El hijo secreto del príncipe - Matrimonio real - Christine Rimmer - E-Book

El hijo secreto del príncipe - Matrimonio real E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

El hijo secreto del príncipe El príncipe Rule había viajado a Estados Unidos por un asunto familiar de verdadera importancia. Y no se iba a ir hasta que conociera a Sydney O'Shea, la madre de su hijo. Rule no esperaba que la abogada de Texas lo volviera loco de deseo, pero la ley de Montedoro lo obligaba a casarse antes de los treinta y tres años si no quería perder su herencia y su título. La solución perfecta sería casarse con Sydney. Ya tendría tiempo, después, de decirle toda la verdad. Si es que se la decía. Matrimonio real El frío y distante Alexander Bravo-Calabretti era el último hombre con el que la princesa Liliana de Alagonia habría querido casarse. Pero, después de un encuentro apasionado, se dio cuenta de que estaba embarazada y sus familias solo iban a aceptar una solución: una boda secreta. Alex había accedido a casarse con Lili por el bien del bebé; no había otra opción cuando estaban en juego el futuro del trono de Alagonia y el honor de los príncipes. Pero, poco después, cuando representaba el papel de recién casado feliz, se dio cuenta de que deseaba que aquello pudiera ser real.

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Seitenzahl: 412

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 179 - junio 2025

© 2012 Christine Rimmer

El hijo secreto del príncipe

Título original: The Prince’s Secret Baby

© 2012 Christine Rimmer

Matrimonio real

Título original: The Prince She Had to Marry

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 979-13-7000-556-6

Índice

Créditos

El hijo secreto del príncipe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Matrimonio real

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

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Capítulo 1

Pare aquí —dijo Rule Bravo-Calabretti.

El conductor de la limusina aparcó el vehículo. El Mercedes al que Rule seguía se había detenido más adelante, a poca distancia de los ascensores y de la escalera que llevaba al centro comercial.

Las luces de freno del Mercedes se apagaron. De su interior surgió una mujer de cabello castaño y rizado que se colgó un bolso del hombro, cerró la portezuela del coche y se guardó las llaves. Mientras la observaba, Rule pensó que las fotografías de los detectives no le hacían justicia.

Era mucho más atractiva al natural. No se podía decir que fuera guapa, pero poseía una belleza más interesante que la de una simple cara bonita. Alta y esbelta, llevaba una chaqueta de color azul y una falda a juego que le rozaba la parte superior de las rodillas. Sus zapatos eran más oscuros que el traje, cerrados y de tacón medio.

La mujer se giró hacia la escalera y empezó a caminar sin fijarse en la limusina. Rule, que permanecía oculto tras los cristales ahumados del vehículo, tuvo la seguridad de que no sabía que la estaba siguiendo.

Tomó la decisión de inmediato. Tenía que conocerla.

Y la tomó a pesar de haberse repetido muchas veces que no la llegaría a conocer; que mientras las cosas le fueran bien y cuidara adecuadamente de su hijo, él se mantendría al margen. Al fin y al cabo, había renunciado a sus derechos sobre el niño.

Pero sus derechos no tenían nada ver. No le iba a quitar lo que era suyo. No iba a interferir en la vida del pequeño.

Solo quería hablar con ella y asegurarse de que su primera reacción al verla en carne y hueso había sido un espejismo, un momento de debilidad que se explicaba porque aquella mujer tenía lo que más le importaba.

Sabía que estaba jugando con fuego. El simple hecho de estar allí era un error. Si hubiera pensado con claridad, habría terminado sus negocios en Dallas y habría vuelto a toda prisa a Montedoro para pasar más tiempo con Lili e intentar convencerse de que podían ser una pareja feliz.

Pero Montedoro tendría que esperar.

Antes, iba a hacer lo que había deseado durante años. Iba a conocer a Sydney O’Shea en persona.

Sydney no salía de su asombro.

El sexy y extrañamente familiar desconocido que estaba en el pasillo del centro comercial la miraba de forma descarada. Los hombres como él no miraban a las mujeres como ella; solo miraban a mujeres tan impresionantes como ellos mismos.

Sydney sabía que no era fea, pero tampoco era una preciosidad. Y por otra parte, tenía un aire de determinación y de inteligencia que intimidaba a algunos hombres.

Giró la cabeza, incapaz de creer que estuviera realmente interesado en ella y se dijo que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Después, se acercó a un expositor, fingió que miraba el precio de unas revistas y le lanzó una mirada subrepticia.

Él también estaba fingiendo. Lo supo porque, justo en el momento en que le lanzó la mirada, él hizo lo mismo y sonrió.

Confundida, pensó que estaría coqueteando con alguien que se encontraba a su espalda. Y miró hacia atrás. Pero no había nadie.

Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en su tarea, consistente en comprar un regalo de bodas. Calista, una compañera de trabajo, había decidido casarse de repente y se marchaba el día después a una isla del trópico, donde contraería nupcias y pasaría la luna de miel.

Si hubiera sido como otros abogados, Sydney lo habría dejado en manos de su secretaria y se habría ahorrado la molestia; pero era digna nieta de su digna abuela, Ellen O’Shea, quien siempre se había preciado de comprar personalmente los regalos, y ella seguía la tradición aunque le resultara pesado y algo deprimente.

—¿Cacharros de cocina? Son útiles, pero no interesantes —dijo una voz cálida y profunda a su lado—. Salvo que te encante cocinar, por supuesto.

Sydney se volvió a quedar atónita. El hombre inmensamente sexy del pasillo se había acercado mientras ella miraba unas sartenes. Y ya no había duda alguna. Le estaba hablando.

Se giró hacia él muy despacio, como si despertara de un sueño.

Era impresionante. De ojos negros, pómulos altos, mandíbula cuadrada, nariz recta y hombros anchos bajo una ropa informal, pero obviamente cara.

—¿Es que te encanta? —continuó.

Sydney respiró hondo.

—¿Cómo?

—Que si te gusta cocinar.

