El escupitajo - Marzia Sabella - E-Book

El escupitajo E-Book

Marzia Sabella

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Beschreibung

La poderosa historia de la primera mujer que testificó contra la Mafia. «Señora, ¿por qué?», preguntó en 1963 el juez Cesare Terranova, pionero en la investigación de la Cosa Nostra. Era Serafina Battaglia —vestida de negro y con la cabeza envuelta en un chal— quien, al otro lado del escritorio, entregaba al magistrado las fotografías de su marido y su hijo, asesinados en poco más de veinticuatro meses en una disputa mafiosa. Desde ese momento, en Palermo y en otros tribunales italianos, la viuda empezó a hablar sin tapujos de una organización criminal cuya existencia muchos seguían negando. Ella la conocía bien, porque «las hembras de la casa lo saben». Serafina empezaba así su propia guerra contra la mafia, el Estado y la Iglesia, y como la pistola de la que no se desprendía jamás no era suficiente, convirtió en su arma a la maquinaria de la justicia. No se contentó con revelar nombres, tramas y delitos; entre el desprecio y la burla, llenó además las salas de justicia de gestos teatrales y escupitajos temerarios que despojaron a los mafiosos de su aura de poder. A partir de sus palabras en una entrevista concedida a la RAI en 1967, esta novela explora las múltiples facetas de la figura de la viuda Battaglia —testigo, arrepentida, madre coraje, vengadora solitaria y feroz—, y descubre a una mujer —nunca culpable, nunca inocente— dramáticamente atrapada entre la tradición y la revuelta. «La literatura que llega donde otras verdades no pueden acceder ha encontrado una nueva voz en Marzia Sabella».Helena Janeczek

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Seitenzahl: 175

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición en formato digital: abril de 2023

Título original: Lo sputo

En cubierta: fotografía © Kristina Fatina / Unsplash

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Sellerio Editore, Palermo, 2022

Publicado por acuerdo especial con Ella Sher Literary Agency

© De la traducción, Natalia Zarco

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19744-21-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

I Veintiún años y cinco meses menos tres días

II Relativamente

III No le tengo miedo a nada, nada, nada

IV Esto es lo que pienso: la mafia da asco

V Naturalmente

VI Sangre de mis venas

VII No se mata a un niño

VIII Quítate la gorra

IX No le basta con lo que digan las madres

X Pero yo he tenido el coraje

Apéndice. La viuda de la pistola

Nota

 

A la abogada

IVeintiún años y cinco meses menos tres días(10 de septiembre de 2004, 11:00 horas)

La saliva le cayó en la combinación negra de acrílico y le mojó las carnes lechosas. Pese a haberlo lanzado con furia, el escupitajo no llegó a alcanzar la pantalla de la televisión encendida. Si no hubiera tenido ochenta y cuatro años y si su salud no se hubiera agotado al final de su juventud, se habría levantado para cambiar de canal. Había conseguido, y solo Dios sabe con cuánto esfuerzo, ir al baño. Los pañales gratuitos del servicio social no le parecían una comodidad: en definitiva, seguía siendo mearse encima. Pero al volver del váter, situado engorrosamente al final del pasillo, casi en la salida, una arritmia le había dado sensación de ahogo. Tuvo que sentarse en la savonarola, junto a la cómoda, a cinco metros de la cama de matrimonio; cinco metros que, con los latidos del corazón en desbandada, le parecían una verdadera trocha cuesta arriba.

El mando a distancia se había quedado encima de la mesita, entre las pastillas para la tensión y el diurético. Allí estaba, grasiento y burlón por las cuotas sin pagar, mientras la tele, al volumen de un oído senil, transmitía aquel programa que le revolvía las tripas. Solo un corte de electricidad habría podido apagar la pantalla que entreveía desde su asiento. Pero era un día de sol, sin rayos ni nubarrones amenazantes listos para fulminar algún poste de la luz. Un terremoto, quizá. Aunque fuera una pequeña sacudida como la de dos años atrás, precisamente en esos mismos días de septiembre, que hiciera aullar las alarmas antirrobo de los coches de la calle Olivuzza y cortase el suministro eléctrico durante varias horas. Sin embargo, el juego de café de la vitrina y los colgantes de la lámpara parecían petrificados.

