El Grito - Antonio Montes - E-Book

El Grito E-Book

Antonio Montes

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Beschreibung

PREMIO DE NOVELA CAFÉ GIJÓN 2010 Una historia que combina magistralmente el más hilarante humor negro con momentos de conmovedora ternura. «Este joven escritor ha construido una magnífica novela con doble trama y sorpresivo final que aúna pasado y presente.»Acta del jurado del Premio Café Gijón Amanece un sábado de abril en un pequeño pueblo del sur de España. Un grito llama la atención de todos los habitantes de la casa, anunciando la muerte de una anciana. Durante las próximas horas se abrirán de par en par las puertas de la casa para acoger el velatorio: conversaciones y maledicencias, familia y vecinos, lágrimas y reencuentros, flores y rezos, gente, mucha gente. Un reflejo de las vidas de los habitantes del pueblo, irremediablemente ligadas para lo bueno y para lo malo. Al mismo tiempo, Carlos y Luis, nietos de la difunta, intentan soportar lo mejor que pueden esa avalancha que invade su intimidad  y amenaza con desvelar su secreto.Una historia sobre las pequeñas tragedias y alegrías de cualquier vida común, sin héroes ni villanos. Una historia que combina magistralmente el más hilarante humor negro con momentos de conmovedora ternura.

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Seitenzahl: 279

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Acta de la reunión del Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón 2010

Reunido el martes 21 de septiembre de 2010, desde las 20:00 horas, en el Café Gijón de Madrid, el Jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón correspondiente al año 2010, compuesto por D.ª Mercedes Monmany, D. Marcos Giralt Torrente, D. Antonio Colinas, D. José María Guelbenzu, y D.ª Rosa Regàs en calidad de presidenta, y actuando como secretario D. Carlos González Espina, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, el Jurado acuerda:

Otorgar, por mayoría, el Premio de Novela Café Gijón 2010 a la novela El grito, presentada a concurso bajo el nombre de su autor, Antonio Montes.

El Jurado premia la obra de un joven escritor que, ajustándose a las reglas narrativas que él mismo se ha impuesto, construye una novela con doble trama y sorpresivo final que aúna pasado y presente. En torno a una situación doméstica y en el transcurso de unas pocas horas, desfila toda una rica galería de personajes que cobran vida por medio de voces y tiempos entrecruzados, trazando el retrato de todo un pueblo.

El grito

Para Nando, para Andrea

Para mis padres, para mis hermanas

Para Montejaque

Para morir basta un ruidillo.

Vicente Aleixandre

Escriban limpio en el mármol: aquí yace uno que no nació pero ardió y ardió por los ardidos.

Gonzalo Rojas

Un pueblo tiene un sistema nervioso y una cabeza y espaldas y pies. Un pueblo es algo distinto de todos los demás pueblos, de modo que no hay dos pueblos iguales. Y un pueblo tiene una emoción. El de cómo corren las noticias por un pueblo es un misterio nada fácil de resolver. Las noticias parecen tardar menos de lo que tardan los niños en correr a contarlas, menos de lo que tardan las mujeres en comunicárselas por encima de las cercas.

John Steinbeck

1

El grito.

La mujer sola en el dormitorio con la recién muerta, amanece un abril sábado casi con dejadez, indiferente. La casa ensaya su papel de tanatorio, han sacado los muebles del pequeño cuarto, los han amontonado en otra habitación, la de matrimonio. Hay que hacer sitio para las visitas, serán muchas, ya han sido muchas desde ayer por la mañana.

Hace frío a pesar del edredón, un helor espeso que casi se puede masticar. El hermano mayor lleva un buen rato despierto pero no ha querido salir del refugio tibio de su cama. Le llega la respiración tranquila del hermano pequeño. Quince años uno, catorce el otro. Muy parecidos. Los hermanos.

El grito de la mujer pone en marcha este día. En la cocina están casi todos los miembros de la familia, desayunando, hablando sin levantar mucho la voz. Han pasado la noche en vela, cada uno la ha aguantado como ha podido, de vez en cuando una cabezada en un sillón o apoyados sobre una mesa, alguno incluso se ha tendido en el sofá de la salita. Son muchas horas oscuras. Es terrible esperar la muerte. La muerte de la madre, escasa, apagándose.

