El enigma de Blackthorn - Kevin Sands - E-Book

El enigma de Blackthorn E-Book

Kevin Sands

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En ésta, su impresionante novela debut, Kevin Sands arrastra a los lectores a una cardiaca aventura llena de misterio. "No muestres a nadie esto que te he confiado", esas fueron las palabras que escuchó Christopher Rowe un día cualquiera, de los labios de su mentor, Maestro Benedict Blackthorn. Hasta ese momento podía jurar haberse sentido pleno y feliz. Incluso después de haber sufrido alguna que otra explosión en su laboratorio, Chris había cultivado una vida pacífica instruyéndose en las artes alquímicas, creando poderosos medicamentos y pociones alucinantes en la botica de su maestro, y descubriendo en ella cómo resolver complicados códigos de encriptación e insospechados enigmas. Sin embargo, cuando un misterioso culto comienza a rondar las boticas de Londres, el rastro mortífero apunta cada vez más cerca de Blackthorn. El tiempo se acaba y Chris debe usar cada habilidad aprendida para desvelar la llave a un terrible secreto, un poder que puede terminar con el mundo, tal y como lo conocemos.

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ADVERTENCIA

Las fórmulas y remedios de este libro eran empleados por boticarios de verdad. Hay una razón para que ya no se usen: algunos son intrincados, otros peligrosos, y unos más, sencillamente mortíferos, así que, como se dice, no intentes nada de esto en casa. En serio.

JUEVES 28 DE MAYO DE 1665

DÍA DE LA ASCENCIÓN

Lo descubrí.

El maestro Benedict dijo que no le sorprendía en lo más mínimo. Según él, a lo largo de los últimos tres años varias veces estuvo seguro de que eso pasaría, pero sólo en la víspera de mi cumpleaños número catorce lo deduje con tal claridad que pensé que Dios mismo me lo había susurrado al oído.

Mi maestro piensa que ocasiones como ésta deberían recordarse, así que, siguiendo sus instrucciones, he escrito mi fórmula. Él me sugirió el título.

La idea más estúpida del universo

Por Christopher Rowe,

aprendiz del maestro Benedict Blackthorn, boticario

Método de manufactura:

Fisgonea las anotaciones privadas de tu maestro. Encuentra una fórmula con las palabras encerradas en un código secreto y descífralo. A continuación, roba de las reservas de tu maestro los componentes necesarios. Finalmente —y éste es el paso más importante—, ve con tu mejor amigo, un chico tenaz tan falto de criterio como tú, y pronuncia estas palabras: Construyamos un cañón.

CAPÍTULO

1

—Construyamos un cañón —dije.

Tom no me estaba escuchando. Concentradísimo, con la lengua entre los dientes, se armaba de valor para un combate con el oso negro disecado que presidía el rincón de la entrada de la botica de mi maestro. Se quitó la camisa de lino y la arrojó con actitud heroica hacia las copas de antimonio que brillaban en la mesa exhibidora junto al fuego. De la repisa de roble más cercana tomó la tapa esmaltada de un frasco de boticario —el Fuera Verrugas de Blackthorn, según el garabato en la etiqueta— y se cubrió con ella: un escudo de porcelana en miniatura. En la mano derecha, el rodillo se tambaleaba amenazante.

Tom Bailey, hijo de William el panadero, era la mejor imitación de soldado que hubiera visto jamás. Aunque sólo era dos meses mayor que yo, ya era treinta centímetros más alto y tenía complexión de herrero, si bien un poco rechoncho, debido a que siempre hurtaba las empanadas de su padre. Y en la seguridad de la botica, lejos de los horrores de la batalla, de la muerte, el dolor e incluso de un leve regaño, la valentía de Tom no tenía igual.

Miró al oso inanimado. El piso crujía mientras él se acercaba hasta quedar al alcance de sus garras, siniestramente curvas. Empujó la vitrina, con lo que las balanzas de latón tintinearon. Luego alzó su garrote enharinado a manera de saludo. En respuesta, la bestia congelada rugió en silencio; los casi tres centímetros de dientes eran una promesa de muerte… o al menos de varios tediosos minutos que tardaría en sacarles brillo.

Me senté detrás del mostrador, con las piernas colgando, y comencé a dar taconazos contra la madera de cedro tallada. Yo podía ser paciente. Con Tom a veces era necesario: su mente funcionaba de forma extraña.

—¿Se cree que puede robarse a mis ovejas, señor Oso? —dijo—. Hoy no tendré clemencia —y de pronto se detuvo, con el rodillo a media arremetida. Yo prácticamente podía ver el mecanismo de relojería girar en su cabeza—. Espera… ¿Qué? —volteó a verme, intrigado—. ¿Qué dijiste?

—Construyamos un cañón —repetí.

—¿Eso qué significa?

—Exactamente lo que crees que significa. Construyamos un cañón, tú y yo. Ya sabes —extendí las manos—. ¿Pum?

—No podemos hacer eso —dijo Tom con el ceño fruncido.

—¿Por qué no?

—Porque la gente simplemente no puede construir cañones, Christopher.

Lo dijo como si le estuviera explicando a un niño pequeño y retrasado por qué no debe intentar comerse el fuego.

—Pero así es como existen los cañones —le dije—: la gente los construye. ¿Crees que Dios los envía desde el cielo durante la Cuaresma?

—Ya sabes a qué me refiero.

—No entiendo por qué no te emocionas —dije cruzando los brazos.

—Quizá porque nunca te veo arriesgando el pellejo en tus propios planes.

—¿Qué planes?

—Me pasé toda la noche vomitando esa pócima de fuerza que inventaste —dijo.

