El fraude perfecto - Ellen LaCorte - E-Book

El fraude perfecto E-Book

Ellen Lacorte

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Beschreibung

UN THRILLER PSICOLÓGICO ADICTIVO EN EL QUE LOS DESTINOS DE DOS MUJERES, AMBAS CON OSCUROS SECRETOS, SE CRUZAN EN UN ENCUENTRO INESPERADO QUE SUMERGE SUS VIDAS EN EL CAOS. MIENTRAS TANTO, EL FUTURO DE UNA NIÑA ENFERMA PENDE DE UN HILO. Ser madre es duro. También lo es ser hija. Cuando la conocemos, Claire está esquivando las llamadas de su madre, la famosa vidente y curandera Miss Madeline, a la que acuden clientes de todos los estados y hasta del extranjero. Claire trabaja en el negocio familiar y también se hace llamar vidente, pero en realidad no tiene «el don familiar», y se considera a sí misma un fraude. Mientras tanto, en la otra punta del país, la joven madre Rena tiene sus propios problemas familiares. Está divorciada y su hija de cuatro años, Stephanie, sufre problemas estomacales aparentemente incurables. No importa a cuántos especialistas la lleve, no importa cuántas publicaciones en su blog para mamás La lucha de Stephanie, la niña cada vez está más enferma. Cuando Claire y Rena se encuentran por casualidad en un avión, sus vidas cuidadosamente construidas comienzan a tambalearse. ¿Pueden estas dos mujeres tan diferentes ayudarse mutuamente? ¿Y pueden ayudar a Stephanie antes de que sea demasiado tarde? Esta es la historia de un fraude perfecto.

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Seitenzahl: 431

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El fraude perfecto

Título original: The Perfect Fraud

© 2019 Ellen LaCorte

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia

 

ISBN: 978-84-9139-524-9

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Agradecimientos

Notas

 

 

 

 

 

 

Para Michael,

para siempre

1

 

Claire

 

 

 

 

 

—¡Claire, te está vibrando el teléfono! ¡Otra vez! —grita Cal.

No llevo nada encima cuando salimos a correr, y mi novio, Cal, que se lamenta de su papel de sherpa personal, suele llevar los bolsillos llenos de cosas, como caramelos de menta, pañuelos de papel y mi teléfono, además de cualquier otra cosa que pueda necesitar él.

—¿Quién es?

—Tu madre.

—¡Cuelga, cuelga, cuelga! —le grito por encima del hombro.

Como mínimo, las conversaciones con mi madre son voleas forzadas del tipo: «¿Cómo estás?», «Estoy bien». «¿Qué tal tú?», «Bien». «¿Qué tal papá?», «Descansando». «Me alegro». «Vale». «Tengo que colgar». «Yo también». «Adiós». «Adiós».

A veces, sin embargo, como su estado natural por defecto es de preocupación —estado exacerbado por la larga enfermedad de mi padre—, sus llamadas telefónicas están plagadas de preocupaciones exageradas e infundadas hacia mí, su única hija.

Dado que mi madre es vidente, como lo era su madre y la madre de su madre, sus dos llamadas semanales suelen estar salpicadas de mensajes del más allá: no te acerques a ningún coche verde el día diez; tu tatarabuela dice que deberías ir al dentista a que te mire la muela posterior del lado derecho; tira los pantalones rojos (por el peligro de incendio)… Como no estaba segura de si esa última era en realidad la predicción de un desastre, o que los pantalones en mi cuerpo de metro setenta y siete me hacían parecer un payaso corriendo con zancos de colores, por pura testarudez, tras esa llamada, me puse esos pantalones durante seis noches seguidas, con todas las velas de nuestro apartamento encendidas, y no sufrí ninguna catástrofe.

Miss Madeline, como es conocida mi madre, es una especie de celebridad en la Costa Este. Hace de todo: adivina el futuro con el tarot; se comunica con espíritus fallecidos mediante sesiones de espiritismo, y realiza predicciones médicas en las que escanea el cuerpo del cliente con la mente para identificar zonas afectadas por alguna enfermedad. Lo único que no puede o no quiere hacer es leer el aura. Dice que todos los dispositivos electrónicos que lleva la gente encima últimamente interfieren en los campos energéticos y que eso le impide ver con claridad los colores que sobrevuelan sus cabezas.

Vienen clientes de todos los estados y, con mucha frecuencia, de otros continentes para tener la oportunidad de sentarse frente a ella. No es solo para saber si el vago de su yerno podrá hacer frente a la pensión de los niños impuesta por el juez para que su hija, igual de inútil, y sus dos nietos hiperactivos no tengan que vivir con ellos hasta que se les pase la última oportunidad de irse a vivir a la costa oeste de Florida y tener al fin algo de paz, por el amor de Dios. Mi madre también es una curandera venerada que ha perfeccionado sus habilidades en el opulento jardín de hierbas medicinales que posee en la casa de un barrio de Filadelfia donde aún vive y pasa consulta. Puede pasarse horas hablando de las virtudes de la leche de cabra frente a la de vaca, o debatir ferozmente sobre si los beneficios de una existencia sin gluten son más una moda que un hecho demostrado. Así que, además de asegurarles a la abuela y al abuelo que el universo predice un traslado a climas más cálidos (y lejos de su caprichosa progenie), mi madre también puede venderles raíz de kava kava para infusionar, beber y calmar sus nervios de punta.

Por supuesto, como se me ha dicho desde que tengo uso de razón, se espera de mí que continúe con el don familiar.

Tres días a la semana leo el tarot y proporciono «orientación extrasensorial» en el Refugio Místico, el séptimo u octavo —he perdido la cuenta— de una serie de empleos con nombres como El Rincón Espiritual de Sandi, el Centro del Alma y Círculo Psíquico. Antes de mudarnos a Sedona, Arizona, trabajaba en Toma Té y Verás, una tienda de Phoenix ubicada en Central Avenue especializada en la lectura de las hojas de té, pero que en realidad era una tapadera para el próspero negocio de drogas del dueño, que vendía unas hojas totalmente diferentes.

—He pulsado «rechazar» seis veces ya, pero sigue llamando.

—Bien. Pues vuelve a hacerlo.

—A lo mejor es importante —me dice Cal.

—Pulsa «rechazar», por favor.

