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El Eterno Marido de Fiódor Dostoyevski (1870) es una novela corta que, a pesar de su brevedad, encierra una intensa exploración psicológica de las complejas relaciones humanas y de los tormentos internos. Con la maestría característica del autor, la narrativa se despliega a través de una serie de monólogos confesionales y encuentros cargados de tensión, en los que se revela la lucha del protagonista contra los implacables fantasmas de su pasado. En el núcleo de la obra se investiga la ineludible interacción entre amor y odio, culpa y redención, mientras los personajes son arrastrados a un torbellino de celos y ambigüedad moral. Dostoyevski construye de forma magistral un universo en el que el pasado se manifiesta como un espectro omnipresente — un "esposo eterno" que acecha los recovecos de la memoria y desafía la posibilidad de alcanzar una absolución personal. Su prosa austera y su penetrante visión psicológica no solo exponen la fragilidad del alma humana, sino que también iluminan la naturaleza paradójica del afecto y la traición. La obra prefigura muchos de los temas que definirán la literatura existencial moderna, convirtiéndola en una lectura imprescindible para quienes se sienten atraídos por los recovecos más oscuros de la condición humana. Una fusión cautivadora de ironía, desesperación y sutil humor, El Eterno Marido se erige como un testamento del genio perdurable de Dostoyevski. Es una narrativa que invita al lector a confrontar las verdades incómodas sobre las dualidades de nuestro ser interior, afirmando su lugar como una obra atemporal en el canon de la literatura mundial — una lectura obligada antes de morir.
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Seitenzahl: 268
Veröffentlichungsjahr: 2025
Fyodor Dostoyevski
EL ETERNO MARIDO
Título original:
“Вечный муж”
INTRODUCCIÓN
EL ETERNO MARIDO
F. M. Dostoyevski
1821 – 1881
Fyodor Mijáilovich Dostoyevski fue un escritor y filósofo ruso, ampliamente reconocido como una de las figuras literarias más importantes del siglo XIX. Sus obras exploran temas como la moralidad, el libre albedrío, la redención y los conflictos psicológicos del alma humana. Con una profunda influencia en la literatura existencialista y psicológica, sus novelas siguen siendo objeto de estudio y admiración en todo el mundo.
Primeros años y educación
Dostoyevski nació en Moscú en el seno de una familia de clase media. Su padre, un médico militar estricto y autoritario, influyó en su visión temprana del mundo. Desde joven, fue enviado a la Academia de Ingeniería Militar en San Petersburgo, donde estudió ingeniería, aunque su verdadera vocación siempre fue la literatura. Su sueño se materializó con la publicación de su primera novela, Pobres gentes (1846), que le otorgó reconocimiento inmediato.
Carrera y contribuciones
La obra de Dostoyevski profundiza en la psicología humana, la fe y los problemas sociales. Su vida dio un giro radical en 1849 cuando fue arrestado por su presunta participación en un complot político. Condenado a muerte, recibió un indulto de último momento y fue enviado a un campo de trabajos forzados en Siberia. Esta experiencia marcó profundamente su pensamiento filosófico y religioso, algo que se reflejaría en sus novelas posteriores.
Entre sus obras más destacadas se encuentran Crimen y castigo (1866), que sigue la lucha moral y psicológica de Raskólnikov tras cometer un asesinato; Los hermanos Karamázov (1880), una novela filosófica que explora la fe, el libre albedrío y la naturaleza del mal; y El idiota (1869), donde el príncipe Myshkin encarna la pureza e inocencia en un mundo corrupto.
Las narraciones de Dostoyevski se caracterizan por su profundidad psicológica, personajes complejos y diálogos filosóficos, convirtiéndolo en un pilar de la literatura moderna.
Impacto y legado
La influencia de Dostoyevski trasciende la literatura. Sus reflexiones sobre los dilemas existenciales y psicológicos marcaron a pensadores como Friedrich Nietzsche, Jean-Paul Sartre y Sigmund Freud. Su visión del sufrimiento humano, la redención y la dualidad entre el bien y el mal sigue resonando en lectores y estudiosos.
Su innovador uso del monólogo interior y su capacidad para retratar conflictos psicológicos sentaron las bases de la ficción psicológica moderna. Sus obras han sido adaptadas en cine, teatro y debates filosóficos, consolidándolo como una figura literaria atemporal.
Dostoyevski falleció en 1881 debido a complicaciones derivadas de la epilepsia y enfermedades pulmonares. En vida, ya era una figura destacada en la literatura rusa, pero su reconocimiento mundial creció significativamente en el siglo XX. Hoy, es considerado uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos, y su obra sigue inspirando a escritores, filósofos y psicólogos.
