El ganador - Teddy Wayne - E-Book

El ganador E-Book

Teddy Wayne

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Beschreibung

CONOR NUNCA HABÍA ESTADO EN UN LUGAR TAN GLAMUROSO… NI TAN PELIGROSO. El plan es ideal para pasar el verano: alojamiento gratuito en una urbanización de lujo a cambio de clases de tenis muy bien pagadas. Además, el lugar está cerca del mar y, lo más importante, lejos del estrecho apartamento que comparte con su madre diabética. Pronto Catherine, una atractiva mujer divorciada de lengua mordaz, le ofrece a Conor el doble de su tarifa habitual como profesor de tenis. Él no tarda en darse cuenta de que ella espera servicios adicionales fuera de la cancha a cambio de su dinero, dinero que necesita, por lo que se ve envuelto en una aventura erótica secreta y, debe reconocerlo, increíblemente excitante con una mujer que le dobla la edad. En paralelo a sus aventuras con Catherine, Conor no puede evitar enamorarse de la chica artística y sincera que conoce un día en la playa. Al principio parece que puede manejar el triángulo sin perder el control, hasta que comete un error irreversible…

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

I

1

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4

5

II

6

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9

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III

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Agradecimientos

Título original inglés: The Winner.

Publicado gracias a un acuerdo con Sterling Lord Literistic

y MB Agencia Literaria.

© del texto: Teddy Wayne, 2024.

© de la traducción: Eduardo Iriarte Goñi, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: marzo de 2025.

REF.: OBDO453

ISBN: 978-84-1098-178-2

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA PHOEBE, ANGUS Y KATE

Un poco de agua limpiará el delito.

Macbeth

El auténtico jugador defensivo (o peloteador, según el despreciativo término con el que se conoce en los círculos recreativos al tenista que devuelve infinidad de golpes sin asestar el definitivo) está dispuesto a golpear diez, veinte o más pelotas por punto en la pista. [...] Los peloteadores entienden la realidad de la vida al nivel recreativo del tenis.

ALLEN FOX,

Think to Win: The Strategic Dimension of Tennis

I

1

La carretera al otro lado de la verja de seguridad blanca, bordeada por el frondoso follaje de junio, se curvaba suavemente hasta perderse de vista.

—¿La clave? —Conor no recordaba que John Price le hubiera dicho nada sobre una clave de entrada—. ¿No es un interfono?

El taxista negó con la cabeza.

—Necesita una clave para entrar —señaló.

Conor intentó llamar a John por teléfono, pero la llamada se cortó de inmediato: solo tenía una mísera barrita de cobertura. El móvil del conductor tampoco tenía cobertura.

—Quizá pueda ir andando —sugirió el tipo mientras la fina mascarilla se le deslizaba por la nariz, como le había ocurrido numerosas veces durante el trayecto. Conor se alegraba de que su madre estuviera guarecida y a salvo en su apartamento de Yonkers, donde casi todo el mundo seguía cubriéndose la cara en los espacios públicos.

El mapa no se cargaba en su móvil, así que no sabía exactamente dónde buscar la casa de John en el promontorio de tres kilómetros que sobresalía de la costa sur de Massachusetts. Tenía que llevar una mochila llena hasta los topes, una maleta con una ruedecilla averiada, la bolsa con las tres raquetas y, lo más engorroso de todo, la máquina de encordar de más de diez kilos en otra bolsa. Todos los tramos del viaje que había tenido que hacer a pie desde esa mañana —desde el apartamento de su madre hasta su Mitsubishi, del coche al tren de la línea Metro-North, de la estación Grand Central al taxi hacia Port Authority, hasta el autobús a Providence, Rhode Island, y al salir de la estación para tomar el taxi— los había hecho arrastrándose como una oruga.

Ahora debía elegir entre andar y esperar, con el taxímetro en marcha, a que otro vehículo abriera la verja. Conor pagó el trayecto, recogió los bultos del portaequipajes y entró por una abertura para peatones. Un cartel de madera clavado en un árbol lo saludó con letras mayúsculas:

PROPIEDAD PRIVADA

PROHIBIDO EL PASO

ASOCIACIÓN DE CUTTERS NECK

Cutters Neck Road, la carretera de un solo carril que serpenteaba por la península dividiéndola por la mitad, estaba en silencio, salvo por los trinos de los pájaros y el chirrido metálico de los insectos. La madreselva a la orilla de la calzada endulzaba el aire marino, fuerte y picante. El Atlántico era visible al otro lado del istmo en forma de estilete.

Conor había visto fotografías aéreas del lugar en sitios web de agentes inmobiliarios, pero no estaba del todo preparado para la belleza esencialmente virgen que ahora atravesaba; para el lugar donde, increíblemente, estaba a punto de habitar durante el verano. Sacó una fotografía del océano para enviársela a su madre cuando tuviera cobertura.

Pasó por delante del primer sendero de acceso, un arco de grava a la entrada de una casa con ventanas tachonadas como portillas de barco, y tejas gris pizarra ennegrecidas en algunos sitios como plátanos demasiado maduros. En el porche había un cartel que decía BLACK LIVES MATTER, lo que le tranquilizó; no tenía ni idea de qué esperar desde el punto de vista político de una urbanización vallada de la Nueva Inglaterra tradicionalmente demócrata.

Las siguientes casas eran del mismo estilo arquitectónico, aunque no había más adornos, salvo un porche donde ondeaba una inmensa bandera americana, mecida por la brisa.

Conor dejó en el suelo la máquina de encordar y se masajeó el brazo dolorido. Lamentaba haberla traído; quizá no tendría ocasión de usarla en todo el verano. Una tienda de deportes en la ciudad seguía encordando raquetas, pero no soportaba pagar por algo que podía hacer él mismo.

El primer indicio de vida humana en aquel idílico paisaje fue un carrito de golf que pasó zumbando, conducido por una preadolescente rubia con dos niños aún más pequeños y más rubios a su lado. Conor sonrió y saludó en plan buen vecino, con la esperanza de que se ofrecieran a llevarlo en la parte de atrás, pero los tres lo miraron al pasar, impasibles, como los niños actores en una película de terror.

Al final llegó al buzón de la dirección de John, cuyo número afortunadamente recordaba. A mitad del sendero de acceso, bordeado de hierba y flanqueado por una arboleda, se abría un corto camino perpendicular que se adentraba en el bosque. Allí, medio oculta en un claro visible desde la casa principal, estaba la cabañita que sería el alojamiento gratuito de Conor hasta el Día del Trabajo, a principios de septiembre.

O no exactamente gratuito, sino pagado en especie. Desafortunado en el mercado de trabajo y presa del pánico ante la inminente necesidad de devolver los 144.000 dólares en préstamos estudiantiles que había contraído para estudiar Derecho —ahora que la moratoria federal provocada por la pandemia había llegado a su fin—, Conor se había puesto en contacto en mayo con el club de tenis del Upper East Side donde solía trabajar los veranos mientras estaba en la universidad. El confinamiento había obligado al centro deportivo a cerrar, pero su antiguo jefe le transmitió una oportunidad que acababa de presentarse: uno de los socios estaba dispuesto a alojar a alguien en su casa de invitados junto al mar durante el verano, a cambio de clases de tenis seis días a la semana. Además, el monitor podría generar ingresos extra ofreciendo clases a otros vecinos de la zona.

