El final del bosque - María Fasce - E-Book

El final del bosque E-Book

María Fasce

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Beschreibung

Premio de novela Café Gijón 2024«Una novela de indudable solvencia formal e innegable vuelo estilístico, grande en el cómo y en el qué […]. Os enamoraréis de la voz de Lola». Del acta del jurado Lola acepta la propuesta de sus hermanos de pasar una temporada en el bosque mítico de su infancia: ya no son niños, pero han perdido a los padres y el reencuentro puede ser reparador. Juana, imperturbable y sobreprotectora como la madre, vela por una armonía imposible mientras Andrés, el pequeño, rebelde y sobreprotegido, quiere tomar las riendas de la familia. Lola es la mayor y la más frágil, apenas habla, aunque ya nadie la escucha sino el joven vecino con el que se encuentra en secreto a la hora de la siesta. Hasta que un brutal incidente cambia el rumbo de los acontecimientos. El silencio ha gobernado siempre a la familia, heredado de padres a hijos, réplica de una sociedad que prefirió callar demasiadas cosas. Pero tarde o temprano la verdad tendrá que salir del bosque. «Bajo la pluma elegante y ligera de Fasce nos examinamos a fondo». Josyane Savigneau, Le Monde «Una escritora que sorprende en el panorama de la literatura argentina […]. Con una feroz ironía, pero sin perder la delicadeza». Silvina Friera, Página 12 «Recuerda a Katherine Mansfield […]. Una música simple y sofisticada se oye en María Fasce».Luciano Piazza, Radar Libros

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Seitenzahl: 201

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Esta edición ha contado con el patrocinio de

Edición en formato digital: enero de 2025

En cubierta: Gregory Crewdson, Sin título (1998-2002) © Gregory Crewdson

© María Fasce, 2025

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10415-41-6

Conversión a formato digital: María Belloso

Acta del Juradodel Premio Café Gijón 2024

Reunido el jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón, compuesto por Pilar Adón (a través de videoconferencia), Ricardo Menéndez Salmón, Gioconda Belli, Marcos Giralt Torrente y Mercedes Monmany, en calidad de presidenta, y actuando como secretario Ricardo Onís Romero, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, acuerdan por mayoría conceder el Premio Café Gijón 2024 a la novela El final del bosque de la escritora María Fasce.

Obra de indudable solvencia formal y de innegable vuelo estilístico, El final del bosque es una novela que indaga en asuntos como el desarraigo, la frontera entre razón y locura o las servidumbres y miserias familiares al tiempo que perfila el marco de un dilema moral donde sus protagonistas, tres hermanos reunidos en un espacio, una casa en un bosque, que los devuelve al misterio y fascinación de la infancia, buscan el modo de reconciliar sus contradicciones sin destruir el acervo de una memoria sentimental compartida. Os enamoraréis de la voz de Lola.

Asimismo, el jurado ha decidido reconocer como finalista la obra Parabere, de Andrea Cabrera Kñallinsky y Aldo García Arias.

Parabere es una novela que se lee con gran fascinación, con un gran placer innegable, como los platos de los que habla. La historia nos traslada a la vida de una familia, pero sobre todo de una mujer excepcional, a contracorriente de lo que era el papel destinado a una mujer en la primera mitad del siglo pasado, determinada a llevar a cabo un gran proyecto personal y empresarial, dedicada al arte culinario. Inaugurando un célebre restaurante en el Madrid de la Guerra Civil, María Mestayer, conocida como la Marquesa de Parabere, tuvo encuentros a través de su arte culinario con los personajes más célebres de su época, como Ernest Hemingway, Dionisio Ridruejo y otros. Pespunteada de numerosas recetas que publicó en vida, la novela mezcla la historia de España con lo más atractivo de la gastronomía.

Café Gijón, en Madrid, a 10 de septiembre de 2024

PILAR ADÓN

GIOCONDA BELLI

MARCOS GIRALT TORRENTE

RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

MERCEDES MONMANY

RICARDO ONÍS ROMERO

 

«Día tras día el silencio cosecha sus víctimas».

NATALIA GINZBURG, Léxico familiar

«Una persona solo puede hacerte daño si la quieres».

ELENA FERRANTE, La niña perdida

«Qué delicada locura hay en mí. Llega con el atardecer y es tan extraña como el estremecimiento de una hoja en un árbol cuando no hay viento».