Una rubia con el pelo corto y un traje rayado se afanaba presentando a los invitados con rostros difuminados y nombres falsos. Por razones de seguridad, explicaba con un aire de orgullo, como si se sintiera parte del Cuerpo Nacional de Policía. La voz distorsionada y metálica de la señora María empezó a hablar de su decisión de testificar contra la mafia, de su amor por la verdad y la justicia, del futuro mejor para sus hijos, y del Estado, sí, exactamente del Estado, que la había dejado en secreto en un tugurio de un pueblo, sin agua caliente y con las cañerías rugiendo. Pero no se echaría atrás, no, jamás. Lo volvería a hacer porque la dignidad, y lo dijo con tono solemne, es capaz de vencer la fuerza de los mafiosos y la inercia del Gobierno.

¡Puta! Buu, buu, le gritó la vieja mientras un hilillo de baba salía de su boca deshidratada. Yo sola estuve, nada me dieron y nada pedí, ni un duro ni una rosca. Puh, puh, exclamó de nuevo, limitándose a emitir el ruido para evitar otro salivazo en la ropa.

La psicóloga, con las piernas cruzadas y una estilográfica en la mano para dirigir la tertulia, habló del efecto catártico de la decisión de testificar y después analizó su importancia social y política. Todo esto, precisó, no puede quedarse sin la respuesta empática de las instituciones; no puede subsistir sin la promoción también empática de la cultura de la legalidad; no puede aplicarse sin que todos nos pasemos la mano por la conciencia y nos sintamos, empáticamente, una parte del todo. Efectivamente, el todo, porque nosotros somos el todo. Nosotros y también ustedes en casa, concluyó satisfecha.

Una mierda, respondió la vieja tratando de escupir otra vez, pero como la saliva no salía, se ayudó con un corte de manga dirigido a la televisión, tan fuerte que se dejó el antebrazo enrojecido.

Tenía que tragarse aquel circo de buitres que sometían las historias de los desgraciados a las inflexiones de los aplausos y de las pausas publicitarias. No había manera de olvidar y olvidarse de uno mismo con los programas donde se cocina o se baila para propiciar sosiego a los perezosos.

Ella también había sido testigo judicial, quizá incluso algo más, probablemente algo menos. Ni siquiera existían leyes entonces, pues no sabían ni imaginar que se podía acusar a los señores de la mafia. Tampoco querían celebrar juicios y con unas migajas de pan los sacaban de la isla por el estrecho para que se perdieran entre las calles desoladas y el humo tóxico de las locomotoras que al norte no llegaban nunca. La falta de pruebas era la botella de Alchermes contra los gusanos del miedo1, la cámara de descompresión de los pactos, la eutanasia de la justicia que parecía triunfar mientras asfixiaba. Ni siquiera querían contar a los muertos. Uno más o menos, qué más da, al final se disparan entre ellos, decían para ocultar el tablero de ajedrez donde se desafiaba a la suerte con los cadáveres y las leyes naturales se fundían con las del honor. Ni siquiera existía la mafia en los años sesenta, porque los políticos no podían llamarla por su nombre. «Pero yo he tenido el coraje», soltó, repitiendo la frase que había dicho en un programa televisivo mucho tiempo atrás.

Mirando a su alrededor para valorar lo lejos que estaba el mando a distancia en relación con sus energías, vio que, en la cómoda, los dos marcos plateados reposaban en posición supina. Quizá los había tirado ella al ir al baño aguantándose las ganas de orinar. Eran las fotografías de Stefano y Totuccio, su marido y su hijo, asesinados a manos de la mafia en poco menos de veinticuatro meses. Al verlos volcados, privados de la luz de la bombilla de bajo consumo, se sobresaltó. Había pasado su vida honrándolos y veinticinco años de exilio para hacerles compañía, y le dolía en el corazón habérselos encontrado de cara al mármol, sufriendo inermes la cháchara hueca de los que no tienen ni idea. No era solo por el eterno vínculo que une las almas amadas estén donde estén. El recuerdo en la oración, la nostalgia que aprieta el pecho y la lágrima caliente que cae inesperada no podían compensar la prematura ausencia de los dos difuntos. Su muerte violenta fue la razón de un empeño, encendido y devoto, grabado en ella, la única superviviente, como en una roca.

La imagen de la Madre Santísima de la Catena, en el portarretratos de cuerno ahumado, había resistido el ataque de los brazos torpes. La mirada suave y celeste, acunada entre ramos de flores de plástico, le susurró que se concentrara en la súplica para escapar de las provocaciones del diablo. Y se puso a rezar en voz alta —Ave, oh, María, santa madre misericordiosa, vamos, abogada nuestra en las alturas, vamos, bendita tú eres— hasta sobreponerse al volumen de la televisión.

