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"Hoy es un día muy especial para mí, de un logro sumamente importante. Y quisiera festejarlo como se merece, perpetuándolo para la posteridad con el detalle más pasional y violento posible. Porque hay historias que necesitan ser contadas tal cual son, aunque su desarrollo nos revuelva el estómago". Con la única intención de exponer el trágico desenlace de su víctima, a quien acaba de secuestrar y para quien tiene planeadas múltiples torturas, el héroe de la sombra (alias utilizado para no revelar su identidad) relata cada paso de un encuentro con el que viene soñando hace muchos años. Pero al revivir el pasado y remover los recuerdos descubrirá que ni siquiera la muerte es castigo suficiente y deberá ir aún más lejos de lo planeado. El héroe de la sombra es un viaje intenso por los instintos más bajos de un hombre con sed de venganza, quien una vez que alcance su objetivo deberá enfrentar a un nuevo rival, él mismo, en una batalla que destruirá todo a su paso: pasado, presente y futuro.
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Seitenzahl: 704
Veröffentlichungsjahr: 2023
HERNÁN KRASUTZKY
Krasutzky, Hernán El héroe de la sombra / Hernán Krasutzky. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3405-7
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com
“Hoy es un día muy especial para mí, de un logro sumamente importante. Y quisiera festejarlo como se merece, perpetuándolo para la posteridad con el detalle más pasional y violento posible. Porque hay historias que necesitan ser contadas tal cual son, aunque su desarrollo nos revuelva el estómago”.
Con la única intención de exponer el trágico desenlace de su víctima, recién secuestrada y lista para recibir múltiples torturas, el héroe de la sombra (alias utilizado para no revelar su identidad) relata cada paso de un encuentro con el que viene soñando hace muchos años. Pero al revivir el pasado y remover los recuerdos, descubrirá que ni siquiera la muerte es castigo suficiente y deberá ir aún más lejos de lo planeado.
El héroe de la sombra es un viaje intenso por los instintos más bajos de un hombre con sed de venganza, quien una vez que alcance su objetivo deberá enfrentar a un nuevo rival, él mismo, en una batalla que destruirá todo a su paso: pasado, presente y futuro.
Hoy es un día muy especial para mí, de un logro sumamente importante. Y quisiera festejarlo como se merece, perpetuándolo para la posteridad con el detalle más pasional y violento posible. Porque hay historias que necesitan ser contadas tal cual son, aunque su desarrollo nos revuelva el estómago.
No quiero pecar de engreído, pero tengo varias razones para compartir este documento más allá de una obsesión o satisfacción personal. Y no me pidan brevedad porque nada de lo que he atravesado para llegar a este momento ha sido breve.
La primera de estas razones es que a partir de hoy comienza mi venganza. Y aunque suene descabellado, ya que por lo general se acostumbra a condenar estas acciones como peligrosas o perversas, tratando de adoctrinarnos a poner la otra mejilla en lugar de devolver el golpe, no existe acto más sublime que defenderse de aquellos que nos hacen daño. La sensación no solo reconforta sino que también dignifica y nos empodera.
Una segunda razón, necesaria para dar un poco de luz a toda esta oscuridad, es develar mi historia. Sabiendo que en algún momento voy a ser juzgado, quiero que al menos cuenten con las herramientas necesarias para hacerlo.
Sin embargo, más que su comprensión, lo que busco es dar un mensaje de repudio contra lo impune; el final de vivir con lo que nos toca. Demostrar que el malo no siempre gana y que todos estamos capacitados para erigir una revolución si nos lo proponemos. Solo que a veces hace falta quebrarse internamente y despojarse de todo sentido para lograr ver lo que llevamos dentro, patear el tablero y dar vuelta las reglas del juego.
Una tercera y última razón, como para enumerar algunas, entre las miles que tengo, es la intención de ponderar que en la vida no hay “sin querer”, que todo acto tiene sus consecuencias y que debemos ser lo suficientemente valientes para hacernos cargo y afrontar los errores. Por eso mismo es que he decidido iniciar esta exposición suicida a sabiendas de que vivimos en un mundo donde la justicia parece demasiado ocupada para tratar cada asunto en particular y escoge selectivamente, y a conveniencia, donde poner el ojo.
Llevo toda una vida preparándome para este instante y me siento más listo que nunca. Mi memoria se vuelve un reloj: preciso, matemático y circular que enumera cronológicamente cada acontecimiento. Aunque es probable que mi propio entusiasmo entorpezca la forma del relato, pero solo en detalles sutiles que no alejan ni distraen de lo que verdaderamente importa.
He secuestrado a una persona, la he golpeado hasta sangrar mis propias manos y la mantengo cautiva a la espera de peores castigos. Y gracias a esta experiencia liberadora pude al fin entender qué clase de hombre soy. Y me encanta.
El camino hacia este descubrimiento personal me ha llevado por lugares inimaginables. Me ha convertido en muchas cosas, incluso en un héroe.
Durante estos últimos años me encargué de separar la escoria de la basura. Basura como aquello que no sirve, estorba y molesta, pero que en cierto punto uno puede obviar para seguir viviendo. La escoria, en cambio, es lo puramente perjudicial, un mal que debe ser extirpado antes de convertirse en ese cáncer irreversible que acabe con nuestro alrededor.
Por lo tanto, solo me queda aclarar, para evitar confusiones, que estoy lejos de buscar seguidores, afecto, apoyo y cualquier tipo de consagración a través de este medio. Ese no es el fin. No soy un loco sádico que desata su ira en un acto sin justificaciones a cambio de aprobación o fama.
Lo que sí puedo afirmar es que, a partir de hoy, más cerca de los treinta que de los veinte, a mitad de la vida promedio y sin nada a qué aferrarme o de qué estar orgulloso, comienzo a concretar un deseo que me urge desde que tengo memoria. Finalmente, luego de tantas noches de insomnio, mi sed de venganza está a punto de encontrar saciedad.
Las cucarachas caminan indecisas por el suelo como si no supieran a dónde ir ni qué estaban haciendo antes de que me oyeran entrar. No soy un sucio que vive atestado en su propia mugre, pero estos últimos días estuve ocupado y no puedo darme el lujo de contratar a alguien que limpie por mí sin que salga corriendo apenas ponga un pie adentro. La clase de suciedad que encontraría en este lugar no es de la que se limpia con agua y jabón, ni mucho menos de la que se esconde bajo la alfombra.
La propiedad es vieja, el techo es de chapa, las paredes están agrietadas, el fondo está repleto de malezas y desde que me mudé nunca le hice arreglos significativos. Eso también ayuda a que sea un destino de visita interesante para mis nuevas amigas.
Vivo en una casa antigua en una zona tranquila. Al no ser un departamento evito cruzarme con gente que pueda sospechar lo que estoy haciendo si llegara a escuchar ruidos extraños. Apenas conozco al vecino de al lado y a su mujer, los únicos con los que me saludo en la cuadra. Los demás parecieran ser fantasmas o manejar horarios muy distintos a los míos.
El frente es amplio, tiene una entrada de garaje al lado de la puerta principal. Por dentro hay un comedor pequeño, un living amplio, un baño y dos habitaciones; una que uso para dormir y otra que es una especie de santuario que dividí en dos partes.