PATRICIA HIGHSMITH, Diarios y cuadernos

1

El perro ladraba desesperado. Ernesto ya tendría que haberlo sacado a pasear, eran más de las seis. Me detuve en mitad de la escalera cuando Andrés abrió la puerta: llevaba los guantes de lavar los platos manchados de sangre.

—¿Qué pasó?

—Llueve a cántaros —dijo avanzando con las bolsas del supermercado.

Juana secaba la sopera y se le cayó de las manos. Se quedó rígida, ni siquiera fue a buscar la escoba y por un segundo la vi bizca.

—Andá a limpiarte enseguida —le ordenó—. Poné toda tu ropa a lavar. Y dame esos guantes.

Él obedeció. Juana les prendió fuego en la pileta y abrió la ventana para que se fuera el olor a goma quemada.

—¿Qué pasó, Andrés? —insistí perpleja.

—Nada.

Seguían los ladridos y me asomé a la ventana del salón.

—¡Ernesto! —grité.

Estaba tendido en el camino, el perro daba vueltas a su alrededor. Cuando corrí a abrir la puerta Andrés me tironeó de la ropa arrastrándome hacia adentro y cerró con llave. Volví temblorosa a la cocina.

—Atropellaron al vecino, Juana. Hay que llevarlo al hospital.

El calentador de agua lanzó un pitido que nos hizo saltar. Ella llenó el termo, barrió los trozos de la sopera y los tiró a la basura. Después fue con un trapo hasta la puerta, frotó la llave y el picaporte de los dos lados, puso el trapo en el lavarropas y se sentó con la matera. Andrés bajó con una camisa y un pantalón limpios.

—Llamemos a la ambulancia —dije, pero ella le pasó el mate.

I

2

Era la hora en que enloquecían los pájaros. Un cartel de madera daba la bienvenida al «Bosque de Peralta Ramos, Reserva Forestal». A los lados del camino se alzaban los mismos pinos y eucaliptus de la infancia, pero nosotras no éramos las mismas; las casas, abandonadas y derruidas, tampoco. Habían clausurado la cabaña del té, unos tablones atravesaban las ventanas polvorientas. El olor mentolado me trajo la imagen de mamá desplegando el mantel en el pasto, caperucita roja, el lobo feroz, Andrés escondido.

—Queda en Los Patagones —dijo Juana.

Las calles tenían nombres de indios o de flores. Es domingo, recordé, porque esa mañana antes de venirnos Juana había ido a misa.

—Ahí está —señaló un chalet con techo de troncos y un enano en el césped. Se miró en el espejo del parasol y se arregló el pelo antes de bajar.

Andrés vino hasta nosotras agitando los brazos: «¡Hermanita!». La hizo dar vueltas en el aire. A mí solo me abrazó. Me dejé envolver por su olor a colonia y tabaco y la suavidad del lino de su camisa. Se alejó un paso para mostrármela.

—Es la que me trajiste la última vez.

La había estrenado el día del funeral de papá. Ahora colgaba de su cuello un rosario: un accesorio de moda, o quizá se había vuelto religioso como Juana. Sacó del baúl la enorme valija de mi hermana y la apoyó junto al auto.

—¿Para qué tanta ropa si apenas nos vamos a quedar unas semanitas?

—La de Lola pesa más, está llena de libros —dijo ella.

Una camioneta se acercó levantando una polvareda y se detuvo del otro lado del camino. Bajó una anciana que nos saludó con la mano. Parecía muy frágil hasta que cargó dos bolsas de la compra en cada brazo y abrió la puerta de su casa.

Humedad, yodo, encierro. No es un sabor sino un olor lo que más rápidamente nos lleva al pasado: una niña leyendo con la cara apoyada en las manos en la mesa del salón de otra casa de Mar del Plata. En este había una chimenea, un sofá y dos sillones tapizados de flores frente a una estantería con portarretratos y un televisor encendido. Una locutora daba el parte meteorológico señalando las distintas zonas del país: soleado y fresco en la costa; en el noreste, altas temperaturas y amenaza de sequía, las lluvias se concentraban en la Capital Federal, con el conurbano inundado. Oí las voces de mis hermanos en la planta superior y subí por la escalera jalonada de insípidos cuadros marinos iguales a los que colgaban de las paredes del salón. Quizá el dueño era como mamá, que destinaba a la casa de las vacaciones cuadros que la avergonzarían en la de la ciudad: una chica con una mandolina, un arlequín; acá, playas con veleros y nubes escolares.