Las conversaciones se interrumpen, todos recordarán este momento, en la cocina se enfriarán las tostadas sobre la mesa, las tazas olvidadas, las sillas puestas en medio hasta que alguien se acuerde de colocarlas en su sitio. El grito llega desde el dormitorio, anunciando.

Una sobrina sola con la recién muerta, acaba de cesar la respiración, como si no tuviera la más mínima importancia. El pecho, viejo, cansado, se ha quedado quieto y la mujer lo ha visto. Ella tampoco olvidará nunca estos momentos, cuando su voz ha servido para terminar con la espera.

Ayer por la mañana, la hija apartó las mantas que cubrían el breve cuerpo de la anciana.

Las piernas amoratadas.

El teléfono para avisar al médico.

Lleva más de tres meses en cama, la mujer.

Ya no conoce a nadie, apenas emite alguna palabra descabalada, llama a gente que lleva cincuenta años muerta, a su madre, a su abuela, a un tío que murió en la guerra, fusilado, un tío del que casi nadie se acuerda desde hace siglos.

Llega el médico al poco rato, el diagnóstico es rápido, ha visto muchas veces ese tono en la piel.

No durará mucho, lo más probable es que no llegue a la noche

asegura con un tono de voz tranquilo.

Viernes, abril, y la hija avisa a sus hermanos, a su marido, a sus hijos. La anciana está muriéndose.

Dice el médico que no durará mucho

susurra por teléfono, la voz entrecortada.

Le cuesta creerlo.

Le cuesta decirlo.

Viernes, abril, todos se ponen en camino. El marido apenas tarda en llegar cinco minutos desde su trabajo. Los otros dos hijos de la muerta viven a una hora de carretera, estarán aquí antes del mediodía. A esperar que esa mujer, apenas fantasma de sí misma, deje de respirar.

Y será el sábado, amaneciendo, cuando se pare el corazón de la anciana. Y la sobrina grita, avisando. Todos corren al pequeño dormitorio apenas caldeado por una estufa eléctrica que ha estado toda la noche conectada, brillando de un modo irónico desde un rincón.

Un tropel de pasos por el pasillo, las voces que no saben qué decir, los cuerpos que se van amontonando en la pequeña habitación, la hija es la única que se acerca al cuerpo sin vida, la mano recorre el rostro, la boca abierta, los ojos de repente hundidos entre los pliegues de la piel viejísima. Ochenta años cumplió la muerta el pasado noviembre. Los primeros lloros, no demasiados. El nuevo día distinto ya para siempre, fecha que se dibujará en el mármol de una tumba. Hace frío.

El hermano mayor se levanta al oír el grito, despierta al otro muchacho tocándole en un hombro, sin decir nada. Salen los dos del dormitorio que comparten desde que la anciana vino a vivir a esta casa. Esa anciana ha muerto, pronto dejarán de dormir juntos. No saben si alegrarse por ello, los hermanos.

La sobrina sale del cuarto, llorando. Va a la cocina, llena un vaso de agua y se lo bebe despacio, intentando deshacer el nudo que le araña por dentro la garganta. Por supuesto, no lo consigue. Deja el vaso en el fregadero y empieza a recoger la mesa que han dejado a toda prisa los que ahora velan a la muerta. Tira las tostadas que nadie se ha comido al cubo del perro, debajo de la pila de lavar. Hace un gurruño con las servilletas de papel usadas y lo arroja a la basura. Coloca las sillas en su lugar, alineadas delante de las paredes. Apaga la cafetera eléctrica. Friega lentamente los cacharros. Las lágrimas no le dejan ver bien.

Casi veinticuatro horas, desde que la hija levantó las sábanas y descubrió las piernas amoratadas. Casi veinticuatro horas de absurda espera. El médico dijo que probablemente no llegaría a la noche, y llegó, y la pasó entera, y ha esperado hasta este amanecer roto para dejar de respirar. Es difícil la vida. Más difícil la muerte o su ausencia.