Y ahora estaba allí. La puerta de la cabaña estaba entreabierta; cuando preguntó por las llaves, John le dijo que nadie cerraba las puertas en el istmo, lo cual desconcertó a Conor, nativo de Nueva York y habituado al ritual nocturno de cerrar con pestillos y cadenas.

Dentro de la cabaña, de un solo espacio, había una cama doble, una mesa, una pequeña cocina y un cuarto de baño pequeño con ducha. John había llenado la nevera y los armarios, y le había dejado una bicicleta con cesta para el trayecto de veinte minutos hasta el mercado del pueblo.

No había muchos lujos, pero tampoco muchas distracciones: un cuartel general idóneo donde dedicar ocho horas al día a hincar los codos de cara al examen de abogacía, entre las clases de tenis.

El móvil de Conor ya tenía cobertura, aunque solo una barra, y la batería, con casi siete años de uso, estaba a punto de agotarse. Envió la foto del mar a su madre y le escribió a John para avisarle de que ya había llegado.

Unos minutos después, llamaron a la puerta. Cuando abrió, vio a un hombre esbelto, de unos sesenta y tantos años, plantado a unos tres metros. Llevaba una chaqueta oscura y corbata, combinadas con unos bermudas color salmón y mocasines sin calcetines.

—Bienvenido a Cutters —dijo John.

—Encantado de conocerle, señor Price. —Aunque estaban a una distancia segura, Conor sacó la mascarilla del bolsillo y se la puso como gesto de respeto.

—Llámame John, haz el favor. Y no hace falta que te pongas la mascarilla si estamos al aire libre.

—Claro —respondió Conor—. Es que mi madre tiene diabetes, así que llevo mascarilla en todas partes.

Su mirada se desvió hacia los bermudas color salmón de John. Nunca había visto a un hombre con pantalones cortos de ese tono.

John, evidentemente, se dio cuenta.

—Llevo toda la mañana teniendo reuniones por Zoom, de ahí el look de empresario con bermudas. Supongo que la pandemia es algo así como esos viernes de ropa informal en el trabajo.

—Yo he pasado todo el día en un autobús desde Port Authority. De ahí... —Conor se señaló la ropa arrugada.

—La estación de Providence no es mucho mejor —observó John con una risilla—. Alguien de aquí aparcó su coche allí una vez, a plena luz del día: se lo robaron en un cuarto de hora. ¿No te recomendé que vinieras en tren?

Así era, pero el billete de tren más barato ascendía a ciento diecinueve dólares, frente a los treinta y cuatro del autobús.

—Siempre he preferido el autobús —comentó Conor.

John le explicó algunas peculiaridades de la cabaña y le dijo que lo acompañaría a la pista de tenis por la mañana.

—Ah, por cierto —añadió después de dar dos pasos—. Esta noche hay una fiesta en el istmo. Al aire libre, claro. Siéntete invitado a cualquier acto social que se celebre aquí.

—Muchas gracias —dijo Conor—. Pero estoy bastante cansado, así que creo que voy a quedarme en casa.

—¿Seguro? Ya sé que estar en compañía de un montón de estirados anglosajones protestantes no suena muy divertido, pero quizás puedas conocer a algún cliente nuevo. Siempre y cuando no te importe mezclar negocios con placer.

Conor solo tenía tres clases de tenis apalabradas, aparte de las sesiones gratuitas con John. Aunque esas clases fueran semanales, tendría que ganar mucho más dinero durante el verano.

—Siempre y cuando esos protestantes no sean muy protestones —bromeó.

Después de unos angustiosos segundos en los que Conor temió haber ofendido a John con el mal chiste, este sonrió.

—Si lo somos, ni nos damos cuenta —respondió—. Dios mismo nos hizo inmunes.

John le había dicho que la cabaña contaba con una ducha exterior en la parte de atrás, así que Conor decidió probarla. Nunca se había duchado realmente al aire libre. El viento entraba por la pequeña ventana a la altura de los ojos en el cubículo de madera, desde la que se divisaba a lo lejos el océano de color verde azulado. Comparaba ese momento con el diminuto y sofocante cuarto de baño de su madre en Yonkers, donde no había extractor desde que se estropeó en abril. Por miedo al COVID, no habían llamado a nadie para repararlo, y cada ducha convertía el espacio en una sauna claustrofóbica.

Le costaba creer su buena suerte: no solo había conseguido un empleo que necesitaba desesperadamente, sino que también incluía una ducha al aire libre con vistas al océano.

Unos minutos antes de las seis, se enfundó una camisa de botones y se metió la única que tenía dentro de sus pantalones caqui, mientras se dirigía a la fiesta. Se notaba cada vez más nervioso a medida que se acercaba, porque no tenía muy claro si iba vestido como era debido. (¿Tendría que haberse traído una americana? ¿Dónde demonios se compraba uno esos pantalones rosas?). Su experiencia como profesor de tenis le había llevado a tratar con personas mayores y adineradas, y sabía cómo comportarse: ser extremadamente amable, jovial y respetuoso, como un camarero en un restaurante de lujo. Sin embargo, Cutters Neck era el entorno más exclusivo en el que había estado jamás, y lo más inquietante era que esta vez viviría entre ellos en su propio terreno.

Al llegar, vio a unas decenas de invitados apiñados detrás de la casa, junto a una piscina infinita que parecía innecesaria, rodeados como estaban por el océano, casi infinito también. La mayoría de los presentes eran boomers que, como John, se habían refugiado allí para escapar del virus, junto con una camarilla de chicos en edad de ir a la universidad y a secundaria y varias familias con niños inquietos y traviesos.

Lo primero que notó Conor fue que no había ni una sola mascarilla a la vista. Por mucho que las recientes protestas por la muerte de George Floyd parecieran demostrar que las reuniones al aire libre no parecían entrañar peligro, una fiesta concurrida suponía un riesgo suficiente como para que se planteara dar media vuelta. En caso de que contrajera el COVID, nadie asistiría a una de sus clases en un par de semanas como mínimo.

Pero también sabía que necesitaba encontrar más trabajo. Como no quería llamar la atención por hipocondríaco o sospechoso de tener síntomas, no sacó la mascarilla del bolsillo y se puso en la cola para los entremeses. Como no había comido nada con sustancia desde el desayuno, tenía hambre, pero cuando las dos personas que iban delante cogieron los huevos rellenos de una bandeja con la mano, decidió renunciar a la comida y se sirvió un gin-tonic.

John dio con él y lo metió en el fregado de conocer a gente. Los hombres, un par que también llevaban bermudas rosas y uno con pantalón rojo tomate, se presentaron dándole su nombre y apellido al tiempo que le estrechaban la mano, así que Conor adoptó la costumbre. Conoció a la simpática esposa de John, quien dijo que hacía ejercicio no jugando al tenis, sino podando plantas invasivas. También conoció a las tres personas que ya se habían apuntado a las clases. A todos los demás, John los presentó como el excepcional profesor de tenis de Westchester (Conor notó que evitaba mencionar Yonkers) cuyo horario de clases se estaba llenando rápidamente. La mayoría lo desalentó al comentar que no jugaban o que llevaban mucho tiempo sin hacerlo. Muchos residentes se parecían entre sí, salvo un excéntrico con arrugas y el pelo alborotado que estuvo hablando un buen rato sobre los peligros de las toxinas en el agua.