Es cierto que ese día se veía un poco ojeroso.

—Ah, sí. Perdón —le dije con un gesto de dolor—. Creo que le puse demasiado caracol negro. Necesitaba menos.

—Lo que necesitaba era un poco menos de Tom.

—No seas delicado —le reproché—. De todas maneras, vomitar te hace bien: equilibra los humores.

—Me gustan mis humores tal como están.

—Pero ahora tengo una fórmula —tomé el pergamino que estaba apoyado en la pesa de monedas sobre el mostrador y lo agité frente a él—. Una de verdad. Del maestro Benedict.

—¿Cómo puede haber una fórmula para un cañón?

—No para todo el cañón: sólo la pólvora.

Tom se quedó quieto. Revisó los frascos a su alrededor, como si entre los cientos de pociones, hierbas y polvos que rodeaban la botica hubiera un remedio que pudiera librarlo de ésta. Al fin dijo:

—¡Eso es ilegal!

—Conocer una fórmula no es ilegal —dije.

—Prepararla sí.

Era cierto. Sólo los maestros, que además sean poseedores de una Cédula Real, tienen permitido mezclar la pólvora. Faltaba mucho para cumplir con cualquiera de las dos condiciones.

—Y hoy Lord Ashcombe está en las calles —dijo Tom.

Eso sí que me hizo detenerme.

—¿Lo viste?

Asintió con la cabeza.

—En Cheapside, cuando salí de la iglesia. Iban con él dos guardias reales.

—¿Y qué aspecto tiene?

—Malvado.

Malvado era exactamente como lo había imaginado. Lord Richard Ashcombe, barón de Chillingham, era un devoto general del rey Carlos, y guardia de Su Majestad aquí en Londres. Se encuentra a la caza de una banda de asesinos en la ciudad. En los últimos cuatro meses cinco hombres habían sido asesinados en su propia casa. Cada uno había sido amarrado y torturado, y con un tajo en el estómago, los habían dejado desangrarse hasta morir.

Tres de las víctimas habían sido boticarios, un hecho que me había tenido en vilo, y sospechando de asesinos en las sombras todas las noches. Nadie sabía con certeza qué buscaban los asesinos, pero que Lord Ashcombe estuviera aquí significaba que el rey se estaba tomando en serio el asunto. Lord Ashcombe tenía fama de deshacerse de hombres hostiles a la Corona, normalmente clavando sus cabezas en picas en la plaza pública.

De todas formas, no teníamos que ser tan cautelosos.

—Lord Ashcombe no va a venir aquí —lo dije tanto para tranquilizarme a mí como a Tom—. No hemos matado a nadie. Y no es muy probable que un enviado del rey pase por aquí a comprar un supositorio, ¿o sí?

—¿Y tu maestro? —dijo Tom.

—Él no necesita un supositorio.

Tom hizo una mueca.

—Me refiero a que si él no va a regresar. Ya casi es la hora de la cena —dijo hora de la cena con cierta añoranza.

—El maestro Benedict ha comprado la nueva edición del herbario de Culpeper —le dije—. Está en la cafetería con Hugh. Estará ahí horas.

Tom se apretó el escudo de cerámica contra el pecho.

—Esto no es buena idea.

Di un brinco para bajar del mostrador y sonreí.

Para ser boticario debes de entender esto: la fórmula lo es todo.

No es como hornear un pastel. Las pociones, ungüentos, jaleas y polvos que preparaba el maestro Benedict —con mi ayuda— necesitaban un equilibrio increíblemente delicado. Si faltaba una cucharadita de polvo de nitro o te pasabas de anís, tu maravilloso nuevo remedio para la hidropesía cuajaba hasta convertirse en un inservible menjurje verde.

Pero las fórmulas nuevas no caían del cielo: tenías que descubrirlas. Eso tomaba meses o hasta años de trabajo. También costaba una fortuna: componentes, aparatos, carbón para alimentar el fuego, hielo para enfriar la tina. Sobre todo, era peligroso. Fuegos abrasadores, metales fundidos, elíxires que olían bien pero devoraban tus entrañas, tinturas que parecían tan inofensivas como el agua pero que exhalaban invisibles gases mortíferos. Con cada nuevo experimento, tu vida estaba en riesgo. Así, una fórmula exitosa es mejor que el oro…

… si puedes leerla.

Tom se rascó una mejilla.

—Pensé que tendría más palabras y cosas así.

—Está en clave —le dije.

—¿Por qué siempre están en clave? —suspiró.

—Porque otros boticarios harán todo lo que esté en sus manos para robar tus secretos. Cuando tenga mi propia botica —dije con orgullo—, voy a mantener todo cifrado. Nadie vendrá a robarse mis fórmulas.

—A nadie van a interesarle tus fórmulas. Excepto a los envenenadores, supongo.

—Ya te ofrecí una disculpa.

—Tal vez esto esté en código porque el maestro Benedict no quiere que nadie lo lea —dijo Tom—. Y por nadie me refiero a ti.

—Él me enseña nuevas claves todas las semanas.

—¿Te enseñó ésta?

—Estoy seguro de que planeaba hacerlo.

—Christopher.

—Pero ya lo resolví. Mira —dije señalando la anotación ↓M08→—, es una clave para la sustitución: dos números representan una letra. Esto te dice cómo intercambiarlos. Empieza con 08, sustitúyelo con la letra M. Luego cuenta hacia adelante. Entonces, 08 es M, 09 es N, etcétera. Así —y le mostré la tabla con mis soluciones.