Como mi madre sigue intentándolo, doy por hecho que estará inmersa en uno de sus estados alterados y me niego a perder lo que será más de una hora al teléfono escuchándola hablar de una visión que ha tenido en la que un zorro o un puercoespín, no sabría decir cuál de los dos, me salvaba de unas arenas movedizas, o que me preguntara si había leído el artículo sobre las propiedades reconstituyentes de la corteza de Ulmus rubra, que llegó a nuestro buzón a principios de semana. Había subrayado un párrafo —en morado fluorescente— sobre la «digestión lánguida». Esto fue después de que me hubiera quejado de un dolor de tripa, aunque estaba bastante segura de que mi incomodidad se debía a una enchilada de pollo picante y muchos cócteles margarita, detalles que evité mencionar.

Salto por encima de un higo chumbo medio comido por los jabalíes, hecho que queda constatado por la peste que hace que me lloren los ojos. Imagino que habrán marcado el terreno y habrán estado desayunando por allí, probablemente en la última hora. Solo espero que hayan seguido sus incursiones en busca de comida por los cubos de basura del vecindario o que estén dormitando debajo de algún mezquite.

Oigo que Cal tropieza varios metros detrás de mí. Va muy echado hacia delante y tiene poca elegancia. Yo hacía carreras de vallas en el instituto, lo que me enseñó a calibrar dónde poner el pie y a evitar las zancadas indecisas a la hora de enfrentarse a un obstáculo; como el agave contra el que, a juzgar por la ristra de tacos, Cal acaba de estrellarse en vez de saltarlo por encima.

—¡Ten cuidado! —le grito, riéndome.

Esta mañana hemos decidido salir a correr por Little Horse, una senda que la mayoría de la gente evita después de un aguacero, cosa que no entiendo porque es precisamente entonces cuando más ganas tengo de venir. Tras las lluvias de anoche, los arroyos polvorientos están desbordados y llenan el camino de deslumbrantes cataratas en miniatura. Es un recorrido que podemos hacer antes de ir a trabajar, porque nunca tomamos el tramo lateral hasta Chicken Point, dado que ahí es donde las excursiones de Pink Jeep dejan a sus clientes. Ya tengo bastantes turistas en la tienda durante el día, con sus deportivas blancas, sus enormes pendientes de botón hechos de cristal imitando el diamante y esas sudaderas tan horteras en las que se lee: HE VENIDO CONDUCIENDO DESDE BOBBIE’S BEANERY EN TOPEKA Y AÚN ME QUEDA GASOLINA EN EL DEPÓSITO.

Además, he oído la cantinela de los conductores de Pink Jeep tantas veces que probablemente podría llevar a un grupo. Primero dan marcha atrás con el jeep casi hasta el borde de la meseta para que las mujeres chillen al imaginarse que se despeñan. Después, cuando todos se han bajado ya, el conductor grita: «¿Quién quiere una foto saltando?», y todos los niños hacen cola. Cuando hace la foto, ellos saltan todo lo alto que pueden para que parezca que están suspendidos en el aire sobre el barranco. En realidad tiene solo unos diez metros de altura, pero es una foto impresionante que mostrar a los amigos en Minnesota.

Un lagarto atigrado cruza corriendo el camino, aunque su cuerpo marrón anaranjado casi se camufla con todo el polvo rojizo que levanta a su paso. Se cuela debajo de un arbusto de creosota que hay en la base de un enebro nudoso.

Al doblar la última curva del sendero, estoy a punto de estrellarme con una familia de excursionistas. Sé que son familia por las camisas rojas de manga corta con letras blancas en la pechera en la que se lee: MALOVECKIO, VIVE LA AVENTURA,2018. Desde luego no son de aquí. No llevan gorra, llevan camisetas sin mangas y chanclas. La chica viste una camiseta de encaje, lleva pestañas postizas, pendientes que le llegan hasta los hombros y los labios pintados de un marrón oscuro. El hombre mayor (el padre, imagino), tiene las mejillas rojas y está sudando; su calva reluce como el asfalto en un día de calor. Una mujer (la madre) y otro muchacho más joven (el hijo) van detrás. Me dan ganas de arrancarle el teléfono de la mano a la hija, llamar a emergencias y después devolvérselo. De ese modo, estará preparada para salvarle la vida a su padre cuando se derrumbe en el suelo por un golpe de calor.

—El teléfono, Claire. Venga. ¡No para de llamar! —me grita Cal, y entonces le oigo entablar conversación («Qué día tan bonito para ir de excursión»; «Quedan tres kilómetros hasta la cima», «Refresca por la noche») con los Maloveckio mientras bordea su caravana. Aunque no hago más que rogarle que no se pare a hablar con la gente, le he llegado a ver mantener una conversación de quince minutos con el tipo que nos entrega los paquetes de UPS. Observé la escena desde la ventana del salón e imaginé que estarían hablando sobre los gastos desmesurados de los envíos. Cuando salí para recordarle que solo nos quedaban diez minutos para llegar al cine a tiempo, interrumpí la historia del repartidor sobre el apego que su hija sentía hacia su conejo, que, a los casi once años, acababa de morir, dejando a su niñita destrozada. Cal, asintiendo con empatía, dijo que era una vida muy larga para un conejo y deseó que su hija se recuperase pronto. También le aconsejó no reemplazar al conejito todavía, para permitir un periodo de duelo.

—¡Está bien! —le grito—. La llamaré cuando llegue a la tienda. Vamos a terminar esto, ¿de acuerdo? Parece que estás a punto de desmayarte. —Miro hacia atrás para confirmar lo que ya sabía que vería: Cal, con la cara roja e hinchada y la camiseta azul marino pegada al pecho. Como ese pequeño motor que lo intenta y lo intenta y está a punto de no poder—. Solo ochocientos metros más —le digo en un tono que espero que suene alentador, aunque sospecho que me sale condescendiente y reprobador.

Oigo un quejido a mi espalda.

Llegamos al aparcamiento de grava y Cal se dobla hacia delante para llevarse las manos a las rodillas y recuperar el aliento. Desde ahí se puede ver el cielo, de un azul turquesa inmaculado salvo por la nube de humo blanco que deja un avión a su paso.

—Buena carrera —me dice con un soplido y una sonrisa. Lo dice con sinceridad, aunque su respiración tardará otros veinte minutos en estabilizarse y esta noche irá cojeando por una distensión muscular en una o ambas pantorrillas. Lo dice en serio porque sabe que me encanta correr y porque me quiere.

