Luz
Dogma
Acción
Claridad
Concurso
Herramientas
Juntos
Ausencia
Grupo ALMA
Demanda
Resignación
Nada
Nubes
Dolor
Señales
Abandono
Redes
Final
¿Cómo estás?
Definitivo
Continuar
Franqueza
Irrepetible
Insomnio
Distorsiones
Ángel
Renacer
Música
Paz
Altibajos
Carta para Alma
A Leonardo
A Carlos
Mis dos estrellas…
A mi eternamente hermosa madre
Hay dos miradas: La Mirada del cuerpo puede
olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.
ALEJANDRO DUMAS
Mi nombre es Alma.
Tengo una gemela, Ellen. Durante muchísimos años fuimos, casi de modo perfecto, solo una. A pesar de los avatares de la vida, aun en los momentos difíciles… en los tristes, en los felices, en las angustias, en la paz y en la locura.
Yo soy transparente, frágil, sensible, silenciosa y complaciente. Busco sin descanso la paz, la luz, la perfección. El amor. Y quienes la conocen dicen que ella es visceral, exagerada, malhumorada, extrovertida, práctica y por demás bondadosa. Gritona, improvisada… soñadora y fantasiosa. Le gusta cantar y actuar, y al hacerlo se entrega sin condiciones, y me incluye. Encuentra un lugar para ambas en la magia del escenario.
Un profesional alguna vez dijo que tendía a mostrar signos propios de una persona depresiva.
Alguien del pasado que dejó archivado, la hirió demasiado al catalogarla como una nena mimada por el éxito, no por su suerte sino por sus caprichos manifiestos cuando no logra su objetivo. O peor, cuando no consigue la perfección. Y yo, que la conozco bien, creo que en definitiva es ella y su corazón, latiendo al compás de los días.
Ella es la extrovertida, la protagonista, la que se lleva los aplausos y soporta las críticas. Yo soy, apenas, la invisible. Literalmente.
En mi ser etéreo se expresa el impulso, en el suyo, el movimiento. Pasa de un sitio a otro suavemente a veces, y de modo acelerado otras. Pero la mayor parte de su vigilia la atraviesa con una marcha atolondrada y desenfrenada. Ahí estoy yo, otra vez, intentando detener su paso alocado. Cuando puedo, lo consigo. Cuando me lo permite, también.
Yo propongo, ella dispone. Yo vuelo por los cielos, ella se esfuerza por fijar los pies sobre tierra firme.
Ellen tuvo una infancia maravillosa, inundada de árboles frutales que rodeaban una humilde casilla de madera, en una ciudad tranquila y húmeda. Por dentro olía a guiso de papas de abuela y kerosene de la única estufa, y al cruzar el umbral, en primavera, se percibía un exquisito aroma a tilo, que traía la brisa procedente de los cuantiosos árboles que colmaban las plazas citadinas, salpicadas en un laberinto de diagonales, planeadas geográficamente con astucia y buen gusto. Cruzando la puerta hacia el fondo, el perfume de las naranjas y los limoneros envolvían a quienquiera los cinco sentidos, invitando a bailar, entre el ciruelo y la higuera.
Al final, el paraíso: las maderas y los pegamentos de la carpintería del padre de Ellen teñían el aire de artificiales olores que ocultaban el de la natural arboleda. La misma esencia quedaba en su cabello y la podía sentir cuando la alzaba por la noche, después de un largo día de trabajo.
Una vez, regresando del jardín de infantes, descubrimos la inherencia de ambas, y a partir de entonces pasábamos horas inventando juegos, incluyendo al pobre gato que padecía la injusticia de ser el niño, y ella su mamá inexperta. Desde entonces comprendí que debía observarla y enseñarle a distinguir entre la picardía y la crueldad, entre aquello que los seres humanos dicen que está bien y eso que los papás dicen que no lo está. Cuestiones en las que yo también me estaba formando.
Crecimos entre toboganes y calesitas, hamacas y sube-y-baja de mil colores, montados por los propios Reyes Magos en el transcurrir de los años de la inocencia. Ellen había visto con sus propios ojos a uno de ellos trabajar toda una noche en el patio de su casa, y que se parecía a su papá.
