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EL CADÁVER DE LA JOVEN AURORA FERNÁNDEZ APARECE OCULTO BAJO UNAS REDES EN UNA PLAYA ABANDONADA DE ALGECIRAS. El inspector de origen asturiano Hugo Monforte, recién incorporado a la comisaría de Cádiz, se hace cargo del caso junto a su nueva compañera Candela Martín. Sus personalidades opuestas pondrán a prueba su capacidad para trabajar en equipo, obligándolos a ceder y adaptarse. La investigación les conduce hasta las playas al sur de la provincia gaditana, donde una industria conservera de primer nivel es sospechosa de ocultar información vital para la resolución del caso. Los policías deberán hacer frente a los obstáculos impuestos por su principal adversario, el ambicioso empresario Lucio Parraverde. La ciudad de Cádiz, a través de sus personajes singulares, se convertirá en el refugio accidental de Hugo Monforte, a cuyo desafío profesional se suma una convulsa crisis familiar. Los inspectores no tardarán en conocer la verdadera naturaleza del enemigo al que se enfrentan. El fin de ninguna parte es un thriller trepidante a través del litoral gaditano en compañía de personajes pintorescos y paraísos perdidos, donde la comida, el vino y el mar son testigos de las adversidades de un hombre y una mujer que luchan por buscar justicia.
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Seitenzahl: 332
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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El fin de ninguna parte
© Israel Díaz Reinado, 2025
Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta: LookAtCia
ISBN: 9788419809711
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Agradecimientos
Para Ángeles
«Aquel día el Señor castigará con su espada feroz, grande y poderosa a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que vive en el mar».
Isaías 27, 1
Las olas golpeaban la piedra. Era un compás de minúsculos azotes que agredían y acariciaban la roca a intervalos exactos, como si se arrepintieran en cada sacudida. Mario observaba el hipnótico vaivén ocultando a su padre el aburrimiento.
—Ayúdame con el cebo, niño.
El pescador no atinaba con la gusana. Agitaba la linterna una decena de metros más allá pidiendo ayuda para preparar el anzuelo. Se le escurría entre los dedos y era imposible de clavar. Mario se aproximó y cogió la linterna. Procuró observar las manos curtidas de su padre, pero se abstrajo en el horizonte, donde un tenue resplandor inauguraba el nuevo día. Al niño no le gustaba la pesca, pero sí el agua. La silueta de la inmensa roca proyectaba sobre la bahía una sombra hechizada que se replegaba como una alfombra a medida que el sol ascendía. Una extraña bruma comenzaba a impregnarlo todo. Advirtió una barca desmenuzada que se pudría sobre las piedras, rozando el mar. Mario recibió en la cabeza el impacto de una colleja a traición; parecía que el cielo se le hubiera caído encima. Los dedos callosos de su padre sacudían como vigas de hormigón.
—Atento, coño.
Mario cuidó de no volver a despistarse de la faena. Aguantó la linterna con diligencia y luego ayudó a su padre a terminar de colocar los cebos.
El pescador lanzó uno tras otro los plomos de cinco cañas que luego plantó en el suelo como palmeras. Tomó asiento en una tumbona de playa traída para la ocasión y dejó al niño de vigilante.
Mario curioseaba el suelo buscando piedras pequeñas en cuclillas. Tomaba una, la lanzaba al aire no más de tres palmos y atrapaba otra mientras bajaba la primera. El pescador había cerrado los ojos.
De repente sonó un cascabel.
Mario se acercó a su padre y le tocó el brazo. El hombre abrió un ojo que miró muy serio al niño.
—No han picado, hijo.
Su progenitor tenía el oído más fino de la bahía tras décadas de entrenamiento frente a las cañas. Sabía distinguir la fuerza y el tamaño del pez por el sonido del cascabel.
Mario se arremangó y caminó hacia el agua, dejando que el sedal se deslizara entre sus dedos. Era peor de lo que imaginaba: se había enredado en la barca. La marea castigaba la madera, transformándola en una ballena varada que se mecía moribunda. El niño se asustó. En estos casos, el hilo se volvía una maraña insalvable que siempre acababa en un manotazo reglamentario de su progenitor.
Subió a la barca y comenzó a desenredar. Dentro había redes tan antiguas como el mundo, amontonadas en un ovillo del mismo tamaño que el bote.
—Papá, aquí se han olvidado la pesca.
El padre abrió los ojos, sorprendido. Se rascó la cabeza, arrimándose con la colleja cargada. Mario sabía que levantar a su padre de la tumbona sin causa justificada era actividad de riesgo. Apartó las redes sin éxito. Eran mullidas y enormes. En el fondo del bote podía intuirse una masa deforme sin escamas, blancuzca y húmeda. A Mario le temblaron las manos de la emoción:
—Creo que es un mero, y parece enorme.
El pescador levantó las redes muy despacio.
—Hijo, esto no es un pez.