ABCDEFGHIJKLM22232425260102030405060708
NOPQRSTUVWXYZ09101112131415161718192021

Tom miraba la clave y el bloque de números arriba de la página.

—Así que si sustituyes los números con las letras indicadas…

—… descifras el mensaje —le di la vuelta al pergamino para mostrarle la traducción que había anotado en el reverso.

Pólvora

Una parte de carbón. Una parte de azufre. Cinco partes de salitre.Muela por separado. Mezcle.

Y eso hicimos. Nos instalamos en la mesa más grande, la más alejada de la chimenea, gracias al sensato comentario de Tom de que la pólvora y las llamas no son amigas. Tom retiró de la mesa las cucharas para sangrías y trajo los morteros que estaban en la ventana cerca del oso, mientras yo sacaba los componentes de los frascos en las repisas.

Molí el carbón. Nubes de hollín flotaron en el aire y se mezclaron con el olor a tierra de las raíces secas y hierbas que colgaban de las vigas. Tom, que miraba inquieto hacia la puerta, temeroso de que mi maestro se apareciera, se ocupó del salitre y machacó los cristales, que podían confundirse con sal de mesa común y corriente. El azufre ya era un fino polvo amarillo, así que mientras Tom mezclaba los componentes, yo fui al fondo del taller por un trozo de tubo de latón sellado en un extremo. Con un clavo ensanché un agujero cerca del extremo sellado. Por ahí deslicé un trozo de cordón color ceniza.

—¿El maestro Benedict tiene mecha para cañón? —Tom levantó las cejas.

—La usamos para encender cosas que están lejos.

—Las cosas que tienen que encenderse desde lejos probablemente ni siquiera deban encenderse, ¿no crees?

La mezcla que obtuvimos parecía inofensiva: un simple y fino polvo negro. Tom lo vertió por el extremo abierto mientras yo sostenía el tubo. Un poco se escurrió por un lado y granos de carbón se desperdigaron por el suelo. Empujé el polvo en el tubo con estopa.

—¿Y qué vamos a usar como bala? —preguntó Tom.

El maestro Benedict no tenía en la botica nada que pudiera entrar por el tubo y quedar ajustado. Lo mejor que conseguí fue un puñado de municiones que usábamos para hacer viruta para poner en nuestros remedios. Descendieron rayando el latón y cayeron con un sonido apagado sobre la estopa del fondo.

Ahora necesitábamos un blanco, y pronto. Juntar todo había tomado mucho más tiempo de lo que imaginé, y aunque le había dicho a Tom que mi maestro no volvería, sus idas y venidas no eran exactamente predecibles.

—No vamos a disparar esta cosa afuera —dijo Tom.

Tenía razón. A los vecinos no les haría mucha gracia que unas municiones pasaran volando por su sala, y por tentador que fuera como blanco, el castor disecado sobre el mantel, era todavía menos probable que el maestro Benedict supiera apreciar una guerra contra los animales que decoraban su botica.

—¿Y qué tal eso? —del techo, cerca de la chimenea, colgaba un pequeño caldero de hierro—. Podemos disparar a su fondo.

Tom hizo a un lado las copas de antimonio de la otra mesa para dejar espacio para colocar el caldero. Levanté nuestro cañón y lo presioné contra mi abdomen para mantenerlo firme. Tom arrancó un trozo de pergamino de la fórmula descifrada y lo puso frente al fuego hasta que se encendió, luego encendió la mecha del cañón. Saltaron chispas que corrieron por la mecha como un avispón en llamas. Tom se tiró detrás del mostrador y se asomó por el borde.

—Observa —le dije.

La explosión prácticamente me voló las orejas. Vi un estallido y mucho de humo, y luego el tubo, dando un culatazo como buey enojado, se me clavó justo entre las piernas.

CAPÍTULO

2

Caí sobre el suelo como un costal de trigo. El cañón rebotó en la madera junto a mí y se fue rodando, sacando humo de un extremo. Oí una voz a lo lejos:

—¿Estás bien?

Me hice un ovillo, con las manos en la entrepierna e intenté no vomitar.

Nubes de humo salían por todas partes, como si el aire mismo se hubiera puesto gris. Apareció Tom entre la bruma, agitando las manos y tosiendo.

—Christopher, ¿estás bien?

—Mmmmjjjjuú —dije.

Tom revisó la botica en busca de algún remedio que pudiera ayudarme, pero lamentablemente no había ningún Cataplasma Blackthorn para el Dolor de las Partes Pudendas. De pronto dijo con voz ahogada:

—¿Christopher?

Miré hacia el humo con los ojos entrecerrados. Ahí vi el problema. Yo no era el único que había recibido un golpe en los bajos: el caldero al que tan cuidadosamente había apuntado no tenía ni un rasguño, mientras que el oso de la esquina ahora tenía una buena razón para estar enojado. Las municiones del cañón habían hecho jirones el pelaje entre sus piernas. Gruñó con silenciosa indignación mientras sus entrañas de paja caían entre sus patas.

Tom sujetó su cabeza entre las manos.

—Tu maestro nos va a matar —dijo.

—Espera, espera —dije, mientras el dolor era lentamente reemplazado por el abismo de terror que me crecía en la barriga—, podemos arreglarlo.

—¿Cómo? ¿Tienes una entrepierna de oso de repuesto allá atrás? —gimió Tom apretándose las mejillas.

—Sólo… déjame pensar —dije, y como era de esperarse, justo en ese momento llegó el maestro Benedict.

