El escándalo - Louise Bay - E-Book

El escándalo E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

Él es una estrella de Hollywood… Ella es, literalmente, la chica de al lado. Soy Matt Easton, el niño mimado de la industria del séptimo arte, pero si quiero seguir en la cima, tengo que borrar la imagen de playboy que he proyectado durante los últimos años. No puedo acaparar más portadas con mis excesos, ni asistir a más fiestas, y, por supuesto, nada de rollos de una noche. Como mi próximo rodaje va a tener lugar en la costa de Maine, y estoy decidido a no meterme en líos, he alquilado una idílica cabaña frente al mar. Sin embargo, los problemas empiezan cuando conozco a Lana Kelly. Aunque ella no me reconoce: nunca ha oído hablar de Matt Easton, y mi sonrisa, que vale un millón de dólares y conquista a todo el mundo, no funciona con ella. A pesar de que ha dejado tocado mi ego y de que sé que debería mantener las distancias con ella, me doy cuenta de que estoy perdido cuando descubro que es mi vecina. No voy a poder resistirme a la tentación si la tengo a diez metros de distancia. Sin embargo, meter a Lana en mi cama va a ser más difícil de lo que creía. No le interesan ni el brillo ni el glamour de Hollywood, a pesar de que estoy decidido a convencerla de que el mejor lugar del mundo está en la alfombra roja, de mi mano. Podría tener a cualquier mujer en el mundo, pero a la única que quiero es a la chica de al lado.

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Título original: Hollywood Scandal

Primera edición: enero de 2023

Copyright © 2017 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-41-3

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografía del modelo: Curaphotography/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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5

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9

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

1

Lana

De adolescente deseaba escaparme de Worthington, Maine, pero cada vez que me detenía a oler las últimas lilas del señor Graham cambiaba de opinión, aunque en realidad no sabía por qué. Era muy afortunada por haber crecido en un lugar tan hermoso.

Tenía los brazos ocupados con las compras, así que saludé como pude a Polly Larch, que cruzaba la calle Mayor frente a la oficina de Correos con su gata de la correa. Aunque parecía que era Polly quien llevaba la batuta, estaba bastante segura de que seguía al animal allá por donde fuera.

Me coloqué las gafas de sol en la parte superior de la cabeza y subí los escalones hasta el porche de la señora Wells. Llamé a la puerta y entré sin más.

—Señora Wells, soy Lana. —Además de presumir de ser vidente, la señora Wells era la residente de más edad de Worthington, y varios vecinos nos turnábamos para llevarle la compra.

El televisor se quedó en silencio cuando cerré la puerta a mi espalda.

—Hola, querida. —La señora Wells se giró para saludarme, y yo le sonreí antes de ir a la cocina.

—Saco la compra de las bolsas y me voy enseguida —contesté. Puse las bolsas de papel marrón en la encimera junto a la bolsa de lona con el nuevo logotipo que había diseñado para mi tienda, Bisuterías Kelly. Sonreí mientras la estiraba para poder admirar lo bien que quedaba el color rosa frambuesa sobre el azul huevo de pato. Me había pasado semanas diseñando ese logo; había encargado un cartel para el escaparate y, con el tiempo, iba a decorar los asientos de las sillas de la tienda con los mismos colores, y, ya rizando el rizo, quizá me pintara las uñas del mismo tono de rosa. Todo iba tomando forma.

Vacié la bolsa de lona, la doblé y la guardé en mi bolso.

—¿The Young and the Restless? —pregunté, intentando adivinar qué telenovela estaba viendo la señora Wells.

—No, querida; es el capítulo de Hospital General de ayer. Gracias por traerme la compra. Ahora ven y siéntate aquí. —Cogió una colcha de patchwork desteñida del asiento a su lado y dio unas palmaditas sobre un cojín—. Hace varias semanas que no te veo. Cuéntame qué tal te ha ido.

Me pasé las manos por la parte trasera de la falda para estirarla antes de tomar asiento.

—Estoy segura de que usted sabe mucho más que yo. —La señora Wells había nacido en ese pueblo y sabía todo lo que iba a pasar antes de que ocurriera o, a más tardar, al momento siguiente. Y eso no tenía nada que ver con sus capacidades psíquicas.

—¿Te has enterado de la película que están rodando en la costa? —preguntó.

—¿Es verdad? —Más de una persona había mencionado que la película se estaba filmando justo entre nuestro pueblo y Portland, pero había muchas playas en California. ¿Por qué iban a venir a Maine?

—Bree Kendall pasó ayer por aquí, cuando volvía de Portland. Me contó que vio un centenar de camiones atravesando el pueblo. —Como la casa de la señora Wells estaba situada justo al final de la calle Mayor, y pasaba casi tanto tiempo en el porche como viendo la televisión, tenía una vista privilegiada de la mayor parte de lo que ocurría en Worthington. Además, los transeúntes le contaban las noticias de lo que sucedía fuera.

Tampoco había mucho que cotillear, que era justo lo que me gustaba.

—He oído que Portland está lleno de gente de Hollywood y que los hoteles están llenos —dijo.

—Genial, eso es bueno para los negocios locales —dije, mirando la tele con atención, a ver si lograba descubrir si había visto a la mujer de la pantalla en otra serie. Tenía una memoria terrible para los nombres y las caras. Y esa era otra razón por la que quedarme en el mismo lugar donde había crecido era bueno para mí. Salvo los turistas, pasaban por el pueblo pocos desconocidos.

—Puede ser bueno para ti también. Tal vez deberías poner un anuncio en el Portland Press Herald.

—Tal vez.

Estaba casi segura de que, si había un equipo de rodaje en Portland, ninguno de sus miembros iba a tener tiempo, ni ganas, de visitar una tienda de bisutería situada a treinta y cinco minutos al norte de donde se alojaban.