El tiempo parece detenido alrededor de la cama. La hija llora, sin dejar de acariciar el rostro de su madre. Los otros dos hijos miran sin atreverse a ir tan lejos, ninguno de ellos llegará siquiera a rozar el cuerpo de la anciana muerta. Uno llora en silencio. El otro lo mira todo con una extraña serenidad. Al fin ha descansado, piensa. Es lo mejor que nos podía pasar, a ella y a nosotros.

Porque la mujer ha sufrido mucho. Más de tres meses en la cama. La caída una noche de enero, el golpe en la cadera, la imposibilidad de plantearse siquiera una operación. Es demasiado mayor, está demasiado débil. La cama. Y de un modo extraño, la lucidez desapareció de la cabeza de la mujer en cuanto su cuerpo fue condenado a esa inmovilidad perversa. Es como si el golpe hubiera desconectado un circuito en su cerebro, como si se hubiera pulsado un botón y todo se hubiera acabado de repente. Es como si en verdad la anciana llevara ya tres meses muerta. Por eso el hijo piensa que ya era hora. Han sido tres meses de velatorio por anticipado, tres meses esperando enterrar ese cuerpo que ya estaba muerto.

Los hermanos entran en el dormitorio. Carlos y Luis, sus nombres. Miran desde cerca de la puerta, sin saber muy bien qué hacer. Ven a su madre sentada al lado de la cama, llorando, sin dejar de acariciar la carne muerta. Piensan, cada uno por su lado, que quizá deberían llorar un poco, pero no lo hacen. Era su abuela. Era vieja y lejana hasta hace apenas cuatro años, cuando murió su marido y la hija se la trajo a vivir a esta casa. A quitarle el cuarto a Luis. Ahora volverá a ser suyo. Dejarán de dormir juntos, los hermanos.

En la terraza, el yerno de la muerta, alertado por el tropel que ha pasado a sus espaldas. No ha ido al dormitorio al escuchar el grito de la sobrina. Total, ya nada podía hacer. Quizá consolar a su mujer, a la que oye sollozar desde aquí. Tiempo habrá para ello. Está en silencio, el hombre, fumando un cigarro. Le duelen los ojos después de la noche en vela. La vieja ha sido insoportable hasta el último momento, piensa mientras sacude la ceniza con aire distraído. Una pesadilla que se acaba.

Suena el timbre de la puerta. La sobrina mira distraída su reloj al tiempo que seca las cucharas recién fregadas. Aún no son las siete, quién vendrá a esta hora. Tal ven alguien se ha olido la muerte, hay gente capaz de sentir estas cosas. Se seca las manos con el mismo trapo que ha utilizado para secar las cucharas. Baja las escaleras.Al abrir la puerta un helor insultante le golpea la cara.

Ha muerto

dice.

Cierra la puerta en cuanto entra la mujer de uno de los hijos de la muerta, del mayor. Se fue a su casa apenas un par de horas antes, para dormir. No ha podido pegar ojo, solo ha estado un rato tendida en el sofá para descansar las piernas.

El yerno también mira su reloj cuando suena el timbre. Es demasiado temprano para hacer nada, para avisar a nadie. Hay que llamar a los del seguro, ellos se ocuparán de todo. Y hay que llamar al cura, para que me diga la hora del entierro. A ver si puede ser esta tarde y así nos libramos de otra noche en vela, piensa el hombre al tiempo que tira la colilla de su cigarro a la calle. Mil veces le ha dicho su mujer que deje de tirar los cigarros desde la terraza, que luego tiene que bajar ella a barrer la calle. Al hombre le da igual.

No barras y todo listo

le dice

Sí, claro, eso es lo único que me faltaba, para que todo el mundo diga que tengo la puerta de la casa hecha un asco

le responde la mujer.

La sobrina y la nuera entran en el dormitorio. Pasan por delante de Luis y Carlos, sin mirarlos, aunque sus cuerpos se rozan en la estrechez de la estancia. Estos dos no deberían estar aquí, piensa la sobrina, son demasiado jóvenes. Quizá dentro de un rato les diga que se vayan a su casa, con sus hijas, que son más o menos de la misma edad. Los velatorios no son buenos sitios para los críos.