El inspector Hugo Monforte dio varias vueltas más a la manzana, molesto. No encontraba aparcamiento. Quizá los policías tenían la posibilidad de estacionar su vehículo particular dentro de la comisaría o en algún garaje reservado, pero era su primer día de trabajo y desconocía completamente las normas de aquella jefatura. El día no acompañaba. El cielo se tornó de color plomizo y el parabrisas comenzó a ensuciarse de unas molestas gotas amarillas.
Una sonrisa afloró en su cara. Localizó un hueco en pleno paseo, mirando al mar. Señalizó con el intermitente y se lanzó en picado sobre la plaza.
—Maldición —dijo.
Un utilitario rojo con un peluche colgado del retrovisor invadió su carril a todo gas y en sentido opuesto para tomar su plaza. Monforte detuvo el vehículo y se bajó sin parar el motor. Golpeó con los nudillos la luna del conductor. La ventanilla descendió y tras ella apareció un rostro joven, femenino y perfecto, de pómulos firmes y ojos profundos. Sonrió como si el incidente no fuera con ella.
—¿Le ocurre algo? —preguntó la chica.
—Disculpe, he señalizado antes para aparcar aquí. Quizá no se ha dado cuenta.
Ella miró hacia atrás con cierto desdén, recorriendo el coche de Monforte a todo lo largo. Respondió seria:
—Hay que ser más rápido.
La frescura de la joven desconcertó a Hugo. Ella se apeó del coche sin mirarle, cerrando la puerta tras de sí con elegancia. Él observó confuso unos vaqueros ajustados que flotaban sobre tacones rojos. Se alejaron triunfantes por la acera de la avenida. El inspector insistió:
—¿Disculpe?
—Esto es Cádiz, amigo —respondió la mujer sin mirar atrás, dando buena cuenta del acento foráneo de Monforte. Y desapareció tras una esquina.
Hugo hizo el intento de soltar un exabrupto que murió ahogado a mitad de la garganta. Permaneció con la boca abierta y la mirada perdida. Se subió al vehículo y lo dejó en un aparcamiento público quinientos metros más adelante. Caminó de vuelta a la comisaría aguantando un breve chaparrón que maldijo entre dientes. No se explicaba aquel tiempo en primavera y en plena capital de la Costa de la Luz.
La comisaría era un edificio nuevo y reluciente, con un diseño moderno. En Madrid estaba acostumbrado a agujeros de todo tipo, desde cubículos inmundos sin un mísero ventilador hasta oficinas parecidas a un club de golf. Se presentó a la entrada y le condujeron al despacho del comisario. Lo dejaron solo frente a una puerta cerrada sin muchas explicaciones. Golpeó con los nudillos y la abrió levemente. Dentro un hombre menudo y de bigote espeso vociferaba apretando el teléfono contra su oreja. Hugo hizo el ademán de volver a salir para no molestar, pero el policía tapó el auricular y le preguntó no sin cierta rudeza:
—¿Eres el nuevo?
Hugo afirmó en silencio. El comisario señaló con el dedo una silla libre sin dejar de caminar en círculos. Prosiguió con su encendida discusión a través del teléfono sin prestarle ninguna atención. Hugo se sentó y allí permaneció varios minutos totalmente ignorado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el comisario una vez que hubo colgado.
—Hugo Monforte.
El inspector había contestado entre susurros, perturbado por el hecho de que su propio jefe no supiera a quién fichaba. El comisario apenas lo miró. Abrió el cajón de su mesa y revolvió el contenido. Apareció un arma. Pero no un arma cualquiera. Monforte reconoció tanto la culata como el cañón largo y delgado. Era un Colt cuarenta y cinco. Pero no un Colt cuarenta y cinco de fogueo robado en un bazar, ni una réplica de airsoft adquirida en eBay. Era realmente un Colt cuarenta y cinco de culata oxidada fabricado a finales del siglo XIX. El comisario escrutó brevemente el rostro de Monforte advirtiendo su curiosidad:
—¿Te gustan las películas del Oeste, Hugo?
El inspector lo observó en silencio, alzando las cejas. No era la pregunta que esperaba de la persona que iba a decidir su futuro profesional a corto plazo. Agrió un poco el rostro y se encogió de hombros. Su gesto pasó desapercibido. El comisario miraba hacia abajo. Registraba unos documentos desordenados en el cajón que depositó sobre su mesa.
—A mí me encantan —prosiguió—. Creo que representan la hombría que necesita esta profesión. ¿Has visto a John Wayne en Centauros del desierto? Camina como solo lo hacen los hombres que no temen a su destino.
—No soy mucho de películas —dijo Monforte.
—Ya.
Hugo averiguó de un vistazo la naturaleza de los documentos que revisaba el comisario. Eran hojas de su expediente. Un tanto revueltas, pero inconfundibles. Sobre el escritorio descansaban sus diez años de servicio en la Brigada de Homicidios de Madrid. Los dedos lentos y arrugados del comisario acariciaban el diploma de su cruz al mérito policial. El rostro de aquel hombre no se inmutaba ante las bondades que pregonaban los escritos. No tardó Hugo en descubrir que se enfrentaba a uno de los huesos más difíciles de roer que jamás hubiera conocido.