—Deberías pensártelo bien. Van a pasarte muchas cosas este verano. —Me di cuenta, por la seguridad de su voz, de que no estaba haciendo un simple comentario. Tenía información… O, al menos, creía tenerla. Aunque hacía tiempo que la señora Wells se había retirado y no adivinaba el futuro a los turistas que paseaban por la playa, parecía que a los espíritus no les gustaba tanto su retiro como a ella, y seguían transmitiéndole hechos relativos a cualquier residente de Worthington que se lo pidiera. La cuestión era que yo no se lo había pedido, porque no quería saberlo.

Cogió mi pañuelo de seda amarillo de algún lugar a su lado. Así que era allí donde había desaparecido… Hacía semanas que no lo veía. Debí imaginarlo.

—Te lo dejaste cuando estuviste aquí por última vez, querida.

Intentaba parecer despreocupada, pero el brillo de sus ojos me decía que estaba deseando contarme lo que había leído en el pañuelo.

—Se lo he dicho ya, señora Wells: no me interesa saber lo que me depara el futuro. Quiero averiguarlo por mí misma.

Desgraciadamente, la señora Wells no era una de esas adivinadoras que solo contaban lo bueno. Cuando fui a verla para hablar de mis opciones universitarias, desesperada por que me dijera que iban a hacerse realidad todos mis sueños en la escuela de arte de Nueva York, me había dejado destrozada al decirme que esa mudanza solo iba a traerme dolor. La había ignorado, presuponiendo que esa lectura negativa solo reflejaba que ella era una mujer de pueblo asustada por la gran ciudad.

Me había parecido tan mal que hubiera tenido razón que nunca más le había preguntado qué me deparaban los espíritus. Desde que había vuelto a Worthington, había trabajado mucho para mantener la estabilidad en mi vida, asegurándome de que tenía el control de mi propio destino. Quería mantener mi existencia tal y como era. Y con eso era feliz.

—Tienes que estar preparada, querida. Este verano se avecina una tormenta vital para ti. Habrá muchos cambios en tu vida.

Me dio un vuelco el corazón. En mi vida no había tormentas. Mi mundo no podía desequilibrarse; me había asegurado de ello. Negué con la cabeza.

—Bueno, me he preocupado por dejar mi vida a prueba de tormentas. —La tienda de bisutería que había abierto en el pueblo empezaba a dar los primeros beneficios, así que había diseñado una tienda online y había ganado más en los tres últimos meses en ventas por internet que en todo el año anterior. Mi cabaña estaba junto a la playa y tenía buenos amigos y vecinos. Nada podía alterar ninguna de esas circunstancias.

—Es imposible evitarlo. Es tu destino. Puedes resistirte a lo que venga, pero las cosas cambiarán. Las tormentas pueden ser destructivas, pero también despejan el aire y lo dejan listo para un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo —repitió, mirándome fijamente.

—Por favor, señora Wells, no quiero oír nada más. —Hice girar el pañuelo amarillo entre mis dedos. Había trabajado con ahínco para mantener los mares de mi vida tranquilos durante los últimos años, y no quería pensar que podía llegar algo que los perturbara. Y no necesitaba un nuevo comienzo. Había pensado que lo tenía cuando fui a la universidad, ¿y a dónde me había conducido eso?

Me dio una palmadita en la mano.

—¿Has alquilado la cabaña para el verano?

Agradecí que cambiara de tema.

—En realidad, la reservaron hace meses para seis semanas. Llegó ayer una familia de Boston. Aún no los conozco, pero tienen el coche aparcado en la entrada. —Mi mejor amiga, Ruby, y yo alquilábamos una casa que teníamos a medias, y que era una réplica exacta de mi cabaña. Cuando murió mi padre, no me apetecía a vivir en la casa donde había crecido, así que decidí vender esa edificación más grande y reinvertir el dinero en dos cabañas de madera, una al lado de la otra, en la playa, a menos de diez minutos andando del lugar donde había crecido. Mi padre lo habría aprobado. Siempre había sido partidario de los ingresos procedentes del ladrillo.

—¡Qué gran noticia, querida! Verás, habrá mucho de bueno en el caos…

Suspiré. Deseé que lo dejara. Mi vida no era uncaos, e iba a asegurarme de que nunca lo fuera. Y no me había sorprendido alquilar la cabaña. No podía negar que la cabaña era popular y que se alquilaba bien durante todo el año, pero apalabrarla seis semanas era un período de tiempo importante, en especial, por el dinero que Ruby había conseguido con la operación. Era ella quien se ocupaba de las reservas desde su hogar, en Nueva York, y yo me encargaba de la organización in situ: la cesta de bienvenida, el servicio de limpieza semanal y, en general, la planificación de cualquier mantenimiento que fuera necesario. A menudo, ni siquiera conocía a los inquilinos. La mayoría se pasaba el día explorando la costa.

—Bueno, espero que sea un gran verano para todos nosotros —dije. Empecé a levantarme mientras me estiraba la falda.

—Con todo lo que va a llegar a tu vida, esta se va a poner interesante para ti, te lo aseguro. No todo va a ser malo: te verás obligada a escuchar a tu corazón.

—¡Señora Wells! —la regañé, intentando no dar un pisotón en el suelo como un niño de tres años. No podía ser más clara al decirle que no quería escuchar sus predicciones. Y sabía muy bien que escuchar a mi corazón era lo último que debía hacer. Esono me había traído más que problemas—. Ya le he dicho que soy perfectamente feliz con mi vida tal y como es. No me gusta la agitación. Y no quiero escuchar nada más.

Estaba claro que no podía resistirse.

