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El hijo de la doctora De pronto había encontrado al marido y al hijo que tanto deseaba. Siendo la única doctora de Bay Beach, Emily Mainwaring estaba demasiado ocupada para distracciones. Por desgracia para ella, se acercaban dos importantes: un bebé huérfano al que deseaba adoptar, y Jonas Lunn, un guapísimo cirujano de Sydney cuyo interés por ella no parecía meramente profesional. Emily tenía un dilema: si se casaba con Jonas podría adoptar al niño... Pero Jonas no parecía de los que se casaban. Además, ¿debía ella arriesgarse a enamorarse de un hombre apasionado como él que seguramente iba a desbaratarle su organizada vida? Atrapada por sus besos ¿Cómo podría convencer a un hombre que decía que jamás amaría a una mujer de que ella era una excepción? Tras obtener la custodia del sobrino huérfano de Claire, Logan Pierce le pidió a Claire que se casara con él para que el pequeño tuviera una verdadera familia. Logan quería además muchos más niños... y deseaba que Claire fuera la madre de todos. Pero se empeñaba en que el amor no tuviera nada que ver en todo aquello. Claire no quería casarse con un hombre tan duro y cínico como Logan... hasta que descubrió que sus besos eran adictivos. Una novia inexperta Después de aquel beso, los dos tuvieron que plantearse qué querían realmente. Lea estaba a punto de cumplir los treinta y había sonado la alarma de su reloj biológico. Quería un marido... inmediatamente. Pero, ¿cómo iba a encontrar al hombre perfecto una mujer que sólo había tenido un novio? Tom salía con muchísimas mujeres y no tenía la menor intención de sentar la cabeza. Quizá no fuera de los que se casaban, pero se le daba muy bien dar consejos, sobre todo a Lea...
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Seitenzahl: 524
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 584 - abril 2025
© 2002 Marion Lennox
El hijo de la doctora
Título original: The Doctors’ Baby
© 2003 Susan Fox
Atrapada por sus besos
Título original: The Marriage Command
© 2003 Hannah Bernard
Una novia inexperta
Título original: Mission: Marriage
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-569-8
Créditos
Índice
El hijo de la doctora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Atrapada por sus besos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Una novia inexperta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
LA DOCTORA Emily Mainwaring había pasado la noche en vela asistiendo un parto de gemelos. Quizás estuviera dormida y sólo fuera un sueño, pero en su sala de espera estaba… Su hombre ideal.
Pero aquello era Bay Beach. Estaba en el turno de cirugía de la mañana y quedarse mirando fijamente a alguien no era muy profesional. Debía pensar como una doctora de provincias de veintinueve años y no como una adolescente enamoradiza.
–¿Señora Robin?
La anciana señora Robin se levantó aliviada. Llevaba esperando mucho tiempo. Los otros pacientes la miraron con envidia y el desconocido también alzó la vista.
¡Caramba! Al verle los ojos, resultaba aún más atractivo, y cuando sus miradas se encontraron…
Em se permitió mantener la mirada unos instantes, como si estuviera evaluando a un posible paciente. Pero la manera de mirar a aquel hombre no era la de un médico.
Se trataba de un hombre corpulento y musculoso, de huesos fuertes. Metro ochenta de masa corporal exhalando virilidad. Su pelo, de color rojizo tostado, era precioso, con rizos desordenados que apetecía peinar con los dedos.
«Ya basta. Concéntrate en tu trabajo», se dijo. Esa mañana no podía permitirse ninguna distracción, y si el brillo de un par de ojos verdes había conseguido alterarla, era porque estaba más cansada de lo que creía.
–Lo siento mucho –le dijo a los pacientes que esperaban–. He tenido que atender un par de urgencias y llevo casi una hora de retraso. Si alguno de ustedes prefiere esperar en la playa y volver dentro de un rato…
No era probable que aceptaran. Se trataba de campesinos o pescadores para los que la visita al médico era una ocasión social y, mientras fingían leer una revista, aprovechaban para enterarse de los últimos chismes y rumores. Por ejemplo, quién podría ser el hombre pelirrojo.
–Es el hermano mayor de Anna Lunn –le dijo la señora Robin antes de empezar con su letanía de dolores–. Es tres años mayor que Anna y se llama Jonas. ¿Verdad que es atractivo? Cuando entró con Anna, pensé que era su nuevo novio, lo que me pareció muy bien, ya que el inútil de Kevin se largó. Pero ya que no puede ser su novio, está bien que tenga un hermano tan amable como para acompañarla al médico, ¿no crees?
Era cierto. Anna Lunn, con apenas treinta años, estaba agobiada por la pobreza y los hijos. Pero ¿por qué…? Em miró la lista de citas y no pudo evitar suspicacias.
Anna había pedido una cita especial y había acudido con su hermano para que la apoyara. Em estaba segura de que no iba a ser una consulta de cinco minutos para una prueba ginecológica.
Así que tendría que resignarse a añadir media hora a su jornada laboral de ese día y a prestar atención a la tensión sanguínea de la señora Robin.
Antes de que terminara de hacerlo, Charlie Henderson sufrió un infarto. Estaba allí para su reconocimiento cardiológico de rutina y era tan viejo que parecía que estuviera apergaminado. Se había sentado en un rincón de la sala de espera y se entretenía mirando a los niños. Mientras Em estaba escribiendo la receta para la señora Robin, él se quedó con los ojos en blanco, se acurrucó y resbaló hasta el suelo sin hacer ruido.
–¡Em! –gritó la recepcionista mientras golpeaba la puerta de la consulta y, al instante, Em estaba junto a él.
El anciano estaba lívido y frío. Em comprobó que no tuviera obstruida la tráquea y le tomó el pulso. No tenía.
–Trae el carro del equipo de urgencias –ordenó a Amy. Comenzó a hacerle el boca a boca al anciano y le rasgó la camisa para descubrirle el pecho. Parecía que había sufrido un infarto fulminante.
Además, Amy no era la recepcionista habitual. Sólo tenía dieciocho años y, aunque no tenía preparación sanitaria, estaba sustituyendo a Lou, que estaba enferma.
Em tenía que actuar sola.
Debía intentar resucitarlo enseguida. No era tarea fácil, con toda esa gente mirando, pero no había tiempo para otra cosa.
–¡Despejen la sala, por favor! –pidió entre soplido y soplido sin dejar el boca a boca y sin confiar en que le hicieran caso. No importaba. Estaba respirando para su anciano amigo, golpeándole el pecho para intentar resucitarlo mientras esperaba el equipo de urgencias.
Y entonces oyó una voz.
–Salgan de la sala. ¡Ahora mismo!
Era una voz masculina que reiteraba, en tono autoritario, la orden que ella había dado.
Em parpadeó, preguntándose de quién era esa voz grave y densa que parecía acostumbrada a dar órdenes. Pero estaba arrodillada junto al anciano y le dedicaba toda su atención.
–Respira, Charlie. Respira, por favor…
–Como se habrán dado cuenta, esto es una emergencia, y necesitamos que la sala esté vacía para poder trabajar –continuó la voz–. Si lo suyo no es urgente pidan otra cita más tarde, o si no, esperen fuera. ¡Ahora!
De pronto, el carro del equipo de urgencias estaba allí, el pelirrojo estaba arrodillado al otro lado de Charlie, untando de gel los electrodos y ayudando a Em a ajustarlos como si supiera muy bien lo que hacía.
¿Quién diablos sería?
No había tiempo para preguntar. Todo lo que Em podía hacer era aceptar su ayuda y colocarle a Charlie la boquilla adecuada. Como norma, no habría hecho el boca a boca a nadie sin una boquilla, pero Charlie era especial. Charlie era un amigo.
Charlie…
Debía actuar con profesionalidad. No había lugar para los sentimientos si querían salvar la vida del anciano. Respiró cuatro veces más en la boquilla y la voz grave la interrumpió.