Cinco cosas sobre Cal:

Una, Calloway Parker Reinberg es el nombre que figura en su partida de nacimiento, reflejo de la pasión de sus padres por el jazz, en particular el scat y el be-bop.

Dos, Cal nació circuncidado, algo inusual, que en la religión judía indica que el bebé será bendecido con un potencial ilimitado. Sus padres se alegraron enormemente cuando les presentaron a su bebé sin prepucio. En su momento, como ambos eran optimistas y creativos, se mostraron convencidos de que el niño, favorecido con un futuro brillante y con las iniciales CPR[1], lograría resucitar su matrimonio en ruinas. Pero no fue así.

Tres, Cal soñaba con convertirse en psicólogo y acababa de empezar un máster en la UCLA justo antes de conocerme, hace cinco años, en Taste of the Maze, una cata de vino y cerveza celebrada en un laberinto de un campo maíz de tres hectáreas. Probablemente aún haya asistentes ebrios deambulando por el laberinto en busca de la salida.

Cuatro, Cal es más generoso, amable y comprensivo de lo que yo podría fingir nunca.

—Vamos, Oz. Esas cartas no se van a leer solas, ¿sabes? —me dice ahora con una sonrisa mientras me empuja hacia el coche.

Es un apodo —Oz, a veces Ozzie— que me puso tras chocarnos el uno contra el otro en el laberinto de los borrachos. Eso ocurrió en las vacaciones de otoño de mi segundo año en la Universidad de California, Berkeley. Fui al norte a visitar a una amiga, que al final se negó a entrar conmigo en el laberinto. «Si me pierdo en el centro comercial», se lamentó.

Acababa de doblar una esquina, que estaba segura de que era la misma por la que ya había pasado tres veces, y vi que venía corriendo hacia mí una mancha que, en la oscuridad, solo percibí como «hombre, alto y ancho». Nos chocamos y, mientras desenredábamos nuestras extremidades y nos preguntábamos «¿Estás bien?», se sacó una linternita del bolsillo —otro hecho sobre Cal: siempre va preparado— y me apuntó con ella a la cara. Se presentó y declaró que mis ojos eran tan verdes que le recordaban a la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz. Después me dio la mano e, iluminando el camino ante nosotros, nos llevó hasta la libertad en cuestión de tres minutos.

La quinta cosa sobre Cal es que sabe que sé leer hojas de té solo si en la bolsita pone Lipton. Que la baraja del tarot no significa nada para mí salvo que los dibujos me parecen bonitos. Y que cualquier visión extrasensorial que pueda tener probablemente sea el resultado de una terrible resaca.

Solo Cal sabe que Claire Hathaway es una auténtica impostora.

2

 

Rena

 

 

 

 

 

—Sí, quieren tenerla un poco más en el hospital —le digo a mi hermana. Mientras sujeto el teléfono entre el hombro y la oreja, voy contando las prendas de ropa interior que necesito—. Y aún tengo que terminar de hacer la puñetera maleta.

—¿Qué tal va eso? —me pregunta Janet.

—Un coñazo.

—¿Te lo están haciendo pasar mal?

—Ni te lo imaginas. Oye, tengo que colgar, ¿vale?

—Claro, adiós.

«Haciéndomelo pasar mal», eso sí que tiene gracia. Cuando Gary y yo nos casamos, nuestro gato se quedó atascado dentro de una caseta para pájaros. Una de esas que se colocan encima de un palo. Estoy lavando los platos esa tarde y veo un rabo negro agitándose de un lado a otro en el agujero de la caseta. A Gary le costó un triunfo sacar al maldito gato. Todavía tiene las cicatrices para demostrarlo.

Intentar sacar a mi hija, Stephanie, del hospital ha sido lo mismo.

Trasladarla desde Nueva Jersey a una nueva doctora en Arizona fue idea mía. Claro, Gary está enfadado. Él vende escaleras de caracol y su territorio es el sureste. Me dijo: «No puedo recoger mis cosas y marcharme sin más».

No, no puede. Pero tengo que hacer cualquier cosa por salvar a mi niña.

En realidad no sé cuánto más podrá aguantar su cuerpecito. Empezó cuando tenía seis semanas de vida. Vomitaba y gritaba a todas horas. Llevé a Steph al doctor Grant, su primer pediatra. Le hizo una prueba para ver si tenía anemia. Le revisó el corazón y los pulmones y, tras un millón de pruebas más, me dice que es un bebé con «retraso del crecimiento». Me eché a llorar cuando me lo dijo. Me sentí como si en realidad me estuviera diciendo que yo era una retrasada como madre. Me dijo que eso no era cierto y que, simplemente, algunos niños necesitaban más comida.

Muy bien, pero todo lo que le daba de comer volvía a salir por arriba o por abajo. Y el médico va y me dice: «Siga con la ingesta calórica de cualquier manera».

Fue entonces cuando empecé a darle una dieta orgánica, pero eso no pareció ayudar mucho. Seguía teniendo el estómago hecho un puto desastre. Yo estaba hecha un puto desastre. No podía dormir. Me pasaba la noche en vela, atenta por si a la niña le dolía algo o necesitaba cualquier cosa.

Al principio pensaba que el doctor Grant era fantástico. Siempre se mostraba amable. Una vez incluso me halagó por mi manera de tomar en brazos a Steph, porque la calmaba de inmediato. Pero, cuando me dijo que simplemente le diese más comida, sentí que me estaba dando largas. ¿Acaso no era yo la que se pasaba el día en casa con ella? Gary y yo nos dábamos cuenta de lo enferma que estaba. Y va el médico y me dice: «Rena, en general, es una niña sana, solo un poco pequeña para su edad». Me sugirió que probara a cambiarle la leche en polvo. Sí, claro, como si encontrar otra leche en polvo orgánica fuese tan fácil. Y me recomendó también que le diera muchas comidas pequeñas a lo largo del día.

Seguí su consejo, de verdad que sí. Ella seguía gritando durante horas, y eso después de una o dos cucharadas de puré de patatas. ¿Qué demonios? ¿Qué hay más fácil de digerir que el puré de patatas? A veces, cuando la cosa se ponía muy fea, tenía que llevarla a urgencias. Juro que hemos estado en todas las urgencias de los cinco hospitales de la zona donde vivimos, al norte de Nueva Jersey. La han examinado médicos adjuntos, residentes y enfermeras. Y le han hecho tantos TAC que ya he perdido la cuenta. Siguen buscando cosas como falta de enzimas estomacales, fibrosis quística, celiaquía, alergias o malformaciones cardíacas congénitas.