—Te dejamos esta que tiene escritorio. —Juana pasó una mano por la madera para comprobar si había polvo.

La habitación era rosa, como si mamá la hubiera hecho pintar para mí.

—¿Cómo le va a Felipe en la universidad? —dijo Andrés sentado en la que iba a ser mi cama.

—Bien, ya está en segundo año…

—Desempacá rápido que tengo la cena lista —me interrumpió y cuando se levantó, Juana estiró la colcha—. Nosotros vamos poniendo la mesa.

Me asomé a la ventana que daba a la casa vecina. A la izquierda, un pino lejano y a la derecha, el porche contiguo y el camino. Inspeccioné los otros cuartos. Juana había dejado su camisón doblado sobre la almohada y la valija abierta, su ventana daba al otro lado y solo se veían árboles y algunas casas. El de Andrés era el único con cama doble, la que había ocupado con Silvia hacía dos veranos. Fue él el que tuvo la idea del bosque. Yo había viajado a Buenos Aires para reacondicionar mi departamento, así podría seguir alquilándolo mientras no me decidiera a venderlo ni a volverme a vivir a la Argentina. Pensaba teletrabajar una temporada, supervisando la refacción, pero a los pocos días los martillazos y la cumbia de los obreros me desalentaron. Delegué mi tarea en mi amiga Ana y empezaba a mirar vuelos de regreso a Madrid cuando llegó el mensaje de Andrés a nuestro chat familiar: «¿Y si alquilamos una cabaña en el bosque y nos vamos unos días?». Siempre había sido uno de ellos dos el que proponía un juego.

3

Juana echó los ravioles en el agua burbujeante y me acerqué a la sartén para aspirar el aroma de la salsa.

—La receta de la tía Mari —dijo Andrés revolviendo con la cuchara de madera.

Tácitamente nos adjudicamos los lugares en la mesa: él en la cabecera, Juana a su izquierda, yo a su derecha. Juana sirvió los platos, el de Andrés y el mío hasta rebasar, el de ella no, como hacía mamá, temerosa de que faltara comida aunque siempre sobrara.

—¿Nos abrimos un vinito? —Andrés descorchó una botella y llenó hasta arriba mi vaso y el suyo, Juana no bebía. Nos pasó un bol con el queso—. El parmesano, indispensable. Es el hormigón que liga los ingredientes permitiendo que conserven su sabor y potenciándolos. Necesitamos un parmesano en esta familia y voy a ser yo. —Se rio y se acabó el vino.

En la televisión un conductor de traje brillante y ancha corbata fucsia daba paso a una periodista en exteriores. Qué mal se vestían los comentadores, incluso las modelos que aparecían en los anuncios callejeros. Todo el país se había degradado, el mal gusto llegaba hasta las tipografías de esos carteles bajo las imágenes duplicando lo que veías y escuchabas. La periodista se acercaba a unos ancianos en la puerta de un asilo: habían hecho una inspección y lo cerrarían en una semana por incumplimiento de las normas de higiene. Los viejitos se manifestaban porque no tenían adónde ir.

—Así voy a terminar yo —bromeé—. Quién sabe dónde va a estar Felipe y quién me va a cuidar.

—Yo, por supuesto —dijo mi hermana con la satisfacción con la que presentaría a una paciente el tranquilizador resultado de un análisis temido. Me cuidaría también de vieja, como había cuidado a nuestros padres. Para eso había venido al bosque, ni su hija universitaria ni su marido millonario la necesitaban, nosotros sí.

La conversación se detuvo, estudiábamos nuestras caras. Andrés tenía algunas canas, nosotras las teñíamos. Mi tintura viraba al rojo a diferencia de la de Juana, de mejor calidad. Las comisuras de su boca se alejaban hacia las orejas dándole un aire de tiburón. Ya en el viaje en auto lo había notado pero no me atreví a preguntarle. En nuestra familia había cosas de las que no se hablaba: cirugías estéticas, sexo, depresión. Afuera cantaban los grillos. De niña ese sonido metálico me hacía imaginarlos de color plateado hasta que papá me mostró uno, igual a una cucaracha.

