El doble - Fiodor Dostoyevski - E-Book

El doble E-Book

Fiódor Dostoyevski

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Beschreibung

«El doble» es una novela publicada por primera vez el 30 de enero de 1846 en las Notas de la Patria. Posteriormente fue revisado y republicado por Dostoievski en 1866.

En San Petersburgo, Yakov Petrovich Golyadkin trabaja como consejero titular, un burócrata de bajo nivel que lucha por triunfar. Golyadkin tiene una discusión formativa con su Doctor Rutenspitz, quien teme por su cordura y le dice que su comportamiento es peligrosamente antisocial. Él prescribe «compañía alegre» como remedio. Golyadkin decide intentar esto y abandona la oficina.

Él procede a una fiesta de cumpleaños para Klara Olsufyevna, la hija del gerente de su oficina. No fue invitado, y una serie de pases falsos condujeron a su expulsión de la fiesta. En su camino a casa a través de una tormenta de nieve, se encuentra con un hombre que se ve exactamente como él, su doble. Los siguientes dos tercios de la novela se ocupan de su relación en evolución.

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Fiódor Dostoyevski

EL DOBLE

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-113-7

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-113-7
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

EL DOBLE

EL DOBLE

Capítulo I

Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yakov Petrovich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par. Durante unos instantes, sin embargo, permaneció inmóvil en la cama como si no estuviese aún seguro de estar despierto o de seguir durmiendo, de si lo que acontecía en torno suyo era, en efecto, parte de la realidad o sólo prolongación de sus alborotados sueños. Pronto, no obstante, los sentidos del señor Goliadkin empezaron a registrar con mayor claridad y precisión sus impresiones cotidianas y habituales. Familiarmente le miraban las paredes verdosas de su pequeña habitación, cubiertas de hollín y mugre, la cómoda de caoba legítima, las sillas de caoba de imitación, la mesa pintada de rojo, el diván tapizado de hule rojizo salpicado de repulsivas flores verdes y, por último, el traje que se había quitado a toda prisa la noche antes y había arrojado al buen tuntún en el diván. Finalmente, el día otoñal, gris, opaco y sucio, le atisbaba por la grasienta ventana con tan mal humor y mueca tan torcida que el señor Goliadkin ya no podía de modo alguno dudar que se hallaba no en un remoto país de maravillas, sino en la ciudad de Petersburgo, en la capital, en la calle Shestilavochnaya, en el cuarto piso de una vasta casa de vecindad, en su propio domicilio. Una vez hecho descubrimiento tan importante, el señor Goliadkin cerró estremecido los ojos como añorando el reciente sueño y deseando volver a captarlo siquiera por un instante. Pero un momento después saltó de la cama, probablemente por haber dado al cabo con la idea en torno a la cual venían girando sus dispersos y agitados pensamientos. Después de saltar de la cama fue corriendo a mirarse en un espejito redondo que tenía sobre la cómoda. Aunque la imagen soñolienta, miope y medio calva que en él se reflejó tenía tan poco de particular que, a primera vista, apenas llamaría la atención, su dueño pareció quedar plenamente satisfecho de lo que vio en el espejo.

—Tendría gracia —dijo a media voz el señor Goliadkin— que no estuviese hoy como Dios manda, que me hubiese ocurrido algo fuera de lo común, por ejemplo, que me hubiera salido un grano o algo desagradable por el estilo. Sin embargo, de momento no tengo mala cara. Por ahora todo va bien.

Gozoso de que todo fuera bien, el señor Goliadkin volvió el espejo a su sitio y, no obstante estar descalzo y llevar la ropa en que de ordinario dormía, corrió a la ventana y se puso a buscar algo en el patio con gran interés. Al parecer lo que buscaba también le satisfizo por completo, pues su rostro brilló con una sonrisa de contento. Seguidamente —pero echando primero un vistazo al cuchitril que tras el tabique ocupaba su criado Petrushka y cerciorándose de que éste no estaba allí— fue de puntillas a la mesa, abrió con llave uno de los cajones, rebuscó en el último rincón, sacó de debajo de unos papeles amarillentos y otra basura por el estilo una cartera verde muy raída, la abrió con cuidado y miró con cautela y deleite en el más recóndito de sus compartimentos. Probablemente el paquete de billetes verdes, azules, rojos y multicolores que contenía miró también al señor Goliadkin con afabilidad y aprobación. Con cara radiante, éste puso la cartera abierta en la mesa y se restregó vigorosamente las manos en señal de profunda satisfacción. Sacó por fin su reconfortante fajo de billetes y, por centésima vez desde la víspera, se puso a contarlos, frotando minuciosamente cada uno de ellos entre el índice y el pulgar.