No han encontrado nunca nada. No dejo de insistirle a Gary para que vaya al médico porque desde que nos conocemos siempre ha tenido el estómago fatal. A lo mejor es algo genético. ¿Quién sabe? Hemos de tener en cuenta cualquier posibilidad. Tenemos que solucionarlo.

Cuando Steph y yo vamos a un nuevo especialista, siempre repito esta misma plegaria antes de la cita: «Por favor, Dios, que este médico descubra qué le pasa a mi bebé para que pueda recibir la ayuda que necesita». Y siempre me quedo triste y decepcionada cuando eso no sucede.

¿Dónde está Gary todo ese tiempo? De viaje, vendiendo escaleras. He estado yo sola haciendo lo que había que hacer cuando había que hacerlo. Los médicos de aquí no parecen saber una mierda sobre lo que le pasa a mi niña, así que me pasé horas y horas en el ordenador buscando el mejor gastroenterólogo pediátrico del país. Gary está cabreado, pero ¿acaso es culpa mía que la doctora Riley Norton tenga la consulta en Phoenix?

Gary y yo nos separamos cuando Stephanie tenía solo un año. Como parte del acuerdo de divorcio, compartimos la custodia. Sobre el papel, eso significa que él vive en la ciudad de al lado y tiene a Steph cada dos fines de semana. Pero, dado que se pasa viajando al menos tres semanas cada mes, me encargo yo de casi todo, incluyendo los asuntos médicos. En serio, solo la ve en vacaciones, normalmente, en mi casa. Dijo que intentaría pasarse por Arizona en algún momento durante los seis meses que creo que tendré que quedarme allí. Me da igual el tiempo que tarde. Seis meses o seis años; no pienso marcharme hasta que alguien me diga por fin qué le pasa a mi niña. Gary hace bien en asegurarse de mantener su trabajo. Desde luego no puede hacer nada que nos deje sin seguro médico, del que se encarga él. Eso también fue parte del acuerdo de divorcio.

Como seguramente habría podido adivinar, el especialista actual de Stephanie, el doctor Rondolski, se ha mostrado como un completo imbécil con respecto a mi decisión. Pero si él no puede curarla, ¿qué narices espera que haga? ¿Quedarme sentada junto a su cama, darle la mano y ver cómo se muere lentamente?

Tengo más suerte que otras madres con niños enfermos. Estudié enfermería durante tres años y aún me sorprende lo mucho que recuerdo. Durante mi tercer año me quedé embarazada de Stephanie, pero antes de eso estudiaba mucho y me estaba preparando para comenzar mi formación clínica en el hospital de la comunidad. Fue una sorpresa para todos y enseguida nos casamos. Claro, dejé las clases el mes antes de dar a luz.

Pero conozco muchos de los términos médicos y entiendo las pruebas y lo que significan los resultados. Para la mayoría de la gente es como un idioma desconocido. Por eso, cuando Steph está en el hospital, voy de habitación en habitación hablando con los demás padres. A veces están confusos por lo que les ocurre a sus hijos y yo les traduzco todos esos vocablos médicos que dan tanto miedo. Juro que los médicos antiguos lo hicieron a propósito. ¿Qué mejor manera de lograr que los pacientes hicieran lo que les decían? Hacer que el idioma fuera totalmente imposible de entender.

Tenía muchas esperanzas puestas en el doctor Rondolski. Me lo había recomendado el cuarto pediatra de mi hija, que, tras tratarla durante casi dos años, me dijo: «No sé si hay algo más que yo pueda hacer». Al principio el doctor Rondolski fue maravilloso. Estaba al tanto de todo. Por supuesto, le hizo toda clase de pruebas, incluidas algunas nuevas, pero en su mayor parte fueron repeticiones. Al menos cincuenta análisis de sangre, muchos TAC y resonancias magnéticas, una prueba de hidrógeno en el aliento para ver si tenía intolerancia a la lactosa y también una endoscopia y una colonoscopia para intentar averiguar por qué Stephanie tiene diarrea casi siempre. Y me escuchaba de verdad cuando le hablaba de los síntomas. Al principio, incluso me dijo que mi formación en enfermería era una gran ventaja, dado que entendía lo que me decía. Pensé que aquello era genial, que éramos socios, estábamos juntos en eso y lo resolveríamos.

Pero no fue eso lo que ocurrió. Empezó a tardar mucho en devolverme las llamadas, o a veces ni me las devolvía y tenía que volver a llamarle. Claro, sabía que estaba ocupado. Había tardado meses en conseguir la primera cita. Pero empecé a preguntarme si la imbécil de su recepcionista estaría filtrando mis llamadas y diciéndole si de verdad necesitaba que me devolviera la llamada o no. Era muy frustrante.

El colmo fue en urgencias, hace seis semanas. Stephanie llevaba unos días bastante bien. Sin vomitar y sin diarrea. Y de hecho estaba comiendo. No mucho, solo un par de bocados aquí y allá. Pensé que quizá estuviera mejorando al fin. Entonces, esa noche, estábamos en el sofá viendo Frosty the Snowman. Se la había grabado en las Navidades pasadas. De pronto Steph empieza a hacerme toda clase de preguntas extrañas. Como cuál era el nombre del muñeco de nieve y por qué esa niña iba con él en el tren hacia el Polo Norte. Stephanie prácticamente se sabía Frosty de memoria cuando cumplió tres años y cantaba todas las canciones sin equivocarse con ninguna de las palabras. Pero aquella noche se mostraba confusa y no acertaba.

Me pidió un poco de agua y después un poco más. Se bebió los vasos tan deprisa que no me sorprendió que se llevara las manos al estómago y vomitara sobre el sofá. Corrí a por una toalla y, al regresar, estaba en el suelo. Tenía la espalda arqueada y agitaba los brazos y las piernas. Me di cuenta de que era un ataque, así que la metí en el coche y conduje como loca hasta urgencias.

Llamaron al doctor Rondolski y se reunió allí con nosotras. Me preguntó si Stephanie se había caído ese día, pensando que tal vez tuviera una lesión en la cabeza. Me preguntó si había tenido fiebre. Buscaba cualquier cosa que explicara por qué le daban ataques.