—Lo siento —se lamentó, llevándose la mano al pecho—. Quiero que encuentres a alguien que te ame tanto como el señor Wells me amó a mí. Y cuando recibí ese mensaje de tu pañuelo sobre ese hombre tan guapo que formará parte de tu futuro, no pude contenerme.

—¿Un hombre? —La predicción empeoraba. Lo último que quería era un hombre. Había aprendido que no podía confiar en ellos. Que no podía confiar en mi juicio respecto a los hombres. Así que había encontrado una solución fácil: me limitaba a evitarlos. Tampoco había muchos solteros menores de treinta y cinco años en Worthington. Por eso ese lugar era tan perfecto.

Me encantaba cómo era mi vida allí: las lilas, las tormentas y el mar que veía cada vez que miraba por la ventana. Era mi hogar, un puerto feliz, familiar y acogedor. Quizá me sintiera un poco sola de vez en cuando los sábados por la noche, pero Netflix y el sonido de las olas al chocar contra la playa en el exterior de la cabaña llenaban la mayor parte del vacío. Tenía lo que necesitaba. Mi vida era buena.

—Bueno, señora Wells, tengo que volver a la tienda. —Me levanté del todo. Había colgado el cartel de cerrado mientras le entregaba la compra a la señora Wells, y no quería perder posibles clientes entre la gente que volvía a casa del trabajo.

—Muy bien, pero asegúrate de tener un paraguas a mano. Va a llover.

Fruncí el ceño.

—Hace un día precioso, señora Wells. No necesito un paraguas. —Cogí el bolso y salí.

Si ni siquiera podía acertar con el tiempo, era de esperar que la señora Wells estuviera perdiendo su toque. Mi vida tenía que seguir como estaba. Estar con hombres guapos nunca me había funcionado.

2

Matt

Habían pasado veintisiete horas, diez minutos y aproximadamente cuarenta y cinco segundos desde el momento en que llegué a Worthington, Maine, dejando atrás Los Ángeles. Lo que significaba que habían pasado veintisiete horas, diez minutos y aproximadamente cincuenta y cinco segundos desde la última vez que me habían reconocido.

Mi ritmo cardíaco era de ciento treinta y dos latidos, y los músculos de mis muslos habían empezado a arder, pero seguí corriendo, respirando el aire fresco del mar. No recordaba la última vez que había corrido al aire libre. En Los Ángeles, la mayor parte del tiempo hacía demasiado calor, aunque el calor era el menor de mis problemas. Ser perseguido por las fans, o, peor, por los paparazzi, sí era grave. Pero, al parecer, en Maine nadie pisaba los cines.

Debía sentirme agradecido. Al fin y al cabo, la fama era solo una consecuencia de ser un actor de éxito en Hollywood, aunque a algunas estrellas les encantaba llamar la atención. Tenían el número de algunos paparazzi en marcación rápida y los avisaban cada vez que salían de casa. En mi caso, la fama venía con el paquete y la soportaba porque el lado bueno superaba al malo. Me gustaba poder correr allí, pero no valía la pena renunciar al éxito por disfrutar del anonimato. Así que la fama era un precio que estaba dispuesto a pagar.

Me estremecí cuando una enorme nube gris se deslizó por el cielo como si se tratara de una aeronave alienígena sacada de Independence Day. ¡Joder! Era siniestro…

Había programado una ruta antes de salir, así que crucé la calle y me dirigí hacia el parque, pues sabía que era un atajo para regresar a mi cabaña de alquiler. Al empezar a correr por la hierba, el móvil vibró en mi bolsillo. Mierda, era mi agente. Reduje la velocidad y contesté.

—Hola, Brian —lo saludé antes de que el rugido de un trueno ahogara mi voz.

—¿Dónde coño estás? —preguntó.

Unas gotas de lluvia grandes y gordas salpicaron el camino que atravesaba el parque. Iba a quedar empapado.

—Me ha pillado una tormenta. ¿Qué pasa?

Miré el parque y localicé un pequeño quiosco blanco de música. Me dirigí hacia allí con la esperanza de poder terminar la conversación sin que se me encharcara el móvil.

—Bueno, he recibido una llamada de Anthony Scott. Le encantaste en el artículo de Vanity Fair. Quiere saber cómo tienes la agenda dentro de dieciocho meses.

Vaya. Anthony Scott tenía patentada la fórmula para convertir las películas en éxitos de taquilla. No podía decir que me encantaran sus tramas, pero trabajar en una película de Anthony Scott era un siguiente paso acertado: era un director muy respetado y un éxito seguro.

—¿En qué proyecto está pensando?

—¿A quién coño le importa? Si Anthony Scott te quiere en su plató, no necesitas saber nada más. Es la prueba de que tu reputación está empezando a recuperarse de esas indiscreciones pasadas y de que estás en el buen camino.

Indiscreciones. Sí, claro. Qué bien que Brian lo dijera con tanta delicadeza, cuando los dos sabíamos que había perdido de vista mi objetivo cuando conseguí el tercer papel como protagonista y cobré el enorme cheque correspondiente. Lo había celebrado por todo lo alto. Había bebido mucho y había conocido a demasiadas mujeres. Era casi como si hubiera olvidado quién era y de dónde venía.

Mi padre y Brian me habían hecho recuperar la razón justo antes de que consiguiera echar a perder una carrera y un futuro brillantes. Durante los dieciocho últimos meses me había vuelto a concentrar en mi objetivo y había trabajado sin parar. Había participado en dos películas que habían logrado bastante éxito y había ocupado una portada de Vanity Fair. Todo me estaba saliendo bien. Mis «indiscreciones», como Brian llamaba a ese período oscuro, habían sido un bache en el camino que ya había superado, aunque todavía tenía que convencer a los demás de que no iba a volver a tropezar con la misma piedra.

