El gran Gatsby - F. Scott Fitzgerald - E-Book

El gran Gatsby E-Book

F.Scott Fitzgerald

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Beschreibung

"Francis Scott Fitzgerald decía que la vida es un asunto romántico y por eso seguramente logró maravillarnos con uno de los personajes más perdedores y, al mismo tiempo, más triunfadores y soñadores que ha dado la literatura por libros como El gran Gatsby. Jay Gatsby es el nuevo héroe del siglo XX, hecho a sí mismo sin demasiados escrúpulos. Es un fronterizo, un aventurero, pero también un román - tico, alguien capaz de arriesgarse hasta las últimas consecuencias por ir detrás de un simple brillo".

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Título original: The Great Gatsby

Traducción: Isabela Cantos Vallecilla

Primera edición en esta colección: febrero de 2022

© 1925, F. Scott Fitzgerald

© Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-958-5191-79-2

Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

Edición: Juana Restrepo Díaz

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Una vez más,a Zelda.

Entonces usa el sombrero dorado, si eso la impresionará;Si puedes saltar alto, salta por ella también,Hasta que exclame: «¡Amante, el del sombrero dorado,amante que saltas alto, debo tenerte!».

—Thomas Parke D’Invilliers

Capítulo 1

En mis años más jóvenes y vulnerables, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

«Cada que sientas la necesidad de criticar a alguien», me dijo, «tan solo recuerda que no todas las personas de este mundo han tenido las mismas ventajas que has tenido tú».

Él no dijo nada más, pero siempre hemos sido inusualmente comunicativos de una manera reservada, y entendí que sus palabras significaban mucho más de lo que aparentaban. En consecuencia, tiendo a reservarme todos los juicios, un hábito que me ha revelado a muchos de curiosa naturaleza y también me ha convertido en víctima de no pocos veteranos aburridos. La mente anormal es rápida para detectar y unirse a esta cualidad cuando aparece en una persona normal, y así fue como sucedió que, en la universidad, fui injustamente acusado de ser un político, porque conocía los pesares secretos de hombres desenfrenados y desconocidos. La mayoría de aquellas confidencias yo no las había buscado (frecuentemente había fingido que dormía, que me preocupaba o que sentía una frivolidad hostil cuando me daba cuenta, por algún signo inequívoco, que una revelación íntima ondeaba en el horizonte) porque las revelaciones íntimas de los hombres jóvenes, o al menos los términos en que las expresan, son usualmente plagios o están estropeadas por omisiones obvias. El reservarme los juicios es un asunto de esperanza infinita. Todavía temo perderme algo si olvido que, como sugirió mi padre en su esnobismo, y como repito yo con esnobismo, un sentido fundamental de la decencia se reparte inequitativamente al nacer.

Y, tras alardear de esta manera de mi tolerancia, llego a la admisión de que tiene un límite. La conducta puede estar cimentada en una dura roca o en terrenos pantanosos, pero, después de un cierto punto, no me importa sobre qué está cimentada. Cuando volví del este el pasado otoño, sentí que quería que el mundo estuviera en uniforme y en una especie de vigilancia moral para siempre; no quería más excursiones desenfrenadas con atisbos privilegiados hacia el corazón humano. Solo Gatsby, el hombre que le da nombre a este libro, fue excusado de mi reacción: Gatsby, quien representa todo por lo que siento un auténtico desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo maravilloso en él, una sensibilidad aumentada hacia las promesas de la vida, como si él estuviera relacionado con una de esas complicadas máquinas que registran los terremotos que suceden a dieciséis mil kilómetros. Esta sensibilidad no tiene nada que ver con aquella flácida impresionabilidad que se dignifica bajo el nombre de «temperamento creativo». Era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como la que nunca he encontrado en otra persona y la cual es poco probable que encuentre de nuevo. No, al final Gatsby resultó bien; es lo que acechaba a Gatsby, el polvo viciado que flotaba en el despertar de sus sueños lo que, temporalmente, cerraba mi interés en los pesares fracasados y los júbilos de corto aliento de los hombres.