Andrés me miraba con ojos opacos. Su nariz era ahora ganchuda; la de Juana, en cambio, se había respingado como su carácter, el mismo de mamá. También había heredado sus palabras y gestos, como ese de cruzarse el saco y los brazos sobre el pecho.

—Está refrescando —anunció y se levantó a cerrar la ventana.

—Vengan que les muestro el jardín —dijo entonces Andrés.

4

Aparté el olor de los eucaliptos y jazmines y aparecieron la sal, las algas, el mar que estaba tan cerca. El cielo se llenó de estrellas, mi hermano nos abrazó y por primera vez desde esa mañana me sentí tranquila. Nuestra imagen desmentía los temores de mi amiga Ana. «¿Estás segura de lo que hacés?», me había preguntado cuando me devolvió el coche aferrada a un gato hirsuto que le lamía la cara y que me arañó cuando me subí al asiento del conductor. Las mujeres sin hijos se vuelven egocéntricas y desconfiadas, depositan todo su afecto en un animal doméstico al que consienten los caprichos y crueldades que critican en los humanos.

—Entremos que nos vamos a resfriar —dijo Juana y la seguí.

Guardé el agua y el queso en la heladera. Tiras de asado, chorizos y yogures convivían con una lechuga enrulada, esas manzanas rojas de Blancanieves que solo se ven en Argentina y muchas latas de cerveza. Cuando llevé los platos sucios a la pileta Juana me detuvo.

—Andá a acostarte nomás que yo termino.

Saludé a Andrés desde la ventana, la punta de su cigarrillo brillaba en el aire como una luciérnaga. Le di a Juana el beso de las buenas noches. Ya no la escucharía por hoy. El viaje desde Buenos Aires me había agotado, mis silencios despertaban su alerta, debía esforzarme en la réplica, buscar a mi vez otra anécdota o chisme. La ropa era un buen terreno, ella respondía animada pero luego cambiaba de tema: ¿No creía yo que Silvia debía operarse la nariz? No, había dicho yo, esa nariz cifra su personalidad. A Silvia no le importaban los modales ni la moda, siempre se vestía de negro y se reía de cosas distintas de las que nos reíamos nosotras. «Parece que se pelearon», añadió entonces Juana. «Y Andrés está alterado». No pregunté nada y ella acabó por dormirse con la cabeza apoyada en la ventanilla. Me acordé de un gesto de mi hermano en el funeral: apartarle a Silvia un mechón de la frente y ponérselo detrás de la oreja.

Muy cerca ladraba un perro. Me quité la ropa y me miré en el espejo del armario. Gorda y blanca: así me había contado un escritor que definían a las mujeres bellas en Marruecos, al revés que en Argentina. Me puse el pijama y me deslicé entre las sábanas primero frías y luego cálidas por el peso de la manta. Solo debía alcanzar el vaso de agua y el pastillero en la mesita de luz. Las pastillas tenían de un lado una zeta grabada y del otro una ranura central para partirla. Me tragué una entera y oí la voz de un hombre bajo mi ventana.

—¡Ey! Mi casa no es un cenicero. Me la paso juntando tus puchos.

—¿Cómo estás seguro de que son míos si vos fumás los mismos, hijo de puta? —dijo Andrés escupiendo las palabras.

El perro ladró otra vez y él cerró de un portazo.

5

Caminé por Tupac Amaru, Los Puelches, Caupolicán. Luego perdí la orientación como cuando era chica. Ahora conocía los nombres de los árboles: magnolios, robles, pinos, eucaliptos. Vi una liebre, acaricié la hierba. No finjas, me dije, tu exmarido te llevó a vivir al campo y casi te mata la tristeza. Pero el bosque era solo una pausa, no un destino. Nada en él aseguraba la supervivencia, no había frutas ni verduras, ni gallinas o cerdos. Sabías que debías volver a la ciudad en algún momento, aunque solo fuera para alimentarte. Entonces me di cuenta de que iba sin bolso, sin teléfono móvil, sin nada más que la llave de la casa en el bolsillo, liviana y ágil. Quizá la liberación femenina empezara por prescindir del bolso. Fuera teléfono, maquillaje, preservativos, dinero, pañuelos, lápices, libros, cuadernos, pañales. En el bar de Belgrano en el que me había encontrado con Ana habían unificado el baño de mujeres con el de inválidos: tenía las barras metálicas a los lados del inodoro y también el tablero abatible para cambiar bebés.