—¡Setecientos cincuenta rublos en billetes! —dijo al cabo con voz que parecía un murmullo—.

¡Setecientos cincuenta rublos!... ¡Notable suma! ¡Agradable suma! —prosiguió con voz trémula y algo debilitada por el gozo, apretujando entre sus manos el fajo y sonriendo con intención—. ¡Una suma muy agradable! ¡Agradable para cualquiera! ¡A ver quién no la juzga así! Con una suma como ésta puede uno ir muy lejos...

—Pero ¿qué es esto? ¿Dónde se habrá metido Petrushka? —pensó el señor Goliadkin. Y vestido como estaba volvió a mirar tras el tabique. Tampoco esta vez encontró allí a Petrushka, pero sí vio en el suelo, donde había sido puesto, el samovar, que borbolleaba irritado, fuera de sí, amenazando de continuo

con disparar su contenido. Y lo que probablemente rezongaba con furioso ardor en su enrevesada lengua era algo así como: «Venid a levantarme, buenas gentes. Como veis, ya es hora y estoy listo.»

—¡Que se lo lleven los demonios! —pensó el señor Goliadkin-. Este holgazán es capaz de quemarle a uno la sangre. Pero ¿dónde se habrá metido?

Con justa indignación salió al vestíbulo, que era un pasillo pequeño al fondo del cual estaba la puerta de entrada, entreabrió esta puerta y vio a su fámulo rodeado de un grupo bastante nutrido de lacayos, mozos y otra chusma servil. Petrushka contaba algo y los demás le escuchaban. Por lo visto, ni el tema de la conversación ni la conversación misma fueron del agrado del señor Goliadkin, quien llamó inmediatamente a Petrushka y volvió a su habitación muy descontento, por no decir que consternado.

—Este zopenco sería capaz de vender a cualquiera por un ochavo, y a su amo antes que a nadie — dijo para sus adentros—. Y me ha vendido, seguro que me ha vendido. Apuesto cualquier cosa. Me ha vendido por un miserable ochavo... Bueno, ¿qué?

—Han traído la librea, señor.

—Póntela y vuelve aquí.

Después de ponérsela, Petrushka entró sonriendo estúpidamente en la habitación de su amo. Su atavío era en extremo singular. Consistía en una librea de lacayo, muy de segunda mano, adornada con galones dorados y, al parecer, confeccionada para alguien dos pies más alto que él. Tenía en las manos un sombrero, galoneado también y con plumas verdes, y de su flanco pendía una espada de lacayo en una vaina de cuero.

Por último, para completar el cuadro, Petrushka, fiel a su costumbre de andar siempre en déshabillé, a la casera, iba ahora también descalzo. El señor Goliadkin escudriñó a Petrushka y quedó por lo visto satisfecho. La librea, al parecer, había sido alquilada para una ocasión solemne. También era de notar que durante la inspección Petrushka miraba a su amo con rara expectación y seguía cada movimiento de éste con insólita curiosidad, lo que desconcertaba sobremanera al señor Goliadkin.

—Bueno, ¿y el coche?

—También ha llegado.

—¿Para todo el día?

—Para todo el día. Veinticinco rublos.

—¿Han traído también las botas?

—También las han traído.