Sydney pensó que aquello era imposible. No tenía ni pies ni cabeza. Hasta consideró la posibilidad de que fuera un gigoló y la hubiera tomado por una clienta potencial.

Sin embargo, su cara le resultaba familiar. Quizás habían coincidido en algún sitio.

—¿Nos conocemos?

Él la miró con detenimiento durante unos segundos y soltó una carcajada que a Sydney le resultó tan sexy como su voz.

—Si nos conociéramos, me sentiría decepcionado —ironizó—. En ese caso, me habría gustado pensar que te acordarías de mí.

Sydney intentó recobrar el habla. Se había quedado muda, algo absolutamente impropio de su carácter.

—Me llamo Sydney O’Shea.

—Y yo, Rule Bravo-Calabretti.

Él le estrechó la mano y ella sintió un calor que le subió por el brazo y lanzó flechas de placer hacia varias partes de su cuerpo. La sensación fue tan inquietante que rompió el contacto de forma brusca y dio un pasó atrás.

—¿Rule?

—Sí.

—Déjame que lo adivine... No eres de Dallas.

Él se llevó una mano al corazón y dijo:

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé por tu acento, porque llevas ropa de diseño y porque tienes dos apellidos, algo poco habitual en Estados Unidos —respondió con rapidez—. No es que no seas de Dallas; es que ni siquiera eres de este país.

Rule se rio.

—¿Eres experta en acentos y apellidos?

—No, solo soy lista y observadora.

—Lista y observadora... —repitió—. Me gusta.

Si hubiera sido posible, Sydney se habría quedado allí eternamente, mirándolo a los ojos y escuchando su voz.

Pero tenía que comprar el regalo de Calista. Y después, comer algo rápido y volver al bufete para asistir a la reunión sobre el caso Binnelab.

—Todavía no has contestado a mi pregunta, Sydney.

Ella lo miró con extrañeza.

—¿A qué pregunta?

—¿Te gusta cocinar?

—¿Cocinar? ¿A mí? No, en absoluto... solo cocino cuando no tengo más remedio.

—Entonces, ¿por qué te he encontrado entre cacharros de cocina?

—¿Encontrado? —Sydney volvió a desconfiar de él—. ¿Es que me estabas buscando?

Él se encogió de hombros.

—Sinceramente, sí —contestó—. Te he visto entrar en el centro comercial y me has parecido tan decidida...

—¿Me has seguido porque te he parecido decidida?

—Te he seguido porque has despertado mi curiosidad.

—¿La determinación despierta tu curiosidad?

Rule volvió a reír.

—Sí, supongo que sí. Es que mi madre es una mujer muy decidida.

—Y tú adoras a tu madre, claro.

Él captó el retintín de su voz y supuso que lo habría tomado por una especie de niño de mamá. Pero no podía estar seguro. Ya había notado que Sydney se ponía sarcástica cuando estaba nerviosa. Y lo estaba.

—Sí, por supuesto que la adoro. La adoro y la admiro —Rule la miró fijamente, con humor—. Eres un poco quisquillosa, ¿no?

Sydney, que precisamente se estaba preguntando si Rule habría captado su ironía, decidió ser sincera.

—Sí, soy quisquillosa. Una característica que suele disgustar a algunos hombres.

—Porque algunos hombres son estúpidos —afirmó—. Pero si no te gusta la cocina, ¿qué estás haciendo aquí?

—Tengo que comprarle un regalo de bodas a una compañera del bufete.

—Un regalo de bodas.

—Sí.

—Entonces, permíteme que te recomiende algo...

Rule se inclinó y dio un golpecito a una cacerola de Le Creuset, de color rojo, con forma de corazón. A Sydney le pareció bonita, pero su mano le interesó mucho más. No llevaba anillo de casado.

—Qué romántico —declaró con ironía—. ¿Qué novia no necesita una cacerola con forma de corazón?

—Cómprala —ordenó él—. Así nos podremos ir.

—¿Los dos? ¿Tú y yo?

Rule la miró nuevamente a los ojos. Había dejado la mano sobre la cacerola, con el brazo tan cerca de ella que casi la tocaba.

—Sí, tú y yo.

Sydney respiró hondo e intentó mantener la calma. El aroma de su loción de afeitado le parecía terriblemente tentador.

—No voy a ir a ninguna parte contigo. Ni siquiera te conozco.

—Eso es verdad. Y lo encuentro muy triste... porque me gustaría conocerte, Sydney. Ven a comer conmigo, por favor.

Ella abrió la boca con intención de rechazar la propuesta, pero él alcanzó la cacerola, señaló la caja registradora más cercana y dijo:

—Sígueme.

Sydney lo siguió. A fin de cuentas, la cacerola era un buen regalo y Rule, indiscutiblemente atractivo. Pero se dijo que, en cuanto pagara en caja, se despediría de él y se marcharían por caminos separados.

La cajera, una joven rubia y muy bonita, se apresuró a encargarse del objeto.

—Oh, deje que lo ayude...

Mientras pasaba la cacerola por el escáner, la joven se dedicó a lanzar miraditas a Rule. Sydney lo comprendió de sobra. Era tan sexy, encantador y refinado que parecía el amante perfecto de una novela romántica.

Al pensar en esa palabra, amante, se estremeció.

Definitivamente, su imaginación estaba jugando con ella.

—Es una cacerola preciosa —declaró la cajera—. ¿Es para un regalo?

—Sí. Para un regalo de bodas —contestó Sydney.

La joven lanzó otra mirada a Rule y dijo:

—Lo siento. Ya no envolvemos regalos.

Rule se mantuvo en silencio y le dedicó una sonrisa apenas perceptible.

—No importa —replicó Sydney.

Al igual que su abuela, a Sydney le gustaba envolver los regalos que compraba; pero Calista se iba ese mismo día y no tendría tiempo de hacer algo original, así que tendría que guardarlo en una bolsa.

Pagó con la tarjeta de crédito y firmó en la pequeña pantalla, intentando hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado.