—Mi nombre es Antonio Redondo —continuó el comisario sin levantar la cabeza—. ¿Habías visitado Cádiz con anterioridad?
—No tengo el gusto.
—Te encantará. Aquí la gente es muy acogedora y el clima mejor que de donde vengas.
Monforte recordó con amargura el chaparrón traicionero y la discusión que había tenido con aquella mujer tan desagradable:
—Bueno es saberlo.
El comisario amontonó las hojas con la aparente intención de volver a guardarlas en el cajón.
—Sé que sabes lo que estoy leyendo ahora mismo —dijo—, y sé que lo sabes porque también sé que eres muy listo. Pero quiero que entiendas que a mí todo esto no me impresiona mucho. Solo espero que no me toques demasiado los cojones.
Se escucharon unos golpes en la entrada del despacho y Antonio Redondo dio permiso. En el borde de la puerta asomaron unas uñas rojas impecables y tras ellas unos brazos femeninos y tonificados. Los remataba un bello rostro sonriente que no se inmutó al descubrir la cara de Hugo. Acababa de entrar en el despacho la mujer que le había robado la plaza de aparcamiento.
—Candela, pasa. —El comisario Antonio Redondo sonrió. Era la primera vez que Hugo lo veía sonreír. Era un dibujo artificial sobre su rostro, como un brochazo errático a manos de un niño de primaria—. La inspectora Candela Martín será a partir de hoy tu compañera.
Hugo Monforte se levantó como un resorte mostrando su gesto más inexpresivo. Maldijo para sus adentros, aunque mantuvo el tipo y tendió su mano abierta:
—Un placer.
La mujer respondió manteniendo la calma y la sonrisa. No abrió la boca.
—Dado que eres nuevo y no conoces la zona —prosiguió el comisario—, Candela será tus pies y tus manos en los diferentes casos que se os asignen. Ella tiene muchos años de experiencia y es natural de esta ciudad. Conoce cada rincón palmo a palmo. Sus dotes sociales son la envidia de la comisaría. Aprovéchalas.
—Lo haré.
—Pues no vamos a esperar más. Ya tenéis vuestro primer caso. Candela está al corriente. Te informará de camino.
El comisario dio una palmada seca en la mesa y abandonó el despacho.
Sobre la moqueta quedaron las figuras vacilantes de los dos inspectores. La tensión se podía cortar con un cuchillo. El comisario había golpeado un folio con cinco líneas que descansaba en la mesa. Hugo lo cogió con las dos manos.
—Un homicidio —leyó torciendo el rostro—, ¿en Algeciras?
—Pues sí —habló Candela, al fin.
—Es una ciudad muy grande. Deben de tener recursos de sobra.
—Ya, pero esta comisaría es provincial, Don Listo —agregó la mujer volviéndose hacia un ventanal y arreglándose el pelo.
El rostro de Candela se reflejaba débilmente en el vidrio. Era un retrato difuso que tenía por lienzo un mar azul como el cielo. Monforte se inquietó con el comentario. Si era cierto aquello que decía la inspectora, solo podía esperar la continuidad de los problemas que había venido sufriendo en Madrid. Él aguardaba un remanso de tranquilidad al sur del sur. Si las expectativas sobre su persona eran muy altas, presagiaba un calvario de responsabilidades muy diferente de lo que necesitaba.
El comisario asomó la cabeza por la puerta:
—Tengo que salir, Candela. ¿Necesitáis algo?
—Una plaza de garaje —observó la mujer antes de que Hugo pudiera abrir la boca.
El comisario se giró mirando al pasillo y exclamó:
—Denle una tarjeta de aparcamiento a este hombre.
Hacia el sur el cielo se mantuvo igual de gris. Las colinas verdes se alternaban con los trigales. Los campos estaban salpicados de toros negros y colorados. El silbido del viento cortaba el silencio incómodo que el inspector Hugo Monforte y la inspectora Candela Martín habían interpuesto entre ellos. La chica conducía y Monforte reflexionaba si no había sido un tremendo error descender de su olimpo madrileño para acabar recorriendo la campiña entre reses bravas a lomos de un utilitario rojo locomotora.
Monforte observaba el horizonte, pero de vez en cuando ojeaba furtivo el perfil de Candela, recta y seria, sin apartar los ojos de la carretera. La chica era realmente guapa.
—Mira, Hugo. O Monforte. Como te llames.
El inspector se puso firme.
—Ya sé que no hemos empezado con buen pie —continuó Candela—. Pero por si no te has dado cuenta yo soy una profesional.
Aconteció un breve silencio y tres toros bravos.
—¿Y? —dijo el inspector.
—Que no voy a tolerar que un desencuentro fortuito joda esta investigación. Debemos tener buena relación para que el trabajo salga adelante. Así que en lo que a mí respecta, no tengo ningún problema contigo. Mejor ir de buen rollo. ¿No crees?
Hugo no contestó. Las palabras de la inspectora parecían sinceras, pero de acuerdo con su experiencia convenía mantenerlas en cuarentena.