Ni siquiera había entrado del todo cuando se detuvo con una sacudida. Mi maestro, tan alto que tenía que agacharse para atravesar la puerta, se quedó ahí, encorvado, con los largos rizos negros de su peluca balanceándose en la brisa vespertina. Llevaba apretado contra el pecho con sus brazos enclenques un gran libro forrado en piel: el nuevo herbario de Culpeper. Debajo de su abrigo de terciopelo oscuro se asomaba su faja de cáñamo color vino, de treinta centímetros de ancho, amarrada a su cintura. Estaba cubierta de bolsillos, no mucho más altos que el pulgar de un hombre. En cada uno estaba metida una ampolleta de vidrio taponada con corcho o cera. Había más compartimentos, con toda clase de objetos útiles: pedernales y yesca, pinzas, una cuchara de plata de mango largo. Mi maestro había diseñado su faja para llevar componentes y remedios, al menos los que yo no tenía que llevar a cuestas tras él cuando salíamos a alguna visita a domicilio.

El maestro Benedict miró el cañón, que había salido rodando, todavía arrastrando una estela de humo, para detenerse a sus pies. La trayectoria de sus ojos entrecerrados fue del tubo a nosotros dos, que seguíamos en el suelo.

—Entremos, Benedict —tronó una voz detrás de él—. Aquí afuera hace frío.

Un hombre fornido pasó haciendo a un lado a mi maestro y se sacudió el polvo del abrigo con ribetes de piel. Era Hugh Coggshall, quien quince años antes se había graduado de aprendiz con el maestro Benedict. Ahora también él era maestro y tenía un taller privado en un distrito vecino.

Frunció la nariz.

—Huele como a… —guardó silencio al vernos a Tom y a mí. Se cubrió la boca y miró de reojo a mi maestro.

Me moví con toda cautela y me levanté del piso para ponerme frente a él. Tom estaba a mi lado, rígido como estatua.

En la frente del maestro Benedict latía una vena oscura y abultada. Cuando habló, su voz sonó como hielo.

—¿Christopher?

Tragué saliva.

—¿Sí, maestro? —tartamudeé.

—¿Hubo una guerra en mi ausencia?

—No, maestro.

—¿Un pleito entonces? ¿Una discusión sobre la política de la corte? —sus palabras rezumaban sarcasmo—. ¿Los puritanos volvieron a tomar el Parlamento y derrocaron a nuestro restituido rey?

—No, maestro —mi rostro estaba ardiendo.

—Entonces, ¿tal vez podrías explicar por qué en el santo nombre de Dios le disparaste a mi oso? —dijo con un rechinido de dientes.

—No fue mi intención —dije. Tom, a mi lado, asentía vigorosamente con la cabeza—. Fue un accidente.

Esto pareció enfadarlo todavía más.

—¿Querías darle al castor y fallaste?

Yo mismo no confiaba en lo que pudiera decir. Señalé al caldero, que seguía tirado en la mesa exhibidora cerca del fuego. El maestro Benedict se quedó unos momentos en silencio, y luego dijo:

—¿Disparaste… balas de plomo… a un caldero de hierro… a dos metros de distancia?

Miré a Tom.

—Yo… nosotros… ¿sí?

Mi maestro cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Luego se inclinó hacia nosotros.

—Thomas —dijo.

Tom empezó a temblar. Pensé que se desmayaría.

—¿Sí, señor?

—Vete a tu casa.

—Sí, señor —Tom se fue sigiloso, mientras hacía torpes reverencias una y otra vez. Tomó su camisa de la mesa exhibidora y, con un portazo, corrió a toda prisa por la calle.

—Maestro —comencé.

—Silencio —me dijo bruscamente.

Me quedé callado.

En casos como éste, normalmente el aprendiz —yo— recibiría una sincera y contundente paliza, pero en los tres años que había vivido con el maestro Benedict, él no me había golpeado ni una sola vez. Esto era tan fuera de lo normal que pasé un año a su cuidado antes de comprender que nunca recibiría castigo físico. Tom, a quien su padre lastimaba a diario, pensaba que eso era injusto. A mí me parecía más que justo, tomando en cuenta que había pasado los primeros años de mi vida en el orfanato Cripplegate, donde los maestros repartían golpes como si fueran dulces en una búsqueda de huevos de Pascua.

De todas formas, a veces como que deseaba que el maestro Benedict me golpeara, pero en vez de eso tenía una forma peculiar de mirarme cuando hacía algo malo. Su decepción me horadaba el pecho: se me hundía en el corazón y ahí se quedaba.

Como ahora.

—Deposité en ti mi confianza, Christopher —dijo—. Todos los días. Nuestra botica. Nuestro hogar. ¿Y así le pagas?

Incliné la cabeza.

—Yo… yo… No intentaba…

—Un cañón —dijo echando chispas—. Podrías haberte quemado los ojos. El tubo pudo explotar. Y si le hubieras atinado al caldero, ¡el Señor ha de amar a los tontos!, pues no entiendo cómo pudiste fallar el tiro, hubiera pasado las Navidades raspando tus restos de las paredes. ¿Qué no tienes sentido común?

—Lo siento —balbuceé.

—Y le disparaste a mi condenado oso.

Hugh resopló.

—No lo alientes —dijo el maestro Benedict—. Tú ya me diste toda una vida de problemas.

Hugh levantó las manos como para apaciguarlo. El maestro se dirigió de nuevo a mí y dijo:

—¿Y de dónde sacaste la pólvora?

—Yo la hice —respondí.

—¿Tú la hiciste?

Finalmente pareció prestar atención a los frascos en la mesa, y entonces vio el pergamino con el código que Tom y yo habíamos dejado junto a ellos. Mi maestro lo miró de cerca, le dio la vuelta. Yo no podía interpretar su expresión.

