El Egoísta - George Meredith - E-Book

El Egoísta E-Book

George Meredith

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En todo cuanto tiene que ver con "El Egoísta" perderíamos el hilo de la narración si no recordáramos que se trata de una comedia, no de una tragedia, y que es precisamente el espíritu cómico lo que permite a George Meredith reproducir, sin el riesgo inherente a una exposición histórica que pretende ser fiel a los hechos, «las estructuras elementales del parentesco» de las que depende toda la trama de la novela. Que el espíritu cómico, sin embargo, representara solo a medias las intenciones del autor ¿como Meredith le había confesado a Stevenson al terminar de escribir la novela¿ sugiere que la otra mitad suponía, al menos, una amenaza latente en la narración.

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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GEORGE MEREDITH

El Egoísta

Una comedia narrativa

Edición de Antonio Lastra

Traducción de Antonio Lastra

Índice

INTRODUCCIÓN

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

EL EGOÍSTA

Preludio. Un capítulo en el que solo la última página tiene importancia

I. Un incidente menor que muestra una aptitud hereditaria para el uso del cuchillo

II. El joven sir Willoughby

III. Constanza Durham

IV. Leticia Dale

V. Clara Middleton

VI. Su cortejo

VII. Los novios

VIII. Una escapada con el alumno que hace novillos, un paseo con el maestro

IX. Clara y Leticia se encuentran: comparación

X. En el que sir Willoughby se aventura a darse el título a sí mismo

XI. La doble floración del cerezo silvestre

XII. La señorita Middleton y el señor Vernon Whitford

XIII. El primer intento de libertad

XIV. Sir Willoughby y Leticia

XV. La petición de una liberación

XVI. Clara y Leticia

XVII. El jarrón de porcelana

XVIII. El coronel De Craye

XIX. El coronel De Craye y Clara Middleton

XX. Un gran vino añejo

XXI. Las meditaciones de Clara

XXII. El paseo a caballo

XXIII. Rasgos de la unión del temperamento y las conveniencias

XXIV. Contiene un ejemplo de la generosidad de Willoughby

XXV. La huida a la intemperie

XXVI. Vernon a la zaga

XXVII. En la estación de ferrocarril

XXVIII. La vuelta

XXIX. En el que se explica la sensibilidad de sir Willoughby, que recibe una buena lección

XXX. Que trata de la cena en casa de la señora Mountstuart Jenkinson

XXXI. Sir Willoughby se propone ser patético y lo consigue

XXXII. Leticia Dale descubre un cambio espiritual y el doctor Middleton otro físico

XXXIII. En el que la musa cómica se fija en dos buenas almas

XXXIV. La señora Mountstuart y sir Willoughby

XXXV. La señorita Middleton y la señora Mountstuart

XXXVI. Una animada conversación durante el almuerzo

XXXVII. Contiene una esgrima inteligente e insinuaciones de su necesidad

XXXVIII. En el que damos un paso hacia el centro del egoísmo

XXXIX. En el corazón del Egoísta

XL.Medianoche: sir Willoughby y Leticia, con el joven Crossjay bajo una colcha

XLI. El reverendo doctor Middleton, Clara y sir Willoughby

XLII. Muestra las artes de adivinación de una mente perceptiva

XLIII. En el que sir Willoughby se ve obligado a pensar que los elementos conspiran contra él

XLIV. El doctor Middleton, las señoritas Eleanor e Isabel y el señor Dale

XLV. Las señoritas Patterne, el señor Dale, lady Busshe y lady Culmer, con la señora Mountstuart Jenkinson

XLVI. La escena del generalato de sir Willoughby

XLVII. Sir Willoughby y su amigo Horacio De Craye

XLVIII. Los enamorados

XLIX. Leticia y sir Willoughby

L. En el que cae el telón

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

My dear Stevenson, —I have had but the song of a frog for a correspondent since your letter reached me, and my note is Batrachian still. [...] My Egoist has been out of my hands for a couple of months, but Kegan Paul does not wish to publish it before October. I don’t think you will like it: I doubt if those who care for my work will take to it at all. And for this reason, after doing my best with it, I am in no hurry to see it appear. It is a Comedy, with only half of me in it, unlikely to take either the public or my friends. This is true truth, but I warned you that I am cursed with a croak.

[Mi querido Stevenson: no he tenido otro corresponsal que una rana desde que me llegó su carta y mi nota sigue siendo batracia. [...] Hace un par de meses que solté mi Egoísta, pero Kegan Paul no quiere publicarlo antes de octubre. No creo que a usted le guste: dudo que la acepten incluso quienes se preocupan por mi obra. Por esa razón, después de haber hecho todo cuanto he podido, no tengo prisa por verla aparecer. Es una Comedia, que solo contiene la mitad de mí mismo, y no es probable que la acepten ni el público ni mis amigos. Esa es la auténtica verdad, pero le advierto que la maldición del croar me persigue.]

George Meredith a Robert Louis Stevenson,16 de abril de 1879

George Meredith

 

DURANTE las dos décadas inmediatamente anteriores a la publicación por entregas de Sir Willoughby Patterne the Egoist de George Meredith en el Glasgow Weekly Herald, entre junio de 1879 y enero de 1880, fue apareciendo una serie de investigaciones sobre los orígenes de la sociedad que, conforme fueran ganando en autoridad —su campo de estudio no estaba del todo claro, al margen de una erudición vastísima—, acabarían cambiando la percepción que los contemporáneos tenían de sus propias sociedades y de sí mismos. Ancient Law (El derecho antiguo) de sir Henry Maine y Das Muterrecht (El matriarcado) de J. J. Bachofen en 1861, Primitive Marriage (El matrimonio primitivo) de J. F. McLennan en 1865 o Primitive Culture (Cultura primitiva) de E. B. Tylor en 1871, entre otras obras excepcionalmente bien concebidas y que combinaban el derecho, la historiografía, la filología, la mitología o la etnología, socavaban, seguramente sin proponérselo ni sospecharlo —pues sus autores no eran en modo alguno sospechosos de habérselo propuesto—, la confianza en un edificio construido durante siglos y que parecía haberse coronado con el conocimiento más escrupuloso sobre su construcción. «Todo lo que hemos ganado con la civilización se resquebraja», dirá sir Willoughby Patterne, el protagonista de la «comedia narrativa» de Meredith (así se subtitularía El Egoísta cuando apareciera en forma de libro en el otoño de 1879), que añadía a continuación: «Volvemos al mortero donde fuimos machacados y removidos» (véase infra cap. VI; «grieta» es una de las metáforas de El Egoísta).

Absorto en la agonía de su madre que motivaba sus reflexiones en voz alta, sir Willoughby dirigía esas palabras casi sin darse cuenta a su prometida, Clara Middleton. Significativamente, como veremos, Willoughby es huérfano y heredero único de un padre al que solo se alude de pasada en el libro y que había muerto joven; con la excepción de su primo Vernon Whitford, Willoughby vive rodeado de mujeres en apariencia supeditadas a su voluntad y cuya opinión, sin embargo, le resulta temible en los momentos cruciales: está en juego algo más que su propia reputación y la supuesta estabilidad de la pequeña sociedad, predominantemente femenina, en la que vive. Las tres jóvenes damas a las que Willoughby se declarará a lo largo de la narración —Clara es la segunda de ellas— son, por su parte, huérfanas de madre y carecen, como el propio Willoughby y Vernon, de hermanos, lo que restringe la posibilidad de preservar las familias. Uno de los peligros del mortero, en aras de la distinción, es que la masa no ligue. La literatura inglesa ya contaba con un precedente de otro personaje egoísta, también llamado Willoughby, en Sense and Sensibility (Sentido y sensibilidad) de Jane Austen.