Cada miércoles la visita de la abuela era una fiesta, y un suplicio. Venía con el fin de ayudar en los quehaceres y entretener a los tres chiflados, como ella les decía, refiriéndose a Ellen y sus dos hermanos más chicos. Pero la alegría tenía un límite: cerca de las ocho de la noche, cuando había que comer el guiso de papas. La carne escasa se agotaba pronto, mientras los trozos del tubérculo cortado en cubos se paseaban de plato en plato hasta acabar en el del más pequeño de los hermanos, cuyo paupérrimo diccionario no alcanzaba para delatar a los otros dos.
Sofía, la mamá de ellos, era para entonces una muchachita joven, hermosa, que bien se las arreglaba para llevar a cabo los quehaceres domésticos, administrar el exiguo dinero que ingresaba al hogar, lavar pañales, ropa blanca y vestidos, a mano. Pintar la casa, y soñar. La vida elegida la había convertido muy pronto en madre de tres hijos, a los veinticinco años de edad. Al finalizar sus estudios primarios, en el seno de un hogar tan humilde como complicado, su única misión era aguardar al príncipe azul que la rescatara y la llevara a un castillo donde la vida sería mucho mejor que la de su niñez. Y apenas salió de la iglesia, con su pulcro vestido blanco, descubrió que esas historias están reservadas a los cuentos, muy lejanos a la realidad. Así y todo, aceptaba sin quejas sus obligaciones, aunque sin demasiado entusiasmo. Era lógico, teniendo en cuenta que por entonces estaba recorriendo los inicios de su plena juventud.
Cuando Ellen llegó a la adolescencia, las maderas de las paredes habían sido reemplazadas por ladrillos, y la situación económica de la familia había mejorado. Sin embargo, la relación madre-hija se había vuelto algo compleja. Físicamente parecían hermanas, aunque la personalidad de una era totalmente opuesta a la de la otra. Los conflictos eran una presencia permanente. Y yo… ¿qué decir?… también estaba transitando mi enigmático camino de la pubertad. Y me quedaba paralizada frente a las batallas, tomando partido por la madre y la hija al mismo tiempo. Y con frecuencia, por ninguna de las dos.
Más adelante comencé a intervenir, evaluando las posiciones de ambas y deslizando mi punto de vista. Poco a poco me introduje con mis opiniones. Tenía voz, pero no voto.
No fue sino hasta el regreso de su viaje de egresados que Ellen agotó la paciencia de su madre, cuya furia se plasmó en el rostro de aquella, con un estridente cachetazo. Ese día tuvimos una larguísima charla, donde dejé bien clara mi existencia, elaboré un sermón acerca de respetar y hacerse respetar, y exigí con vehemencia que pusiera punto final a su inmadurez.
Los años que siguieron pertenecen a un pasado que ambas quisimos enterrar, donde prevalecía el apuro por vivir y la despreocupación por equivocarse. Nunca era adecuado el momento de alegar un te lo dije. Pero todas esas decisiones desatinadas y sus desenlaces consiguieron ceñir los lazos entre Ellen y Sofía. Y también entre Ellen y yo.
Intentando cernir lo positivo de cada pasaje trascendental de su vida, estuve allí enjugando sus lágrimas, empujando, celebrando sus logros, grabando a fuego sus errores, moldeando la imperiosa necesidad de perdonar. Y de ser perdonada.
Por fin, volvimos a sincronizarnos. Estar completa y desamparadamente solas fue el suceso más productivo para nuestra evolución. Podíamos escucharnos y comunicarnos, sin herirnos. Nos hicimos cómplices, disfrutamos el bullicio y el silencio, por igual. Nos ayudamos a elegir, aprendimos a seleccionar. Crecimos.
Hasta que llegó el amor y fue un renacer majestuoso de deseos, de ideas y proyectos. De avivar voluntades que parecían dormidas. La muerte de su padre y su abuela hubieran provocado un duelo interminable y pernicioso, de no mediar la frescura de la pasión y la magia del encuentro con quien es hoy su esposo.
