El dilema del millonario - Barbara Dunlop - E-Book
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El dilema del millonario E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

La familia y el poder lo eran todo para Lucas Demarco y la custodia compartida de su pequeña sobrina no era suficiente. Aquella situación tenía que terminar lo antes posible, sobre todo porque Devin Hartley, la tía de la niña, odiaba a los Demarco con todas sus fuerzas. Lucas cometió un gran error: subestimar el poder de una mujer decidida. Ella creía que él solo quería salir victorioso de los juegos de poder del clan Demarco, pero se equivocaba. Él deseaba lo mejor para su sobrina Amelia y tenía que convencer a Devin; una tarea que no resultaría fácil.

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Barbara Dunlop.

Todos los derechos reservados.

EL DILEMA DEL MILLONARIO, N.º 1806 - agosto 2011

Título original: Billionaire Baby Dilemma

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-683-2

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Promoción

Capítulo Uno

A Lucas Demarco le gustaban las cosas claras, concretas, tener el control… Pero lo que su primo Steve proponía en ese momento no tenía nada de claro ni concreto.

–Sobre todo Brasil –decía Steve Foster–. Hay una zona de comercio libre para toda América del Sur. Pacific Robotics estaría en la cuna de la alta tecnología.

Lucas sacó el kayak del agua, se lo apoyó en la cabeza y echó a andar hacia el varadero de la mansión, que también contaba con un embarcadero privado.

–La situación política es demasiado inestable.

–No van a nacionalizar el sector de altas tecnologías –dijo Steve, siguiendo a su primo–. Eso sería un suicidio.

Lucas dejó caer el kayak sobre el césped justo a la entrada del varadero y desenrolló una manguera.

–Claro. Como los tiranos lunáticos siempre toman decisiones racionales…

–Si no lo hacemos, Lucas, lo harán otros.

–Déjalos –dijo Lucas, bajándose la cremallera del chaleco salvavidas.

Estaban a mediados de mayo, pero la temperatura del océano podía causar hipotermia.

–No me importaría ser el segundo en un mercado como ése.

–No es tu decisión.

–Ni tampoco la tuya. Y yo creo que es mejor dejar las cosas como están –dijo Lucas, pensando que era lo correcto, por lo menos en ese caso.

Había otras cosas, sin embargo, que no eran tan fáciles de zanjar. Su sobrina Amelia, apenas un bebé, pero huérfana, ocupaba sus pensamientos muy a menudo, pero aún no había sido capaz de encontrar una solución, y el tiempo corría sin piedad.

Steve y él eran dueños del noventa por ciento de Pacific Robotics, y el diez por ciento restante pertenecía a la pequeña, lo cual la convertía en una pieza fundamental en la corporación.

Lucas lo sabía y su primo también, por no hablar de todos los abogados, ejecutivos y enemigos de la empresa. A partir de ese momento la persona que se hiciera cargo de ella tendría voz y voto en todas las decisiones importantes de la multinacional.

Tanto Lucas como su hermano Konrad lo habían puesto todo en aquella empresa, pero la muerte de este último había dejado las cosas en el aire. Lucas necesitaba hacerse con la custodia de la niña. Ésa era la única forma de protegerla de todos los buitres corporativos que sin duda tratarían de usarla para hacerse con el control. El futuro de Pacific Robotics estaba en juego.

–Maldito hijo de… –dijo Steve, casi con un gruñido.

Lucas se encogió de hombros y giró el grifo, apuntando la manguera hacia la embarcación para quitarle la sal.

–Qué bueno que mi madre ya no puede oír eso.

–Haré que revoquen el testamento del abuelo –dijo Steve, levantando la voz–. Puedo probar lo que hizo Konrad.

–Konrad se casó y tuvo una hija –dijo Lucas, aguantando la punzada de dolor que sentía con sólo pronunciar el nombre de su hermano muerto.