La cajera le dio el recibo a Sydney, pero la bolsa con la cacerola se la dio a Rule.

—Aquí tiene. Vuelva cuando quiera.

Por el tono de voz de la chica, fue evidente que ardía en deseos de verlo otra vez. Sydney le dio las gracias y se giró hacia Rule.

—Dame eso.

—No hace falta. Puedo llevarlo yo.

—Dámelo —insistió.

Él le dio la bolsa a regañadientes. Y no mostró la menor intención de despedirse de ella.

—Ha sido un placer —continuó Sydney—, pero ahora tengo que...

—Solo será una comida —la interrumpió en voz baja—. No es un compromiso en firme.

Sydney contempló sus ojos oscuros y casi pudo oír lo que Lani, su mejor amiga, le había dicho en cierta ocasión: que si quería encontrar a un hombre especial, tendría que dar alguna oportunidad a sus pretendientes.

Además, tampoco era para tanto; como él mismo había dicho, solo sería una comida. Se divertiría un rato, disfrutaría un poco más de sus atenciones y se marcharía.

—Está bien. Comeré contigo —dijo, muy seria.

—¿Sin una mala sonrisa? —bromeó.

Ella sonrió de oreja a oreja. Rule le gustaba de verdad; además de ser sexy y encantador, parecía una buena persona.

—Antes de comer, tengo que ir a alguna tienda donde vendan bolsas bonitas. Para la cacerola de mi compañera.

—Creo que conozco el lugar perfecto.

Rule la llevó a un establecimiento cercano, donde Sydney compró una bolsa adecuada y una tarjeta de regalo.

—¿Y bien? ¿Adónde vamos? —preguntó ella al salir.

Él sonrió con picardía.

—Bueno, teniendo en cuenta que estamos en Texas, iremos a comernos un buen filete.

Sydney no se llevó ninguna sorpresa cuando salieron de la tienda y vio que le estaba esperando una limusina. Ya le había parecido un hombre de limusinas.

Rule la invitó a subir para ir al restaurante, pero ella se negó porque prefería seguirlo en su coche. Minutos después, llegaron al barrio de Stockyards, en Fort Worth, y entraron en un local de ambiente típicamente texano y buena reputación. El suelo era de losetas rojas y las paredes, de ladrillo visto y madera de pino, estaban adornadas con fotografías de botas, sombreros y pañuelos vaqueros.

Se sentaron en una esquina y él pidió una botella de tinto. Sydney estuvo a punto de rechazar el vino, pero lo probó y le gustó tanto que se sirvió una copa.

—¿Te gusta? —preguntó Rule.

—Es un vino excelente.

Rule propuso un brindis.

—Por las mujeres listas, observadoras y decididas.

—Y quisquillosas, no lo olvides.

—¿Cómo lo iba a olvidar? Es un detalle encantador.

—Si tú lo dices...

Él le dedicó una sonrisa.

—Entonces, por las mujeres listas, observadoras, decididas y quisquillosas.

Ella rio y aceptó el brindis. El camarero apareció entonces con las ensaladas que habían pedido de primero y se fue.

—Háblame de tu importante trabajo —dijo él.

Sydney tomó otro sorbo de vino.

—¿Cómo sabes que es importante?

—Antes has dicho que el regalo era para una compañera del bufete...

—¿Y qué? Podría trabajar en un bufete y ser una recepcionista o una secretaria.

—No, en absoluto —declaró con firmeza—. Tu ropa es demasiado cara y demasiado conservadora para eso. Sin mencionar tu actitud, claro.

Ella se inclinó hacia delante. El vino la había relajado y se sentía desinhibida y capaz de cualquier cosa.

—¿Qué le pasa a mi actitud?

—Que no es la de una secretaria.

Sydney se echó hacia atrás y puso las manos en el regazo.

—Soy abogada en un bufete que representa a empresas de alto nivel.

—Abogada... Sí, eso es más lógico.

—¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

—Me gusta variar en el trabajo. En este momento, estoy en el sector del comercio. Del comercio internacional.

Ella alcanzó el tenedor y se llevó un poco de ensalada a la boca.

—¿En este momento? ¿Es que cambias mucho de empleo?

—Solo acepto los proyectos que me interesan. Y cuando quedo satisfecho con uno, paso al siguiente.

—¿Y con qué comercias?

—Ahora mismo, con naranjas.

—¿Con naranjas? Qué exótico...

—Concretamente, con las montedoranas; son un tipo de la variedad sanguina que tiene un ligero sabor a frambuesa y una piel más lisa que la de otras variedades.

—¿Eso significa que podré comprarlas pronto en el supermercado?

—Lo dudo mucho. La producción no es tan grande como para que se pueda distribuir en grandes superficies.

—Montedoranas... —dijo ella, como recordando algo—. ¿No hay un país pequeño en Europa, en la Costa Azul, que tiene un nombre parecido?

—Sí, el Principado de Montedoro, en el Mediterráneo. Es mi país —respondió él—, uno de los países más pequeños del viejo continente. Mi madre nació allí. Mi padre era estadounidense, de Texas, pero se mudó a Montedoro y adoptó la ciudadanía cuando se casó con ella... se llamaba Evan Bravo.

—Así que tienes familiares en Texas.

—Tengo un tío, una tía y varios primos hermanos que viven en San Antonio y sus alrededores. Eso, sin contar a los de Abilene, a los de Hill Country y a todos los Bravo que viven en California, Wyoming y Nevada.

—Y supongo que Calabretti es el apellido de tu madre...

—Sí.

—¿Eso es típico de tu país? ¿Los hijos llevan el apellido del padre y de la madre?

Rule asintió.

—Bueno, solo pasa en cierto tipo de familias... Es como en España. De hecho, los montedoranos nos parecemos bastante a los españoles. Nos gusta mantener los apellidos de las dos ramas familiares y llevarlos con orgullo.

—Bravo-Calabretti... es curioso, pero me resulta familiar. Tengo la sensación de que lo he oído en alguna parte.