—Vale —prosiguió—. Veo que eres un poco tímido, así que tomaré ese silencio como un sí. Empezaré yo.
Hugo asintió con la cabeza.
—Ya has oído al comisario: nací aquí. Llevo diez años en el cuerpo, cinco ejerciendo de inspectora. Amo este trabajo y a mis compañeros. Así que mucho cuidado con lo que haces. Vivo en un pisito de la avenida en compañía de una persona que no es ni mi marido ni mi amante. Por las mañanas me gusta correr por la playa y machacarme en el gimnasio. Por las tardes prefiero ir de compras y tomarme un gin-tonic.
Candela alternó la mirada entre Hugo y la carretera. Él se preocupó más de la poca atención al tráfico que de las afirmaciones de la inspectora. Quería retomar la conversación aportando de su cosecha, pero no le apetecía en aquel preciso instante contarle su vida a una excéntrica con placa.
—¿Te has criado en Madrid? —preguntó ella.
Pasaron dos toros más. Estos eran bragados.
—Soy de Asturias.
—Pues serás del Sporting, ¿no?
—No me gusta el fútbol.
Candela lo miró de reojo torciendo el labio superior, rojo como la sangre.
—¿Es lo único que conoces de Asturias? —agregó Hugo.
—No tengo prisa. Esperaré a que me lo enseñes.
El horizonte se convirtió en un mar de molinos blancos y esbeltos que cortaban el aire a una velocidad endiablada. Jamás había visto Hugo tal cantidad de aerogeneradores trabajando al unísono, en perfecta armonía como majorettes. Los toros hacían cerco a los gigantes, alejándose del extraño zumbido que producían.
—¿Eso es un chaleco antibalas? —dijo Hugo.
Le eran inconfundibles el color y la textura de la prenda que asomaba bajo el cuello de la camisa de Candela. A medida que finalizaba la pregunta se arrepentía de haberla realizado. Parecía la señal inequívoca de pretender observar el escote, y él no había recorrido media España para vigilar escotes. O quizá sí.
—Siempre lo llevo si la ropa me lo permite.
—¿No lo crees excesivo? Es preferible dejar estos recursos para los policías que patrullan.
—Este me lo he pagado yo. Mejor prevenir.
—Con tu sueldo no puedes costearte ese chaleco.
Candela se abrochó de manera instintiva el último botón de la camisa.
—Vale, me lo ha regalado un geo.
—¿Un novio geo?
La inspectora no rio el chiste de Monforte. Se hizo un largo e incómodo silencio.
—¿Dónde te alojas, Hugo?
—He alquilado un piso en el centro.
—¿Por qué te fuiste de Madrid?
La capital había sido la amante que dio sentido a su vida. La jeringa de adrenalina en el pecho que lo sacaba del averno cada mañana. No tenía ganas de explicar por qué la había abandonado. Tragó el silencio y negó con la cabeza. Pero no estaba mal que le preguntasen. Esto era bueno. Plantearse una respuesta activaba los resortes neuronales que llevaban meses aletargados. Negó de nuevo con la cabeza. Necesitaba una voz joven y desconocida que le ayudara a superar el calvario, pero no aquel día.
—No estoy autorizado a contarlo —contestó serio.
La mujer comenzó a reír:
—No me jodas, Monforte. Que soy muy vieja. A ti te han echado. Estás castigado en la Tacita de Plata. Como los niños chicos.
Hugo no pensaba picar el anzuelo. La mujer se equivocaba, pero él callaba. Comenzó a caer un ligero chubasco y los limpiaparabrisas bailaron al compás. Ella lo miró y preguntó:
—Tú hablas muy poco, ¿no?
La mujer conectó la radio del coche y pulsó varios botones buscando música. De cada dial sonaron los primeros dos segundos. Parecía no atinar con sus gustos musicales y terminó golpeando la radio con ira. Agarró con las dos manos el volante y habló resoplando como un ternero:
—Anda, pon lo que quieras.
Hugo fue a tiro hecho y pulsó un botón. Conocía el dial como la palma de su mano. Los altavoces comenzaron a rugir con la batería de los Rolling Stones.
—¿Qué mierda has puesto? —dijo Candela.
Hugo ignoró el comentario y subió el volumen. Ella lo miró con desprecio:
—No sé si esto va a funcionar, Monforte. Pero al menos no será aburrido.
Los toros fueron devorados por unas torres infinitas que vomitaban humo blanco. Rodearon la ciudad de Algeciras. Candela se desenvolvía con soltura en las carreteras del Campo de Gibraltar. No le podía restar razón al comisario, pensó Hugo.
—Hemos llegado —dijo ella.
Descendieron una pendiente imposible hacia una playa de rocas. A ambos lados se levantaban unos edificios medio derruidos. Monforte nunca había visto algo igual.
—¿Qué es este sitio? —preguntó.