Tal vez entre las investigaciones que examinaban con meticulosa atención ese mortero original de la sociedad La Cité antique (La ciudad antigua) de Fustel de Coulanges, publicada en 1864, sea la obra que proporcione, con una radicalidad imprevista y mayor, en cierto modo, que la de ninguna otra de las obras mencionadas, los elementos de comparación más relevantes con la novela de Meredith a la hora de distinguir los ingredientes del mortero, antes y después de ser molidos. A pesar de la insistencia de Fustel de Coulanges en la necesidad logográfica de apoyarse documentalmente en las fuentes, sus planteamientos eran mucho más intuitivos que textuales y, como han señalado incluso sus críticos más favorables, podrían parecer arbitrarios hasta el punto de que la historia que contaba —un estudio sobre la religión, las leyes y las instituciones de Grecia y Roma— solo fuera, como en una obra de ficción, imaginariamente coherente.

Grecia y, sobre todo, Roma constituían el paradigma que regía la vocación clásica e imperial de Europa y toda su pedagogía: lo que no estaba en los textos no estaba en el mundo sobre el que Europa se proyectaba y del que empezaba a recibir testimonios etnográficos no tan contradictorios como cabría esperar, pero el reverso de la frase podría servir para caracterizar la novela —el género literario europeo por antonomasia— como espejo de la vida. Que lo que no había estado nunca en el mundo no podía estar tampoco en las novelas era, sin embargo, una apreciación insuficiente, y sobre Meredith siempre recaería la acusación de estar muy lejos de los personajes de sus libros, como observaría lord Dunsany en la primera edición crítica de El Egoísta publicada en Oxford en 1947, cuando la descolonización cuestionaba ya de un modo irreversible la hegemonía de los estudios clásicos. Más que con Grecia o Roma, las intuiciones de Fustel de Coulanges parecían tener que ver con la infancia de la humanidad, con sus deseos y temores ancestrales y, al igual que en la novela de Meredith la infancia y la juventud irremediablemente perdidas del «Egoísta» podían recobrarse con la mirada puesta en los rasgos adultos del protagonista, Fustel buscaba la expresión de esos deseos y temores ancestrales del grupo primordial en las características más reconocibles de la civilización moderna, que se resentía de ello.

En cualquier caso, había que saber encontrar lo que se buscaba en los textos y, más allá de los textos, en el mundo. Según Fustel de Coulanges, del culto primitivo a los antepasados habría surgido una estructura familiar organizada alrededor de las tumbas domésticas y el fuego conmemorativo de la que no había, sin embargo, ninguna constancia documental, sino solo un rasgo persistente de rechazo a la resignación por haber perdido algo que había desaparecido para siempre y que había que evocar continuamente hasta el punto, en ocasiones, de suplantarlo. Los muertos serían el fundamento de la religión y de la propiedad privada, instituciones sagradas en virtud de su antigüedad —i. e. de su permanencia sobre algo ausente—, de las que era custodio el padre de familia y que legaba de una manera absoluta e indivisible a su primogénito (heres neccessarius), excluyendo a los hijos siguientes y la descendencia femenina. La prioridad religiosa de la propiedad privada respecto a una supuesta comunidad de los bienes era la auténtica cuestión disputada; en El Egoísta es una premisa tácita e indestructible: sir Willoughby siente cada separación como una afrenta personal a la adoración de sí mismo en la que se basa todo su prestigio y un menoscabo de cuanto posee.

Sea o no cierto que de la familia reunida alrededor del hogar surgiera la ciudad antigua por la agregación de otras familias y la ampliación del culto, en un proceso cuya oscuridad se hace patente en la novela de Meredith, los planteamientos de Coulanges en los dos primeros libros de su monografía parecían estar detrás de la vida social y de la imagen de la naturaleza humana que El Egoísta presentaría a sus lectores, quince años después, en el escenario de una Inglaterra rural que, teniendo en cuenta las pautas convencionales del siglo XIX, constituía en realidad un vestigio o una restitución, como si, en lugar de la idea de progreso que imperaba en la mentalidad de la época, las antigüedades se solaparan lentamente en el tiempo, indiscernibles de un proceso orgánico de regresión infinita. En 1864, Herbert Spencer había publicado, en medio del debate sobre la evolución de las especies, sus Principles of Biology (Principios de biología), donde acuñaría la expresión survival of the fittest, que saltaría muy pronto al campo de las ciencias sociales e incluso a las páginas de El Egoísta: la «familiaridad con la ciencia» de sir Willoughby «facilitaba el cultivo de la aristocracia» en la medida en que era un mero trabajo de comprobación y legitimación del resultado más adecuado (véase el capítulo V). La civilización, en efecto, podía no ser más que una aptitud hereditaria para la supervivencia o, como exponía Meredith en el primer capítulo, el uso del cuchillo. El laboratorio que Willoughby monta en la casa solariega es su contribución peculiar a la arquitectura de una casa dotada de una biblioteca excepcional y, sobre todo, de una bodega tan antigua como abundante, edificada sobre la exclusión de los menos favorecidos. La biblioteca y la bodega tendrán pasadizos insospechados entre sí y vincularán a sus usuarios al ser lugares simbólicos de reserva de un contenido valioso. El laboratorio de Willoughby no era experimental.

Ya no se trataría, entonces, de saber si las cosas habían sucedido alguna vez como Fustel de Coulanges las exponía, en un principio más o menos fabuloso —ni mucho menos de comprobar si Meredith lo había leído o no ni de si había leído a los antropólogos y biólogos británicos y alemanes para componer su novela—, sino de dar cuenta de si alguna vez habían dejado de serlo: El Egoísta podía ser una muestra de que, en lo esencial, las mismas costumbres se repetían una y otra vez, en un ejemplo de lo que Tylor había llamado la «supervivencia de la cultura» (survival in culture) o de lo que, de una manera mucho más certera, podríamos llamar simplemente las supersticiones de la propia civilización. La mera existencia de lo que ha existido alguna vez era una materia prima de inestimable valor para el novelista en la misma proporción en que era una fuente de legitimidad o de cohesión social: la supervivencia de la cultura mantiene viva la impresión de continuidad, de linaje. «En tiempo de Plutarco —escribía Fustel de Coulanges— se le decía al egoísta: tú sacrificas en el hogar. Eso significaba: te alejas de tus conciudadanos, no tienes amigos, tus semejantes no son nada para ti, no vives más que para ti y los tuyos»1. A los ojos de Fustel de Coulanges, la cita de un autor relativamente antiguo como Plutarco (probablemente espuria, por otra parte, aunque podría haber figurado al frente de El Egoísta) dejaba entrever una antigüedad aún mayor que definía con una precisión inequívoca «el horizonte de la moral y de los afectos», que en ningún caso —menos que en ninguno en el de sir Willoughby Patterne— podría ir más allá del estrecho círculo de la familia. (Véase el cap. XXXIX.)