La sobrina vive cerca, un par de calles más hacia el centro del pueblo, al lado de la panadería. Tiene cincuenta y pocos años. Aparenta muchos más, por su forma de vestir, por su peinado, por la palidez algo enfermiza de su cara. No es una persona feliz, la sobrina. Nunca pretendió serlo.

Las primeras luces del día empiezan a entrar en el dormitorio, confundiéndose con la claridad que emite la lámpara, en forma de barco. Un dormitorio infantil, en él durmió Luis hasta que tuvo casi diez años. Ahora habrá que redecorarlo, ya no es un niño pequeño. A Luis le gusta la lámpara de su cuarto.

La nuera da el pésame a sus cuñados y besa con delicadeza el rostro sin afeitar de su marido. Se queda junto a él, de pie, delante de la cama, observando con la obscena impunidad que solo se consigue ante los muertos. Unos segundos después se acerca a la estufa que apenas logra espantar el frío insistente de este abril sábado desangelado.

Hace un viento que corta la respiración en la calle dice la recién llegada. Se frota las manos delante del resplandor rojizo intentando recobrar un poco de calor. De su boca sale aún un vaho espeso y blanquecino.

Poco a poco la hija baja el tono de su llanto. Los sollozos dan paso a unas lágrimas serenas que caen temblando desde sus mejillas y que terminarán secándose en su blusa. No habrá demasiado llanto en esta casa, era muy mayor, estaba muy enferma. Su madre. Más que la muerte, ha llegado el descanso. Tres meses en cama.

A la anciana le salió una úlcera en la espalda por pasar tantas horas acostada. Horrible, maloliente, esa boca abierta que parecía estar comiéndosela por dentro. Todos los días venía un ATS para limpiar la herida, aunque no se podía hacer demasiado por curarla. El olor llenaba todo el fondo de la casa.

El hijo pequeño sale de la habitación, desde el pasillo llama por el móvil a su mujer. Ella se fue de aquí anoche, a las once y cuarto. Estaba cansada por el viaje, ha estado trabajando toda la semana. Se fue a dormir un poco, previendo que aún les quedaría alguna noche más en vela. La mujer tarda casi un minuto en descolgar, contesta con voz pastosa.

Ha muerto

dice el hombre apenas susurrando las palabras

Vaya

dice la mujer sin saber demasiado bien cómo reaccionar

Me ducho y voy para allá, tardo menos de diez minutos.

Antes de regresar al dormitorio, el hombre coge dos sillas de la cocina y se las lleva hacia el cuarto. Se las ofrece a su cuñada y a su prima. La hija de la muerta ocupaba ya la única silla que había antes, así que las tres mujeres quedan sentadas, alrededor de la cama. Los dos hombres permanecen de pie. Luis y Carlos siguen al lado de la puerta. Carlos pasa su mano derecha por la espalda de su hermano, en un gesto que expresa más confianza que afecto. Los dos continúan de pie.

La anciana se cayó de noche, cuando iba al cuarto de baño. Tenía la costumbre de caminar sin encender la luz.

Para no molestar a los que están durmiendo

decía, sin fijarse en que las puertas de los otros dormitorios siempre estaban cerradas. Se resbaló, se mareó o simplemente perdió el equilibrio. Tenía ochenta años, esas cosas pasan. El golpe despertó a su hija, a su yerno y a sus dos nietos. El matrimonio fue el primero en llegar, la encontraron tendida boca arriba. Se había golpeado con un mueble en la cabeza y en la cadera contra el suelo. La acostaron y avisaron a la ambulancia. No volvió a levantarse de esa cama.

A lo lejos, suena una campana. El reloj del ayuntamiento. Son las siete de este día disfrazado de negro.

El yerno entra, cierra la puerta corredera de la terraza. Va a la cocina, toca la jarra de la cafetera, parece que aún está más o menos templado. Se llena una taza y le pone un par de pastillas de sacarina. Cuando prueba el café, se da cuenta de que está más frío de lo que parecía al tocar la jarra, pero no tiene ganas de esperar a que se haga uno nuevo ni le gusta recalentarlo en el microondas, así que lo bebe con un gesto de desagrado. Al final tira más de la mitad al fregadero. Sale de nuevo a la terraza a tomar el aire. El frío le corta el aliento durante unos segundos. Al menos podría haberse muerto un día de diario y no hubiera tenido que ir a trabajar, piensa.