Entre los invitados había un periodista con un chaleco lleno de tachuelas y unas gafas gruesas que hacían más profundas sus palabras. Era el autor de un libro sobre un testigo judicial abandonado por su familia y por el Ministerio del Interior. A los peces gordos, afirmó, perdonadme la expresión, les importa un carajo y se ocupan solo de sus poltronas, por no decir, perdonadme otra vez, que solo piensan en su propio culo. Gente de nadie, se titulaba la obra, y la portada, enfocada en primer plano, mostraba una silla vacía, vuelta de espaldas. Escribir este texto ha sido doloroso. Es la historia de un abandono, de la incuria del Estado hacia aquellos que son sus mejores hijos, dijo con una voz tan solemne que el chaleco parecía una armadura. Es la crónica de un calvario, añadió después de una pausa de silencio hasta que concluyó que sí, sí, pobre Italia, pobres nosotros, que estamos solos ante un abuso de poder. Y lógicamente estallaron los aplausos.

El librucho ese métetelo donde tú ya sabes, le gritó la vieja con un suspiro que debido al arrebato de odio en la fase de espiración se convirtió en un eructo.

Quién sabe si para compensar la acritud de la telespectadora, la rubia, guiñándole un ojo al cámara, se prodigó en elogios al libro, invitando a comprarlo y a leerlo amén de a apresurarse porque estaba de oferta solo unos días. Después del último zoom de la silla vuelta, se trasladó a otra parte del plató para la publicidad de los colchones. La calidad del descanso es cosa seria, subrayó con una sonrisa persuasiva antes de pasar a la batería de cocina, en promoción solo hoy para las primeras veintiséis mil llamadas. La vieja tuvo tiempo de asomarse a la ventana del aseo. El sol palermitano del 10 de septiembre de 2004 secaba la ropa del edificio de enfrente, orlado de bragas de colores y de sujetadores floreados. No tienen dignidad las mujeres de hoy, se dijo. La fantasía de los tejidos confunde, basta un rayo de luz para que un color destaque y no se sabe nunca de qué palo van, como las palabras de los discursos engañosos donde decir equivale a callar. Ella había sido una mujer de negro, de un solo color. El negro del luto por la muerte de su marido y de su hijo; el negro de la pistola, junto a la persiana, con el disparo en el cañón; el negro del desengaño, de las risas hostiles aún sin castigo. El blanco quedaba para las sábanas de la dote y para la última mano de Titanlux que se dio en la cocina ennegrecida por la forzada oscuridad del apartamento.

El programa continuó con una conexión en directo con Palermo. Teatro Massimo, vía Roma, oficina central de Correos, Vucciria, y un transeúnte ante el micrófono. Afirmaba que no había pagado nunca el pizzo y que, en cualquier caso, no lo habría denunciado. ¿Por qué?, le preguntó el corresponsal provocadoramente, imaginándose que iba a acabar la entrevista con un solo sobre la omertà2 y la desconfianza en las instituciones como particularidades de una ciudad que fingía cambiar para seguir gatopardescamente, eso pensó decir, igual a sí misma. Porque es justo ayudar a los necesitados, a las familias de los presos, a los niños sin pan, a las madres solas y a los padres en la calle, respondió el vendedor de melones amarillos, que se iluminó como un santo antes de declarar que eso es lo que nos ha enseñado nuestro señor Jesucristo. El público se estaba aventurando a aplaudirlo, casi a pedir su beatificación, pero fue interrumpido por la presentadora, que fulminó la sala con un: no hay palabras. La vieja, que no sabía de qué parte ponerse, omitió cualquier comentario y, ante la duda, escupió dos veces al suelo antes de notarse un mareo. No comía desde el día anterior. El charco de la leche olvidada en el fuego había impregnado la cocina de un olor dulzón que le revolvía el estómago y el plato de galletas abandonadas a su descomposición en la cama, en el lado del marido, guardaba las migajas endurecidas que acabarían entre las sábanas como un cilicio. Se había conformado con un vaso de vino con azúcar a la espera del miserable sobre de alimento soluble que llegaría a saber cuándo para compensar su boca desdentada. Tenía que llamar al médico, en ese mismo momento, eso sí.