Rule le dio unos segundos por si lo recordaba; pero Sydney no dijo nada más y él se encogió de hombros.

—Puede que te acuerdes más tarde.

—Sí, es posible. De hecho, tu apellido no es lo único que me resulta familiar. ¿Estás seguro de que no nos habíamos visto antes?

Rule se encogió de hombros por segunda vez.

—Dicen que todo el mundo tiene un doble en alguna parte. Quizás te has cruzado con el mío —comentó.

—Quizás —dijo ella—. ¿Y no tienes hermanos?

Rule asintió.

—Por supuesto que sí. Tres hermanos y cinco hermanas. Maximilian es el mayor; yo soy el segundo y después vienen Alexander y Damien, que son gemelos. Mis hermanas se llaman Bella, Rhiannon, Alice, Genevra y Rory.

—Es una familia muy grande... te envidio. Yo soy hija única.

Sydney puso la mano encima de la mesa. Rule la cubrió con la suya y le causó un estremecimiento de placer. Fue como si su cuerpo despertara de repente y estuviera más vivo que nunca.

—¿Te entristece? —Rule lo preguntó con suavidad, mirándola a los ojos—. ¿Te habría gustado tener hermanos?

Ella deseó que no dejara de tocarla; pero se recordó que aquello no iba a ninguna parte y apartó la mano para no darle esperanzas, en el caso de que las tuviera.

—Sí, me habría gustado —contestó—. ¿Cuántos años tienes, Rule?

Él se rio una vez más.

—Me empiezo a sentir como si estuviera en una entrevista.

—Solo es curiosidad. Pero si te molesta hablar de eso...

—En cierto sentido, me incomoda —admitió—. Tengo treinta y dos años; una edad que, en mi familia, es peligrosa para un hombre soltero.

—¿Por qué? Eres muy joven.

—Porque piensan que ya debería estar casado.

—Pues no lo entiendo. ¿En tu familia existe un plazo para casarse?

—Dicho de esa forma, suena absurdo...

—Es absurdo —afirmó.

—Y tú eres una mujer de opiniones tajantes —comentó con admiración—. Pero me temo que sí. En mi familia se espera que nos casemos antes de los treinta y tres.

—¿Y si no te casas antes?

Él bajó la cabeza, la miró con ojos entrecerrados y declaró, sombrío:

—Las consecuencias podrían ser funestas.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Sí, claro... Me gustas, Sydney. En cuanto te vi, supe que me gustarías.

—¿Y cuándo fue eso?

—¿Es que ya lo has olvidado? Por lo visto, no soy tan memorable... Lo supe en el centro comercial, cuando te vi entrar.

El camarero se llevó sus platos de ensalada, ya vacíos, y les sirvió un par de filetes. Rule alcanzó el cuchillo y empezó a cortar el suyo.

—Tengo la impresión de que me estás examinando, Sydney.

—Una impresión correcta.

—Pues espero aprobar... Pero dime, ¿dónde viven tus padres? ¿Aquí, en Dallas?

Sydney decidió contarle su vieja y triste historia.

—Vivían en San Francisco, donde nací. Mi madre salió despedida de un tranvía cuando yo tenía tres meses... me llevaba en brazos, pero no me pasó nada; en cambio, ella se pegó un golpe en la cabeza y falleció casi al instante. Mi padre saltó para intentar salvarnos y murió al día siguiente, en el hospital.

Los ojos de Rule se oscurecieron.

—Debió de ser terrible para ti.

—No me acuerdo; era tan pequeña que no recuerdo nada —le confesó—. Mi abuela por parte paterna me llevó a vivir a Austin y me crio. Estaba sola desde la muerte de su marido... Era una mujer extraordinaria. Me enseñó que puedo conseguir todo lo que me proponga, que el poder implica responsabilidad, que la verdad es sagrada y que la lealtad y la honradez son recompensas por sí mismas.

—Y no obstante, te hiciste abogada —bromeó.

Sydney soltó una carcajada.

—¿En Montedoro también se hacen chistes de abogados?

—Me temo que sí. Especialmente, sobre abogados de grandes empresas.

—Entonces, prefiero guardar silencio. No diré nada que se pueda usar en mi contra.

Sydney lo dijo de forma aparentemente irónica, pero Rule se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.

—Espero no haberte ofendido...

Ella decidió ser franca.

—Tengo un trabajo de gran responsabilidad y muy bien pagado. Un trabajo que ha sido importante para mí, porque implicaba que nunca tendría que preocuparme por el dinero y que podría tener una vida decente.

—Pero...

—Pero últimamente, he empezado a pensar que debería ayudar a la gente que realmente lo necesita, en lugar de dedicarme a proteger las hinchadas cuentas bancarias de un montón de multinacionales.

Rule se disponía a decir algo cuando el teléfono de Sydney, que había dejado encima de la mesa, empezó a vibrar. Era Magda, su secretaria. Seguramente quería saber por qué no había llegado aún al despacho.

Sydney miró a Rule, que la había dejado de mirar y se había concentrado en la comida para darle un poco de intimidad, por si la necesitaba.

Pero no la necesitaba.

Cerró el teléfono y se lo guardó rápidamente en el bolso. Así, si volvía a vibrar, no se daría cuenta.

—Antes, cuando hablabas de tu abuela, lo has hecho en pasado...

—Porque murió hace cinco años. La echo mucho de menos.

Él sacudió la cabeza.

—La vida puede ser terriblemente cruel.

—Sí.

Sydney probó el filete y lo masticó con calma, disfrutando del sabor y la textura de la carne mientras se alegraba en silencio de que Rule no le hubiera demostrado lástima, como tanta gente, al saber que sus padres y su abuela habían fallecido.

Él la miró con atención y ladeó la cabeza de un modo que le volvió a parecer extrañamente familiar.

—¿Has estado casada?

—Nunca. No he encontrado al hombre adecuado para eso, aunque he mantenido un par de relaciones largas.