Siguieron años de bonanza: la llegada de sobrinos, de personas bellas, nuevos planes, nueva casa y la invaluable experiencia de compartir.
Una calurosa mañana de noviembre, su deseo tan añorado se hizo realidad: se convirtió en mamá. Tras largo, sinuoso y escarpado camino que quedó olvidado, su vida cambió por completo cuando sostuvo a su hijo por primera vez entre sus brazos. Ese día pudo entender completamente a Sofía.
Años más tarde, el regreso a la casa de su juventud por antojos del destino, desenterró los recuerdos tan preciados de sus padres, de su dormitorio de soltera, embellecidos con los viejos aromas del limonero nuevo, el pegamento y la madera del carpintero que ya se había ido.
Nada era rutina: el paso de los años de manera extraordinaria conseguía resurgir las alegrías, las aventuras, el amor. Así fue durante largas y apacibles primaveras.
Pero últimamente he notado una grieta pequeña abrirse paso entre las dos. Por primera vez en nuestra vida, tenemos puntos de vista diferentes… Yo no entiendo de estas cosas terrenales: diría que por momentos son celos, y por otros, incertidumbre, desconsuelo. A veces resulta entretenido, sin embargo –en particular en los últimos años– ha dejado de serlo: hemos perdido esa bendita comunión, esa complicidad, esa confianza y hasta ese sentido del humor que nos mantenía en exacto equilibrio.
Conforme los silencios se hicieron frecuentes, veo a Ellen cuestionarse y cuestionarme hasta las sutilezas de la simplicidad de lo cotidiano. Cuestiones que comenzaron a ser cada vez menos simples, y por consiguiente, menos sutiles.
Muy a pesar de mi serenidad, de la incansable ecuanimidad en mis palabras, descubría con pena la distancia de nuestras miradas y el color de nuestras voces, que cambiaba cada día… No quería, necesitaba no ahogarme y me encontré escribiendo este diario, con la esperanza de que mi propia voz me ayudara a comprenderla, a acompañarla, y me llevara de regreso a los tiempos de luz.
Se sentó en el sofá, cerca de la mesa de madera y vidrio, el sitio favorito de ella en el departamento. La observé titubeante al intentar llamar al médico. Los sonidos de la calle entremezclados a través de las cortinas blancas del ventanal que lleva al balcón, ofrecían la excusa perfecta para postergar lo inevitable.
Eran casi las seis de la tarde, el sol iluminaba la fotografía sobre el modular, la de sus padres en la celebración de sus bodas de plata, junto a la abuela Rosa y la bisabuela Leonor.
Hace unos días habíamos dejado unos cuantos estudios en el consultorio. Ellen los había espiado, tratando de comprender qué significaban esos informes, yo le pedía a gritos que no lo hiciera. No hubo forma de detenerla. (De todos modos, su cara de desconcierto al verlos era como la de quien lee un periódico escrito en chino mandarín, siendo un simple y mortal latino).
Se levantó, dio diez pasos, del baño al comedor, y de ahí a la cocina, bañándose con la luz del atardecer. De pronto, de la iglesia cercana provenían seis campanadas recordándole que acabaría la hora de atención telefónica del médico. Había que hacerlo, y ya.
Buscó en la agenda del móvil, revisó los números, acercó el dedo índice a la pantalla y en el último segundo lo desvió hacia el botón lateral. La imagen brillante al fin se apagó, quedó oscura y sentí que su corazón latía fuerte. Los latidos se mezclaban con decenas de voces… quise hablarle, pero ella, sumida en su desasosiego, no escuchaba. Sus ojos estaban tristes.
El día anterior me había confesado, entre lágrimas, que nada de aquello que pudiera decirle el doctor podría sorprenderla.