De un lado guardo todo tipo de cosas, desde pertenencias inservibles que he ido acumulando, electrodomésticos rotos que prometo arreglar y nunca lo hago, y hasta un arma que uso si de repente tengo que agujerearle el pecho a algún hijo de puta.
Entre todo ese desorden suelo echarme al suelo y gastar varias horas leyendo libros que me gustan porque ayudan a despejar la cabeza y olvidar. Supongo que mi mente tiene un aspecto similar y, por ende, ese espacio es donde mejor me concentro.
Del otro lado armé un pequeño gimnasio personal en el que puedo entrenar hasta tres veces por día, dependiendo cuán enojado me sienta y cuánta energía necesite liberar.
Tengo también un fondo bastante grande con un árbol de ciruelas en el medio. Lo suficiente cómodo para que Milo, mi perro, tenga un espacio donde correr, ladrar a los pájaros, hacer agujeros en la tierra y echarse una siesta bajo el sol de la tarde. Por la noche duerme adentro, en la cocina, y si llueve fuerte se atrinchera en mi cama. Odia los truenos tanto como bañarse y tengo que abrazarlo con una frazada para contenerlo y que deje de temblar. Es un gran compañero y la mejor relación que he tenido en toda mi vida: no pide más que agua, comida, dos caminatas diarias y que le rasque la pancita cuando está aburrido. A cambio de eso siempre está contento, feliz y me escucha sin necesidad de analizarme.
Así vivo, sin demasiados lujos ni aspiraciones materiales. Al menos eso era hasta ayer que traje a la fuerza una visita para que me acompañe.
Hoy dediqué el día a reacomodar la habitación en la que no duermo para darle un hospedaje digno a mi invitado. Ya que va a pasar un largo tiempo conmigo, pensé detalladamente en una ambientación que se encuentre a la altura.
Tuve que deshacerme de unas cuantas chatarras y arrimé el resto bien pegado a la pared para generar el espacio ideal, un cuadrado perfecto donde una silla en el centro brinda la comodidad justa que estoy dispuesto a ofrecer.
La habitación tiene una ventana grande con rejas y unas persianas viejas que siempre están cerradas. Sin embargo, desde la mañana hasta la tarde entra un haz de luz que logré tapar con cintas de embalar y una doble cortina bordó que yo mismo hice con una frazada, dándole al lugar una absoluta oscuridad que empatiza con su alma negra. Quiero que se olvide del sol hasta el punto en que dude si realmente existe o fue un sueño extraño que tuvo alguna vez.
El exceso de espacio que logré en el ambiente me permite observarlo desde cualquier ángulo, dar vueltas a su alrededor y hasta acostarme en el suelo si en algún momento me siento cansado de agobiarlo, sin perder de vista sus pies, sus manos o su cabeza. Todo se encuentra perfecto, como tantas veces imaginé que sería. Ahora es el momento de poner en práctica mis ideas más perversas y disfrutar los resultados.
Ya lo sé: sueno igual que un monstruo. No considero que esto me defina, pero tampoco soy un buen tipo. Sin embargo, soy un héroe.
No es algo que busqué, más bien es una condición que se fue dando. Voy a presentarme tal cual soy y dejaré que saquen sus propias conclusiones. ¿O acaso no es eso lo que la gente normalmente hace?, dictar sentencia sobre el accionar del otro.
Si doy la impresión de estar enojado es porque realmente lo estoy. Durante varios largos años planeé mil maneras para desquitarme de este mal nacido hijo de puta que tengo encerrado. De cualquier forma, nunca hubiese imaginado que al tenerlo frente a mí no sabría por dónde empezar.
Mi idea principal es fomentar el horror sobre el dolor. El peor padecer no es el físico, sino el mental, y perdura mayor tiempo. Es por eso que alrededor de la habitación coloqué varios cuchillos, una pistola, una sierra de mano, una soga, dos martillos, un destornillador, varios fierros que encontré en una construcción abandonada y tres piedras del tamaño de una cabeza. Muy al estilo de esas películas de terror en la que los protagonistas se tienen que ir mutilando entre ellos de la forma más sangrienta para sobrevivir. No niego haber tomado de ahí la referencia.
El problema ahora es que llevo dos horas observándolo en silencio sin hacer nada; algo no concuerda. Es como si hubiera adquirido un increíble aparato tecnológico con el que toda la vida soñé, capaz de descifrar los secretos de la alquimia, convirtiéndome en el hombre más rico del mundo, y al tenerlo en mis manos no saber cómo se enciende.
Acaba de despertarse y su mejor idea es ponerse a rezar. Se esfuerza para que lo escuche, a pesar de la mordaza que tiene en la boca. Debería avisarle que no solo no me conmueve su llanto, sino que tampoco creo en cuentos de hadas, como gran parte de la humanidad que vive en la búsqueda de un ser a quien adorar, desde un padre omnipotente hasta un guía espiritual, o simplemente alguien cool con poder de oratoria que diga frases inteligentes. Mundo antiguo y mundo moderno: lo que no se sabe, se inventa. Es más fácil hacer lo que dice cualquier idiota que volverse idiota pensando qué hacer.
Yo no creo en nada. Eso me permite dormir por las noches sin temer que haya un cielo al que no estoy aplicando y un infierno que me espera ansioso. No creo en Alá, Gandhi o Dalai Lama. Mucho menos en San Pedro, Jesús o Noé. No creo en todo aquello de lo que no tenga pruebas latentes y desconfío de cualquier historia contada por el hombre. No confío en mí, menos puedo confiar en alguien que no conozco solo porque redacta bonito.
En pocas palabras, soy un ser vacío espiritualmente y no me afecta porque no espero nada de nadie ni le temo a la muerte. Incluso podría darle la derecha al mito y decir que Moisés tal vez sí existió y no fue un invento para fundar una doctrina. Tranquilamente pudo ser un hombre que quiso escapar de su mujer en una época donde no existían los quioscos ni los cigarrillos. Y se le ocurrió decir: “me voy a la montaña a rezar y vuelvo”. Al tiempo, cansado y arrepentido, habiendo comprendido que no era tan fácil irse con otra, volvió derrotado. Y cuando su amada, capaz de creer cualquier barbaridad antes de asumir que su marido huyó harto de que le hinchara las pelotas, le preguntó por qué tardó tanto tiempo en regresar, Moisés le respondió con la primera idea que le vino a la cabeza: ¿A que no te imaginás a quién me encontré en la montaña?
En consecuencia, se crea la religión más fructífera de todos los tiempos. ¿Cómo no creer en el pobre Moisés que vivió ciento veinte años, caminó otros cuarenta y dividió el mar Rojo extendiendo la mano?
La mentira y el engaño son parte de nuestra cultura. Entonces, ¿cómo no refugiarnos en alguien invencible por más que no exista? Un dios bueno, bondadoso y que todo lo ve; capaz de hacer pagar al malo y favorecer al bueno mediante una recompensa. Y qué mejor recompensa que el anhelo más grande del ser humano: la vida eterna. Pero como el egoísmo y la conveniencia son primos cercanos, ponemos el ojo en lo que el otro hace mal pretendiendo tapar el sol con un dedo y salir impune de nuestros propios delitos. Creyendo que ese dios que todo lo ve y todo lo sabe, también todo lo perdona. ¿Y tan omnipotente como es se va a dejar manipular por nuestras palabras, nuestro rezo y nuestro llanto? Ahí es donde más se revela la hipocresía de un dios hecho a mano.