Aparte de él, los vecinos de Cutters eran sociables y cordiales, y Conor empezó a relajarse. La gente muy rica seguía siendo gente.

—¡Dios santo, qué guapo eres! —señaló con entusiasmo la anfitriona, cuyas canas delataban que se había saltado alguna de sus citas habituales en la peluquería—. ¿Estás seguro de que eres tenista y no estrella de cine?

—La última vez que actué fue en segundo curso —contestó Conor con un tímido cabeceo. La vergüenza era real, aunque ya estaba acostumbrado a la sonrisa retraída y a usar la modestia como táctica. Sabía por experiencia que esa era la única respuesta aceptable, porque restar importancia al cumplido resultaba más egoísta que aceptarlo.

El efecto que causaba en las mujeres era el área de su vida en la que no había tenido que esforzarse mucho. Era pura suerte genética, una ventaja sin lugar a dudas, aunque a veces le permitía entender, al menos en parte, los inconvenientes que imaginaba que debían sentir con frecuencia las mujeres hermosas: ser objeto de deseo y cosificación, que te devoraran con la mirada sin verte en absoluto. Había quienes daban por sentado —sus profesores, en especial— que era idiota hasta que demostraba lo contrario.

No se quejaba, desde luego, pero si hubiera podido elegir una ventaja innata, habría preferido el dinero. Muchísimas cosas habrían resultado bastante más fáciles, desde sus perspectivas profesionales hasta la salud de su madre, pasando por la comodidad básica de no tener que cruzar cuatro estados en autobús con el equipaje a cuestas.

—¿Y qué me dices de la política? —comentó la mujer, cuyo nombre no había logrado recordar—. Con ese aspecto, podrías ser el próximo presidente. ¿Verdad que tiene aspecto de presidente, John?

—Tiene cierto aire a lo Kennedy —convino John—. Pero antes de que te dé mi voto, ¿tienes algún cadáver en el armario? ¿No has tirado a nadie por un puente?

—A nadie que hayan encontrado todavía —respondió Conor, sintiéndose aún más incómodo bajo la mirada de John—. La piscina es preciosa, por cierto —añadió con la esperanza de cambiar de tema.

—Gracias —dijo ella—. Por cierto, ¿sabías que Suzanne Estabrook se alojó en el mismo hotel que Teddy Kennedy en Martha’s Vineyard el fin de semana del incidente de Chappaquiddick?

La conversación se desvió de forma natural hacia las elecciones presidenciales.

—Tom Becker va a votarle —dijo ella en confianza.

—¿Me tomas el pelo, otra vez? —preguntó John—. ¿No ha aprendido la lección?

—Al principio, no quería reconocerlo. Sally prácticamente tuvo que sacárselo por la fuerza.

—No te preocupes —le advirtió John a Conor—. Solo hay cinco o seis votantes de Trump en todo Cutters. Nos encantaría librarnos de ellos, si se te ocurre cómo hacerlo.

Después de hablar un poco sobre el COVID (la anfitriona: «Detesto decirlo, pero creo que es una cuestión de clase más que nada. Me consternaría que alguien de Cutters muriera de eso. No creo que nadie de aquí lo contraiga, ni siquiera»; John: «Ah, bueno, todos lo contraeremos. Al final, todos lo contraeremos. La única incógnita es cuándo») y de cotillear sobre una boda pospuesta en el istmo y la extravagante lista de regalos de la pareja (un tenedor de Tiffany —un solo tenedor, aclaró la anfitriona, no un juego— costaba trescientos sesenta dólares), John se fue a saludar a alguien. La anfitriona se alejó también, diciéndole a Conor que su esposo y ella se irían el lunes a pasar dos semanas fuera, pero que él podía aprovechar la piscina en su ausencia.

—Gracias —respondió—. Aunque no se me da muy bien nadar.

La chica que había visto al volante del carrito de golf pasó dando brincos con un vestido de flores y se unió a un grupo de niñas de atuendo similar. En medio de la tundra nevada de piel blanca que era la fiesta, había una sola familia negra; el padre y el hijo, que parecían gozar de popularidad, llevaban polos casi iguales.

La fiesta había sido un acto para fomentar los negocios. Conor debería haberse ido entonces, mientras John estaba ocupado, pero la copa que tenía en la mano solo subrayaba lo vacío que sentía el estómago. Volvió a los entremeses cuando no había nadie cerca y, minada su prudencia por el gin-tonic, engulló cuatro cremosas mitades de huevo una detrás de otra. Luego cogió la botella de ginebra de primera para ayudarse a tragar la comida, pero antes de servirse, la sostuvo deliberadamente con ambas manos. Tenía que compensar el día de estudio de preparación para el examen que había perdido en el viaje en autobús, y una copa era su límite para retener conocimientos.

Los universitarios charlaban en un círculo junto a la piscina. Aunque pocos parecían lo bastante mayores para beber, todos sostenían vasos o copas de vino con un lenguaje corporal que sugería una familiaridad de toda la vida con los cócteles a la orilla del mar. Reían con la risa despreocupada de jóvenes que no tenían que estudiar, que no tenían trabajos que los hicieran despertarse por la mañana, que podían beber tanto como quisieran sin consecuencias. Conor no alcanzaba a imaginarse nunca sintiéndose como se sentían en ellos. Siempre había habido un entrenamiento de tenis por la mañana o un empleo en el que fichar, dinero que ganar para contribuir al alquiler, un examen en ciernes, un trabajo o un libro bien grueso. Aunque, en buena medida, eso le venía bien. Se sentía mejor cuando estaba trabajando duro. El ocio le inquietaba.

Pero la alienación que sentía respecto a los de su generación no se debía solo a la diferencia en cuanto a responsabilidades. Tampoco a que siempre se sentía un poco perdido cuando cotilleaban, en un argot que le parecía algo desfasado, sobre un nuevo programa de televisión, una canción, un famoso o algo que era tendencia en Internet. Se debía a cómo hablaban de sí mismos, lo que compartían sin reparos con cualquiera que los escuchara, alardeando de su fragilidad como si fuera una muestra de fortaleza, enorgulleciéndose de heridas y debilidades que antes resultaban vergonzosas. Bien por ellos, supuso Conor, pero anunciar la propia vulnerabilidad al mundo le parecía inconcebible. En un partido de tenis, nunca le revelabas una lesión al rival si podías evitarlo.

Le vino a la cabeza una inquietante imagen de sí mismo abalanzándose hacia el grupo como una bola de bowling contra un racimo de bolos rubios de madera, tirando a los niños pijos a la piscina.

Cuando estaba a punto de dejar la ginebra para servirse agua con gas, una voz a su espalda, queda pero claramente femenina, preguntó:

—¿Vas a servirte de esa botella o a acunarla hasta que se duerma?

La mujer era alta, casi de la estatura de Conor. Las gafas de sol muy grandes reflejaban el atardecer, y el ala ancha de una pamela sombreaba una cara exangüemente pálida cuyos marcados rasgos parecían escindir el aire ante ella como la proa de un barco. Su media melena era casi tan rubia como el cabello de los niños que estaban por todas partes. Un entramado de venas azules asomaba a través de la piel casi translúcida de sus brazos fibrosos.

—Perdona —dijo él—. ¿Querías...? ¿Te sirvo?

Ella le tendió el vaso tres cuartas partes vacío como si fuera un camarero.

