El hijo ilegítimo - Pat Warren - E-Book
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El hijo ilegítimo E-Book

Pat Warren

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Beschreibung

Compartían la desesperación... y el deseo. ¿Qué tenía la valiente aunque vulnerable Sara Morgan que había llevado al agente Graham Kincaid a seguir el rastro de un desaparecido? El amor que Sara sentía por su sobrino había sido suficiente para que Graham y ella se adentraran en terreno desconocido y trataran de encontrarlo a pesar de los peligros. Mientras el duro Kincaid luchaba por superar una terrible pérdida, Sara escondía el secreto de que su sobrino desaparecido era en realidad su hijo ilegítimo... ¿Podría el amor ayudarlos a superar el dolor y los secretos?

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Seitenzahl: 221

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Pat Warren

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hijo ilegítimo, n.º1562- abril 2017

Título original: A Mother’s Secret

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9560-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sara Morgan no era del tipo de mujer que iba a los bares, especialmente a los bares de las afueras de las ciudades. Pero tenía que encontrar a Graham Kincaid; tenía que convencerlo de que la ayudara.

Había demasiado en juego.

Miró a su alrededor. Le estaba resultando muy difícil encontrarlo. El sargento de la policía de Scottsdale le había dicho muy poco.

Sabía que tenía un rancho en Cave Creek, al norte de Fénix; pero no sabía su localización exacta y su número de teléfono no aparecía en ninguna guía.

La información que había sobre el prestigioso abogado era poca y nada clara. A todas las personas a las que les preguntaba, se mostraban muy protectoras de su intimidad; era como si lo consideraran una especie de héroe, como si les perteneciera y no quisieran compartirlo.

Sara había insistido hasta que había descubierto algunas de sus costumbres y algunos de sus lugares favoritos. Según parecía, no era un bebedor, pero le gustaba jugar al billar.

Y el Shotgun Sam era el lugar de los adictos al billar.

Había una zona para aparcar muy amplia, aun así, estaba casi llena. Sara aparcó su BMW en el último aparcamiento, junto a una farola. Con un poco de suerte, el haz de luz disuadiría a los ladrones.

Entonces vio las motocicletas. Había más de seis, llenas de adornos. Parecía que iba a tener suerte: un bar de moteros.

A salir del coche, se percató de que no había ningún otro edificio cerca. El bar estaba rodeado sólo de desierto. Fantástico, pensó mientras cerraba la puerta del coche. Un lugar en medio de ninguna parte.

Aunque ya era de noche, la temperatura era elevada debido al calor acumulado en el asfalto. Caminó hacia la puerta.

En el lado izquierdo había un trozo de papel de periódico enmarcado:

 

Cinco estrellas para el Shotgun Sam con sus hamburguesas gordas y jugosas; la cerveza, fría y espumosa y las mesas de billar, siempre bulliciosas.

 

Si aquél era el tipo de sitio que frecuentaba Graham Kincaid, se preguntó qué tipo de hombre sería él.

—Kincaid es el mejor —le habían dicho en más de una ocasión—. Podría encontrar una aguja en un pajar, y siempre atrapa al culpable, muerto o vivo —había añadido el sargento.

A Sara le recorrió un escalofrío.

En la parte izquierda había una barra de madera brillante de pared a pared. Dos viejos estaban sentados en sus taburetes, bebiendo cerveza. La luz era tenue, por lo que el neón azul que rodeaba el espejo de la barra resultaba excepcionalmente brillante. Las camareras estaban muy ocupadas. Llevaban sombreros de vaquero, faldas vaqueras muy cortas y botas blancas, y se paseaban entre la docena de mesas con las bandejas llenas de bebidas. En el extremo del fondo, una banda formada por tres músicos estaba tocando animadamente para la media docena de parejas que daban vueltas por la pista. En el otro extremo, había un arco que conducía a los billares.

Para ser un lunes por la noche, el lugar estaba bastante concurrido.

Sara estaba nerviosa. Caminó hacia la barra y esperó unos minutos a que la atendieran. Enseguida, un camarero muy alto y muy calvo se acercó a ella.