Ese que hizo al hombre a su semejanza, fue hecho a la semejanza del hombre, que no es lo mismo: misericordioso cuando necesiten ser perdonados, justo cuando exigen castigo frente a quienes los hayan lastimado e injusto cuando no responda a sus plegarias.
Ahora me pregunto: si de un lado un fiel pide perdón por una mala acción cometida y del otro lado la víctima pide que se condene a aquel que obró mal, ¿dios a quién escucha?, ¿al más fiel o a quien necesita convencer de que existe para ganar nuevos adeptos? ¿Es imparcial o misericordioso? ¿Y qué decir de los que justifican todo?: “Si Dios así lo quiso, por algo será”.
Por suerte existen personas que se cansan, que dicen basta y salen en busca de la verdad, de lo que es realmente justo. Y cuando nadie te quiere proveer de esa justicia, no queda otra opción que buscarla uno mismo y aplicarla a cualquier costo. Ese soy yo.
Ya paró de rezar. Ahora me ofrece plata. No sabe si estoy cerca, si lo escucho o si se entiende lo que dice, pero al menos lo intenta.
Debe pensar que soy un secuestrador que busca sacarle un par de billetes. Aún no sabe que me acabo de decretar un héroe. No justamente el típico y convencional, sino más al estilo moderno: ni bueno ni bondadoso; sin capa, sin espada y, definitivamente, sin superpoderes. Un simple hombre, lo que queda de él o tan solo su sombra, la parte más oscura. Un rostro que al mirarse al espejo no tiene la identidad que da un nombre. Un hombre que perdió su identidad para convertirse en algo más que un número en una estadística del censo: un héroe entre las sombras. Así pueden llamarme quienes necesiten identificarme o ponerme un apodo.
Incluso me gusta. Soy bastante de eso. Uno más que camina entre las calles abarrotadas de gente, escondido a la vista de todos.
Y es justamente acá donde comienza mi historia. Todo lo demás fue la antesala del show. El héroe de la sombra y Míster Raismus, su archienemigo. Así voy a llamarlo yo a él para darle una entidad más característica y acorde al villano de historieta que representa. Y de esto se tratará nuestra historia, una analogía entre mi vida y su muerte. Él es todo lo que tengo: mi razón, mi motivo y mi desvelo. Es el responsable de conducirme a este sendero fuera de la ética y la moral popular. Quien afila mi cuchillo y el único dueño del sabor de su filo. Nada ni nadie me llena los pulmones de tanto odio y al mismo tiempo me corta la respiración. Pese a todo, es por él que no puedo dejar de respirar sin antes quitarle su último respiro.
Después de haber matado seis cucarachas que entraron sin permiso en mi ausencia física y mental durante la maratón de eventos de estos últimos días, doy fin a esta vorágine de pensamientos para restablecer el orden del hogar. Voy a aplastar la séptima cucaracha y la más desagradable que jamás se haya visto. Capítulo uno del cómic: una paliza memorable. Que comience el show.
El primer encuentro fue duro. Nunca debí usar una remera blanca antes de dar una golpiza feroz, los resultados no son favorables para quien lava a mano. Tampoco puedo ir a un lavadero con la ropa llena de sangre, ese tipo de distracciones llama demasiado la atención. No es bueno para una sombra levantar cabeza, es como ponerse frente a un foco o un rayo de luz; sería algo así como un sombricidio y debo ser por demás cuidadoso. Si alguna vez se tomaron el tiempo de leer a este tipo... ¿Cómo se llamaba?, el que creó al detective que fumaba una pipa y tenía un ayudante que era rengo… Sherlock Holmes era el detective, pero el escritor no recuerdo… En fin, si lo leyeron sabrán a qué me refiero; las pistas están en todas partes y es casi imposible evitar dejar alguna. Siempre traté de ver más allá, como lo hace el personaje, pero en la vida real no funciona. Cuando pensás que las cosas son de tal manera, resultan ser de otra. En estas circunstancias, cualquier distracción puede ser un potencial error que arruine mis planes. Debo ser precavido.
Lo bueno es que Míster Raismus ahora descansa plácidamente. Su victimización comenzaba a irritarme y no es productivo para ninguno de los dos que me altere la paciencia. Ser tolerante no es una de mis cualidades y mucho menos cuando estoy en medio de una tortura.
Golpear a una persona no es tan sencillo como parece. Un golpe contundente en un área sensible es capaz de provocar la muerte. Un golpe de puño mal ejecutado podría causar una lesión en la mano. Reiterados golpes de gran impacto en el área del estómago pueden herir órganos, alterar funciones vitales y terminar en deceso. Una patada a la altura del torso puede quebrar costillas, generar fisuras internas y llevar a la víctima a escupir sangre encima de su atacante y mancharle la ropa.
Eso fue lo que pasó. Y justo cuando estábamos comenzando a generar un vínculo, se desmayó. Aproveché para tomarme un merecido descanso y al pasar frente a un espejo descubrí que mi remera blanca se había convertido en un cuadro de arte abstracto. No me quedó otra opción que correr al lavadero para tratar de quitar la sangre antes que seque, pero no está resultando.
Ayer fue un día complicado. Entre la ansiedad de tenerlo en casa y comenzar este diario, las emociones me bloquearon y no supe por dónde empezar. Le di un par de golpes y luego lo dejé llorando en soledad.
Esta mañana, en cambio, me levanté con las ideas claras y fui directo a iniciar una charla fluida, pero mi temperamento me jugó una mala pasada.
Lo saludé con un golpe en la nariz que le rompió el tabique. Inmediatamente arrancó a lamentarse. Y se ve que entendió que no es plata lo que quiero, ya que intentó convencerme de que estoy equivocado, que no es él a quien busco.
Es un tipo bastante especial e increíblemente acotado. Lo curioso del caso es que no solo representa todo lo que odio de mi pasado, sino que al verlo y escucharlo me doy cuenta de que también representa todo lo que odio en la actualidad.
Está dispuesto a mentir en lo que sea necesario y ni siquiera lo hace bien. Lo primero que se me hubiera ocurrido a mí, estando en su lugar, habría sido preguntar qué quieren conmigo. Pero él se encaprichó en negar desde el principio y mentir sin entender sobre qué está mintiendo. Eso ameritó un segundo golpe en la nariz, terminando el trabajo de destruirla.
Las personas son cínicas de una forma descarada y él es un vivo ejemplo. Cuando escucho a alguien diciendo la trillada frase: “No es por la plata, es por la acción en sí” me hierve la sangre. Si no fuera por la plata ni siquiera lo estarían mencionando. Si algo no te importa, no te importa. ¿Cómo se puede criticar una acción seguida de la negación misma de la cosa?