Candela no contestó. Abrió los ojos prestando atención a la difícil maniobra que le obligaba a realizar el camino de tierra. Dos coches de la Policía custodiaban la entrada al perímetro. Era mediodía, pero la densa bruma persistía. Inundaba la bahía de Algeciras como un segundo mar encima del primero. La roca de Gibraltar apenas podía distinguirse.
—Qué niebla tan extraña —pensó Monforte en voz alta.
—Es algo habitual aquí —contestó Candela.
Hugo recordaba haber visto la misma niebla en el Cantábrico, sobre un faro al que subía de pequeño. De aquello hacía años y había olvidado hasta el olor del mar. Evocó su paso a la madurez y cómo se marchó a la capital huyendo de los pequeños pueblos y las pequeñas vidas. Implicó despedirse del mar para siempre. Observó a través del parabrisas la serenidad del océano. A partir de ahora tendría que enfrentarse a él cara a cara, tal como lo había contemplado desde la comisaría. Quizá era hora de reconciliarse.
—Ahí está el forense —comentó la inspectora.
Aparcaron el vehículo entre cuatro edificios, dos de ellos utilizados como almacén de botes o aparejos de pescadores. Los otros dos carecían de tejado y sus muros se sostenían como naipes, estremeciéndose bajo el rumor de las olas. Una de las naves improvisaba una terraza con un chamizo desmoronado. La entrada la adornaban tres vigas extrañas y enormes; dos verticales y una cruzada superior. Hugo las acarició con curiosidad:
—Parecen de madera.
—Son huesos de ballena —aclaró Candela—. A este lugar se le conoce como la Ballenera de Getares. Fue una factoría de despiece. El estrecho de Gibraltar se encontraba atestado de estos bichos hace cincuenta años.
—Vengan conmigo, por favor —les pidió el forense.
Cuatro policías habían acordonado la zona. Se cuadraron ante los inspectores. Hugo respondió con amabilidad al saludo y se acercaron a una vieja barca que mantenían bajo vigilancia.
—Joder —exclamó Candela.
Dentro yacía el cadáver de una mujer joven con el pelo negro enredado. Se encontraba completamente desnuda. Su tez era muy blanca; un reguero de leche sobre la podredumbre de la madera. Una palidez artificial que Hugo no había visto en toda su carrera.
El rostro de Candela se mantuvo tenso durante la inspección. Su dilatada experiencia, que había alabado el comisario en el despacho, no le servía para afrontar aquel horror.
—La hemos identificado. —Uno de los policías le mostró una foto en la que una bellísima mujer de rostro poco o nada parecido al del cadáver presumía en la punta de un embarcadero haciéndose un selfi—. Sus padres denunciaron la desaparición hace dos días. Se llama Aurora Fernández.
—¿Dónde está el juez? —preguntó Hugo sin apartar la vista del bote.
—Tengo autorización del juez instructor —contestó el forense—. Como inspector usted sabrá que la ley me ampara.
—¿Qué hacen estas redes en el suelo? —continuó preguntando Monforte.
En torno a la barca se esparcían restos de redes estropeadas por el sol. El rastro de cordelería se derramaba dentro y fuera del bote. Otro de los policías contestó:
—Ya estaban cuando hemos llegado.
—Estas redes tapaban el cadáver. —Hugo levantó ligeramente la voz, lo suficiente para que los policías se miraran entre ellos, desconcertados.
—Habrán sido el pescador y su hijo —contestó el forense con cautela.
—¿Qué pescador? ¿Y qué hijo? ¿Dónde están para que les tomemos declaración? —replicó Hugo mostrando una cierta desazón.
—Señor, ya los hemos interrogado nosotros —aclaró uno de los policías, un poco avergonzado.
Monforte clavó su mirada en el forense y luego en la inspectora.
—¿Veis como sí que hacía falta un juez?
Hugo se aproximó al agua, caminando por el rompiente unos veinte pasos. Simuló buscar una pista, pero en realidad pretendía alejarse un poco del grupo y recuperar el aliento. Desde las piedras obtuvo una visión más general del escenario. La niebla comenzaba a disiparse. Las aguas tranquilas le aclararon las ideas.
—Monforte.
Candela se había acercado a sus espaldas haciendo equilibrios sobre las rocas entre charcos salados.
—Esta chica no ha sido asesinada aquí por casualidad —dijo Hugo sin apartar la mirada de las olas.
—Quizá la mataron en otro lugar y la trajeron en barco —agregó Candela.
—Lo dudo mucho. Bajar un cadáver de un barco a través de este rompiente de rocas no es tarea fácil. Es más probable que la trajeran hasta aquí en coche viva y luego la asesinaran sobre la barca o en una de las naves.
—Desnuda y arrojada como una ballena.
—He dicho que no ha sido asesinada aquí por casualidad —insistió Monforte—. Quien sea ha buscado el sitio a conciencia.
—Quizá un grupo —agregó Candela—. Puede que una violación.
—A primera vista no hay ningún indicio de agresión sexual —aclaró el forense retirándose los guantes de látex—. No hay restos de fluidos. Apenas hay pistas de nada en la zona. Las ropas no han aparecido.