—¿Tú descifraste esto? —dijo.

Asentí con la cabeza.

Hugh le quitó la hoja a mi maestro y la examinó, luego volteó a verlo. Parecía estar pasando algo entre ellos, pero yo no sabía qué pensaban. De pronto me sentí esperanzado. A mi maestro siempre le alegraba que lo sorprendiera con algo nuevo. Tal vez sabría apreciar que hubiera resuelto el enigma solo.

O tal vez no. El maestro me picó las costillas con su dedo huesudo.

—Ya que te sientes tan creativo, me gustaría que escribieras tu fórmula para la pequeña aventura de hoy… treinta veces. Y luego la escribirás otras treinta veces, en latín. Pero antes de eso ordenarás esta sala. Cuando todo esté en su lugar, asearás el piso. La botica, el taller y todos los escalones de esta casa. Hoy. Hasta el techo.

¿El techo? Ahora sí quería llorar. Sabía que esta tarde no me había portado muy bien que digamos, pero los aprendices ya estábamos agotados de tanto trabajar. Puede ser que el maestro Benedict fuera más amable que cualquier otro que yo conociera, pero mis deberes no eran distintos. Mis días empezaban antes de que el gallo cantara a las seis. Tenía que despertarme y preparar la botica, atender a los clientes, ayudar a mi maestro, practicar por mi cuenta, estudiar… hasta mucho después de la puesta del sol. Luego tenía que guardar todo, preparar la última comida del día y limpiar la tienda para que estuviera lista al día siguiente antes de finalmente irme a dormir en mi jergón, el colchón de paja que me servía de cama. Mis únicos descansos eran los domingos y los pocos días festivos. Ahora estábamos justo en medio de una doble fiesta que sólo ocurre una vez cada década: hoy, el Día de la Ascensión; y mañana, Día de la Manzana del Roble. Todo el año había estado soñando con este descanso.

De acuerdo con los documentos de mi formación como aprendiz, el maestro Benedict no debía hacerme trabajar en días festivos. También es cierto que yo no debía robar sus mercancías, preparar pólvora o disparar a los osos disecados. O a ningún oso, en realidad. Así que sólo dejé caer los hombros y dije:

—Sí, maestro.

Regresé las cacerolas y los componentes a las repisas. Mi maestro tomó nuestro cañón y lo escondió en la parte trasera del taller. Pasé los siguientes minutos recogiendo municiones manchadas de hollín, que habían rodado por todos los rincones de la botica. Luego me quedé pensando qué hacer con el pobre oso.

El maestro Benedict colgó su faja de boticario con las ampolletas de componentes y remedios detrás del mostrador, antes de desaparecer en el fondo. Desvié la vista de la faja para ver al oso en la esquina. Si cosíamos algunos bolsillos en una manta y la ceñíamos alrededor de las caderas del oso…

—Yo en tu lugar no haría eso.

Hugh estaba apoltronado en la silla junto al fuego, hojeando el nuevo herbario de mi maestro. Habló sin levantar la vista.

—No iba a usar esa faja —dije—, pero no lo puedo dejar así —lo pensé durante unos momentos—. ¿Y si le ponemos unos pantalones?

—Eres un chico raro —dijo Hugh moviendo la cabeza.

Antes de que pudiera responderle, la puerta de la calle rechinó al abrir. Olí al hombre antes de verlo: era un tufo de perfume de agua de rosas y sudor que hacía fruncir la nariz.

Era Nathaniel Stubb, un boticario que tenía su tienda a dos cuadras. Venía caminando como pato a viciar nuestro aire una vez a la semana. Esa vez pasó para espiar a su competencia más cercana, si es que competencia era la palabra. Nosotros vendíamos verdaderos remedios, mientras que él hacía dinero vendiendo las Píldoras Orientales Curalotodo de Stubb que, de acuerdo con los volantes que les encajaba a los transeúntes en las esquinas, sanaban todas las dolencias, desde la sífilis hasta la peste. Según sé, el único efecto real de las píldoras de Stubb era disminuir el peso de tus ingresos.

De todas formas, sus clientes las compraban por montones. A Stubb le gustaba exhibir sus ganancias: anillos con piedras preciosas le apretaban los dedos gordos, llevaba en la mano un bastón con empuñadura de plata en forma de serpiente, un jubón de brocado ajustado sobre una brillante camisa de seda. La parte inferior de la camisa sobresalía ridículamente por la bragueta abierta: supuestamente a la última moda. Se veía como si los calzones se le hubieran llenado de merengue.

Stubb hizo un gesto seco con el bastón hacia Hugh:

—Coggshall.

Hugh asintió con la cabeza para devolver el saludo.

—¿Dónde está? —preguntó Stubb.

Hugh se me adelantó a responderle:

—Ocupado.

Stubb se ajustó el jubón y observó la botica. Como de costumbre, su mirada se detuvo en las repisas detrás del mostrador, donde guardábamos nuestros componentes más valiosos, como el polvo de diamantes y el oro molido. Finalmente reparó en mí, que estaba de pie a su lado.

—¿Tú eres el aprendiz?

Como era día festivo, no llevaba puesto el delantal azul que todos los aprendices teníamos que usar. Entonces me di cuenta de que eso lo confundía, pues yo sólo había vivido aquí tres años.

—Sí, maestro Stubb —asentí.

—Entonces ve por él.