Mi mamá era una de esas personas que solía hacer tales comentarios. En sus buenas épocas, cuando era madre, siempre criticaba todo. Podía ser un amor en ciertas cuestiones, pero en otras dejaba mucho que desear. En su cumpleaños, luego de una reunión, en la intimidad familiar, solía comentar: “¿Cómo me pudo regalar esta basura? No es por lo que cuesta, pero para gastar en algo así, mejor no me hubiera regalado nada”. Otras veces arrancaba diciendo: “no es por criticar…” y criticaba; “No es por ser mala…” y era malísima. Por suerte la depresión arrasó hasta con sus ganas de decir estupideces.
Ya con la nariz estropeada, el tercer golpe que le di fue una patada en los huevos. Los golpes no deprimen, pero así conseguí arrasar con sus ganas de decir pavadas. Lamentablemente, no por mucho tiempo. Luego gritó que no merecía tanto sufrimiento. Me hubiera gustado reírme y no pude. Creo que en ese momento le quebré la primera costilla.
A veces pienso que este mundo es una broma o un chiste mal contado, una ironía constante. Y otras veces estoy completamente convencido de que así es. ¿Qué puede carecer más de sentido que nacer para luego morir, mientras vivimos añorando una vida eterna sin disfrutar el momento en que estamos vivos? Y, bueno, así somos.
Después de eso perdí la cuenta del orden, pero un golpe siguió a otro hasta que perdió el conocimiento.
Es necesario que hable un poco de mí para poder acercarlos a él y que entiendan cómo llegamos a nuestra relación actual. Somos algo así como la teoría del huevo y la gallina. Inseparables el uno del otro. Él depende de mí, como yo de él; si no fuera por él, esta no sería mi vida, y si no fuera por mí, su vida no acabaría así.
No crecí dentro de un cuento de hadas y espero no defraudarlos si los emocioné anteriormente diciéndoles que soy un héroe, porque estoy lejos de contarles cómo rescato doncellas en apuros. Y es curioso, ahora que lo pienso, ya que el día que lo cambió todo hubo mucha sangre y también llevaba una remera blanca.
Ese día salía del trabajo, si es que se le puede llamar trabajo a catorce horas bajo el sol trasladando carretillas con escombros de una obra en construcción al grito de: “no tenemos todo el día”. Donde ganaba unos míseros diez pesos diarios que en su momento me alcanzaban para comer y no mucho más. Explotación humana en su versión más común. Un ambiente asqueroso y hostil donde todos éramos denigrados, en especial yo por ser el más chico y el último en incorporarse.
Me retiraba exhausto tras una jornada agotadora, como de costumbre, con la espalda reventada, insolado, las piernas temblando y un dolor de cintura inaguantable. Caminaba por la avenida 9 de Julio para tomar la línea C del subte que me llevaba a una habitación que alquilaba por veinte semanales.
Si bien creo que no había un sitio peor, al menos si llovía prudentemente no me mojaba. Si había una tormenta, bueno, ese era otro cantar. Lo importante es que tenía dónde vivir, descansar y mantenerme sano para ir a trabajar, ganar el mango y poder comer. Dado que Eduardo, el capataz de la obra, acostumbraba a mandar a la casa y sin cobrar a los que llegaban enfermos o sin fuerzas. Para colmo, el muy hijo de puta los echaba después de un par de horas, habiendo hecho ya gran parte del trabajo diario.
Esas eran las reglas, y si no te gustaba: problema tuyo. La mayor parte de mis compañeros eran indocumentados, recién llegaban al país, no tenían estudios o carecían de buena presencia, por lo cual ninguno se quejaba. Estaba atrapado en un círculo vicioso del que no podía escapar por el momento.
Supongo que serían las cinco de la tarde, aproximadamente. Un sábado porque era el único día que salíamos antes de que oscureciera. Se acercaba el verano y hacía mucho calor, casi no había gente para lo que era la zona a esa hora, donde todo siempre parecía un quilombo inentendible.
A punto de llegar a destino me detuve frente a una librería a leer los títulos que había en la vidriera. En más de una ocasión, ese mismo lugar tan grande y desprevenido, era el sitio ideal para conseguir algunos libros de oferta que estaban cerca de la puerta, sin la necesidad de acercarme hasta la caja a pagarlos: la única opción para leer que tenía en ese momento. Lo malo era que siempre se trataba de libros de filosofía que me dejaban la cabeza detonada, pero servían para distraer la mente y de paso aprendía algo más que el lenguaje cruel pero sincero de la calle.
Ese día el calor me tenía fastidioso y no entré a la librería, que estaba a cien metros de llegar a la bajada del subte, pero me demoré lo suficiente para escuchar con claridad un grito no más fuerte que el resonar del cuerpo descalcificado de una vieja que cayó redonda sobre la vereda. La caída fue tan contundente que no sé si la mujer murió del golpe, pero que no se podía levantar, eso seguro; y que la cadera le quedó como un recuerdo de la juventud, ninguna duda.
Corriendo entre las personas con total impunidad tras llevarse como premio una cartera marrón, el arrebatador se hizo paso sin dificultad ante un público despreocupado. Luego bajó por la entrada del subte que estaba en frente a la mía, cruzando la calle, y a los pocos segundos parecía como si nada hubiese ocurrido. Tan solo una chica joven, primero, y luego un hombre mayor se acercaron al cuerpo en el piso, pero nadie tuvo el coraje de seguir al ladrón, pegar un grito o aparentar querer hacer algo al respecto.
Un brote de indignación e impotencia me removió los nervios y me surgió intentar algo más que cruzar a ver si la vieja vivía o quedaba tiesa en la vereda. Me apresuré a bajar por la entrada que me correspondía, tratando de recordar la remera azul gastada y la bermuda gris del pobre diablo capaz de robar a una anciana que estaba más cerca de recibir una parcela en un jardín de paz que de comprarse una cartera nueva.
El subte todavía no había llegado al andén cuando lo vi cruzar de un salto el molinete para no pagar, y me quedé asombrado ante la indiferencia de las personas presentes que no se sorprendían por lo raro de la situación. Para todos los pasajeros de la estación, excepto para mí, el mamarracho de remera azul gastada era invisible y tenía una buena razón para serlo. Medía nada menos que un metro noventa, sin exagerar, y unos cien kilos de grasa; con unos veinte, solamente en una panza cirrótica y deforme.
No soy una persona que se deja llevar por las apariencias, pero era tan fiero que asustaba.
Me acerqué a un policía que estaba sacando un boleto en la ventanilla y le comenté la situación de la que fui testigo. Me respondió amablemente, aunque sin el más mínimo sobresalto, que ya no estaba en servicio, por más que estuviera vistiendo su trajecito azul marino impecable y el arma en la cintura. Me señaló con la mirada a otro oficial para que le avisara, apuntando a un hombre de sesenta años, creo yo; quizás menos, no sé. Cuando sos chico las personas siempre te resultan más grandes de edad y a medida que vas creciendo te parecen más jóvenes. El policía que señaló era quien estaba a cargo de cuidar la estación, aunque se parecía más a esos serenos que ponen en una garita en las esquinas de los barrios pudientes para que vigilen la zona, sin armas ni título en seguridad.