—Creo que es obra de una sola persona —afirmó Hugo, convencido—. Quizá un pescador o un bañista. Alguien que conoce muy bien este lugar y los horarios de tránsito de personas.
Candela no relajó el rostro. Tampoco puso objeción a las palabras de Hugo. Su actitud hacia él se había endulzado a lo largo de la mañana. En cierto modo se estaba ganando el respeto que merecía, pensó el inspector. Recordó que no era ningún recluta y que con la sangre que había pisado a lo largo de su carrera se podría montar un banco de transfusión. Sobre todo, gracias a los ajustes de cuentas de variadas mafias internacionales. Había fotografiado gargantas rebanadas de rumanos, ucranianos, chinos y españoles. Todos parecían haber sido pillados in fraganti, vestidos con sus mejores galas. Pobres almas en pena con los cuellos asfixiados en oro y calzados con Air Jordan de tres mil euros, bien afeitados y con la cena preparada reservando cinco rayas blancas para el postre. Monforte pensaba que el mundo civilizado acababa en la Cañada Real y en aquella ocasión se encontraba a las puertas de África con una muchacha desnuda y sacrificada, cosa a la que no se había enfrentado en su vida.
—Candela, por favor. —Monforte solicitó la ayuda de la inspectora. Extrajo su arma reglamentaria de la funda y se la entregó. Se calzó dos guantes blancos que escondía en los bolsillos y clavó las rodillas junto al cadáver de Aurora Fernández—. ¿Cuándo piensan trasladar el cuerpo? —preguntó examinando a la difunta.
El forense tardó unos segundos en contestar:
—Los operarios están esperando nuestras instrucciones.
Monforte se tendió junto al cadáver. Aquel cuerpo olía todavía a gel de baño.
—No la toque —dijo el forense.
Hugo cogió el hombro de Aurora. Era de una redondez blanquecina y tersa. Hizo presión con la mano y tiró hacia arriba, separando la espalda de la víctima de los tablones de madera salados.
—He dicho que no la toque.
El inspector no contestó a los comentarios del forense, más que nada porque se había quedado sin aliento. Contempló horrorizado la espalda de Aurora Fernández, desde la nuca hasta la rabadilla. Lo soltó y el cadáver retumbó sobre la madera. Hugo miró a Candela, estremecido:
—Hay que llevarla ahora mismo al anatómico forense.
Durante el traslado Candela permaneció callada. Hugo se encontraba desconcertado ante la actitud de la mujer. No era la misma persona que le había robado la plaza de aparcamiento aquella mañana.
En el instituto anatómico forense dispusieron el cadáver para su autopsia. Hugo y Candela se prepararon con discreción. Ella trató de colocarse unos guantes de látex sin poder disimular cierta torpeza. Se le atascaban y no lograba meter todos los dedos correctamente. Hugo se acercó y le cogió los filos del guante, tirando hacia abajo para ayudarla:
—Dime que has tenido mañanas mejores.
Ella no contestó. Asintió en señal de agradecimiento y se lanzó hacia la sala de autopsias. Él la retuvo agarrando su brazo. Palpó un músculo fornido envuelto en una piel aterciopelada:
—Quizá no hace falta que entres. Somos un equipo.
—Pero ¿quién te has creído que eres? —replicó Candela, airada—. No tengo hijas ni hermanas. Aunque sí una amiga que es mi única familia. Tiene la misma edad que esa pobre desgraciada a la que han asesinado. Si alguien debe estar ahí dentro soy yo.
El cadáver de Aurora Fernández reposaba sobre la mesa de autopsias en una exhibición de extraordinaria placidez. Los focos acentuaban la tez blanca de la joven, que parecía dormir una siesta eterna. El cuerpo desnudo casi brillaba bajo los cielos de la morgue. Monforte habría jurado que la chica estaba sonriendo.
El forense se dispuso tras la cabeza del cadáver y explicó unas breves instrucciones de buenos modos dirigidas a los inspectores. Entregó a Candela una cámara fotográfica. Ella cazó al vuelo el aparato y ajustó la distancia focal en solo un movimiento. No era la primera vez que realizaba aquella tarea. Comenzó a fotografiar cada detalle de manera milimétrica.
El forense cogió un termómetro y lo introdujo en el ano del cadáver.
—Treinta y un grados —dijo.
—La muerte se produjo en torno a las dos de la mañana —dedujo Candela.
—Hay que afinar —agregó el facultativo.
Cogió una jeringa y la clavó a traición en el ojo de la joven. Un fluido transparente brotó dentro del cilindro como una fuente. Lo depositó en varios tubos de ensayo y aplicó una serie de reactivos de colores exóticos. Introdujo los resultados en su ordenador portátil y obtuvo un dato más preciso:
—Falleció a las tres horas treinta minutos.
—Uñas limpias. Sin rastro de piel ajena fruto de un forcejeo —dijo Candela—. Tampoco rasguños o señales de violencia diferentes a la de la espalda. Pero hay marcas de ataduras en muñecas y tobillos. Quizá son de bridas. La inmovilizaron antes de matarla.