Ἑστία θύεις. La frase no habría desde luego presentado dificultades a la hora de traducirla para el reverendo doctor Middleton, el padre de Clara, la segunda prometida de sir Willoughby y su gran rival en el interés del lector. Erudito clásico —su otra faceta como pastor eclesiástico quedará difuminada de acuerdo con el predominio de una religiosidad doméstica que no trasciende la adoración de sir Willoughby y, a través de él, de los Patterne, para quienes el matrimonio es una apropiación, un «rapto» o una «caza» más que un sacramento o un contrato—, el doctor Middleton asumía en la narración la patria potestad menor que le correspondía como padre de una hija única y que, en un momento crucial de la narración, era comparable explícitamente a la del Agamenón de Eurípides por su disposición a sacrificar a Clara en un altar distinto al familiar; de hecho, en el altar de otra familia, como Fustel de Coulanges prescribía para los matrimonios de las hijas. Pero, en este caso como en todo cuanto tiene que ver con El Egoísta, perderíamos el hilo de la narración si no recordáramos que se trata de una comedia, no de una tragedia, y que es precisamente el espíritu cómico lo que permite a Meredith reproducir, sin el riesgo inherente a una exposición histórica que pretende ser fiel a los hechos, lo que un discípulo de Fustel de Coulanges llamó «las estructuras elementales del parentesco», de las que depende toda la trama de la novela. Que el espíritu cómico, sin embargo, representara solo a medias las intenciones del autor —como Meredith le había confesado a Stevenson al terminar de escribir la novela— sugiere que la otra mitad suponía, al menos, una amenaza latente en la narración2.

Meredith había concebido al doctor Middleton a imagen y semejanza de Thomas Love Peacock, un excéntrico hombre de letras inglés —albacea del poeta romántico P. B. Shelley y autor de una breve obra maestra, Nightmare Abbey (Abadía Pesadilla), sobre la que pesaba el cometido de enfrentarse a la impostura de la melancolía literaria— con cuya hija, Mary Ellen Nicolls, viuda y madre de una niña, Meredith se casaría en 18493. El fracaso del matrimonio inspiró a Meredith el largo poema Modern Love (Amor moderno), la más cercana a la tragedia de todas sus composiciones y la única que ahora está a la altura de El Egoísta. (Los cincuenta capítulos de El Egoísta reflejan hasta cierto punto los cincuenta sonetos de Modern Love.) Que Meredith ridiculizara en la figura del doctor Middleton la erudición inútil o decorativa, servicial e incluso sobornable, haría aún más patente que «la reversión al grosero original» —como leemos en el Preludio de El Egoísta— era algo a lo que nadie podía entregarse libremente en una biblioteca con la esperanza de lograrlo: los originales podían ser tipos corrientes en cualquier escala social. (Aún más grotesco y débil es, por supuesto, el profesor Crooklyn, el otro erudito de la novela. La biblioteca de la casa solariega —Patterne Hall, la Casa con mayúscula— y la casa de la gran dama Mountstuart Jenkinson, donde ambos estudiosos se encuentran en público, albergan las manifestaciones más convencionales del espíritu cómico contra ese saber estrafalario que Meredith ha duplicado deliberadamente.) Vernon Whitford, el aspiring scholar, sabe, por el contrario, que los seres humanos son ángeles del conocimiento sin poder evitar por eso ser demonios en la vida. Las aspiraciones de Vernon de convertirse en un escritor independiente en la ciudad se compensarán con su condición de montañero en los Alpes, la verdadera contraposición al mundo pastoral que la otra escritora del libro, la poetisa fracasada Leticia Dale —a quien Willoughby corteja durante toda su vida sin salir del recinto de su casa solariega— describe a la defensiva. Esa defensa del mundo pastoral encerrado en los límites de Patterne Park (y que, con otras denominaciones, constituye el escenario o el refugio de innumerables novelas inglesas) hace de su hipotético matrimonio con el protagonista un caso de lo que McLennan llamó por primera vez «endogamia». McLennan había observado ya la decadencia de la exogamia en las comunidades avanzadas.

El modelo para Vernon Whitford era sir Leslie Stephen, erudito y reformista político, amigo íntimo de Meredith y padre de la novelista Virginia Woolf, que no muchos años después elogiaría en Meredith a un gran innovador y subrayaría en su obra una cualidad experimental, abriendo con ello el camino a la crítica contemporánea. Comparar a Vernon Whitford con el personaje del señor Ramsay en To the Lighthouse (Al faro, 1927) de Woolf es un ejercicio menos literario que —por mantener la psicología escéptica que todos ellos compartían y emplear la palabra justa— antropológico: la diferencia que va de uno a otro es la de la generación de los hijos y la sucesión o transformación de la sociedad, algo que tendría su efecto en un género, como la novela —advertía Woolf—, que solo podía seguir existiendo si avanzaba, aunque la dirección no estuviera clara. Tanto las narraciones convencionales de Thomas Hardy como las obras rupturistas de James Joyce, o de la propia Woolf, podían aspirar a ser deudoras de Meredith. Woolf hace del señor Ramsay, modelado al mismo tiempo con el personaje de Vernon Whitford y con su padre, un filósofo fracasado. (Meredith era considerado un «filósofo» por sus compañeros de oficio. Joyce y lord Dunsany se referían a él con ese título.) No es impensable que, a su vez, Clara pudiera reflejarse como madre en los ojos de la señora Ramsay, a la que la novelista dota de un poder de atracción mucho mayor para los lectores. La trayectoria de la literatura inglesa desde el romanticismo de Shelley hasta el modernismo de Woolf —el marco de Meredith— sigue, en efecto, una misma corriente de conciencia a pesar de la tendencia a la oblicuidad o la extravagancia4.

Ser ángeles del conocimiento y demonios en la vida es una frase de Gotthold Ephraim Lessing, a quien encontramos en todas las encrucijadas de la vida espiritual moderna. Nietzsche se vanagloriaba de haber sido el único que había encontrado un acceso al mundo de los antiguos. Lessing era seguramente mucho más acreedor a ese título al complementarlo con el de haber descubierto algunos caminos de vuelta al mundo de los contemporáneos. El acceso al mundo de los antiguos —la höhere Philologie de la que Nietzsche, como Fustel de Coulanges o el doctor Middleton, eran, en realidad, epígonos— podía cegar el regreso a las condiciones de vida reales y no ser más que un episodio de nostalgia ornamental; la imagen de cubierta de esta edición, que reproduce un idilio de Teócrito con la óptica del pintor victoriano George Percy Jacomb-Hood, muestra que también podía ser, probablemente por las mismas razones, un episodio extremadamente violento5. En cualquiera de los dos casos Lessing habría opuesto la jovialidad y la delicadeza, y su defensa de la catarsis en la tragedia desde un punto de vista moral tiene también efectos terapéuticos.