—No te cortes —le indicó, curvando el dedo después de que le hubiera puesto una modesta cantidad—. No voy a conducir.

Hizo lo que le pedía y remató el combinado con un chorrito de tónica; luego, cuando ella señaló con un gesto de cabeza la cubitera, añadió dos cubitos de hielo con unas pinzas.

—Bueno —comentó la mujer—. No te reconozco. ¿Eres un bastardo?

—¿Cómo dices? —La obscenidad le cogió tan de sorpresa que no tuvo claro si la había oído bien.

—Un bastardo es el hijo ilegítimo de alguien. Te pregunto si es por eso por lo que no te reconozco.

La extraña pregunta, hecha sin entonación de broma, le hizo olvidar por un momento qué hacía allí.

—No, yo... Soy el profesor... de tenis. —Técnicamente, solo tenía titulación de monitor recreativo, no de profesor, pero su antiguo jefe le recomendó estirar un poco la verdad para conseguir el puesto.

—El profesor... de tenis —repitió ella en tono robótico—. ¿Te presentas por tu vocación, o también te llamas de alguna manera?

—Conor O’Toole.

—Ah, sí. Me llegó un email con lo de las clases. —Levantó el mentón; tras las gafas de sol, seguramente tenía los ojos entornados con recelo—. No estarás intentando timarnos a todos, ¿eh, Conor O’Toole? No serás un estafador que se hace pasar por profesor de tenis con algún propósito inicuo, ¿verdad?

La desconocida lo dijo sin sonreír y tomó un trago sin desviar de él las gafas de sol ni un instante. Las mujeres rara vez incomodaban a Conor, pero poco después de empezar a hablar con ella se sentía nervioso y cohibido, como si un puñado de viandantes estuvieran mirando cómo aparcaba en paralelo.

—Solo he venido a dar clases —aseguró.

—Qué pragmático. Bueno, ¿qué hay que hacer para que me dé clase ese tal Conor O’Toole tan serio?

—Toda la información está en el correo que envié. —Al no recibir respuesta de ella, añadió—: Una lección de una hora sale por ciento cincuenta dólares. (Conor había propuesto inicialmente cien dólares por clase, la tarifa vigente en su antiguo club de tenis, pero John le aconsejó que captaría más clientes si cobraba ciento cincuenta, porque «aquí nadie creerá que mereces la pena si no eres lo bastante caro»).

—Hablar de dinero es una ordinariez —observó la mujer.

Esta frase la pronunció en un tono más cortante que el resto de sus burlas. Conor siempre había pensado que la transparencia redundaba en beneficio del cliente, pero en ese instante quedó claro que había transgredido una de las normas de conducta tácitas de ese mundo, delatándose como el impostor que ella le había acusado de ser.

—Lo sien... to —dijo.

Unas semanas después de comenzar octavo curso, Conor había empezado a tartamudear, en apariencia de la noche a la mañana. Al principio era inocuo, una breve pausa en palabras sueltas. Pero en un par de meses, surgía de manera invariable si pronunciaba más de unas pocas frases seguidas, una demora que se prolongaba tortuosamente; su mente sabía cuál era el siguiente sonido, pero la lengua y los pulmones se negaban a cooperar.

Su madre le aseguró que acabaría por desaparecer por sí solo, pero le aterraba que no fuera así. Tenía entendido que Joe Biden, que por entonces estaba a punto de llegar a ser vicepresidente, había superado la tartamudez en su infancia recitando poesía irlandesa durante horas delante del espejo. Conor decidió hacer lo propio, pero con las publicaciones médicas que llevaba su madre a casa de la consulta del gastroenterólogo donde trabajaba. Supuso que, si lograba pronunciar la oscura jerga profesional, sin duda se las podría apañar con el habla cotidiana.

Resultaba casi cómico en retrospectiva, un chico de trece años enunciando aplicadamente hasta la hora de acostarse términos como «endoscopia superior» y «tratamiento de fisuras anales» de números atrasados de Enfermedades del colon y el recto, pero había dado resultado. Para cuando entró en el instituto de secundaria, lo tenía dominado, casi por completo. La clave era dejar de pensar en ello en cuanto ocurría, porque, si no lo hacías, si seguías preocupándote de que volviera a ocurrir en toda su magnitud, podía arraigar de nuevo.

Las gafas de la mujer seguían fijas en él como documentando en privado la existencia de un defecto, un síntoma de alguna inferioridad innata. A Conor se le disparó el termostato corporal y empezó a picarle el nacimiento del pelo por efecto del sudor.

—Estoy libre el martes a las cinco. —Dio la impresión de que ella fijaba la hora, no le preguntaba si estaba disponible.

—Claro —repuso en el menor número de sílabas posible.

—Nos vemos entonces, Conor O’Toole —dijo yéndose ya.

Solo después, cuando se estaba lavando los dientes en casa, cayó en la cuenta de que no le había dicho cómo se llamaba.

—Un estafador con algún propósito inicuo —se dijo mirándose al espejo.

Le sacaría seiscientos dólares a esa gente la primera semana. Si era un estafador, lo era de tres al cuarto.

2

Conor comenzó su primera mañana de trabajo en la pista de tenis de Cutters bajo un cielo despejado. John era un buen jugador y estaba en una forma estupenda para su edad. Si alguna vez jugaban un partido, tal vez se anotara algún punto contra Conor. Después de pelotear durante una hora, se recuperaron junto a la pista a la sombra, al lado de un local de un solo espacio con una mesa de ping-pong bastante deteriorada en su interior. («Se llama club náutico —explicó John—. Aunque en realidad no hay yates»). Al otro lado había un muelle que desembocaba en una plataforma de madera sobre el océano, donde, según le dijo John, todo el mundo iba a nadar.

Conor identificó las áreas del juego de John que quería trabajar durante el verano. Luego, bebieron agua en silencio.

—¿Tienes casa aquí desde hace tiempo? —preguntó Conor para dar conversación.

John le ofreció una historia abreviada del istmo: tres hermanos, uno de ellos su abuelo, compraron los terrenos en la década de 1920 y construyeron las casas. Las familias se habían multiplicado y erigido más propiedades con el paso de los años, y Cutters iba ya por la cuarta generación, con más de veinte casas.

—Algunos forasteros compraron casas a lo largo de los años, pero estoy casi seguro de que todos sus antepasados también llegaron en el Mayflower —dijo John—. No todos, en realidad. Conocía a Wesley Patterson del Harvard Club, y fui yo quien le dijo que la casa de los Stillwell se había puesto a la venta. Es un tipo estupendo, más golfista que tenista, pero son una familia maravillosa; tienes que conocerlos, si no lo has hecho ya. —Por el orgullo evidente en sus elogios, Conor ya imaginó a qué familia se refería—. Y luego algunas mujeres de mi generación se casaron con judíos. A los jóvenes, esas cosas ya no les importan como antes.

—Mucho mejor así —se apresuró a añadir—. Llamándote Conor O’Toole, debes ser de antigua estirpe irlandesa.

—Mi padre nació en Irlanda e inmigró aquí para trabajar en la construcción.

John asintió.

—Soy abogado, por cierto. No recuerdo si te lo dije.