–Apártese. Ya.
Ella se apartó y las manos del desconocido fueron las que colocaron los electrodos sobre el pecho desnudo de Charlie. Él sabía perfectamente lo que hacía, y ella sólo podía estarle agradecida.
La descarga hizo que el cuerpo de Charlie se sacudiera. Nada. El electro no mostraba ninguna respuesta.
Pero debían seguir intentándolo. Em le insufló otras cuatro veces y las manos del desconocido cambiaron los electrodos de sitio. Otra sacudida, pero aún sin resultado.
Ella volvió a soplar. Una y otra vez. Y nada.
Em se sentó sobre los talones y cerró los ojos.
–Ya basta –susurró–. Se ha ido.
El silencio era absoluto.
Amy, horrorizada, estaba pálida. Respiró hondo y comenzó a llorar. «Es demasiado joven para esto», pensó Em. A sus veintinueve años, Em se sintió vieja, muy vieja. Se puso en pie y se acercó a abrazar a la recepcionista.
–Vamos, Amy. No pasa nada. Charlie no lo habría querido de otra manera.
Esa era la pura verdad. Charlie vivía para los cotilleos de Bay Beach. Tenía ochenta y nueve años y, desde hacía tiempo, sabía que su corazón estaba mal. Morirse de forma dramática en la consulta del médico y no solo en casa, era el tipo de final que le habría gustado
–Amy, llama a Sarah Bond, la sobrina de Charlie –dijo Em con voz cansada, mientras Amy trataba de recomponerse–. Dile lo que ha pasado. No creo que se sorprenda mucho. Y luego llama a la funeraria –respiró hondo y se dirigió al hombre que la había ayudado–. Muchas gracias –dijo tan solo.
Su cara expresaba tal cansancio y dolor, que el hombre se acercó a ella y le puso sus manos fuertes y masculinas sobre los hombros.
–Diablos, pareces hundida.
–No del todo.
–¿Le tenías mucho cariño a Charlie?
–Sí –contestó Em–. Todo el mundo quería a Charlie. Ha sido pescador en Bay Beach toda la vida –miró hacia el cuerpo de Charlie. Le habían cerrado los ojos y parecía increíblemente tranquilo. Dormido. No debía lamentarse, pero…–. Lo conocía de toda la vida. Me enseñó mucho sobre la vida… –Em perdió el control y comenzó a llorar.
–Necesitas un poco de tiempo para recuperarte –dijo él para consolarla, y miró hacia afuera, dónde aún quedaba media docena de pacientes que habían decidido que lo suyo era suficientemente urgente para esperar. Después de hablar con la sobrina de Charlie y de que los de la funeraria se llevaran el cuerpo de Charlie, a esa doctora exhausta aún le quedaba mucho trabajo por hacer–. ¿Tienes a alguien que pueda suplirte?
Em tomó una bocanada de aire e intentó volver a la normalidad.
–No.
–Entonces, lo haré yo –le dijo él–. Soy cirujano. Aunque no estoy acostumbrado a este tipo de medicina, puedo hacerme cargo de los casos urgentes hasta que te recuperes un poco.
–¿Eres cirujano? –preguntó asombrada. No se lo esperaba. Anna no tenía nada de dinero. Eso no tenía sentido.
–Soy cirujano a tiempo completo. Y soy hermano de Anna Lunn sólo cuando ella me deja –dijo y soltó una carcajada nerviosa–. Pero mis problemas pueden esperar. Puedo ver a tus pacientes y hacerme cargo de lo que sea urgente. Esperemos a que se lleven a Charlie con el debido respeto y hagamos un descanso para tomarnos un café. Lo único es…
–¿Qué?
Él vaciló un momento.
–Me ha costado semanas conseguir que mi hermana viniera a verte –dijo con reticencia–. Tuvimos que dejar a los niños en la guardería de emergencia de la Residencia Bay Beach para venir. Si ahora la dejamos regresar a casa, no conseguiré que vuelva. ¿Podrías verla?
–Claro que sí.
–No está tan claro. Si lo haces, es a condición de que después me dejes atender tus casos urgentes.
–No es necesario.
–Sí lo es.
Él se quedó mirándola fijamente. Em se preguntaba por qué la miraba así. Ella solía estar pálida, era alta y demasiado delgada. El pelo, largo y negro, lo llevaba trenzado a la espalda, lo que la hacía parecer aún más flaca. Tenía ojeras y sus ojos pardos estaban hundidos, reflejando su cansancio. Él podía ver que estaba cansada. Sus palabras lo confirmaron.
–¿No tienes a nadie que te ayude? –preguntó él, y ella negó con las manos–. ¿Y por qué diablos no? ¿Acaso Bay Beach no es lo bastante grande como para tener dos médicos o incluso tres?
–Yo nací aquí y adoro este lugar –contestó ella–, pero en Australia hay montones de pequeñas ciudades costeras y muchas no están tan lejos de la ciudad como esta. Los médicos quieren disponer de restaurantes, colegios y universidades para sus hijos. Hemos puesto anuncios desde que mi último socio se marchó hace dos años y no hemos recibido ni una respuesta.
–Así que tú eres el único médico.
–Así es.
–Diablos.
–No está tan mal –Em pasó la mano sobre su trenza sedosa y, mirando a Charlie, suspiró–. Excepto ahora. Me alegro mucho de que estuvieras aquí para que me quede claro que no se podía hacer nada más para salvar a mi amigo.
–Lo entiendo –contestó él mirando también al cuerpo de Charlie–. ¡Maldita sea!
–Había llegado su hora –susurró Em.
–Y también tu hora de dormir un poco.
–No –suspiró Em, y consiguió esbozar una sonrisa–. No hay descanso para los malditos, doctor Lunn. ¿O debería decir señor Lunn?
–Llámame Jonas.
Jonas… «Suena bien», pensó ella.
–De acuerdo, Jonas –asintió. El hombre de la funeraria acababa de llegar–. Despidámonos de Charlie y luego seguiré con mi trabajo.
–Ya oíste lo que dije –gruñó Jonas–. En cuanto veas a mi hermana, yo seguiré con tu consulta hasta que hayas descansado,
Era una gran tentación. Tenía dos pacientes en el hospital a los que debería ver. Si dejaba al doctor Lunn con la consulta, podría visitarlos, comer algo y hasta echarse una siesta antes de la consulta de la tarde.
–Venga, hazlo –dijo él. Pero le parecía una irresponsabilidad pasarle su trabajo a un desconocido–. Estoy perfectamente cualificado –aclaró al ver que dudaba–. Con una llamada a Sydney Central te lo confirmarán.
Ella lo creía y no se resistió más.
–Me parece maravilloso. La consulta es toda tuya. Pero, primero, veamos a tu hermana.
–No quiere decirme qué tiene, pero está muy asustada.
Media hora más tarde Em estaba en su despacho. Lo que había pasado le parecía mentira. Delante de ella estaba Anna Lunn, pálida y callada. Jonas, que le agarraba la mano para infundirle ánimo, estaba igual de serio.
–No sé lo que está pasando, doctora Mainwaring –dijo él. Había pasado a un tono formal, lo cual era una buena idea. La consulta debía ser estrictamente profesional–. Anna no me cuenta nada. Ella y yo nos distanciamos hace mucho tiempo y nunca ha dejado que la ayude, aunque educar a sus hijos sola ha debido de ser una pesadilla. Pero ahora… Vine a verla hace un par de semanas y hay algo que la atemoriza. No quiere decirme lo que es, pero la conozco y sé que es algo malo.
–¿Anna? –Em se dispuso a prestarle atención a la mujer.
Anna era pelirroja como su hermano, pero ahí terminaba su parecido. Aunque era más joven que él, parecía mucho mayor. Los rizos de su pelo eran desiguales, y sus ojos verdes tenían una expresión de derrota.
Parecía como si la vida le hubiera dado muchos golpes, y que el último la fuera a desbordar.