—¿Qué desea, señorita? —le preguntó con voz suave. En la camisa llevaba una placa con su nombre: Oscar.

—Estoy buscando a Graham Kincaid —le dijo Sara—. ¿Está aquí?

La mirada del hombre fue hacia los billares y volvió hacia ella suspicaz.

—¿Quién quiere saberlo? —enseguida notó que le cerraba la puerta. Estaba claro que aquel hombre tenía muchos amigos.

—Me llamó Sara Morgan y necesito la ayuda del señor Kincaid —le mostró una foto.

—El detective Kincaid —la corrigió él, mirando hacia la foto—. Está de baja. Quiere que lo dejen en paz.

Ella ahogó un suspiro; no quería molestar al hombre.

—Eso me han dicho. Sólo lo molestaré un par de minutos —había ensayado su historia y rezaba para tener la oportunidad de contársela.

El camarero se pasó una mano por la calva mientras la estudiada. Después, decidió darle una oportunidad.

—Está en la última mesa; el tipo alto de negro.

Ella suspiró aliviada y sonrió al hombre.

—Gracias.

Con cuidado, siguió a la camarera a través de las mesas hacia el arco. Aquella habitación también estaba a oscuras; sólo estaban iluminadas las mesas. En la primera, un hombre con barba y con un chaleco de cuero abierto sobre su torso desnudo estudiaba la jugada. En la otra mesa, un hombre con coleta y vaqueros ajustados probaba suerte. Una media docena de hombres estaban alrededor de ellos, algunos con los palos en la mano, otros simplemente mirando. Sara se acercó un poco para ver mejor al hombre de la tercera mesa.

Graham Kincaid no tenía el aspecto de leyenda que había imaginado. Era un hombre alto de un metro noventa aproximadamente, muy delgado y con los hombros anchos. Muy parecido a muchos otros hombres. Mientras estaba inclinado sobre la mesa, preparando su jugada, la parte femenina de Sara no pudo evitar fijarse en su espectacular trasero.

Apartó los ojos y lo miró la cara. Tenía la cabeza ladeada, estudiando el mejor movimiento, y un mechón de pelo negro le caía sobre la frente. Su mandíbula era fuerte y llevaba barba de varios días. Aunque no podía verle los ojos, estaba segura de que debían ser fríos y calculadores.

Se estaba impacientando por momentos, esperando a que acabara. A aquella velocidad, cada juego debía durar horas. Los hombres a su alrededor estaban callados. ¿Sería ésa la costumbre en los billares o una muestra de respeto hacia el hombre? ¿Sería repeto por ser un buen jugador de billar o por su trabajo?

Sara sabía que Graham Kincaid había sido un agente del FBI durante varios años; después, había sido el agente encargado de homicidios en Fénix y ahora llevaba la unidad especial de Arizona para las personas desaparecidas. También había descubierto que estaba de baja por algo que había sucedido hacía algún tiempo. Pero nadie le había dicho por qué ni cuándo. Ella sólo esperaba que después de algún tiempo sin hacer nada estuviera listo para la acción.

Deseaba no equivocarse.

Por fin, él entrecerró los ojos, apuntó y… y no se movió.

Ya tenía bastante, pensó Sara, y se acercó a él.

—¿Es usted Graham Kincaid? —preguntó en voz alta para que pudiera oírla a pesar de la música, justo cuando él le daba a la bola. Las bolas se esparcieron por la mesa, pero no entró ninguna en el agujero.

Lentamente se enderezó y se giró hacia ella.

—Me ha hecho fallar —le dijo molesto.

—¿En serio? Lo siento; pero necesito hablar con usted.

No se había equivocado con respecto a sus ojos: fríos y grises como el acero.

—¿Ah, sí? Pues bien, yo no necesito hablar con alguien que no sabe esperar a que un hombre termine su juego.

Sara no se asustó.

—He dicho que lo sentía.

—Muy bien. Ahora, váyase —agarró un trozo de tiza y comenzó a frotar la punta del palo.