Me acerqué a él poniéndome de espaldas al ladrón; todavía, en ese entonces, era cuidadoso de mi vida y no quería que ese mastodonte de casi dos metros descubriera que lo estaba acusando. Le comenté todo lo que había visto, apurado ante la inminente llegada del subte y me escuchó atento. Pero nunca hubiese imaginado su respuesta. Me dijo que nada podía hacer sin la propia víctima que lo denuncie junto con la evidencia debida. Le repetí que yo mismo fui testigo de cómo había robado una cartera dejando a una señora mayor tirada en la vereda, posiblemente muerta. Solo conseguí que me respondiera con un gesto de: “No puedo hacer nada”. Volteé a verlo y no traía ninguna cartera, obviamente se la había descartado después de sacar lo que hubiera de valor.
Me llené de bronca y me dieron ganas de agarrármela con el oficial y gritarle que era un inútil. Me enervé por dentro al ver que esa bestia horrorosa se saldría con la suya una vez que subiera al subte mientras la pobre mujer seguiría tirada en el suelo. Estaba furioso. De cualquier modo, no le pude decir nada a ese hombre que terminó por darme lástima. En aquellos tiempos vislumbraba en mi interior un poco de respeto, en especial por un hombre que debería estar tomando la merienda en su casa junto a su familia, antes que estar expuesto de tal manera, arriesgando su propia seguridad en vez de intentar resguardar la de otros. Seguramente tenía más miedo que yo de semejante masa amorfa con cara de pocos amigos, y ojalá poca familia, porque si el semen y los ovarios disfuncionales que se juntaron para hacer tal abominación crearon más criaturas como esa, no habría solución razonable para el bienestar común ni creyendo en todos los santos ni todos los dioses habidos y por haber.
A los pocos segundos llegó el subte y las personas presentes se abarrotaron para subir. Ahí acababa todo, pero no fue así. En el momento en que sentí el silbato informando el cierre de las puertas, nuevamente me dejé llevar por un impulso inhabitual que no pude controlar. Salté el molinete de la misma forma que minutos antes lo había hecho ese despropósito de persona y entré rápido al vagón sin saber lo que haría. Me di vuelta para ver al de seguridad y noté que me observaba sorprendido, no por el hecho de no pagar el viaje sino porque debía estar preguntándose, al igual que yo, qué carajos pensaba hacer. Le eché una mirada cómplice que ninguno de los dos comprendió el significado. El subte inició su marcha y nos perdimos de vista.
Todo esto sucedió sin levantar sospechas del pseudohumano que a pocos metros revisaba una billetera de mujer, que claramente había encontrado dentro de la cartera. Pude ver cómo el resto de las personas lo observaban con disimulo y se alejaban temerosos para no generar ningún tipo de intercambio. Quizás fueron los nervios, pero sentí que en una fracción de segundo llegamos a la siguiente estación.
El saco de deformaciones mal concebidas por las drogas y el vino barato se bajó del subte y yo hice lo mismo por detrás. Miré para todas partes, quería pedir ayuda, pero no había funcionado antes y no iba a funcionar. Subió las escaleras y fui por detrás. Lo seguí unas cuantas cuadras casi tocándole la espalda cargada de elecciones mal habidas y falta de higiene personal. Porque hago un paréntesis acá y aclaro: hay una gran diferencia entre las escasas opciones que deja la marginalidad y la exención de un sistema social donde hay pocos ricos que tienen mucho y demasiados pobres que no tienen nada, con ser un gordo hijo de puta y sucio. Sigo. Jamás volteó la mirada hacia atrás advirtiendo mi persecución.
Su tranquilidad era lo único envidiable que podía tener un tipo como ese, pero de una manera aterradora. Hubo un momento en que se giró y caminó hacia mí mostrando una dentadura aleatoria y cuasi completa. Reaccioné quedando paralizado al imaginar que me había descubierto, que me atacaría y me destruiría a golpes. Por suerte ni siquiera me miró. Tiró la billetera en un tacho de basura y volvió sobre su marcha.
Suspiré como si me hubieran devuelto el alma al cuerpo y recuperé la movilidad. No sospechaba de mi persecución y eso me alentó a tomar la iniciativa y sorprenderlo. Un nuevo impulso interior me decía que ese era el momento. Solo faltaba saber para qué.
Di unos pasos más y por casualidad, o quién sabe, hice la mirada a un costado y sobre el suelo vi un palo cerca de un poste de basura, un pedazo de madera bastante gordo que habrían tirado de algún departamento, parte de algún mueble que ya no serviría. Lo recuerdo tal cual, como si hubiesen pasado horas en vez de años: me detuve, inhalé con fuerza llenando los pulmones de coraje y exhalé más fuerte aun desprendiéndome de todos mis miedos. Sentí cómo la sangre me subía desde la punta de los pies recorriendo cada parte del cuerpo hasta llegar a la punta de los dedos que se aferraron a la madera rectangular. La tomé con ambas manos, lo mejor que pude, igual que toman el cuello de una gallina en el campo sabiendo que van a estrangularla.
Corrí hacia el adefesio marcando cada paso sobre la vereda caliente por los treinta y cinco grados o más de temperatura, mientras levantaba un vapor sofocante y los nervios de la ocasión me desestabilizaban la vista nublándome el objetivo. Sin embargo, lejos de errar el golpe, le acerté en la cabeza con firmeza y total ausencia de decoro frente a la vía pública. Lo golpeé por encima de la oreja derecha con tanta rudeza que cayó al piso arrastrándome con él.
A causa de la adrenalina del momento no me había percatado que la punta de la madera tenía un clavo que se le incrustó en su cuello y por inercia nos llevó a ambos al piso. El ruido de la madera contra su cabeza me pareció un estruendo terrible, un golpazo mortal, pero no fue lo suficiente como para que no intentara levantarse contra mí. Pero fui más rápido y me puse de pie primero sin soltar la madera. Lo vi de repente enfurecido y ensangrentado, hasta juraría que más alto y más grande que segundos atrás, con los ojos desorbitados como seguramente los tendría más tarde, de no haberse topado conmigo, con la ayuda de la bolsita y el Poxi-ran que compraría con la plata que encontró en la billetera.
Antes de que lograra enderezarse por completo, sabiendo las mínimas posibilidades que tenía de vencerlo en un enfrentamiento mano a mano (loco, pero no boludo), di un paso adelante y lo volví a embestir varias veces, cada vez con mayor intensidad que la anterior, en el mismo lugar y con el mismo clavo entrando y saliendo de su cuello, de su espalda, de su oreja. No estoy seguro de cuántas veces lo golpeé, pero fueron muchas. Y tras varios maderazos que le daba por puro desenfreno, llegó un momento en que me di cuenta de que ya no se movía. La bestia yacía tirada en el suelo, rodeada por un charco de sangre que se fundía en la acera caliente a la vista de todos.
En plena zona céntrica era inevitable ser visto. La gente, formando un semicírculo alrededor nuestro, observaba conmocionada, vociferando palabras que en un primer momento no entendí. Cuando los niveles de adrenalina volvieron a su lugar y el latido de mi corazón dejó de explotar contra mi pecho, pude comprender que la gente gritaba escandalizada, pero en mi contra. Lejos de erguir el monumento que me merecía por acabar con tal adefesio, estaban a punto de lincharme antes de que apareciera un policía.