—¡Imbécil! ¿No puedes decir «las han traído, señor»? Después de mostrarse satisfecho de que le sentaran bien las botas, el señor Goliadkin pidió té, se lavó y afeitó. Se afeitó y lavó con esmero, bebió el té de prisa y emprendió la última y principal faena de su tocado: se puso unos pantalones casi flamantes, luego una pechera con botoncitos de bronce, un chaleco adornado con bonitas florecillas de color claro, anudó a su cuello una corbata de seda a lunares y, por último, se puso el uniforme, también casi nuevo y cuidadosamente cepillado. Mientras se vestía no paraba de examinar amorosamente sus botas, alzando primero un pie, luego otro, y admirando su estilo, murmurando de continuo algo entre dientes y puntuando su pensamiento con guiños y gestos significativos. Sin embargo, esa mañana el señor Goliadkin estaba sumamente distraído, pues apenas notó las sonrisillas y muecas que, a su vez, le dirigía Petrushka mientras le ayudaba a vestirse. Finalmente, cuando todo lo necesario quedó concluido y él vestido por completo, el señor Goliadkin se metió la cartera en el bolsillo, echó una última ojeada de admiración a Petrushka, que se había calzado las botas y estaba listo también, y comprobando que todo se hallaba a punto y no había por qué esperar más, se lanzó presurosamente escalera abajo con una ligera palpitación de corazón. Un coche azul claro de alquiler, con escudo en la portezuela, se acercó con estrépito a la entrada. Petrushka, cambiando guiños con el cochero y algunos ociosos que por allí andaban, ayudó a su amo a subir al vehículo y, con voz en él desusada y sin poder apenas contener su estúpida risa, gritó «¡En marcha!», saltó sobre el estribo trasero y el carricoche, con gran estruendo y algazara, salió en dirección al Nevski Prospekt. No bien hubo atravesado el carruaje el portón, el señor Goliadkin se frotó febrilmente las manos y se retorció con silenciosa hilaridad, como hombre de talante festivo que ha gastado una broma a alguien y se regocija de ello. Ahora bien, en seguida del acceso de hilaridad la risa del señor Goliadkin se trocó en una expresión de extraña inquietud. A pesar de que el tiempo estaba húmedo y desapacible, bajó las dos ventanillas del coche y atentamente se puso a observar a los transeúntes, a derecha e izquierda, adoptando un continente grave y correcto cuando notaba que alguno le miraba a su vez. En el cruce de la calle Liteinaya y el Nevski Prospekt tuvo una sensación harto desagradable que le hizo estremecerse, y contrayendo el rostro como un infeliz a quien le pisan un callo se agazapó de prisa, dijérase que aterrado, en el rincón más oscuro del carruaje. El motivo era que había visto a dos de sus colegas, a dos empleados

jóvenes del mismo departamento en que él trabajaba. Al señor Goliadkin le pareció que los tales empleados manifestaban por su parte gran perplejidad al ver de tal guisa a su compañero de trabajo: uno de ellos hasta apuntó con el dedo al señor Goliadkin. Más aún, a éste le pareció que el otro le llamaba a voces por su nombre, lo que, por supuesto, resultaba muy indecoroso en la calle. Nuestro héroe se escondió y no contestó.

—¡Qué chicos tan mal educados! —dijo para sí—. ¿Qué hay de raro en esto? Un hombre que va en coche. Si uno necesita un coche, pues toma un coche. ¡Qué asco de gente! Los conozco. Son unos chicos mal educados a quienes hay que sentar la mano todavía. Sólo piensan en jugarse el sueldo a cara o cruz y andar callejeando. Ya les pondría yo las peras a cuarto si no fuera porque...

El señor Goliadkin no acabó la frase y quedó súbitamente paralizado. Un droshki elegante tirado por dos fogosos caballos de Kazan, muy conocidos por cierto del señor Goliadkin, se acercaba velozmente por el lado derecho de su vehículo. El caballero que iba sentado en el droshki vio casualmente el rostro del señor Goliadkin que éste, por descuido, había asomado por la ventanilla y también quedó visiblemente sorprendido del inusitado encuentro; y sacando la cabeza cuanto le era posible, se puso a mirar con el mayor interés y curiosidad el rincón del coche en el que nuestro héroe se había acurrucado a toda prisa. El caballero del droshki era Andrei Filippovich, jefe del departamento en que prestaba sus servicios el señor Goliadkin como ayudante del oficial mayor. Viendo el señor Goliadkin que Andrei Filippovich le había reconocido y le miraba cara a cara, y que de nada valía esconderse, enrojeció hasta la raíz del cabello.

—¿Le saludo o no? ¿Respondo de algún modo o no? ¿Admito que soy yo o no? —pensaba nuestro héroe con indecible angustia—. ¿O finjo que no soy yo, sino alguien que se me parece muchísimo, y hago como si nada hubiese pasado? En fin, que no soy yo, que sencillamente no soy yo, y basta —dijo el señor Goliadkin quitándose el sombrero ante Andrei Filippovich y sin apartar de él los ojos—. ¡Que no soy yo — murmuraba con esfuerzo—, que no soy yo, que no, señor, no soy yo, eso es todo!