–¿Sí? –su voz era solo un susurro.
–¿Preferirías que tu hermano saliera para que me cuentes lo que te pasa en privado? –preguntó mientras dirigía una mirada a Jonas.
–Si tú quieres, me voy –ofreció él, preparándose para salir, pero Anna alargó la mano y lo retuvo. Jonas volvió a sentarse y le dijo con dulzura–: Anna, dinos lo que te pasa. Estamos contigo hasta el final. Los dos. Pero tienes que decirnos lo que ocurre.
Anna respiró hondo y miró a Em asustada.
–Cuéntanos, Anna –dijo Em con dulzura, y la chica se estremeció.
–No sé, no sé si puedo hacerle frente. Mis hijos…
–Dinos.
–Tengo un bulto en el pecho. Creo que es cáncer de mama.
En efecto, había un bulto en el pecho de Anna, cerca del pezón. Era del tamaño de un guisante y se movía cuando Em lo palpaba.
–¿Desde cuándo te has dado cuenta de que lo tienes? –preguntó Em mientras examinaba el resto del pecho. No había nada más. Solo el pequeñísimo bulto.
–Hace cuatro semanas.
–¿Solamente? Eso es estupendo –dijo Em. Anna estaba tumbada en la camilla detrás del biombo y Jonas podía oírlas–. Algunas mujeres se preocupan por un bulto como este durante un año o más sin hacerse examinar. No tienes ni idea del perjuicio que puede causar tardar tanto.Pero tú has venido muy pronto y es muy pequeño. Tiene menos de un centímetro.
Anna temblaba bajo sus manos, temerosa de mirar a Em a los ojos.
–Entonces, ¿es cáncer?
–Puede que sea un pequeño cáncer de mama –repuso Em. No tenía sentido intentar tranquilizarla cuando lo que importaba era que se hiciera las pruebas necesarias–. Pero también es muy posible que sea un quiste inofensivo. Los quistes en el pecho son muy frecuentes, mucho más que el cáncer, y se parecen mucho. Hace falta una biopsia para distinguirlos.
–Entonces esto puede ser una pérdida de tiempo. Si sólo es un quiste, puedo irme a casa y olvidar la cuestión –dijo Anna esperanzada.
–Todavía no –contradijo Em–, porque puede que tu primera idea sea la correcta. Por tu edad, estás en un grupo de bajo riesgo, pero hay que descartar esa posibilidad.
–Pero no quiero saberlo –dijo Anna cubriéndose la boca para no llorar–. Si es cáncer… Quisiera estar bien por tanto tiempo como sea posible. Tengo tres hijos y quiero poder cuidarlos. Jonas me hizo venir, pero si es cáncer, es preferible no saberlo.
–Ahí es precisamente dónde te equivocas –dijo Em devolviéndole la blusa y dándole un pañuelo de papel. Cuando Anna se vistió, Em apartó el biombo para que Jonas pudiera participar en la conversación–. Es mucho, muchísimo mejor saberlo.
–¿Por qué? ¿Para que me puedas quitar el pecho?
–Eso ya casi nunca se hace –gruñó Jonas. No podía reprimirse y se levantó para abrazar a su hermana–. Has sido una estúpida. ¿Por qué no me lo dijiste? Yo podía haber disipado tus temores.
–¿confirmando que puedo tener cáncer? –sus ojos echaban chispas. Em pensó que la pobre Anna estaba al límite–. Nadie está disipando mis temores ahora.
–Yo puedo hacerlo –dijo Em en tono amable, pero firme. Anna no necesitaba falsas esperanzas ni que la tranquilizaran. Lo que necesitaba eran datos objetivos–. Siéntate, Anna.
Anna se sentó, pero su expresión era la de un animal acorralado. No temía por ella misma, sino por los tres niños pequeños que dependían de ella.
–Anna, tu hermano es cirujano. Él puede asegurarte todo lo que te digo, pero quiero que me escuches. Primero: has venido muy pronto y el bulto está muy bien definido. Eso quiere decir que puede ser un quistecito sin importancia, lo cual se puede confirmar con una biopsia, o, en el peor de los casos, un pequeño cáncer que podemos extirpar. No puedo prometerte nada sin hacerte unas pruebas. Si, como sospecho, está confinado a una pequeña zona, aunque fuera cáncer no tienes por qué temer perder tu pecho.
–Pero yo quiero… –Anna resopló antes de continuar–. Si es cáncer, quiero que me lo quiten. Todo el pecho.
–Los cirujanos no extirpamos el pecho si no hay muy buenos motivos –dijo Em–. Aunque fuera cáncer, con las técnicas quirúrgicas actuales no suele ser necesario. Sólo se quita la parte afectada. Eso quiere decir que tendrías una cicatriz en un pecho y que sería algo más pequeño que el otro.
–¿Eso es todo? –Anna parecía no creer nada–. ¿Y qué hay de la quimioterapia?
–Si es tan pronto como parece, tendrías un tratamiento de seis semanas de radioterapia para eliminar las células que pudieran quedar. Luego, el oncólogo decidiría si necesitas quimioterapia o no.
–Pero…
–La tasa de supervivencia para un cáncer incipiente es muy buena –dijo Em con firmeza–. Después de la cirugía y la radioterapia es de más de un noventa por ciento. Y no es la horrible experiencia que solía ser antes. Sinceramente, Anna, los peores efectos secundarios de la quimioterapia son la pérdida de pelo y la fatiga que sientes mientras tu cuerpo recibe la medicación. Y eso no es gran cosa –sonrió–. Tú y tu hermano sois tan atractivos, que un cráneo brillante os haría parecerlo aún más.
–Y yo me raparía la cabeza para hacerte compañía –intervino Jonas, consiguiendo, al fin, que su hermana sonriera.
–No, no lo harías.
–Ya lo verás…
–Yo no quiero ser calva.
–Y no necesitas serlo –dijo Em–. El sistema sanitario de este país te dará una peluca si la necesitas, sea cual sea tu nivel económico. Y las pelucas son estupendas –añadió, sonriendo. La tensión iba disminuyendo–. ¿Conoces a June Mathews?
–Sí, claro –todo el mundo conocía a June, la administradora del pequeño centro comercial. Era una rubia despampanante. O, para decir verdad, era rubia hasta que se cansó de serlo.
–June no se tiñe el pelo –la sonrisa de Em se hizo más amplia–. Cuando se cansa de su peinado, se compra otro.
–¡Bromeas!
–No bromeo. A ella no le importa que yo se lo cuente a la gente que necesita saberlo, siempre y cuando les pida que no se lo cuenten a nadie más. June tiene alopecia, es decir, pérdida del cabello, y lleva peluca desde hace veinte años.
–¡No me lo puedo creer! –Anna estaba muy sorprendida y, por un instante, dejó de pensar en su problema.
–Créeme. Y yo sé que estaría encantada de ayudarte a escoger una peluca si fuera necesario. Le encanta comprarlas. ¡Una vez me dijo que escogerlas le parece más divertido que el sexo! –Anna parpadeó atónita y Em le dedicó una sonrisa tranquilizadora–. Pero, Anna, estamos yendo demasiado deprisa. Como ya te dije, es muy posible que sólo se trate de un quiste.
–Estarás bien, Anna –añadió Jonas en un tono que Em adivinó lleno de emoción. Después de todo, se trataba de su hermana pequeña.
Em miró a Jonas y se percató de que él también esperaba que lo tranquilizaran. Quería datos objetivos. Como cirujano, era seguro que conocía las estadísticas, pero quería oírlas en voz alta.
Cáncer era una palabra que asustaba, y la única manera de conjurar el miedo era plantarle cara.
Él estaba pidiendo ayuda y Em estuvo a punto de darle la mano. Su sonrisa desapareció. Los dos hermanos tenían miedo de la misma cosa.