—Esta podría ser tu oportunidad de conseguir una saga —comentó Brian—. Nunca se sabe cómo van a ir esas cosas.

Saga: la mera palabra me producía un escalofrío. Eran el Santo Grial de Hollywood. Firmar para rodar una podía demostrar que no la había cagado del todo y que lo había conseguido. Por fin. Casi podía sentir cómo mis manos se hundían en el cemento húmedo del Teatro Chino de Grauman. Una saga cinematográfica de éxito, de gran presupuesto, significaba múltiples contratos, lo que conllevaba seguridad en el trabajo y, lo más importante, un sueldo casi fijo. Nunca más iba a tener que preocuparme por el dinero. Ni tampoco mi familia. Habría conseguido todo lo que quería cuando había salido de Gary, Indiana, diez años antes, decidido a lograrlo. Mis padres y mis hermanos iban a tener la vida que siempre habían soñado, en lugar de la que les había tocado al nacer. El dinero podía comprar la libertad para mí y para mi familia.

—¿Me has oído, Matt?

—Te he oído. —Subí los escalones del quiosco de música y miré al mar. El cielo estaba cubierto de nubes y el agua parecía más oscura que nunca. Más peligrosa—. Es una gran noticia.

—¿Seguro que todo va bien? ¿Qué haces fuera a estas horas tan tempranas de la mañana?

—He salido a correr.

Brian seguía sospechando que estaba a punto de descarrilarme de nuevo en cualquier momento. Y eso no iba a pasar; había aprendido la lección. Mi agente había estado en negociaciones con un gran productor en mi nombre, que acabó retirando su oferta cuando se enteró de que había llegado borracho al plató. Había perdido un potencial éxito de taquilla, además de haber estado a punto de que me despidieran de la película que estaba rodando. Sin embargo, lo peor había sido que mi padre había ido a visitarme en medio de todo ese lío. La vergüenza que había sentido me había resultado insoportable. Y la había sentido solo con ver la expresión de decepción en los ojos de mi padre. Así que me había reformado y no iba a volver por ese camino. Jamás.

—Solo he salido a correr. Deja de preocuparte. No existen tentaciones en este pueblo.

—Vale, si tú lo dices…

Me llevé el dedo a la oreja para no escuchar el sonido de alguien que gritaba en la distancia.

—Lo digo. Entonces, ¿Anthony te va a enviar un guion o qué?

—No lo sé. Solo hemos iniciado las conversaciones, pero le dije que liberarías tu agenda para trabajar con él.

Los gritos se hicieron más fuertes.

—Me parece bien. —Me giré y me encontré a una mujer que iba directa hacia mí. Ya me parecía a mí que era demasiado tiempo sin ser reconocido. Me aparté el pelo húmedo de la cara y cogí aire, dispuesto a sonreír con educación cuando me pidiera un autógrafo.

A medida que se acercaba, sus ropas húmedas revelaron el cuerpo de una estrella de cine de los años 50: cintura pequeña y largas piernas. La camiseta mojada acentuaba unos pechos demasiado tentadores. El pelo largo, oscuro y húmedo se le pegaba a la piel de alabastro. La falda empapada me permitía intuir unos firmes muslos y el contorno de encaje de las bragas.

Joder, era como si el clima quisieraque le viera el culo.

Mi regla número uno era que nunca me enrollaba con mis fans, pero, en ese momento, no me estaba acostando con nadie. No tenía novia, aunque estuviera protagonizando una artimaña promovida por mi relaciones públicas, Sinclair Evans, y, desde que Brian me había obligado a contratarlo para limpiar mi imagen, había tenido que arreglármelas con la mano y con alguna vieja amiga de Nueva York. Tenía dos examantes a las que todavía veía. Estaba seguro de que podía confiar en ellas, y Sinclair les había hecho firmar sendos acuerdos de confidencialidad para más seguridad.

Nada de fans. Ni de top models. Ni de rollos de una noche.

Pero masturbándome no conseguía aplacar la picazón, y la mujer que tenía delante me tentaba como a un burro una zanahoria en el extremo de un palo.

¿Podía, por una vez, liarme con una fan? No. Ese no era el momento de ceder a la tentación.

—¿Me estás oyendo? —preguntó Brian, pero yo estaba demasiado hipnotizado por aquella cazadora de autógrafos que estaba cada vez más cerca de mí como para prestarle atención, aunque me estuviera hablando de una película de Anthony Scott.

—Sí, aunque la cobertura es mala. No puedo…

—¡¿Qué estás haciendo, loco estúpido?! —gritó la chica de grandes ojos castaños, subiendo a zancadas las escaleras de madera del quiosco de música.

—¡¿Qué pasa?! —gritó Brian por encima del zumbido de los truenos.

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, la chica me había rodeado la muñeca con los dedos y trataba de arrastrarme hacia la lluvia.

—Brian, te llamaré luego.

—¿Acaso eres el hombre más tonto del planeta? —aulló la joven, empujándome escalones abajo antes de soltarme.

¿Era una acosadora? Si ese era el caso, follar con ella, sin duda, no era una buena idea.

—Mira, nena, si tienes un bolígrafo, te firmaré un autógrafo, pero no voy a posar para un selfie con este tiempo.

Ella se detuvo con el ceño fruncido.

—¿Es que eres idiota? ¿Quién demonios se refugia en un quiosco con el tejado metálico, en una colina, en medio de una tormenta?

Me pasé la mano por el pelo y me encogí de hombros.

—Lo siento.

Puso los ojos en blanco y se giró sobre los talones.

—Increíble —murmuró—. Y que tampoco se te ocurra refugiarte bajo los árboles. —Comenzó a alejarse—. No necesitamos que un rayo alcance a un estúpido y se eche a perder la temporada turística.