Meredith pasó los dos únicos años formativos de su vida en una atmósfera lessinguiana. Nacido en 1828 en una familia de clase media de sastres de Portsmouth, Meredith se consideraba a sí mismo un digno heredero de su nombre, que lo vinculaba a la antigua realeza galesa. Tras recibir una modesta herencia a la muerte de su madre, cuando el futuro novelista contaba cinco años, recibió una instrucción formal rudimentaria. A los once años, la empresa familiar entró en quiebra y Meredith se hizo consciente de la distancia entre sus aspiraciones patricias y la realidad en la que vivía. En 1842, gracias a una nueva herencia familiar, pudo matricularse en la Escuela Morava de Neuwied, en Alemania, de donde regresaría a Inglaterra dos años después. Los biógrafos de Meredith subrayan la importancia del ambiente de la escuela y del paisaje que la rodeaba, junto al Rin, pero lo decisivo era el modo como los Herrnhuter, según los había llamado Lessing, concebían la educación. En 1750, un joven Lessing resumiría la doctrina de la fraternidad fundada por el conde von Zinzendorf en un breve escrito apologético. El ser humano, escribió Lessing, ha sido creado para la acción, pero se pierde en elucubraciones que lo alejan de sí mismo. Lessing se volvía entonces al ejemplo socrático para advertir que es en el seno de cada uno donde han de explorarse las profundidades de la vida, donde ha de comprenderse y dominarse el ser humano en su relación con el mundo. Lessing cifraba en ello la filosofía práctica. Lo mismo servía para la religión. Lo que para el hombre era la comprensión y el dominio de sí mismo, lo era el espíritu para el cristianismo práctico. Olvidar esa dimensión práctica de la vida es lo que llevaba al ser humano a ser un ángel en el plano del conocimiento y un demonio en el plano de la vida (Der Erkenntnis nach sind wir Engel, und dem Leben nach Teufel).

Pero el ejemplo socrático corregía a quienes solo vivían en un plano teórico olvidándose de la práctica. En El Egoísta, esa es la diferencia entre los eruditos Middleton y Crooklyn y el práctico Vernon Whitford: Vernon prescinde de la riqueza, se muestra inexorable consigo mismo y paciente con los demás (con Clara, con su pupilo el joven Crossjay), aprecia el mérito (especialmente de Leticia Dale y, cuando se cubre de vergüenza y desgracia, de Clara Middleton) y lo defiende contra la poderosa estulticia de sir Willoughby. Es Vernon quien le enseña al joven Crossjay a sentir la voz de la naturaleza en su corazón y a llevar la única máscara que el ser humano ha de ponerse en la vida6.

Vernon Whitford encarnaría, en efecto, todas las virtudes de los Herrnhuter salvo la creencia religiosa de la que Meredith se apartaría muy pronto en cualquier plano teórico. (Probablemente esa fuera la razón de que, a su muerte, no fuera enterrado en el Poet’s Corner de la Abadía de Westminster.) En lo esencial, Meredith fue fiel al cristianismo práctico que había aprendido en Alemania y que se pondría muy pronto a prueba, a su regreso a Inglaterra en 1844, con dieciséis años, al tener que buscar una profesión. La encontró provisionalmente junto a un procurador londinense, Richard Charnock, que reunía a su alrededor a un grupo de jóvenes aspirantes a la poesía entre los que se encontraba Edward Peacock, con cuya hermana viuda Mary Ellen Nicolls se casaría Meredith al llegar a la mayoría de edad. Meredith publicaría en esa época su primer libro, Poems (Poemas, 1851), al que seguiría en 1855 una novela inspirada en las Mil y Una Noches: The Shaving of Shagpat: An Arabian Entertainment (El afeitado de Shagpat: un entretenimiento árabe). Ninguna de las dos obras le procuró a Meredith un reconocimiento suficiente.

La muerte de Chatterton, de Henry Wallis

Meredith sirvió de modelo durante esa etapa al pintor Henry Wallis para su retrato de la muerte de Chatterton. El extremado romanticismo del cuadro, que cautivaría a un crítico tan exigente como John Ruskin cuando se presentara en 1856, escondía otro drama: Mary Ellen abandonaría a Meredith por el pintor, con quien se marchó a la isla de Capri en el verano de 1857 y con quien tuvo un hijo. Hasta la muerte de Mary Ellen en 1861, enferma y rechazada por Meredith, que no le permitiría ver al único hijo que habían tenido en común, el joven escritor probó suerte con la novela realista: The Ordeal of Richard Feverel (La ordalía de Richard Feverel), en la que Meredith ensayaría un primer estudio del Egoísta en la figura de sir Austin Feverel, se publicó en 1859. Mezcla de romance y tragedia, Meredith exploraba a través de la relación de un padre orgulloso y un hijo díscolo los motivos de la falta de afecto que luego analizaría magistralmente en El Egoísta. En 1860, con Evan Harrington, Meredith se serviría de sus recuerdos de infancia en la sastrería de su padre, y de su admiración por el Sartor Resartus de Thomas Carlyle, para analizar la diferencia insalvable entre las clases sociales.

Box Hill

En 1862 publicaría Modern Love, donde daría cuenta del fracaso matrimonial y se hundiría en la psicología de la tragedia humana: «La mañana —escribió en el soneto 43— no puede restaurar lo que hemos perdido», y añadía: «No veo pecado: el error es confuso». Modern Love es un largo poema compuesto de cincuenta sonetos de dieciséis versos, mucho más cerca de la prosa poética que de la lírica propiamente dicha, a la que, sin embargo, se acerca por su contenido. Dante Gabriel Rossetti, que admiraba a Meredith, emularía la fórmula en The House of Life (La casa de la vida, 1870-1881). Como en El Egoísta, el protagonista del poema está dividido por la antigua admiración que profesa a una mujer que le ha abandonado y el amor que empieza a sentir por otra. La vacilación respecto al tono mismo de la obra se advierte en uno de los mejores sonetos, el 37:

A lo largo de la terraza del jardín, bajo la cual

un valle púrpura (iluminado en su extremo

por la antorcha humeante sobre el borde de nubes

por donde se desliza el carro) resplandece,

caminamos en tranquila compañía y esperamos

la campana de la cena en calma predigestiva.

Tan dulcemente, hasta las laderas de violeta, el bálsamo del viento del sur

respira alrededor que no nos preocupa si la campana se demora:

aunque aquí y allá ancianos grises cuestionen el tiempo

con toses irritadas. Con paso lento

la lenta luna rosada, el rostro de la música callada,

empieza a salir de su silenciosa morada.

Mientras entramos y salimos, en el anochecer plateado,

oigo la risa de Madam y discierno

el talón de mi Lady delante de mí a cada giro.

Nuestra tragedia ¿está viva o muerta?,

que podría pasar como un párrafo descriptivo de El Egoísta solo con devolverle al narrador la voz en primera persona. La comedia, no la tragedia, proporcionaría a Meredith el específico que necesitaba para curarse. La publicación de Sandra Belloni (publicada primero como Emilia in England [Emilia en Inglaterra]) y un segundo matrimonio en 1864 despejaron el camino. Tras algunos años de trabajo como corresponsal de prensa y revisor de pruebas en una editorial, Meredith pudo adquirir la casa de Box Hill donde viviría hasta el final de su vida. Con The Adventures of Harry Richmond (Las aventuras de Harry Richmond, 1871) y Beauchamp’s Career (La carrera de Beauchamp, 1875, la más política de sus producciones) el público reconoció su valor como creador de comedias románticas en las que las mujeres tenían un protagonismo muy poco apreciado hasta entonces en la literatura inglesa. Beauchamp’s Career contiene, de pasada, una descripción de la situación del escritor en el umbral de la composición de El Egoísta:

Me parezco a una isla del Ródano en la sequía de verano, pedregosa, sin atractivo y de difícil acceso entre las dos corrientes poderosas de lo irreal y lo suprarreal, que deleitan a la humanidad: ¡honra a los conspiradores! Mi gente no conquista nada, no gana nada; es real, aunque poco común. Es el reloj del cerebro lo que quiere poner en marcha y —¡pobre tropa de actores para las plazas vacantes!— apela a la conciencia que reside en la consideración de las cosas. Si sois impermeables a ella estamos perdidos; me vuelvo a mi desierto, donde, como os habréis dado cuenta, he adquirido el hábito de escuchar mi propia voz más de lo que resulta bueno7.