Al tener a Amelia, Konrad había cumplido con las condiciones impuestas por el testamento del abuelo, asegurando así la herencia de la familia Demarco en detrimento de los Foster, siempre tan temerarios e irresponsables. Era cierto que Lucas siempre había albergado ciertas reservas respecto a aquel repentino matrimonio con Monica Hartley, pero eso era algo que jamás le diría a Steve. Además, estaba seguro de que su hermano debía de amarla mucho si había decidido casarse con ella.

Amelia era la primogénita y eso la convertía en heredera de la fortuna de la familia. Steve había insistido en realizarle un test de ADN y las pruebas habían demostrado que Konrad era el padre.

Lucas le dio la vuelta al kayak y empezó a limpiarlo con la manguera.

–Bueno, ¿cuándo es la vista para la custodia temporal? –preguntó Steve de repente.

El cambio de actitud puso a Lucas en alerta.

Monica había muerto en el accidente de avión, junto a su marido, y su hermana, Devin Hartley, luchaba con Lucas en los tribunales por la custodia de la niña.

–La semana que viene –respondió Lucas, levantando la vista.

Steve asintió con la cabeza y una expresión calculadora se apoderó de sus ojos.

–¿Y si gana Devin?

–Eso no es asunto tuyo –dijo Lucas en un tono de advertencia.

Devin Hartley no tenía ninguna posibilidad. No era rival para alguien como él.

Steve miró hacia el horizonte. El sol se escondía detrás de las montañas de Bainbridge Island.

–Vivimos en un país libre –dijo en un tono incisivo.

–Hablo muy en serio, Steve –dijo Lucas, cerrando el grifo–. No te metas en lo de Devin Hartley.

Parecía una chica decente; un tanto bohemia y escurridiza, quizá demasiado emotiva… Devin Hartley no era santo de su devoción, pero no podía sino reconocer que aquella joven le había dejado un recuerdo muy nítido. Había algo sensual en sus movimientos, en su sonrisa… Aquella noche, en la boda de Konrad, sus ojos azules habían brillado mucho, como si escondiera algún secreto; un secreto que Lucas quería descubrir.

Sabía que su reacción había sido cuando menos absurda, y aquel recuerdo había quedado olvidado en un rincón de su mente. Hasta ese momento. No iba a dejar que Steve tratara de ganarse a Devin Hartley para provocar una crisis en Pacific Robotics.

–Si ella gana… –dijo Steve, esbozando una sonrisa aviesa y autosuficiente–. Nada podrá detenerme.

Lucas volvió a enrollar la manguera.

–¿Y eres tú el que me insulta?

–En este caso, no te has comportado más que como un cobarde sin imaginación.

–Y tú eres un temerario sin escrúpulos –dijo Lucas, colocando la manguera en su sitio.

–¿Entonces estamos de acuerdo en que no hay acuerdo?

–Aléjate de Devin.

–En serio, Lucas. ¿Quién murió y te convirtió en el rey?

–El abuelo.

–No. Murió y convirtió a Konrad en el rey –Steve hizo una pausa intencionada–. Y… ¿sabes qué? A mí no me hubiera parecido tan mal.

Sin perder la paciencia, Lucas se bajó la cremallera del traje.

–¿Me estás diciendo que hubieras preferido que hubiera sido yo el que muriera?

–Digo que Konrad era mejor que tú. Él era como yo. Él sí sabía jugar a este juego.

–Konrad no era como tú.

A su hermano le gustaba el riesgo, pero jamás había sido calculador y taimado. Siempre había sido honesto y todo lo que hacía era por el bien de la familia. Steve, en cambio, sólo velaba por sí mismo, por sus propios intereses.

Steve dio un paso adelante, se inclinó hacia Lucas y arrugó los párpados con una intensa mirada.

–Estamos en la era de la diversificación, Lucas. Tenemos que expandir el negocio. Los que lo hagan prosperarán y los que no lo hagan se quedarán en el camino.