Anna respiró hondo y reunió fuerzas para decir:
–Si… si fuera cáncer, se reproducirá. Yo me moriré. Mis hijos… Sam, Matt y Ruby… Ruby sólo tiene cuatro años. ¿Quién velará por ellos?
–Anna, me he pasado las últimas veinticuatro horas montando a caballito a tus tres monstruos –dijo Jonas en tono de víctima–. Quiero mucho a tus hijos y, naturalmente, los cuidaría, pero mi espalda te estaría muy agradecida si nos dejaras que arreglemos las cosas para que vivas.
–Yo…
–Por favor, Anna.
Anna volvió a tomar aliento.
–No tengo otra opción ¿verdad?
–No la tenemos –repuso Jonas incorporándose en la silla. Se frotaba las manos una y otra vez. Había estado sometido a una gran tensión, preguntándose qué era lo que le ocurría a su hermana. La respuesta le había significado un cierto alivio, ya que había diagnósticos mucho peores que el cáncer de pecho–. Anna, yo adoro a tus hijos, pero seguro que estarán mejor con su mamá que con su tío Jonas –sonrió mde una manera tan atractiva que Em sintió que su interior se revolucionaba. ¡Qué estupidez! Tenía que hacer un esfuerzo por concentrarse en lo que él estaba diciendo–. Estoy dispuesto a quedarme en Bay Beach mientras me necesites. Y tengo la impresión de que a la doctora Mainwaring también le vendría bien un poco de ayuda. ¿Y qué puede hacer un hombre con dos mujeres desvalidas, sino quedarse? –preguntó sonriendo de nuevo–. Así que vamos a organizar lo de las pruebas y a ponernos en marcha, por favor.
Anna alzó la vista y miró con dureza a su hermano. Luego se volvió hacia Em. Su expresión demostraba un poco menos de miedo. La decisión más difícil ya estaba tomada.
–Sí, –dijo por fin, con una sonrisa casi tan amplia como la de su hermano.
–Entonces, manos a la obra –repuso Em, y comenzó a marcar un número de teléfono.
LA LUZ del atardecer despertó a Em. Lo que sentía era algo tan novedoso que, por un momento, pensó que estaba soñando. Poco a poco fue recordando lo sucedido por la mañana y la invadieron sentimientos muy complejos y difíciles de asumir.
Primero estaba Charlie. A pesar de la edad que él tenía, su muerte le había dejado un vacío y un dolor que tardaría en acallar.
Em siempre intentaba no dejarse afectar por los problemas de sus pacientes, pero como único médico en una pequeña ciudad, eso resultaba imposible. Además, conocía a Charlie de toda la vida. Siendo aún muy niña, murieron sus padres y la crió su abuelo. Él y Charlie eran muy amigos. Con la muerte de Charlie desaparecía el último vínculo con su niñez. El último lazo con los fines de semana que había pasado pescando en el bote de su abuelo, o sentada en el embarcadero cebando anzuelos, mientras los dos hombres charlaban al sol. O de las incontables tazas de té que ellos le preparaban cuando estaba estudiando sus libros de medicina.
Los había querido mucho. Su abuelo había muerto dos años antes, y esa mañana Charlie había ido a buscarlo.
Pensó que lo echaría muchísimo de menos.
Y Jonas… ¿Qué pasaba con Jonas?
Estaba muy confusa. Se había acostado para dormir una siesta de pocos minutos y se despertó dos horas después, totalmente confundida: la tristeza por la muerte de Charlie, la tensión por el bulto de Anna…
Y el recuerdo de Jonas.
¿Por qué se superponía a todo lo demás? Estaba allí como una luz, iluminando el resto de su horrible día, y era una sensación tan nueva que intentó retenerla.
Se levantó y se lavó la cara, amonestándose por haber dejado que otro doctor, de quien no sabía nada, se hiciera cargo de su trabajo.
Tenía que comprobar quién era, se dijo. Su instinto hacía que lo creyera, pero confiarle a sus pacientes era otra cosa, y el tribunal médico no vería con buenos ojos que hubiera cedido sus responsabilidades a un charlatán.
Bastó una llamada a un amigo en el Sydney Central.
–¿Tenéis a un tal Jonas Lunn en ese hospital?
–Es un hombre brillante –dijo la voz de Dominic desde la sala de médicos–. ¡Brillante! Le han ofrecido un trabajo estupendo como profesor en el extranjero, y los que mandan aquí están muy preocupados por cómo van a sustituirlo. Es el mejor. Y es muy bondadoso con sus pacientes –¿cómo sabía Em que Dominic iba a decir eso?–. No lo sueltes, Em. Si te está ofreciendo ayuda, acéptala.
«Quizá», pensó Em, y, haciendo un esfuerzo por ordenar sus pensamientos, se dirigió a ser una vez más el único médico de Bay Beach.
Pero ya no era el único médico. Jonas no soltaba el puesto tan fácilmente.
–Vete a casa –gruñó él cuando ella abrió la puerta de la consulta y se asomó–. Estoy ocupado.
Y lo estaba. La pequeña Lucy Belcombe, de nueve años, muy acostumbrada a ir de catástrofe en catástrofe, estaba allí con una fractura en el antebrazo. Jonas tenía la radiografía en la pantalla para que Em pudiera ver lo que pasaba. Ya estaba poniendo la última capa de escayola y era obvio que la madre de Lucy, que lo observaba, estaba muy impresionada de que un hombre de apariencia tan espléndida estuviera cuidando a su hija.
«Ni siquiera sabe si Jonas es médico o no», pensó Em indignada.
–Estamos arreglándonoslas muy bien sin usted, doctora Mainswaring, ¿verdad, Lucy?
Lucy estuvo de acuerdo.
–Cuando me puso la inyección, el doctor Lunn me dijo que soy la chica más valiente de Bay Beach –anunció Lucy con orgullo. Luego sonrió con picardía–. También dijo que soy la más tonta.
–¿Qué? –Em volvió a mirar la radiografía. Afortunadamente, era una fractura limpia–. Te lo has hecho trepando a un árbol, ¿no es cierto?
–Uno bien grande que hay en Illing Bluff –afirmó Lucy con orgullo, y Em hizo una mueca.
–Oh, Lucy. Si trepas a un árbol tienes que acordarte de agarrarte bien. Me parece que el doctor Lunn no anda desencaminado cuando dice que eres un poco tonta.
–Sí, fue una tontería –dijo Lucy con una sonrisa de compromiso y miró hacia su madre, preguntándose si debía seguir contando lo ocurrido–. Pero he ganado cinco pavos, porque fue una apuesta y llegué hasta arriba.
–¿Te pagaron más por bajar de la manera más rápida? –preguntó Em, y Jonas se rió entre dientes.
Em pensó que era una risa preciosa. Profunda y contagiosa, que hacía sonreír sólo con oírla.
–La más rápida de todas –dijo Jonas–. Lucy ha tenido mucha suerte de no aterrizar sobre la cabeza. Señora Belcombe, ¿va a descontarle los cinco dólares por la ropa que ha roto?
May Belcombe sonrió a medias y negó con la cabeza. Lucy era la más pequeña de sus seis hijos temerarios. Los huesos rotos formaban parte de su estilo de vida.
–Soy bastante buena remendando –dijo–. No tengo más remedio.
–Nosotros también –exclamó Jonas mirando el brazo de nuevo, y se lo colocó en cabestrillo con una venda–. Listos. Un brazo remendado. Mañana quiero verlo otra vez para asegurarme de que he dejado suficiente holgura para la inflamación. De todos modos, si le empieza a doler más, llámenos.
–Llámeme –corrigió Em, y Jonas sonrió con ironía.
–¿Tiene miedo de que la deje sin trabajo, doctora Mainwaring?
–Puede quedarse con todo mi trabajo que quiera –contestó ella.
–Sí. Desde luego, hay un montón. Demasiado para una sola persona.
–Pues sólo hay una persona –rebatió ella, y pasó la mano por el pelo de Lucy–. Adiós, Lucy. Ten cuidado.