La hija, al lado de la cama, habla

Habrá que llamar al médico.

Nadie ha pensado en eso, ni siquiera el yerno de la muerta, que sí ha pensado en avisar al cura para fijar la hora del entierro. Pero antes tendrá que venir el médico, para firmar el parte de defunción y todo el papeleo que haga falta.

Yo lo llamo dice

el hijo menor.

En la mesita del teléfono está la agenda, busca el número del centro de salud, allí habrá alguien de guardia.

El hombre sale del dormitorio y busca donde le ha indicado su hermana. Una voz soñolienta le llega desde el otro lado de la línea. Una chica. Parece joven, por la voz. Anota la dirección con desgana. Ha sido una noche muy larga, viernes. Un accidente de coche. Dos comas etílicos. Una pelea en la discoteca. Lo normal. Dentro de una hora acaba su guardia. No le apetece tener que coger ahora el coche para ir a comprobar que la mujer de verdad está muerta. Qué ganas tengo de irme a dormir, piensa mientras cuelga.

De regreso al dormitorio el hombre ve la puerta de la terraza abierta. El aire frío le obliga a rebullirse dentro de su abrigo. Se asoma al exterior y ve a su cuñado, fumando.

El yerno enciende otro cigarrillo, a pesar de que apenas unos minutos antes acaba de apagar el último que se fumó. Las farolas despiden un aire triste, combatiendo con la claridad de un sol que no parece dispuesto a darse mucha prisa por salir. A su espalda, el roce de unos pasos. Se da la vuelta y ve a su cuñado.

Lo siento

dice. Sonríen los dos, unas muecas que pretenden decir lo que todos piensan: Para como estaba la pobre, más vale que se haya muerto.

¿Quieres un cigarro?

Hace años que no fumo, pero dame uno.

Fuman los hombres con gesto cansado. Han pasado la noche en vela. Se quedan en silencio, el uno al lado del otro, apoyados en la baranda de la terraza. No tienen nada que decirse.

Carlos y Luis están en pijama. Su madre les dice que vayan a vestirse, pronto empezará a venir la gente. Los muchachos asienten y salen del dormitorio, contentos de poder alejarse del triste espectáculo amarillento en el que se ha convertido su abuela. La sobrina de la muerta habla con su prima

Son unos críos, no deberían estar aquí

Ya son grandes

dice la madre

Está bien que vean que no todo es jugar y hacer tonterías, cuando pase un rato, si eso, que se vayan a tu casa o a la de alguno de mis hermanos, ahora es mejor que estén aquí.

El hijo pequeño termina de fumarse el cigarro, arroja la colilla a la calle, cae sobre el techo de un coche aparcado junto a la acera. Unas pequeñas chispas revolotean un instante sobre la superficie metálica.

Como te vea tu hermana te mata, lleva toda la vida intentando que yo deje de tirar las colillas a la calle

sonríen los dos un instante, se encoge de hombros el recién llegado

Me voy para adentro, hace mucho frío aquí

dice

Sí, hace mucho frío

asiente su cuñado

Vosotros lo sentís más porque estáis hechos al clima de la costa, que allí no tenéis nunca un invierno de verdad.

El yerno se queda de nuevo solo, en la terraza. Escucha el sonido de un motor, un coche aproximándose. Blanco, no demasiado nuevo. Aparca delante de la casa del vecino. Una chica joven, parece bastante guapa desde aquí, lleva un maletín en la mano. No tiene pinta de médico, cualquiera diría que apenas acaba de cumplir los veinte. La muchacha mira durante unos instantes los números encima de las puertas hasta que encuentra el que busca. Toca el timbre.

Carlos y Luis se cruzan por el pasillo con su tío, que regresa al dormitorio. No se dicen nada, apenas se miran de reojo. Los muchachos entran en su cuarto. El timbre resuena en la casa. El hombre se da la vuelta antes de llegar al cuarto de su madre y va hacia las escaleras.

Será el médico

dice la hija

Ha venido rápido

dice la nuera

A esta hora hay muy pocos coches por el camino

dice la sobrina. Asienten todos.