Bueno, fuera quien fuese aquella chica, no era una acosadora que me hubiera seguido desde Los Ángeles. Ni siquiera parecía reconocerme.

No miró hacia atrás, pero me regaló una más que deliciosa vista de su trasero mientras se alejaba.

Dios, cómo me habría gustado hincarle el diente a ese culo. Ninguna mujer me había hablado así desde el instituto. Estaban demasiado ocupadas riéndose, babeando o coqueteando cuando hablaban conmigo. Mientras miraba a la empapada mujer que se alejaba, me di cuenta de que la que consideraba una conquista segura se había convertido en otra cosa muy distinta.

Volví a guardarme el teléfono en el bolsillo y tomé rumbo hacia mi cabaña. Tal vez al día siguiente volviera a desviarme por ese parque; no me importaba nada verme abordado de nuevo por aquella belleza de ojos castaños.

3

Lana

Salí de la ducha a un cuarto de baño lleno de vapor. Después de coger la toalla de la barra, me envolví en el algodón mullido. Llevaba toda la tarde soñando con ducharme. La señora Wells había tenido razón sobre la lluvia: me había calado hasta los huesos. Por suerte, tenía una muda de ropa en la tienda, pero me había sentido húmeda y con frío durante el resto del día. Si aquel loco no se hubiera metido en el quiosco de música, jugándose que le cayera un rayo encima, quizá no me habría empapado. Ninguna buena acción quedaba sin castigo.

Restregué los pies contra la mullida alfombra viscoelástica del baño y suspiré. Me había empapado tanto por la tormenta que me había sentido tentada de regresar y tomarme la tarde libre, pero había tenido que atender un montón de pedidos y habían entrado unos cuantos turistas, así que me alegré de no haberme rendido.

Me envolví el pelo en una toalla, entré en el dormitorio y me despatarré como una estrella de mar en la cama. Si me ponía en marcha, todavía era lo bastante temprano como para dedicar un par de horas a la nueva colección de joyas en la que estaba trabajando.

Me sequé, me puse unos pantalones de yoga y una camiseta holgada y, después de desliarme la toalla de la cabeza, empecé a absorber con ella la humedad del pelo, sentada en el borde de la cama, mirando hacia la ventana. En la cabaña de al lado había un coche aparcado en el camino de entrada. Tenía ese aspecto estilizado de los deportivos elegantes y caros. No parecía un coche apropiado para una familia, pero quizá disponían de dos.

Les había dejado un pack de bienvenida con mi número de teléfono por si tenían algún problema. No acostumbraba a decirles a los huéspedes que vivía en la puerta de al lado porque había aprendido con los primeros inquilinos que, si lo hacía, tenía un flujo constante de visitas para preguntarme una y otra vez la clave de la wifi o para pedirme recomendaciones para ir a cenar.

Solté la toalla y empecé a desenredarme los nudos del pelo.

En la cocina de al lado la luz estaba encendida, y vi la silueta de algo parecido a una marioneta a través de las persianas venecianas blancas. Alguien estaba bailando; un hombre. ¿El padre de familia, quizá? Aunque, en realidad, no estaba bailando, solo se movía. Me reí, y luego me tapé la boca. No debía reírme: estaban pagando el alquiler, y, sin duda, no debía mirar.

La persiana se onduló, y surgieron dos manos por debajo como si alguien tuviera intención de subirla.

Me tumbé en la cama, aunque estaba segura de que no podía verme. Me encontraba muy lejos de la ventana y no tenía las luces encendidas; aun así, no quería correr ningún riesgo.

Finalmente la persiana se levantó hasta revelar un torso perfecto: piel dorada con músculos claramente definidos. ¡Menudo cuerpazo! La persiana solo estaba parcialmente subida, por lo que no podía ver si la cara «hacía juego» con el cuerpo, pero si lo hacía…

Igual podía ser que mi nuevo vecino fuera el hombre más guapo que jamás hubiera visto…

Los abdominales se tensaron y se relajaron cuando aquellas grandes manos encontraron el cierre de la ventana y la empujaron para abrirla.

Me quedé helada.

De alguna manera, la ausencia del cristal entre nosotros me hizo retroceder. Tenía que dejar de mirarlo.

Su esposa era una mujer con suerte.

El móvil sonó en la mesilla de noche.

Lo cogí y contesté.

—Hola, Ruby —dije; sostuve el teléfono entre la oreja y el hombro y corrí las cortinas. Así dejaba de ser una mirona—. ¿Qué tal la Gran Manzana?

Las dos habíamos soñado con dejar Worthington para ir a la gran ciudad desde que teníamos edad suficiente para entender que había un mundo más allá de Maine. Habíamos ido juntas a la universidad en Nueva York. La diferencia era que ella no había vuelto nunca. Por mi parte, yo no esperaba haberlo hecho. Pero allí estaba.

Y era feliz.

—Bien, aunque sería mejor que estuvieras aquí. ¿Cómo va la nueva colección?

Diseñaba todas las joyas que vendía en la tienda, pero las enviaba a un fabricante de Massachusetts para la producción. Así mantenía los costes bajos y podía seguir el ritmo de los pedidos que llegaban por internet. No podía hacerlas a mano porque resultaban demasiado caras para el mercado turístico. De hecho, no había hecho nada a mano desde la universidad. Y tampoco me dedicaba exprofeso a los nuevos diseños en los que estaba trabajando.

—La gargantilla que estoy diseñando es preciosa. Le haré una foto para enviártela.

Aquel collar grueso era mi pieza favorita de la colección hasta el momento. Estaba diseñado para realizarse en oro y se inspiraba en el antiguo Egipto. Lo había dibujado con la forma de una luna creciente, con cintas de filigrana de oro que colgaban formando un patrón asimétrico. Me toqué la clavícula mientras hablaba.