—Pero no salieron bien, supongo.

—No. Y por si sientes curiosidad, te diré que mi situación es peor que la tuya. Tengo treinta y tres años, así que el castigo de tu familia sería terrible.

Rule sonrió.

—Desde luego... Deberías casarte de inmediato. Y tener nueve hijos, por lo menos. Y hacerlo con un hombre rico que te adore.

—Hum. Un hombre rico que me adore —repitió—. No me importaría, pero... ¿nueve hijos? Son más de los que me gustaría tener. Notablemente más.

—¿Notablemente? ¿Es que no quieres tener hijos?

Sydney estuvo a punto de hablarle de Trevor, pero se lo pensó mejor. Rule no dejaba de ser un desconocido, una fantasía que se esfumaría en poco tiempo. En cambio, Trevor era real; lo más hermoso, perfecto e importante de su vida.

—Yo no he dicho que no quiera niños; solo he dicho que no quiero nueve.

—Bueno, estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo. Me precio de ser un hombre razonable.

Ella lo miró con sorpresa.

—¿Un acuerdo?

—Claro. Estos asuntos atañen a las dos partes de una pareja; se tienen que decidir por consenso —contestó.

—Rule... No puedo creer que... —empezó a decir, desconcertada—. ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

Él contestó con toda naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.

—Bueno, encajo en las condiciones que has mencionado hace un momento... Soy rico y podría adorarte con mucha facilidad.

Las palabras de Rule le parecieron absurdas y mágicas al mismo tiempo. Una de esas cosas que pasaban muy de vez en cuando y que le recordaban que la vida podía ser sorprendente, que no todo consistía en ganar casos, mantenerse en lo más alto de su profesión y llegar tarde a casa para acostar a Trevor.

Rule, un perfecto desconocido, había logrado que se sintiera no solo inteligente y brillante, sino también bella y deseable.

—Lo siento. No saldría bien.

Él se fingió afligido.

—¿Por qué no?

—Porque tú vives en Montedoro y mi trabajo y mi vida están aquí.

—Podrías cambiar de trabajo. Y probar otra forma de vida.

—O tú te podrías mudar a Texas.

—Bien dicho.

Los dos se quedaron en silencio.

Fue un silencio breve y perfecto, uno que no causó la menor duda o desconfianza a Sydney. A fin de cuentas, solo estaba comiendo con un hombre atractivo. No estaba haciendo nada malo. Y tenía intención de disfrutar hasta el último segundo.

Capítulo 2

La reunión sobre el caso Binnelab estaba muy avanzada cuando Sydney entró en la sala de juntas.

—Disculpadme... —todos se giraron hacia ella—. Lo siento mucho. Me ha surgido un problema y no he podido llegar antes.

Sus colegas se mostraron comprensivos y siguieron con el debate sobre la estrategia del caso. A nadie le molestó su tardanza. Al fin y al cabo, solía ser tan puntual que todos dieron por sentado que tendría un buen motivo.

Ella era Sydney O’Shea, la joven que había terminado la carrera a los veinte años, que había entrado en el bufete a los veinticuatro y que se había convertido en socia a los treinta, un año antes de que naciera su hijo. Ella era Sydney O’Shea, la mujer que sabía imponerse, devolver un favor y jugar tan duro y trabajar tan duro como el que más.

Y por otra parte, no tenía más remedio que mentir. Si les hubiera dicho que un comerciante de naranjas de Montedoro la había asaltado en la sección de cacharros de cocina de un centro comercial y la había convencido de que se fuera a comer con él, todos habrían pensado que estaba de broma.

Cuando terminó la reunión, se dirigió a su despacho y se llevó una buena sorpresa. Magda, su más que capaz y generalmente imperturbable secretaria, estaba en mitad de la sala con cara de asombro y un tiesto, con una orquídea, entre las manos. Detrás de ella, en el mueble bajo que recorría toda una pared, se veían media docena de ramos de flores en sus respectivos jarrones. De hecho, había flores hasta en la mesita de café de la sala de espera.

Pensó en Rule al instante. Tenía que haber sido él.

Y confirmó sus sospechas cuando echó un vistazo a la tarjeta de uno de los ramos, que decía así:

Cena conmigo esta noche, por favor. Me alojo en la Mansión Rosewood, de Turtle Creek. A las ocho en punto. Tuyo, Rule.

Sydney no le había dado ni el nombre ni la dirección del bufete donde trabajaba, pero supuso que no era precisamente un secreto; los podía haber encontrado por el sencillo procedimiento de buscar en Internet.

—Estamos ahogadas en flores... —dijo a su perpleja secretaria.

Magda asintió.

—Empezaron a llegar hace media hora. La orquídea ha sido la última, pero ya no queda sitio y no sé dónde ponerla.

—Creo que quedaría muy bien en tu mesa, Magda —le sugirió—. Y si quitas las tarjetas de los ramos, podemos repartir nuestra súbita riqueza...

Magda arqueó una ceja.

—¿Repartirla?

—Sí, empezando por las recepcionistas de la entrada. Solo me quedaré con los dos jarrones de rosas amarillas.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Sydney supuso que a Rule no le importaría que las compartiera con otros. Y deseaba compartirlas. Eran tan bonitas que no tenía derecho a quedárselas todas.

—Diles que se las lleven a casa si quieren —continuó—. Pero date prisa... la fiesta de Calista es a las cuatro.

—La orquídea me gusta mucho —declaró Magda, mirando el tiesto que sostenía—. Tiene un aspecto poco común.

—Pues disfrútala —dijo—. Es una forma excelente de empezar un fin de semana, ¿no crees? Flores para todo el mundo. Y dentro de un rato, Calista se marchará de luna de miel.

Magda sonrió.

—Alguien está loco por ti...

Sydney le devolvió la sonrisa, pero no hizo el menor comentario al respecto.

—Anda, reparte las flores y vuelve enseguida. Tenemos que abrir las botellas de champán.

A Calista le encantó la cacerola. Cuando la sacó de la bolsa, rompió a reír.