—Ella misma me lo dijo hace dos años, y yo enloquecí —me contó—. Le dije que a todos nos pasan las mismas cosas, que no se preocupara, que no le diera importancia. Qué tonta fui…
Y cuando dijo esto recordé las tantas veces en las que le sugerí que escuchara a Sofía, la observara… la acompañara. Y también vino a mi memoria su negativa constante, junto con la actitud despreocupada hacia su madre, subestimando sus emociones. Y su acusación cruel hacia mí, incriminándome por ser portadora de malos presagios.
Al fin, luego de varios episodios que no terminaban de convencer a su razón, se había subido a una corrida frenética de consultas a diferentes profesionales de la medicina: clínicos, psiquiatras, neurólogos, traumatólogos, gerontólogos… llevaba casi una veintena de visitas a hombres y mujeres con un papel enmarcado colgado de la pared y de quienes no pude precisar una definición certera… ¿Improvisados?... ¿Inexpertos?... Desinteresados… Insensibles… Arrogantes… Desprevenidos... Inescrupulosos… Lo cierto es que nos hicieron malgastar algo más de dos preciados y fundamentales años en pos de diagnósticos probables o posibles, jamás tratados en serio. Fue necesario hacer un enorme esfuerzo económico para dar con un comprometido e idóneo médico, ese que estaba ahora detrás de la línea telefónica.
Y mientras yo recordaba los hechos, Ellen agregó: «Hice lo mismo con mi papá, ¿te acordás?»
¿Cómo no recordarlo?... ¡Ah, Ellen! -pensé- ¡te acompañé durante los tres meses de la enfermedad de tu padre, y cuando murió me apartaste totalmente! Por entonces y durante algún tiempo me ignoró, y fue la única vez que nos separamos. Sonreía, pero yo no estaba ahí. Ahora, en medio de todo el tsunami de historias vividas, no era el momento de reproches, había pasado ya mucho tiempo desde aquello y ya nos habíamos recuperado.
Una repentina ventisca trajo consigo el aroma de las naranjas silvestres del árbol en la vereda del edificio. Fue como si el viento me ofreciera su complicidad mediante el perfume de su niñez, para invitarla a enfrentar lo que fuera que debiera ser.
—Todo estará bien. Tranquila. Vamos. Ya es hora —susurré.
Entonces encendió otra vez el móvil, y presionó el botón verde. Casi no podía escuchar el sonido del tono, llamando, debido a que su corazón latía tan fuerte que parecía los tambores en las películas de terror antiguas y bizarras.
Alguien debe haber respondido a la llamada, porque ella solicitó de inmediato hablar con el profesional. Su voz sonaba nerviosa, seca, apagada. Y aguardó.
Durante los dos minutos que duró la espera, recorrió con los ojos cerrados innumerables pasajes de su vida. Los recuerdos se presentaban como imágenes en diapositivas, como oraciones sueltas, como versiones animadas de hechos del pasado, como si se tratara de un compendio de sucesos. Tal vez el bálsamo del naranjo despertó el deseo de que todo volviera a ser como cuando era chica: más fácil. Hizo que yo sintiera miedo, en su resistencia a escuchar lo que ya sabía y que tanto temía. Observaba cómo cambiaba la posición de la comisura de sus labios mientras sus pómulos se volvían blancos y su sien se llenaba de gotas de sudor. Por un instante creí que se desmayaría. Pero se mantuvo en pie, y fue entonces cuando aproveché para hacerle saber que yo estaba ahí.
Tomó aire, y al otro lado del teléfono, la voz de un hombre amable y formal detuvo el atolondrado brote de pensamientos, dando comienzo a una conversación que probablemente jamás olvidará.
—Que tal, doctor. Soy Ellen, la hija de Sofía.
—Ah, sí. ¿Cómo le va? Mire, las prácticas arrojan resultados que eran de esperar —dijo el médico, contundente—. El test neurocognitivo refleja una situación muy por debajo de lo que se ve a simple vista. Su madre es una mujer biológicamente joven, pero según estas evaluaciones está en una etapa similar a la de una persona de ochenta años. Yo recomiendo una entrevista urgente con un neurólogo o un psiquiatra.