Tras ocho horribles horas en urgencias, al fin me contó lo que pasaba. Dijo que Stephanie tenía hipernatremia, es decir, que tenía demasiado sodio en el cuerpo. Me explico que los niveles normales de sodio en sangre eran 135, o incluso 145. Ella tenía casi 170. Le administraron fluidos para bajarle el nivel de sodio y al final cesaron los ataques. El doctor Rondolski quiso dejarla en el hospital un tiempo para ver si descubría por qué tenía tan alto el sodio.

Pero han transcurrido ya seis semanas y sigue sin saber qué narices está pasando. Le ha hecho las mismas pruebas una y otra vez y parece que no estamos más cerca de obtener una respuesta. Seguimos sin saber qué le pasa en el estómago o por qué se le disparó el nivel de sodio. Siento que estoy ahí parada viendo cómo empeora día tras día. Tengo mucho miedo. Decidí que, aunque eso implicara mudarnos a otro estado, tenía que encontrar a alguien que pudiera descubrir al fin qué le está pasando a mi hija. Ahora solo tengo que conseguir que le den el alta para poder marcharnos.

La preparación del viaje me está volviendo loca. Solo llevo dos maletas. Enrollo los pijamas para poder meterlos junto a nuestras sandalias. Creo que también necesitaremos deportivas. Cuando me arrodillo para levantar el volante de la cama, siento el dolor en la rodilla. Sufrí una mala caída de la bici cuando era pequeña. ¿En qué estaba pensando al intentar hacer el caballito como las niñas guays? Los nueve kilos que he ganado en los últimos cinco años tampoco ayudan. Aunque solo tengo treinta y dos años, sé que tengo que operarme de la rodilla para ponerme una prótesis. Pero tendrá que esperar. Stephanie va primero. Stephanie siempre va primero.

No hay ni rastro de las deportivas debajo de la cama. Me agarro al lateral del colchón y me incorporo. Las sábanas huelen a queso y hay una taza con café de hace un día (¿o una semana?) sobre la mesilla de noche. Páginas y páginas impresas de artículos de Internet sobre problemas estomacales infantiles inundan el suelo, la silla y la superficie de mi tocador. Tengo todos los cajones de la cómoda abiertos y las cosas caen sobre la alfombra, que todavía tiene una mancha de pis de Maxie. Nadie se encarga de ese pobre gato cuando tengo que quedarme días enteros en el hospital. Parece como si la casa hubiera sido atacada por ladrones que no tenían ni puñetera idea de lo que querían robar.

Cierro los ojos e intento tomar aliento, pero parece como si el aire me llegara solo hasta la clavícula. Cuando abro un ojo, veo la punta de la deportiva rosa de Stephanie asomar por debajo de mis vaqueros, tirados en un rincón. Al menos eso es medio éxito, pero estoy demasiado cansada para seguir buscando la otra deportiva. Me dirijo hacia la cocina. Aquello da un poco menos de asco. Me sirvo café antiguo que probablemente sepa fatal, pero ¿y qué? Es cafeína. Meto la taza en el microondas y olisqueo la leche semidesnatada. Hay un paquete abierto de minidonuts con azúcar glas en el armario. Rancios, pero me da igual. Me como dos y el polvo blanco se me cae por encima de la camiseta.

Por la ventana de atrás veo la cabeza de la señora Manfield por encima de la verja que separa nuestros jardines. Me mira y saluda, y yo le devuelvo el gesto. Es un barrio agradable con casas de tamaño mediano construidas a principios de los ochenta. Algunas personas llevaban viviendo en esta misma calle más de veinte años. Nosotras somos las nuevas, solo llevamos tres años, pero todo el mundo se ha portado de maravilla. Saben lo que le pasa a Stephanie y me traen lasaña y pastel de carne para ayudar.

Abro ligeramente la puerta de la cocina, dejando entrar el aire húmedo, y grito:

—Eh, gracias por las galletas de canela. Estaban muy ricas. Y sus tomates tienen una pinta estupenda.

—Oh, de nada, cielo. Te daré unos cuantos cuando estén maduros. ¿Cómo va tu muñequita?

—Aguantando. Puede que le den el alta pronto.

—Que Dios os bendiga a las dos. —Me lanza un beso.

Me dejó caer en un taburete a la altura de la encimera de la isla y abro el portátil para ver los comentarios a mi publicación de la noche anterior. Empecé con el Blog de Lucha de Stephanie más o menos un mes después de que naciera. Pensaba que si hablaba sobre lo que me estaba pasando, tal vez podría ayudar a otras madres con niños enfermos.

Marti, de California, escribió: Hola, Rena. Tienes toda la razón. A veces los médicos y los hospitales hacen que todo sea mucho másdifícil. Yo tuve que ir a urgencias otra vez la semana pasada por el asma de Brian. Pensé que mi niño se moría. Fue horrible; lo tuvieron allí dos días y lo atiborraron a medicamentos. Necesito que alguien averigüe por qué mi Bri no puede respirar. Sigue luchando!!! Por todos nosotros.

De Lizkitty: ¿Has probado con el vinagre de sidra de manzana? Va genial para los dolores de tripa —tiene muchas enzimas buenas—. Con una o dos cucharadas al día vale. Pero TIENE que ser PURO, SIN FILTRAR, ORGÁNICO. Espero que te ayude [cara de gatito sonriente lanzando besos].

Y uno de Barbara T: Como siempre, tu niña y tú estáis en mis oraciones. Sé que Jesús te guiará por el camino correcto.

De momento solo hay tres, pero aún es pronto.

Doy un trago al café y me da una arcada. Hay dos carboneros negros empujándose en el comedero para pájaros. No hay mucho pienso por el que pelearse, dado que no tengo tiempo para rellenarlo. Intento sentarme en silencio y prestar mucha atención a cada movimiento y a cada sonido, dejando que la experiencia llene mi cerebro y mi cuerpo. Eso es lo que decía Ricki, mi instructora de mindfulness en la escuela de estudios superiores. Intento concentrarme en sus saltitos y en sus trinos. Creo que lo estoy haciendo bien, pero entonces los pájaros son sustituidos en mi cerebro por imágenes de bolsas de medicamentos por goteo, vías, bombas de infusión y la cara pálida de mi pequeña.

Quizá sea relajante para algunos, pero estoy bastante segura de que el mindfulness es para gente que tiene mucho tiempo que perder.