—Por favor, de verdad que necesito su ayuda —insistió ella. Intentó ignorar a los hombres que estaban a su alrededor, escuchando su intercambio de palabras. El contrincante de Graham tiró y falló; probablemente por estar demasiado pendiente de la conversación.

—Estoy de baja —le dijo.

Sara continuó; tenía que conseguir su ayuda.

—Me llamo Sara Morgan y ha desaparecido un niño. Se llama Mike y tiene doce años.

Graham apretó la mandíbula.

—Hoy en día desaparecen muchos jóvenes. Todos los días. Todos los años.

Ella dio un paso más hacia él.

—Éste es especial.

—Todos son especiales —dijo él y se inclinó sobre la mesa para preparar la nueva tirada.

Sara se sentía impotente, pero con determinación sacó una fotografía del bolso y la dejó sobre el tapete verde de la mesa, al lado de la bola blanca.

A pesar de la irritación que sentía hacia aquella mujer tan persistente, Kincaid miró la fotografía. Se trataba de la cara de un chico, con los ojos azules brillantes. Kincaid tomó aliento, aquellos ojos le recordaban a otro chico que también había desaparecido.

Se enderezó, estudió a la mujer que no le quitaba los ojos de encima; unos ojos igual de azules que los del niño. Tenía unos labios generosos que parecían a punto de temblar. Su pelo era rubio y lo llevaba recogido en una coleta. Era pequeña, con una figura esbelta y, aunque llevaba unos vaqueros y una camisa blanca masculina, tenía un aspecto muy femenino.

Sara Morgan era realmente atractiva.

Pero él no estaba interesado.

Agarró la fotografía y se la tendió.

—Lo siento, pero no puedo ayudarla.

Ella dejó caer los hombros un instante; pero enseguida, volvió a recuperarse.

—Estoy dispuesta a pagarle —no tenía ni idea de cuál sería la tarifa; pero estaría dispuesta a pagar casi cualquier cosa para conseguir tener a Mike de vuelta.

Él pareció ofendido.

—Tengo un trabajo. No necesito su dinero.

—Lo siento. No quería ofenderle. Es sólo que me siento un poco desesperada y…

—Vaya a la policía si lleva desaparecido más de veinticuatro horas —se volvió hacia su juego.

Ella se quedó mirándole la espalda unos minutos, conteniendo su furia por la forma tan fría con la que la estaba tratando.

—Me imagino que estaban equivocados; los que me dijeron que era el mejor; el hombre que podía ayudarme. Que se divierta, detective —con la cabeza bien alta se marchó del bar.

Fuera, dejó caer los hombros y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se había equivocado. Debería haberle obligado, haber llorado, haber utilizado sus encantos. Pero a ella no se le daba bien suplicar. Si no podía convencerlo con honestidad, tendría que buscar a otra persona. Seguro que el detective Graham Kincaid no era el único hombre del planeta capaz de encontrar a Mike. Tenía que haber alguna otra persona, algún otro hombre compasivo que la escuchara y la ayudara.

Ella era una mujer que hacía lo que tenía que hacer. No descansaría hasta que consiguiera lo que quería.

Dentro, a la luz tenue de la mesa de billar, Kincaid estudió la fotografía que la mujer había dejado. Podía sentir aquella presión familiar, las preguntas que se formaban en su mente. Entonces, recordó aquella otra vez, aquel otro lugar, aquel otro chico.

Meneó la cabeza. No; no podía dejarse llevar. Quizá más adelante; todavía no.

Con los labios apretados, volvió a su juego.

 

 

A Sara le encantaban las mañanas de verano en Arizona. Eran las mejores. Le gustaba levantarse al amanecer, ducharse y preparar una taza de café. Después, siempre salía a tomarse esa primera taza al balcón de su apartamento de Scottsdale desde donde veía amanecer. Aquella mañana, después de una noche sin dormir, estaba allí esperando a que saliera el sol, con su taza de café en la mano, escuchando el canto de los pájaros. Pero esa mañana aquello no conseguía alegrarla.