Mi familia había sido, durante tres generaciones, de personas prominentes y adineradas en esta ciudad del medio oeste. Los Carraway somos algo como un clan y tenemos una tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el fundador real de mi línea fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en el año cincuenta y uno, envió a un sustituto a la Guerra Civil e inauguró un negocio de ferretería al por mayor con el que mi padre continúa hoy en día.

Nunca vi a este tío abuelo, pero se supone que me parezco a él, especialmente si nos referimos al adusto retrato que cuelga en la oficina de padre. Me gradué de New Haven en 1915, tan solo un cuarto de siglo después que mi padre, y un poco después participé en aquella retrasada migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté tanto del contraataque que volví intranquilo. En lugar de ser el cálido centro del mundo, el medio oeste ahora parecía el borde roto del universo, así que decidí ir hacia el este y aprender sobre el negocio de los bonos. Todos a quienes conocía estaban en el negocio de los bonos, así que supuse que podía aguantar a un hombre más. Todas mis tías y tíos lo hablaron como si estuvieran escogiendo una preparatoria para mí y, finalmente, dijeron «Bien… sí» con caras muy serias y dudosas. Padre accedió a financiarme durante un año y, después de varios retrasos, vine al este, permanentemente, pensé, en la primavera del veintidós.

Lo práctico era encontrar alojamiento en la ciudad, pero era una estación cálida y yo acababa de dejar un país de amplios pastos y árboles amigables, así que cuando un joven hombre de la oficina me sugirió que alquiláramos una casa juntos en un pueblo cercano, sonó como una gran idea. Él encontró la casa, un bungalow de cartón asediado por el clima que costaba ochenta dólares al mes, pero en el último momento su firma le ordenó que volviera a Washington y me fui al campo solo. Tenía un perro, al menos lo tuve durante unos pocos días hasta que se escapó, y un Dodge viejo y una mujer finlandesa que me tendía la cama, me preparaba el desayuno y se murmuraba refranes finlandeses a sí misma frente a la estufa eléctrica.

Me sentí solo por un día, más o menos, hasta que una mañana un hombre, que había llegado más recientemente que yo, me detuvo en el camino.

—¿Cómo se llega a la villa West Egg? —preguntó con impotencia.

Se lo indiqué. Y, mientras caminaba, ya no me sentí solo. Era un guía, un explorador, un colono original. Casualmente, él me había conferido la libertad del vecindario.

Y así, con la luz del sol y los grandes grupos de hojas creciendo en los árboles (tal como las cosas crecen en las películas rápidas), tuve la convicción familiar de que la vida empezaba de nuevo con el verano.

Por una parte, había tanto que leer y tanta salud que extraer del aire joven y alentador aire. Compré una docena de volúmenes sobre la banca, créditos y valores de inversión, que se posaron en mi estantería en rojos y dorados, como dinero recién impreso, prometiendo revelar los brillantes secretos que solo Midas, Morgan y Mecenas conocían. Y, además, tenía la encomiable intención de leer muchos otros libros. Fui bastante lector en la universidad (un año escribí una serie de editoriales muy solemnes y obvias para Yale News) y ahora traería de vuelta ese hábito a mi vida y me convertiría de nuevo en el más limitado de todos los especialistas, un «hombre completo». Esto no es solo un epigrama: la vida, después de todo, se ve mucho mejor si se mira desde una sola ventana.

Era una cuestión de azar el que hubiera alquilado una casa en una de las comunidades más extrañas de América del Norte. Fue en aquella delgada y desenfrenada isla que se extiende hacia el este de Nueva York y donde hay, entre otras curiosidades naturales, dos formaciones inusuales de tierra. A treinta y dos kilómetros de la ciudad, un par de huevos enormes, idénticos en contorno y separados solo por cortesía de la bahía, salían hacia el cuerpo de agua salada más domesticado del Hemisferio Occidental, el estrecho de Long Island, el gran corral húmedo. No son óvalos perfectos (como el huevo de la historia de Colón, los dos se aplanan en los puntos de contacto), pero su parecido físico debe ser una fuente de perpetua confusión para las gaviotas que los sobrevuelan. Para quienes no tienen alas, un fenómeno más llamativo es su disimilitud en cada aspecto excepto por la forma y el tamaño.