Reconocí el claro bajo los pinos, los troncos que formaban un círculo. Allí nos habíamos cobijado una tarde en que nos sorprendió al mismo tiempo la lluvia y un primo que había llegado desde otro balneario más al norte. Nunca lo habíamos visto, era el hijo de una tía de papá que vivía en Bahía Blanca. Se llamaba César y apenas llegar a nuestra playa hizo dos cosas, mostrarnos sus acrobacias y burlarse de cómo hablaba Andrés. Juana y yo le pedíamos nuevos trucos, él se ponía las piernas arriba de la cabeza y caminaba con los codos por la arena mientras Andrés lo miraba con odio. «Vayamos a merendar al bosque», propuso mamá incluyendo al flamante primo. Cuando llegamos había dejado de llover. Bajamos la canasta y pusimos la mesa en medio de esos troncos, el mantel de hule y los vasos de plástico, las medialunas en su bandeja de cartón. «¿Y Andrés?», preguntó mamá. Miramos a nuestro alrededor y finalmente lo vimos asomado detrás de un árbol a pocos metros. «Tengo una cocha que no t’imaginach», gritó, alzó una piedra y la arrojó. La piedra pasó a un milímetro de nuestro primo, que en una nueva acrobacia se había agachado. Hubo un segundo de estupefacción, después César se rio y mamá empezó a servir las medialunas y el mate.

6

Juana había puesto mis pantuflas una junto a la otra. Akutagawa cuenta en Los engranajes que las dejaba bajo la cama pero siempre encontraba una en el baño. Estaba seguro de que alguien la había puesto allí para que creyera que se había vuelto loco; o quizá estaba loco, como su madre, que enloqueció ocho meses después de que él naciera.

También era obra de Juana la cama tendida con la colcha tan tirante que podía lanzar una moneda y verla rebotar. Me acosté mirando el techo, atenta a los sonidos, igual que en las siestas de verano mientras mis hermanos dormían. Ese perro otra vez, pasos abajo, en la cocina, un murmullo de hojas, pájaros. Primero los trinos eran uno solo y luego distinguía unos de otros como las voces de un coro.

7

Andrés quiso probar mi auto como cuando íbamos al parque de diversiones y se subía a todos los autitos chocadores. Agarró dos cervezas de la heladera y me ofreció una.

—Gracias, ya sabés que no me gusta la cerveza.

Nos subimos y me puse el cinturón de seguridad: él no, hasta que el pitido de la alarma se hizo insoportable.

—Papá tenía un coche igual a este, azul metalizado, ¿te acordás? —Conducía en ojotas, los dedos como garras asomaban por los pantalones.

—Vas demasiado rápido —le dije—. Todavía estamos en el bosque.

—Pero yo manejo bien. ¡Qué mal manejaba papá! ¿Te acordás?

Me acordaba. En este mismo trayecto pero en dirección contraria, cuando volvíamos de la playa, papá frenaba y aceleraba por espasmos, como si cabalgáramos, siguiendo la fila eterna de autos. Ahora apenas había unos pocos.

—Vi el mar primero —Andrés señaló adelante como en nuestro juego de los veranos, en el que siempre mentía.

El mar tardó unos segundos en aparecer, con el sol rojo hundiéndose en el agua. Bajé la ventanilla y entró el aire salado.

—¿Dónde cursaba Silvia Planetología? —pregunté, y sus manos se aferraron tensas al volante.

—Cerca de la parrilla Perales.

—Planetología… Parece un curso inventado. ¿Ya lo terminó?

No contestó y dobló velozmente en una esquina, casi se lleva por delante a una señora.

—¡Mirá por dónde vas! —le gritó asomando la cabeza y luego anunció que íbamos a cargar nafta.

«Está alterado», había dicho Juana. Mientras el empleado de mameluco naranja nos llenaba el tanque aspiré el olor a gasolina. Cuando éramos chicos Andrés lo esnifaba ruidosamente.

—Buen auto —dijo el hombre.

—Es de mi hermana —aclaró Andrés.