—Llevas meses trabajando en él. ¿Aún no lo has terminado?

Ruby y yo manteníamos esa conversación cada vez que hablábamos de mis joyas. Siempre estaba diseñando cosas nuevas, pero la colección Bastet, que llevaba ese nombre por la diosa egipcia de la protección, no era algo que pensara enviar a Massachusetts. Esas piezas eran especiales y debían hacerse a mano.

—Ya casi está listo. No tengo prisa.

El silencio reinó al otro lado de la línea. Ruby siempre me había animado para que volviera a diseñar joyas, pero yo había estado demasiado ocupada montando la tienda, elaborando el stock, buscando fabricante…; había tenido que pensar en miles de cosas. Hubo un tiempo en el que creí que quería dedicarme a crear piezas únicas y exclusivas, algo difícil de llevar a cabo en Worthington porque todos los compradores y las marcas de moda estaban en Nueva York.

Así que había abandonado esa ambición cuando me fui de la ciudad, y me conformaba con mi pequeña tienda. Seguía próxima al mundo de la joyería, y eso era lo que importaba. Había sido mi sueño desde que mi padre me había regalado el joyero de mi madre cuando tenía cinco años, justo después de que ella muriera.

Las joyas que diseñaba y vendía, aunque fueran bisutería, no eran baratas, pero tampoco tan exclusivas como para que un turista no se llevara un collar, un anillo o un par de pendientes siguiendo un impulso. Así que todo funcionaba bastante bien.

—Creo que sería bueno para ti volver al trabajo de taller. Recuerda lo mucho que te ha gustado siempre.

—Cierto, pero no me queda mucho tiempo. La tienda acapara todas las horas, y luego está la propiedad de al lado. Hablando de eso, ¿sabes qué edad tienen los niños de la familia? —El cuerpo del padre sugería que eran pequeños, pero no había oído ningún ruido infantil.

—No lo sé. ¿Por qué?

—Por nada, solo me lo preguntaba. —Me asomé por el borde de la cortina mientras terminaba de cepillarme el pelo. El deportivo plateado seguía ocupando, solitario, el camino.

—Tengo aquí el correo. ¿Es una familia? —preguntó.

—Mmm… —La ventana de la cocina seguía abierta, pero los abdominales habían desaparecido y el espectáculo había finalizado. Solté la cortina y fui en dirección a mi estudio.

—En el formulario dice que la reserva la ha hecho una empresa, Lakeside Limited —informó Ruby.

Me detuve en la puerta.

—Pensaba que habías dicho que se trataba de una familia.

—La familia de Boston ocupará la cabaña con la temporada más avanzada. De todas formas, ¿hay algún problema? Pagaron en plazo.

—No hay ningún problema. Debo de haberme confundido, es todo.

Había puesto ositos de gominola en la cesta de bienvenida. Me gustaba personalizar cada una para que todo pareciera más familiar. Supuse que algún ejecutivo estaba disfrutando de una ración extra de azúcar.

—Ni idea. Los detalles de la reserva ni siquiera dicen cuántas personas ocuparán la cabaña. Mientras no sean unos chicos de una fraternidad universitaria o algo así, no importa, ¿no?

Entonces, quizá fuera una pareja. Eso explicaba lo del deportivo. Tal vez fuera una pareja de homosexuales. Alguien con un cuerpo tan perfecto como el que había visto no podía ser heterosexual.

—¿Qué tal Chas? —pregunté; me senté ante el escritorio y coloqué los dibujos que había hecho de la colección Bastet.

—Hemos discutido —respondió con un suspiro. Las peleas de Ruby con Chas no eran nada inusuales. No estaba muy segura de por qué lo aguantaba: parecía que discutían constantemente.

—¿Estás segura de que el buen sexo merece lo que te hace pasar?

Ruby hizo una pausa antes de decir nada.

—El problema es que no quiero nada serio, solo algo seriamente ocasional.

Me reí.

—Sabes que lo que dices no tiene ningún sentido, ¿verdad? —Moví los dibujos de un lado a otro, tratando de ponerlos en el orden en que quería pintarlos en acuarela. Ya había empezado con la gargantilla.

—Tiene sentido. No quiero un novio al que tenga que ver todo el tiempo; dos veces a la semana me parece estupendo. Y no necesita declararme su amor eterno ni comprarme flores, solo aparecer si he hecho la cena.

Hice una mueca.

—¿No se presentó anoche?

Le había dado mi receta de gambas marinadas, así que sabía que se había esforzado.

—No. Y ni siquiera llamó. Ha aparecido hace una hora y me ha dicho que había perdido la noción del tiempo en los Hamptons porque estaba de juerga con los colegas. Ni siquiera parecía arrepentido.

—Sabe que ya no está en la universidad, ¿verdad? —Habíamos mantenido la misma conversación sobre Chas desde que lo había conocido. Ruby podía encontrar a alguien más maduro; incluso estar sola tenía que ser mejor que estar con Chas.

—No estoy segura de eso. Pero sus amigos son los mismos que entonces, así que hacen las mismas cosas. Los fines de semana los dedican a estar de juerga. Ahora que han alquilado una casa en los Hamptons para el verano, la situación ha empeorado.

—Me parece que necesitas pasar página. —Dibujé con un dedo las líneas curvas de los pendientes de araña que había empezado a diseñar la noche anterior. Decidí trabajar en ellos, y puse el resto de los dibujos en un montón sobre mi escritorio.

—Pero me encanta el sexo con él, de verdad que sí —se quejó.

—No vale la pena aguantar esas faltas de respeto. Estás en la ciudad que nunca duerme: no será tan difícil encontrar otro semental.