No se lo había dicho, pero Conor había hecho las debidas diligencias. No tenía claro si abandonar a su madre durante el verano, pero acabó decidiéndose cuando descubrió que John era socio de uno de los bufetes más reputados de la ciudad. Cuando hablaron en mayo sobre el empleo, no reveló que estaba terminando la carrera de Derecho, porque no quería ahuyentar al posible jefe con la idea de que pudiera desdecirse del compromiso de verano si le salía un trabajo de verdad. Ahora que ya habían tenido una clase, Conor se sintió cómodo diciendo la verdad.

—Lo cierto es que yo he terminado Derecho este año —comentó.

—¿En serio? ¿Dónde?

—Esto... —Conor casi se tragó las siguientes palabras—. ¿En la Escuela de Derecho de Nueva York?

—La Universidad de Nueva York es estupenda. Tenemos mucha gente de allí.

Conor vaciló, reacio a corregirse, pero no quería mentir.

—En realidad, no es la Universidad de Nueva York, sino la Escuela de Derecho.

—Ah, claro. También es un buen centro. —John hizo todo lo posible por disimular cómo había mermado su consideración. Habían aceptado a Conor en varias facultades de mayor categoría, pero ninguna que le ofreciera las mismas condiciones de financiación, así que no tuvo mucha elección en el asunto. Acabó licenciándose entre los primeros de su promoción, pero eso no le había ayudado a captar ninguna oferta de trabajo, sobre todo con la suspensión de contrataciones que había provocado el inicio de la pandemia.

—Estudio para el examen de abogacía y envío solicitudes de empleo —dijo Conor—. Evidentemente, no empezaría nada hasta después del verano.

—¿En qué estás interesado?

—Estoy abierto a distintas áreas, pero me centro en el Derecho de Sociedades.

—Yo me dedico a litigios de sociedades. —John carraspeó, seguramente con ganas de cambiar de tema; su bufete ni se plantearía contratar a alguien con el insignificante pedigrí de Conor—. Entonces, ¿fue tu padre quien te enseñó a jugar al tenis? No pensaba que fuera muy popular allí en Irlanda.

Conor negó con la cabeza y tomó un largo trago de agua.

—Fue pura suerte —explicó, relatando una versión abreviada de sus inicios. Una tarde de abril, cuando cursaba octavo, mientras volvía a casa por un parque donde había pistas públicas, se encontró una raqueta con el marco rajado que asomaba de un cubo de basura. Ante la perspectiva de pasar otra tarde aburrida en el apartamento vacío, se agenció una pelota que estaba en las últimas y estuvo peloteando a solas contra la pared de un frontón. Le gustó la repetición apaciguadora y la mecánica sensación de logro cada vez que la raqueta establecía un sólido contacto.

Empezó a pasar por el frontón todos los días; a veces estudiaba los golpes de los jugadores más expertos en las pistas, hasta que un hombre mayor que jugaba allí con frecuencia le invitó a pelotear. Richard Wotten acabó enseñándole a Conor a jugar durante el resto de esa primavera y el verano. Ninguno de los colegios públicos de Yonkers tenía equipo de tenis, pero, gracias a la intervención de Richard, Conor obtuvo un permiso especial para presentarse al cercano instituto de Hastings-on-Hudson, y entró en el segundo equipo de dobles en la categoría juvenil A en primero de secundaria.

El frontón siguió siendo un elemento fijo en la vida de Conor durante el resto de la secundaria. Fuera de la temporada de tenis y después de sus trabajos de estudiante (cajero en la cadena de farmacias CVS, dependiente en la heladería BaskinRobbins, empaquetador en el supermercado CTown), cuando no encontraba pareja o sencillamente estaba inquieto, iba a entrenar, a veces hasta que se hacía tan oscuro que no se veía, retándose a dar veinte pelotazos consecutivos en un circulito que pintaba con tiza, a correr de lado a lado ejecutando drives y reveses durante un minuto seguido, a rechazar voleas de manera instintiva a casi dos metros, todo contra un rival incansable, implacable e invencible que no hacía sino mejorar cuanto más fuerte golpeaba la pelota.

Pero él también mejoró, y le estimulaba percibir sus progresos, pasar de un punto aparentemente estático un día a un plano más elevado al siguiente, dirigiendo la pelota con un nivel de control que no había estado a su alcance en ningún momento anterior de su vida. La dejada que apenas rebasaba la red y sufría la más parsimoniosa de las muertes al rebotar, un saque cortado que se colaba en el pasillo de dobles como un cometa para otorgarle un punto de servicio, un golpe de fondo que describía un arco justo por encima de la raqueta extendida del rival antes de zambullirse hacia la pista gracias al efecto liftado: eran hermosas hazañas, una fusión de geometría y bellas artes. Y, a diferencia de los deportes de contacto que les gustaban a sus amigos, cuyo resultado venía predicho en buena medida por el tamaño de los participantes, en la pista, los Davides diestros y estratégicos tenían posibilidades de imponerse a la fuerza bruta de los Goliats. (Conor, que alcanzó el metro setenta y nueve en la universidad, estaba en la categoría de los desvalidos frente a multitud de jugadores de más de 1,82 con un saque mortal).

Su entrenamiento a solas contra la pared del frontón lo preparó para la competición de una manera que iba más allá de lo físico. El tenis individual era el deporte más importante en el que uno competía solo por completo, con la ayuda del entrenador estrictamente prohibida durante los partidos masculinos profesionales (los golfistas, al menos, contaban con la compañía estratégica y motivacional del caddie). Era un juego para solitarios, concebido para los lobos esteparios del mundo atlético, solitario incluso cuando ganabas; no había nadie más con quien celebrarlo de inmediato.

—Parece que tuviste algo de suerte, pero sobre todo trabajaste duro —observó John—. Yo aprendí con mi padre, en esta misma pista. Aunque era de hierba por aquel entonces. Nos libramos de ella hace un tiempo. No era lo más fácil de cuidar. —Hizo una pausa al percatarse, quizá demasiado tarde, de la discrepancia entre el rectángulo pulcramente cuidado a la orilla del mar para jugar al tenis hierba y una destartalada pista pública en Yonkers—. Tu mentor debe de estar muy orgulloso de tus logros.

—Siempre me apoyó mucho —señaló Conor, y lo dejó ahí.

Richard era un abogado inmobiliario jubilado que había enviudado hacía poco cuando se conocieron. Además de perfeccionar el juego de Conor y hablar con poético entusiasmo sobre los más finos matices del deporte —le gustaba establecer paralelismos entre un partido del Grand Slam y la estructura dramática de una obra de Shakespeare, aunque el adolescente no hubiera visto ninguna—, Richard había costeado el suministro de raquetas y zapatillas deportivas y le había comprado su fiel máquina de encordar. (Este último regalo le había ahorrado cientos, quizá miles de dólares a lo largo de los años, y cuando se le rompió una cuerda a los diez minutos de estar peloteando con John, Conor se alegró de haberla llevado consigo). En su gesto más generoso, invirtió diez de los grandes para su educación en una cuenta de inversión, lo que había sufragado mínimamente el coste de la matrícula en la escuela de Derecho y, más que cualquier otra cosa, había influido en la decisión de Conor de estudiar esa carrera.

Antes de morir Richard, de cáncer de páncreas, Conor tuvo ocasión de decirle que había entrado en la primera categoría de individual en el equipo titular en penúltimo curso de secundaria, aunque no llegó a tiempo de contarle que se había hecho realidad el sueño definitivo para su protegido: la concesión de una beca completa como deportista para la universidad. (Aunque se tratara de una institución de mediocre reputación académica cuyo equipo de tenis era el último mono de su conferencia de la División II, pero, como ocurriría después con la escuela de Derecho, había aprovechado la ocasión sin dudarlo).