El Egoísta en 1879, The Tragic Comedians (Los comediantes trágicos) en 1880 y Diana of the Crossways (Diana de las encrucijadas) en 1885 consagrarían su reputación. Hasta su muerte en 1909 se sucederían el éxito y las desgracias personales (la muerte de su segunda esposa, la de su primer hijo, la enfermedad), mientras se convertía en el último gran representante, a los ojos de una sociedad que cambiaba rápidamente, de la época victoriana. One of Our Conquerors (Uno de nuestros conquistadores, 1891), Lord Ormont and His Aminta (Lord Ormont y su Aminta, 1894) y The Amazing Marriage (El matrimonio asombroso, 1895) fueron sus últimas novelas. James Joyce, Siegfried Sassoon y Virginia Woolf lo defenderían en la siguiente generación del olvido al que las vanguardias lo empujaban8.

Si, a propósito de la protagonista de Diana of the Crossways ha podido decirse que era una mujer shakespeareana, «otra Hermione», como la llama lady Dunstane en la novela, de Clara Middleton podría decirse que, además de Hermione, podría ser otra Perdita u otra Miranda, y lo mismo habría de decirse de Leticia Dale. Meredith insistiría en sus conversaciones en que Willoughby «es todos nosotros», de manera que El Egoísta —como escribió Stevenson— podía ser «un enmascaramiento cobarde, aunque extremadamente servicial de mí mismo», de cualquier lector9. Pero lo cierto es que Meredith cambió el título que la novela tenía al ser publicada por entregas, y que identificaba exclusivamente a sir Willoughby con el Egoísta, para que su comedia narrativa ofreciera una mayor ambigüedad, tanto en lo moral como en lo que en la actualidad constituye los estudios de género, al convertirse en libro. Al margen de la idiosincrasia de los personajes a los que podríamos considerar monstruos de vanidad sin que verdaderamente podamos pensar que son acreedores al título de la novela (lady Busshe, lady Culmer, el profesor Crooklyn y el doctor Middleton, el coronel De Craye y la formidable señora Mountstuart Jenkinson, todos ellos magníficamente secundarios), solo Vernon Whitford, el librepensador lessinguiano —a pesar de que se acuse de ello a sí mismo— y su pupilo el joven Crossjay pueden decir que no son egoístas: hay en ellos una nonchalance tan marcada como la solicitud con la que piensan en los demás. Pero Leticia Dale y Clara Middleton se acusan con fundamento de egoísmo y Meredith, como narrador, aporta las pruebas de cargo necesarias.

Que las mujeres nos digan —escribe Meredith— cuál es su lado en la batalla. Nosotros no somos tanto la prueba del Egoísta en ellas como ellas lo son para nosotros. Movimientos similares de damas coronadas y sin diadema de intrépida independencia sugieren su capacidad circunstancial para ser como los hombres cuando se les da la oportunidad de cazar. En la actualidad huyen y esa es la diferencia. Nuestra manera de cazar las informa de la criatura que somos (cap. XXIII).

La opinión del narrador, sin embargo, no es determinante en una comedia. Al asociar a Leticia y a Clara con los personajes shakespeareanos de la resurrección en el romance es imprescindible que la resurrección de la que hablamos no se entienda en el sentido religioso del término, sino en un sentido distinto para el que resulta muy difícil encontrar la palabra. En sus ensayos sobre las remarriage comedies del cine clásico de Hollywood, el filósofo recientemente fallecido Stanley Cavell invocaba la ascendencia shakespeareana y emersoniana aludiendo a la superación que los personajes logran como una «revisión y transfiguración de su manera de vivir», una suerte de perfeccionismo moral10. No es probable que pueda decirse de Willoughby que el aplazamiento de sus matrimonios le haya llevado a revisar y transfigurar su manera de vivir ni a perfeccionarse moralmente. Meredith es, al respecto, magistralmente elusivo al final de la novela. Pero las experiencias de Clara y de Leticia, que culminan en sus respectivos matrimonios, constituyen una revisión y transfiguración completas de su manera de vivir. Las dos últimas menciones de la palabra «egoísta» en la novela adquieren resonancias inequívocamente shakespeareanas, lo que quiere decir que Meredith es consciente de estar escribiendo, como el autor de The Winter’s Tale (Cuento de invierno), un capítulo del texto de la vida moderna. Clara se acusa a sí misma de egoísmo y disculpa a Willoughby. Está despidiéndose de Leticia y rogándole que la ayude a olvidar quién había sido hasta entonces para encontrarse con quien verdaderamente es. El pasaje clave en lo que al egoísmo de Clara concierne es este: «Me alegraría pensar que he pasado un tiempo bajo tierra y he surgido de nuevo. Yo era la Egoísta. Estoy segura: si hubiera sido enterrada, no me habría levantado al verme tan vilmente manchada, sucia, desfigurada» (cap. XLVIII).

Pero Meredith reserva a Leticia que concluya la comedia narrativa con la última mención de la palabra «egoísta». Leticia se dirige a las tías de sir Willoughby, las señoritas Eleanor e Isabel, que conocen como nadie más en la tierra el carácter de su sobrino aunque nada pueda obligarlas a denunciarlo. Leticia no solo se acusa de egoísmo, sino que pone fin a la antigua religión que había predominado en la casa solariega, y al romanticismo que había predominado en la literatura matrimonial inglesa, y abre las puertas al matrimonio civilizado.

—Queridas señoritas —les dijo Leticia al entrar—. Voy a herirlas y me apena hacerlo, pero mejor ahora que después si voy a vivir con ustedes. Willoughby me pide una mano que no puede aportar un corazón, porque el mío está muerto. Lo repito. Solía pensar en el corazón como la parte que una mujer aporta al matrimonio para el marido. Ahora veo que ella puede consentir, y él aceptarla, sin corazón. Pero es justo que ustedes sepan a qué voy a dar mi consentimiento. Una vez fui una boba muchacha romántica; ahora soy una mujer enferma y todas las ilusiones se han desvanecido. La privación ha hecho de mí lo que una fortuna abundante suele hacer de los demás. Soy una Egoísta. No las engaño. Ese es mi verdadero carácter. Mi perspectiva juvenil de Willoughby ha cambiado por completo y soy casi indiferente al cambio. Puedo esforzarme por respetarlo; no puedo venerarlo (cap. XLIX).

Que el matrimonio civilizado —el amor moderno— tuviera que ver con el desvanecimiento de las ilusiones es una historia que requería, como Virginia Woolf advirtió para la novela, un avance. Si La prisonnière (La prisionera) de Marcel Proust11 o To the Lighthouse de la propia Woolf son un avance, o si la novela ha cedido el terreno al cine para proyectar las escenas de ese matrimonio, no forma parte de esta introducción dilucidarlo más allá de insinuar que la musa cómica podría apretar los labios.