Vivía en West Egg, el… bueno, la menos elegante de las dos, aunque esta es la manera más superficial de señalar el extraño, y no poco siniestro, contraste entre ellos. Mi casa estaba en la punta del huevo, a tan solo cuarenta y cinco metros del estrecho, y se ajustaba entre dos enormes propiedades que se alquilaban por mil doscientos o mil quinientos dólares por temporada. La de mi derecha era algo colosal para cualquier estándar: era una imitación verdadera de algún Hôtel de Ville en Normandía, con una torre a un lado, tremendamente nueva bajo una fina enredadera de hiedra, y una piscina de mármol y más de dieciséis hectáreas de pastos y jardines. Era la mansión de Gatsby. O, más bien, ya que no conocía al señor Gatsby, era una mansión que habitaba un caballero de ese nombre. Mi propia casa era una monstruosidad, pero era una monstruosidad pequeña, y había sido pasada por alto, así que yo tenía una vista hacia el agua, una vista parcial hacia el jardín de mi vecino, y la consoladora proximidad a los millonarios, todo por ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la bahía, los palacios blancos del East Egg elegante brillaban a lo largo del agua, y la historia del verano realmente empieza en la tarde en la que conduje hasta allí para cenar en la casa de Tom Buchanan. Daisy era mi prima lejana y había conocido a Tom en la universidad. Y, justo después de la guerra, pasé dos días con ellos en Chicago.

Su esposo, entre varios logros físicos, había sido uno de los extremos más poderosos que jamás jugó fútbol en New Haven: una figura nacional, de cierta manera, uno de esos hombres que alcanzan una excelencia tan limitada y aguda a los veintiuno que todo lo que hacen después tiene un regusto anticlimático. Su familia era enormemente rica (incluso en la universidad, su libertad con el dinero fue un asunto de reproche), pero ahora había dejado Chicago y se había ido hacia el este, con una elegancia que te dejaba sin aliento: por ejemplo, había traído una cuadra de caballos de polo desde Lake Forest. Era difícil comprender que un hombre de mi propia generación era lo suficientemente rico como para hacer eso.

No sé por qué vinieron hacia el este. Habían pasado un año en Francia, por ninguna razón en particular, y luego fueron de un lugar, en donde la gente jugaba polo y podía ser rica junta, a otro, sin descanso. Era una mudanza permanente, dijo Daisy por teléfono, pero yo no lo creía. No podía ver dentro del corazón de Daisy, pero sentía que Tom seguiría buscando para siempre, con esperanza, la dramática turbulencia de un partido de fútbol irrecuperable.

Y así sucedió, que en una cálida y ventosa tarde, conduje hasta East Egg para ver a dos viejos amigos que prácticamente no conocía. Su casa era aún más elaborada de lo esperado, una alegre mansión colonial de Georgia, pintada de rojo y blanco, que se imponía sobre la bahía. El patio empezaba en la playa e iba hasta la puerta delantera, recorriendo unos cuatrocientos metros, saltándose relojes de sol, muros de ladrillo y jardines abrasadores. Finalmente, cuando llegaba a la casa, subía por el costado como brillantes enredaderas que parecían impulsadas por la carrera. El frente lo adornaban una línea de ventanales franceses, brillando como si reflejaran oro, y abiertos de par en par hacia la cálida y ventosa tarde, y Tom Buchanan, vestido con su ropa de montar, estaba de pie con las piernas separadas en el porche delantero.