«Con tu ética de trabajo y tu talento —le había dicho Richard en más de una ocasión—, si hubieras empezado en una situación un poco más aventajada, seguramente habrías llegado a profesional».

Conor se acordaba de vez en cuando de ese comentario cuando veía un partido en televisión, aunque no se hacía ilusiones de que, en una vida alternativa, hubiera tenido la capacidad de crecer diez centímetros más y competir con los Federer y los Nadal del mundo. Aun así, ¿qué habría pasado si hubiera empezado a los seis en lugar de a los trece? ¿Si hubiera crecido en un lugar soleado y lleno de pistas de tenis, como Florida o el sur de California, en vez de depender de una raqueta rajada y un frontón en Yonkers? ¿Si hubiera contado con el beneficio de entrenadores veteranos en el instituto y campamentos de verano de tenis, y no de un profesor de Biología al que le había caído en suerte el puesto?

Naturalmente, también estaba el otro inicio aventajado al margen del tenis que a veces lamentaba haber carecido, y se preguntaba si, de haberlo tenido, estaría ahora licenciado por la Universidad de Nueva York y no por la Escuela de Derecho de la ciudad.

Pero siempre que Conor se hundía en las arenas movedizas de la autocompasión, se rescataba de inmediato. Haber encontrado por casualidad una raqueta en la basura lo condujo, junto con los esfuerzos altruistas de un jubilado con tiempo de sobra, a licenciarse en Derecho. Con recursos limitados y sin ayuda de nadie, su madre siempre había proveído techo y comida, se cercioró de elegir las zonas con la mejor escuela primaria de Yonkers y luego se mudaron para que asistiera a los mejores centros de secundaria. Ella lo llevaba en coche a incontables entrenamientos de tenis y le hacía sentir que nunca tendría que enfrentarse a la vida solo, que eran compañeros de dobles en el sentido estricto. No todo el mundo tenía una madre así. Conor sabía que era afortunado en lo que más importaba.

John apuró el botellín de agua.

—Voy a darme un chapuzón antes de que empiece mi glorioso día de trabajo por Zoom. Tendría que haberte dicho que trajeras el bañador.

—Es igual, tengo que ponerme a estudiar —observó Conor.

La primera lección de pago la tuvo esa tarde con un hosco septuagenario de hombros encorvados que se llamaba Dick Garrison. Después de extenderle a Conor un cheque de ciento cincuenta dólares, Dick se comprometió a recibir clases los jueves a las cinco y media «siempre y cuando siga observando mejoría».

Bueno, por algo se empezaba.

En su cabaña, Conor se entregó a la preparación del examen de abogacía hasta la hora de cenar. Mientras removía una cacerola de pasta, telefoneó a su madre. Hacía una temporada que no pasaban tanto tiempo sin hablar, después de haber estado juntos prácticamente el día entero en el apartamento desde marzo.

—Ojalá lo vieras —dijo, notando su incapacidad para hacerle justicia al pintoresco telón de fondo del istmo—. Me sabe mal que no puedas salir de casa.

—No te preocupes por mí; me alegro de que lo estés disfrutando —respondió ella—. Envíame más fotos.

—¿Qué tal va la búsqueda de empleo? —se interesó Conor.

El anciano gastroenterólogo que había dado trabajo a su madre durante casi cuatro décadas decidió jubilarse una vez fue evidente que el COVID no iba a desaparecer de la noche a la mañana. Sus beneficios mensuales, ya escasos antes de la pandemia, estaban ahora en rojo. El paro que cobraba ascendía a la mitad de su sueldo anterior y dejaría de percibirlo al cumplirse un año; no le habían concedido un subsidio por incapacidad porque tenía la diabetes controlada; y aún tenía que devolver unos veinte mil dólares en deudas de tarjetas de crédito que transfería periódicamente de una cuenta a otra como si fueran una patata caliente.

Cuando Conor se estaba quedando dormido por las noches en los últimos meses que su madre había pasado sin trabajo, sus pensamientos solían girar en torno a su precaria situación económica y la amedrentadora perspectiva de que, en el futuro, su sustento dependería casi en exclusiva de él.

—Igual que siempre. Nadie quiere una recepcionista de sesenta y un años con una dolencia preexistente que solo puede trabajar a distancia —se lamentó—. ¿Crees que John te dará empleo?

Le explicó por qué no ocurriría nada semejante.

—Yo no lo veo así. Fuiste de los primeros de tu clase, trabajas tremendamente duro, eres...

—Mamá, ya vale, por favor. No entra dentro de lo posible.

Ella sabía arreglárselas como madre soltera; se había abierto paso con pericia por laberintos burocráticos y era capaz de preparar una comida deliciosa con cualquier cosa que hubiera en el frigorífico. Sin embargo, se conformó con trabajar de recepcionista médica en una consulta toda su vida laboral y nunca había tenido que aprender las normas implícitas ni los sistemas de valores del mundo del trabajo cualificado en el que él intentaba irrumpir. Ciertas cosas no siempre se conseguían solo con trabajo duro o talento.

Sonó el interfono de su madre.

—¿Quién es? —preguntó él—. No habrás invitado a nadie, ¿verdad?

—Tranquilo. Es la compra esa tan cara que me traen.

A pesar de lo duro que era tener que pagar un recargo para que llevaran la compra a casa, le había hecho prometer a su madre que no saldría a aprovisionarse mientras él estuviera ausente.

—Puse una nota en la aplicación indicándoles que dejen todo en la puerta —señaló—. Espera unos minutos después de que se vaya el repartidor y lleva mascarilla cuando las metas en casa.

—¿Que espere unos minutos y lleve mascarilla estando sola? —preguntó—. Qué paranoico estás, Conor. Y soy perfectamente capaz de ir al supermercado yo misma. Es igual que cuando ibas tú.

—Mamá, yo tengo mucho más cuidado. Me pongo doble mascarilla y me mantengo a dos metros de otros en el súper, y, si alguien se acerca, me aparto.

—Exacto, estás paranoico. Es absurdo. No pienso llevar mascarilla los veinte segundos que voy a estar justo delante de mi propia puerta. —Hizo la furiosa declaración con el aire de un juez dictando sentencia.

—Tienes diabetes de tipo uno —observó Conor—. Basta un descuido para que lo pilles, y luego, ¿qué? ¿Ya te puedes despedir? ¿Eso quieres? ¿Morirte por haber salido al puñetero pasillo a recoger la compra? Ponte la puta mascarilla.

Había empezado con calma, pero desde luego no estaba sereno para el final, y ambos guardaron silencio después del estallido. El arranque se debía a los meses de frustración acumulados al verla minimizar la amenaza y soportar que lo tachara de angustias, aunque era ella quien más peligro corría. Cada vez que Conor contenía la respiración en el ascensor del edificio o esquivaba a un viandante sin mascarilla, era solo por ella.

—Lo siento —dijo al cabo—. Mira, si no vas a llevarla por tu bien, hazlo por el mío.

—Vale —respondió ella en voz queda.