El hijo pequeño abre la puerta de la calle. La chica ensaya una breve sonrisa con cara de sueño. Un tono de voz cansado

Buenos días

saluda

Adelante

la invita a pasar

Yo he sido quien la ha llamado

Era su madre

Lo siento

Gracias

Era muy mayor

Ochenta años

Eso hoy en día no es nada

Para ella sí lo ha sido.

En el dormitorio las tres mujeres se ponen de pie y apartan las sillas para facilitar el trabajo de la doctora. La chica entra con su maletín, saluda y se acerca a la cama

Estos días la ha estado visitando el médico del pueblo

explica la hija

Él no está de guardia esta noche

explica la muchacha. Se mueve con soltura. Es joven pero se ve que no es ni mucho menos la primera vez que se enfrenta a un cuerpo muerto.

Lo siento

dice cuando termina el breve reconocimiento. Saca de su maletín unos papeles y empieza a rellenarlos.

Carlos y Luis entran en su dormitorio, cerrando la puerta a sus espaldas.

Habrá que hacer las camas

dice Luis

Eso después, primero nos vestimos

contesta su hermano.

Abren el armario y sacan un pantalón vaquero, una camiseta y un jersey para cada uno. Sus cuerpos se rozan entre las puertas abiertas. Antes de empezar a quitarse los pijamas se dan un rápido beso.

En los labios.

2

Las sillas negras, desplegadas, semejan un ejército poco disciplinado, los últimos restos de una batalla en la que nadie nunca creyó, casi una reunión de pájaros malagüerados esperando el momento de asestar el picotazo definitivo. Por todas partes se amontonan las sillas: alineadas contra las paredes, delante de los muebles, entre las grandes macetas de aspidistras que llenan los rincones, en el pasillo, en el salón, en el dormitorio, en la cocina, incluso en la calle, a ambos lados de la puerta de entrada; en cualquier hueco donde las rodillas de quien está sentado no molesten el paso de los demás, donde no se tapone ninguna puerta, donde no exista el peligro de que un movimiento apresurado o imprevisto ocasione algún destrozo.

(No se ponga usted ahí, que le va a dar a la rinconera sin darse cuenta y va a terminar haciendo tiestos

Retire usted la silla de la pared, mujer, que está dejando toda la marca del respaldar

Muévete un poco hacia mí, estás rozando con las patas el lado del sofá.)

También han dejado algunas plegadas en el lavadero, entre la pila y la alacena, por si hacen falta, por si se encuentra cualquier espacio escueto que hubiera escapado a la primera invasión, por si no hace mucho frío a lo largo del día y hay quien quiera salir a la terraza, por si se acumulan muchos hombres en la puerta y necesitan sacar más asientos.

Son sillas gastadas: metal, plástico imitando cuero y algún tipo de relleno tan maloliente como incómodo, no sabemos en cuántos entierros habrán estado antes que en este, cuántos ataúdes habrán acariciado de reojo al pasar, cuántas lágrimas habrán soportado, cuántos desmayos rápidamente resueltos uniendo varias de ellas para formar una especie de catre con el que solventar la urgencia. Algunas incluso tienen mensajes pintarrajeados, sobre todo en el respaldo, donde menos se pueden ver. Los de la funeraria son buenos profesionales, si cualquier gracioso se dedica a dibujar comentarios en algún sitio visible no dudan en quitar esa silla de la circulación, los entierros no son lugares de broma, cualquier detalle termina siendo importante. Pero, a pesar de su vigilancia

No puedo estar en todo, es normal que alguna se me pase y no me dé cuenta de que tiene cualquier guarrada escrita

Pues tienes que estar atento, y antes de cargarlas en el coche las revisas una por una, no te cuesta trabajo ninguno darles un repasito y así nos ahorramos que nos pongan la cara colorada, que la semana pasada un hermano del difunto me sacó una silla en la que alguien había escrito Mierda pa los muertos

Lo mismo lo habían escrito ese mismo día y el tío te quiso echar la culpa a ti de eso, vete tú a saber

Puede, pero por si acaso las revisas todas y en paz

Que sí, lo que tú digas.