–¿Y qué pasa con los que pierdan sus bienes a causa de un golpe de estado?

–Por lo menos tuvieron suficientes agallas como para intentarlo.

Lucas se quitó el ceñido traje de neopreno y lo colgó de la pared.

–Hay una gran diferencia entre la valentía y la estupidez temeraria.

Steve sacudió la cabeza y soltó una risotada.

–Eso es justo lo que los cobardes se dicen a sí mismos.

Lucas se tragó la frustración que sentía. Si su hermano hubiera estado allí en ese momento las cosas hubieran sido muy distintas. Konrad siempre había sabido cómo tomarse a broma las impertinencias de su primo.

Casi hasta su muerte habían llevado vidas independientes. Konrad solía pasar mucho tiempo en su apartamento de Bellevue y, durante el último año, se había obsesionado mucho con la idea de recuperar a su esposa perdida. Konrad siempre había entendido a la perfección las presiones y conflictos inherentes a la responsabilidad de estar al frente de una empresa. Él siempre había sabido lidiar con las locuras de familiares sin cabeza que se empeñaban en tomar la batuta.

Ésa era la pura verdad, pero Lucas no se había dado cuenta de ello hasta su muerte.

–Deberías espabilar un poco –dijo Steve.

–Y tú deberías empezar a usar la cabeza en vez de dejarte llevar por esa ambición tuya.

–Entonces supongo que nos veremos en los tribunales.

–Tú no estás invitado.

–Éste es un país libre –dijo Steve en un tono desafiante.

Al ver que Lucas no se daba por aludido, Steve sacudió la cabeza y echó a andar hacia la mansión.

Lucas volvió a descolgar la manguera y se dispuso a lavar el traje.

Se había pasado media vida intentando sobrellevar a su indeseable primo. Konrad siempre había sido el diplomático de la familia. Él siempre le decía que no podría ganarle usando los puños, pero Konrad ya no estaba, y Lucas estaba deseando intentarlo.

***

Devin aprovechó que Amelia se había quedado dormida para recoger un poco. Recorriendo de un lado a otro la pequeña casa junto al lago, agarró todos los juguetes, mantas y libros infantiles que encontraba a su paso. La niña había empezado a gatear un mes antes y ya empezaba a apoyarse en los muebles, intentando dar sus primeros pasos. Para la hora de la siesta, el salón siempre parecía una zona de guerra.

–¿Todo tranquilo?

Era su vecina Lexi. La mujer se asomó por la puerta corredera que daba al embarcadero.

Devin sonrió y le hizo señas para que entrara.

Lexi sólo tenía cuarenta y pocos años, pero era viuda. Su esposo había muerto seis años antes en un accidente marítimo y sus tres hijos ya se habían marchado de casa para trabajar o para ir a la universidad.

Devin jamás hubiera podido superar lo de Konrad y Monica de no haber sido por su valioso apoyo, sobre todo en las primeras semanas después del accidente de avión.

–¿Dormiste algo anoche? –le preguntó Lexi, cerrando la puerta tras de sí.

Los mosquitos ya habían proliferado mucho y los abejorros pululaban entre las plantas.

–Seis horas seguidas –dijo Devin, sonriendo con complacencia.

El sueño se había convertido en un lujo últimamente.

Lexi se inclinó para recoger algunos juguetes y los colocó en una colorida caja de madera situada en un rincón de la estancia.

La casa de Devin no era nada del otro mundo. Un par de butacones, un sofá, varias lámparas y mesas…

Nada hacía juego, pero todo estaba limpio y el lugar resultaba muy acogedor.

–¿Tienes tiempo para tomar un té? –le preguntó Lexi.

–Claro que sí –dijo Devin, esperando que Amelia durmiera por lo menos una hora.

–¿Tienes alguna noticia de lo de la custodia temporal?