Después de dos horas de vadear penosamente a través de uno de los cuatro libros de preparación para el examen, cada uno de ellos de más de un kilo, Conor salió al aire fresco del atardecer. Dando un amplio rodeo alrededor de la casa por si John estaba en el porche de atrás —aún se sentía fuera de lugar charlando con su jefe-casero—, se dirigió hacia el océano.

El césped trasero comunicaba con un sendero que descendía sinuoso hacia la rocosa costa oeste, donde Conor se sentó en una roca lo bastante grande para dos. El agua lamía sin prisa la orilla a sus pies, en la que flotaban algas rojas. El cielo era un intenso espectro de tonos melocotón, mandarina y, revestido por el horizonte del océano, naranja sanguíneo. Lo que era uno de los anocheceres más dramáticos que había visto en su vida seguramente ocurría allí a diario.

Obviando un aroma similar al de los huevos, se encontró pensando que sería un buen sitio para llevar a una chica, aunque este verano no tendría tiempo para ese tipo de distracción. A quienes debían hacer el examen de abogacía, que se había pospuesto hasta septiembre por culpa del COVID, se les aconsejaba estudiar un total de quinientas horas. Para ir sobre seguro, Conor las había superado además de apañárselas para dar lecciones de tenis y enviar solicitudes de empleo. Todos sus compañeros de promoción temían el trabajo de preparación para el examen, pero a Conor no le molestaba. Le gustaba el Derecho por algunos de los mismos motivos que el tenis: recompensaba a quienes descubrían perspectivas insólitas, eran capaces de alterar y redirigir de súbito una argumentación mediante la lógica y la retórica, y siempre iban dos pasos por delante del rival.

Aún no había visto gran cosa aparte del club náutico, así que, para hacerse una idea de la configuración del terreno antes de volver a estudiar, desanduvo sus pasos y regresó hacia Cutters Neck Road. No había nadie más bajo la luz menguante cuando volvió hacia el sur, pasando por delante de las casas generosamente separadas por zonas boscosas.

Un cuarto de hora después llegó al final de la carretera, donde un inmenso césped se extendía delante de una casa más grande que cualquier otra que hubiera visto en persona. Brotaban del tejado tres chimeneas, y unas columnas blancas sostenían un porche que rodeaba la fachada entera. Puesto que estaba en la punta de la península y, por tanto, era la única casa que podía estar situada en mitad del terreno, nada tapaba las vistas del océano no solo en dos sino en tres direcciones cardinales. Unos sesenta metros hacia un lado, y al parecer formando parte de la propiedad, había otra casita de campo de tamaño más modesto con su propio garaje anexo. En el interior de un cobertizo abierto había aparcado un carrito de golf. Lo que parecía ser un muelle privado se adentraba en el mar.

Las otras casas de Cutters eran impresionantes, aunque se ajustaban a su concepción de un estilo de vida lujoso. Esta, en cambio, era ridícula, una caricatura de esas mansiones que podrían tener un helipuerto en un reality show. No se imaginaba a un ser humano de carne y hueso viviendo allí.

Quizá no viviera nadie; no había vehículos aparcados delante, aunque podrían estar en el garaje cerrado, y no se veía ninguna luz encendida. Un sendero de grava a la derecha rodeaba el perímetro de la propiedad. Conor se sintió tentado de seguirlo. Podía echar un vistazo a la parte de atrás y, en caso de que le dieran el alto, decir que creía que era un camino público. Pero no podía arriesgarse a cometer una falta en una de sus primeras noches allí; si el propietario lo sorprendía entrando sin permiso, tendría que pedirle a John que respondiera por él, y eso los dejaría a ambos en una situación incómoda.

Faltaban un par de horas para acostarse, dos horas que debería haber dedicado a la preparación del examen, no a mirar boquiabierto la puesta de sol y las propiedades inmobiliarias. Después de un día en la obra, tumbado en la moqueta de la sala de estar con una bolsa de hielo sujeta a la espalda dolorida, su padre le había recordado más de una vez: «Si no te devanas los sesos ahora, algún otro te obligará a deslomarte el día de mañana». Conor dio media vuelta.

En la cabaña, leyó hasta que se le cerraron los ojos. Antes de apagar la luz, consultó la dirección de la casa gigantesca. Tenía diez dormitorios y catorce cuartos de baño y cubría nada menos que dos mil cincuenta metros cuadrados. No había historial de ventas, pero el propietario, hasta donde alcanzó a indagar, se llamaba Thomas Remsen, y la casa estaba valorada en veintiséis millones de dólares.

Costaba creer que alguien creyera necesitar tanto espacio, tantos dormitorios, tantos retretes, y además en una casa de veraneo. Le hizo pensar en Richard otra vez. Su profesor de tenis abogaba por la regularidad conservadora frente al relumbrón en todos los aspectos. «No hay que asestar un golpe ganador para ser un ganador», decía cada vez que el chico apostaba por un golpe estadísticamente improbable, tanto si tenía suerte como si no. Le enseñó a Conor un mantra para que lo recitara mentalmente entre los puntos: golpes uniformes, nada de raquetazos. No vayas a por el raquetazo, y no te las des de gallito: el anciano lo tenía como lema.

«Ese tipo se cree el número uno del mundo», le comentó Richard un día en el parque después de que un Porsche pasara a toda velocidad por delante de la pista, con el equipo de música a todo volumen. «Se cree que el dinero da la felicidad».

Cuando Conor asintió desde la línea de fondo y recogió una pelota, dispuesto a seguir dándole a la raqueta, Richard le llamó desde la red.

—Escúchame, deja la pelota —dijo—. La felicidad la da la seguridad. Sentirse a salvo, saber que puedes valerte por ti mismo. Si no tienes suficiente dinero, es difícil sentirse seguro, porque siempre estás mirando por encima del hombro: «¿Voy a perder la casa? ¿A perder el trabajo?». Pero estos gallitos con sus coches deportivos también están todo el día mirando por encima del hombro. Les aterra perder lo que tienen, no porque vayan a quedarse en la calle ni nada parecido, sino porque lo que valoran de sus vidas es ir de gallito. Se obsesionan con tener coches más lujosos, casas más grandes, más mujeres. Más, más, más.

Después de hacer rugir el motor en un semáforo en rojo, el coche se alejó con estrépito.

«El punto justo —continuó Richard— es estar uno o dos peldaños por debajo de los gallitos y no preocuparse por ser el primero. Porque no se trata de conseguir todo lo que quieras, sino de estar satisfecho con lo que tienes. Eso es la auténtica seguridad».

Todos estos años, Conor se había atenido a la doctrina de la moderación de Richard. Aún no había encontrado trabajo, pero, si seguía jugando el partido de la vida como jugaba al tenis —golpes uniformes, nada de raquetazos—, no cabía duda de que continuaría en la trayectoria triunfadora hacia la seguridad, para su madre y para él.

3

El martes por la tarde, tuvo una clase con Suzanne Estabrook, la mujer que había estado en compañía de Ted (¿«Teddy»?) Kennedy antes del incidente de Chappaquiddick. Una vez que terminaron, ella se disculpó por la docena o dos docenas de pelotas que había lanzado por encima de la valla, concertó otra lección para la semana siguiente y se marchó sin pagar.

—Puedo cobrar en cheque o en metálico, o puedes hacerme un Bizum, lo que sea más fácil —se vio obligado a recordarle Conor.