Miro el reloj. Mierda. Mi cita con el doctor Rondolski no es hasta la una, pero, como he perdido mucho tiempo obligándome a mirar los malditos pájaros, ahora no podré lavarme el pelo, ni siquiera ducharme. Vuelvo corriendo al dormitorio, agarro unos pantalones arrugados de la cesta de la ropa sucia y una de las viejas camisas de Gary. Me la pongo sobre la camiseta para dormir de los Giants que llevo puesta, que no solo tiene manchas de azúcar glas, sino de la salsa barbacoa de anoche. Me sacudo el azúcar y acabo extendiendo el blanco por toda la pechera. Tengo el pelo hecho un desastre. Me aplasto el encrespamiento de la zona de cabello rubio de delante y me ahueco los mechones aplastados de los laterales. Me peino la raya hacia delante y hacia atrás un par de veces para intentar cubrirme las raíces negras. Es como limpiar la bañera después de que el resto de tu casa haya salido volando en un huracán; buen intento, pero no hay nada que hacer. Escupo en un pañuelo de papel y me limpio el manchurrón de rímel corrido de debajo de los ojos. Con las ojeras no puedo hacer nada, a no ser que consiga dormir durante cuatro días seguidos. Sí, claro. Me pongo un poco de brillo rosa en los labios cuarteados.

Cierro de un portazo, me monto en el Toyota y doy marcha atrás hacia nuestra calle. Llego tarde otra vez, pero el doctor Rondolski tendrá que esperar. Primero quiero ver a Steph. Quizá consiga que tome algo de caldo, solo una cucharada o dos.

Empieza a llover cuando aparco el coche, y el oscuro vestíbulo del hospital me parece más sombrío que de costumbre. Han reformado el St. Theresa varias veces desde mediados del siglo XIX, cuando fue construido, pero todavía parece que en algún lugar del hospital debe de haber un médico con las uñas sucias extirpando un apéndice con una sierra para metales. Como siempre, intento charlar de cosas triviales con el guardia. Y, como siempre, murmura algo que no entiendo y me señala el registro de visitas. Escribo mi nombre y me pongo una identificación de plástico en la camisa.

Este sitio no fue mi primera opción, claro, pero está cerca de casa, a dos salidas de la autopista en dirección norte, así que puedo llegar en menos de media hora cuando no hay mucho tráfico, lo que no suele ser habitual.

La habitación de Stephanie está a oscuras y la persiana está bajada. Está la tele encendida, pero con el volumen bajo, como les pedí a las enfermeras. En el fondo sé que Steph se siente mejor en este tipo de entorno, como si estuviera en un capullo, calentita y protegida. El abrazo de una madre cuando no puedo estar con ella. Oigo a mi niña. Está roncando suavemente.

Llaman al marco de la puerta y saludo con la mano a Marsha, una de mis enfermeras favoritas. Le retiro el pelo de la frente húmeda a Steph y salgo al pasillo.

—¿Cómo ha pasado la noche? —pregunto.

—Mal, muy mal, señorita Rena. —Marsha es de Jamaica y, con ese acento, hasta las malas noticias parecen un poco mejores—. Estuvo despierta toda la noche, inquieta. Dice que el estómago le duele cosa mala.

Vuelvo a mirar hacia la habitación, donde Stephanie yace acurrucada. Parece una gambita durmiendo. Está arropada con las mantas remetidas a su alrededor, lo que seguro es cosa de Marsha. Es la única enfermera que siempre sigue las instrucciones que redacté, plastifiqué y pegué a la pared sobre la cama.

—Pobrecita mía —susurro y le aprieto el brazo rechoncho a Marsha con cariño—. Gracias por todo lo que haces. No sé cómo podríamos soportar esto Steph y yo sin ti.

—Por supuesto. No se preocupe, señorita Rena. Estoy segura de que mejorará pronto. La doctora a la que van es buena, ¿verdad?

—Eso espero. Antes de irnos, te prepararé la tarta que tanto te gusta. La dejaré en el mostrador, pero asegúrate de compartirla, ¿de acuerdo?

—Puede que sí, puede que no —me responde. Se ríe y me sigue de vuelta a la habitación.

Me siento al borde de la cama, escuchando la respiración ronca de mi hija. Me tiendo junto a ella, aparto con cuidado los tubos de la vía y me abrazo a su cuerpo húmedo.

—Muy bien, mamá, ahora dormid un poco —dice Marsha.

 

 

Alguien me sacude el hombro.

Inclinada sobre mí está la enfermera jefe, Betsy. Se me ha subido la camiseta mientras dormía y la mujer se ha quedado mirando el tatuaje (un corazón con la letra «S» dentro) que tengo en la parte inferior de la espalda. Tiene los brazos cruzados y parece como si acabara de chupar un limón.

—La está esperando, señora Cole.

—¿Eh?

—Su cita… con el doctor Rondolski. Está esperándola en su despacho. Número tres, cero, cuatro. En la tercera planta —añade. Los hospitales deberían escoger mejor a sus empleados para evitar la mala leche.

Tardo un minuto en desenredarme de Steph. Me incorporo y me froto los ojos.

—Vaya, ¿cuánto tiempo he estado durmiendo?

—La verdad es que no lo sé. Acabo de decirle al doctor que le diría que está esperándola. —Mira el reloj.

—Está bien. Ya voy. Y Stephanie necesita una funda de almohada limpia. Está en las instrucciones —le digo señalando la pared. La enfermera Mala Leche cree que no me doy cuenta, pero, al darse la vuelta, pone los ojos en blanco. Cuanto antes saque a mi hija de este cuchitril, mejor. Le doy un beso en la coronilla a Stephanie y le susurro que volveré enseguida.

Tomo el ascensor hasta la tercera planta y llamo a la puerta del despacho.

Se oye un «adelante» amortiguado.

El doctor Rondolski está sentado a su escritorio en un enorme sillón de cuero. Ni siquiera me mira cuando entro.

—Por favor, tome asiento. —Señala una silla que hay frente a su mesa.

Nunca antes había estado en su despacho. Todas nuestras conversaciones han tenido lugar en urgencias o en la habitación de Stephanie. En realidad no eran conversaciones, sino monólogos: yo callada y él explicándome su última teoría. Enfermedad de Crohn, trastorno intestinal inflamatorio, reflujo gastroesofágico. ¿Mi niña se tira al suelo gritando que le duele la tripa y él cree que es reflujo? ¿Me toma el pelo? Últimamente, cada vez que hablamos, terminamos discutiendo y él intenta convencerme para que mantenga a Steph aquí.