Pero, a pesar de su vigilancia, de todo guardan estos asientos de la mala hora: insultos, declaraciones de amor enmarcadas en corazones temblorosos, nombres, fechas, frases inconclusas que su autor se vio obligado a dejar a medias vaya usted a saber por qué, quizá por cansancio, quizá porque alguien le afeó su acción, quizá porque se aburrió y decidió dedicar sus esfuerzos a otra cosa. También se pueden ver quemaduras de cigarros, agujeros limpios y redondos que dejan al aire el relleno breve y desagradable, especie de bostezos de vieja abiertos con curiosidad a todo cuanto vaya pasando en esta casa durante el velatorio: visitas y ausencias, conversaciones y silencios, pasos y esperas, familia y extraños, lágrimas y reencuentros, flores y crucifijos, gente, mucha gente, quizá demasiada.

Llegan los del seguro, dos hombres, serios, los dos sudamericanos.

Para mí que son de Colombia

Y eso cómo lo sabes

Por el acento, hablan como la novia que se ha recogido mi cuñado el mayor, y yo diría que hasta se parecen en el corte de la cara

Yo no conozco a nadie de Colombia, así que no sé si hablan como estos dos o de otra manera, pero lo del corte de la cara me parece un poco tonto, a ver si todos los de un país van a tener que parecerse

Hombre, unos rasgos más o menos, rubio, alto y blanquinoso, pues ya sabes que es del norte, achaparrado y como negrucio, pues es más de los nuestros, con esos detalles uno ya sabe por dónde tirar

Eres más bruto que un arado

Lo que tú digas, la cosa es que, y esto sí que lo sé seguro, estos dos empezaron a trabajar en la funeraria hace unos cinco años, cuando no había nadie que quisiera bregar con los muertos, todo el mundo estaba que si la construcción, que si la hostelería y los trabajos así solo los hacían los inmigrantes, pues por lo visto ahora que la cosa se ha puesto jodida han ido al dueño del negocio un montón de españoles diciéndole que les hace falta el dinero, que están a la cuarta pregunta, que si esto que si lo otro, y el hombre les ha dicho a todos que lo hubieran pensado antes, que él no va a echar a dos buenos trabajadores para meter ahora a los que antes le han rechazado

Y razón tiene, si antes este trabajo no era bueno para los de aquí, ahora que se aguanten

A ver, ponte en la situación, las cosas cambian

Ya, pero estas criaturitas también tienen derecho a comer, no se les va a dejar en la calle si son buenos en lo suyo porque ahora la situación sea otra

En fin, vamos a echarles una mano con las sillas, que hay que descargarlas.

Los del seguro han dejado el coche, enorme, desagradable, en mitad de la calle, interrumpiendo el tráfico. La gente del pueblo sabe que en esta casa hay un muerto, intentarán no pasar con sus coches por aquí a lo largo de todo el día, circularán por las calles paralelas, darán rodeos, aparcarán lejos de sus casas, lo que sea necesario con tal de importunar lo menos posible el velatorio.

Las vecinas fueron las primeras en llegar, una marea que poco a poco fue llenando todos los rincones de la casa, adueñándose por un día de ese espacio que para muchas era conocido y que para otras era un mundo nuevo, un espacio ignoto en el que se adentraban con cierta prudencia, mirando a todos lados, intentando no perderse un detalle, las vecinas que se iban llamando en su camino hacia la casa de la muerta.

Voy un ratito al muerto ahora que no hay nadie

las vecinas, algunas ya llevaban algún rato levantadas, son madrugadoras las mujeres por esta tierra, muchas son las que están en pie antes de que el sol haya empezado a despuntar por encima del Puerto

(Yo es que llegando las cinco de la mañana no puedo estar en la cama, me entra un cosquilleo en la espalda que no me deja vivir, así que me tengo que levantar y ponerme con las faenas.)

Así que se enteran de lo sucedido de inmediato, casi como si hubieran alcanzado a escuchar el grito con el que la sobrina de la muerta anunció lo sucedido, muchas de ellas se esperaban el final de esta mujer, las noticias corren por estas calles, de casa en casa como un viento travieso, sobre todo si son malas, si son anuncio de enfermedades, accidentes o muertes, las bocas, las conversaciones por las ventanas, los teléfonos desplegando su absoluta falta de discreción.