Tenía que pensar en otro plan y rápido.

El sol estaba comenzando a aparecer cuando su vecino, Nick Prescott, paró en la acera, un piso más abajo y la saludó.

—Hola, Sara, ¿vas a venir hoy? —le preguntó, mirando hacia arriba.

Varias veces a la semana, Nick, ella y unos cuantos solteros del complejo donde vivían solían subirse al Jeep de Nick para ir a las montañas de Camelback para hacer senderismo. Sara, todavía en pijama, no había planeado ir ese día. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

—Hoy no; pero gracias. Iré la próxima vez.

Nick se despidió con la mano y siguió corriendo.

Sara se retiró con el ceño fruncido, preguntándose qué iba a hacer. Tenía que buscar un nuevo plan ahora que había fallado con Graham Kincaid. Había estado dándole vueltas toda la noche, pero todavía no había encontrado una solución.

Quizá debería volver a hablar con su hermana; tenía la sensación de que Meg no le había dicho todo.

Sara había pensado trabajar con el detective, dándole ideas, escuchando las ideas de él después de tantos años de experiencia; Estaba segura de que juntos habrían podido localizar a Mike.

Pero ella sola… se sentía perdida. Después de todo, era la dueña de una boutique, no policía.

Se levantó agitada y paseó por la habitación. Se paró al final de la mesa, al lado de su silla favorita, y agarró una fotografía de Mike. De repente, un caudal de lágrimas le nubló la visión mientras estudiaba aquella cara familiar y querida.

—Mike, Mike, ¿dónde estás, cariño? —dejó la foto sobre la mesa y ahogó un sollozo—. ¡Oh, Dios, tengo que encontrarte! —susurró nerviosa mientras se tocaba el último regalo de su sobrino: una pulsera de perlas con un broche de oro en forma de corazón. El broche tenía unas palabras grabadas: te quiero.

El timbre la sorprendió. Se secó los ojos con un pañuelo, se aclaró la garganta y se dirigió hacia la puerta, preguntándose quién podía llamar tan temprano. Quizá era Nick que había vuelto para convencerla de que se uniera a ellos.

El timbre volvió a sonar. Se apretó el cinturón de la bata y abrió la puerta.

—Buenos días. Por un momento pensé que ya se había ido —Graham Kincaid, con una bolsa de comida en la mano, pasó por delante de ella hacia la cocina, como si eso fuera lo más normal.

Sara se había quedado petrificada. Lentamente cerró la puerta y lo siguió.

No estaba preparada para su reacción física ante la presencia de aquel hombre en su casa, aquellos hombros anchos y aquella cara delgada. Ni tampoco al aroma a jabón de su piel.

—Se ha afeitado —dijo ella, y enseguida reconoció que era un comentario bastante ridículo.

—Sí, suelo hacerlo de vez en cuando.

—¿Cómo supo dónde vivía?

—¿Se ha olvidado de que soy policía? —metió la mano en la bolsa y sacó dos tazas de café y dos donuts envueltos en una servilleta—. Puede elegir, ¿con azúcar o chocolate? —por fin dejó de mirar a su cara recién lavada, desprovista de maquillaje. Le había sorprendido descubrir que era tan guapa como recordaba. Quizá aún más. Excepto por aquellas sombras negras alrededor de los ojos—. ¿Cuál quiere? —le preguntó, señalando los donuts.

Ella, recuperándose aún de la sorpresa de verlo, pensó que debía haber cambiado de opinión. ¿Por qué si no había ido a verla?

—De chocolate, por supuesto —dijo ella, agarrando los donuts y dirigiéndose a la mesa que había junto a la ventana.

Kincaid la siguió con los vasos.

—Este café es muy bueno —la expresión dura de su boca se torno en una sonrisa mientras quitaba las tapas a los vasos.

La sonrisa le cambiaba toda la cara, pensó Sara, haciéndolo más humano, añadiéndole un toque sexy.

—Decir que estoy sorprendida sería lo más suave, Graham —le dijo Sara—. ¿Puedo llamarte Graham?