El forense abrió las piernas del cadáver y examinó sus genitales. Su rostro era un puzle de muecas.
—Confirmo que no ha habido agresión sexual —dijo.
Monforte inspeccionó de cerca el cuerpo. Se entremezclaron los olores de los fluidos corporales de la difunta con los mejunjes antisépticos propios del lugar. Se dirigió al forense sin apartar el ojo de Aurora, cuyo apacible rostro le tenía hipnotizado:
—¿Le ha realizado un análisis toxicológico?
—Todavía no. ¿Por qué?
—Aurora no opuso ninguna resistencia. La persona que le hizo esto era de confianza o bien la víctima estaba drogada.
—O bien las dos cosas —añadió Candela.
El forense cogió una nueva jeringa y extrajo sangre del cadáver. Solo pudo conseguir una pequeña muestra. Se acercó a una mampara de cristal protegida por una veneciana. Apartó dos lamas con sus minúsculos dedos y golpeó el vidrio. Asomaron dos ojillos jóvenes. La puerta de la sala de autopsias se abrió y el forense le entregó el tubo a un auxiliar vestido con un inmaculado pijama sanitario.
Una vez cerrada la puerta, los inspectores y el forense se miraron en silencio. El momento más esperado había llegado, aunque ninguno se atrevía a pronunciarse. Finalmente, Hugo abrió la boca:
—Vamos a darle la vuelta.
Tomaron a la chica en volandas. En el forcejeo se desprendieron fluidos propios del cadáver que regaron la mesa como una lluvia de barro.
Lo que vieron los dejó sin palabras.
Una hendidura recta y limpia recorría la espalda de Aurora Fernández desde la nuca hasta el coxis. El forense acercó sus pulgares y separó con suavidad la abertura. Las paredes interiores del músculo estaban pálidas.
—Santo Dios —dijo.
—La han drenado —susurró Hugo.
—Herida inciso-contusa, con seguridad causada por un arma cortante unida a una empuñadura. —El forense hablaba mientras examinaba cada centímetro de la lesión—. Apuesto por un cuchillo de carnicero.
Hugo acercó sus manos enguantadas a la herida, pidiendo permiso al forense con una mirada. Abrió las carnes e inspeccionó a fondo.
—Los filos son delgados y precisos —explicó Monforte—, pero a los lados hay una lesión inconfundible. En efecto, ha sido un cuchillo de carnicero. Puede que tenga un borde romo y sea de tamaño considerable. Pero lo ha manejado una persona muy diestra. La hendidura es perfecta.
—Una obra maestra —murmuró Candela.
—Ha destrozado la columna —precisó el inspector.
—Podemos extraer una de las vértebras lesionadas. —El forense asomó una linterna al interior de la hendidura—. La incisión nos podrá aportar mucha información sobre el arma.
—Aún mejor —dijo Hugo—. Sugiero que hagamos una radiografía.
El forense le miró en silencio, cuestionando la idea.
—Aunque la incisión es perfecta —prosiguió Monforte—, el asesino ha tenido que emplear mucha fuerza para romper piel, músculo y hueso de un solo movimiento. La parte ósea puede que conserve pequeños restos de metal que podríamos ver mediante rayos X.
—No es lo habitual —señaló el forense.
—Tampoco nos hemos enfrentado a nada igual nunca —insistió el inspector.
El facultativo resopló contrariado, lanzó sendas miradas a los policías y abandonó la sala:
—Buscaré un equipo de radiología.
Unos nudillos golpearon la mampara de cristal. Asomó la cabeza el mismo chico que antes se había llevado las muestras de sangre. Portaba un documento en la mano que entregó a Hugo, quien le devolvió una sonrisa.
—El resultado de la analítica —comentó mientras lo leía—. Hay morfina como para dormir a un elefante.
—Alguien obligó a Aurora a ingerirla —afirmó Candela convencida— o quizá la pinchó. La persona de confianza que tú has comentado antes.
El forense regresó con un aparato portátil de rayos X. Pidió a los inspectores que abandonaran la sala de autopsias. Tomó las radiografías en unos segundos y los hizo entrar de nuevo. Posteriormente les mostró la pantalla de su ordenador, donde ya aparecía la columna vertebral de Aurora Fernández. Unos pulmones preciosos, se dijo Hugo. Un corazón que jamás volvería a enamorarse de nadie.
—No hay nada —declaró el forense.
Monforte señaló una zona de la pantalla:
—Amplíe, por favor.
La imagen se duplicó en el monitor. El índice del inspector apuntaba a una marca blanca. Un cuerpo extraño con forma redonda entre dos vértebras. El forense volvió a examinar el cadáver con sus propios ojos. Ensanchó la hendidura a la altura que le revelaba la radiografía. Aplicó un retractor para dilatarla y acto seguido introdujo un laparoscopio, cuya pequeña cámara mostraba una imagen difusa del cuerpo extraño. Cogió unas pinzas y escarbó en la espalda de Aurora Fernández. Extrajo un círculo rojizo que al lavarlo se volvió acero. Candela se lo robó al forense, arrancándolo de las pinzas. Todos observaron el anverso y el reverso. Por un lado, lucía unos símbolos extraños, por el otro era completamente liso.