Había cambiado desde los años de New Haven. Ahora era un hombre de treinta años, robusto, rubio, con una boca seria y un aire arrogante. Dos brillantes y arrogantes ojos habían establecido una dominancia sobre su rostro y le daban la apariencia de siempre estar inclinado agresivamente hacia adelante. Ni siquiera la ostentosa feminidad de su ropa de montar podía ocultar el enorme poder de ese cuerpo: parecía llenar aquellas brillantes botas hasta tensar los cordones y podías ver una gran masa de músculos moverse cuando su hombro se movía bajo aquel ligero abrigo. Era un cuerpo capaz de una enorme ventaja: un cuerpo cruel.

Su voz al hablar, ronca y brusca como la de un tenor, añadía a la impresión de rebeldía que transmitía. Tenía un deje de desprecio paternal en ella, incluso hacia la gente que le caía bien… y había hombres en New Haven que lo habían odiado visceralmente.

«Ahora, no pienses que mi opinión en estos asuntos es definitiva», parecía decir, «solo porque soy más fuerte y mucho más hombre que tú». Estábamos en la misma asociación de estudiantes y, aunque nunca fuimos muy cercanos, siempre tuve la impresión de que me aprobaba y quería que me cayera bien con un anhelo triste, duro y desafiante, que era propio de él.

Hablamos durante unos minutos en el porche soleado.

—Tengo un gran lugar aquí —dijo, sus ojos mirando hacia todas partes sin descanso.

Me giró, tomándome de un brazo, y movió una mano ancha y plana para señalar la vista frontal, indicando con ese barrido un jardín italiano, dos mil metros cuadrados de plantaciones de rosas y un bote de motor, de proa chata, que se mecía con la corriente en la orilla.

—Le pertenecía a Demaine, el hombre del petróleo. —Me giró de nuevo, con educación pero abruptamente—. Vamos adentro.

Caminamos a través de un corredor de techo alto hacia un espacio rosa y luminoso, frágilmente unido a la casa por ventanales franceses en cada extremo. Las ventanas estaban entreabiertas y brillando, blancas, en contraste con el césped fresco de afuera que parecía crecer un poco hacia dentro de la casa. Una brisa entró a la habitación, haciendo ondear las cortinas hacia adentro y luego hacia afuera como pálidas banderas, enredándolas hacia el techo que parecía un pastel de boda glaseado, para luego rizarse sobre la alfombra de color vino, creando una sombra sobre ella, como el viento lo hace en el océano.

El único objeto completamente inamovible de la habitación era un enorme sofá en el cual dos mujeres jóvenes flotaban como si estuvieran ancladas a un globo. Ambas vestían de blanco y sus vestidos se ondulaban y revoloteaban como si acabaran de volver de un corto vuelo alrededor de la casa. Debo haberme quedado de pie por unos momentos, escuchando el azote y el chasquido de las cortinas y el gemido de un cuadro en la pared. Entonces se escuchó una explosión mientras Tom Buchanan cerraba las ventanas traseras y el viento atrapado murió en la habitación causando que las cortinas, las alfombras y las dos mujeres jóvenes descendieran lentamente hacia el suelo.

Las más joven de las dos era una extraña para mí. Estaba extendida en toda su altura en su lado del diván, completamente inmóvil y con su barbilla alzada un poco como si estuviera balanceando algo en ella que, muy probablemente, iba a caer. Si me vio de reojo, no dio ninguna pista sobre ello. De hecho, casi me sorprendo a mí mismo murmurando una disculpa por haberla molestado al entrar.

La otra chica, Daisy, intentó levantarse (se inclinó ligeramente hacia adelante con una expresión concienzuda), luego se rio, una absurda, pequeña y encantadora risa, y yo me reí también y me adentré en la habitación.

—Estoy p-paralizada por la felicidad.

Ella se rio de nuevo, como si hubiera dicho algo muy audaz, y tomó mi mano por un momento, mirándome el rostro, prometiendo que no había nadie en el mundo a quien le gustaría ver más. Era algo muy propio de ella. Ella dio a entender con un murmullo que el apellido de la chica que balanceaba algo en su barbilla era Baker. (Había escuchado decir que el murmullo de Daisy era solo para obligar a la gente a inclinarse hacia ella; una crítica irrelevante que no lo hacía menos encantador).