Su orden me puso en un aprieto. Oficialmente, yo sólo tenía que obedecer las órdenes de mi maestro. Por otra parte, no mostrar el más absoluto respeto a otro maestro podía meterte en serios problemas con el Gremio de Boticarios, y Stubb no era el tipo de hombre al que quisieras contrariar. De todas formas, algo en la actitud de Hugh me hizo pensar que sería mejor que Stubb no hablara hoy con el maestro Benedict, así que cometí el segundo error de la noche: dudé en cumplir la orden.

Stubb me asestó un golpe.

Me dio un porrazo en un lado de la cabeza con el extremo de su bastón. Sentí una punzada de dolor cuando los colmillos de plata del pomo con forma de serpiente me mordieron el lóbulo derecho. Me caí encima de la vitrina y me llevé la mano a la oreja, gritando no sólo de dolor sino de sorpresa.

Stubb frotó el bastón en la manga de su jubón, como si el contacto conmigo lo hubiera contaminado.

—Te dije que fueras por él.

La expresión de Hugh se ensombreció.

—Ya le dije que Benedict está ocupado, y el muchacho no es suyo, así que guárdese las manos.

Stubb sólo se veía aburrido.

—Tampoco es suyo, Coggshall, así que guárdese sus palabras.

El maestro Benedict apareció por la puerta detrás del mostrador, limpiándose las manos con un trapo. Asimiló la escena con el ceño fruncido.

—¿Qué quiere, Nathaniel? —le dijo.

—¿No se enteró? Hubo otro asesinato —sonrió—. Pero tal vez usted ya lo sabía.

CAPÍTULO

3

Hugh cerró el libro que estaba leyendo sin quitar los dedos de las páginas. El maestro Benedict puso el trapo sobre el mostrador y lentamente le estiró las orillas.

—¿A quién? —preguntó.

Otro boticario, pensé, y el corazón se me aceleró. Sin embargo, ahora fue alguien más.

—Un profesor de Cambridge —Stubb le clavó cada palabra al maestro Benedict como si fuera una aguja—. Rentó una casa en Riverdale para el verano. Su nombre era Pembroke.

Los ojos de Hugh giraron hacia mi maestro.

—La chica de la lavandería lo encontró —explicó Stubb—. Con las tripas de fuera, igual que a los demás. Lo conocías, ¿no es así?

Stubb parecía un gato acorralando a un ratón. Pensé que se pondría a ronronear.

El maestro Benedict lo miró con calma.

—Christopher.

—¿Yo?

—Ve a limpiar la jaula de las palomas —me pidió.

Por supuesto. ¿Por qué querría quedarme? ¡Como si me importara algo que un hombre que conocía a mi maestro fuera asesinado! Pero un aprendiz no tenía derecho de réplica, así que me puse en marcha, refunfuñando.

La planta baja de nuestra casa tenía dos habitaciones destinadas al negocio de mi maestro: la botica al frente y nuestro taller atrás. Fue allí donde, hace años, comprendí lo que significa ser aprendiz.

Ese día no sabía qué esperar. En Cripplegate a los niños más grandes les gustaba tomarles el pelo a los más chicos contándoles historias de las crueldades que los maestros les infligían a sus aprendices. Es como estar preso en el calabozo de la Torre: sólo te dejan dormir dos horas cada noche, y todo lo que te dan de comer es media rebanada de pan mohoso. Te golpean si tienes la osadía de mirarlos a los ojos.

La primera vez que vi al maestro Benedict no me tranquilicé en lo más mínimo. Cuando me arrancó del grupo de chicos apretujados en el fondo del Gran Salón del Gremio de Boticarios, me pregunté si había llamado la atención del peor maestro de todos. Su cara no parecía antipática, pero era absurdamente alto. La manera en que se elevaba sobre mi estatura de once años me hizo sentir como frente a un abedul parlante.

Los relatos de los niños huérfanos se reproducían en mi mente y me provocaban un hueco en la barriga mientras seguía al maestro Benedict a mi nuevo hogar. Mi nuevo hogar. Toda la vida había deseado salir del orfanato. Ahora que mi deseo se estaba haciendo realidad, tenía más miedo que nunca.

Hacía un calor sofocante bajo el sol de mediodía, y los montones de estiércol que atascaban el desagüe despedían la mayor pestilencia que Londres hubiera olfateado en años. Apenas si presté atención, perdido como estaba en mis pensamientos. El maestro Benedict, al parecer inmerso en su propio mundo, apenas si prestaba atención a nada. A unos centímetros de sus pies cayó un chorro de casi dos litros de orina que alguien derramó de una bacinica desde la ventana de un segundo piso, y él ni se inmutó. Un coche, con las ruedas herradas traqueteando por el adoquín, casi lo atropelló, y los caballos pasaron tan cerca que alcancé a percibir su almizcle. El maestro Benedict sólo se detuvo un momento y siguió caminando hacia la botica como si estuviera dando un paseo por Clerkenwell Green. Quizá de verdad era un árbol. Nada parecía perturbarlo.

Yo no podía decir lo mismo. Mis tripas se retorcieron cuando el maestro abrió la puerta. Sobre la entrada, balanceándose en un par de cadenas de plata, colgaba un desgastado letrero de roble:

BLACKTHORN

ALIVIOS PARA TODA CLASE DE HUMORES MALIGNOS

Las letras rojo brillante estaban rodeadas de unas hojas de hiedra talladas, rellenas de un intenso color verde musgo. Debajo, pintado con anchas pinceladas doradas, había un cuerno de unicornio, el símbolo universal de los boticarios.