–Lo único que sé es que me da mucho miedo la vista preliminar –dijo Devin, metiendo los últimos bloques de colores en su tubo de plástico antes de cerrarlo–. No sé por qué no se pueden dejar las cosas como están.

Sólo faltaban dos meses para el juicio por la custodia permanente de Amelia, pero, por alguna razón inexplicable, Lucas Demarco había decidido luchar también por la custodia temporal. Sus abogados le habían enviado una carta amenazante y Devin no tenía más remedio que comparecer en los juzgados a la semana siguiente.

–Ya sabes por qué lo hace –Lexi arqueó una ceja mientras doblaba una pequeña mantita de franela de bebé.

–Sí, lo sé.

–Quiere acercarse a Amelia.

Devin asintió con la cabeza.

–En este momento ésa es mi gran ventaja.

–Entonces que tenga suerte –dijo Lexi, poniendo la mantita sobre las otras que ya estaban encima del respaldo del sofá–. No creo que tenga mucha vocación paternal.

Lexi había visto a Lucas sólo una vez, en la boda de Monica, pero las historias acerca de sus conquistas y hazañas en el despiadado mundo de los negocios, por no hablar de su fama de soltero de oro y mujeriego empedernido, siempre estaban en boca de todos. Era un secreto a voces que Lucas sólo estaba interesado en la niña porque ella había heredado ese diez por ciento de acciones de Pacific Robotics.

Normalmente Devin se sentía segura pensando que cualquier juez que estuviera en sus cabales sería capaz de ver más allá de su enrevesada estratagema, pero alguna vez, en mitad de la noche, sus peores temores se apoderaban de ella.

Lexi siguió hacia la cocina y Devin ahuyentó a los fantasmas. Agarró las últimas muñecas, colocó un montón de revistas y volvió a poner en su sitio el sofá.

De repente alguien llamó a la puerta.

Lexi se asomó por la puerta de la cocina con una expresión de sorpresa. Nadie llamaba a la puerta de Devin Hartley. En la pequeña comunidad de Lake Westmire, los vecinos se dirigían directamente a la cubierta del embarcadero, deslizaban la puerta corredera y entraban sin más.

Devin se miró de arriba abajo. Una camiseta raída y unos vaqueros desgastados no eran precisamente el mejor atuendo para recibir a una visita formal, por no hablar de sus pies descalzos. Con reticencia se dirigió hacia la puerta trasera de la casa, miró por la pequeña ventana rectangular y reconoció vagamente al hombre que estaba al otro lado. Abrió la puerta y trató de recordar dónde lo había visto antes. Era muy alto, entre rubio y pelirrojo. Llevaba un traje oscuro con una camisa de rayas azul claro y una corbata más oscura. Parecía tener unos treinta y tantos, pero su rostro redondeado le daba una expresión eternamente infantil. Además, aquellas cejas claras tampoco ayudaban mucho.

–¿En qué puedo ayudarle? –le preguntó Devin, bajando la voz para no despertar a Amelia.

El hombre le ofreció la mano y esbozó una sonrisa amigable, digna del mejor vendedor de seguros.

–Steve Foster. Nos conocimos en la boda de Konrad y Monica –la sonrisa se esfumó–. Siento mucho su pérdida.

–Gracias –dijo Devin de forma automática, estrechándole la mano y tratando de encajar aquel rostro en el puzle de sus recuerdos.

Steve Foster…

De repente le recordó. Era el primo de Konrad.

Retiró la mano de inmediato y apretó los labios.

–Yo también siento mucho su pérdida –dijo, sin sentir nada más allá de un mero formalismo.

Los Demarco eran los culpables de la muerte de su hermana. Si no hubieran sido tan codiciosos y desconfiados, muchas cosas se hubieran evitado. Si no hubieran presionado tanto a Konrad por las acciones de Amelia, él no hubiera tenido que ir en busca de su hermana desesperadamente y ella jamás se hubiera subido a ese avión aquella noche.

–Espero no haber llegado en mal momento –dijo Steve.