El teléfono estaba al alcance de la mano, en la cómoda, pero había dejado la tarjeta con el número siempre ocupado del ambulatorio en el cajoncito maloliente de los trastos. La figura minúscula del médico, que se dibujaba ya en la puerta con un aura de ciencia y el cigarrillo en la boca, le parecía un heraldo de la fatalidad. Tampoco quería amontonar, en la repisa rebosante de la cómoda, más medicamentos ilusorios de los que le recetaba por pactos turbios con el farmacéutico.

Había intentado quedarse dormida a pesar de la incomodidad del respaldo. No era la primera vez que se quedaba en la silla esperando recuperarse, pero el sueño se esfumó por el repentino miedo a morir allí, con su bata sucia y la enagua mojada. Su sobrina, hija de la única hermana aún viva, la entregaría tan tranquila a los servicios funerarios municipales y su cuerpo desaliñado y viejo habría aparecido a los ojos ajenos de los sepultureros martirizado por esa soledad que no trae más que desgracias y nunca oportunidades.

El programa dedicado a los testigos judiciales continuaba despacio y le llegó el turno a un honorable que apuntó, dijo, culpó, estuvo de acuerdo y finalmente prometió. Nunca más solos, concluyó. Y todo pareció volver a la normalidad con los aplausos que esta vez sí recibió. Puh, a ti y a los cerdos como tú, exclamó la vieja antes de arrancarse con el Réquiem por los difuntos mientras las arrugas se le marcaban en el rostro delatando los años de guerra. Porque lo suyo fue una guerra contra la mafia, el Estado y la Iglesia. Lo recordaba siempre. Sola, vestida de negro para que los muertos legitimaran su grito. Sola con el miedo que se oculta tras la arrogancia. Sin filósofos ni sabios que se hicieran eco, sin ojos compasivos y lúcidos que le llenaran el vaso. Sola, después de la derrota, en un piso demasiado grande y silencioso para los muchos días por vivir, con una montura demasiado pesada para no llevar más que alforjas vacías. Pero había hecho lo que debía, en nombre del padre y del hijo asesinados sin el espíritu santo.

La rubia conectó en directo con un juicio. El presidente del tribunal leía la sentencia mientras una cámara despiadada enfocaba a los hombres al otro lado del estrado que, con pose despreocupada y mirada temeraria, trataban de disimular una oración íntima al crucifijo del estrado y la ingenua promesa del nunca más.

En el momento de las cadenas perpetuas, la señora María se emocionó y apenas atinó a decir que la victoria era suya y no del Estado que se olvida de sus siervos. Incluso la presentadora prosiguió con la voz entrecortada como si hubiera comprendido el dolor de la redención, y para recuperar su entereza repitió vergüenza, vergüenza, sin dejar claro si se refería a la marginación de la testigo o a la indignación por la enormidad de las penas aplicadas. El rumor desorientado del público lo aplacó el sociólogo opinador, que tenía que ganarse el sueldo. Sí, sí, pero no olviden que hoy por hoy los delincuentes salen enseguida de la cárcel porque, en este país de bufones y arribistas, hoy por hoy no existe por parte de los ciudadanos que pagan sus impuestos una confianza real en las penas.

Se encendió de rabia. No podía más. Para anular el campo magnético entre sus cataratas y la televisión, se concentró de nuevo en la imagen de la Virgen y entonó el himno de la anunciación —… supra un munti cumparì, quant’è bella la Madre di Dì, e la vitti santu Elia, viva di lu carminu Maria, viva di lu carminu Maria…—, hasta que su voz salió con fuerza y derrotó aquel parloteo irritante. En el abismo de su clausura se había acostumbrado a cantar, a desafiar el silencio del mobiliario roto únicamente por el tictac del despertador con la gallina picando para contar los segundos. Siempre se sorprendía de recordar todas las letras, de verlas al margen de las canciones, una por una, con sus colores y formas distintas. Las miraba como si las leyera para después repetirlas hasta que irrumpían por encima del murmullo de la música que le pasaba por la cabeza.

Un empresario no quiso ocultar su rostro. Aquí estoy, dijo, y miedo no tengo. Disparadme, estoy aquí, soy un objetivo. Para empezar a construir le pedí permiso a los mafiosos. Por supuesto, me respondieron, usted es el jefe. Gracias a Dios y a los amigos cualquier trozo de tierra era edificable y pude hacerlo en todas partes. Muchos edificios he levantado, los más bellos, pero la mitad de los apartamentos eran para ellos y yo no podía pagar más. Voló mi casa, el coche, las excavadoras. No quedó nada. Y los guardianes de la ley nada me dieron. ¡Sí, viva Italia! Sí, sí, disparadme todos para que me saque la espina.