–La palabra cuidado no está en su vocabulario –dijo la madre en tono amargo, guiando a su hija hacia la puerta–. Muchas gracias, doctor Lunn –se volvió hacia Em y le susurró al oído, aunque Jonas pudo oírlo–: Ay, querida. Es guapísimo. Si yo fuera tú, me lo quedaría.
Al oírla, Em se sonrojó.
–Te he dejado notas detalladas sobre todos los pacientes que he visto, por si quieres revisarlas.
Después de que las Belcombe se hubieran marchado, Jonas hizo un informe de las dos horas anteriores.
–La señora Crawford es la única que puede preocuparnos, por su diabetes. Ha estado vomitando de forma intermitente durante dos días. No creo que sea nada grave, pero empezaba a estar deshidratada y le había subido el azúcar. Así que Amy y yo la hemos ingresado.
–¿Amy y tú la habéis ingresado? –el tono de Jonas era tranquilizador, pero tuvo el efecto contrario. El que alguien se hiciera cargo de sus cosas era una experiencia tan nueva que se quedó sin aliento–. ¿Tú hiciste qué?
–Amy y yo la ingresamos –repitió Jonas–, con la ayuda de tus enfermeras. Le puse un gota a gota y la dejé en observación. No es un concepto demasiado difícil, doctora Mainwaring…
–Pero sí raro –replicó ella–. Nadie ingresa a nadie en este hospital sino yo.
–Bienvenida al nuevo orden –dijo él, y se quedó mirándola. Ella estaba a punto de estallar.
–Disculpa…
–¿No quieres tener un nuevo socio? ¿Temporalmente? –Em se quedó boquiabierta y la sonrisa de Jonas se acentuó–. Cierra la boca –le dijo con dulzura–, o te entrarán moscas. Y deja de poner esa cara. Sólo estoy pidiendo trabajo.
–¿Pidiendo trabajo?
–Uno temporal –contestó Jonas con suavidad–. Lo necesito –aún sonreía, pero con más dulzura, como si entendiera lo que su ofrecimiento significaba. Como si supiera lo cansada que estaba–. Siéntate –le dijo con calma, y Em se sentó.
–¿Me lo vas a explicar? –preguntó ella sin muchas esperanzas, y el volvió a reír.
–Puede… –dejó de sonreír–. Em, Anna me necesita, pero no deja que me acerque a ella. Sean los que sean los resultados de las pruebas, necesito estar aquí durante un tiempo. Por cierto, gracias por organizar las pruebas tan deprisa. Llamaron de Blairglen para la mamografía y le han dado cita mañana a las diez y media. Lo cual quiere decir que no podré empezar bien en mi nuevo trabajo hasta pasado mañana.
–No puedes empezar bien…
–Em, Anna no confía en mí –dijo con mucha paciencia–. Kevin, su marido, la trataba como si fuera basura. Yo supe desde el principio que era un tipo asqueroso, y tuve la torpeza de decírselo a ella. Tuve que arrepentirme, porque mientras vivió con él, me mantuvo alejado de ella, y creo que estuvo más tiempo con Kevin sólo para demostrarme que no tenía razón. Ahora me necesita, aunque no quiere reconocerlo. Necesita ayuda desesperadamente.
–Es muy orgullosa.
–Demasiado orgullosa –masculló Jonas, y Em lo miró con extrañeza. ¿Qué habría pasado si hubiera sido al revés? Em intuía que ese hombre era tan independiente como su hermana.
–Tenemos que construir un gran puente entre los dos, y no va a ser cosa de dos días. –continuó Jonas.
–¿No tienes más familia? –preguntó Em con curiosidad.
–No, sólo somos Anna y yo. Puede que por eso haya pasado lo que ha pasado. Después de que muriera nuestro padre, yo fui demasiado protector. Ella tenía que rebelarse y el resultado fue su relación con ese miserable.
–No puedes culparte para siempre –dijo Em, y Jonas le dedicó otra de sus sonrisas.
–No, claro que no. Pero sí puedo intentar ayudarla. Si tú me dejas…
–¿Yo? ¿Cómo?
–Dándome el empleo.
Em alzó la vista para mirarlo y pensó que era corpulento, tranquilo y muy seguro de sí mismo. No necesitaba la opinión de Dominic para saber que era competente. No había más que mirarlo para darse cuenta de que era un cirujano experimentado.
Y, sin embargo…
–¿Un cirujano que quiere trabajar en Bay Beach? –preguntó ella incrédula. Parecía increíble.
–Sólo un par de meses. Depende.
–¿Depende de qué?
–Del diagnóstico de Anna.
–¿Quieres quedarte aquí con ella?
–Claro –era una respuesta demasiado simple, pero Em sabía que era la verdad. ¿Cuántos cirujanos bien situados renunciarían a su estilo de vida por una hermana?
–¿Puedes dejar tu trabajo ? –preguntó Em, y él asintió.
–Sí. Da la casualidad que estaba a punto de aceptar un trabajo como profesor en Escocia. Vine aquí para despedirme de Anna y la encontré en tal estado que he aplazado el trabajo. Sabía que, fuera lo que fuera lo que la asustaba, no sería algo que se arreglaría rápido. Y necesito tiempo para construir el puente…
Una vez más la dejaba perpleja. Renunciar con tanta facilidad a su profesión…
–Entonces, ¿por qué no te quedas con Anna? –sugirió Em–. Según parece, no estás casado. Con lo que gana un cirujano, seguro que puedes tomarte unas vacaciones.
–Anna no me deja quedarme con ella, y si no tengo un buen pretexto para quedarme en la ciudad, ella me rechazará por completo. Ni siquiera ahora estoy en su casa. Estoy en un hotel. Como ya te dije, tenemos un largo camino por recorrer –estaba usando un tono eficiente, como negociando lo que le parecía un arreglo muy lógico–. Por cierto, si voy a trabajar aquí, habrá algún alojamiento previsto para los médicos, donde pueda quedarme, ¿no?
–No lo suficientemente grande para ti –repuso ella sin pensarlo, y él se echó a reír.
–Vamos, no soy tan grande…
«Quizá no en tamaño, pero sí en presencia», pensó Em tratando de aclarar sus pensamientos. Él necesitaba alojamiento. La ayudaría durante uno o dos meses, pero necesitaba un lugar donde vivir.
La idea de que la ayudara era tentadora. Aunque sólo hiciera un par de visitas nocturnas a la semana, sería una bendición. Le garantizaría poder dormir un par de noches a la semana.
–Estoy dispuesto a compartir tu carga de trabajo –dijo con voz suave, y ella parpadeó.
«¡Diablos! ¿Soy así de transparente?», pensó Em.
–Puedo arreglármelas sola.
–Igual que Anna.
–No tenemos elección –contestó cortante y, al oírla, él dejó de reír.
–Sí, sí tenéis elección –contradijo Jonas en tono severo–. Estoy aquí para las dos. Si me dejáis, claro…
Lo dijo en serio.y con seguridad, sin admitir discusión, y una hora más tarde Em vio cómo se marchaba en su pequeño Alfa Romeo, mientras ella se quedaba tratando de digerir la cuestión.
Tenía un socio para un mes.
–Quizá más si necesito quedarme más tiempo –había dicho él–. Y ojalá que no lo necesite.
Ella estaba de acuerdo. Ojalá Anna no tuviera cáncer. Pero si lo tenía, decidió que aceptaría a Jonas mientras esperaban a que ella sanase. Compartir su carga de trabajo era una bendición. Su consulta era suficientemente grande para los dos. Pero, ¿y su casa?
Esa era la parte del arreglo que no la satisfacía. La casa de los médicos en la parte trasera estaba construida para alojar a cuatro, por lo que tenía cuatro dormitorios y cuatro baños. ¡Pero sólo tenía una cocina y un salón!