—Ahora no me queda más remedio que aprender a cocinar —ironizó.

—Déjalo para después de la luna de miel —le recomendó Sydney, que alzó su copa para ofrecerle un brindis—. Por ti, Calista. Que tu matrimonio sea largo y feliz.

Como se había tomado dos vasos de vino durante la comida, Sydney se contentó con media copa de champán. Pero no le importó. A pesar de la escasez de burbujas, le pareció la fiesta más divertida en la que había estado. El mundo era maravilloso porque había conocido a un hombre maravilloso.

Terminada la fiesta, volvió al despacho para recoger el maletín, el bolso y uno de los jarrones de rosas amarillas. Normalmente, se habría quedado un par de horas más; pero era viernes y quería ver a su hijo antes de acostarlo.

Además, necesitaba hablar con Lani. Su amiga, que cuidaba del pequeño cuando ella no estaba en casa, era una mujer de mundo que sabría aconsejarla sobre Rule y sobre su florida invitación a cenar.

Al llegar a Highland Park, entró en su domicilio por la cocina. Trevor estaba sentado en su sillita, dando buena cuenta de un plato de espagueti con albóndigas.

—¡Mamá! ¡Mamá! —exclamó el niño, extendiendo sus bracitos regordetes hacia ella—. ¡Abrazo! ¡Abrazo!

Sydney puso las flores en la encimera, dejó el maletín y el bolso en el suelo y se inclinó sobre Trevor, que la abrazó con fuerza y la besó, dejándole una mancha de tomate en la mejilla.

—¿Cómo está mi niño?

—Bien, gracias.

—Y yo —dijo, abrazándolo más fuerte—. Estoy bien porque estoy en casa, contigo.

Trevor, que a sus dos años ya era todo un charlatán, se lanzó a una descripción de lo que había hecho a lo largo del día. Mientras hablaba, se metió una albóndiga en la boca con una mano y sacudió el tenedor con la otra.

—Usa el tenedor. —Lani miró al niño y se giró hacia Sydney—. ¿De dónde han salido esas rosas? Son muy bonitas.

—Sí, ¿verdad? —contestó, sin dar explicaciones.

Lani arqueó una ceja.

—Me extraña verte tan pronto.

—No tiene nada de particular... es fin de semana.

Lani, cuyo nombre completo era Yolanda Inés Vázquez, era una mujer de curvas pronunciadas y una preciosa y enorme melena, de color casi negro. Llevaba cinco años en la casa. Sydney la había contratado para que limpiara y cocinara mientras ella terminaba la carrera de Derecho; pero, tras concluir los estudios, le pidió que se quedara y se convirtió también en la niñera de Trevor.

Ahora era una segunda madre para el niño y la mejor amiga, con Ellen O’Shea, que Sydney había tenido.

—¿Que no tiene nada de particular? Siempre sales tarde del trabajo, Sydney —le recordó—. Y por si eso fuera poco, estás radiante...

Sydney se llevó las manos a las mejillas.

—Sí, bueno, tengo un poco de calor. Quizás sea fiebre.

—O quizás, el hombre que te ha regalado esas rosas amarillas.

Sydney sacudió la cabeza y rio.

—Está visto que no te puedo engañar, ¿eh?

—¿Cómo se llama?

—Rule.

—Hum. Un nombre muy tajante.

—Tanto como él, aunque es encantador. Hemos comido juntos y me lo he pasado muy bien. De hecho, me ha invitado a cenar.

—¿Esta noche?

Sydney asintió.

—Sí, en la Mansión Rosewood. A las ocho.

—Y vas a ir, claro.

—Si tú vigilas el fuerte...

—Por supuesto.

—¿Y qué hay de Michael?

Lani se encogió de hombros ante la mención de su novio, Michael Cort, un diseñador de software con el que llevaba un año saliendo.

—Lo llamaré por teléfono y le invitaré a tomarse una pizza en casa —contestó—. Pero háblame más de ese Rule...

—No hay mucho que decir, la verdad. Nos hemos conocido esta mañana... ¿Te parece una locura que salga a cenar con él?

—¿Una locura? ¿Salir con un hombre que te deja radiante? No, de ninguna manera.

—¿Espagueti, mamá? —las interrumpió Trevor.

—No, muchas gracias, cariño —dijo su madre—. Ese enorme plato de espagueti es para ti solo.

—¡Bien!

A Sydney se le hizo un nudo en la garganta. Tenía un hijo feliz y saludable, una gran amiga, una vida sin estrecheces, un trabajo que le encantaba y ahora, además, una cita con el hombre más atractivo del planeta.

Durante la hora siguiente, se dedicó a ser la madre que no podía ser con tanta frecuencia como le habría gustado. Jugó un rato con Trev, le bañó, le metió en la cama y se quedó con él hasta que se quedó dormido.

Yolanda la miró a los ojos cuando Sydney volvió al salón.

—Son más de las siete. Tendrás que darte prisa si no quieres llegar tarde a la cena con el hombre de tus sueños.

—Lo sé. ¿Podrías hacerme compañía mientras me preparo?

—Claro que sí.

Lani la siguió hasta el dormitorio principal, donde Sydney se dio una ducha rápida, se maquilló y se quedó mirando la ropa del armario.

No sabía qué ponerse. Pero Lani intervino en su ayuda y sacó un vestido rojo, con mangas, de entre los vestidos más conservadores de su amiga.

—Ponte esto. El rojo te sienta muy bien.

—Rojo... Hum, no sé. ¿Estás segura?

—Hazme caso y póntelo. Lo puedes combinar con tus pendientes de diamantes y con el brazalete que te dejó tu abuela.

—¿Y qué zapatos llevo?

—Los rojos de Jimmy Choos.

Sydney alcanzó el vestido.

—Sí, tienes razón.

Lani sonrió.

—Siempre la tengo.

Sydney se puso el vestido, los zapatos, los pendientes y el brazalete y se plantó delante del espejo, de cuerpo entero.