Pero cómo, le preguntó el sociólogo, ¿primero usted accedió a pactar con esa gente y ahora viene aquí a quejarse? La psicóloga añadió algo sobre la empatía perdida y el periodista dijo que aquello era de agradecer. ¿Aquello? ¿Qué aquello?, preguntó la presentadora. El valor del arrepentimiento, respondió él, incómodo pero orgulloso de haber dado al instante con la respuesta. Estaban desconcertados: aquella historia sin fin impedía el juicio inmediato de la televisión.

La vieja sintió simpatía y contuvo el escupitajo. Sabía que la vocación de todas las elecciones es la de caer en tierra firme, entre los dos bandos, a derecha o a izquierda, donde los pies se asienten seguros y eviten los pantanos. Una división que aviva las dudas, agudiza el intelecto y encomienda la sabiduría a ambos bandos. El río, en cambio, confunde porque mezcla con el agua de manantial el remolino de hojas secas, peces oxidados y estrellas rotas; y ella se sentía así, como el torrente que no conoce una sola verdad y que no tiene vergüenza.

Después de la publicidad, enfocaron una pantalla que ocultaba a un hombre sentado. Era la atracción del programa y la rubita lo presentó con expresión de afecto y esperanza, leyó cuidadosamente la tarjeta especialmente atenta a la puntuación para no cambiar el significado. Lo que nos va a decir, y ya tengo escalofríos —dijo como inciso acariciándose un brazo—, nos va a hacer reflexionar sobre el valor de la paternidad y de la justicia, así que no cambien de canal.

La psicóloga intervino para aclarar que, perdón si interrumpo, el proceso de recuperarse de una pérdida súbita pasa, con empatía, por la socialización del acontecimiento luctuoso y, por tanto, el público, incluido el de casa, debe escuchar y hacerse cargo empáticamente de la experiencia como una ayuda a la cicatrización de las heridas internas que, aunque no se ven, son las que más duelen. El pobrecillo se confundió y, al no saber cómo satisfacer las expectativas, solo se le ocurrió decir, atragantado, que le habían asesinado a su hijo. Y ya está todo dicho, soltó con el impulso renovado de volverse a su casa.

Va, va, lo incitó la rubia irritada, poniéndose las manos en las caderas, dibujadas por la chaqueta estrecha, como si estuviera preparándose para arremeter. ¡Ábrase con nosotros! ¡Libérese! Le hará bien a usted, a los telespectadores y a los invitados del plató, añadió la psicóloga mientras se enrollaba un mechón de cabello en el dedo, olvidando esta vez invocar la empatía.

También el sociólogo intervino con tono severo: coraje, no se deje vencer ahora por los acontecimientos traumáticos, mire el lado positivo del dolor como una fuente de renacimiento. O acaso quiere hoy convertirse en el defensor de un mundo de depresivos, ¡vamos, hombre!

He decidido denunciar, continuó intimidado el testigo, confiar en las fuerzas del orden y en el Estado. Desde que vi el cuerpo de Giovanni con la cabeza contra el volante y la sangre en la tapicería, me entró hambre de justicia, hambre de verdad, hambre de honestidad, para mí, para mi hijo y para los hijos de los demás que hubieran corrido la misma suerte.

¿Hambre?, gritó la vieja, la muerte de un hijo te quita el apetito, so cornudo, y los hijos de los demás a ti qué te importan. ¡Cornudo tú y cornudos los que no te lo dicen! Y retomó su canción más alto, viva di lu carminu Maria, viva di lu carminu Maria…

Siquiera el estribillo, huido de la oración y gritado como una imprecación, pudo atenuar el volumen cuando el testigo precisó, con un sollozo, que veintiún años tenía Giovanni, solo veintiún años.

La misma edad que su hijo. Lo había repetido continuamente, ella, a los jueces y a los periodistas.

«Veintiún años y cinco meses menos tres días», había concretado en la entrevista de 1967 para el documental de TV Sette «La viuda de la lupara»3. Veintiún años y cinco meses menos tres días, quiso decir para remarcar la gravedad del asesinato de su hijo respecto a otros asesinados que, incluido su marido, por vejez o por culpa, habían fallecido sin tanta injusticia. No dijo veintiún años y medio, o casi veintidós, sino veintiún años y cinco meses menos tres días, imprimiendo a la frialdad de los números el lirismo de la vida.