De cualquier manera, los labios de la señorita Baker temblaron, ella me hizo un gesto con su cabeza casi imperceptiblemente y luego, con rapidez, llevó su cabeza hacia atrás de nuevo. El objeto que balanceaba se había tambaleado un poco, obviamente, y le había dado algo como un sobresalto. De nuevo, una especie de disculpa se elevó hasta mis labios. Casi cualquier exhibición de autosuficiencia amerita, por mi parte, admiración.

Miré de nuevo a mi prima que empezó a preguntarme cosas en su baja y apasionada voz. Era la clase de voz que los oídos siguen, subiendo y bajando, como si cada palabra fuera un arreglo de notas que nunca serán tocadas de nuevo. Su rostro era triste y adorable, lleno de cosas brillantes, ojos brillantes y una boca brillante y apasionada, pero había una emoción en su voz que los hombres que la apreciaban encontraban difícil de olvidar: una coacción cantada, un «Escucha» susurrado, una promesa de que ella había hecho cosas alegres y emocionantes hacía poco y de que había cosas alegres y emocionantes rondando la siguiente hora.

Le conté que había parado en Chicago durante un día en mi travesía hacia el este y que una docena de personas le habían enviado sus recuerdos a través de mí.

—¿Me echan de menos? —exclamó extasiada.

—Todo el pueblo está desolado. Todos los automóviles tienen pintada de negro la rueda trasera de la izquierda como una corona de luto y se escucha un lamento persistente durante toda la noche en la costa norte.

—¡Qué maravilla! Volvamos, Tom. ¡Mañana! —Entonces añadió con irrelevancia—: Debes ver a la bebé.

—Me gustaría.

—Está dormida. Tiene dos años. ¿Nunca la has visto?

—Nunca.

—Bien, debes verla. Ella es…

Tom Buchanan, quien había estado deambulando sin parar por la habitación, se detuvo y posó su mano en mi hombro.

—¿A qué te dedicas, Nick?

—Soy un hombre de bonos.

—¿Con quiénes?

Se lo conté.

—Nunca he escuchado sobre ellos —remarcó con decisión.

Esto me molestó.

—Lo harás —respondí secamente—. Lo harás si te quedas en el este.

—Oh, me quedaré en el este, no te preocupes por ello —dijo él, mirando a Daisy y luego a mí, como si estuviera en alerta por algo más—. Sería un maldito estúpido si viviera en otro lugar.

En este punto, la señorita Baker dijo «¡Absolutamente!» con tal brusquedad que me sobresalté: era la primera palabra que pronunciaba desde que entré a la habitación. Evidentemente, eso la sorprendió a ella tanto como a mí, pues bostezó y, con una serie de rápidos y expertos movimientos, se puso de pie en la habitación.

—Estoy entumida —se quejó—. He estado tumbada en ese sofá desde que tengo memoria.

—A mí no me mires —replicó Daisy—. He estado intentando llevarte a Nueva York toda la tarde.

—No, gracias —dijo la señorita Baker refiriéndose a los cuatro cocteles que llegaban de la cocina—. Estoy en entrenamiento absoluto.

Su anfitrión la miró incrédulo.

—¡Lo estás! —Miró su bebida como si fuera una gota en el fondo de un vaso—. Cómo logras hacer cualquier cosa es algo que no entiendo.

Miré a la señorita Baker preguntándome qué era lo que «lograba hacer». Disfrutaba observándola. Era una chica delgada, de pechos pequeños, con una postura muy erguida que acentuaba echando los hombros hacia atrás como un joven cadete. Sus ojos grises, entrecerrados por el sol, me miraron con una curiosidad educada y recíproca, desde un rostro pálido, encantador y descontento. Se me ocurrió en ese momento que quizás la había visto a ella, o un retrato de ella, antes en algún lugar.

—Vives en West Egg —remarcó ella con desdén—. Conozco a alguien allí.

—Yo no conozco a ninguna…

—Debes conocer a Gatsby.