Esa noche Jonas dormiría en el hotel, pero a partir del día siguiente lo tendría permanentemente bajo su techo. Un socio y un compañero de piso, ¡durante un mes!
Pero eso sería al día siguiente, lo que le daba tiempo para ordenar sus ideas y controlar sus sentimientos.
Em volvió a ver a Jonas antes del día siguiente. De hecho, lo vio esa misma noche.
Dos horas después, Em estacionó su coche delante de Home Two, una de las casas que formaban parte del Bay Beach Orphanage, y reconoció un coche aparcado.
¿Cuánta gente en Bay Beach tenía un Alfa Romeo plateado? Nadie que ella supiera, excepto Jonas.
¿Qué demonios estaba haciendo allí?
Caramba con sus emociones. ¿Por qué el ver su coche le había dado un vuelco el corazón?
Cuando su amiga abrió la puerta, Em tuvo que disimular su sorpresa y esforzarse para que su voz pareciera normal. No fue una tarea fácil, pero lo consiguió.
–Hola, Lori –saludó sonriendo, y miró de reojo al coche–. ¿Interrumpo?
–Claro que no –Lori abrió la puerta de par en par y Em pudo ver a Jonas sentado junto a la mesa de la cocina. Él la miró y sonrió, y Em volvió a sentir en su corazón esa sensación tan rara que no lograba entender–. Estamos tomando un té. ¿Tienes un rato para unirte a nosotros?
–Puede que sí –replicó Em, recelosa–. Gracias a Jonas.
–Me ha contado que te sustituyó en la consulta –dijo Lori, estrechando la mano de su amiga–. Y también lo de Charlie. Em, lo siento mucho.
–Estoy bien –pero no lo estaba. No había tenido casi tiempo de pensar en Charlie, pero en ese momento se le saltaron las lágrimas. Maldición, tenía que darse un poco de tiempo para llorar. ¿Cuándo lo aceptaría?–. Yo…, quizá será mejor que no me quede a tomar ese té. Sólo veré a Robby y me marcharé.
Robby era el motivo por el que había ido allí. Fuera cual fuera el de Jonas, ella tenía que concentrarse en su trabajo. Su trabajo era Robby, y exigía dedicación.
Robby tenía sólo ocho meses y había quedado huérfano en un accidente de coche dos meses antes. Había sufrido quemaduras graves y lo habían trasladado del hospital al orfanato. Aunque necesitaba cuidados médicos más especializados, su tía vivía en Bay Beach y no quería ni oír hablar de que lo trasladaran a otra ciudad.
Ni tampoco quería que viviera con ella, ni que nadie lo adoptara. Así que Robby estaba al cuidado de Lori y recibía los cuidados médicos de Em.
Había cosas peores, pensó Em. Lori no era una solución a largo plazo, pero lo quería mucho.
Y también lo quería Em. Había pasado seis semanas en el Hospital General de Bay Beach y durante ese tiempo había conseguido conquistar el corazón de Em. Al verla entrar en su habitación, levantó los bracitos tanto como lo permitían las quemaduras de su pequeño cuerpo para que Em lo alzara y lo abrazara .
Era pequeño, bajo de peso para su edad, y todavía tenía el lado izquierdo cubierto de las heridas de los injertos. Las quemaduras le habían llegado hasta la barbilla y lo único que parecía haberse salvado eran sus ojillos oscuros, su nariz respingona y sus rizos dorados.
Sí, Em lo quería. No le daba vergüenza confesar que había perdido su frialdad profesional y tenía al niño metido en el corazón.
–¿Me has estado esperando? –susurró–. Pensé que estarías dormido, pequeño diablillo.
–Debería estarlo –Lori había seguido a su amiga hasta la habitación–. Ha estado abajo durante media hora. Pero está tan acostumbrado a verte por las noches, que no consigo meterlo en la cama hasta que vienes.
–¿Cuál es el problema? –Em se sobresaltó al oír el tono profundo de la voz de Jonas, que las había seguido. Estaba pensado que Em y el bebé hacían una pareja increíble, y si Em hubiera sospechado lo que él estaba imaginando, se habría sonrojado.
Era una mujer muy bella, alta y morena. Con el niño en brazos, tenía un aspecto muy maternal. Robby todavía llevaba una piel elástica recubriendo los injertos y estaba lleno de vendajes, cuya blancura contrastaba con la suave piel morena de Em.
Al ver a Robby, Jonas se impresionó más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Replanteó su pregunta.
–¿Qué le ha pasado al bebé?
Lori se lo contó, mientras él observaba la destreza con la que Em levantaba los vendajes y retiraba la piel elástica para comprobar la cicatrización de las heridas.
Jonas pensó que, con su ayuda, esa tarea que duraba varios minutos podía ser más rápida, pero como Lori ya lo estaba haciendo, se limitó a mirar.
Empezaba a conocer a Emily Mainwaring, y cuanto más veía, mejor le parecía.
–¿Qué? –preguntó Em secamente, mientras ponía el último esparadrapo sobre las gasas, y su tono lo asombró.
–Disculpa…
–Me has estado mirando durante los últimos diez minutos –dijo Em–. Supongo que habrás visto curar quemaduras otras veces.
–Claro que sí –contestó sonriendo–. Muchas veces.
–Pues no creo que esto sea distinto.
–Por el aspecto de esas quemaduras, ¿no debería estar aún en el hospital? –preguntó Jonas con el mayor tacto posible. Lori los observaba con interés, consciente de la tensión que había entre los dos.
–Probablemente. Aún le falta algún injerto más –aclaró Em, acercando al niño hacia su pecho y arrullándolo como si fuera su propio hijo–. Pero estaba empezando a afectarle el clima hospitalario y yo no podía resistir ver cómo se institucionalizaba.
–¿Y Lori es una buena madre de acogida?
–La mejor –repuso Em con cariño, mirando a su amiga por encima de los rizos de Robby–. Hemos tenido madres de acogida estupendas, como Wendy y Erin. Mujeres muy comprometidas. Y Lori es, sin duda, la mejor.
–Me alegro de saberlo, aunque me lo había parecido. He convencido a Lori para que cuide de los hijos de Anna hoy. Creo que es la única madre de acogida que no tiene la casa llena, y si el problema de Anna requiere que sea intervenida, tendrán que venir aquí por un tiempo.
Em frunció el ceño.
–¿Es posible, Lori?
–Sí, lo es. Acabo de hablar con los jefes y podemos arreglarlo. Jonas quiere algo concreto para decirle a su hermana esta noche. Anna querrá saber que pase lo que pase, sus hijos van a estar cuidados.
–Está echándose atrás sobre las pruebas –informó Jonas dirigiéndose a Em–. Dice que como no hay nadie para cuidar a sus hijos si tienen que operarla, para qué se va a hacer las pruebas.
–Tiene mucho miedo –dijo Em, y Jonas asintió.
–Lo sé. Por eso mismo hay que facilitar las cosas dejándolas bien atadas.
–¿No crees que podrías tranquilizarla diciéndole que los cuidarás tú mismo?
–Aunque Anna aceptara, lo cual es casi seguro que no hará, yo no creo que pudiera –reconoció con franqueza, luciendo su encantadora sonrisa–. Tienen cuatro, seis y ocho años, y yo soy un soltero nato. Mi talento como cuidador de niños es nulo. Me sería mucho más fácil trabajar para ti y pagarle a Lori por hacerlo.
–Cobarde.
Él soltó una carcajada.
–Mejor ser un gallina que una gallina muerta –hizo una pausa al ver que Robby se había acurrucado en brazos de Em y se estaba quedando dormido.
«¿Institucionalizado? No lo creo», pensó al verlo. Ese no era un niño que se aislara del mundo. El pequeño había desarrollado un vínculo afectivo con Em. Esa era la razón por la que Robby no estaba en el hospital. Ella no podía controlar sus sentimientos hacia el niño y tenía que seguir tratándolo.