Aquí todo se sabe

se sabe todo y además se sabe rápido, por eso cuando a las ocho de la mañana las campanas de la iglesia empezaron a doblar

(un crío de apenas diez años bosteza mientras tira de la cuerda sucia y cansada para que el grito de bronce alcance a todos los rincones del pueblo).

Fueron pocos los despistados que no sabían que la nueva muerte era esperada si no con impaciencia al menos con determinación desde bien temprano el día anterior, por eso las vecinas, que parecen especialmente diestras a la hora de intuir desgracias, se apresuran esta mañana camino del recién estrenado velatorio, no saben quién ha sido la que ha comenzado el desfile, quién fue la primera que decidió pasarse por allí, quizá ni tan siquiera sabía que ya el sufrimiento de la anciana había terminado, quizá tan solo quería asomarse para enterarse de cómo seguía.

Voy a ver cómo sigue la pobrecilla

se habría dicho la mujer nada más levantarse, se viste con gestos rápidos y secos, es fácil disfrazarnos de nosotros mismos cada mañana, movimientos que de puro repetidos se convierten en una rutina con la que nos defendemos del mundo sin darnos cuenta, la mujer se esconde tras sus gafas, tras sus pantalones oscuros, tras el jersey de lana azul (hace frío, quizá debería ponerme una chaqueta, piensa un instante, pero al final una como urgencia, una como certeza por dentro le dice que no hay tiempo para eso, que mejor es que se dé prisa), sale la mujer y en cuanto se acerca a la casa de la vecina intuye que algo va mal, ve a un hombre en la terraza, fumando, al aproximarse algo más reconoce al yerno de la nueva muerta, lo ve tranquilo, apoyado en la baranda, y en ese momento algo le dice que ya todo ha terminado, será la primera de los muchos que vendrán aquí a lo largo del día, apenas estará ahora un par de minutos y volverá a su casa

Voy a despertar a mi marido, que tiene que levantarse para ir a trabajar

al poco rato estará de vuelta, acompañada esta vez por otras mujeres a las que ha avisado al pasar, las vecinas, una marea que poco a poco va llenando todos los rincones de la casa.

El yerno, cansado y aún no ha hecho más que empezar el día, el yerno, hastiado por anticipado, temiendo el papel que le queda por delante, recibir los pésames que muchos querrán darle, aguantar la invasión de su intimidad.

Maldito sea el que se le ocurrió que los velatorios se hicieran de esta manera

y eso que en el cementerio nuevo hay una sala para estos días, con sus sillones mucho más cómodos que los asientos plegables que traen los de la funeraria, con sus servicios (muchos serán los que hoy entren en el cuarto de baño de esta casa, manchas sospechosas delante del váter, el papel de desconocidos arrugado y sucio en la papelera), con su cafetera y su microondas y su neverita pequeña pero que hace el avío, total, una botella de agua, algún refresco, poco más se necesita para pasar el mal trago, pues a pesar de esta sala, nueva, brillante, aséptica, casi todos prefieren seguir con el ritual completo y convertir las casas en esta especie de hospital robado en el que se está transformando su alrededor: puertas y ventanas abiertas, todas las luces encendidas a la espera de que termine de clarear el día, mujeres entrando y saliendo continuamente, pronto serán también algunos hombres, los viejos que no trabajan o los que están en el paro vendrán por la mañana, el resto lo hará por la tarde, hasta la madrugada

(Tampoco hay que exagerar, que mañana yo madrugo, hasta las once como mucho estaré allí, no voy a perder la noche de sueño por la vieja esa, ocasiones no han faltado ni, por desgracia, habrán de faltar en las que de verdad a uno no se le apetezca regresar a su casa aunque al día siguiente esté sonando el despertador antes de que el sol haya salido, en esas ocasiones sí que se perdona el sueño y lo que haga falta, pero por una vieja ochentona que estaba deseando estirar la pata de una vez no me descalabro yo, ni muchísimo menos.)

El hombre se masajea las sienes sentado en el sofá del salón, una corriente helada hace que se estremezca, un escalofrío recorre toda su espalda, tanta puerta abierta es lo que tiene, el aire entra como si tal cosa por todos los rincones.