Las consultas telefónicas ya eran bastante frías y a eso se le sumaba el hecho ineludible de la brevedad. El médico otorgaba estos momentos mientras atendía a un paciente, por lo que existía un acuerdo tácito entre todos, virtuales y presenciales, de ser breves los unos y comprensivos, los otros.
Quizá por eso ella solo asentía, apurada por engullir cada palabra del diagnóstico, al tiempo que yo intentaba organizar sus ideas para que hiciera las preguntas adecuadas.
Él dio otras indicaciones, ella aceptaba, y yo no logré descifrar nada más.
—¿Podría usted indicarme qué tiene, doctor? —preguntó tan pronto como hubo una pausa, sin dudar, y parecía muy dispuesta a oír lo que con certeza ya conocía.
—Ehh… —el médico se demoró un instante, el preciso, tal vez, en el que recordó que hablaba con un ser humano acerca de un ser querido, así y todo, disparó— lo que su madre tiene es una especie de demencia de tipo Alzheimer.
El planeta entero se detuvo, y el sol y la luna se precipitaron sobre la habitación. Fue como si un tipo, totalmente desconocido, hubiera aparecido de pronto, sin llamar, tomando todo a su alrededor sin pedir permiso.
No recuerdo cómo finalizó aquella conversación, estoy segura de que le agradeció con su habitual cortesía, conteniendo los gritos desesperados y dejando escapar sus lágrimas, probablemente con su voz entrecortada. Apagó su teléfono, y echó a llorar sin consuelo.
Destrozó adornos, pateó sillas y molió a golpes de puño un par de almohadones. Se dejó caer sobre el sillón beige del living, apretó los puños y gritó, con todas sus fuerzas, cinco veces:
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?
Maldijo. Y sin quitarse ropas ni calzado, corrió al dormitorio para zambullirse a la cama. Y continuó llorando.
Me rompí en mil pedazos. No podía armarme, no supe… y la dejé sola, otra vez.
Esos, mis pedazos, caían a un vacío de miles de metros de profundidad. Chocaban entre sí, explotaban de golpe para volver a romperse, cual cristales pulverizados, se dispersaban en todas direcciones y seguían cayendo. Todo era oscuro, no había siquiera a lo lejos una pequeña luz. Absoluta, triste, negra, sombría, dolorosa y silenciosa oscuridad.
No pude siquiera sentir su cuerpo, y caí en definitiva, en un coma profundo…
…Hoy,
fue un día muy triste.
Al día siguiente de aquel martes, cuando desperté, Ellen me tenía en brazos y yo podía escuchar todo lo que pensaba. Alrededor había cuadernos, ropa desordenada en el piso, su computadora encendida sobre la mesa repleta de papeles y lápices, una taza de café a medias y un paquete de galletitas abierto.
Estaba feliz: eso me había devuelto a la vida. Estudiaba en internet unos artículos de diferentes partes del mundo, algunos en inglés. Había comprado unos libros, se había propuesto con obstinada firmeza comenzar una dieta y en simultáneo hablaba sin parar, llenándome de consejos y recomendaciones, haciendo mil promesas. Y juró, por todos sus ángeles, ayudarme para que no me perdiera otra vez. Sus palabras sonaron sinceras y reconfortantes.
Se decía a sí misma que no había en el mundo mal alguno capaz de derrotarla, y que encontraría el camino correcto, ese del que tanto hablan los cuentos de hadas y exhiben las películas con final feliz: «por siempre y para siempre». Envuelta toda ella en aparente optimismo y seguridad, se había erguido ante los miedos y las previsiones, dispuesta a enfrentar al ejército de tempestades, en otras palabras, al universo desconocido. Parecía dispuesta a resistir, colmando de poder a su esperanza.
No obstante ello, su papel era solo el de una actriz secundaria: yo llevaba el rol protagónico.
—Necesito que estés ciento por ciento en esto. No soy nada sin vos —me dijo textualmente. Cerró los ojos, se llevó la mano derecha al pecho, y como en un melodrama, suspiró.