—No, si quieres que te responda. Me pusieron el nombre de mi abuelo. Realmente, lo quería mucho; pero no puedo soportarlo. Todos me llaman Kincaid —le dio un mordisco al donut y se echó para atrás con los ojos cerrados, saboreándolo—. Sólo me permito comprarme uno o dos de éstos al mes porque me podría comer una docena de un tirón y me pondría como una vaca.

Ella se fijó en su delgado cuerpo. Llevaba una camiseta polo azul marino y unos pantalones de color caqui. Dudaba mucho de que pudiera engordar mucho y así se lo dijo.

—Es verdad —dijo él mientras daba otro bocado—. Me dejaste la foto a propósito anoche, ¿verdad? ¿Querías ver si el chico me llegaba?

No dejó que su rostro mostrara sus emociones, pero Kincaid había pasado una mala noche, con la cara del chico en sus sueños, con aquellos ojos suplicantes. Igual que la cara del otro chico que Kincaid llevaba en la cartera. ¿Iba a dejarse arrastrar a otra búsqueda? Y la pregunta más grande de todas: ¿cómo podía no ayudarla si había el más mínimo atisbo de encontrar al chico?

—En realidad, no tenía pensado dejarla —respondió Sara—. Pero cuando me di cuenta de que la había olvidado, deseé que la miraras y lo reconsideraras.

Él se sacó la fotografía del bolsillo de la camisa.

—Es muy guapo. Se parece a ti. Imagino que es tu hijo.

—No; mi sobrino. Mi hermana Meg y su marido Lenny son los padres. Mi hermana también es rubia con los ojos azules.

—Entiendo. ¿Cuánto tiempo hace que ha desaparecido?

Sara se apartó el pelo de la cara, pensativa.

—No estoy segura.

Eso lo frenó.

—De acuerdo. ¿No volvió de la escuela o de algún otro sitio? ¿Llegaron los padres a casa y no lo encontraron? ¿Está triste? ¿Se podría haber escapado? Es un poco mayor para que lo hayan raptado; aunque no hay que descartarlo del todo.

Kincaid se cruzó de piernas. Allí había una historia. Siempre había una historia.

—Quizá quieras empezar desde el principio —la animó él.

—Lo intentaré —Sara fijó la vista en la taza de papel que tenía entre las manos, encontrando bastante difícil pensar con claridad con esos ojos agudos e inteligentes fijos en ella—. Mi hermana me llamó el domingo y me dijo que estaba preocupada. Parece ser que el día anterior había salido a hacer unos recados y cuando volvió a casa se encontró una nota de su marido diciendo que se iba a llevar a Mike de viaje para celebrar que había acabado el colegio y que en otoño empezaría en el Instituto. El viernes fue el último día de clase.

—¿Hace esto muy a menudo? ¿Lo de llevarse al niño sin que se entere su madre?

—Bueno, sé que es impulsivo. El verano pasado se gastó una pequeña fortuna en cañas de pescar, una tienda y cosas así, y se llevó a Mike de pesca. No quiso que Meg fuera con ellos y ésta se enfadó mucho. Al día siguiente ella se compró una televisión enorme y un vídeo.

Irresponsable. Menudo ejemplo para un niño, pensó Kincaid.

—¿Tienen tanto dinero?

Sara dejó escapar un suspiro, tampoco quería revelar demasiado sobre su familia. Pero ella misma llevaba algún tiempo preocupada y ahora se preguntaba si habría pasado algo que hubiera hecho que Lenny se marchara con el chico.

—No estoy segura —respondió con sinceridad.

—No estás segura de muchas cosas —le dijo él, preguntándose cuándo iba a comenzar a decirle la verdad.

Ella, con la cabeza baja, estaba enrollando una servilleta con nerviosismo en sus dedos.

«La gente que no le mira uno a los ojos es porque tiene algo que esconder».