—¿Me dejo el pelo suelto? —preguntó, llevándose una mano al moño.

—No hace falta, pero... —Lani se acercó y le soltó unos cuantos mechones de cabello castaño—. Mucho mejor. Estás muy seductora.

—¿Seductora? —ironizó—. Yo nunca he sido una mujer seductora.

—Por supuesto que lo eres. Lo que pasa es que tú no te ves así —alegó—. Pero eres alta, esbelta y llamativa.

—Llamativa —repitió—. Ya, claro... ¿Y no crees que estaría mucho mejor si tuviera un buen par de pechos? Me crecieron mucho cuando estaba embarazada de Trevor. Es una pena que retomaran su tamaño anterior.

—Déjate de tonterías. Ya tienes un buen par.

—Ja, ja.

—Y también tienes unos ojos verdes que enamorarían a cualquiera —Lani la tomó por los hombros y la giró hacia ella, de forma que se quedaron cara a cara—. Estás impresionante, Syd. Vamos, márchate de una vez. Y diviértete.

—Me estoy poniendo nerviosa... —le confesó.

—No me vengas con la excusa de los nervios. Vas a ir a esa cita.

—¿Y si él no aparece?

Lani le apretó los hombros.

—Deja de angustiarte sin motivo y lárgate de aquí.

La Mansión Rosewood, de Turtle Creek, era un establecimiento muy famoso en Dallas. La antigua residencia privada se había convertido en un hotel de cinco estrellas con restaurante; un lugar de suelos de mármol, vidrieras y chimeneas de piedra labrada.

Sydney seguía nerviosa cuando entró en el restaurante y se dirigió al pequeño mostrador de recepción.

—El señor Bravo-Calabretti me está esperando —dijo.

El maître asintió.

—Sígame, por favor.

Momentos después, Sydney se encontró en una mesa alejada de las demás, en una esquina de la terraza. Rule, que ya había llegado, se levantó para saludarla y sonrió. Llevaba un traje oscuro que le quedaba maravillosamente.

—Sydney... —dijo, pronunciando su nombre con placer—. Me alegra que hayas venido.

Rule parecía aliviado, como si hubiera considerado la posibilidad de que no se presentara a la cita. Y a ella le extrañó. Un hombre como él no corría el peligro de que una mujer lo dejara plantado. Pero su inseguridad lo hizo más atractivo a ojos de Sydney, porque demostraba que también era vulnerable.

—No habría faltado por nada del mundo.

El maître descorchó la botella de champán que estaba en la cubeta y sirvió dos copas.

—Me he tomado la libertad de hablar con el chef y de pedir el menú —dijo él—. Pero si quieres elegir tú misma, pediré que te traigan la carta.

—No será necesario. La comida de aquí es excelente. Cualquier cosa que hayas elegido estará bien.

—¿No hay ningún tipo de comida que te disguste? —preguntó.

—No, ninguno. Y además, confío en ti.

Los ojos de Rule brillaron.

—Magnífico... Muchas gracias, Neil —añadió, dirigiéndose al maître —. Ya nos puedes dejar a solas.

—Muy bien, señor.

El maître se fue y Rule dijo, con voz ronca:

—Deberías vestir siempre de rojo.

—¿No crees que sería aburrido?

—¿En ti? De ninguna manera —afirmó.

Ella sonrió, encantada.

—Por cierto, aún no te he dado las gracias por las flores.

—Quizás me excedí un poco.

—Quizás, pero ha sido un gesto muy bonito por tu parte. Espero que no te importe que las haya compartido con mis compañeras de trabajo...

—¿Por qué me iba a importar? Son tuyas y puedes hacer lo que quieras con ellas —declaró Rule—. Al parecer, no eres solamente la mujer más interesante que he conocido, sino también una de las más generosas.

Ella sacudió la cabeza.

—Me sorprendes, Rule.

Él arqueó una ceja.

—Espero que positivamente...

—Sí, por supuesto que sí. Me encantaría creer que todas las cosas bonitas que me dices son ciertas.

Rule la tomó de la mano y el corazón de Sydney se desbocó al instante.

—¿Preferirías que fuera cruel contigo?

—No, me gustas tal como eres.

Rule le alzó la mano, se la llevó a los labios y la besó.

—Eres fascinante, Sydney. Lo quiero saber todo de ti —dijo con suavidad—. Pero si crees que voy demasiado deprisa, me lo tomaré con más calma.

Ella se inclinó hacia él.

—No. Me gusta tu forma de ser. No finjas ser otro, por favor.

—Descuida. Aunque para ser cruel, no tendría que fingir... me temo que también puedo serlo —le confesó.

—Pues ahórrame ese detalle —dijo con humor—. Estoy harta de hombres crueles.

El maître pasó en ese momento a su lado. Sydney lo agradeció porque le daba la excusa perfecta para cambiar de conversación, pero Rule la retomó de inmediato.

—Sigue, te lo ruego... ¿cómo es posible que alguien haya sido cruel contigo?

—Olvídalo. No tiene importancia.

—Claro que la tiene —los ojos de Rule se volvieron aún más oscuros—. He sido sincero al afirmar que quiero saberlo todo de ti.

Sydney se encogió de hombros.

—Supongo que es simple y pura mala suerte. Atraigo a hombres que dicen que les gusto por mi inteligencia y mi capacidad y que, después, hacen todo lo posible por destrozarme.

—¿Por destrozarte?

—¿Es necesario que hablemos de eso? —preguntó, incómoda.

—No es necesario, pero a veces nos sentimos mejor cuando afrontamos el pasado y lo compartimos con alguien.

Ella soltó un suspiro largo.

—Salí con un chico cuando estaba en la Facultad de Derecho. Se llamaba Ryan. Era divertido y apasionado... pero dejó su trabajo el mismo día en que nos fuimos a vivir juntos. Se tumbaba en el sofá y se dedicaba a beber cerveza y a ver películas. Cuando me cansé y le pedí que demostrara un poco de ambición, me dijo que yo tenía ambición suficiente por los dos, que se sentía un fracasado a mi lado y que me apartara del televisor porque no le dejaba ver.