–¿En qué puedo ayudarle? –dijo Devin en un tono más frío.

Podía oír a Lexi en la cocina, acercándose un poco para averiguar qué estaba ocurriendo.

–He venido para disculparme –dijo Steve–. En nombre de mi familia. Tengo entendido que Lucas ha estado acosándola.

Devin no supo qué decir. Lucas se había convertido en su cruz últimamente, pero tampoco sabía muy bien por qué se estaba disculpando Steve. Además, ¿a qué se refería cuando decía que la había estado acosando?

De pronto se oyó el ruido de la tetera. Los pasos de Lexi se alejaron a toda prisa.

–Acabo de enterarme de lo de la vista por la custodia temporal.

En ese momento las cosas empezaron a cobrar sentido. Sin embargo, Devin seguía sin saber exactamente por qué estaba allí.

–¿Le importa que…? –dijo Steve, señalando hacia el interior de la casa–. Me gustaría hacerle una propuesta.

–No estoy interesada –dijo Devin.

No se fiaba ni de los Demarco ni tampoco de los Foster, sobre todo cuando intentaban ser amables.

–Me gustaría compensarla por lo que ha hecho Lucas.

Devin ladeó la cabeza y trató de descifrar la expresión de aquellos ojos azules casi transparentes.

–¿Por qué?

–Porque la ha tratado muy mal –dijo él en un tono aparentemente sincero y avergonzado–. Tiene a cinco abogados carísimos en el caso. Conozco muy bien a esos tipos, Devin, y francamente, no tiene ninguna posibilidad.

Un gélido escalofrío recorrió la espalda de la joven. No había ninguna razón en el mundo por la que Steve Foster pudiera querer ponerla sobre aviso acerca de Lucas. La familia Demarco quería quedarse con Amelia, y Steve era uno de ellos.

–¿Qué quiere?

–Acabo de decírselo –dijo él, mirándola fijamente, sin siquiera pestañear.

Si aquello era puro teatro, entonces se merecía un Oscar.

–¿Y por qué le importa tanto?

Devin oyó que Lexi se acercaba un poco.

–Me importa porque me considero una persona decente. Y sólo trato de advertirla. He venido a ofrecerle los servicios de un bufete de primera como Bernard & Botlow. Puede solicitar sus servicios para la vista de la semana que viene, si quiere. No tiene que pagar nada, por supuesto.

Devin parpadeó, perpleja.

Lexi abrió la puerta de par en par.

–¿Y dónde está el gato encerrado?

Steve miró a la mujer y su expresión cambió durante una fracción de segundo.

–Hola. ¿Usted es…?

–Una amiga de Devin.

Steve volvió a mirar a Devin.

–¿Le importa que entre un momento?

–La niña está durmiendo –le dijo ella.

–Le prometo que no haré ruido –le dijo y entonces miró a Lexi–. Estoy aquí para ofrecerle servicios legales. Eso es todo. Puede comprobarlo en el bufete. Sus abogados tienen un gran prestigio y yo no tengo nada que ver con el caso –volvió a mirar a Devin–. Mi primo no se está portando bien con usted. Ha inclinado la balanza a su favor y yo quiero igualar las posibilidades.

Lo último que Devin deseaba en ese momento era pensar en el primo de Steve Foster. Aquel hombre era un Demarco de pies a cabeza y eso significaba que era arrebatadoramente sexy, prepotente y poderoso. Aquella contradictoria combinación de cualidades resultaba muy turbadora, pero Lucas Demarco no era más que el enemigo, y ésa era la única forma en que podía pensar en él.

En ese momento se acordó de su atareada abogada. Hannah era muy trabajadora e inteligente. Se había portado muy bien con ella e incluso le había bajado la minuta. Sin embargo, no era especialista en derecho de familia.

–Dentro también puede decirme que no –dijo Steve en un tono conciliador.

Devin miró a Lexi.