—Nuestros padres murieron en un accidente terrible cuando yo tenía doce años. Meg acababa de cumplir los veintiuno. Volvíamos a casa después de la graduación de Meg cuando un borracho perdió el control de su coche y chocó contra nosotros. Mi padre y mi madre murieron al instante y yo estuve en el hospital varias semanas; incluso me perdí el entierro. Cuando me dieron el alta, Meg se convirtió en mi padre y mi madre y se dedicó a mí. Le debo mucho.

Aparentemente, ése era el motivo por el que quería ayudar a su hermana, decidió Kincaid.

—¿Se puso a trabajar o cobrasteis algún seguro? —tenía que hacerse una idea de cómo era la familia.

—Las dos cosas —Sara se relajó un instante y se echó para atrás—. Mi padre tenía una agencia de seguros y tenía un seguro de vida y otros sobre la casa. Así que yo pude acabar el colegio y después ir a la universidad. Meg se puso trabajar en Macy, una fábrica de confección. A mí me consiguió un trabajo allí durante los veranos. Así fue como empecé a interesarme por la moda.

—¿Sigues allí?

—No. Hace cuatro años abrí una boutique, el Armario de Sara. Tengo pensado abrir una segunda tienda, pero… bueno, ahora tengo que concentrarme en Mike.

—¿Estás muy unida a tu sobrino?

—Sí, mucho.

Kincaid pensó que ella no era consciente de su sonrisa triste mientras hablaba del niño.

Sara decidió que lo mejor sería contárselo todo.

—Meg se casó con Lenny un año después de que murieran nuestros padres. Él se vino a vivir a casa con nosotros. Meg hablaba a menudo sobre la idea de tener un hijo; pero no creo que Lenny estuviera muy entusiasmado con la idea. Cuando nació Mike, Meg dejó el trabajo; decidió dedicarse exclusivamente al niño. Yo seguía yendo a clase; pero vivía con ellos y pasaba mucho tiempo con Mike. Es un niño maravilloso, inteligente, divertido y guapo.

El amor que sentía por el niño se notaba en cada gesto, en cada palabra.

—Ya veo que lo adoras. ¿Qué me dices de Meg y Lenny? ¿Son buenos padres?

Ella levantó los ojos suspicaz.

—¿Por qué lo preguntas?

Él se encogió de hombros.

—No todos los padres lo son.

Sara se preguntó hasta dónde debería contarle.

—Como ya te he dicho, Meg quería tener un hijo. Lenny es un poco estricto; quizá porque ahora es policía.

Quizá el padre había sido demasiado duro y el niño había huido. Y quizá la madre y la tía no se habían dado cuenta de las señales. Tenía que saber más.

—¿Policía? ¿Dónde trabaja?

—En Mesa, donde viven —dijo ella, nombrando uno de los barrios al sur de Fénix.

—¿Y por qué has dicho que ahora es policía? ¿Qué era antes?

—Bueno, hace de todo. Es bastante inquieto. Ha conducido un camión, ha sido mecánico… suele dejar el trabajo después de unos meses porque los jefes son estúpidos, según él. Lleva de policía un par de años; un récord.

Aquello era interesante; pero, obviamente, nada ilegal. ¿Estaría aquella preciosidad exagerando? Él no había tenido tiempo de investigar nada sobre ella; pero lo haría.

—¿Cuándo te marchaste de casa?

—Cuando acabé los estudios. Tenía trabajo y algo de dinero de mis padres, así que me compré este apartamento —aquello era la verdad; pero aún había más. Sin embargo, no quería decirle que Lenny y ella discutían a menudo, sobre todo por Mike, y que por eso se había marchado, pensando que sería mejor para el niño. Y Meg siempre se había puesto del lado de Lenny.

Kincaid miró a su alrededor. La decoración era de calidad y buen gusto. El vecindario era bueno.

—¿Le importó a Mike que te marcharas? —preguntó mirándola a la cara.

—Sí. Pero preparé una habitación aquí para él y pasa muchos fines de semana conmigo —Sara frunció el ceño al pensar si eso volvería a ser como antes—. Tienes que encontrarlo.

—¿Por qué me elegiste a mí?