—Empiezo a pensar que puede que tengas razón. Tal vez debería ser como tú y dejar que me crezcan telarañas ahí abajo.

—Oye, no tengo telarañas en mis partes. —Sus bromas sobre lo poco que utilizaba la vagina empezaban a sonar repetitivas.

—Lo que tú digas. ¿Alguna novedad? ¿Has visto a algún macizo por la playa?

Gemí al recordar la predicción de la señora Wells.

—Hace un rato he visto a la señora Wells. Me ha dicho que mi vida está a punto de complicarse mucho, que se avecina una tormentao algo así. Al parecer, está a punto de aparecer un hombre que desatará el caos. —¿Era así como lo había expresado?

—¿Un hombre? —preguntó; los decibelios que llegaban por el teléfono se multiplicaron de repente por cien.

—Ni caso. Esto es Worthington. Mi vida no puede sumirse en el caos si yo no lo permito. ¿Sabes que fue ella la que me quitó el pañuelo de seda amarillo? —Lo que me recordó que tenía que recoger el bolso empapado del porche, donde lo había dejado para que se secara—. Entonces, ¿qué vas a hacer con Chas? —Salí y encontré el bolso donde lo había dejado. Cogí mi pañuelo y lo colgué en la barandilla de madera; a continuación, coloqué el bolso, aún húmedo, de manera que recibiera todo el aire posible.

—La señora Wells siempre ha dado en el clavo cuando me ha leído el futuro a mí —comentó Ruby.

Deseé no haber sacado el tema. No iba a hablar de ese asunto, y no quería pensar ni por un momento que pudiera tener razón.

—¿Qué más te ha dicho? —preguntó Ruby.

Miré hacia la cabaña de al lado. La luz de la cocina se había apagado.

—Nada. Ruby, estábamos hablando de Chas.

—No, no estábamos hablando de él. Explícame qué más te ha dicho sobre ese hombre misterioso. ¿Vive en Worthington?

—Lo dudo. Conozco a las ochocientas treinta y dos personas de este pueblo.

—Así que ha visto viajes en tu futuro… Interesante. Quizá por fin vayas a mover el culo hasta aquí para visitarme.

Puse los ojos en blanco. No había vuelto a Nueva York desde que había dejado la universidad antes de lo previsto, con los créditos justos para graduarme. Y no entraba en mis planes volver por allí. Tenía demasiados recuerdos desagradables.

—En serio, ¿podemos volver a hablar de Chas?

—Solo si me prometes avisarme cuando llegue ese hombre y desate el caos.

—Trato hecho.

Cualquier tormenta que cayera sobre Worthington iba a verla desde el porche abrigada con una manta.

No habría nada que contar.

4

Matt

No había fregado los platos desde… Bueno, no recordaba haber fregado los platos nunca. Ni siquiera cuando estaba empezando mi carrera en Nueva York; de hecho, comía comida precocinada precisamente para no tener que hacerlo. Pero me sentí bastante a gusto con los resultados mientras doblaba el paño de cocina y lo dejaba en la encimera. Me hacía sentir normal.

Brian había intentado convencerme de que llevara a mi ayudante a Maine para que pudiera ir a comprar por mí. Pero estaba disfrutando de la experiencia de disponer de algo de tiempo libre. En Los Ángeles trabajaba la mayor parte del día. Incluso cuando no estaba en el plató, leía guiones, iba a las fiestas de la industria para hacer contactos o elaboraba estrategias con Brian y Sinclair.

Brian y Sinclair no querían que me alojara en Portland con el resto del reparto y el equipo; pensaban que suponía demasiada tentación para mí. Y yo había aceptado su sugerencia de alquilar una casita en la costa. Sin embargo, no lo había hecho por esas razones. Sabía que estaba en el camino correcto y que me había centrado. Tenía claro que no iba a volver a ir de fiesta en fiesta, pero estaba deseando alejarme de Los Ángeles. Era bueno tener por fin un poco de tiempo para descansar, para escapar de la presión que suponía estar en Los Ángeles y que yo mismo me imponía.

La tormenta había pasado ya, y volvía a hacer calor. En Maine hacía más calor de lo que esperaba, aunque ya había conseguido abrir la ventana de la cocina y corría una agradable brisa por la casa.

Estaba a punto de salir a practicar mi rutina diaria de flexiones y abdominales cuando sonó el móvil. Lo cogí de la consola, en donde estaba.

—Hola, Audrey. —No esperaba que me llamara mi supuesta novia.

—Hola, querido amante —bromeó ella.

Me reí.

—Eso sería si hubiera tenido la suerte de conocerte antes que Peter.

—Ni siquiera así te habría tocado ni con un palo de tres metros —dijo—. Estás demasiado bueno, y eso siempre significa problemas.

—Vaya, gracias. Gracias a Dios que eres mi novia o podría ofenderme. ¿Qué puedo hacer por ti?

Audrey y yo rara vez hablábamos por teléfono. En los seis meses que habían transcurrido desde que habíamos firmado los contratos y habíamos comenzado nuestra «relación», habíamos salido a cenar y habíamos asistido a ceremonias de premios y a otros eventos de alfombra roja, pero no interactuábamos a menos que alguien estuviera mirando.

Como en muchos romances de Hollywood, no había nada ni remotamente sexual entre nosotros. Audrey llevaba saliendo con su novio, Peter, de forma intermitente desde el instituto.

—Bueno, quería hablar contigo sobre lo del contrato. Mi agente no sabe que te estoy llamando. —Aquello parecía serio—. ¿Puede quedar entre nosotros? —preguntó.

—Claro —aseguré; abrí la puerta y salí al porche. Había un balancín y todo.