Comprendo que nadie podía saber que en un acto de bien estaba vengando a una vieja indefensa que quizás ya estaba muerta y jamás se enteraría de la justicia que arremetí a su favor.
En ese instante, por suerte, tuve la lucidez de entender que debía irme tan rápido como pudiera antes de que el justiciero se volviese ajusticiado. Y así lo hice, me eché a correr como por diez cuadras sin voltear la vista.
Una vez lejos de la escena del crimen, recuperé el aliento y me aseguré de que nadie me estuviera siguiendo. Parecía estar libre de peligro, aunque todas las miradas continuaban fijas en mí. Cada persona que cruzaba clavaba sus ojos con inconfundible horror, una reacción inevitable. Entre la mugre de mi remera blanca por haber salido del trabajo y las manchas de sangre del exladrón de carteras devenido en un saco de grasa agujereado y olvidado en una esquina, si hubiera tenido un color más parecería una de esas camisetas que usaban los hippies en los sesenta. Al darme cuenta me la quité de inmediato. No la tiré a la basura porque la ropa no me sobraba y seguí caminando con el torso desnudo hasta mi habitación en el asentamiento de Retiro, envuelto en una sensación de vértigo mezclada con gloria haciéndose eco por mi cuerpo.
Mis manos hicieron el trayecto restante como si aún sostuviesen la madera homicida, con miedo a soltarla por si aquella bestia deforme se levantaba de su lecho de muerte y volvía a buscarme.
Cuando al fin llegué a mi lugar seguro, entré a la habitación y fui directo al baño a lavarme las manos. Luego me metí en la ducha para que la caída del agua me quitara el peso de lo que acababa de hacer. Me costaba creerlo. El corazón se me salía, las piernas me temblaban y las manos continuaban rígidas.
A veces pienso que aunque la posible difunta hubiera estado viva, nunca se habría enterado de que un aprendiz de albañil que vivía en uno de los suburbios de mayor marginalidad del momento, en la podrida Buenos Aires, capital del desinterés humano, había hecho algo por ella. Solo yo lo sabía y eso me dio una sensación aborrecedoramente apasionante. Por primera vez en mucho tiempo sentí que algo valía la pena. Sin importar las consecuencias, sin gratificaciones ni apoyo y sin la seguridad de que te cubran la espalda… lo que había hecho era necesario.
Pensé en ese tipo y pensé en mí. Seguramente no vivíamos en sitios muy diferentes y nuestra posibilidad de superación era igual de escasa, sin embargo, no elegimos la misma vida ni nos manejábamos de la misma manera. El ser tan iguales y tan diferentes marcaba una diferencia que me impedía generar empatía. Y fue esa noche, acostado en la cama, mirando el cielo raso inacabado con manchas de humedad y hongos que parecían nubes de tormenta, cuando supe que el día en que finalmente encontrara a Míster Raismus y lo tuviera frente a mí, no habría consideración ni arrepentimientos.
De un héroe con métodos poco ortodoxos a una madre primeriza en menos de un día. Ahora me toca cuidarlo como si fuese un recién nacido para que no se me muera en los brazos. Hay situaciones que de absurdas pasan a ser increíblemente cómicas, aunque esto no me cause la mínima gracia.
Míster Raismus, después de dormir todo un día desde el último relajante que le di de tomar de mi puño cerrado, despertó, me vio, movió la boca en una aparente intención por decir algo y segundos más tarde se volvió a desmayar antes de que pudiera desearle buen día.
Empezamos mal, lo sé. No pudimos presentarnos como se debe o al menos tener un intercambio de ideas. No quiero que piense que soy un maleducado, pero anteriormente me fue imposible cruzar palabra. Mis manos se cerraban y se endurecían solas por el simple hecho de tenerlo enfrente. Su cara de imbécil me pedía a gritos que lo golpeara. Sumado a las idioteces que decía, me volví loco y lo atendí sin pena.
Antes de que se desmayara, la segunda vez, me pareció oírlo balbucear unas palabras que podrían ser interesantes. Quise prestar atención y no pude entender nada. Traté de leerle los labios, pero no sabía dónde empezaban ni donde terminaban de tan hinchados que estaban. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba a un paso de seguir el famoso túnel blanco. Lo cómico sería que vea el túnel blanco con los dos ojos negros. Eso sí me hace gracia.
Por momentos lo observo y me cuesta creer que finalmente lo encontré y que ahora su vida me pertenece.
Hallarlo fue una gran casualidad. La ley de atracción llevaba años sin responderme por más que no pensara en otra cosa. Hasta que un día, cuando ya empezaba a resignarme y suponer que nunca iba a dar con él, en medio de una mudanza, envolviendo platos con papel de diario, encontré un artículo donde aparecía un apellido que llamó mi atención, y debajo de él una foto que me resultó familiar. Se trataba de su padre, Don Fernando, quien resultó ser un político importante. A quien no conocía muy bien y mucho menos sabía su nombre completo. Lo había visto solo un par de veces cuando era chico. Y aunque hubiese querido, si lo cruzaba en la calle quizás no lo habría reconocido.
Luego de una breve nota en la que hablaban de una persona que se ajustaba a mi búsqueda, en una foto más pequeña e insignificante al dar vuelta la página, ¿a que no se imaginan quién posaba orgulloso al lado de su progenitor?
Nunca hubiera olvidado su rostro. Casualidades si las hay. Tantos años de búsqueda sin suerte y, de pronto, ahí estaba. Sonriéndome.
Lo que siguió después fue mucho más rápido.
En este momento lo veo dormir y me resulta extraño. Luce muy desmejorado, sin tener en cuenta que mayormente es mi culpa. El hecho es que alguna vez fue un muñequito de porcelana, con su pelo rubio y lacio, su piel blanca y tersa, su flequillo en punta bordeando su ojo derecho color miel, quitándoselo de la cara con la mano y tirándolo hacia atrás todo el tiempo, jugando con su finura y el brillo como si fuera una puta publicidad de shampoo, esperando que sus cabellos, al volver a caer sobre su frente, entre el movimiento y la luz del sol hicieran ese efecto que volvía locas a las chicas. Relucía como si se bañara en oro. Sonreía con esa risa fanfarrona de quien sabe que lo tiene todo, presumiendo su bocota grande de la que solo salían bobadas y sus dientes blancos y perfectos, vestido con la ropa que se veía en la tele o en las revistas, como pocos, como ninguno en el barrio. Yo también era distinto: sonreía, diferente, pero sonreía. Eran otros tiempos.
Hoy estamos muy lejos de ese recuerdo. Lo que parecía oro resultó ser un enchapado barato que ahora luce oxidado. Ya nada brilla. La culpa es de la oscuridad, no la de la habitación sino de la que traen los años, las experiencias y vivir. Así como cuando encontramos una hoja guardada después de mucho tiempo y su textura y color ya no son los mismos.
No importa si paso horas frente a él ejercitando mi memoria, ya no me encandila ni aunque le limpie la sangre, su hinchazón baje, los moretones desaparezcan o le ponga ropa nueva. Los ojos que alguna vez lo admiraron no son los mismos que hoy lo detestan. No hay nada que me recuerde lo que era y, de todas formas, lo recuerdo todo.
El deterioro que luce en este instante también se debe a que no le di de beber ni comer en dos largos días. La emoción me hizo olvidar las leyes de la naturaleza y necesidades tan básicas como estas se me pasaron por alto. Obviamente, en su caso. Yo comí y tomé como nunca, su compañía me abrió el apetito. La segunda noche desde que lo traje a casa brindé con el champán más caro que encontré en el supermercado. La circunstancia ameritaba un festejo a lo grande y no me privé de tenerlo. Me senté frente a la ventana mirando el cielo y bebí cada copa hasta la última gota, con el placer sublime de quien conquista nuevas tierras, gana un trofeo o acierta la lotería; ni más ni menos.
Darle de tomar agua fue fácil, pero darle de comer se está complicando. Preparé un puré de papas muy suave, casi líquido, pero no sé si es por la inflamación de la garganta o por su boca, que parece hecha de dos churrascos crudos, pero la comida no pasa y lo necesito fuerte. Quiero disfrutar el placer de su agonía de la mejor manera. ¿Golpearlo más?, lo mataría. ¿Matarlo?, no es suficiente. Por eso se me ocurrió que lo más adecuado para estirar su padecimiento es proponer un juego. No soy de las personas que no saben perder. No obstante, tengo la corazonada de que en este caso soy el único que puede ganar.
Para que sean testigos no solo de mis pensamientos, he decidido grabar y transcribir nuestras conversaciones guardando los audios como archivo fehaciente de que todo lo que detallo es real. La verdad puede ser dolorosa, pero solo al principio; una vez que se revela podemos comenzar a sanar.
La mentira, en cambio, es solo un dilatador de lo irreal, de lo inexistente. Hace mucho más daño y con el transcurso del tiempo se nos olvida cómo curar.
Soy una persona muy analista y de observar a la gente me di cuenta de que hay tres clases de mentiras. Yo las clasifico según el tipo de persona de la cual procede. De esa manera sé, dependiendo de qué tan hija de puta es la persona, qué clase de farsa puedo esperar.
1) Las que se dicen por necesidad o conveniencia: aquellas que apuntan a conseguir algo a cambio, producir una reacción conveniente, zafar de algún problema o escapar de una situación no deseada.
2) Las que se dicen por placer o venganza: esas que son pura maldad, utilizadas con la única intención de hacer daño a otra persona, se lo merezca o no.
3) Finalmente, la mitomanía: esa gente que miente porque sí, sin ningún sentido ni propósito. Por el simple hecho de practicar la blasfemia.
Una vez me dijeron que todo iba a estar bien y lo creí. Lo esperé por tanto tiempo que cuando al fin me di cuenta de que me habían engañado, ya era demasiado tarde.
Engañar es un arte tan masivo que vivimos rodeados de artistas cada vez más minuciosos y precisos a los que resulta imposible encontrarles las vetas.
Por eso las grabaciones son el único método que encuentro para diferenciarme de él y mostrar transparencia.
El plan a partir de este momento es sencillo: tortura, confesión y más tortura hasta que el corazón le explote, los ojos le salten como a una lagartija y la foto de su cadáver sea la viva imagen de un cristiano que en su último suspiro vio al mismísimo diablo confesarle que no existe el cielo.
Voy a poner la grabadora y escuchen ustedes mismos a que me refiero.
Yo: —Buen día. Espero que hayas amanecido bien.
Él: —Por favor…
Yo: —Tranquilo. No te asustes, vine a hacerte una propuesta. Quiero que juguemos un juego: te voy a hacer una pregunta, y si adivinás… te voy a dejar en paz. Solo por un rato, no te emociones demasiado. Pero si te equivocás… mmm, te voy a cortar las uñas, ¿está bien?
Él: —No, no, no…
Yo: —No es la gran cosa tampoco. Aunque te aviso que me gustan las uñas bien cortitas, más de lo normal, casi al ras te diría. El único problema es que tengo muy mal pulso. Te lo aclaro para que no pienses que lo hago a propósito si se me va la mano y corto algo que no debo. Aparte este es un alicate especial, lo compré para cortarle las uñas a mi perro, tiene un filo importante y hay que ser cuidadoso.
Él: —Hago lo que me pidas…
Yo: —Mi mamá siempre me decía que si no me cortaba bien las uñas se me iban a llenar de bichitos malos que me iban a comer todo el pie. Lo traumático del asunto era que yo tenía los dedos bastante gordos y las uñas se me escondían entre la piel. Ahora no tanto, pero cuando era chico lo sufría terriblemente; las uñas se me encarnaban. Mi mamá me estiraba la piel demasiado y me hacía doler. Creo que lloraba cada vez que me cortaba las uñas. Por eso, teniendo en cuenta que sos mi invitado, que estás atado y que no podés cortártelas vos mismo, lo voy a hacer yo. Es mi deber moral, como buen anfitrión, velar por tu salud. No quiero que te llenes de bichitos malos y me termines culpando de perder un pie. Es preferible perder una uña… o un dedo, ¿no te parece? Es un tema de confianza, tenés que confiar en mí. ¿Vas a confiar? ¿No querés hablar? No importa. Igualmente, no es necesario que lleguemos a ese punto, siempre y cuando respondas bien lo que te voy a preguntar. ¡Empecemos! ¡Perfecto! ¿Sabes quién soy?
Él: —No.
Yo: —¡Vamos! ¡Ponele ganas! ¿Alguna idea? Pensá bien.
Él: —No lo sé, te lo juro, y si lo supiera no le diría nada a nadie, nunca, te lo prometo.
Yo: —No estás entendiendo el juego. Lo único que te puede ayudar es que descubras quién soy, caso contrario te voy a ir haciendo mierda de a poco. Así que esforzate un poco más. Indagá en tus recuerdos, ¿por qué alguien te haría algo así? ¿Qué pudiste hacer para merecer esto? Y no te apresures a contestar porque no voy a darte una segunda oportunidad. Te repito: ¿Por qué alguien quisiera hacerte daño? Y no digas que es por pelotudo, porque si bien solo por eso tendría que cortarte la garganta, este no es el caso.
Estás pálido otra vez. Deberías verte la cara. No sé si reír o llorar. Me voy a inclinar por reír, ya que vos llorás por los dos. Resultaste bastante flojito. Qué decepción. ¿Dónde está el machito que todos conocen?
¿Nada? A ver cómo te puedo ayudar… Ya sé. ¿Creés en el karma?, ese que dice que todo lo que hacemos, malo o bueno, vuelve. ¿Crees que las cosas que uno hace en la vida se pagan? Pensá en eso. ¿Crees en el karma? Contestame.
Él: —Sí, creo.
Yo: —Pensé que eras mejor mintiendo, pero me equivoqué. Respondiste lo que creíste que quería escuchar para que no me enoje. Esa no es la idea. Realmente quiero que nos entendamos. Me están pasando muchas cosas juntas en este momento y siento un impulso incontrolable de expulsar todo el asco que llevo adentro. Por momentos quiero insultarte, patearte la cabeza, quebrarte los huesos uno a uno y con lo que quede de tu cuerpo prender un fuego en medio de la noche y disfrutar de ver cómo te vas incinerando.
Seguramente no me comprendas, más si no tenés ni idea de cuál es la respuesta de la primera pregunta que te hice.
ÉL: —¿Nos conocemos?
Yo: —Sí, lamentablemente. ¡Vamos! Arriesgá antes de que me aburra y tome una decisión apresurada.
Tengo tanto para decirte… tanto para preguntarte…
Él: —¿Trabajamos juntos?
Yo: —No. Tenés que buscar un poco más allá de lo cotidiano. Vos sabés muy bien quién soy, solo que te estás yendo para otro lado. Abrí la cabeza. La mente es como un músculo, hay que ejercitarlo. Alguna vez estuvimos desnudos viviendo en cuevas y hoy construimos rascacielos y viajamos a la luna.
Te voy a dar una segunda ayuda. Esta es para que reflexiones. Seguramente habrás escuchado: “los últimos serán los primeros”. Bueno, pensalo así. Los que se creen que son los grandes machos conquistadores, los que se desviven por demostrar que la tienen más grande, son los mismos que luego lloran como niñitas asustadas al ver una sombra detrás de la puerta una vez que mami les apagó la luz del cuarto. En cambio, los que estamos por debajo de todo eso, los que vemos al verdadero monstruo detrás de la puerta y aprendemos a convivir con él porque sabemos que nadie va a rescatarnos, un día nos reviramos y decidimos ir por todo, dispuestos a matar o morir sin medir las consecuencias. Esos somos nosotros. Estamos en bandos opuestos. Así que no trabajamos juntos, no fuimos amigos, ni nos divertíamos en los mismos lugares. No viene por ahí la cosa.
Si no contestás… si te das por vencido no me queda otra opción que cortar.
Él: —No, no, estoy pensando.
Yo: —Tratá de pensar un poco más rápido porque esto se pone cada vez más aburrido. Tengo que pasear a Milo, ir de compras al supermercado, ducharme… la vida del resto de las personas continúa por más que la tuya esté en pausa en estos momentos. Así que vamos, última oportunidad. Decí un nombre. Te doy un minuto más y después quiero que digas un puto nombre.
No, no y no. No me pongas esa carita triste porque no me vas a manipular. Te conozco más de lo que imaginás.
Él: —Si de algún modo te ofendí…
Yo: —¡No! Pará ahí. No importa qué tan arrepentido jures estar, esto no funciona como cuando la cagás con tu papito y después vas corriendo a pedirle perdón para que te ayude. Mirá, te voy a decir algo que de haberlo aprendido antes, hoy no estaríamos acá. Si no se quiere ser de determinada forma, hay que pensar dos veces antes de actuar; porque aquello que hacemos, nos define. No somos lo que decimos, sino lo que hacemos. Tus acciones te condenan y te persiguen por siempre. Yo medito mucho todo lo que hago porque sé que cada paso que doy es irreversible. Y lucho constantemente para no caer en las trampas de mi arrogancia. Pero, ¿sabés dónde reside tu problema? Te creés lo que ves en el espejo y lo que encontrás en tu bolsillo. Te inventaste un personaje para sentirte más que los demás y lo terminaste creyendo. Pero la mentira no te da ningún dominio, porque es irreal e insostenible; y si no somos dueños ni de nosotros mismos, entonces no somos dueños de nada.
La gente como vos no es más que un reflejo de esta sociedad de mierda que nos explica con ejemplos claros por qué estamos como estamos: en decadencia constante. Construyendo rascacielos para tener los pies cada vez más lejos del suelo.
No entendés de qué mierda hablo, ¿no? Voy a ser más claro. La mañana del día anterior a que te atrapara le dijiste a tu mamá que no podías llevarla a su sesión con el psicólogo porque tenías un trabajo de suma importancia que terminar; la presentación de unos documentos que te había encargado papá, si mal no recuerdo. ¡Mentira! Y en la oficina lo hiciste de nuevo, dijiste que te tomabas el día por trámites administrativos. Mentiste por conveniencia. Fuiste a tu departamento a encontrarte con la señorita que conociste en la fiesta de tu amigo, Juan Pablo, la noche anterior. Buen culo, buenas tetas, carita de endemoniada, ¿no dijiste así? Esa misma que te atrajo porque también le gustaba a tu amigo y tenerla era una forma de demostrar superioridad. ¿O estoy errado? No obstante, cuando él los vio, seguramente le dijiste que fue ella quien te abordó. Eso no lo sé con certeza, pero estoy seguro de que le dijiste algo similar. Competiste con él y ganaste, era lo único que te importaba. Mentiste por maldad.
Cuando estuvieron en la cama, cuando conversaron de sus vidas, no tengo la menor duda de que alardeaste con historias de un hombre de negocios que no sos, incluso después de haber conseguido lo que buscabas. Mentiste porque te encanta mentir. Mitomanía pura. Sos el ser más mentiroso y despreciable que existe. Y ahora llorás para que me apiade de vos… ¿Y pensás que te puedo creer?
Te dejé mudo, ¿no es así? ¿Te sorprende lo mucho que sé? Todavía tengo más.
Estuve por todos lados: en tu oficina, en la casa de tus papás, en tu departamento. Me puse tu ropa, me probé tus zapatos, cagué en tu baño, abrí la heladera, comí tu comida, acaricié al gato. Solo me faltó masturbarme viendo las películas que guardás detrás de la videoteca que armaste en el mueble del living, donde está el televisor gigante. ¿Quién guarda pornografía hoy en día, o es por si alguna vez te quedas sin datos en el celular…?
Nos cruzamos en baños y restaurantes. Sé que usas dos fragancias distintas de perfume, una bien fresca para el día y otra más intensa para la noche; también las probé y me sentí un señorito francés.
Tengo todas las fotos que tenés en tu celular, las que estás con tu familia, con tus amigos, las de tus vacaciones y hasta esas que te sacas en bolas, agarrándote el pito duro, enfocándolo en todos los ángulos posibles como si fuera la gran cosa.
Tengo todos tus contactos y las conversaciones con tus amigos, con tus conquistas, con tu dealer, con tu dentista, al que ya le avisé que no vas a ir este martes. Tengo todo y más.
Ni te acordás, pero estuvimos hombro a hombro esperando un trago en la barra de un bar muy sofisticado en Palermo; yo pedí una cerveza, vos un champán. Hablamos de lo calientes que estaban las mujeres esa noche. —Están encendidas —me dijiste. Mientras que el único que estaba prendido fuego eras vos.
Estuve muy cerca tuyo tantas veces… de frente, espalda y costado. Te robé la billetera y el celular sin que te dieras cuenta. 2408 la clave, qué precavido. Estuve cerca también cuando horas después te diste cuenta de que te faltaban, buscaste por el suelo y los encontraste. Pensaste que se te habían caído. Qué mente tan intuitiva. Nunca te percataste que había una aplicación nueva en tu móvil, escondida entre tantas otras, y así dupliqué todo lo que hacías.
Entrené en tu mismo gimnasio y me hizo la rutina tu profesor, Diego, el de los hombros enormes y las patas flacas. Con lo que detesto esos lugares narcisistas donde la gente no deja de mirarse al espejo un segundo, y ahí estaba yo: 1, 2, 3 y una más, vos podés.
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