Tuve miedo. Esa Ellen exaltada y repleta de ilusiones artificiales no se parecía en nada a la verdadera. Me pregunté cuánto le duraría la euforia. La conozco bien: cuanto más alto llegue, su caída podía ser colosal.
Dejé deslizar unas palabras, aplicando al extremo la sutileza: que lo tomara con calma, que respirara y observara con detenimiento cada texto, cada sitio en internet. Obviamente fue por demás inútil. No escuchaba.
Mientras manejaba hacia la casa de su madre, reía y cantaba, organizaba en su mente la agenda semanal, neutralizando por completo cualquier intento por llegar a ella. Hasta se enojó un poco cuando le recordé que su hijo jugaba esa tarde al básquet.
—Todo no se puede —dijo ofuscada, ya que había decidido no ir esta vez.
Habíamos llegado. Detuvo la marcha del vehículo, se habían terminado las canciones y las risas con mi desubicado comentario. Quise enmendar mi descuido al utilizar un tono con cierto dejo de reproche y le dije que tenía razón, que no es posible estar en dos sitios al mismo tiempo. Hablamos de palabras como prioridad, pero su actitud me dejó algo preocupada. Como resultado, bajó de mala gana del coche, eliminando por completo la conversación sostenida y el malhumor, para reinventarse frente a la puerta de madera. A ambos lados, las ventanas se erguían sobre los canteros de pequeños arbustos verdes, muy prolijos y cuidados.
Tocó a la puerta, y no recuerdo bien, pero creo que hasta abrió sus brazos con la esperanza de sorprender a su mamá. Montó en su imaginación toda una escena donde ambas se abrazaban riendo y contándose los detalles de su hermoso día, compartiendo un mate y masitas dulces, esas, sus preferidas, que con certeza la esperaban en el centro de la mesa.
Cuando hubieron pasado cuarenta segundos, puso en pausa sus fantasías y volvió a llamar. Y al momento en que la puerta se abrió, con su mejor sonrisa expresó:
—¡Hola, mi princesita Sofía!
La exaltación y la alegría se fundieron en un mar interminable de lágrimas, angustias y desconciertos. Sofía llevaba horas conviviendo con Soledad, quien estaba haciendo estragos al contarle cuentos fantasiosos, inventando historias macabras de ladrones imaginarios y conspiradores invisibles. Yo quise zambullirme a abrazarla, pero Ellen me detuvo con una inusual (hasta ese momento) ira, que dejó crecer por rechazarme y por intentar discutir con su razón. Me aparté, sus palabras se habían convertido en hojarasca. Se diluyeron las promesas y los juramentos... ¡Qué bien le hubieran sentado sus propios consejos y recomendaciones! Yo podía gritar hasta desprenderme de ella, pero en ese estado ella no reaccionaría, jamás.
Sofía juraba que había dejado unas frutillas en la heladera que ya no estaban.
—¿Eso es todo, mami? ¿Estás segura de que las compraste?
—¡Yo no estoy loca! —contestó desquiciada.
—Nadie dijo que estás loca, ma. ¡Pará un poco! Tampoco es para ponerte así, ¿eh? Vine a verte, a tomar unos mates, contenta y ¿me recibís así?
—Yo no te… —hizo una pausa, buscando la palabra que no encontró, por lo que la reemplazó— dije.
—Ok. —Tomó la llave del auto, la saludó de mala gana, y así nomás, abrió y cerró la puerta y la dejó, confundida, tras un portazo escalofriante.
Cuando subió al auto, apoyó las manos sobre el volante y puso su frente sobre las manos.
—Ellen… — intenté.
Levantó bruscamente su mano derecha y me gritó, llorando:
—¡Ni se te ocurra!
Tal parece que a estos episodios debo comenzar a acostumbrarme. Quisiera destruir el escudo que interpone entre las dos cuando no sabe qué hacer, qué decir, qué esperar.
Ese enojo inusitado nos hace mucho daño. Envenena su cuerpo y me envejece. Nos quita energía. Nos distancia aun más.
Después de eso, regresó llorando. No quiso hablar, se encerró en su cuarto y yo me quedé con su madre, buscando el plato con frutillas desaparecido entre un hálito de misterio.