—Mucha gente me habló de ti. Sé que tienes muy buena reputación en la policía por tus años de experiencia y tus éxitos —hizo una pausa para tomar aliento—. También sé que ahora estás de baja, por lo que sea, así que estoy dispuesta a pagarte.

Él meneó la cabeza.

—El dinero no importa. Pero yo no acepto todos los casos. Hay otros investigadores que trabajan conmigo; yo sólo superviso. Si yo me hago cargo de un caso es porque creó que los adultos responsables del niño están contando la verdad. Es la única manera de que pueda intentar averiguar lo que pasó para saber por dónde comenzar la búsqueda —apoyó los codos en la mesa y la miró a los ojos; la preocupación de ella era evidente—. Así que ahora que ya me has contado los antecedentes, cuéntame cómo te enteraste de que Mike había desaparecido.

Sara se miró las manos pensativa.

—Meg no se preocupó cuando leyó la nota de Lenny; como ya te he dicho, es algo impulsivo. Sin embargo, no le dejó dicho nada sobre su destino, sólo que no se preocupara. El domingo por la noche todavía no había tenido noticias de ellos por lo que empezó a hacer algunas llamadas. A los hospitales y a la policía para ver si había habido un accidente. También llamó a los amigos de Mike por si les había hablado de ese viaje. No consiguió nada, así que me llamó a mí. Hoy es martes y todavía no sabemos nada.

Kincaid intentó mantener una expresión serena.

—¿Te das cuenta de que, en realidad, el niño no ha desaparecido? ¿Que está con su padre?

Sara luchó por encontrar las palabras para convencerlo.

—¿He dicho que Mike tiene alergia? Y ya lleva cuatro días fuera.

Kincaid intentó encontrarle sentido a aquello.

—Seguro que Lenny tomará las debidas precauciones.

Ella meneó la cabeza.

—No tiene en cuenta esas cosas. Una vez se lo llevó en primavera y Mike tuvo un ataque y lo tuvo que llevar al hospital. Al final le quitó importancia al asunto; dijo que Meg y yo lo estábamos mimando demasiado.

—¿Un tipo duro, eh?

—Es un estúpido. Se enfadó cuando Mike no se unió al equipo de fútbol del colegio.

—Parece que no te llevas muy bien con él.

Ella había dicho más de lo que tenía pensado contar, pero era cierto.

—Tengo que aguantarlo para poder ver a Mike.

—¿Y tu hermana qué tal se lleva con él?

Ella dejó escapar un suspiro.

—En realidad no lo sé.

Pensaba que Meg se había casado con él para que la ayudara durante los años difíciles y que él se había casado con ella para tener una casa gratis. Pero tampoco quería airear los trapos sucios de la familia. Además, sólo era su opinión.

—¿Sabes si tienen problemas? ¿Se llevan bien? ¿Crees que se lo podría haber llevado para que ella se preocupara?

—No lo creo. Aunque Meg no me cuenta muchas cosas.

—¿Crees que Lenny podría hacerle daño al niño?

—No, no lo creo. Si alguna vez le hubiera pegado, Meg me lo habría dicho.

—¿Qué tal están de dinero?

—Meg y yo heredamos bastante dinero de nuestros padres. No sé cuánto habrá gastado ella; es muy ahorrativa. Además, viven en la casa de mis padres. Por lo que a mí respecta, es para ella, por el tiempo que pasó cuidándome.

Kincaid se levantó y caminó hacia la ventana.

Bonito patio, bonita casa y bonita mujer.

Pero no podía ayudarla.

—Sé que esto no es lo que quieres oír, Sara; pero creo que aquí no hay ningún problema. No es un caso de secuestro ni de huida. Y si Lenny nunca le ha hecho nada al niño, no hay ningún riesgo. Aunque Lenny debía haber llamado a su mujer, eso no es ningún delito. Quizá sólo lo estén pasando tan bien, que se han olvidado de llamar.

Se alejó de la pared, pensando que tenía que marcharse.

—Espera unos días más, Sara.