Pronto, sin embargo, el droshki adelantó a su coche, con lo que el magnetismo de las miradas de su jefe quedó interrumpido. Pero el señor Goliadkin seguía ruborizado, sonriendo y murmurando para sí:

—He hecho una tontería en no responderle. Hubiera debido hablarle audazmente y sin ambages, sin perjuicio de la cortesía. Decirle, por ejemplo: «Pues ya ve usted, Andrei Filippovich, estoy invitado a comer. Eso es todo.»

Luego, recordando el desliz, nuestro héroe se puso como la grana, frunció el ceño y lanzó una mirada terrorífica y retadora al rincón opuesto del carruaje, destinada a pulverizar instantáneamente a todos sus enemigos. Por último, movido por una inspiración subitánea, tiró de la cuerda atada al codo del cochero, hizo parar el vehículo y dio orden de regresar a la calle Liteinaya. Lo que ocurría era que el señor Goliadkin había sentido la necesidad insoslayable, seguramente para su tranquilidad de ánimo, de decir algo de suma importancia a su médico, el doctor Krestyan Ivanovich Rutenspitz. Y aunque su conocimiento de éste no databa de antiguo, pues lo había visitado por primera vez sólo la semana anterior por causa de ciertos malestares, un médico, según se dice, es algo así como un confesor, y ocultarse de él sería una sandez, ya que es obligación suya conocer a su enfermo.

—¿Pero estará bien esto? —prosiguió nuestro héroe, apeándose a la entrada de un edificio de cinco pisos en la calle Liteinaya junto al cual había mandado detener el coche—. ¿Estará bien? ¿Será correcto y oportuno hacerlo? Bueno, ¿y qué? —siguió diciéndose mientras subía la escalera, tratando de respirar con desahogo y calmar su corazón galopante; corazón que tenía por costumbre martillearle en todas las escaleras extrañas—. Bueno, ¿y qué? Al fin y al cabo, vengo por decisión propia. Nada malo hay en ello... Esconderse, sería estúpido. Haré como si no viniera por nada de particular, sino que ha dado la casualidad de que pasaba y... Él lo verá así.

Reflexionando de esta suerte, el señor Goliadkin subió al segundo piso y se detuvo frente a la puerta del número 5, a la que estaba adherida una bella placa de cobre que decía:

KRESTYAN IVANOVICH RUTENSPITZ DOCTOR EN MEDICINA Y CIRUGÍA

Plantado ante la puerta, nuestro héroe se apresuró a dar a su fisonomía una expresión de decoro y sosiego, con una punta de afabilidad, y se dispuso a tirar del cordón de la campanilla. En tal actitud llegó a una inmediata y harto oportuna decisión, a saber: ¿no sería mejor aplazar la visita hasta el día siguiente, ya que de momento no había gran necesidad de hacerla? Pero como de pronto el señor Goliadkin oyó pasos en la escalera, abandonó de inmediato su nueva decisión al par que con gesto resoluto tiraba del cordón de la campanilla.

Capítulo II

El doctor en medicina y cirugía Krestyan Ivanovich Rutenspitz era hombre de salud excelente, con espesas cejas y patillas grises, mirada chispeante y expresiva que, al parecer, ahuyentaba por sí sola las enfermedades, y una importante condecoración en el pecho. Esa mañana estaba en su gabinete de consulta, sentado en un cómodo sillón, tomando el café que le había traído su esposa, fumando un cigarro y escribiendo de vez en cuando recetas para sus enfermos. La última que había escrito era para un viejo que padecía de almorranas. Y ahora, después de acompañar al paciente a una puerta lateral, se había sentado en espera de la visita siguiente. Entró el señor Goliadkin.

Era evidente que Krestyan Ivanovich no esperaba ni deseaba ver al señor Goliadkin, porque por un momento quedó confuso y su rostro tomó sin querer una expresión extraña, casi cabría decir de irritación. Como el señor Goliadkin, a su vez, se presentaba por lo común en todas partes inoportunamente y se hacía un lío en cuanto tenía ocasión de asediar a alguien con alguno de sus asuntos personales, también ahora, no habiendo ensayado la frase inicial que para él era un verdadero escollo en tales casos, quedó atrozmente desconcertado, murmuró algo entre dientes —una excusa al parecer— y sin saber qué hacer seguidamente tomó una silla y se sentó. Pero dándose cuenta de que había tomado asiento sin ser invitado a hacerlo, comprendió al punto su insolencia y se apresuró a rectificar su falta de cortesía y bon ton, levantándose inmediatamente de la silla que de modo tan impertinente había ocupado. En seguida, volviendo a su acuerdo y comprendiendo vagamente que había cometido dos deslices a la vez, decidió, sin pararse en barras, cometer un tercero, a saber, intentó disculparse, murmuró algo sonriendo, enrojeció, se azoró, guardó un silencio expresivo y acabó por sentarse definitivamente, ahora bien, escudándose de toda eventualidad tras esa mirada retadora que tenía el insólito poder de aniquilar y pulverizar a sus enemigos. Por encima de todo, esa mirada expresaba cabalmente la independencia del señor Goliadkin, es decir, proclamaba paladinamente que el señor Goliadkin no tenía por qué inquietarse de nada, que iba por su camino como cualquier hijo de vecino y no se metía donde no lo llamaban. Krestyan Ivanovich carraspeó, tosió al parecer en señal de aprobación y conformidad con todo ello y clavó en el señor Goliadkin una mirada escrutadora e inquisitiva.

—Yo, Krestyan Ivanovich —comenzó el señor Goliadkin con una sonrisa—, he venido a importunarle por segunda vez. Y por segunda vez me atrevo a solicitar su indulgencia... —el señor Goliadkin hallaba, por lo visto, dificultad en encontrar las palabras convenientes.

—Hum... Sí —dijo Krestyan Ivanovich, echando por la boca una columna de humo y poniendo el cigarro en la mesa—, pero lo que usted necesita es atenerse a mis instrucciones. Como ya le he dicho, su tratamiento debe consistir en un cambio de costumbres... Diversiones, por ejemplo. Debe visitar a sus amigos y conocidos y alternar con camaradas de buen humor. El señor Goliadkin, sin dejar de sonreír, se apresuró a indicar que, a su modo de ver, era como los demás; que era muy dueño de sus actos y se divertía como cualquier otro; que podía, por supuesto, ir al teatro, porque, al igual que otros, tenía medios para ello; que pasaba los días en la oficina y las noches en su casa; que estaba bien, señalando de paso que, por lo que veía, no estaba peor que otros; que vivía en su propio domicilio y que, por último, tenía a Petrushka. Al llegar a este punto el señor Goliadkin vaciló.

—Hum... No. No es ésa la pauta de vida y no era eso precisamente lo que quería preguntarle. Lo que me interesa saber es si es usted aficionado a las alegres compañías, si emplea el tiempo agradablemente... Conque, vamos a ver: ¿lleva usted ahora una vida triste o alegre?

—Yo, Krestyan Ivanovich...

—Hum... Lo que digo —interrumpió el médico— es que necesita cambiar radicalmente de vida y, en cierto modo, alterar su carácter —Krestyan Ivanovich acentuó fuertemente la palabra «alterar» y se quedó mirándole un momento con expresión que quería significar algo—. No dar esquinazo a la vida alegre. Ir al teatro, asistir al club y, en todo caso, no volver la espalda a la botella. Quedarse en casa no es de ningún provecho. De ningún modo debe hacerlo.

—Yo, Krestyan Ivanovich, gusto de la tranquilidad —dijo el señor Goliadkin mirando con intención a Krestyan Ivanovich y, al parecer, buscando palabras para la recta expresión de sus pensamientos—. En mi casa sólo estamos Petrushka y yo..., esto es, mi criado y yo, Krestyan Ivanovich. Quiero decir, Krestyan Ivanovich, que yo sigo mi camino, mi camino propio, Krestyan Ivanovich. Yo soy mi propio dueño y señor y, a lo que se me alcanza, no dependo de nadie. Yo, Krestyan Ivanovich, salgo también a pasear.

—¿Qué dice?... ¡Ah, sí! Pero pasear no es nada agradable de momento. Hace un tiempo de perros.

—Sí, señor. Yo, Krestyan Ivanovich, aunque soy hombre tranquilo, como creo haber tenido el honor de explicarle, sigo un camino distinto del de los demás. El camino de la vida es ancho... Lo que quiero decir..., lo que quiero decir, Krestyan Ivanovich, es que... Discúlpeme, Krestyan Ivanovich, no tengo el don de las frases bonitas.

—Usted..., usted dice...

—Digo que me disculpe, Krestyan Ivanovich, por no tener, a lo que veo, el don de las frases bonitas

—dijo el señor Goliadkin en tono un tanto agraviado, perdiendo un poco el hilo y azorándose—. En ese respecto, Krestyan Ivanovich, no soy como otros —agregó con peculiar sonrisa—. No soy de los que hablan mucho. No he aprendido a acicalar mis frases. Pero, en cambio, soy hombre de acción. ¡Hombre de acción, Krestyan Ivanovich!

—Hum... ¿Qué dice?... ¿Que es hombre de acción? —replicó Krestyan Ivanovich.

Durante un momento los dos guardaron silencio. El médico miraba al señor Goliadkin con extrañeza e incredulidad. Por su parte, el señor Goliadkin también miraba de reojo y con incredulidad al médico.

—Yo, Krestyan Ivanovich —prosiguió el señor Goliadkin en el tono de antes, algo irritado y perplejo ante el obstinado mutismo del médico—, gusto de la tranquilidad y no del trajín mundano. Entre esa gente, quiero decir, en sociedad, hay que estar siempre saludando de cintura para arriba... —aquí el señor Goliadkin se inclinó profundamente—. Eso es lo que allí exigen, sí, señor. Y también exigen juegos de palabras..., saber emplear cumplidos almibarados, sí, señor... Eso es lo que allí exigen. Y yo no he aprendido nada de eso, Krestyan Ivanovich. Yo no he aprendido ninguno de esos trucos. No he tenido tiempo. Soy hombre sencillo y sin pretensiones y no me seduce el brillo superficial. En ese particular, Krestyan Ivanovich, rindo las armas, me rindo, si se permite la expresión.

Todo esto, por de contado, lo dijo el señor Goliadkin de modo que daba claramente a entender que no lamentaba rendirse, si se permitía la expresión, ni desconocer las patrañas mundanas, sino todo lo contrario. Escuchándolo, Krestyan Ivanovich miraba al suelo con mueca un tanto desagradable, como si tuviera algún presentimiento. A la diatriba del señor Goliadkin siguió una pausa larga y significativa.

—Me parece que se ha desviado un poco del tema —dijo por fin Krestyan Ivanovich a media voz—.

Debo confesar que no acierto a entenderle del todo.

—Yo no sé emplear frases bonitas, Krestyan Ivanovich. Ya he tenido el honor de hacerle saber que no sé emplear frases bonitas —dijo el señor Goliadkin, esta vez en tono brusco y decisivo.

—Hum...

—Krestyan Ivanovich —empezó de nuevo el señor Goliadkin en voz baja, pero expresiva y solemne, haciendo hincapié en cada frase—, cuando entré aquí empecé disculpándome. Ahora repito lo que dije entonces y vuelvo a solicitar la indulgencia de usted por un rato más. No tengo por qué ocultarle nada, Krestyan Ivanovich. Sabe usted que, como hombre, soy de la gente menuda, pero afortunadamente no me lamento de serlo. Más bien lo contrario, Krestyan Ivanovich, y a decir verdad estoy orgulloso de no ser un gran hombre y sí de serlo pequeño. No soy intrigante, de lo que también me enorgullezco. No hago las cosas a hurtadillas, sino abiertamente, sin trucos. Y aunque podría perjudicar a otros, y mucho por cierto — y hasta sé a quién y cómo hacerlo—, Krestyan Ivanovich, no quiero ensuciarme con esas cosas y me lavo las manos. ¡En ese sentido digo que me las lavo, Krestyan Ivanovich! —el señor Goliadkin guardó un silencio preñado de sentido durante un instante. Había estado hablando con perceptible acaloro.

—Yo, Krestyan Ivanovich, me voy derecho a las cosas —Continuó de pronto nuestro héroe—, abiertamente, sin rodeos, porque desprecio los rodeos y se los dejo a otros. No trato de humillar a quienes quizá son mejores que usted y yo..., quise decir mejores que yo, Krestyan Ivanovich, no mejores que usted. No me gustan las medias palabras, no aguanto la hipocresía miserable, detesto la calumnia y el chismorreo. Me pongo la máscara sólo para un baile de máscaras y no a diario, cuando estoy entre la gente. Lo único que le pregunto, Krestyan Ivanovich, es cómo se vengaría usted de un enemigo, de su peor enemigo, o de quien juzgase usted como tal —concluyó el señor Goliadkin, mirando provocativamente a Krestyan Ivanovich.

Pero aunque el señor Goliadkin dijo esto con la mayor precisión, claridad y suficiencia, ponderando las palabras y calculando su posible efecto, lo cierto era que ahora miraba a Krestyan Ivanovich con

inquietud, con gran inquietud, con grandísima inquietud. Ahora se limitaba a mirar, aguardando tímidamente, con irritada y angustiosa impaciencia, la respuesta de Krestyan Ivanovich. Pero éste, no sin asombro y consternación del señor Goliadkin, murmuró algo entre dientes, acercó el sillón a la mesa y explicó, seca aunque cortésmente, que el tiempo era oro para él, o algo por el estilo, y que no acertaba a comprender por completo el caso. Ahora bien, que estaba dispuesto a ayudarle en la medida de sus fuerzas y de su capacidad profesional, pero que en lo demás, en cosas que no eran de su incumbencia, prefería no entrometerse. Entonces tomó una pluma, acercó una hoja de papel, cortó un trozo del tamaño de una receta e indicó al señor Goliadkin que le recetaría lo conveniente.

—¡No, señor! ¡No es lo conveniente, Krestyan Ivanovich! ¡No, señor, eso no tiene nada de conveniente! —dijo el señor Goliadkin levantándose y agarrándole a Krestyan Ivanovich la mano derecha—

. En este caso, Krestyan Ivanovich, eso no hace ninguna falta…

Y mientras tal decía se produjo un cambio raro en el señor Goliadkin. Sus ojos grises adquirieron un brillo singular. Le temblaban los labios. Todos sus músculos, todas sus facciones, comenzaron a contraerse y desencajarse. Le temblaba el cuerpo entero. Después del primer impulso y de haber sujetado la mano de Krestyan Ivanovich, el señor Goliadkin permanecía de pie, inmóvil, como si hubiese perdido la confianza en sí mismo y esperase la inspiración para lo que debía hacer seguidamente.

Entonces ocurrió una escena sumamente extraña.

Perplejo de momento, Krestyan Ivanovich pareció quedar clavado en su sillón y, sin saber qué partido tomar, miraba con fijeza al señor Goliadkin, quien a su vez le miraba de igual modo. Krestyan Ivanovich se levantó por fin, agarrándose en parte a las solapas del señor Goliadkin. Durante algunos instantes ambos permanecieron frente a frente, sin moverse ni apartar los ojos uno de otro. Entonces, sin embargo, se produjo el segundo impulso del señor Goliadkin y ello de manera singular. Le temblaron los labios, le tembló la barbilla y nuestro héroe rompió a llorar inopinadamente. Sollozando, sacudiendo la cabeza y golpeándose el pecho con la mano derecha, mientras con la mano izquierda agarraba a su vez la solapa del batín de Krestyan Ivanovich, trató de hablar y explicarse, pero no pudo decir palabra. Por fin, Krestyan Ivanovich logró salir de su perplejidad.

—¡Vamos, basta! ¡Cálmese! ¡Siéntese! —dijo, intentando sentar al señor Goliadkin en un sillón.

—Tengo enemigos, Krestyan Ivanovich, tengo enemigos. Tengo enemigos mortales que han jurado destruirme… —repuso el señor Goliadkin en un murmullo de pavor,

—¡Basta, basta! ¡Qué enemigos ni qué niño muerto! ¡No hay por qué pensar en enemigos! ¡No hace maldita la falta! Siéntese, siéntese —prosiguió Krestyan Ivanovich, logrando por fin que el señor Goliadkin tomara asiento en el sillón.

_ El señor Goliadkin se sentó por fin, sin apartar los ojos de Krestyan Ivanovich. Este, con cara de agudo descontento, se puso a deambular por el gabinete. A ello sucedió un largo silencio.

—Le estoy agradecido, Krestyan Ivanovich. Le estoy muy agradecido y aprecio mucho lo que ha hecho por mí. No olvidaré mientras viva las gentilezas que ha tenido conmigo, Krestyan Ivanovich —dijo al cabo el señor Goliadkin levantándose con semblante dolido.

—¡Basta, basta! ¡Le digo que ya basta! —respondió Krestyan Ivanovich con bastante severidad volviendo a sentar al señor Goliadkin en su sitio—. Vamos a ver, ¿qué le pasa? Dígame dónde se siente mal —prosiguió—. ¿De qué enemigos habla usted? ¿Qué es lo que tiene?