Estoy en pedazos. Otra vez.
…Hoy,
fue un día extraño.
Después de la reaparición con vida de las frutillas, me mantuve distante de Ellen durante un largo tiempo. A ella no pareció importarle.
Sentía un dolor enorme, no solo por cómo se comportaba conmigo: tampoco parecía importarle las distancias con su hijo y su esposo que, como yo, la acompañaban incondicionalmente. Cuando ellos le hablaban, era mi mejor momento. No me interesaba cuánto torturaran su entendimiento, eso era asunto de ellos. Allí era cuándo, por fin, yo lograba mi instante de paz.
Pero la vida continúa, y tarde o temprano debimos dar la cara y dejarnos de tanto parloteo, para comenzar a enfrentar, de verdad…
Nos tomó un largo rato incorporar el problema: si bien veníamos observando durante unos años el comportamiento extraño y diferente de Sofía, el hecho de tener un diagnóstico, con nombre y apellido, era una situación repentina, aparecida con pocas advertencias y sin manuales. No sabíamos qué hacer, por dónde comenzar. Hay demasiada información berreta en las redes, y hasta ahora ha sido muy complicado encontrar una recomendación seria, un espacio capaz de responder a los millones de interrogantes que nos van surgiendo. Y si Ellen no lo sabe, yo no puedo aportar demasiado.
Arrancamos con exámenes específicos, para complementar a las neuroimágenes. La entrevista número cinco del test neurocognitivo hacía flamear la bandera a cuadros sobre el rally de tres meses de estudios médicos. Reunir lo necesario para someterse a las pruebas fue una tarea dura, que requería de una habilidad que jamás había caracterizado a Ellen: la paciencia.
Con todos y cada uno de los resultados logramos, por afortunado capricho del destino, llegar al consultorio del doctor Pablo. Fortuna fue que el psiquiatra era especialista en enfermedades cerebrales, específicamente en mal de Alzheimer.
Para empezar fuimos a verlo sin Sofía, para conocerlo y adelantarle los antecedentes. Llegamos, examinando el lugar minuciosamente. La secretaria no era amable, pero a Ellen y a mí no nos pareció relevante. Bastaba con que el médico fuera un buen profesional.
La sala de espera, la recepción, las puertas de los baños y las de los consultorios estaban en un mismo ambiente, cuyo frente vidriado daba a la calle, a través del cual podía observarse el ir y venir de los transeúntes. Algunos desviaban un breve instante su mirada hacia el interior de paredes blancas, y continuaban, acelerando su paso, como si el lugar fuera a atraparlos. Sobre la entrada principal, un cartel explicaba esa actitud: NEUROPSIQUIATRICO.
Mientras aguardábamos, escuchamos gritos provenientes del interior del edificio. Palabrotas, puertas golpeándose, cubiertos y vajilla chocando entre sí, voces intentando impartir orden y silencio. Era casi mediodía, y cuando se abría una puerta del costado derecho, un aroma a comida de hospital asediaba hasta el último rincón, ingresando y disipándose luego, entre otros pacientes que aguardaban y el personal de guardapolvos celestes que atravesaba el sitio llevando y trayendo carpetas de los salones contiguos.
—¡Sofía! —se escuchó entre el bullicio. Ellen levantó su mano mientras el médico repasaba sus apuntes, y volvía a observarla. —¿Sofía? —repitió al verla, era obvio que no hallaba concordancia entre su figura y los sesenta y ocho años que decía la ficha que portaba.
—Es mi madre. Solo vine a hablar con usted antes que la vea —se apresuró a explicar—. Fue diagnosticada con Alzheimer.
El consultorio era pequeño y Ellen se sentó frente al médico que estaba detrás de su escritorio. Encima del mueble había papeles, una caja de pañuelos descartables, un marco de madera cuya foto se orientaba hacia la ventana, detrás del doctor.
Le contó los detalles acerca de la cotidianeidad de la vida de su madre, y él explicó los signos y etapas del mal.