—Este auto va a vivir más que usted —dictaminó el otro tras examinarme por la ventanilla.

8

Delante del supermercado, mujeres con niños en brazos y chicos de camisetas rotas y rodillas sucias pedían una moneda o que les compráramos algo de comer.

—Cada día son más… —dijo Andrés. Agarró un carrito y nos paseamos entre las góndolas llenándolo de leche, fideos, arroz, café.

»En ninguna parte del mundo hay tantas galletitas. —Eligió un paquete de merengadas y otro de chocolinas y fuimos a la carnicería a comprar chorizos, mollejas y unas morcillas para el asado.

La chica que despachaba en la verdulería se iluminó como un letrero al verlo, dos mujeres de batón floreado que hacían la cola le sonrieron, se pasaron la mano por el pelo y me miraron curiosas, sin celos, adivinando que éramos hermanos. Él apretaba los tomates para comprobar si estaban demasiado maduros y nadie le llamaba la atención a pesar del cartel «No tocar».

—¡Mirá la sandía, qué buena!

—Nunca me gustó la sandía.

—No te gustan muchas cosas, ¿no? —Se acercó a la verdulera, que se ajustó el cinturón del delantal—. Hola, preciosa.

—¡Hola, Andrés! ¿Qué llevás hoy?

—Un kilo de tomates y otro de uvas. —Se volvió hacia mí y me susurró—: Mejor no llevar demasiado, así tenemos todo fresco.

Podíamos evitar una visita dentro de tres días pero fuera de la temporada veraniega las camareras y dependientas de supermercados proveían las únicas oportunidades de ligar. También la cajera lo saludó efusivamente. Pasó nuestras provisiones por la cinta magnética y cuando me adelanté a pagar, Andrés me apartó ante la mirada extasiada de la chica y sacó la tarjeta de crédito, que tenía el nombre de papá.

9

De pronto se había hecho de noche y muy cerca ululaba un búho.

—Es la lechuza de los campanarios, una especie típica del bosque —me instruyó Andrés y giró la cabeza buscándola.

Yo le señalé unas ventanas iluminadas.

—Parece que hay más gente… Leí que hasta hace poco vivía un militar. Estuvo dos meses, después ya no le permitieron prisión domiciliaria y lo mandaron a Campo de Mayo…

Me lanzó una mirada que traduje: llegás de España y te ponés a sacar los trapitos sucios del país, te hacés la zurda. Un perro salió al camino y él aceleró. Creí que lo había atropellado hasta que oí los ladridos, los mismos de la noche anterior.

—Vamos a visitar a la vecina —dijo apagando el motor—. A ver si necesita algo.

10

Las grandes gafas, la bata de matelassé y las chinelas contradijeron nuevamente aquella imagen vigorosa de la mujer que cargaba las bolsas y empujaba la puerta de su casa. Andrés la saludó con una reverencia y se ofreció a hacerle las compras, pero ella se negó como si la propuesta la ofendiera. Entonces él se llevó la mano a la frente:

—¡Sal gruesa! Nos olvidamos de comprar la sal para el asado.

—Enseguida les traigo —dijo ella.

No nos había hecho pasar, pero Andrés entró al salón. Se paró delante de la ventana y miró la calle desde un extremo y el otro, después se sentó en la mecedora con los ojos fijos en el camino. Cuando reapareció la mujer, se levantó de un salto. Ella iba a decir algo y le señalé los cuadros de la pared.

—Los mismos que hay en nuestra casa. —Paisajes de playa algo mejores que los nuestros, de una etapa posterior del mismo pintor mediocre.

—Los pinta Ernesto, el vecino de enfrente. Es el artista de Peralta Ramos, todos le compramos algún cuadro acá.

Me entregó el táper y Andrés me pasó el brazo por el hombro.

—¡No nos presentamos, señora! Esta es mi hermana Lola. Y yo soy Andrés. —Hizo otra reverencia.

La mujer frunció los ojos miopes.

—Yo soy Teresa, ya nos conocíamos. Viniste hace dos veranos y festejamos el año nuevo en casa de Ernesto.

11

—¡El artista de Peralta Ramos! —me burlé pero Andrés no se rio, todavía seguiría enojado porque yo había puesto más empeño en conocer las noticias morbosas del bosque que su rica fauna.