Con un gesto casi imperceptible la mujer encogió los hombros un instante, así que Devin decidió darle una oportunidad a Steve Foster. Después de todo, sí tenía razón en algo. Podía decirle que no en el salón igual que en el porche, y no corría ningún riesgo escuchando lo que tenía que decirle.

Lucas sabía que instalar un sistema de rastreo en el coche de Steve era pasarse de la raya, pero al ver que la señal se detenía en Lake Westmire durante más de una hora, supo que había hecho lo correcto. Sus sospechas no eran infundadas.

Se subió en su flamante deportivo y salió a toda velocidad, reduciendo a la mitad un viaje de una hora. De camino, por la interestatal al sur de Seattle, se cruzó con el vehículo de Steve. El GPS lo condujo a lo largo de la sinuosa carretera de Lake Westmire hasta llegar a un camino de grava que llevaba a una casa de campo situada frente al lago.

Lucas se detuvo bruscamente, tiró del freno de mano y salió del vehículo sin perder ni un minuto.

El tramo de escalera era corto y en cuestión de segundos accedió a una cubierta de forma circular que abarcaba todo el perímetro de la casa. Del lado del camino había una puerta azul.

Lucas llamó.

Unos minutos más tarde Devin miró por una pequeña ventana. Su rostro se transfiguró nada más verle.

–¿Lucas? –exclamó, abriendo la puerta parcialmente.

Miró a ambos lados, sorprendida de verle allí.

–¿Qué quería? –le preguntó él sin rodeos.

–¿Disculpa?

–Steve –dijo él, abriéndose paso con brusquedad por la estrecha ranura que Devin había dejado al abrir la puerta.

Ella dio un paso atrás, enojándose por momentos.

–No tengo ni idea de qué estás hablando.

Lucas se dio la vuelta, quedando a unos pocos centímetros de ella.

–Steve ha estado aquí.

Ella no contestó.

–¿Es así como quieres jugar a este juego? –dijo él–. ¿Vas a mirarme a los ojos para mentirme una y otra vez?

Ella vaciló un instante, pero entonces parpadeó varias veces y logró esconder sus sentimientos.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Dime qué quería. ¿Ha intentado hacer un trato? ¿Qué te ha contado?

–No sé de qué me estás hablando.

–Vi su coche –le dijo Lucas, fulminándola con la mirada.

–¿Me has estado espiando?

–No. No te he estado espiando. Pero sé que estuvo aquí y quiero saber qué te dijo.

Abrir una fábrica en América del Sur no era una decisión fácil. Steve podía pintarlo todo de color de rosa y ocultar los riesgos de forma deliberada. Con sólo pensar que quizá tuviera que justificar sus decisiones corporativas ante una mujer cuya única experiencia empresarial se reducía a firmar los autógrafos de sus patéticos libros de autoayuda, empezaba a sentir chispas por todo el cuerpo.

Devin sacudió la cabeza.

–No es asunto tuyo.

–Entonces estuvo aquí –dijo Lucas, montando en cólera.

–Eso tampoco es asunto tuyo.

–¡Maldita sea, Devin! –gritó con furia.

De repente se oyó el llanto de un bebé.

Devin dio un golpe contra el borde la puerta.

–¿Ves lo que has hecho?

Lucas se dio cuenta de que Amelia estaba en la casa.

Por supuesto que estaba en la casa. Vivía allí.

Devin dio media vuelta y se dirigió hacia el salón. Sus vaqueros desgastados dibujaban un bonito trasero, pero Lucas decidió ignorarlo. Cerró la puerta y fue tras ella. No estaba dispuesto a irse de allí sin tener algunas respuestas.

Devin reapareció con Amelia en los brazos. La niña tenía la cara roja y lloraba desconsoladamente.

–Muchas gracias –dijo Devin con sarcasmo, lanzándole una mirada fulminante mientras trataba de calmar a la niña.

–No sabía que estaba durmiendo.