—¿Gatsby? —inquirió Daisy—. ¿Cuál Gatsby?

Antes de que pudiera responder que él era mi vecino, anunciaron la cena; entrelazando imperiosamente su tenso brazo por debajo del mío, Tom Buchanan me sacó de la habitación como si estuviera moviendo una pieza en un tablero.

Delicada y lánguidamente, con las manos ubicadas apenas sobre sus caderas, las dos jóvenes mujeres nos precedieron hasta un porche rosa, abierto hacia el atardecer, en donde cuatro velas temblaban en la mesa ante el ligero viento.

—¿Por qué velas? —objetó Daisy, frunciendo el ceño. Las apagó con sus dedos—. En dos semanas tendremos el día más largo del año. —Nos miró a todos radiantemente—. ¿Siempre esperas por el día más largo del año y luego te lo pierdes? Yo siempre espero por el día más largo del año y luego me lo pierdo.

—Debemos planear algo —bostezó la señorita Baker, sentándose a la mesa como si se estuviera metiendo en la cama.

—Está bien —dijo Daisy—. ¿Qué planearemos? —Se giró hacia mí, impotente—. ¿Qué planea la gente?

Antes de que pudiera responder, sus ojos se centraron con una expresión de asombro sobre su dedo meñique.

—¡Miren! —se quejó—. Me lo lastimé.

Todos miramos: el nudillo estaba negro y azul.

—Tú lo hiciste, Tom —dijo acusadoramente—. Sé que no pretendías hacerlo, pero TÚ lo hiciste. Eso es lo que me gano por casarme con un hombre bruto, con una enorme mole, con un grandísimo, espécimen de…

—Odio la palabra mole —objetó Tom de mal humor—, incluso en broma.

—Mole —insistió Daisy.

Algunas veces ella y la señorita Baker hablaban al tiempo, sin obstrucciones y con discusiones sin consecuencia que nunca eran realmente una charla, que eran tan frescas como sus vestidos blancos y sus ojos impersonales en la ausencia de todo deseo. Estaban allí, y nos aceptaban a Tom y a mí, haciendo tan solo un educado y placentero esfuerzo de entretener o ser entretenidas. Sabían que, pronto, la cena acabaría y, un poco después, la velada también acabaría y sería retirada casualmente. Era agudamente diferente al oeste, en donde una velada era apurada de una fase a otra hasta su cierre en una continua y decepcionante anticipación o, de otra manera, con un temor nervioso del momento en sí mismo.

—Me haces sentir incivilizado, Daisy —confesé en mi segundo vaso de un burdeos impresionante pero con un regusto a corcho—. ¿No puedes hablar sobre cultivos o algo así?

No me refería a nada en particular con esta idea, pero fue tomada de una manera inesperada.

—La civilización se está haciendo pedazos —estalló Tom violentamente—. Me he vuelvo un pesimista terrible sobre las cosas. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color de este hombre Goddard?

—Bueno, no —respondí, bastante sorprendido por su tono.

—Bien, es un gran libro, y todo el mundo debería leerlo. La idea es que, si no la vigilamos, la raza blanca será… será completamente ahogada. Todos son datos científicos; lo han comprobado.

—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy con una expresión de irreflexiva tristeza—. Lee libros profundos con palabras muy largas en ellos. ¿Cuál era esa palabra que…

—Bueno, todos estos libros son científicos —insistió Tom, mirándola impacientemente—. Este hombre ha descifrado todo por completo. Depende de nosotros el determinar cuál es la raza dominante para vigilarla o, de otra manera, las otras razas tomarán el control de las cosas.

—Tenemos que vencerlos —susurró Daisy, entrecerrando los ojos con fiereza de cara al ferviente sol.

—Debes vivir en California —empezó a decir la señorita Baker, pero Tom la interrumpió cuando se movió pesadamente en su silla.

—Esta idea es que somos nórdicos. Yo lo soy y tú lo eres, y tú lo eres y… —Después de un momento de duda infinitesimal, incluyó a Daisy con un ligero gesto de la cabeza y me guiñó el ojo de nuevo—. Y hemos producido todas las cosas que van a crear la civilización. Oh, ciencia, arte y todo lo demás. ¿Lo ves?