Su habilidad para retratar la condición humana, el conflicto entre la fe y la duda y la lucha eterna entre el bien y el mal garantiza que su legado perdure. Sus novelas siguen siendo lecturas esenciales para quienes buscan comprender la complejidad del ser humano y la sociedad.
Sobre la obra
El Eterno Marido de Fyodor Dostoyevski (1870) es una novela corta que, a pesar de su brevedad, encierra una intensa exploración psicológica de las complejas relaciones humanas y de los tormentos internos. Con la maestría característica del autor, la narrativa se despliega a través de una serie de monólogos confesionales y encuentros cargados de tensión, en los que se revela la lucha del protagonista contra los implacables fantasmas de su pasado. En el núcleo de la obra se investiga la ineludible interacción entre amor y odio, culpa y redención, mientras los personajes son arrastrados a un torbellino de celos y ambigüedad moral.
Dostoyevski construye de forma magistral un universo en el que el pasado se manifiesta como un espectro omnipresente — un “esposo eterno” que acecha los recovecos de la memoria y desafía la posibilidad de alcanzar una absolución personal. Su prosa austera y su penetrante visión psicológica no solo exponen la fragilidad del alma humana, sino que también iluminan la naturaleza paradójica del afecto y la traición. La obra prefigura muchos de los temas que definirán la literatura existencial moderna, convirtiéndola en una lectura imprescindible para quienes se sienten atraídos por los recovecos más oscuros de la condición humana.
Una fusión cautivadora de ironía, desesperación y sutil humor, El Eterno Marido se erige como un testamento del genio perdurable de Dostoyevski. Es una narrativa que invita al lector a confrontar las verdades incómodas sobre las dualidades de nuestro ser interior, afirmando su lugar como una obra atemporal en el canon de la literatura mundial — una lectura obligada antes de morir.
Entrabase ya el verano, y Veltchaninov, muy en contra de lo que esperaba, veíase todavía en Petersburgo. Su viaje al sur de Rusia no se le había arreglado, y su pleito no llevaba trazas de concluir. El asunto — un litigio sobre propiedad de unas tierras — tomaba mal cariz. Tres meses antes parecía sencillísimo, sin sombra de duda, y he aquí que, bruscamente, todo cambiaba. "Por otra parte, lo mismo ocurre con todo; hoy, todo se tuerce", repetíase sin cesar a sí mismo, malhumorado.
Había acudido a un abogado muy ducho, caro y de fama, sin escatimar honorarios; pero, empujado por la impaciencia y la desconfianza, dio en ocuparse por sí mismo del asunto, escribiendo papeles que el abogado se apresuraba a escamotear, corriendo de tribunal en tribunal, haciendo averiguaciones inútiles, y en realidad entorpeciéndolo todo. Al fin, el abogado no pudo menos de quejarse y de aconsejarle que se fuera a pasar una temporada al campo.
Pero él no podía resolverse a marchar. El polvo; el calor asfixiante, las noches blancas de Petersburgo, que sobreexcitan y enervan, todo ello parecía deleitarle y retenerle en la ciudad. Habitaba en los alrededores del Gran Teatro, un pisito que había alquilado hacía poco y que no acababa de gustarle. "¡Nada acaba de gustarle!" Su hipocondría, cuyo germen llevaba hacía ya tiempo, iba creciendo de día en día. Era un hombre que había vivido mucho, y holgada y alegremente. A pesar de sus treinta y nueve años, encontrábase ya lejos de la juventud. Toda esta "vejez", como él decía, le había caído encima "casi de sopetón". Él mismo comprendía que lo que le había envejecido tan rápidamente no era la cantidad, sino, por decirlo así, la calidad de los años, y que si se sentía flaquear antes de tiempo, era más bien culpa del espíritu que del cuerpo. A primera vista se le habría tomado aún por un hombre joven: alto, fuerte y rubio, con una cabellera abundante, sin una sola cana, y una hermosa barba que le llegaba casi a la mitad del pecho. Su aspecto podía parecer, al principio, tosco y desaliñado; pero, observándolo más atentamente, advertíase en seguida a un hombre perfectamente educado y estilado en los usos y modales de la mejor sociedad. Conservaba un aire de soltura y hasta de elegancia que no era bastante a ocultar la brusca hurañía que se había apoderado de él, y tenía aún aquel aplomo aristocrático, cuyo efecto quizás ni él mismo sospechaba. Y eso que era hombre de una inteligencia, no ya despejada, sino sutil y excelentemente dotada.
Su cutis blanco y sonrosado había tenido en otro tiempo una delicadeza verdaderamente femenina, que llamaba la atención a las mujeres. Y aun decían, al mirarle: "¡Hermosa salud! ¡Nácar y rosas!". Sólo que esta hermosa salud se hallaba cruelmente inficionada de hipocondría. Sus grandes ojos azules, diez años atrás hicieron muchas conquistas; ojos tan claros, tan alegres, tan despreocupados, que, sin querer, retenían la mirada que tropezaba con ellos. Hoy, al caer de la cuarentena, la claridad y la bondad habíanse casi apagado en aquellos ojos ya cercados de ligeras arrugas. Ahora, por el contrario, reflejábanse en ellos el cinismo de un hombre de costumbres relajadas, hastiado de todo, la astucia, con frecuencia el sarcasmo, o bien un nuevo matiz que no se les conocía antes, un matiz de sufrimiento y de tristeza, tristeza distraída y como sin objeto, pero, no obstante, profunda. Esta tristeza se manifestaba sobre todo cuando estaba solo. Y lo extraño es que este hombre que hacía dos años apenas era jovial, alegre y disipado, que contaba tan a la perfección historietas tan divertidas, hubiese llegado a preferir la soledad a todo. Deliberadamente, había roto con sus numerosos amigos, cosa acaso innecesaria, aun después de la ruina total de su fortuna. A decir verdad, el orgullo había tenido gran parte en ello.
Su orgullo, tan susceptible, le hacía intolerable el trato de sus antiguos amigos; de modo que, poco a poco, había llegado al aislamiento. No por eso quedaron atenuados los sufrimientos de su orgullo, al contrario; pero, al exasperarse, tomaron una forma particular, completamente nueva, llegando a sufrir a veces por motivos imprevistos, que en otro tiempo no existían para él, en los que ni siquiera había pensado; por motivos de "orden superior", a los que hasta entonces no concediera importancia… "Suponiendo que realmente haya motivos superiores y motivos inferiores", añadía para sí. Era cierto, había llegado a verse obsesionado por motivos superiores, en los que antes nunca hubiera pensado. En el fondo, lo que él entendía por motivos superiores eran esos motivos de los que — con gran asombro suyo — nadie podía, sinceramente, reír a solas. (A solas, claro está, pues delante de gente es muy distinto). Él sabía de sobra que a la primera ocasión, mañana mismo, dejaría plantados todos aquellos secretos y piadosos mandamientos de su conciencia, enviando a paseo con mucha tranquilidad los "motivos superiores", y siendo el primero en reírse de ellos. Sin duda, eso es lo que ocurriría; pero, entre tanto, había conquistado una singular independencia de espíritu con respecto a los "motivos inferiores", que hasta entonces tan despóticamente le gobernaran. Muchas mañanas, al levantarse, hasta se avergonzaba de las ideas y sentimientos que había tenido durante el insomnio de la noche. (Y desde hacía algún tiempo padecía de frecuentes insomnios).
Tenía observada en sí mismo, desde antiguo, una marcada inclinación a los escrúpulos, tratárase de cosas importantes o de una futilidad cualquiera; así que había resuelto fiarse lo menos posible de sí propio. Sin embargo, a veces tenían lugar hechos cuya realidad no era posible poner en duda. En los últimos tiempos, con frecuencia, durante la noche, sus ideas y sentimientos modificábanse hasta el punto de convertirse casi en lo contrario de lo normal, y muy a menudo perdían toda conexión con las ideas y sentimientos diurnos. Impresionóse mucho al darse cuenta de ello, y se fue a consultar a un médico de nombre, amigo suyo, al que — claro está — contó la cosa en tono de broma. El médico respondió que el hecho de la alteración y hasta el desdoblamiento de las ideas y sensaciones durante la noche, en estado de insomnio, es un caso muy corriente en hombres que "piensan y sienten intensamente" ; que, a veces, las convicciones de toda una vida cambian súbitamente, de pies a cabeza, bajo la acción deprimente de la noche y del insomnio; que de ahí el que se adopten, sin venir a cuento, resoluciones que necesariamente han de ser fatales; que todo ello, por otra parte, va por sus pasos contados, y que, en suma, si el sujeto experimenta muy vivamente el desdoblamiento de su persona, y sufre a causa de ello, es señal de una verdadera enfermedad, y urge, en ese caso, acudir a atajar el mal. Lo mejor, es cambiar radicalmente de género de vida, ponerse a régimen, o viajar; una purga tampoco estaría de más.
Veltchaninov no quiso seguir oyendo; la cosa era bien clara: estaba enfermo. "¡A eso se reducía la obsesión que él atribuía a algo superior! ¡A una enfermedad, simplemente!", exclamaba con amargura.
Pronto el fenómeno, que hasta entonces no había experimentado más que por la noche, se produjo también durante el día, pero con mayor intensidad. Y ahora sentía una satisfacción maliciosa y sarcástica, en lugar del enternecimiento nostálgico de antes. Veía surgir en su memoria, cada vez con más frecuencia, "súbitamente, y sabe Dios por qué", algunos acontecimientos de su vida anterior, de las épocas primeras de su vida, y estos acontecimientos se presentaban a él de un modo extraño. Hacía ya tiempo que se quejaba de haber perdido la memoria, olvidando las caras de personas conocidas — que cuando, por casualidad, le encontraban y él no las reconocía, se mostraban ofendidas, y hasta olvidando en absoluto un libro leído seis meses antes. Pues bien, a pesar de esta pérdida evidente de la memoria, sucesos de un período muy lejano, hechos olvidados desde hacía diez o quince años, se presentaban bruscamente a su imaginación, con tal relieve en todos sus detalles, con tal vivacidad de impresión, que podía decirse los revivía.
Algunas de aquellas cosas que volvían a su conciencia habían estado hasta entonces tan completamente abolidas, que el solo hecho de verlas reaparecer se le antojaba extraño. Pero aquello todavía no era nada; estas resurrecciones se producen en todo hombre que haya vivido mucho. Lo importante es que aquellos acontecimientos le volvían a la memoria bajo un aspecto modificado, enteramente nuevo, imprevisto, presentándosele desde un punto de vista en que jamás hubiera pensado. ¿Por qué tal o cual acto de su vida pasada le hacía hoy el efecto de un crimen? Realmente, él no se habría preocupado, de tratarse sólo de una sentencia abstracta dictada por su espíritu; pues de sobra conocía su natural sombrío, raro y enfermizo, para conceder importancia alguna a sus decisiones. Pero su reprobación tenía una resonancia más profunda, llegaba casi a maldecirse y a estallar en lágrimas interiores. ¿Qué habría dicho él, no hace dos años, si le hubiesen anunciado que lloraría un día?
Lo que primero le vino a la memoria fueron, no estados de sensibilidad, sino cosas que antaño le habían herido o molestado. Recordaba ciertos fracasos mundanos, ciertas humillaciones; recordaba, por ejemplo, las "calumnias de un intrigante" a causa de las cuales habían dejado de recibirle en una casa; o bien cómo, no hacía mucho, había soportado una ofensa premeditada y pública, sin pedir cuentas al ofensor; y cómo, un día, en una reunión de señoras de la mejor sociedad, había sido víctima de un punzante epigrama, al que no supo qué responder… Recordaba también dos o tres deudas que no había pagado, deudas insignificantes, es cierto, pero deudas de honor al cabo, contraídas con personas que había dejado de ver y de las que, sin embargo, se permitía hablar mal cuando llegaba el caso. Sufría asimismo, pero únicamente en sus ratos peores, a la idea de haber malgastado del modo más estúpido dos fortunas, ambas considerables… Pero pronto le tocaba la vez a los recuerdos y remordimientos de orden "superior". De improviso, por ejemplo, "sin ton ni son", surgía, del fondo de un olvido absoluto, la figura de un empleado viejecito, calvo y grotesco, al que un día, hacía ya mucho tiempo, ofendiera impunemente, por pura bravata, sólo por hacer un chiste muy gracioso y que fue muy celebrado. A tal punto había olvidado toda aquella historia, que no conseguía dar con el nombre del viejecito. Y sin embargo, evocaba todos los detalles de la escena con una claridad extraordinaria.
Recordaba perfectamente que el viejo había defendido la reputación de su hija, solterona ya madura, que vivía con él, y respecto a la cual se habían hecho correr rumores malévolos. El vejete había dado la cara y se había enfurecido; luego, de pronto, rompió a llorar delante de todo el mundo, cosa que hizo cierta impresión. Habían acabado por atracarle de champagne y hacer burla de él. Y ahora que, "sin ton ni son", evocaba Veltchaninov al pobre viejecito sollozando, hundido el rostro entre las manos, como un niño, le parecía imposible haber podido olvidarlo. Y, cosa extraña, esta historia, que en otro tiempo encontraba tan cómica, le hacía ahora una impresión contraria, sobre todo algunos detalles, sobre todo la cabeza hundida entre las manos.
Recordaba también cómo, por pasatiempo, había difamado a la mujer de un maestro de escuela, y cómo la difamación había llegado a oídos del marido. Veltchaninov había dejado poco después la localidad y no supo las consecuencias de su difamación; pero ahora, de pronto, preguntábase cómo habría acabado todo aquello; y Dios sabe hasta dónde le habrían llevado sus conjeturas, si un recuerdo mucho más reciente no le hubiese embargado bruscamente el espíritu: el de una muchacha de una modesta familia burguesa, que jamás le había gustado, de la que hasta se avergonzaba, y con la cual, casi sin saber cómo, tuvo un hijo. Había abandonado a la madre y al niño, sin decirles adiós siquiera (claro que por falta de tiempo), cuando se fue de Petersburgo. Más tarde, durante un año entero, había estado haciendo gestiones para encontrar a aquella muchacha, sin conseguirlo. Los recuerdos de esta índole se presentaban a él a centenares, cada uno trayendo otros consigo.
Ya hemos dicho que su orgullo había tomado una forma singular. Había momentos — raros, es cierto — en que olvidaba su amor propio al punto de serle indiferente no tener ya coche particular y verse obligado a ir a pie de tribunal en tribunal, vestido de cualquier modo. Si, por casualidad, alguno de sus antiguos amigos le miraba en la calle con aire burlón, o aparentaba no conocerle, su orgullo era tal que ya no se ofendía. Y muy sinceramente no se ofendía. A decir verdad, estos momentos de olvido de sí mismo eran bastante escasos; pero, en general, lo cierto es que su vanidad se desinteresaba, poco a poco, de las cosas que hasta entonces le habían afectado, y se concentraba en una sola, siempre presente a su espíritu.
"Sí — pensaba con sarcasmo (casi siempre que pensaba en sí mismo era sarcásticamente), no hay duda de que alguien se preocupa de mejorarme, sugiriéndome todos esos malditos recuerdos y esas lágrimas de arrepentimiento. Bueno, y después de todo, ¿qué? ¡Pólvora en salvas! Muy bien las lágrimas de arrepentimiento; pero ¿no tengo acaso la seguridad de que a pesar de mis cuarenta años, cuarenta años de una existencia estúpida, no me queda una migaja de libre albedrío? Que mañana se presentara de nuevo la misma tentación, que, por ejemplo, tuviera otra vez interés en propalar el rumor de que la mujer del maestro de escuela aceptaba de muy buen talante mis obsequios, y de sobra sé que volvería a las andadas, sin la menor vacilación, tanto más vil y más insidioso por ser la segunda vez. Que mañana a aquel principillo a quien, hace once años, rompí una pierna de un balazo, se le ocurriese ofenderme de nuevo, pues me apresuraría a llevarlo al terreno, y le costaría una segunda pata de madera. Todas estas vueltas al pasado, es pólvora en balde, sin eficacia alguna ¿A qué santo estos recuerdos, cuando ni siquiera consigo verme libre de mí en el presente?
No había ya maestra de escuela que difamar, ni pierna alguna que romper, pero la sola idea de que en un momento dado, podían renovarse estos hechos le desesperaba. No es posible estar continuamente entregado a los recuerdos; preciso es que haya entreactos, durante los cuales poder respirar y distraerse.
Esto hacía Veltchaninov: estar dispuesto a aprovechar los entreactos para distraerse; pero mientras más tiempo pasaba, más penosa se le hacía la vida en Petersburgo. Con frecuencia le asaltaban deseos de dejarlo todo, empezando por el pleito, y marcharse a cualquier parte sin tardanza, a un rincón de Crimea, por ejemplo. Una hora después, por regla general, reía ya del proyecto. "No hay clima, no hay mediodía que pueda acabar con estos malditos pensamientos. Una vez que han venido, yo, que soy hombre de costumbres, no podré ya sacudírmelos. Además, no hay motivo…"
"Y ¿por qué voy a irme? — continuaba filosofando con amargura — . Hace aquí tanto polvo y un calor tan sofocante; hay en estos tribunales en que me paso el día, entre todos estos hombres de negocios, tantas preocupaciones enervantes, tantos cuidados abrumadores; y en todas estas gentes que llenan la ciudad, en todos estos rostros que pasan desde la mañana hasta la noche, se ve un egoísmo tan ingenua y sinceramente exteriorizado, una audacia tan grosera, una cobardía tan ruin, una pusilanimidad tan baja, que a fe mía que esto es el paraíso para un hipocondríaco. Todo es franco aquí, todo se muestra sin rebozo; nada se toma el trabajo de disimular, como hacen nuestras damas y damiselas en todas partes: en el campo, en los balnearios, en el extranjero… Sí, realmente todo merece aquí la más sincera estimación, aunque sólo sea por su franqueza y sencillez… ¡No me iré! ¡Reventaré aquí, si es preciso, pero no me iré!"
Era el 3 de julio. Soplaba un aire pesado, y hacía un calor asfixiante. Aquel día Veltchaninov tuvo muchísimo que hacer. Toda la mañana se la había pasado en comisiones y diligencias; una visita urgente debía ocuparle la tarde. Visita a un consejero de Estado muy influyente, que podía serle útil, y al que tenía que ver en su casa de campo, situada muy lejos, a orillas del Tchiornaia.
Así, pues, al atardecer, a eso de las siete, entró Veltchaninov para comer en un restaurant de apariencia bastante mediocre, pero francés, de la Perspectiva Newski, junto al puente de la Policía. Sentóse en su rincón de costumbre, ante la mesita que le estaba reservada, y pidió la comida. Todos los días comía por un rublo, sin contar el vino, que casi nunca tomaba en vista del mal estado de su bolsillo. Sorprendíase a veces de que se pudiera comer una cocina semejante, a pesar de lo cual ingería hasta la última migaja, devorando con el mismo apetito que si llevase tres días de ayuno. "Esto debe ser morboso", pensaba al darse cuenta de ello.
Aquella tarde se sentó a la mesa en las peores disposiciones de ánimo. Tiró violentamente el sombrero a un rincón, se puso de codos sobre el mantel, y cayó en meditación. A poco que su vecino hubiera hecho el menor ruido, o que el mozo no le hubiese comprendido inmediatamente, él, que de ordinario era cortés, y cuando la ocasión lo exigía pacientísimo, habría sin duda alguna armado un alboroto, y hasta puede que un verdadero escándalo.
Habían servido el puré, y Veltchaninov cogía ya la cuchara para empezar a comer, cuando de pronto, con ademán brusco, la tiró sobre la mesa y saltó casi de la silla. Un pensamiento imprevisto acababa de cruzar por su cerebro. En un instante, sabe Dios cómo, acababa de comprender el motivo de su angustia, de aquella extraña angustia que le torturaba desde hacía tantos días, acosándole, vaya usted a saber por qué, sin un momento de tregua. He aquí que, de pronto, comprendía y veía este motivo, tan claramente como los cinco dedos de su mano.
— ¡El sombrero! — murmuraba, como iluminado — . Sí, ese maldito sombrero con esa abominable gasa negra. ¡Ésa es la causa de todo!
Veltchaninov se puso a reflexionar; pero, mientras más pensaba en ello, más se ensombrecía, más extraño le parecía "todo el suceso".
"Pero… pero… ¿tratábase realmente de un suceso? — se objetaba, siempre desconfiado — . ¿Qué hay en todo esto que se pueda calificar de suceso?"
He aquí lo que había ocurrido:
Próximamente quince días antes — a decir verdad, él no recordaba con exactitud, pero eso debía de hacer — había encontrado por primera vez en la calle, el sitio no hace al caso — sí, en el cruce de las calles Podiatcheskaia y Metchanskaia — , a un hombre que llevaba una gasa negra en el sombrero. El individuo en cuestión era como todo el mundo, y no ofrecía nada de particular. Había pasado de prisa, pero al pasar lanzó a Veltchaninov una mirada insistente que le llamó extraordinariamente la atención. Tuvo en seguida la impresión de que aquella cara no le era desconocida. Sí, de seguro que la había visto ya en algún sitio.
"¡Bah! — pensó — . ¡Pues no habré visto en mi vida pocos miles de caras! ¡Si fuera uno a acordarse de todas!"
No había andado veinte pasos, cuando ya había olvidado este encuentro, a pesar de la impresión que le había hecho, impresión que le duró todo el día, extrañamente. Era como una irritación sin objeto, y muy singular.
Ahora, quince días después, recordaba todo aquello clarísimamente. Recordaba también que no había podido comprender entonces la causa de aquella irritación, hasta el punto de que ni siquiera se le ocurrió la idea de una relación posible entre su mal humor de toda la tarde y el encuentro de la mañana.
Pero el sujeto tuvo buen cuidado de no dejarse olvidar. Al día siguiente volvió a cruzarse con Veltchaninov en la Perspectiva Newski y, como la vez anterior, le miró fijamente, de un modo extraño. Veltchaninov escupió, en señal de desdén; pero apenas había escupido, se sorprendía ya de lo hecho.
"Evidentemente, hay fisonomías que nos inspiran, no se sabe por qué, una invencible repugnancia".
— Es indudable, yo conozco a ese tipo de alguna parte — murmuraba, todavía con aire pensativo, media hora después del encuentro.
Y de nuevo toda aquella tarde estuvo de humor desapacible, y por la noche tuvo un sueño agitado. No obstante, siguió sin ocurrírsele la idea de que aquel enlutado pudiera ser la causa de su malestar; y eso que aquella misma noche le volviera con frecuencia a la memoria.
Antes bien, irritábase de que "una majadería semejante" ocupara tanto lugar en sus recuerdos, y seguramente, de haber pensado en ello, se habría sentido muy humillado de tener que atribuirle lo anormal de su estado.
Dos días más tarde lo encontró de nuevo en medio de un grupo de gente, en un desembarcadero del Neva. Esta vez Veltchaninov habría jurado que el señor de la "gasa negra" le había reconocido; pero, en ese momento, la multitud les había separado. Hasta le parecía que hizo ademán de tenderle la mano; quizás hasta le había llamado por su nombre. El resto, Veltchaninov no lo había oído claramente. No obstante… "Pero ¿quién podrá ser ese mamarracho? ¿Por qué no se acerca, si realmente me conoce y quiere hablarme?", pensó encolerizado, mientras saltaba en un coche de punto para ir al convento de Smolny.
Media hora después discutía acaloradamente con su abogado; pero la noche volvió a traerle la angustia más absurda.
"¿Tendré, acaso, un derrame de bilis?", se preguntó con inquietud, mirándose en el espejo.
Luego transcurrieron cinco días sin encontrar a "nadie" y sin que el mamarracho diera señales de vida. ¡Y, sin embargo, no podía olvidar al hombre de la gasa negra!
"Pero ¿qué es lo que me pasa? ¿Quién es ese hombre para que yo me ocupe tanto de él? — pensaba Veltchaninov — . ¡Hm…! Seguramente que él también tiene mucho que hacer en Petersburgo… Pero ¿por quién estará de luto…? No cabe duda que me ha reconocido… Yo a él no… Y ¿por qué llevarán esas gentes una gasa negra…? No les va… Me parece que, si le viera de más cerca, yo también le reconocería…"
Y era como si algo comenzara a agitarse en sus recuerdos, como una cosa que se sabe, que se ha olvidado y que hace uno todo lo posible por recuperar. Sabe uno perfectamente la palabra, sabe que la sabe, sabe lo que quiere decir, da uno vueltas alrededor de ella… y no puede apresarla. Fue… sí, hace mucho tiempo… en un sitio que… había allí… ¡Al diablo lo que había o dejaba de haber! ¿Vale la pena ese mamarracho de tomarse un trabajo semejante?" Y una terrible irritación se apoderaba de él.
Pero por la noche, al recordarla, experimentó una gran confusión, como si alguien le hubiera sorprendido cometiendo una mala acción.
Quedó inquieto y asombrado: "No tiene más remedio que haber alguna razón para que yo me preocupe así, de buenas a primeras… por un simple recuerdo…" Y se detuvo a mitad del pensamiento.
Al día siguiente experimentó una irritación todavía más violenta; pero esta vez le parecía que había motivo y que estaba en su perfecto derecho. "¡Habráse visto insolencia!" Tratábase de un cuarto encuentro con el "señor de la gasa negra", que de nuevo había como surgido de la tierra.
He aquí la historia:
Acababa Veltchaninov de coger al vuelo en la calle al consejero de Estado tan influyente que desde hacía tiempo perseguía. Este funcionario, que él conocía superficialmente y que podía serle útil en su asunto, había hecho manifiestamente todo lo posible para evitar su encuentro; pero Veltchaninov, encantado de tenerlo al fin por suyo, andaba a su lado, sondeándole con la mirada, derrochando tesoros de habilidad para, traerle a un tema de conversación que permitiese arrancarle la palabra tan deseada; pero el muy zorro estaba alerta, y respondía bromeando, o callaba. Y, de pronto, en este momento difícil y decisivo, la mirada de Veltchaninov fue a tropezar en la acera de enfrente con el hombre de la gasa negra.
Estaba parado, mirándoles fijamente. "Los seguía, era indudable. E indudable también que se burlaba de ellos."
— ¡El demonio lo confunda! — exclamó, furioso. Veltchaninov, despidiéndose acto seguido del alto funcionario, y atribuyendo todo el fracaso de sus gestiones a la súbita aparición del "insolente" — . ¡El demonio lo confunda! ¡Juraría que me espía! No hay duda, me sigue. Le han pagado para ello, y… y… Con que se ríe de mí, ¿eh? ¡Pues ya lo veremos…! ¡Si llevase un bastón…! ¡Voy a comprar un bastón! ¡No puedo tolerar que esto continúe…! ¿Quién será ese individuo? Es preciso que yo sepa quién es.
Tres días habían pasado desde aquel cuarto encuentro, cuando hallamos a Veltchaninov en su restaurant, fuera de sí y como abatido. Por mucho que le costase a su orgullo, preciso era confesarse la verdad. Sí, en resumidas cuentas y bien pensado todo, tenía que reconocer que su mal humor y la extraña angustia que le ahogaba desde hacía quince días, no tenían otra causa que el hombre de luto, ese "tipo ridículo".
"Verdad es que estoy hipocondríaco; verdad que tengo la manía de hacer de una mosca un elefante; pero, por imaginario que sea todo esto, ¿es acaso menos penoso? Si un pillo semejante puede permitirse el trastornar así a un hombre, entonces… entonces…"
Esta vez, en efecto, al quinto encuentro, que había tenido lugar aquel mismo día, y que acabó de poner fuera de sí a Veltchaninov, el elefante era poco más de una mosca.
El personaje en cuestión había cruzado esta vez sin mirar a Veltchaninov ni hacer ademán de conocerle. Andaba muy de prisa, con los ojos bajos, y parecía muy deseoso de pasar inadvertido. Veltchaninov se había dirigido a él, gritándole a voz en cuello:
— ¡Eh, oiga usted, el de la gasa negra! ¿Por qué huye usted ahora? ¡Alto, deténgase usted! ¿Quién es usted?
La pregunta y toda esta interpelación carecían de sentido; pero hasta después de haber gritado no se dio cuenta Veltchaninov. El otro, al oírse interpelar, se había vuelto, deteniéndose un instante, titubeando, sonriendo, como si quisiera decir o hacer algo. Al fin, después de una corta indecisión, se había alejado bruscamente, sin mirar hacia atrás, dejando a Veltchaninov suspenso y estupefacto.
"¿Si seré yo quien le persigo — pensó — , y no él…?
Cuando hubo acabado de comer dirigióse a casa del alto funcionario. No estaba en ella; le respondieron que "no había vuelto desde por la mañana, y que no volvería, sin duda, antes de las tres o las cuatro de la madrugada, pues estaba en la ciudad, en casa de un amigo, que celebraba su santo". Veltchaninov se sintió "ofendido", hasta el punto de que su primer impulso fue correr a casa del amigo que celebraba su santo. Pero en el camino reflexionó en las posibles consecuencias de este paso, y despidiendo el coche se dirigió paseando hacia su casa. Comprendía que necesitaba caminar. Le hacía falta una buena noche de sueño para calmar los nervios; y para dormir tenía que cansarse.
Hasta las diez y media no llegó a su casa. La distancia era grande y se sentía rendido.
El piso que Veltchaninov tenía alquilado desde el mes de marzo, después de un trabajo ímprobo para encontrarlo — aunque luego dijera a la gente, en disculpa de su modestia, que "como estaba de paso y no habitaba Petersburgo más que accidentalmente… a causa de ese condenado pleito" — el piso, decimos, distaba de ser tan incómodo y miserable como él se complacía en asegurar. La entrada, hay que reconocer que era un tanto sombría y quizás hasta un poco sucia. Pero el departamento, situado en el segundo piso, se componía de dos habitaciones muy claras, muy altas de techo y separadas por un recibimiento medio obscuro. Una de estas dos habitaciones tenía vistas al patio; la otra daba a la calle. Contiguo a la primera había un gabinete, que podía servir de alcoba, pero que Veltchaninov empleaba para libros y papeles, habiendo instalado la alcoba en la segunda y hecho cama del diván. El mobiliario de estas dos habitaciones ofrecía a la vista un cierto aire de confort, aunque en realidad se encontraba bastante en decadencia. Veíanse esparcidos algunos objetos de valor, vestigios de tiempos mejores: bibelots de bronce, porcelanas, alfombras de Bukhara legítimas, dos cuadros de bastante buena factura…