Lo estaba acunando y se sentía embargada por la emoción. El deseo de estrecharlo para siempre la había invadido la noche que tuvo que tratarlo en el hospital, después del accidente en que murieron sus padres, y no se había mitigado.
–Em, tú y Lori conectáis muy bien con Anna. Tengo una idea –Jonas le estaba hablando y no tuvo más remedio que desviar la atención del bebé. Jonas miró el reloj–. ¿Has cenado?
¿Cenado? Estaba bromeando. ¿Cuándo podía cenar antes de las nueve de la noche?
–No –fue la escueta respuesta.
–Entonces, ¿puedo invitarte a cenar y pedirte que luego hagas una visita domiciliaria conmigo? Te pagaré por adelantado con pescado frito con patatas, en la playa.
–Pescado frito con patatas…
–¿No te gusta? –su tono parecía insinuar que creía que ella era tonta. Ella se rió. Estaba actuando como una tonta y se merecía que la trataran así.
–Claro que me gusta el pescado frito con patatas –aclaró–. ¡Muéstrame un habitante de Bay Beach a quien no le guste! Si tengo tanta hambre como ahora, soy capaz de comerme hasta la hoja de periódico con el que lo envuelven. Pero ¿cuál es la visita domiciliaria que quieres que haga?
–A mi hermana.
–¿Para qué? –preguntó ella, aunque ya lo sabía.
–Para que le digas que Lori es perfectamente capaz de cuidar de sus hijos. No confía en mí. He tardado tres días en convencerla de que dejara aquí a los niños durante dos horas esta mañana, y ahora estoy intentando que los deje mañana otra vez, y luego le hablaré de la posibilidad de dejarlos más tiempo. Creo que tú podrías ayudarme.
–¿Por qué iba a hacerme más caso a mí que a ti?
–Desconfía de los hombres –respondió Jonas, y Lori hizo una mueca.
–Sabia mujer.
–¡Eh! –exclamó Jonas sonriendo y abriendo los brazos como si implorara–. ¿De qué hay que desconfiar?
«De todo», pensó Em, pero no dijo nada.
–¿Tienes más visitas urgentes que hacer? –preguntó Jonas.
–Tengo que hacer la ronda nocturna de las salas.
–Eso puede esperar. Supongo que llevas un buscapersonas.
–Claro que lo llevo.
–Entonces te ayudaré con la ronda nocturna y, luego, la noche es nuestra –dijo él con tono grandilocuente–. Aparte de las visitas domiciliarias y las urgencias, ¿qué más podríamos desear?
Efectivamente, ¿qué más?
Cenaron en el lugar más bello y solitario de la playa. Era justo lo que Em necesitaba para asimilar la muerte de Charlie.
Curiosamente, no le importaba compartir la deseada soledad con Jonas, y el lugar no parecía menos tranquilo por su presencia.
–Habría preferido vino –dijo él sacando el agua mineral que había llevado con el pescado y las patatas–, pero con el trabajo que tienes, supuse que lo habrías rechazado –sin esperar respuesta, se acomodó junto a ella y la dejó ensimismada en sus pensamientos.
Al igual que Em, parecía contento de comer en silencio mientras miraba la luna, que empezaba a asomar por el horizonte.
Em estaba pensativa. Era un lugar precioso, una playa que Charlie adoraba.
Y, de repente, la muerte de Charlie se convirtió en algo real. Muy real.
–Lo querías mucho –dijo Jonas después de un rato, agarrándole la mano con suavidad. No era un gesto de intimidad, sino sólo de consuelo, y Em se sintió reconfortada.
Entre los dos sólo estaba la verdad.
–Sí –asintió Em–. Charlie fue siempre mi mejor amigo y, desde que murió mi abuelo, estábamos muy unidos. Era lo único que me quedaba.
–¿Cuándo murieron tus padres?
–Cuando era muy pequeña. Murieron en un accidente de coche, como los padres de Robby.
–¿Por eso te sientes tan cerca de Robby?
La idea la sobresaltó. No se le había ocurrido antes, pero en ese momento pensó que podía ser cierto.
–Supongo que sí.
–Solo que él no tiene ni un abuelo ni a Charlie para que lo quieran.
–Yo tuve mucha suerte.
–Eso parece –Jonas se sirvió un poco más de agua–. Ojalá los hubiera conocido.
De pronto, Em también deseó que hubiera sido así. Que hubiera conocido a sus dos entrañables ancianos…
–Eran increíbles –al recordarlos, el cansancio de sus ojos grises dejó traslucir una sonrisa–. Eran un par de diablos maquinadores y se metían en todos los líos que te puedas imaginar, pero me educaron muy bien.
–Eso lo puedo ver.
Era un cumplido simple y directo, y Em se sonrojó.
–No quería decir que…
–Ya lo sé –dio él con dulzura–. Si lo hubieras querido decir, yo no habría dicho nada.
Ella se quedó mirándolo un buen rato. Estaba tumbado cuan largo era sobre la arena, mientras bebía el agua mineral. Su mano cubría todavía la de Emily y estaba contemplando el maravilloso espectáculo de la salida de la luna. No la miraba a ella, y eso la hacía sentirse sola, separada de él, como si Jonas no estuviera allí.
Era una sensación imposible de describir. Sola, pero no sola. Reconfortada, más de lo que se había sentido en años.
Así que… no tan sola.
Ese hombre solo iba a estar allí durante un mes, se dijo. Los sentimientos que le afloraban la tenían más alterada de lo que quería reconocer. Él iba a estar tan poco tiempo… Y, después, ella volvería a estar sola.
–¿Por qué viniste a ejercer en Bay Beach? –preguntó Jonas, y ella se sobresaltó. Era como si le hubiera leído el pensamiento.
–No tuve elección.
–¿Porque tu abuelo y Charlie estaban aquí?
–Por eso y porque me encanta Bay Beach.
–Me da la impresión de que no puede haber mucha vida social aquí.
–No, pero no importa –dijo ella riendo–. Como único médico no tengo tiempo para la vida social.
–Ahora sí lo tienes. Mientras yo esté aquí, podrás tener algo de tiempo libre.
–Entonces tendré que buscarme un novio –bromeó Em–. Pero sólo por un mes, y eso no me parece justo para el chico. Y después, vuelta a ser el médico y botones para todo,lo que no me dejaría mucho tiempo para él.
Al terminar la frase, el tono de broma se había esfumado, y en su lugar apareció un deje amargo en su voz.
–¿Eso te molesta?
–No –Em negó con la cabeza y su trenza dio una sacudida–. No, por lo general, no. Sólo que a veces…
–¿Como hoy?
–Como hoy –aceptó ella–. Le dije a Claire Fraine que fuera a Blairglen dos semanas antes de la fecha prevista para el parto. Ella dijo que era una tontería, puesto que sus bebés siempre tardan mucho en nacer, y que tendría tiempo de sobra cuando empezaran las contracciones. ¿Y, qué crees que pasó? Pues que tuve que asistir a un parto de gemelos en plena noche –dijo, mordiéndose el labio–. Y casi perdí a uno… No sé por qué, pero el tocólogo de Blairglen sólo había detectado a uno de ellos, así que esperábamos solamente un bebé y Thomas nació por sorpresa después de su hermana, mucho más grande. Menos mal que llegó enseguida el servicio neonatal de urgencia, porque pesaba solamente un kilo y medio y fue pura suerte que no se me muriera.
–No me extraña que estés exhausta.
–Sí. No se dan cuenta de que, arriesgándose ellas, me hacen correr riesgos a mí –dijo con amargura–. Bueno, no, eso no es lo que quería decir. Yo no he corrido ningún riesgo.
–Claro que sí. Has estado a punto de romperte el corazón por la muerte innecesaria de un bebé –repuso Jonas comprendiéndolo todo. Se levantó y la miró unos instantes, luego le tendió las manos. Era el gesto dominante de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, y Em, sorprendida, las tomó. Él la ayudó a levantarse y, al notar su cálida fuerza, ella sintió que le transmitía una extraña sensación de ánimo.