—Esta es una enfermedad de la que muy poco se sabe. Para ser honesto, estimo que el mundo entero no está preparado para afrontarla. Es escasa la información que se tiene, simplemente porque los científicos desconocen los íntimos detalles de ese laberinto enigmático que es el cerebro. No hay tratamiento farmacológico que la cure, y el avance progresivo y degenerativo es inevitable, tanto como despiadado. Usted deberá protegerla, acompañarla, comprender que su conducta no es consciente, ni es su culpa. Deberá intentar proveerle una mejor calidad de vida, sin descuidar la suya —comentó, entre otros conceptos—. Deberá hacerla sentir que está a salvo.
Aquel día, la charla concluyó luego de cuarenta minutos, luego de risas, llanto y el esmero por retener todo, que no era poco. Al final la despidió con una advertencia, que había repetido varias veces durante toda la visita:
—Su mamá no va a mejorar, Ellen. Si dentro de dos años nos encontramos en el mismo punto, habremos tenido éxito.
…
Esta tarde volvimos con Sofía. Nos recibió la misma malhumorada secretaria que, por si fuera poco, la inquietó. Los gritos del interior, las personas de la calle, el olor a zapallo hervido y el tiempo que debimos esperar le acrecentaron el malestar. Hice un gran esfuerzo para que se quedara, mientras Ellen contribuía, con su nerviosismo e impaciencia, para su irritabilidad.
—¡Sofía! —llamó el doctor Pablo, y al verla preguntó—: ¿Sofía?
—Hola, ella es mi mamá, la “princesita Sofía” —todos reímos. (Hace unos años había un programa infantil de dibujos animados con ese nombre, y su hija se había acostumbrado a llamarla así, de forma cariñosa).
El médico se mostró sorprendido. Creo que con los detalles que le habíamos dado, en la consulta anterior, se imaginaba a alguien diferente. En cambio su paciente estaba allí con una figura increíble, un atuendo impecable, elegante y moderno (como siempre), un peinado natural de envidiable color plata y una enorme sonrisa. Ellen siempre estuvo familiarizada con esas reacciones de los demás, porque su madre parecía su hermana, de unos ocho o nueve años mayor que ella. Su apariencia era, desde su juventud, la de una mujer unos diez años menor.
—¿Cómo estás? —preguntó el médico, con ese toque de dulzura de psiquiatra que adivina con solo mirar a los ojos—. Contame.
Se hizo un silencio que duró demasiado. Yo me adelanté, a Ellen no le salían las palabras. Me puse muy cerca, miré a Sofía a los ojos hasta que ella los fijó en los míos, y le dije:
—Él te va a ayudar.
—Bien —contestó en voz baja, y lo miró.
—Qué bueno, Sofía. ¡Estás muy linda! Decime, ¿cuántos años tenés?
—Mmm… no sé… —miró a Ellen buscando respuesta, quien se esforzó por guardar silencio. Entonces se rindió y contestó— ochenta.
—¡Ah bueno! ¡Pero parece que tenés veinte años menos! —dijo, riendo, sin hacerle notar que sabía que aun no había llegado a los setenta—. Contame otra cosa: ¿cuántos hijos tenés?
—Tres.
—¿Cómo se llaman?
—Daniel, Mariano y ella.
—¿Y quién es ella?
—Ellen.
—¿Y cuántos nietos tenés? —dijo Pablo.
—Cuatro.
—Mmmmm… ¿Cuatro? Y… ¿cómo se llaman?
—Ayleen, Nehu, Luna y Ruth.
El doctor Pablo miró a Ellen. Ya habían hablado de ese tema en la visita previa. Tal como había sucedido en los test, los nietos que nombraba eran los hijos de sus hijos varones.
Ese cuatro fue una espada que atravesó el corazón de Ellen sin piedad. Sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras repetía en su cabeza: «¿Por qué no te acordás de mi hijo?»
Era él a quien Sofía no incluía en sus relatos. Yo no supe qué decir, cómo atenuar su desconsuelo. Otra vez me rompí en mil pedazos, que fui juntando mientras él nos explicaba: