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Dante, un hombre solitario ya cerca de los cuarenta años, se encuentra con una enfermedad que lo lleva a la ceguera; pero el diagnóstico de una vidente le vaticina que, más allá de lo que digan los médicos, aún le quedarán trece miradas para dar en el resto de su vida. Aprendiendo a sobrellevar esta nueva realidad, Dante comparte sus días con su siempre presente aunque ya fallecida madre, con su mejor amigo, un pintor con síndrome de down, y con un reducido nuevo círculo de relaciones con quienes entreteje su historia mientras las miradas van apareciendo como definiciones sobre el arte, el poder, la infancia y otros temas universales. Si te quedaran sólo trece miradas para dar en la vida, ¿qué verías?
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Seitenzahl: 426
Veröffentlichungsjahr: 2014
Pinus, Martín El fin de los ojos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015. E-Book. ISBN 978-987-711-195-8 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
¡Pero este hombre no tiene ojos!¿Y qué tiene?En cada cuenca un rubí¿Y qué ve?Como el oráculo, todo lo que va a venir(Voz popular)
Te quedan 13 miradas para el resto de tus días, me dijo Karin, bajándome los párpados suavemente con las yemas de los dedos. El espeso humo del cigarrillo trepando por su nariz turca fue lo último que vi.
Según las definiciones más comunes, el glaucoma es una afección del ojo caracterizada por el aumento de la presión intraocular y la disminución del campo visual. Los hay de diferentes tipos, pero en el glaucoma de ángulo estrecho, con el tiempo se produce lo que se llama “visión de escopeta”, se ve como a través de un caño y el diámetro de ese caño se va reduciendo hasta que la visión desaparece.
Según los médicos, los había visitado demasiado tarde y ahora sólo cabía esperar la lenta y definitiva ceguera; según Karin y sus cartas, si cerraba los ojos ahora, además de evitarme los espantosos dolores de cabeza, nauseas y vómitos, me guardaba trece miradas.
Por eso nunca me gustaron los médicos. Por eso visitaba a Karin cuando necesitaba saber la verdad verdadera, la que no conocen los médicos, la que no te dicen los amigos, la que ni siquiera la intuición alcanza a sugerirnos.
Los párpados al comienzo se resisten a la voluntad de la mente y siguen respondiendo a su propia ley muscular, casi como si uno hiciera un esfuerzo por no escuchar pero sin taparse los oídos; pero con paciencia, tiempo y esfuerzo conseguí dominarlos para que no se levantaran.
Karin insistió en acompañarme hasta la puerta y conseguirme un taxi, pero no la dejé, a partir de este momento en mi nuevo mundo estaba solo contra el mundo de los demás.
Comencé a sentirme curiosamente más fuerte, más único, más individuo y menos masa, un cuerpo obediente frente a imágenes, formas y espacios construidos por su mente. Más que solo me sentí irreductible y con todo el tiempo para construir mi propio universo, de repente ya no me importó si la promesa de Karin podía hacerse real o no, por primera vez a mis 38 años me sentí dueño de la situación, de la realidad, de mi realidad que era donde se construían las demás; armando el mundo con mis manos, oídos y olfato creí poder ser casi feliz.
Le pedí a Karin un bastón o algo que sirviera como tal, para estrenar mi renacimiento.
El peso, la textura, los nudos y el tamaño llevaron a mi mente a definir a ese material que tenía entre manos como un trozo de caña, ahora ya no importaba si los demás veían en él a un bastón de roble, de palo santo o de algún material sintético imitando a la caña, para mi construcción mental, para mi propio mundo, tenía en mi poder mi primer bastón de caña.
En mi vida hasta ese momento, yo había sentido siempre una especial fascinación por los bastones, la que me había contentado en explicar (casi infantilmente, lo reconozco) como una necesidad inconsciente de apoyo; ahora quizás era posible explicar aquello como una premonición, aunque también sería bueno comenzar a abandonar esa necesidad de encontrar una explicación para todo.
Bastón en mano, fui golpeando el espacio que se abría frente a mis pies, como había visto hacer infinidad de veces a tantos ciegos, con esa curiosidad mezcla de pena y morbosidad.
Las patas de una silla me devolvieron el sonido sordo de la madera y una pequeña vibración. Regulando la fuerza con que empuñaba la caña, comencé a aprender a ejercer la presión justa para interpretar la vibración de los materiales. Debí pasarme mucho tiempo en aquel ejercicio porque Karin me llamó la atención con su mano sobre mi hombro. Estoy bien, le dije, y seguí mi camino hacia la puerta. La tela que cubría el sillón al ras del piso guió mis próximos pasos. ¿El gato maullaba demasiado fuerte o por primera vez escuchaba su sonido íntegramente?
Un paso, dos, tres, ningún apuro por llegar.
El fin de los ojos es el fin de la ansiedad, es imposible sin visión anhelar que lo inmediato llegue más rápido porque no hay inmediato, ya no queda cerca ni una silla, ni una pared ni un taxi y la posibilidad de llegar hasta la puerta de un departamento se transforma en una gran incógnita.
El tiempo también cobra otra dimensión, adquiere su verdadero tamaño, el fin de los ojos une definitivamente al tiempo con el espacio, ya no hay tiempo sin espacio, ni apuro por que pase el primero ni por dominar el segundo.
Llegué hasta la puerta del departamento y el frío del picaporte me trajo la imagen inconexa de una máscara de bronce. No supe qué hacer con esa imagen sin sentido y la cambié por la imagen de una puerta, pero no vino hacia mí una puerta cualquiera sino una puerta también de bronce, de doble hoja, de más de cuatro metros de alto, que terminaba en un arco y tenía figuras jeroglíficas inscriptas en sobre relieve, adornada por piedras verdes, rojas y azules. Mal acostumbrado a analizarme, interpreté rápidamente esta visión infantil como la representación simbólica a la entrada de un momento importante y conforme con mi pobre y elemental análisis, dejé que Karin me acompañara hacia el ascensor llevándome del brazo.
Buen día, estoy despierto, no veo, decidí no ver más, voy a levantarme, vamos a preparar el desayuno.
Dos pasos a la izquierda está la cajonera de la ropa. ¿De qué color será esta remera? Tanteo la tela. Parece más o menos nueva. No tiene estampado. Rastreemos, a ver si encontramos una marca. Acá está, bordada, la pipa de Nike. ¿Será la blanca o la verde oliva? La verde es más nueva. Esta tela no parece vieja. En realidad no nos debemos mentir, no sé diferenciar bien la textura. Sería más fácil si tuviera la otra remera al lado para comparar. La busquemos. Meto la mano en la pila de remeras, intentando detectar la marca entre tela y tela. Los dedos no están bien entrenados todavía. Si hubiera sabido. ¿Pero cómo iba a saber? ¡Cómo! Hace cuánto que venías viendo así, idiota, y le echabas la culpa a la computadora, a los genes, a tu abuelo, a cualquier cosa. Las tres primeras remeras, con cuello de tela. Una lisa con estampado. No diferencié el estampado. Otra lisa. Busco la marca. Acá está el bordado de Nike. ¿Ves que era fácil? La saco con cuidado, la coloco al lado de la otra. ¿Cuál era la blanca? ¿Cuál era la verde? ¿Acaso importa? Desde ahora para mí son solo remeras, todas, cualquiera. El color, los dibujos, perdieron todo significado. Rojo. Verde. Azul. Sólo para regocijo de un estúpido y superficial sentido de la estética. Eso no hace al hombre. Lo hace soberbio intelectualmente, lo hace creer que analiza estética, naturaleza, belleza, y comprende el sentido de las cosas. Lo hace creer encontrar arte en la naturaleza y sentirse en la necesidad de encontrarlo en la vida. Lo hace estúpido. El rojo o el azul no van a hacer a nadie ni mejor ni peor persona. ¿Armonía? ¿Equilibrio? No en los colores. Mejor así. ¿Cuál es la blanca? ¿Cuál es la verde? La tela no me lo dice. Pensé que me lo diría. ¡El cuello! La remera vieja debe, debería tener el cuello más raído, es la que ha tenido más uso. Toquemos. Pequeñas canaletas. Despacio. Los bordes. Los bordes deben ser continuos, sin interferencias. Comparemos. Este continúa, continúa, continúa. ¡Este otro no! Pequeños quiebres, puntitas rugosas ¡Hermosas rugosidades! ¡La tela habla! Dice: ésta es tu remera blanca. ¡Perfecto entonces! Guardo nuevamente la blanca, me quedo con la verde, ésta es mi remera verde, pongámonos ahora la remera Nike verde oliva.
El jean y las zapatillas siguen estando donde los había dejado, en los pies de la cama. Termino de vestirme. Vamos hacia la cocina. Cuatro pasos en diagonal desde la punta de la cama hasta la punta de la habitación. Lo estudié muy bien anoche. Muy bien diez, alumno Capumi. Bien Dantito habría dicho mi mamá. Dante, hubiera corregido yo.
Estoy en mi cocina. Pared izquierda, tanteo hasta llegar al armario. Abrir las puertas con cuidado, que no se caiga nada. Acerco las manos hasta los estantes superiores. Muy despacio, como si intentara robar algo de una pecera llena de serpientes. Estúpido, si alguien pudiera verme pensaría que soy un estúpido. Despacio. Tengo toda la vida para esto. He aquí un estante, pero no es el que necesito. Éstas son las tazas. Más arriba. ¿Tan altas estaban? Ya tengo el brazo a la altura de mi cabeza, hubiera jurado que el mueble era más bajo. Ahora no existen arriba ni abajo. Ahora todo es afuera, soy yo y el mundo afuera, antes era mío, ahora ya no. Éste es el último estante. Aquí deben estar. Toquemos. El de porcelana con tapa de corcho es el del azúcar. Muy bien. Dejo la mano izquierda apoyada sobre el estante y me estiro con el resto del cuerpo hacia atrás, para intentar llegar con el frasco hasta la mesa de la cocina, sin perder contacto con el mueble. Sí, llego hasta el borde y empujo el frasco con la punta de los dedos. Vuelvo al estante. El del vidrio es el del café. Repito la operación llevándolo hasta la mesa, y lo mismo con la taza que encuentro en el estante inferior. Encontrar una cuchara en la cajonera de la mesada es mucho más fácil. Deberías haber ido a un bar, idiota. ¿Cómo vas a calentar el agua, Dantito?, diría mi mamá. Vas a hacer volar la casa cuando intentes encender la cocina. ¡No sé! Tranquilo. Tenemos el microondas. ¿Te acordás de la ubicación de los números y de las funciones de las teclas? Tranquilo. Prueba y error. Deberías haber ido a un bar. Prueba y error. Lleno la taza, abro el microondas, meto la taza. Pip Pip. Start. No funciona. Pero si ahí tenían que estar el cinco y el cero vamos de nuevo: Pip Pip Start. No funciona. Me olvidé de cancelar. Pip Cancel ¿Cancel? ¿Será el cancel? Pip Pip y otro Pip por las dudas. Vamos a hacer explotar todo. Pip Pip ¿Es la tecla? Deberías haber ido a un bar imbécil sabelotodo. Pip cinco Pip cero. Start ¡Arranca! Y ya se detuvo, idiota. ¿Qué toqué? Vamos de nuevo Dante. Pip cinco Pip cero. Start. No arranca. ¿Habré tocado descongelar? ¿Reloj? Pip Pip Start. ¿Dónde? Al infierno, ahí vas a ir, por bruto. Pip Pip idiota. No funciona, no funciona. Dantito. Dante, mamá. Tranquilo, abramos y guardemos la taza. Aquí está. Llevemos. Guardemos. Pero se me atraviesa una pared y la taza termina estrellada en el piso. Te vas a lastimar Dantito. ¡De donde mierda salió esa pared me puede explicar alguien! Yo me voy de acá, me voy al puto bar, adonde debería estar hace miles de años. Pared hacia la puerta de la cocina, no es difícil. Pared rodeando el comedor hacia la derecha hasta llegar a la puerta, no es difícil. Llave puesta en la puerta, perfecto, lo pensaste muy bien anoche, bastón apoyado en la puerta, perfecto Dante, muy bien diez alumno Capumi. Afuera. Despacio. Paso a paso hasta la esquina, pegado a la pared es fácil. ¿Voy a vivir pegado a las paredes? ¿Y cuando el mundo no tenga paredes? Otro paso, pasito. Todo el tiempo del mundo. Puerta del bar. ¿Lo ayudo señor? Gracias. Nunca me voy a acostumbrar a que me digan señor. ¿Qué va a tomar? Un café con leche por favor. Cómo no, ya se lo traigo. Gracias. Eh ¡mozo! ¡Mozo! Estoy acá señor, ¿qué necesita? ¿Usted es nuevo, no me conoce, donde está el mozo de siempre? Soy nuevo, señor. Ajá, ¿le puedo hacer una pregunta, mozo? Diga, señor. ¿De qué color es mi remera?, digo, bajando un poco la voz. ¿Perdón, señor? Pregunto que de qué color es la remera que llevo puesta. Blanca, señor. Gracias, le digo, todavía en voz baja. El mozo se aleja. Hijo de puta mentiroso. Es verde.
– ¿Cómo estás, Lucio?
– ¡Bieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeen!
– ¿Sabés quién soy? Soy Dante, ¡Dante! Vine a saludarte y a tomar unos mates, ¿querés unos mates?
–Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii ¡Danteeeeeeeeeeeeeeee!
– ¿Sabés qué día es hoy, Lucio? ¡Lucio! ¿Qué día es hoy? Soy Dante.
– Maio.
– Sí, vos cumplís años en mayo, falta poco para eso, pero yo te preguntaba qué día es hoy ¿qué día es hoy?
– Maio.
– Sí, cumplís años en mayo, falta poco, ya estamos en mayo, ¿pero qué día es hoy?
– Maio.
– Sí, Maio. Hoy es lunes. Mañana vamos a desayunar, dale, hoy te acompaño a tomar unos mates, y mañana vamos a desayunar querés, o el jueves si no. Vemos, no importa. Te vine a saludar un rato. A tomar unos mates. No puedo ver lo que estás dibujando ahora porque estoy ciego, ¿sabés? Estoy ciego, no puedo ver.
–Sim. Cego.
–Eso mismo, ciego, bueno Lucio, así que a los mates los vas a tener que cebar vos sabés, ¿querés cebar unos mates?
–Maio.
Después de unos minutos dejé el departamento de Lucio y volví al mío; del primero “D” al primero “E” no hay una diferencia insalvable hasta para un novato como yo.
Puede parecer estúpido esto, pero no tener que cerrar los ojos para dormir no es una ventaja, si no todo lo contrario. El despertar es como no terminar de despertar nunca. Estás esperando que comience un día que no comienza nunca. Las horas también dejan de ser importantes, la mañana, la tarde, la noche en sí mismas no se diferencian en nada, sólo por los ruidos, el movimiento y la temperatura. Siempre estuve solo, no hace falta que lo confieses ni que lo grite. Pero de alguna manera lo había elegido, consciente o inconscientemente. ¿Otra vez hablando solo Dantito? Dante, mamá. Me llamo Dante, y hablo todo lo solo que quiero.
Con la economía solucionada de por vida, el problema es qué hacer, qué motivo encontrar para levantarse de la cama. Jubilación anticipada por una incapacidad física superior al 80%, de acuerdo a lo que confirmó la Aseguradora de Riesgos del Trabajo. Nunca más atender llamados de gente enojada con su compañía de teléfono celular en ese maldito call center. Todo el tiempo del mundo para un soltero de treinta y ocho años que tiene como único amigo a un pintor con síndrome de Down de cuarenta y cuatro. Pero todavía me quedaban trece miradas, ¿no? A no desesperar, algo es algo, si vamos a ser positivos. Vamos a levantarnos. Salgamos a caminar. Dos vueltas a la manzana por ahora está bien. Además, le pido a Lucio que me acompañe. Desde niño tiene un sentido de la ubicación excelente, conoce el barrio como nadie, y todos lo conocen. Vamos.
¡Pero este hombre no tiene ojos!¿Y qué tiene?Soles¿Y qué ve?Mejores cielos creados por Van Gogh, con más colores.
(Voz popular)
Reconozco que fue una muy mala idea intentar hacer una lista, aunque fuera mental, de las trece cosas que elegiría ver. Tiene un 4, alumno Capumi.
En primer lugar, porque el almacenamiento mental de ideas nunca fue mi fuerte, toda la vida me había acompañado de papelitos, servilletas, volantes callejeros y lo que tuviera a mano para anotar las cosas mínimas que debía recordar para más tarde. Vaciando cualquiera de mis pantalones uno podía encontrar los papeles doblados en cuatro y hasta en ocho, con diferentes anotaciones en todas sus caras. Un sistema inservible e irremplazable ahora.
En segundo lugar, porque nunca fui muy respetuoso siquiera de mis propias listas y apenas me guardaba las dos o tres primeras ideas, no tardaba en reemplazarlas.
Por el momento, había pensado en:
Conseguir novia, lograr que se enamorara de mí, embarazarnos y tener un hijo para gastar una mirada el día de su nacimiento. Eso me llevó a pensar si, nobleza obliga, no debería haberle destinado antes una mirada también a mi pareja. Y en si debía conformarme con sólo una mirada a mi hijo, o destinarle una en cada uno de sus cumpleaños hasta el número trece (o doce, si le hubiera destinado una mirada a mi pareja antes). O quizás, una mirada a mi pareja después de que me dijera que estaba embarazada, y podía reservarme miradas para los momentos importantes de mi hijo, digamos: nacimiento, ingreso al jardín, primer grado, colación de la primaria, primer año del secundario, colación del secundario, primer año de la universidad, graduación; y luego nacimiento de su primer hijo, jardín, primer grado y colación de primaria de mi nieto. ¿Y si mi nuera se quedaba embarazada de mellizos? ¡Horror! Eso reduciría drásticamente la lista por la mitad. Y trillizos ni hablar.
También podría optar por un criterio eminentemente social tradicional y tomar, de cada familiar directo sólo nacimiento, casamiento y muerte. Pero, ¿y si yo mismo tuviera accidentalmente más de un hijo? ¿Y si no tuviera ninguno? Podría no conseguir novia, o incluso conseguirla y no lograr que quedara embarazada, convengamos en que no soy tan joven y de conseguir algo seguramente no sería mucho más joven que yo, y bordeando los cuarenta las probabilidades de quedar embarazados disminuyen notablemente, por aquello de que la naturaleza en estas cosas sí es bastante sabia.
O podía conseguir novia y enamorarme como un adolescente. Y querer mirarla, pero estratégicamente, una mirada para sus ojos, una mirada para su mejor sonrisa, una mirada para su pelo, una mirada para su manos, una mirada para su cuerpo, y más adelante una mirada para su cuerpo desnudo la primera vez, una mirada cuando me dijera que estaba embarazada, una mirada para su rostro convertido en madre, una mirada de su rostro al lado del de mi hijo, y esto ya me dejaría sólo cuatro para el crecimiento de mi hijo.
¿A quién quiero engañar? ¿Qué novia puede conseguir un ciego que ya presentaba serias dificultades para relacionarse con el mundo cuando tenía visión completa?
Podría, siendo mucho más realista y dejando de soñar estupideces, tomar un criterio arbitrario, aleatorio y azaroso, y decidirme a gastar mis miradas en momentos cualquiera, injustificables y descubrir en cada caso qué es lo que el destino, si tal cosa existe, quiso mostrarme, pero el destino – debo decirlo– no ha sido de mis mejores compañeros en estos años, más bien me ha dado más la espalda que la cara; y regalarle a él estas trece oportunidades me parece demasiado.
Podría también guardármelas para mí. ¿Cuántos años más viviría? ¿Cuarenta? ¿Treinta? ¿Veinte? Pongámosle veinticinco, como promedio bajo. Esto me alcanzaría para destinarle una mirada al espejo cada dos años. Podría verme crecer, para no perderme de vista, para no dejar de reconocerme, y guardar la última con suerte si no me esperaba una muerte insospechada o accidental, para ver mi cara final momentos antes de la muerte.
Durante horas y horas, dando vueltas en la cama, me devané los sesos con las fórmulas más inverosímiles de combinaciones de miradas posibles, dibujé mentalmente sistemas, probabilidades, y planes para dar mis últimas trece miradas y todos me parecieron imperfectos, hasta que por fin me decidí a terminar con esta idiotez. ¿Por qué nunca pude asumir lo que soy? Si soy ciego, soy ciego y debo ser ciego, para qué alentar falsa expectativas. Si esto es lo que hay para mí, debo aprender a convivir con ello y punto. ¡Vamos! ¡A la ventana! Levantémonos, vayamos hasta la ventana, abrámosla de par en par y gastemos todas juntas las miradas en la calle, en un colectivo, en lo que sea hasta que los ojos revienten y terminemos con esta farsa, ¡pero terminémosla de una vez por todas!
Bajar por el lado derecho de la cama, dos pasos hasta la pared, tanteo tres pasos a la izquierda y ahí está. El vidrio está frío todavía. Me parecía que se había hecho más tarde. Levantamos el pestillo. Abrimos una de las hojas de la ventana y luego la manija de las celosías. ¡Listo! Celosías hacia afuera. Respiro hondo. Estoy emocionado como si fuera a dar mi primer beso. Me hormiguean las piernas. No me decido. Siento una brisa fresca. Bocinas de autos empiezan a llenar el espacio. Voy a dar una cuenta regresiva como si me preparara ante un gran espectáculo, imagino que veré los más maravillosos colores y allá voy: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos uno, ¡cero!
Los párpados se negaron a levantarse. ¡Karin hija de puta! ¡Me mentiste! ¡Siempre creí en vos! Quizás sólo había querido creer. ¡Dante imbécil! ¡Imbécil, imbécil, imbécil!
Quizás, por el tiempo que había pasado ya, los pequeños músculos que se negaron primero a aceptar las órdenes de enrollarse que les enviaba mi cerebro se negaban ahora a ceder a la presión de mis manos que infructuosamente intentaban separarlos por la fuerza del globo ocular, con el mismo resultado que si intentara separar un ladrillo de una pared con una sopapa.
Increíblemente, aún sin poder abrir los ojos, las lágrimas se escapaban por algún estúpido resquicio del ojo derecho.
– ¿Qué vas a tomar, Lucio?
–Café.
– ¡Mozo! ¡Mozo!
– ¡Oso! Agrega Lucio, siempre pisando sus palabras sobre las mías.
–Ya te escuché Dante, no hace falta que grites, me dice el mozo. No es necesario dar un espectáculo acá. Hola Lucho, ¿cómo estás?
– ¡Bieeeeeeen!
Lucio siempre estira y exagera las respuestas. Siempre está contento. Y no nos confundamos, no está siempre contento a causa de tener la edad mental de un niño de entre cinco y siete años. Un niño de esa edad no necesariamente está contento todo el tiempo. Está contento porque no tiene motivos para estar triste. No los busca. No los encuentra. Siempre que alguien le pregunte cómo está va a decir que está bien. Porque está bien. Lucio es sincero. Ingenua y completamente sincero. Insisto en que no confundamos sinceridad con estupidez. A veces Lucio se enoja. Cuando no lo comprenden, por ejemplo. Y no le es fácil hacerse comprender. Hasta yo, que llevo años siendo su amigo, a veces no entiendo lo que quiere decir. Y si le pregunto más de tres veces y sigo sin entenderlo se enoja, y me grita la misma palabra incomprensible haciéndome notar que evidentemente si no lo entiendo el estúpido soy yo, porque él está siendo claro, está siendo lo más claro que le es posible.
Lucio pinta como los dioses. Pinta cosas que él dice que son máquinas, que para mí son figuras difíciles de clasificar, como piezas de rompecabezas de diferentes colores, pero eso es porque yo no alcanzo a comprender lo que pinta, y sólo puedo, podía, encontrarle un valor estético, armonía, equilibrio, figuras dentro de la abstracción; entiendo lo que quiero entender de lo que él pinta, y quizás esté bien así, quizás eso sea el arte. Sus cuadros son, sin dudarlo, algo de lo que más van a extrañar mis ojos. Uno atrás de otro, todos los días. Porque lo único que hace Lucio es pintar. Dice que es su trabajo. Y de algún modo lo es, porque a veces vende algún cuadro, y no sabría qué comprar con el dinero que gana, y a fuerza de darle opciones que creen le gustan, elige alguna, como un equipo de música por ejemplo. No sé si voy a extrañar tanto sus pinturas como verlo pintar. Lucio tiene ojos muy saltones, o a lo mejor no son tan saltones pero resaltan tanto por lo delgado que es. Muy delgado, porque además es celíaco, y come cosas que parece que no lo rellenan. Y a pesar, o por la grandeza de sus ojos, Lucio no ve muy bien, y pinta con los ojos a escasos centímetros de la hoja, casi pegados. Toma las fibras, porque pinta con fibras y muy de vez en cuando con crayones, con sus dedos gruesos, toscos, nudosos, y acercando la cara casi hasta el papel va pintando. Lucio no ve lo que pinta. Quiero decir, mientras pinta, no ve el todo, va viendo esa mínima parte que va haciendo, y siempre me pregunté si realmente sabe lo que pinta, se da cuenta de las maravillas que hace, y es una preguntas estúpida, porque Lucio sabe que es genial. Voy a extrañar mucho de verdad verlo pintar. Cebarle mates mientras, encorvado, como montado sobre la hoja, pasa horas haciendo máquinas. Y a veces también, casas y cohetes, claro que sí.
Pero también le gusta jugar a los autitos. En realidad el juego consiste en acomodar la cantidad gigantesca de autitos de hace más de veinte años que tiene en varias cajas, en interminables filas, uno atrás de otro, pegaditos pegaditos.
Y también le gusta venir a desayunar conmigo. Es una de las pocas salidas que tiene. Y no lo vamos a dejar de hacer ahora, por más ciego que yo esté. Que la compañía no está hecha por ojos sino por personas. Aunque el imbécil del mozo, por más años que hace que lo conoce, le siga diciendo Lucho en vez de Lucio. Y ni yo ni nadie nos tomemos el trabajo de corregirlo, porque sabemos que en realidad no le importa cómo se llame, que en el fondo le da lástima, ¡lástima! Pobre de él. Pobrecito dicen, como si creyeran que Lucio es un tipo enfermo o algo así. Por tener una mente que se negó a crecer un poco más. Déjenla ahí nomás, donde está, que está muy bien así.
– ¿Pedimos unas facturas, Lucio?
– ¡Faturas!
– ¡Mozo! Traenos unas facturas por favor.
–Estoy acá Dante –no grite.
–Dios mío, si pudiera ver no estaría a los gritos. ¿Sabés que voy a hacer de ahora en más para no molestarte a vos ni a tu clientela? Cuando necesite algo voy a golpear el bastón en el piso, así no te rompo las bolas, ¿dale?
–Como quiera, Dante, no lo decía por molestarlo.
–Tres dulces y tres saladas, por favor. ¿Saladas, Lucio, cuántas querés?
–Saladas, un dó, tré, saladas.
–Perfecto.
– ¡La pizza!!!!!!
No hay manera de sacarle al chico del delivery la costumbre de que grite antes de tocar el timbre. ¿Qué manera es ésa?
– ¡Ey, ya voy! Y no grités que estás en un departamento, no en la cancha.
– ¿Es hincha de algún club, usted? –me dice mientras busco la billetera en el bolsillo. Debería haber hecho esto antes, cómo me dejé estar, voy a tardar años ahora.
–De Instituto –le contesto, ya con unos cuantos billetes en la mano–. No voy a la cancha obviamente hace rato, pero siempre fui hincha muy fanático, de los que lloran, gritan, putean y se ponen mal pero siguen yendo aunque el equipo pierda siempre; ahora de vez en cuando escucho un partido en la radio. ¿Y vos?
Ninguna respuesta llega del otro lado. Tomo un billete y le paso la yema del dedo gordo suavemente, para leerlo. En esta esquina no, en esta otra tampoco, ¡en ésta! Acá están los rombitos. Uno, dos, tres, ¿cuatro? ¿Tiene el cuarto o no tiene el cuarto? Uno, dos, tres.
–Ey, te pregunté de qué club eras, ¿no me escuchaste? Ya te abro, estoy buscando la llave.
–Soy de Racing, pero eso es como ser de nada, ja. Pero igual no voy mucho a la cancha. ¿No se me ofende si le pregunto algo, don?
–Me ofendo si no me tuteás. Esperá, esperame un minuto y ya me decís.
Uno, dos, tres, no, cuatro no, son tres nomás, así que es un billete de veinte. Tres rombitos, veinte pesos; cuatro rombitos, diez pesos, así funciona, es más fácil de lo que parece. Muy bien diez, no muy bien veinte alumno Capumi. Ja.
Voy hacia la puerta. Ya ni falta te hace contar los pasos hasta la puerta, vas bien Dantito. Dante, mamá, soy Dante.
La llave siempre puesta para salir de emergencia si hace falta, esto tambien está muy bien.
–Cómo anda, don, acá está la de muzarella que encargó, son dieciocho pesos.
–Bien bien, ya te dije que no me digás don, no me hagás sentir viejo; ciego, solo y viejo no es una buena combinación.
–Tiene razón don, perdón, no le quise decir don, ni que tenía razón en lo de viejo y solo, así hablo yo, es por eso, ma vale que usté no es viejo, es bastante joven.
– ¿Bastante? No sé qué categoría es ésa pero no importa, dejalo así, dame la caja, ya te doy la plata, ¿qué me querías preguntar?
–Nada, una idea que se me ocurrió recién, pero si no se me ofende, mire si se ofende, me acusa con el patrón y me echan por una idea.
–No me voy a ofender, decime, no debe ser tan grave.
– ¿No quiere que lo acompañe a la cancha alguna vez? Ya sé que es ciego, por eso le digo que no se ofenda, pero como usted es tan fanático don, pensé que le podía gustar, ¿no? Qué sé yo, los hinchas, la tribuna, las canciones. Es una boludez, seguro, perdonemé.
–No sé, no sé, dejame pensarlo, no me ofendo, me parece algo difícil nomás, y yo no soy de salir mucho, nada, mejor dicho, dejame pensarlo, no suena mal. Tomá, acá tenés veinte pesos, dieciocho me habías dicho, ¿no?
–Sí, son dieciocho, pero me está dando diez, don.
– ¿Diez? ¿Estás seguro?, fijate de nuevo, estoy seguro que es de veinte.
–No se me ofenda señor, pero es de diez. Deje, me da el resto la próxima, si total usted llama siempre.
–Bueno, gracias pibe, chau, chau.
Cierro la puerta apurado. Mentiroso de mierda, seguro que me hizo todo el verso y me afanó diez pesos. Era de veinte, era de veinte, yo lo toqué.
–Biblioteca Córdoba, buen día.
–Buen día, mucho gusto; mire, llamo porque necesito alguien que me lea un cuadro.
– ¿Perdón?
–Soy ciego, no puedo leer, y necesito alguien que me lea un cuadro.
– ¿Es usted no vidente? Nosotros vendemos audiolibros, señor. La biblioteca Córdoba es una biblioteca especializada en audiolibros.
–Sí, ya sé, por eso los llamé, pero yo necesito a alguien me lea un cuadro, no un libro. ¿No tienen ustedes un servicio o algo así de gente que se ocupa de leerle cosas a otra gente? Necesito algo como eso, pero para cuadros.
Del otro lado del teléfono, la voz, detrás del tono servicial que se empeñaba en mostrar, enmascaraba una voz verdaderamente rancia, agria, la voz que tendría el vinagre de vino barato si pudiera hablar, o si lo pudiéramos escuchar.
–Señor, no existe el servicio de lectura de cuadros, ¿me está cargando? Si es una broma, es de mal gusto.
–No, no, no es una broma, no corte por favor, deme un segundo y le explico. Ya le dije que soy ciego, o no vidente como le dicen ustedes, pero no me interesa escuchar libros sino cuadros, amo la pintura y en especial la de un artista amigo, pero es Down, así que no puede hablar; o sea, sí, sí puede hablar pero mal, no mal pero hablar como habla él, que no alcanza para leer un cuadro, ¿me entiende?
–Usar el teléfono para hacer bromas a un lugar como éste es de muy mal gusto, señor. No vuelva a llamar o lo denuncio. ¿Está claroooo?
Y colgó. La o alargada me quedó retumbando un rato.
El timbre sonó tímido. Es increíble cómo prestándole verdadera atención a las cosas se puede llegar a conocer lo que esconden. La manera de tocar el timbre o la puerta descubre en primera instancia si no la personalidad, al menos el estado de ánimo del que está del otro lado. Un sonido cortito, producido por una presión rápida, le da un tono tímido al timbre, como el sonido de una tosecita breve que se usa para intentar interrumpir una conversación sin molestar.
– ¿Quién es? –pregunto desde la habitación.
–Malva, de la Escuela de Arte. ¿Es la casa de Dante?
–Sí, sí, es la casa de Dante, soy Dante, dame un minuto que te voy a abrir la puerta.
Me levanto de la cama y doy los pasos exactos hasta la puerta. Allá vamos. Doy vueltas a la llave y abro. Tomo el bastón, no por necesidad, no lo necesito adentro de casa, lo tomo para darme confianza, seguridad, de alguna manera con mi bastón en mano somos dos contra uno, por las dudas. Qué ideas raras que tenés por ahí Dantito, ¿eh? Dante, no Dantito, y para nada raras, son bien básicas diría yo, mamá.
–Pasá, pasá, mucho gusto –digo rápido y dejo espacio para que entre. Evito así el beso, la incomodidad del saludo físico. Nunca saben cómo saludarte.
Prendo la luz del comedor. Hay que ser buen anfitrión, pensarlo todo. Espero que ande la lámpara, supongo que si no funciona me va a avisar.
–Sentate acá en el comedor, donde estés cómoda. ¿Querés algo de tomar, café, té?
–No, está bien, muchas gracias, cualquier cosa te aviso.
Malva habla demasiado alto, casi al borde del grito. Es un error común en los primerizos de contacto. Ciego, sordo, para algunos es todo lo mismo, es como que están al frente de una especie de subnormal. La rapidez con que amontona las palabras no me deja leer en su voz más allá de su evidente miedo. Quise sacarle un poco de tensión a la situación.
–Sé que te puede haber sonado muy extraña o estúpida mi propuesta –le dije mientras me sentaba en una silla frente a ella–. Y puede que lo sea pero quiero intentarlo. Te agradezco que no me hayas cortado el teléfono cuando lo propuse. Fuiste la única en seguirme la corriente.
– ¿De verdad? Te aseguro que me han propuesto cosas mucho más desopilantes, ja ja. Quiero decir, como profesora de Historia del Arte, no me malinterpretes, je. En realidad me pareció una propuesta muy creativa, muy novedosa en tanto vínculo con el arte. Lo pensé, y me dije “si el arte no sirve como una apertura de los sentidos, entonces no tiene sentido”, y me pareció genial acompañarte en esto.
Su voz sonaba a locutora de tanda de radio barrial, y lamentablemente después de escuchar la palabra desopilante no pude poner suficiente atención en la veloz seguidilla de palabras que la acompañaron, si no eso hubiera alcanzado a alertarme a lo que estaba por enfrentarme; pero ¿desopilante? Hacía años que no escuchaba esa palabra.
– ¿Dónde tenés el cuadro? ¡Vamos a leerlo!
Mi nueva amiga del arte se estaba soltando más rápido de lo que yo había pensado.
–Voy a buscarlo, esperame un minuto –le dije, rogando que no se empeñara en acompañarme.
Volví con la hoja enrollada. Era una de las últimas pinturas que me había regalado Lucio hacía unos días. Ésta es, dije, colocándola con cuidado sobre la mesa. Es toda tuya. Volví a sentarme, debo confesar que sintiendo una gran ansiedad y algo de nervios.
–Mmmmm. Mmmmmm. ¡Mmmmmmmm! ¡Qué colores! ¡Qué formas! ¡Qué contrastes! La potencia de los rojos se compensa con la sobriedad de los matices terrosos, y las formas abstractas que arman la figura general tienen un trabajo compositivo que parece o quiere parecer alocado, pero muestra detrás una búsqueda por la integración, es el arte como símbolo de la integración, de la unicidad estética, pero también conceptual, hablo de esa unicidad donde el arte nos hermana y nos hace que seamos todos uno con la naturaleza.
– ¿Con la naturaleza? –repetí como para decir cualquier cosa que quebrara el silencio.
Después del torbellino atolondrado de frases dichas en un nivel de excitación creciente, Malva se había quedado en un profundo silencio.
Por fin volvió a la carga.
– ¿La naturaleza imita al arte o el arte imita a la naturaleza? ¿Seguimos a Oscar Wilde o nos quedamos con el diálogo platónico Protágoras? Claramente veo aquí que el hombre domina y triunfa sobre la naturaleza, que el dominio del color es el dominio de la vida, y que esos ocres, naranjas y bermellones respiran a través de la hoja más de lo que respiran cien ramas de un jacarandá.
–Ajá, pero ¿y qué formas tiene? – dije, temiendo un poco interrumpirla –. O mejor dicho ¿qué formas dejan ver o se pueden descubrir? En los cuadros de Lucio siempre hay como piezas, piezas irregulares que parecen de rompecabezas donde el color o la diferencia de intensidad o tonos en distintos sectores dejan ver figuras, un águila acá, un camino por allá, ¿no es así éste?
–Es eso, Daniel, y muchas cosas más. Es el triunfo del arte por sobre las limitaciones intelectuales del hombre. Es el arte por el arte mismo, con prescindencia de interpretación, de análisis y de comprensión racional. Es la victoria del color por sobre la griseocidad del estándar mediocre de nuestra sociedad. Es el arte como expresión de salvación y redención de lo puro que subyace todavía por suerte en algunos de nosotros. Es el reflote de la pureza como una burbuja que ojalá un día nos haga estallar a todos en la comprensión de la verdad verdadera.
–Dante, me llamo Dante, no Daniel.
–Sí, sí, Dante, es muy grosso esto. ¿Me seguís lo que te voy diciendo, no?
–Sí, sí, te sigo, te sigo, creo que te entiendo, aunque creo que nunca lo había visto así; no te me ofendas pero me ha dado un poco de dolor de cabeza. ¿Te molestaría si la terminamos acá? Ya con esto tengo de sobra como para representármelo, ¿eh? Dale, gracias, te lo agradezco, de corazón, te pido mil disculpas, pero mi cabeza, dios mío, a veces me pasa, muchas gracias, vení, te acompaño.
–No, ningún problema, por favor, ¿pero me llamás de nuevo cuando necesites que leamos otro? Ah, el dinero, no te olvides del dinero, no quiero parecer torpe, disculpame, pero lo necesito.
–Sí, sí, tomá, si no me olvidé, no era mi intención, por favor, ochenta pesos, acá los tenía separados, un trato es trato, tomá, y gracias por todo, ¿eh? El cuadro quedó en la mesa, ¿no?
–Sí, quedó ahí, muchas gracias, nos vemos en la próxima.
–Nos vemos, chau chau, apagá la luz al salir por favor.
Cerré la puerta, dejé el bastón apoyado en la pared y me dejé caer en la silla más cercana.
Estúpida intelectualoide de mierda.
Todos los martes llevo a desayunar a Lucio. Desde hace más de diez años. Y no es algo que vaya a dejar ahora. Siempre fue SU salida. Siempre me esperaba ansioso. Ahora cambiaron las cosas. Sólo un poco, pero cambiaron. No en la ansiedad, no en el tiempo, ni siquiera en el desayuno, que sigue siendo un completo, café con leche, dos medialunas y juguito de naranja. Pero ahora, por ejemplo, es él quien me toma a mí del brazo para cruzar la calle, me cuida como a un hermano menor. No sé si comprende exactamente lo que significa estar ciego, pero no me gusta prejuzgarlo, nunca lo hice, no lo voy a hacer ahora. En el fondo es como un niño y creo que siempre me vio como a otro niño. Aunque tampoco es exactamente como un niño, porque hay niños buenos y malos, y no hay nada malo en él. No es que sea estúpido, se enoja a veces, y reacciona. Pero no es maldad, es en todo caso alguna reacción a algo que lo molesta. No hay premeditación alguna.
En una semana cumple años. Cuarenta y cinco.
Hay una especie de broma familiar siempre cuando cumple años, algo sencillo pero que siempre se repite, y es preguntarle cuántos años cumple.
Nunca da la respuesta correcta, ni de casualidad.
Y cada año que pasa me quedo pensando en esta inconciencia de la edad, o, mejor dicho, en esta inconsistencia de la edad. Realmente él no sabe cuántos años tiene. Y es que realmente no importa cuántos años tiene. Y, un poco más allá, es que en él se refleja que realmente no importa la edad, los años, el tiempo. Lucio no tiene edad. No le afecta el tiempo, ni en el día, ni en los años. Sólo vive, ajeno a las mediciones estúpidas que nos proponemos. ¿Cuarenta y cinco? ¿Diez? ¿Veintidós? Da lo mismo. No lo afecta en absoluto. Por eso nunca tuvo tampoco rasgos claros de envejecimiento. Siempre cara de niño. La que debe tener ahora, concentrado en la cucharita, revolviendo con la cara pegada a la taza. Escucho la cucharita rebotar en la mala cerámica de la taza, ahogada por el remolino de café con leche. Clin, clin, clin.
– ¿Todo bien, Lucio? –le pregunto.
–Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiii –contesta, contento.
–Sabés quién cumple años dentro de poco, ¿no?
La cucharita sigue rebotando.
– ¿Lucio? Sabés quién cumple años dentro de poco, ¿no?
–Ió.
–Sí, vos cumplís años, flaco. ¿Y sabés cuántos años cumplís? ¿Cuántos años cumplís?
La cucharita deja de rebotar. Lo escucho tomar un sorbo.
– ¿Cuántos años cumplís? –insisto.
–Osho.
– ¿Cuántos?
–Mentiosho.
– ¿Cuántos? No te entiendo bien.
–Venti osho. Mentiosho.
–No flaco, cumplís cuarenta y cinco. Escuchá: cuarenta y cinco.
–Ticinco.
–Eeeeso es, cuarenta y cinco.
–Ticinco.
–Perfecto. Comete mis medialunas si querés, que no tengo hambre. ¡Mozo! ¿Me cobrás? No, no, dejá, mejor anotameló, no vaya a ser que vos tambiés me cagués con la plata.
–Señor Dante, por favor, sabe que no voy a hacer eso.
–No tie to guita, yo va a vendé cuadro y va a ganá to guita –interrumpe Lucio.
– ¿Vas a ganar guita para pagar vos, Lucio? –le pregunto.
–Sí, en seio pibe, va a vendé cuadro, ganá toguita. Queate tanquilo, pibe.
–Me quedo tranquilo entonces, vos no te preocupés que algo de guita tengo. Terminá el café así volvemos.
La cucharita vuelve a sonar. El murmullo del bar crece, ya estamos cerca del mediodía.
Es otra mañana. No sé si es martes, miércoles o domingo. Me perdí. Me pierdo a veces. Anoche tomé de más. Pasé la botella de vino. No debería haber abierto la segunda. Como medida, la botella está bien, para eso deben hacerlas de ese tamaño. Me aburro demasiado a veces. No es que me deprima, simplemente no veo razones para levantarme. Siento que a nadie le va afectar demasiado si me pudro acá adentro. Nada va a pasar. Quizás Lucio. Necesito algo. Un poco de algo. Voy a vestirme para bajar, pero me doy cuenta de que estoy vestido, no me saqué la ropa anoche. A lavarnos la cara por lo menos Dante. Un poco de agua fría en la cara. Vamos al baño. Ya está. ¿Qué hora será? Por los sonidos que vienen de afuera parece ser cerca del mediodía. Ni ganas de prender la radio tengo. Me siento como una especie de Cid campeador, un muerto que da ilusión de vida porque el caballo que lo lleva sigue caminando. Ya sé qué necesito. Bajemos Dante. Ascensor. Planta baja. Puerta doble. Vereda. Sol fuerte. Muy bien alumno Capumi, su diagnóstico fue acertado, estamos en pleno mediodía. Caminemos bastoneando hasta la esquina. Tac. Tac. Tac. Tac. Una oleada dulzona, pesada, pasa golpeando a mi lado. Olor a perfume de vieja. A melón. Melón lleno de moscas. Tac. Tac. Tac. Tac. Esquina. Crucemos. Juguemos a cruzar sin esperar el semáforo, Dante, a ver si alguien nos ayuda. Pies sobre el cordón. Ahora. Bajo, doy un paso, dos, tres, y cuando parece que no, aparece la mano samaritana que me toma del brazo.
– ¿Lo ayudo señor?, el semáforo está en rojo.
La mano me aprieta el brazo con fuerza. Voz de chico joven, de no más de veinte. Joven, fuerte y decidido. Raro, no suelen ser los más jóvenes los que ofrecen ayuda. Casi siempre son de más de treinta para arriba.
–Sí, cómo no, gracias; no me di cuenta, pensé que ya se había puesto en rojo.
Cruzamos, lo dejo guiarme. Sabe hacerlo, por lo general lo hacen con mucho temor, como si estuvieran llevando a un cocodrilo, o cruzando por un puente colgante hecho de maderas podridas. Éste no, me lleva con firmeza. Algunos bocinazos, gente intolerante. Cordón. Vereda.
– ¿Quiere que lo acompañe un poco más, señor? Yo sigo por esta calle dos cuadras más, no me molesta.
–No, está bien, muchas gracias, voy hasta acá nomás, unos metros, hasta el quiosco de revistas, gracias.
–De nada, suerte, buenos días.
Pero qué muchacho tan amable nos encontramos, Dantito. Demasiado bueno para mi gusto, mamá. Tac. Tac. Tac. Tac. Unos pasos más. El bastón choca contra el metal, chapa de kiosco.
– ¿Don Oscar? –pregunto.
– ¡Dante! ¿Cómo va eso? Hace mucho que no pasabas por acá.
–Es que andaba muy ocupado –miento–. ¿Está solo?
–Sí, muchacho, estoy solo. Tomando unos mates, tratando de vender algo. ¿Querés un amargo? ¿Andás paseando o necesitás algo?
–Mate no, gracias, me levanté tarde hoy, y todavía no desayuné. Ando necesitando un favorcito, lo mismo de la otra vez, ¿podrá ser?
– ¡Pero cómo no, hombre! Sabés que sólo tenés que pedirlo. ¿Algo especial?
–Cualquiera, cualquiera linda que no se asuste, la misma de la última vez si puede ser.
–No creo que haya problema, ¿para cuándo?
–Para hoy mismo, si puede ser, para esta noche.
–Dalo por hecho. Lo único, que te va a costar unos mangos más.
– ¿Cuánto?
–Ciento cincuenta.
–Mientras no siga aumentando, no es problema. Esperá que busco.
Reviso la billetera con cuidado, me tomo mi tiempo hasta que identifico con claridad un billete de cien y uno de cincuenta. Se los doy, saludo a don Oscar y pego la vuelta, hacia casa, tac, tac, tac, tac.
Cada vez que puede, me aumenta el precio, viejo hijo de puta.
Me sorprendió escuchar que golpearan a la puerta. En realidad me sorprendió y no tanto, porque por un lado esperaba visitas, pero por otro rara vez alguien toca la puerta.
Fue en golpe muy tímido, como midiendo la fuerza suficiente como para que nadie más que yo escuche el llamado. Fui hasta la puerta. Abrí. Pasó.
–Hola –dije–. Mirá, no te ofendas por favor, pero antes que digas nada, prefiero que no hables. Nada. De nada. Yo te voy diciendo y listo, ¿sí? Gracias. Vos ya me conocés. Ya te debe haber dicho el viejo que no me gusta mucho las conversaciones. Soy un poco raro. Acompañame por favor.
–Ok.
La llevé a mi cuarto. Le prendí la luz. Le pedí que me desvistiera, y me la chupara. Como los dioses. Como lo harían los dioses si los dioses hicieran tal cosa. Le pedí que imaginara que era una especie de criatura sobrenatural y que su misión era darme el mayor placer que se le pudiera dar a un ser humano en el mundo. Seguramente debía creer que yo era un enfermo. Pero lo hizo, con la mezcla exacta de suavidad y presión necesaria. Para esto sirve el dinero, pensé. Me quedé de pie, y ella se arrodilló. Le pedí que se tomara todo el tiempo del mundo. Y la interrumpí varias veces, para demorar el final, donde los timbales, los platillos, las tubas y trombones se pelean por ser los protagonistas que cierran la obra, los que emiten las últimas vibraciones que se lleva el público en su cuerpo. Fue y volvió, subió y bajó, mojó y envolvió hasta que ahogué mis gritos retorciéndome como un gusano contra la pared, pidiéndole que se detenga y que siguiera al mismo tiempo.
Luego le pedí que fuera a la cama, y se acostara, vestida, tranquila. Me acosté a su lado, y comencé a descubrir su ropa. Llevaba una remera de algodón, suave, a pesar de que a juzgar por sus costuras, ya debía tener bastantes años. No sé por qué imaginé que era blanca, de un blanco apenas amarillento, como manchado por el sol, como papel viejo. Sus tetas tenían un buen tamaño, el tamaño suficiente, alcanzaba casi a cubrirlas por completo con mis manos, y tengo manos grandes, flacas pero grandes. Acaricié primero la curva de la remera por fuera. No tenía corpiño. Luego se la quité, lo más despacio que pude, y jugué un rato con la yema de los dedos de mi mano derecha, muy suavemente, deteniéndome a veces en los pezones hasta endurecerlos. Ella retorció levemente la espalda, pero no abrió la boca para quejarse. Su respiración sonaba más fuerte ahora. Podía sentir su corazón acelerado. Comencé a besar, suavemente primero, como quien besa una frente, aquella piel suave después de todo. Había un dejo de perfume barato que aparecía de vez en cuando. Recién ahí me di cuenta de que no era la misma que la última vez, y eso que le había pedido a don Oscar que fuera la misma y él me lo había asegurado, pero es así, no se puede confiar en nadie, ni en un kiosquero con voz de pito. No me importó de todos modos. De alguna manera lo único que me molestó fue no haberme dado cuenta antes, pero comencé a sentir pequeños temblores nerviosos y me puse duro nuevamente. Este nuevo despertar llegó con la desesperación del tiempo atrasado, comencé a besar ahora con torpeza, con hambre, mientras mis caricias ganaban en presión, y mis manos apresaban y soltaban al tiempo que besaba, mordía y le daba completa libertad a mi lengua atolondrada.