Me siento.

En la pared, a su espalda, está colgado su título de Medicina. Es de Yale, con un marco de madera oscura que ocupa casi toda la pared. Está bien, lo pillamos. Es usted un gran doctor. Seguro que tiene un descapotable rojo chiquitito y una polla a juego.

El doctor Rondolski empieza a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre su mesa. Con la otra mano, saca una carpeta de su cajón. Veo el nombre de Stephanie en la pestaña. Se toma su tiempo mientras revisa los papeles sin dejar de tamborilear; tap, tap (pausa), tap, tap, tap.

—Eh, tengo que volver con mi hija, así que si… —empiezo a decirle, pero me interrumpe sin apartar la vista de la carpeta.

—Gracias por venir a verme. —Al fin me mira—. Sé que ha sido una época difícil para Stephanie, y para usted. Su caso ha sido, como mínimo, un desafío. —Deja de hablar. No sé si espera que le diga algo así como: «Sí, es un desafío y, por supuesto, sé que ha hecho todo lo que estaba en su mano».

—Sí, esta situación es horrible —es lo único que puedo decir. Luego añado—: Y por eso me la voy a llevar a otra parte.

Se queda mirándome durante tanto tiempo que creo que tal vez se me haya corrido el brillo de labios, así que me limpio la boca con los dedos.

—Como sabe, me preocupa que trasladarla pueda poner en riesgo su ya delicado estado de salud —me dice. Se rasca detrás de la oreja y después se frota la nuca. Tiene la cara tan blanca que parece que no ha visto el sol en diez años.

Entonces tose contra la palma de su mano. Asqueroso y muy poco higiénico para ser médico. Me digo a mí misma que no le daré la mano si me la ofrece cuando terminemos.

Suspira y me dice:

—Querría intentar una vez más disuadirla de dar ese paso. Su hija es una niña muy enferma y, hasta que no sepamos exactamente qué tiene, creemos que cualquier cambio ahora mismo podría tener serias repercusiones negativas sobre su salud.

Aquello es demasiado. La mamá oso que llevo dentro empieza a despertarse. Todo el miedo y la frustración de las últimas seis semanas; Dios, de los últimos cuatro años. No quiero, pero pierdo el control.

—¿Serias repercusiones negativas? —le digo—. ¿Hasta que no sepan exactamente qué tiene? —Aprieto los dientes tanto que me duele la mandíbula—. ¿Me toma el pelo? ¿Cuánto tiempo pensaba que iba a dejar aquí a mi niña mientras usted la tortura con todas sus pruebas cuando, casi dos meses después, todavía no tiene ni idea de lo que le pasa? ¿Cree que no haré todo lo que pueda por proporcionarle los mejores cuidados con el mejor doctor? Bueno, entonces… se ha equivocado de madre. —Me pongo en pie y empujo la silla hacia atrás con tanta fuerza que cae al suelo.

—Señora Cole, por favor, siéntese para que podamos hablar de esto racionalmente —me dice.

—¡Ni hablar! —le grito. Estoy temblando mientras me dirijo hacia la puerta. Él se pone en pie y levanta la mano. ¿Qué es, el guardia de tráfico de turno?

—Es una mala idea. Está demasiado débil ahora mismo. Por favor, en mi opinión, trasladar a Stephanie en este momento es muy mala idea.

—Eh, adivine por dónde puede meterse sus opiniones y sus inútiles consejos médicos. —Abro la puerta de un tirón y rebota contra la pared.

—¿No quiere decirme al menos adónde se la lleva?

No me doy la vuelta. No quiero que vea las lágrimas que resbalan por mis mejillas.

—A Wisconsin —le digo—. Allí hay un médico fantástico especializado en problemas estomacales infantiles.

3

 

Claire

 

 

 

 

 

Cal y yo estamos tumbados en la cama, agotados después de la carrera y del sexo en la ducha. Miro el reloj de la mesilla y busco en el catálogo de mi mente una razón que no haya utilizado en las últimas dos semanas para explicar por qué voy a llegar tarde al trabajo, otra vez. No se me ocurre nada, pero me hallo en un estado de inercia deliciosa y estoy segura de que, aunque lo intentara con todas mis fuerzas, no se me ocurriría una sola razón por la que querría salir de esta cama.

Cal ronca y se gira hasta quedar boca abajo. Nunca he conocido a nadie que pueda dormir como él. Una vez fuimos de acampada a Mendocino y, como llegamos tarde, nos dieron la última parcela, que tenía unas vistas preciosas del Pacífico, pero estaba situada en una pendiente de cuarenta y cinco grados.

Aunque colocamos los sacos de dormir para que nuestras cabezas estuvieran por encima de los pies, la fuerza de la gravedad estuvo interrumpiendo mi sueño durante toda la noche. Cuando al fin me quedé dormida, soñé que había estado trabajando en un tejado cuando alguien retiraba la escalera y, como la persona iba a trasladarse a estudiar las costumbres de apareamiento del cangrejo herradura en China, supe que tendría que vivir en ese tejado el resto de mi vida. Cal se quedó dormido nada más meterse en el saco y se despertó al día siguiente, despejado y descansado, gritándome que me pusiera en pie para ver los delfines que estaban cruzando el océano a nuestros pies.

Él es así. Se emociona con…, bueno, con todo.

Como la primera vez que me propuso matrimonio. Apenas habían pasado ocho meses desde nuestro choque en el laberinto del campo de maíz. Ambos estábamos libres un martes, cosa extraña, dado que los dos trabajábamos en tiendas en ese momento y nuestros horarios casi nunca encajaban. Más tarde descubrí que fue más confabulación que coincidencia, pues se había puesto en contacto con mi jefa y le había pedido que me diera el día libre.

Nos fuimos a Disneylandia, que imaginamos que no estaría muy abarrotada un día entre semana de principios de otoño. Salvo que no tuvimos en cuenta que era día no lectivo —por unas jornadas de formación para el profesorado o algo así— y hasta había guardias de tráfico en los cruces de las calles del parque, coordinando las hordas de gente. Ni hablar de montarse en la Splash Mountain. La cola daba cinco vueltas sobre sí misma. Lo mismo que en el Matterhorn. Nos separamos del rebaño, compartimos un churro y una limonada y consideramos qué opciones teníamos, y así fue como acabamos en la atracción de Peter Pan, algo menos concurrida. Cuando el barco de Peter se dirigía de la casa de los Darling en un Londres en miniatura al País de Nunca Jamás, con la boca abierta del cocodrilo semisumergido en el agua azul, Cal se volvió hacia mí. No le resultó fácil hacerlo, pues estaba atrapado bajo la barra de seguridad. Me agarró las manos y empezó a decir: «Claire, ¿quieres…?», pero le interrumpí. «Ay, mira, ahí está Wendy caminando por la tabla».