Había algo patético en su concentración como si su complacencia, más aguda que antigua, ya no fuera suficiente para él. Cuando, casi de inmediato, el teléfono sonó dentro y el mayordomo dejó el porche, Daisy aprovechó la interrupción momentánea y se inclinó hacia mí.

—Te contaré un secreto de familia —susurró con entusiasmo—. Es acerca de la nariz del mayordomo. ¿Quieres escuchar acerca de la nariz del mayordomo?

—Para eso es para lo que vine esta noche.

—Bien, él no siempre fue un mayordomo; solía ser quien pulía la plata para algunas personas en Nueva York que tenían juegos de plata para doscientas personas. Él tenía que pulirlos desde la mañana hasta la noche hasta que, finalmente, aquello empezó a afectar su nariz…

—Las cosas van de mal a peor —sugirió la señorita Baker.

—Sí. Las cosas fueron de mal a peor hasta que, al final, tuvo que dejar su trabajo.

Por un momento, los últimos rayos de sol descendieron con un afecto romántico sobre su rostro brillante; su voz me atrajo hacia adelante, sin aliento, mientras escuchaba. Luego el brillo se desvaneció, cada luz dejándola con constante arrepentimiento, como unos niños que se van de una agradable calle al anochecer.

El mayordomo volvió y susurró algo cerca de la oreja de Tom y, entonces, él frunció el ceño, echó su silla hacia atrás y, sin una palabra, se fue afuera. Como si su ausencia acelerara algo dentro de ella, Daisy se inclinó hacia delante de nuevo, su voz cantarina y brillante.

—Adoro verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… a una rosa, exactamente a una rosa. ¿No te parece? —Se giró hacia la señorita Baker buscando una confirmación—. ¿Exactamente a una rosa?

Esto no era verdad. No son en lo más mínimo como una rosa. Ella solo estaba improvisando, pero una calidez emocionante fluía desde ella, como si su corazón estuviera intentando presentarse ante ti escondido en unas de esas palabras emocionantes y que te dejaban sin aliento. Entonces, de repente, ella tiró su servilleta en la mesa, se excusó y entró a la casa.

La señorita Baker y yo intercambiamos una mirada que, conscientemente, carecía de algún significado. Estaba a punto de hablar cuando ella se sentó muy alerta y dijo «Shhh», con una voz de alerta. Un murmullo bajo y apasionado se escuchaba en la habitación de más allá y la señorita Baker se inclinó hacia adelante, sin vergüenza, tratando de escuchar. El murmullo tembló en el borde de la coherencia, se hundió, remontó con emoción, y luego cesó por completo.

—El señor Gatsby del que hablabas es mi vecino… — dije yo.

—No hables. Quiero escuchar qué sucede.

—¿Algo está sucediendo? —inquirí con inocencia.

—¿Quieres decir que no lo sabes? —dijo la señorita Baker, honestamente sorprendida—. Pensé que todo el mundo lo sabía.

—Yo no.

—Bueno… —dijo ella dudosa—. Tom tiene a una mujer en Nueva York.

—¿Tiene a una mujer? —repetí con la mirada vacía.

La señorita Baker asintió.

—Ella podría tener la decencia de no llamarlo al teléfono durante la cena. ¿No lo crees?

Justo antes de que entendiera lo que quería decir, se escuchó el sonido de un vestido y el caminar de botas de cuero, y Tom y Daisy volvieron a la mesa.

—¡No pudo evitarse! —exclamó Daisy con una alegría tensa.

Se sentó, miró a la señorita Baker como buscando algo y luego a mí, y continuó:

—Miré hacia afuera por un minuto y me pareció que es muy romántico. Hay un pájaro en el jardín, que pienso que puede ser un ruiseñor que ha venido en un transatlántico de Cunard o de la White Star Line. Y está cantando… —su voz cantó—. Es romántico, ¿verdad Tom?

—Muy romántico —dijo él y luego, miserablemente, me dijo a mí—: Si hay suficiente luz después de la cena, quiero llevarte hacia los establos.

El teléfono sonó dentro, sobresaltándolos, y mientras Daisy negaba con la cabeza con decisión hacia Tom sobre el asunto de los establos y, de hecho, sobre todos los asuntos, aquellos se disolvieron en el aire. Entre los fragmentos quebrados de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que las velas se encendieron de nuevo, inútilmente, y fui consciente de quiere mirar de frente a todos y, al mismo tiempo, de evitar todas las miradas. No podía adivinar lo que Daisy y Tom estaban pensando, pero dudo que ni siquiera la señorita Baker, que parecía haber perfeccionado cierto escepticismo duro, pudiera dejar de pensar en la estridente y metálica urgencia de la quinta invitada. Para alguien de cierto temperamento la situación podría haberle parecido intrigante, pero mi propio instinto era el de llamar inmediatamente a la policía.

Los caballos, sobraba decirlo, no se mencionaron de nuevo. Tom y la señorita Baker, con varios metros de crepúsculo entre ellos, caminaron de vuelta hacia la biblioteca, como para velar a un cuerpo perfectamente tangible, mientras, intentando parecer amablemente interesado y un poco sordo, yo seguí a Daisy alrededor de una cadena de barandas hasta el porche delantero. En medio de una profunda oscuridad, nos sentamos, uno al lado del otro, en un sofá de mimbre.

Daisy se tocó el rostro con las manos, como sintiendo su adorable forma, y sus ojos se movieron gradualmente hacia el anochecer aterciopelado. Vi que unas emociones turbulentas la poseían, así que le pregunté, con lo que pensé que serían preguntas que la calmarían, sobre su pequeña niña.

—No nos conocemos muy bien, Nick —dijo ella de repente—. Incluso si somos primos. No te presentaste a mi boda.

—No había vuelto de la guerra.

—Eso es verdad —dudó ella—. Bueno, lo he pasado realmente mal, Nick, y soy bastante cínica con respecto a todo.

Evidentemente, ella tenía razones para serlo. Esperé, pero ella no dijo nada más, y después de un momento volví, bastante débilmente, al tema de su hija.

—Supongo que ella habla y… come, y todo lo demás.

—Oh, sí. —Me miró con ojos ausentes—. Escucha, Nick; déjame contarte lo que dije cuando ella nació. ¿Te gustaría escucharlo?

—Por supuesto.

—Eso te mostrará cómo he llegado a sentirme acerca de… las cosas. Bien, ella tenía menos de una hora de nacida y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté del éter con un sentimiento de abandono profundo y le pregunté a la enfermera de inmediato si era un niño o una niña. Ella me dijo que era una niña, así que giré mi cabeza y sollocé. «Está bien», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea una tonta, esa es la mejor cosa que una niña puede ser en este mundo, una hermosa y pequeña tonta».

»Ya ves, pienso que todo es terrible de cualquier manera —siguió hablando ella con convencimiento—. Todo el mundo lo piensa, las personas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y lo he hecho todo. —Sus ojos se movieron a su alrededor de una manera desafiante, bastante como los de Tom, y se rio con un desprecio conmovedor—. Sofisticada, ¡Dios, soy sofisticada!

En el instante en el que se le quebró la voz, dejando de demandar mi atención, mi confianza, sentí la sinceridad primordial de lo que había dicho. Me hizo sentir intranquilo, como si toda la velada hubiera sido un truco de alguna clase para extraer una emoción contributiva de mí. Esperé y, efectivamente, en un momento ella me miró con una sonrisa afectada en su adorable rostro, como si se hubiera ganado la membrecía de una sociedad secreta bastante distinguida a la cual pertenecían ella y Tom.

Dentro, la habitación carmesí florecía con luz. Tom y la señorita Baker se sentaban en los extremos de un largo sofá y ella le leía, en voz alta, el Saturday Evening Post