¿Una sensación peligrosa?
Jonas no aparentaba haberse dado cuenta.
–He tomado una decisión. Lo que necesitas, doctora Mainwaring –le dijo Jonas en tono solemne–, es chapotear en el agua. Y yo soy precisamente la persona que te va a empujar. Quítate las sandalias.
–Sí, señor –ella estaba sorprendida, pero dispuesta.
–Yo también me quitaré los zapatos y los calcetines –con una sonrisa, se agachó para hacerlo–. Y para que lo sepas… esto es todo un privilegio. No hay muchas mujeres por las que me descalzaría.
–¿Sabes? Ya lo había adivinado.
Él alzó la vista para mirarla y sonrió más aún.
–Claro que lo habías adivinado. No en balde somos socios. Y una mujer necesita saber mucho sobre su socio, aunque vaya a serlo sólo durante un mes.
CHAPOTEARON durante mucho tiempo. Se alejaron casi un kilómetro de la ciudad sorteando las olas que rompían sobre la playa. Por fortuna, el busca de Em no sonó ni una vez. Era como si la ciudad, que le había deparado tantos disgustos durante las veinticuatro horas anteriores, se hubiera dado cuenta de que su único médico estaba al borde del colapso. Em necesitaba ese descanso mucho más de lo que se imaginaba.
La luna estaba ya en lo más alto. Era hora de irse a casa, y Em debía acostarse.
–Pero Anna nunca acuesta a los niños hasta las nueve –dijo Jonas–. No tiene ningún sentido intentar hablar con ella antes. No nos va a escuchar. Además, chapotear es tan bueno para el espíritu como el dormir.
Así que siguieron andando por la orilla. Muy a pesar de Em, Jonas le había soltado la mano, y caminaban uno al lado del otro, como dos amigos.
Dos buenos amigos.
Em pensó que eran buenos amigos, porque los silencios no eran incómodos. Iban al mismo paso y chapoteaban en el agua a la vez. La sensación era como un bálsamo para la mente atormentada de Em, que sentía que la tensión se iba desvaneciendo entre el frescor de las olas.
Era algo especial.
Em guardaba silencio, pero lo absorbía todo. La noche, la agradable sensación de la espuma entre los dedos y la luz de la luna. Sentía que durante aquel paseo había logrado librarse de la desesperación, el cansancio y la soledad. Estaba segura de que, si no nacía ningún bebé ni había una urgencia, esa noche dormiría como un niño.
Se lo debía a Jonas y le estaba muy agradecida. Cuando llegaron a unas rocas que les cortaban el camino, se volvió hacia él.
–Gracias –le dijo.
–¿Por qué? ¿Por llevar a una bella mujer a pasear por la playa? –preguntó él, sonriendo–. Ha sido un auténtico placer.
«Una bella mujer…».
¿Cuánto tiempo hacía que nadie la llamaba así? Su abuelo lo había hecho, y también Charlie, pero cuando ella sólo tenía diez años. En la facultad de medicina había tenido un par de novios, pero desde que se había trasladado a Bay Beach, no había tenido tiempo para romances.
Sonrió con malicia. «Debería escribirlo en mi diario», pensó, «porque aunque parezca una tontería, es algo importante. Tener tiempo para que me llamen bella».
–¿De qué te ríes?
Em lo miró sonriente y se volvió hacia donde Jonas había estacionado el coche.
–De nada. Ya es hora de que vayamos a ver a Anna.
Él la siguió con los pantalones mojados. Aunque se los había enrollado hasta la rodilla, las olas lo habían salpicado. Era una noche muy cálida y no importaba estar un poco mojado. El vestido de Em también estaba empapado y tampoco le importaba. Se sentía tan ligera que casi podía flotar.
«Es el cansancio», se dijo, «o la reacción a la muerte de Charlie. O, ¿quién sabe qué?»
–¿No me vas a contar el chiste? –exigió él.
–No.
–¿Por qué no?
–Porque no es asunto tuyo.
–En eso te equivocas –y antes de que ella se diera cuenta ya la había agarrado de la mano–, porque lo he conseguido y quiero saber como conseguirlo de nuevo.
–¿Conseguido?
–Hacerte sonreír. Cuando te vi por primera vez, me dije: apuesto a que esta mujer tiene una sonrisa mágica. Y la tienes. Pero hay una cosa más que quiero saber.
–¿El qué?
–Cómo se ve tu pelo suelto –replicó él. Ella se quedó perpleja y levantó la mano como para defender su trenza.
–Tendrás que esperar bastante para eso.
–¿Por qué? –el tono de Jonas era de curiosidad, nada más. Pero no había soltado la mano de Em y ella se sentía a gusto. Se sentía bien.
–Porque, aparte de cuando me lo lavo, sólo lo llevo suelto durante cinco minutos al día. Me hago la trenza cada noche antes de acostarme, para estar lista en caso de que ocurra una urgencia.
–Quieres decir… –la miraba de reojo con una expresión que ella no acababa de comprender o que la hacía desconfiar–. Quieres decir que si yo te sustituyo para que no tengas que acudir a ninguna urgencia, ¿dormirías con el pelo suelto?
Era una pregunta ridícula, pero él esperaba respuesta. Em dio un puntapié en el agua. Estaba actuando como una colegiala en su primera cita. Alzó la vista y contestó.
–Puede…
–Pero no es seguro –parecía tan decepcionado que a ella casi le dio la risa.
–Probablemente lo haría –dijo para tranquilizarlo. O para hacerlo sonreír.
Y lo consiguió.
–Eso me haría sentir mucho mejor. Si me llama alguien con un uñero en el dedo gordo del pie y tengo que cortarle la uña podrida a las tres de la mañana y oler los pies malolientes de un granjero, me haría sentir muchísimo mejor saber que mi socia está durmiendo tranquilamente en su casa con el cabello desparramado por encima de la almohada.
–Y con su perro a los pies y la puerta bien cerrada con pestillo –reaccionó ella como si estuviera cerrando la puerta en ese mismo momento.
–¿De veras? –él parecía sorprendido por su desconfianza, y Em no pudo reprimir más la risa. Ese hombre era ridículo. Deliciosamente ridículo.
–Sí, doctor Lunn. Con la puerta cerrada con pestillo. ¿Crees que soy ingenua, o qué?
Como respuesta, Jonas le apretó más la mano.
–No tendrías que cerrar la puerta, porque yo estaría fuera recortando uñas de los pies. Además, doctora Mainwaring –su tono se hizo terriblemente serio–, creo que puedes ser muchas cosas, pero nunca diría que eres una ingenua.
La había pillado por descuido. No estaba preparada para hablar en serio.
–Jonas…
–Emily… –replicó él con el mismo tono de duda que Em, y ella no pudo reprimir la risa.
–Eres imposible, Jonas. Tenemos que ver a Anna.
–Así es –suspiró–. Así es. Pero podemos volver aquí otra noche, ¿verdad?
–Quizá.
–¿Qué tipo de respuesta es esa? –su tono era de indignación. Era imposible no reírse.
–Es una respuesta sin riesgos –contestó Em y, de pronto, sintió que estaba corriendo un riesgo, que estaba en peligro. Se soltó de su mano y empezó a correr–. ¡A que te gano hasta el coche, Jonas Lunn!
Em se sorprendió de que Jonas no la siguiera. Por el contrario, se quedó inmóvil observando su figura recortada contra la luz de la luna, volando hacia el coche por encima de las dunas.
Poco a poco, dejó de sonreír.
«Me pregunto si estoy actuando como un estúpido», se dijo. Pero sólo estaban la luna y el mar para contestar.
Jonas tenía razón. Anna estaba aterrorizada y a punto de echarse atrás. Hizo falta toda la capacidad de persuasión de Jonas y de Em para que no desistiera.