María en la puerta de Simón, Dante Gabriel Rossetti. El pintor se inspiró en Meredith para el rostro de Cristo

1 Fustel de Coulanges, La Cité antique, París, Flammarion, 2009, pág. 104. Véase la introducción de Arnaldo Momigliano a la traducción al inglés (The Ancient City, trad. de A. Momigliano y S. C. Humphreys, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1980, págs. ix-xiv). Fustel de Coulanges y Gustave Flaubert se turnarían como raconteurs en la corte de la emperatriz Eugenia —una extranjera—, siendo realistas tan auténticos como Meredith podría ser victoriano. Véase también Patricia O’Hara, «Primitive Marriage, Civilized Marriage: Anthropology, Mythology, and The Egoist», en Victorian Literature and Culture, 20 (1992), págs. 1-24.

2 Véase George Meredith, Ensayo sobre la comedia y los usos del espíritu cómico, ed. de A. Lastra, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2017. El Ensayo sobre la comedia, que data de 1877, es la poética de El Egoísta: el Preludio de la novela retoma la escritura de ensayo «como [...] nuestro modo de leer ágil y comprehensivamente». Recordemos que Die Geburt der Tragödie (El nacimiento de la tragedia, 1872) de Friedrich Nietzsche debía buena parte de su inspiración al intento de reconstrucción de la teoría aristotélica de la comedia que había llevado a cabo el filólogo Jacob Bernays en el contexto del verdadero significado de la catarsis. Una comparación entre los conceptos «nacimiento de la tragedia» y «espíritu de la comedia», con la perspectiva del restablecimiento de la salud, resultaría esclarecedora al margen mismo de cualquier moral. Meredith se refiere a la comedia como un «específico».

3 Lampedusa reconocía en Peacock un «conocimiento meticulosamente preciso de la literatura inglesa» (Giuseppe Tomassi di Lampedusa, Letteratura inglese, Milán, Mondadori, 1991, vol. 2, pág. 125). Véase Thomas Love Peacock, Abadía Pesadilla, ed. de C. Pardo, Córdoba, El Olivo Azul, 2008.

4 Véase Virginia Woolf, «The Novels of George Meredith», en Collected Essays, Nueva York, Harcourt, 1967, vol. 1, págs. 224-232 (escrito un año después de Al faro, en 1928, como respuesta a la crítica devastadora de E. M. Forster a Meredith y publicado en la segunda serie de The Common Reader en 1932). Poco antes, Woolf había escrito otro ensayo, «The Niece of An Earl» («La sobrina de un conde»), en el que, aun alabando la osadía de Meredith para recorrer todo el espectro de las clases sociales inglesas, se preguntaba cuál «sería el arte de una época verdaderamente democrática» (págs. 219-223).

5 Véase infra cap. X: «Clara tenía el aspecto de una ninfa que hubiera contemplado demasiado tiempo al fauno e involuntariamente hubiera copiado su labio al acecho y la mirada que resbalaba largamente». Véase, sobre todo, el capítulo siguiente.

6 G. E. Lessing, «Pensamientos sobre los de Herrnhuter», en Escritos filosóficos y teológicos, ed. de A. Andreu Rodrigo, Madrid, Editora Nacional, 1982, págs. 145-152. Véase Marianne Doerfel, «British Pupils in a German Boarding School: Neuwied/Rhine 1820-1913», en British Journal of Educational Studies, 34/1 (1986), págs. 79-96.

7Beauchamps’ Career, Londres, The British Library, Historical Print Editions, 1911, cap. 48 (citado en Walter Jerrold, George Meredith. An Essays Towards Appreciation, Londres, Greening & Co., 1902, págs. 131-132).

8 Habría que añadir a la enumeración de las obras de Meredith las narraciones menores publicadas entre 1877 y 1879 y estrechamente conectadas con el Ensayo sobre la Comedia y El Egoísta: «The House on the Beach» («La casa de la playa»), «The Case of General Ople and Lady Camper» («El caso del general Ople y lady Camper») y «The Tale of Chloe» («El cuento de Cloe»), que se publicaron, como la primera versión del Ensayo sobre la comedia, en la New Quarterly Magazine. Véase George Meredith’s Essay on Comedy and Other New Quarterly Magazine Publications, A Critical Edition, by M. C. Ives, Lewisburg, Bucknell University Press, 1998. A esas narraciones habría que sumar otra inédita e inacabada, «The Gentleman of Fifty and the Damsel of Nineteen», que constituye una extraña obra maestra. Véase Alice Crossley, «I Fear I Have the Heart of a Boy: Age Consciousness and Age Difference in George Meredith’s The Gentleman of Fifty and the Damsel of Nineteen», en Nineteenth-Century Gender Studies, 13/2 (2017), disponible en <http://www.ncgsjournal.com/issue132/issue132.htm>.

9 Robert Louis Stevenson, «Books Which Have Influenced Me», Londres, Hodder & Stoughton, 1897, págs. 12-13.

10 Véase Stanley Cavell, Ciudades de palabras. Notas pedagógicas sobre un registro de la vida moral, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Valencia, Pre-Textos, 2007.

11 Véase Ramon Fernandez, «Meredith» (1926), en Messages, París, Grasset, 2009. Fernandez daba cuenta de la traducción francesa de Yvonne Canque, L’Égoïste. Comédie sous forme de récit (París, Gallimard, 1924). La prisonnière había aparecido póstumamente el año anterior.

ESTA EDICIÓN

La edición de referencia de las obras de George Meredith es la conocida como Memorial Edition publicada por Archibald Constable en Londres entre 1909 y 1911 e inmediatamente después por Scribner’s en Nueva York. En el caso de El Egoísta, reproduce sin variaciones la edición que la editorial londinense había publicado en 1897 bajo la supervisión del autor, que apenas hizo modificaciones a la primera edición en forma de libro de 1879. Como señaló George Woodcock, esas modificaciones «no representan nada más que un último pulido de una obra que estaba más cerca de la perfección que ninguna otra que [Meredith] escribiera». He anotado las tres modificaciones más significativas para una traducción y seguido la edición de 1897 en la línea de los editores posteriores a 1911. Todas las notas al pie son del editor.

He mantenido el uso de las mayúsculas en algunas de las palabras clave del libro, como «Egoísta» o «Casa», y tratado de conservar la literalidad de un estilo que tenía a su disposición todos los recursos narrativos y las matizaciones del espíritu cómico. Oscar Wilde tenía sobradas razones para admirar a Meredith.

Hay dos traducciones de El Egoísta al español, que no he podido consultar y que son difíciles de encontrar. Salvo un artículo de Alfonso Reyes, donde se refiere a El Egoísta como una «comedia en forma de relato», y vagas menciones de Jorge Luis Borges —que probablemente sugiriera la traducción en la editorial argentina Emecé—, la obra de Meredith no parece haber despertado demasiado interés en español hasta hace relativamente poco. Eugenio d’Ors anotó, para el público catalán, el interés que su obra despertó en Francia por la influencia sobre Marcel Proust.

BIBLIOGRAFÍA(POR ORDEN CRONOLÓGICO)

EDICIONES PRINCIPALES DE «THE EGOIST»

Sir Willoughby Patterne the Egoist, serial publicado en el Glasgow Weekly Herald de junio de 1879 a enero de 1880.

The Egoist. A Comedy in Narrative, Londres, C. Kegan Paul & Co., 1879, 3 vols.

The Egoist, en The Works of George Meredith, Londres, Archibald Constable & Co., 1897-1898, 36 vols. + 3 vols., vols. XV y XVI (1897).

— The Works of George Meredith, Memorial Edition, Londres, Archibald Constable & Co.; Nueva York, Scribner’s, 1909-1911, 27 vols., vols. XIII y XIV.

— Introducción de lord Dunsany, Oxford University Press, 1947.

— ed. de L. Stevenson, Boston, Houghton Mifflin, 1958.

— ed. de G. Woodcock, Harmondsworth, Penguin, 1968.

— ed. de R. M. Adams, Nueva York, Norton, 1979.

— Ware, Wordsworth Classics, 1995.

— ed. de R. C. Stevenson, Peterborough, Broadview Press, 2010.

OTRAS OBRAS DE GEORGE MEREDITH

Selected Poems of George Meredith, ed. de G. Hough, Oxford University Press, 1962.

The Letters of George Meredith, ed. de C. L. Cline, Oxford University Press, 1970, 3 vols.

George Meredith’s Essay on Comedy and Other New Quarterly Magazine Publications, A Critical Edition, by M. C. Ives, Lewisburg, Bucknell University Press, 1998.

Modern Love and Poems of the English Roadside, with Poems and Ballads, ed. de R. N. Mitchell y C. Benford, New Haven y Londres, Yale University Press, 2013.

TRADUCCIONES AL ESPAÑOL

El egoísta, trad. de R. Planas, Barcelona, Ediciones Lauro, 1945.

El egoísta, trad. de E. Díaz del Castillo, Buenos Aires, Emecé, 1945.

La rosa blanca [Farina, 1857], trad. de M. de Suert, Barcelona, Montaner y Simón, 1946.

El general Ople y lady Camper, trad. de P. Linares, posfacio de Virginia Woolf, Madrid, Ardicia, 2014.

Ensayo sobre la comedia y los usos del espíritu cómico, ed. de A. Lastra, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2017.

Amor moderno, ed. de A. Lastra, Madrid, Ápeiron Ediciones, 2019.

LITERATURA DE REFERENCIA

SCHWOB, Marcel, «George Meredith», en Spicilège, París, Mercure de France, 1896 (Ensayos y perfiles, trad. de J. Damonte, México, FCE, 1987).

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EL EGOÍSTAUNA COMEDIA NARRATIVA

PRELUDIO

Un capítulo en el que solo la última página tiene importancia

LA comedia es un juego que consiste en arrojar reflexiones sobre la vida social y que trata de la naturaleza humana en el salón de hombres y mujeres civilizados, donde el polvo de las luchas del mundo exterior, la suciedad o las colisiones violentas no son necesarios para que la corrección de la representación resulte convincente. La credulidad no ronda los sentidos impresionables ni recurrimos al pequeño brillo circular de la lente del relojero para elevar en brillante relieve muestras minuciosas de la evidencia de la incredulidad. El Espíritu Cómico concibe una situación definida para un grupo de personajes y rechaza todo lo accesorio en una busca exclusiva de esos personajes y su forma de hablar. Siendo un espíritu, acecha al espíritu en los hombres; la visión y el ardor constituyen su mérito: ni por un momento ha pensado en persuadirnos de que lo creamos. Sigamos y veremos. Pero es discutible el valor de una carrera en sus talones.

Ahora bien, el mundo está en posesión de un gran libro, el mayor libro de la tierra, que podría llamarse, de hecho, el Libro de la Tierra y cuyo título es el de Libro del Egoísmo, un libro lleno de la sabiduría del mundo. Tan lleno está de ella y de tales dimensiones es ese libro, en el que cada generación ha escrito desde que los hombres escriben, que necesita una poderosa comprensión para resultarnos provechoso.

¿Quién, dice el notable humorista en alusión a ese libro, quién puede viajar deliberadamente a través de la extensión de sus hojas, que va desde Lizard hasta la pobre morralla pulmonar de ligas que bailan de puntillas por el frío, nos dicen los exploradores, y cobran aliento con la buena suerte, como los perros con los huesos alrededor de la mesa, al borde del polo?12. Una longitud invariablemente desmesurada, profundamente remota, pesa en el corazón y nos hace envejecer al contemplarla. ¿Qué ocurre si nos las arreglamos para imprimir una de nuestras páginas en la cabellera de ese majestuoso forastero solitario? Con esfuerzo podríamos incluir al humorista en el libro, pero ¡el conocimiento que nos falta no estará más presente ante nosotros de lo que lo estaba cuando los capítulos terminaban en el acantilado que ya conocemos en Dover, donde se sienta nuestro señor y maestro contemplando el reflejo de los mares exteriores en los interiores!13.

En otras palabras, como me atrevo a traducir al humorista (los humoristas son difíciles: confundirnos forma parte de su humor), el espejo interior, el espíritu abarcador y condensador, ha de darnos esas interminables piedras miliares de materia (que se extienden casi hasta el polo) en esencia, en muestras escogidas, digeriblemente. Lo concibo indicando que el método realista de una transcripción consciente de todo lo visible, y una repetición de lo audible, es el principal responsable de nuestro exceso de cáscara y de la prolongación de lo vasto y ruidoso, de donde, como de una ciénaga sin drenar, fluye la enfermedad de la semejanza, nuestra enfermedad moderna. Estamos enfermos, cualquiera que sea la cura o la causa. Le procuramos a la ciencia el otro día un cuerpo como antídoto, lo que fue como si andarines cansados tuvieran que manejar el motor de trenes apresurados, y la ciencia nos presentó a nuestros queridos ancestros, sentados a la manera oriental, por lo que mantuvimos un parloteo primordial que rivalizara con la selva amazónica al anochecer, imaginando que estábamos curados. Antes de que rompiera el día, la enfermedad colgaba de nuevo de nosotros con la extensión de una cola. La teníamos antes y la tendremos después. Somos los mismos: animales de oferta. Eso es todo lo que sacamos de la ciencia14.

El arte es el específico. Tenemos poco que aprender de los monos y pueden quedar a un lado. Nuestra principal consideración es qué clase de práctica artística particular en las letras es la mejor para leer atentamente el libro de nuestra sabiduría común de manera que, con mentes más despejadas y modales más vivaces, escapemos, por decirlo así, de una tierra de sirenas de niebla a la luz del día y el canto. ¿Lo leeremos con la lente del relojero en círculos luminosos salidos de lo infinitesimal o señalado con ejemplos y tipos bajo la amplia provisión alpina de espíritu nacida de nuestra inteligencia social unida, en lo que consiste el Espíritu Cómico? Los sabios dicen lo último. Nos dicen que hay una tendencia constante en el libro a acumular excesos de sustancia y esa repleción, que enturbia el vaso que ofrece a la humanidad, nos vuelve imprecisos en el reconocimiento de nuestros rostros individuales: algo peligroso para la civilización. Esos sabios se muestran firmes en su opinión de que deberíamos alentar el Espíritu Cómico, que es, al fin y al cabo, un retoño nuestro que da relieve al libro. La comedia, dicen, es la verdadera diversión, del mismo modo que es la clave del gran libro, la música del libro. Nos dicen cómo condensa secciones enteras del libro en una frase, volúmenes en un personaje, de manera que una buena parte de un libro que al desenrollarse cubre miles de leguas se resume en una situación cómica.

Verdaderamente, nos dicen, hemos de leer cuanto podamos de ese libro, al menos la página que tenemos delante, si queremos ser hombres. Alguien, con el índice en el libro, exclama con un estilo perdonable por su fervor: el remedio de nuestra espantosa aflicción está aquí, en la destiladora de la comedia, no en la ciencia ni en la velocidad, que no es más que otro nombre para la voracidad. Para estar vivos, para la agilidad del alma, ha de haber diversidad en los latidos acompasados de nuestro pulso. Examinémoslos. Se agolpan como las patas del caballo percherón o hacen su trabajo como los sacudidores de polvo de las alfombras o el péndulo de la casa de campo que enseña al niño la hora con la sencilla aritmética de la medianoche. También esto a pesar de Baco. Dejémoslos galopar; dejémoslos galopar con el dios tirando de las riendas; galopen al Himen o galopen al Hades, pulsan la misma nota. ¡La monstruosa arpía de la monotonía nos rodea como si tuviera los brazos de Anfítrite!15. Oímos un grito de guerra como diversión. Ese alguien se refiere a la comedia como a nuestro modo de leer ágil y comprehensivamente. La comedia propone la corrección de la pretenciosidad, de la inflación, de la estupidez, de los vestigios de crudeza y grosería que encontramos en nosotros. Es la última civilizadora, la refinadora, una dulce cocinera. Aunque, nos dice, la comedia vigila nuestro sentimentalismo con una vara de abedul, no se opone al romance. Podemos amar, y amar con calidez, mientras seamos honestos. No ofendamos a la razón. Un enamorado demasiado pretencioso caerá en su trampa. En la comedia es la escena singular de la caridad que surge del desdén bajo el golpe de la risa honorable: un Ariel liberado por la varita de Próspero de las cadenas de la maldita bruja Sycorax16. Esa risa de la razón refrescada florece como la mágica galerna de la taimada primavera que se decanta por el verano. La oímos darle a ese delicado espíritu su libertad. Escuchemos, por comparación, una sociedad sin levadura: ¡un mugido semejante al de una vaca lechera después de ordeñarla! ¡Ah un eclesiástico titulado que amenazara con la excomunión algo tan profano! Tal vez un entusiasta, pero habría que oírlo.

Respecto al patetismo, ningún barco puede zarpar sin él ni estamos por completo faltos de patetismo, que, no sabría exactamente decir qué es si no el balasto reducible a humedad mediante un proceso patente, está a bordo de nuestro moderno bajel, pues no puede ser la carga y la provisión general de agua tiene otros usos, y los barcos con un buen cargamento de ello parecen navegar de una manera más pesada: hay un toque de patetismo. El Egoísta seguramente inspira piedad. El que desea vestirse a costa de cualquiera y, a causa de ese deseo, es condenado a desnudarse por completo, ese, si el patetismo ha tenido forma alguna vez, podría ser tomado por la persona en cuestión. Solo que no le está permitido arremeter contra nosotros, arrollarnos y salpicarnos de gotas saladas. Esa es la innovación.

Tal vez lo hayamos conocido fuera de sí, como a un caballero de nuestro tiempo y nuestro país, rico y bien situado, con una figura sin flexibilidad, hagamos lo que hagamos con él, cuyo humor apenas turba la superficie ni es indistinguible salvo para duendes penetrantes, perversos, cuyos golpes bajos imperceptiblemente inadecuados a su dignidad han vuelto conscientes a los ángeles literariamente tiernos de algo cómico en él, cuando tuvieron, todos a una, que describir sin rodeos al caballero en el encabezamiento del registro (la brevedad es de agradecer) como un caballero de familia y propiedades, un ídolo de una isla decorosa que admira lo concreto. Los duendes tienen su extraña perversidad para iluminar una visión detectivesca: les gusta malignamente descubrir el ridículo en figuras imponentes. Dondequiera que avistan el Egoísmo plantan sus tiendas, se acuclillan en círculo y apagan sus linternas, seguros del absurdo que se aproxima. Tan seguros que, si cogen a un caballero inglés cuyo juego han espiado, no lo sueltan hasta que empieza sin darse cuenta a retozar y hacer el ganso, sin saberlo, en su salsa, que es el aroma de la caza. Enseguida se retuercen, Egoísta y duendes. Han custodiado una gran casa durante siglos y presenciado el nacimiento de todos los nuevos herederos en sucesión, tomando diligentemente notas de confirmación para chocar las manos y cantar a coro en uno de los alegres corros alrededor del tambaleante pilar de la casa cuando les llega su turno, como si hubieran (posiblemente lo hayan hecho) olfateado de antiguo un condenado coloso de Egoísmo en el heredero no nacido ni concebido de la cepa familiar. No se atreverán a reírse mientras el Egoísmo sea valiente, sobrio, socialmente valioso, nacionalmente útil. Esperan.

En otro tiempo un Egoísmo grande y viejo construyó la Casa. Podría parecer que esencias suyas cada vez más tenues hicieran falta para sostener la estructura, pero en especial parece que una reversión al grosero original, por debajo de la máscara y en una vena de finura, sea un terremoto en los cimientos de la Casa. Habría sido mejor no consentir el movimiento y aferrarse tercamente a los usos ancestrales que haber alimentado ese espectro anacrónico. La vista, sin embargo, hará que nuestros duendes acuclillados en círculo se inquieten, mientras aguzan la mirada y aprestan el oído, para el comienzo del drama cómico del suicidio. Aunque este verso no se encuentre aún en nuestra literatura,

Se mató a sí mismo por amarse tanto,

admitámoslo como su epitafio.

12 El Libro del Egoísmo cubriría desde la península de Lizard en Cornualles hasta el norte de las Islas Británicas.

13 Alusión al acto IV del Rey Lear de Shakespeare. Meredith contrapone el Espíritu Cómico a la tragedia.

14 El debate sobre la evolución era relativamente reciente en Inglaterra tras la publicación en 1859 de El origen de las especies de Charles Darwin.

15 Himen (matrimonio), Hades (infierno), Anfítrite (la ninfa que acogía en su seno a los ahogados).

16 Alusión al acto I de La tempestad de Shakespeare.

I

Un incidente menor que muestra una aptitud hereditaria para el uso del cuchillo

HUBO una vigilancia ominosamente ansiosa de ojos visibles e invisibles sobre la infancia de Willoughby, quinto descendiente de Simon Patterne, de Patterne Hall, cabeza de la familia, abogado, hombre de sólidas adquisiciones y denodada ambición, que había entendido perfectamente el trabajo de fundación de una Casa y estaba dotado del poder de decir no a los primeros agentes de destrucción: los parientes al acecho. Lo dijo con el énfasis resonante de la muerte a los hijos más jóvenes17. Si el roble ha de convertirse en un árbol majestuoso hemos de protegerlo del acaparamiento de leña. Tampoco el árbol infestado de parásitos prospera. Realmente podemos decir que una gran Casa vive en sus inicios del cuchillo. El suelo es fácil de conseguir, y lo son los ladrillos, y una esposa, y los hijos vienen con desearlos, pero el uso vigoroso del cuchillo es un don natural y apunta al crecimiento. Los Patterne pobres eran numerosos cuando la quinta cabeza de la raza era la esperanza de su condado. Un Patterne estaba en los marines.