—¡Ay, lo siento mucho! —se disculpó Suzanne, mientras se daba la vuelta y se llevaba la mano a la boca con teatralidad—. Se me ha olvidado por completo. Ni siquiera he traído la chequera. ¿Puedo pagarte el doble la próxima vez?

Parecía un poco cabeza de chorlito, y Conor no se fiaba de que fuera a acordarse la siguiente vez, a menos que se lo insinuara recordándole de antemano. Por otra parte, podría acompañarla a casa y esperar fuera mientras cogía el dinero, pero tenía la sensación de que eso habría infringido los cánones sociales.

—No hay problema —accedió con el mejor ánimo que pudo.

Su club de tenis siempre había gestionado las transacciones de manera invisible, y tenía claro que no debía presionar personalmente a estos clientes (incluso que Dick Garrison le entregara un cheque después de la lección le había parecido, bueno, ordinario). Solo los pobres estaban acostumbrados a que los persiguieran por sus deudas. No le quedaba sino esperar que ella pagara antes de que le llegase la factura de la tarjeta de crédito dentro de nueve días.

Se había llevado el traje de baño y una toalla esta vez, y aún faltaban un par de horas para la clase con la mujer anónima de la fiesta. Se cambió en una de las casetas del club náutico y caminó descalzo por las piedras que cubrían el espigón hasta la plataforma, rodeada de barandillas de madera y con una escalera metálica que bajaba al agua. A unos quince metros, flotaba sobre las aguas otra plataforma más pequeña, anclada al fondo del mar.

Cuando Conor le dijo a la propietaria de la piscina que no se le daba muy bien nadar, se había quedado corto; solo sabía hacerlo a braza de perro. Sus padres no sabían nadar en absoluto y había tenido muy pocas oportunidades de mejorar, creciendo en Yonkers. Después de cierta edad, decidió que era una causa perdida. Pero al menos podría refrescarse unos minutos.

La plataforma y las aguas en torno estaban vacías; de otro modo, no se habría atrevido a meterse. Nunca nadaba delante de gente y había pasado muchas tardes parado en la parte poco profunda de la piscina del hotel en los viajes que hacía con el equipo, fingiendo que no le apetecía mojarse del todo, para ahorrarse juicios de opinión. Nadie se habría creído que Conor O’Toole, el astro del tenis que estudiaba Derecho y parecía dominar cualquier disciplina que se propusiera, apenas era capaz de mantenerse a flote.

Ahora, al descender con cautela los peldaños hasta las impetuosas olas, el agua hizo que se le pusiera la piel de gallina en las pantorrillas. John le había advertido que el océano no se calentaba hasta bien entrado el mes de julio. Al final, se soltó de la escalera y empezó a agitar brazos y piernas con furia para entrar en calor, porque era lo más parecido a su atropellado estilo natural de natación. Chapoteó en paralelo a la orilla, en el sentido de la corriente, con la intención de internarse brevemente en el mar y regresar de inmediato, aunque solo fuera para demostrarse que podía hacerlo.

La noción de que hubiera criaturas invisibles con dientes o garras o aguijones acechando bajo la superficie lo puso paranoico. Movió los brazos como aspas de un molino de viento y pateó con más fuerza para ahuyentar cualquier depredador mientras percutía contra la espuma.

Al volver la cabeza un momento, una ola le azotó la cara. Para lidiar con el escozor salado y el ángulo punzante del sol, cerró los ojos mientras nadaba. Cuando los volvió a abrir para orientarse, le alarmó verse mucho más lejos de la orilla que antes; sus caóticas brazadas lo habían desviado de su rumbo.

Aún medio cegado, emprendió el regreso a la plataforma, pero ahora iba a contracorriente y estaba cansado de bracear sin ton ni son. Sus músculos, infatigables en la pista de tenis, eran en el agua como los de un niño.

Miró hacia el horizonte y otra ola le asestó un golpe por sorpresa. Mientras se atragantaba y escupía el agua salada de la nariz y la garganta, notó la primera punzada de auténtico terror por su vida, a la par que una sensación de desprecio por sí mismo: qué patético sería ahogarse la primera vez que nadaba, aquí en este paraíso costero. Al final, deducirían lo que le había ocurrido, una vez que John reparara en que había desaparecido y viera la bicicleta y la ropa, pero nunca recuperarían su cadáver del Atlántico. Su madre celebraría un funeral sin cuerpo presente por Zoom.

No había llegado tan lejos para morir en el fondo del océano de unos ricachones.

Hundió la cabeza y se puso a bracear y patear con todas sus fuerzas, conteniendo la respiración para mantener a raya el agua, impulsado no tanto por las extremidades como por una determinación implacable a prevalecer que le había funcionado durante años en las pistas y en las aulas, una resolución que se fortalecía cuanto más intensa era la marea en contra.

«Golpes uniformes, nada de raquetazos», se dijo cuando notó que el pánico llevaba su cuerpo más allá de sus posibilidades.

Justo cuando empezaba a dudar de su capacidad para seguir adelante, percibió un hermoso destello a través de los ojos inflamados y entrecerrados: la escalera de metal. Se aferró a ella entre arcadas y jadeos, más agotado que si hubiera disputado cinco sets, aunque el calvario no había durado más de uno o dos minutos de principio a fin.

Unas risillas. En la plataforma exterior, cuatro universitarios estaban tendidos al sol como leones marinos. Debían de haber ido hasta allí durante la primera parte de su chapuzón. Cuando Conor los miró, volvieron la cabeza y retomaron su conversación inaudible.

Mientras subía la escalera a toda prisa, recogía sus cosas y se marchaba, se sintió más avergonzado consigo mismo que furioso con ellos por no haber intentado ayudarle. Aunque, de haberlo hecho, habría estado más abochornado aún. Peor que la grieta que delataba en su hombría, la ineptitud de estar a punto de ahogarse había revelado un fondo de ignominia más profundo: ahora era más evidente que nunca que no era uno de ellos. El elegante profesor de tenis de Westchester no era en realidad más que un chaval de Yonkers demasiado pobre para haber aprendido a nadar.

Conor estaba listo unos minutos antes de la hora, como siempre, para su clase con la mujer de la fiesta. A las cinco y cuarto, ella no había aparecido ni le había enviado un mensaje de texto: debía de tener su número en el email original de John. Tendría que haberse llevado uno de sus libros de Derecho para aprovechar el tiempo. Le daría hasta las cinco y media antes de marcharse.

Unos minutos antes de que se cumpliera el plazo, oyó un crujir de grava a su espalda. Su alumna venía por el sendero de acceso en un carrito de golf.

La mujer se detuvo al pie de la colina sin molestarse en aparcar en la periferia cubierta de hierba. Llevaba las mismas gafas de sol que la vez anterior y ropa blanca de tenis: visera, un top con cuello de barco y una falda hasta medio muslo. Los restos de protector solar mineral en los brazos y el esternón realzaban su aura radiante. Era como si nunca permitiera que el sol le alcanzara el cuerpo.

—Hola, Conor O’Toole —dijo al acercarse, con una serenidad extraña en la voz. No ofreció ninguna disculpa o explicación.

Por lo general, cuando un cliente llegaba tan tarde, Conor preguntaba si había tenido algún problema para llegar o si no se había aclarado con la hora de la cita —no quería dar pie a una manera de proceder permisiva—, pero la perspectiva de que esa mujer le hiciera otro comentario mordaz le hizo morderse la lengua.