Su cara, cuando desembarcamos, era la del niño más perdido de todos los niños perdidos.

—¿Por qué? —me preguntó. Le dije que primero quería terminar la universidad. Me quedaban dieciocho meses hasta poder obtener mi título en Literatura Inglesa, inútil, por otra parte. Pese a la decepción de mi madre al ver que no tenía planeado meterme en el mundo de la videncia y las plantas medicinales, y tras las súplicas de mis padres de que al menos estudiara algo con lo que pudiera ganarme la vida, me negué a matricularme de los créditos necesarios para obtener un título de docencia.

Pero al menos leí algunas novelas maravillosas. Y me alejé de Pensilvania todo lo que pude sin salirme de Estados Unidos. Por supuesto, descubrí que era imposible encontrar trabajo tras licenciarme solo con un título en Literatura Inglesa, y necesitaba comer y pagar las facturas, así que acabé haciendo lo que nunca pensé que haría: trabajar como vidente.

Fue una buena excusa, la de querer licenciarme primero, pero el problema era que tenía fecha de caducidad. El día después de la ceremonia de graduación, cosa que me salté (otra decepción paterna), Cal me llevó al restaurante más caro de la ciudad. Mientras comíamos la mousse de chocolate, hincó la rodilla en el suelo y me mostró una cajita negra de terciopelo. Con mucha discreción observé su cara esperanzada y articulé un «no» con la boca, para después fingir que se me había caído la servilleta y que Cal se había ofrecido a recogerla del suelo. La pareja de al lado observaba todo lo que ocurría o no ocurría, pero al menos le ahorré a Cal la vergüenza de que todo el restaurante viera cómo lo rechazaba. Más tarde, mientras volvíamos en el coche a nuestro apartamento, le dije que le quería, pero que deseaba que nos asentáramos en nuestros trabajos antes de dar el siguiente paso. Se quedó destrozado, pero, en el momento, aceptó mis razones.

A veces pienso que la razón por la que aguanta conmigo cuando cualquier otro se habría marchado frustrado mucho antes es que, en cierto modo, cree que necesito que me rescaten. Que, después de no lograr salvar el matrimonio de sus padres, cree que puede redimirse conmigo. A nivel intelectual, eso no tiene sentido, pero ¿es posible que Cal y yo nos atraigamos porque ambos fracasamos en el destino que nos habían marcado? ¿Que ambos nos sintiéramos abrumados por las responsabilidades que nos habían sido impuestas; yo seguir los pasos de generaciones de videntes y él salvar un matrimonio que tenía menos probabilidades de supervivencia que un copo de nieve en una ola de calor? ¿Sería posible que Cal y yo hubiéramos optado por alejar el péndulo de nuestra vida todo lo posible de nuestras predisposiciones genéticas? La corona pesa mucho en la cabeza de quien no la quiere o cree no merecerla.

Claro, sé que esa no es la única razón por la que funcionamos como pareja. Nuestros gustos (senderismo; cine; comida india; ficción histórica; gatos en teoría, pero no en la casa) en conjunto pesan más que nuestras diferencias, que incluyen opiniones políticas (él está equivocado), museos (me dan ganas de gritar mientras lee todos y cada uno de los carteles que hay debajo de todos y cada uno de los cuadros) y sábanas limpias (al menos una vez a la semana, lo que Cal considera innecesario. Sí, si vives en una residencia de chicos).

Cal vuelve a tumbarse boca arriba y bosteza. Abre los ojos, estira los brazos y me coloca encima de él. Le acaricio los pelos del pecho con la palma de la mano. Los tiene mullidos y húmedos después de la ducha. Aún me sorprende que esté con alguien como él, sobre todo por el envoltorio. No es el tipo moreno y nervudo de ojos negros y penetrantes que imaginaba junto a mí, o encima de mí, en mis fantasías. En lugar de eso, a Cal se le quema la piel solo con salir al buzón y es más bien fofo, cosa que disimula con su altura. Pero no me importa. Me encantan sus manos, capaces de calmarme el corazón. Me encanta que mire a los ojos al dependiente cuando sale de los ultramarinos que hay al doblar la esquina. Quiere que el tipo sepa que lo ve de verdad y aprecia sus servicios. Me encanta que se pare y le dé unos dólares al mendigo de la calle cada vez que se cruza con él, y que incluso se tomara la molestia por aprenderse su nombre (Jerry). Escucha su historia —y la historia de cualquiera, la verdad—, pero no necesita una razón para ser amable; lo es sin más. Y me encantan sus ojos, el grado de comprensión que esconden, incluso todas esas veces en las que ni yo misma me comprendo ni entiendo las cosas que digo o hago. Son de un azul grisáceo o de un gris azulado, según su humor. Esta mañana son casi azules, lo que me indica que está sereno y satisfecho.

Es una pena que tenga que estropeárselo.

—Cal, ¿has pensado en lo que hablamos? ¿En lo de volver a estudiar? —le pregunto mientras me quito de encima y me levanto de la cama. Voy al cuarto de baño y agarro el cepillo de dientes y la pasta—. ¿Cal? —Veo que se ha puesto un brazo sobre los ojos.

Regreso y le levanto el brazo. Tira de mí, pero me escapo.

—Hablo en serio —le digo—. ¿Has llamado a la oficina de admisiones?

Me lanza una mirada que bien podría reforzarse con un bocadillo sobre su cabeza con las palabras «Déjalo estar, Claire» escritas dentro. Se desenreda de las sábanas, abre el armario y saca un polo azul marino de manga corta con el logo de la tienda Montaña y Río impreso en el bolsillo derecho de la pechera. Después se pone los pantalones caquis y se calza las deportivas.

Se coloca detrás de mí mientras me lavo los dientes, me mira a los ojos a través del espejo del baño, sonríe y dice:

—La verdadera pregunta aquí, Ozzie, es ¿por qué te importa tanto que vuelva a estudiar o no? —Me da un beso en el cuello y se marcha. Oigo cerrarse la puerta de casa y el sonido de la llave en la cerradura.