El maestro Benedict me hizo pasar y me escoltó al taller del fondo. Estiré el cuello para ver la tienda: los animales disecados, la vitrina, las repisas llenas de frascos bien ordenados. Sin embargo, lo que me hizo pararme en seco y abrir los ojos fue el taller. Cientos de frascos de boticario, llenos de hojas, polvos, líquidos y ungüentos, cubrían cada centímetro de las mesas de trabajo, apiñados en las repisas y metidos debajo de taburetes desvencijados. A su alrededor, innumerables herramientas y equipo: objetos de cristal moldeados, calentados con flamas de aceite; líquidos burbujeantes con olores extraños; cacerolas y calderos, grandes y chicos, de hierro, cobre y estaño. En la esquina, el horno arrojaba ondas de calor que escaldaban la piel desde su boca enorme, de tres metros y medio de ancho y poco más de un metro de alto. En sus tres rejillas se cocían decenas de experimentos, con brasas de carbón en un extremo y un fuego abrasador en el otro. Las suaves curvas negras del horno, con forma de cebolla aplanada, se elevaban hacia una chimenea, donde un tubo se curvaba y sacaba los gases por la pared de atrás para que se mezclara con el hedor a basura, desperdicios y estiércol que el viento traía de las calles de Londres.

Me quedé ahí de pie con la boca abierta hasta que el maestro Benedict me soltó en las manos una cacerola de hierro forjado.

—Pon el agua a hervir —me dijo, y señaló un taburete en el extremo de la mesa del centro, cerca de la puerta trasera, que daba a un pequeño huerto en el callejón detrás de la casa. Frente a mí había tres tazas de peltre vacías y un pequeño frasco de vidrio con cientos de semillitas negras con forma de riñón, cada una de la mitad del tamaño de una catarina.

—Esto es estramonio —dijo—. Examínalo y dime qué descubres.

Nervioso, saqué una semilla del frasco y la hice rodar entre los dedos. Tenía un olorcito a tomate podrido. La toqué con la punta de la lengua. No sabía mejor de lo que olía: amargo y aceitoso, con un dejo de especias. La boca se me secó casi al instante.

Le dije al maestro lo que había experimentado. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Muy bien. Ahora toma tres semillas, machácalas y ponlas en la primera taza. Coloca seis en la segunda y diez en la tercera. Luego viérteles agua hirviendo y déjalas remojar.

Hice lo que me pedía. Mientras realizaba la infusión, me preguntó:

—¿Sabes lo que es el asma?

—Sí, maestro —respondí. Varios niños del orfanato la habían tenido. Un verano en que el aire se había impregnado de humo y pestilencia, dos niños habían muerto de asma el mismo día: sus propios pulmones los mataron de asfixia mientras los maestros los miraban impotentes, sin poder ayudarlos.

—El estramonio, en pequeñas dosis, sirve para tratar el asma —dijo el maestro. Me acercó la primera taza. Las tres semillas molidas se arremolinaban en el fondo del agua, que se iba oscureciendo. Olía rancio—. Ésta es la dosis indicada para un hombre de estatura normal.

Me acercó la segunda taza.

—Esta cantidad de estramonio provoca alucinaciones terribles, como vivir auténticas pesadillas. Cuando éstas se van, el cuerpo del paciente queda terriblemente adolorido durante varios días.

Finalmente, me dio la última taza.

—Esto te mata. Si lo bebes, en cinco minutos estarás muerto.

Me quedé mirando la taza. Había preparado veneno. Anonadado, levanté la vista hacia el maestro Benedict, que me miraba atentamente.

—Dime, ¿qué has aprendido? —me preguntó.

Me sacudí la sorpresa e intenté pensar. La respuesta obvia era las propiedades del estramonio y las fórmulas que podrían prepararse con las semillas, pero la manera como me miraba el maestro me dio la sensación de que esperaba algo más.

—Que soy yo el responsable —dije.

El maestro alzó las cejas.

—Sí —dijo, y sonaba complacido. Con un movimiento de la mano señaló las hierbas, aceites y minerales que nos rodeaban—. Estos componentes son los regalos que nos ha dado el Señor. Son las herramientas de nuestro oficio. Lo que nunca debes olvidar es que son únicamente eso: herramientas. Pueden curar o matar. La herramienta misma nunca decide: lo que decide son las manos y el corazón de quien la empuña. De todo lo que yo te enseñaré, Christopher, ninguna lección será más importante que ésta. ¿Entendiste?

Asentí con la cabeza, un poco sobrecogido y asustado, ante la confianza que había depositado en mí.

—Muy bien —dijo—. Salgamos a dar un paseo y te daré la última lección del día.

El maestro Benedict me puso en las manos una pesada mochila de cuero y se ató en la cintura la faja con todas las ampolletas de vidrio. Seguí viendo la faja fascinado mientras me llevaba por las calles, con la correa de la mochila clavada en el hombro.

Me llevó a una mansión en el extremo norte de la ciudad. Para un chico de Cripplegate, bien podría haber sido el palacio del rey. Un sirviente de librea nos dejó pasar al amplio recibidor y nos pidió que esperáramos. Intenté no mirar boquiabierto las riquezas que nos rodeaban: el suave damasco, con adornos dorados en los bordes, en las paredes; arriba, el candelabro, con su cristal tallado que reflejaba el sol que entraba por las ventanas de vidrio; en el techo, caballos pintados galopaban entre los árboles bajo un despejado cielo azul.

Finalmente una camarera de rostro redondo nos condujo al salón por la escalera curva de mármol. Ahí nos esperaba una mujer de mediana edad que vestía con un corpiño amarillo escotado sobre un vestido de lustrina color naranja y brocado de flores. La parte inferior del vestido se abría para revelar unas enaguas volantes verde esmeralda. La mujer permanecía recostada en un sofá de terciopelo púrpura, comiendo cerezas de un tazón de plata.