—Perdóname, ni siquiera te he preguntado cómo va el rodaje. ¿Cómo se llama la peli? ¿El asesinato perfecto?

—La ola perfecta. —Tomé asiento en el columpio frente al mar—. Empezamos el lunes, pero Maine es una zona preciosa.

—¿Te quedas en Portland? —se interesó.

—No; allí se alojan el resto del reparto y el equipo, pero yo estoy un poco más al norte, en un pueblo pequeño. Es precioso, aunque un poco extraño. Esta mañana he visto a una mujer sacando a su gato a pasear. Lo llevaba con una correa, ¿te lo puedes creer?

—Eso es algo que también podrías encontrarte en Venice Beach.

Me reí, estirando las piernas.

—Sí, quizá no sea tan diferente de Los Ángeles. Bien, ya basta de rodeos; ¿qué te pasa?

Audrey inspiró hondo al otro lado del teléfono.

—Sé que nos quedan otros once meses de contrato, pero me preguntaba qué te parecería darlo por zanjado después del estreno.

Habíamos rodado una película juntos seis meses atrás e iba a estrenarse justo después de terminar el rodaje de la película que yo iba a empezar en Maine.

—¿Quieres dejarme ya?

Me reí. Pero no me parecía divertido. Las cosas me iban bien, y Anthony Scott me acababa de llamar.

No quería cortar.

—¡Oh, Dios!, por favor, no le digas a mi agente que estamos teniendo esta conversación.

—Oye, en serio, no será para tanto. —No quería que se sintiera mal. Me había hecho un favor. Sin duda, yo había sacado más provecho de nuestro acuerdo que ella. Me estaba acercando cada vez más al objetivo de conseguir una saga cinematográfica. Pero el plazo que me ponía Audrey no me convenía—. ¿Crees que tu agente tendrá algún problema?

Sin embargo, a diferencia de mí, ella no tenía que recuperar su reputación. Su equipo había aceptado el contrato porque mi estrella estaba en alza y le proporcionaba más espacio en las columnas de cotilleos. Para mí, sin embargo, la publicidad había sido un factor secundario.

—Hombre, esto no le va a gustar ni a mi agente ni al tuyo —afirmó—. He pensado que podríamos separarnos después del estreno de la película, así el estudio no dirá nada. De todos modos, una ruptura justo después del estreno podría proporcionar a la película un poco más de publicidad.

—Claro, lo que tú quieras.

—Y podrías volver a andar de flor en flor.

—Creo que Brian preferiría castrarme.

—O casarte —añadió ella.

—¿No es lo mismo?

Mis padres eran la personificación de la pareja feliz, pero tenían una relación tan especial que no me atrevía a pensar que yo pudiera llegar a encontrar algo así. No estaba hecho de la misma pasta.

Lo mío era trabajar y llegar a la cima.

—Espero que no, ya que es por eso por lo que te estoy llamando. Peter me ha propuesto matrimonio, y no me importa si es malo para mi carrera. He amado a ese hombre desde que tenía dieciséis años. Estoy harta de fingir ser alguien que no soy.

—Felicidades —dije, mirando al mar—. Me alegro. Sé lo mucho que significa para ti. —Había quedado con Peter varias veces antes de firmar el contrato para asegurarle que no estaba interesado en Audrey. Me había parecido un gran tipo.

—Has sido el mejor novio falso del mundo. Estoy segura de que encontrarás otra novia falsa dentro de nada. Sobre todo, porque se rumorea que Anthony Scott te quiere en un papel principal en su próximo largometraje.

—¿Cómo te has enterado? —Dios, solo habían pasado un par de horas desde que Brian me había llamado y contado aquello.

—Cuando estás de moda, estás de moda. En esta ciudad todo el mundo habla de ti. Ya sabes cómo es Hollywood.

—Supongo. Aunque todavía no hay nada oficial. —No pensaba descorchar el champán hasta que no se firmaran los contratos—. ¿Así que quieres que le diga a Brian que no te soporto ni un minuto más y que quiero romper el contrato?

—¿Harías eso por mí?

—No es para tanto. Estoy acostumbrado a aguantar la presión de mi equipo. Y no deberían castigarte por estar enamorada. —Hollywood era un puto pozo de tiburones. Y las mujeres lo tenían peor que los hombres. Si una actriz hubiera hecho la mitad de lo que había hecho yo, su carrera se habría echado a perder por completo.

—Es muy amable por tu parte, pero no. Tengo que madurar de una vez y enfrentarme a esto yo misma. Peter se merece eso por mi parte.

—Bueno, si cambias de opinión, grita. Tu idea es que nos separemos dentro de unos tres meses, ¿verdad? —Sabía que, en cuanto se lo dijera a su equipo y ellos hablaran con el mío, mi publicista iba a ponerse a buscar a alguien de inmediato. Con Audrey todo había ido genial. Era una chica poco exigente y relajada. Pero había llegado a mis oídos que algunas novias de Hollywood causaban verdaderos problemas. Un actor que conocía había dejado embarazada a su novia falsa porque había sido lo bastante estúpido como para follar con ella.

—Sí, tres meses estaría bien. Y debería darte tiempo de sobra para buscar a otra.

Iba a tener que encontrar a alguien lo antes posible. No podía estar sin pareja durante mucho tiempo.

—Me pondré a ello. Aunque no creo que consiga a alguien mejor que tú. —Apoyé los pies en el suelo y me moví hacia delante y hacia atrás en el balancín.

—Para, para, estás haciendo que me ruborice. —Se rio—. Nunca se sabe, Matt; podrías conocer a alguien que sea algo más que un truco publicitario.

Me reí.

—Sí, ya… No lo creo, pero gracias.

—Ya verás. Bueno, te veré al comienzo de la gira.

—Claro. Saluda a Peter de mi parte.