—Me lo llevo —dijo ella.
—Eso no es lo correcto —exclamó Hugo.
El forense intercedió:
—Le hacemos una foto. La prueba se queda en el juzgado.
Candela lanzó la pieza al inspector, quien la cazó al vuelo. La mujer se quitó los guantes y agarró su chaqueta, visiblemente contrariada:
—Me voy a casa.
El nuevo hogar de Hugo Monforte era un vano propósito de reforma en una antigua casa de vecinos. Se alzaba en pleno corazón de Cádiz, en el barrio de La Viña. Él se sentía un extraño en aquella tierra, tan desconocida como exótica. Hugo venía del centro del mundo: un castizo Madrid invadido por infinidad de culturas. Estaba curado de espanto. Sin embargo, en las calles de Cádiz le sorprendió un excepcional mestizaje de turistas, buscavidas y músicos de medio pelo. Los bares y ultramarinos eran minúsculos, pero sus puertas vomitaban arte y gracejo, inundando de ingenio los barrios.
En el portal de su casa se topó con una señora muy anciana vestida de negro que le saludó con una sonrisa:
—Buenas noches.
La ayudaba su hija de mediana edad, uniformada con unas mallas fluorescentes, top deportivo morado y un cigarro en la mano.
—Buenas noches, señoras.
Hugo saludó con sobriedad y subió a su piso. Tras una puerta vecina retumbaba una ristra de tosidos de viejo que terminó con una blasfemia.
La vivienda era pequeña pero muy digna. Muros gruesos bien enyesados sobre cimientos centenarios. Un corralón tradicional adaptado para el urbanita moderno. El reducido espacio había sido aprovechado de manera ingeniosa. A través de la ventana casi podía dar la mano al vecino de enfrente. Sobre una estantería descansaba un tocadiscos en evidente estado de abandono, quizá propiedad del casero. Lo acompañaban algunos vinilos de viejos éxitos. No eran de su gusto, pero ya tendría tiempo de traer su colección de discos, que había abandonado en Madrid.
Conectó el aparato y se dejó acompañar por los compases de Bob Marley. No woman, no cry. Se repitió el estribillo una y otra vez recordando la tristeza vestida de ira que mostrara su compañera Candela ante el cadáver de Aurora Fernández.
No había tenido tiempo de hacer la compra y elaborar una cena decente. Tampoco de perderse entre los bares como le hubiera gustado. Desenvolvió un bocadillo de lomo preparado en el ultramarinos de la esquina y subió a la azotea, donde podía tender la ropa a la vez que admiraba el mar. El paisaje era espectacular, y la brisa, fresca. Le acompañaba la sombra de una torre mirador medio en ruinas. Allí se comió el bocadillo al son de Jamaica.
Bajó al salón y se tumbó en el sofá con el portátil sobre las piernas. Abrió su correo. Había recibido un mail del forense con la foto del objeto extraído de la espalda de la víctima. Era un círculo perfecto forjado en acero inoxidable. En su centro se distinguía un símbolo. Parecían dos letras de un alfabeto desconocido. Una especie de hache mayúscula estilizada con el rabillo de la pata derecha torcido a la izquierda y una equis dibujada a trazos rápidos. Buscó información utilizando el ordenador. Probó varios buscadores y bancos de tipografías: todo sin éxito. Nada se parecía a aquellos extraños símbolos. Pensaba que podía ser algún idioma de Asia Central, como el kazajo. Quizá alguna lengua muerta de Oriente Medio. O simplemente el invento de algún psicópata. No obtuvo resultados. Cerró el portátil bastante molesto, abrió una cerveza y conectó el televisor. El audio sonaba impecable, pero la imagen era defectuosa; hacía años que nadie lo utilizaba. Desconectó el enchufe y se asomó por la ventana para tomar el fresco.
De noche aquel lugar mostraba mucha vida. La primavera regalaba a la ciudad sus mejores temperaturas nocturnas y la ventana hacía las veces de televisor, contando historias extrañas: en la calle un chico rasgueaba la guitarra y le cantaba a su novia una romántica copla de carnaval. Él no desafinaba demasiado y ella escuchaba con indiferencia. Lucía unos senos elevados y el tatuaje de un dragón que le abrazaba la cintura y se alargaba hasta el hombro. La chica puso sus uñas de porcelana sobre las cuerdas cortando al muchacho. Aparentaba estar bastante enfadada y empezó a echarle en cara viejos asuntos que al parecer tenían pendientes y él creía poder zanjar imitando a un juglar del Medievo. Ella acabó marchándose sin decir adiós y él se quedó planchado, acariciando las cuerdas de su guitarra, brillantes y con seguridad compradas aquel mismo día para la ocasión. Escupió un «puta» con la ira de un león y se alejó en dirección contraria casi llorando.