Escupió un hueso de cereza y su amplia frente se arrugó.

—Señor Blackthorn, usted es cruel. He sufrido lo indecible mientras lo esperaba.

El maestro Benedict realizó una ligera reverencia. Luego me hizo dar un brinco cuando le gritó, como si fuera dura de oído:

—Me disculpo por la demora, Lady Lucy. Permítame presentarle a Christopher.

Se hizo a un lado y Lady Lucy me evaluó con ojo crítico.

—Eres un poco joven para ser boticario, ¿no es así? —dijo.

—Oh, no, señora. No, perdón: sí, señora —tartamudeé—: soy el aprendiz.

Frunció el ceño.

—¿Un collar? Por el amor de Dios, ¿a qué te refieres, niño?

Volteé a ver al maestro Benedict, pero no había expresión en su rostro. Intenté de nuevo, pero ahora grité, tal como él había hecho:

—Soy el aprendiz.

—¿Y por qué no lo dijiste antes? Manos a la obra, pues. Mi espalda es una tortura del demonio.

La camarera empezó a desatar los cordones del corpiño de Lady Lucy. Estupefacto, miré hacia otro lado.

—No seas ridículo —dijo Lady Lucy. Me dio la espalda, sosteniendo la seda contra su pecho mientras su sirvienta abría el corpiño por la espalda. La piel a lo largo de su columna estaba roja e irritada. Debía sufrir una comezón insoportable.

Una vez más miré al maestro Benedict, sin saber qué hacer. Esta vez hizo una señal hacia la mochila. Miré qué había adentro y encontré un grueso frasco de cerámica, con un corcho tapando su boca ancha. Quité el tapón y retrocedí horrorizado. El frasco estaba lleno de una crema café oscuro con trocitos sólidos que recordaba el contenido del pañal de un bebé, y además olía igual.

—Unta una capa sobre la erupción —dijo quedo el maestro—. Lo bastante espesa para cubrirla, pero nada más.

Me estremecí mientras resbalaba los dedos en esa sustancia fangosa, rogando que no fuera lo que, a juzgar por el tacto, parecía. Luego unté un puñado en la espalda de Lady Lucy. Para mi sorpresa, no sólo no se quejó del olor, sino que visiblemente se encorvó aliviada mientras el menjurje se deslizaba en su piel.

—Mucho mejor —suspiró—. Gracias, señor Blackthorn.

—Volveremos mañana, madame —gritó, y la camarera nos acompañó a la puerta.

Coloqué el frasco de boticario en su lugar en la mochila, y al hacerlo vi un trapo de lana en el fondo. Cuando estábamos en la calle lo saqué para intentar quitarme de los dedos esa nauseabunda porquería.

—¿Y bien? ¿Ahora qué aprendiste? —preguntó el maestro.

—Siempre lleva algodón para cubrirte la nariz —respondí sin pensar.

De pronto me di cuenta de cómo había sonado eso. Me encogí en espera de que el maestro me golpeara por insolente, como habrían hecho los maestros de Cripplegate, pero en lugar de eso pestañeó, echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Era un sonido cálido y generoso. Ésa fue la primera vez que recuerdo haber pensado que me iría bien.

—¡En efecto! —dijo el maestro—. Bueno, si piensas que eso estuvo feo, espera a ver lo que te enseñaré mañana —rio—. Ven, Christopher, vamos a casa.

Me enseñó más cosas al día siguiente, y todos los días desde entonces. Antes, cuando imaginaba cómo sería ser boticario, pensaba que terminaría trabajando en la tienda, pero el taller del fondo se volvió mi verdadero hogar. Allí el maestro Benedict me enseñó a mezclar un electuario de raíz de malvavisco y miel para aliviar la garganta; a moler la corteza de sauce blanco y hacer con ella una infusión para calmar el dolor; a combinar sesenta y cuatro componentes a lo largo de cuatro meses para preparar la triaca veneciana, un antídoto contra el veneno de víbora. Me enseñó también sus fórmulas secretas y las claves para descifrarlas. En esa habitación, haciendo milagros provenientes de la creación de Dios, encontré mi futuro.

Bueno, el de algunas ocasiones. Porque ahora todo lo que obtuve fueron unos granos, un cubo y una espátula para limpiar caca.

Mientras mi maestro y Stubb hablaban en la habitación de junto, tomé lo que necesitaba y me marché. La puerta enfrente del horno gigante llevaba a las habitaciones de arriba por unas escaleras empinadas tan viejas que el paso más ligero las hacía rechinar como burro asustado. En la segunda planta estaban la cocina, pequeña pero funcional, y la despensa, donde se guardaban la esporádica hogaza de pan o rueda de queso, algo de pescado ahumado y uno o dos barriles de cerveza. El resto de las habitaciones estaban atiborradas de suministros para el taller.

También una parte del tercer piso se usaba para almacenamiento, pero de la otra pasión del maestro Benedict: los libros. Lo único que se comparaba con la obsesión de mi maestro por descubrir nuevas fórmulas era su obsesión por descubrir nuevos libros. También eso me lo transmitió. Además de nuestras lecciones diarias, el maestro esperaba que estudiara por mi cuenta: no únicamente que recordara fórmulas o la reacción de las materias primas, sino que leyera grandes volúmenes de su colección de libros, que nunca paraba de crecer. De ellos aprendí filosofía, historia, teología, idiomas, ciencias naturales y cualquier otra cosa que hubiera encendido la imaginación de mi maestro en alguna de sus salidas semanales a ver a su amigo Isaac, el librero.