—Y supongo que te separaste de él.

—Sí. Lo eché de la casa y me contó que se había estado acostando con otras porque yo era tan fría que no se sentía un hombre conmigo —explicó—. Aquel fracaso me alejó de las relaciones serias durante cinco años.

—¿Y qué pasó entonces?

—Que conocí a Peter. Era abogado como yo, aunque trabajaba en un bufete más pequeño. No llegamos a compartir casa, pero estábamos juntos casi todas las noches. Yo pensaba que no se parecía nada a Ryan; pero, al cabo de un tiempo, me empezó a presionar para que le consiguiera un trabajo en Teale, Gayle y Prosser.

—Y no te pareció bien.

Sydney sacudió la cabeza.

—Creo en la solidaridad, en ayudar a otras personas; pero no quería que mi novio trabajara en el mismo bufete que yo, sobre todo si lo iban a contratar por mí. Habría sido una situación muy problemática, de modo que me negué. Peter dijo que lo entendía.

—Pero no lo entendía.

—No, en absoluto. Se enfadó porque pensó que me negaba a echarle una mano y, a partir de entonces, nuestra relación empezó a ir mal. Me dijo un montón de cosas terribles... y un día, en una fiesta, se quejó de mí a uno de los socios de mi bufete. Cuando rompimos, yo estaba tan destrozada que...

Sydney dejó de hablar. Se había quedado sin palabras.

—Que tomaste la decisión de alejarte de los hombres —dijo él con dulzura—. ¿Te encuentras bien, Sydney?

Ella tragó saliva y asintió.

—Sí, sí. Es que, cuando hablo de ello, me siento... no sé, una perdedora.

—Pues no deberías. Los perdedores son ellos, Ryan y Peter —afirmó, mirándola a los ojos.

—De todas formas, ya no importa. Lo he superado.

Rule sonrió, le soltó la mano y le acarició uno de los mechones que Lani le había soltado del moño.

—Tienes un pelo muy suave. Como tu piel. Como tu tierno corazón...

—Yo no estaría tan segura de que mi corazón sea tierno. Además de quisquillosa, puedo ser una verdadera bruja. Si no lo crees, pregúntaselo a Ryan o a Peter.

—Si me das sus apellidos, los encontraré y tendré una pequeña charla con ellos.

—No, no merece la pena.

Rule le acarició la mejilla y Sydney sintió el escalofrío de placer hasta en los dedos de los pies, que meneó dentro de sus Jimmy Choos.

—Mientras estés dispuesta a dar una oportunidad a otro hombre...

—Eso depende de que conozca al hombre adecuado.

Él alcanzó su copa de champán y la alzó.

—Por el hombre adecuado —dijo.

Sydney brindó por ello.

—Por el hombre adecuado.

Tras probar el champán, ella dejó la copa en la mesa y añadió:

—Siempre quise tener niños.

—Pero no nueve, claro —declaró en tono de broma.

Justo entonces, ella se dio cuenta de que no le había estado hablando de sus fracasos amorosos por casualidad, sino porque tenía un buen motivo. Rule le gustaba mucho; pero no podía empezar una relación sin ser sincera con él.

—Hay algo que no te he contado, Rule.

Él ladeó la cabeza y la miró con seriedad.

—Te escucho.

Pasara lo que pasara, Sydney no tenía más remedio que hablarle de Trevor. De lo contrario, sería incapaz de abandonarse al calor de aquellos ojos negros.

—Yo...

La boca se le había quedado seca de repente.

Ni siquiera supo por qué le resultaba tan difícil. A fin de cuentas, se acababan de conocer. La opinión de Rule no debía ser importante para ella.

Pero lo era.

Rule parecía un sueño hecho realidad. Su sueño de hombre, en carne y hueso. Lo había sabido desde que se vieron en el centro comercial.

Pensó en su abuela, quien siempre había creído en los flechazos. Ellen afirmaba que se había enamorado de su difunto esposo a primera vista; y que el propio padre de Sydney se había enamorado de su madre de la misma forma.

Al recordarlo, Sydney estuvo a punto de sonreír. Ella no estaba tan segura como su abuela; se había creído enamorada de Ryan y de Peter y se había equivocado. Pero ellos nunca le habían hecho sentir lo que sentía con Rule.

En un solo día, aquel hombre lo había cambiado todo.

—No tengas miedo —dijo él—. Cuéntamelo.

—Bueno... Yo tenía casi treinta años cuando rompí con Peter. Quería ser socia del bufete, quería fundar una familia y sabía que podía tener las dos cosas.

Él asintió.

—Pero no conocías al hombre adecuado.

—Exacto. Así que decidí fundar mi familia de todas formas... una familia sin un hombre. Y acudí a un banco de esperma.

—Comprendo.

Sydney apartó las manos de la mesa y se las puso en el regazo porque le temblaban y no quería que Rule se diera cuenta.

—El procedimiento de inseminación artificial fue satisfactorio. Me quedé embarazada y ahora tengo un hijo precioso, de dos años.

—Un hijo... —repitió él, despacio.

Sydney tuvo la sensación de que el corazón se le había parado. Y entonces, empezó a latir más fuerte y más deprisa, casi de forma dolorosa, porque pensó que su confesión habría puesto punto final a su relación con Rule.

Ya no importaba que fuera perfecto para ella. Ya no importaba que fuera un sueño hecho realidad ni que le hubiera devuelto la fe en el amor a primera vista. En ese momento, estaba convencida de que Rule no aceptaría a Trevor. Y si no aceptaba a su hijo, ella no querría saber nada de él.

Echó los hombros hacia atrás y sacó fuerzas de flaqueza.

Ya no le temblaban las manos.

—Sí, Rule, tengo un hijo. Y es lo más importante de mi vida.

Capítulo 3

Para sorpresa de Sydney, Rule le dedicó una sonrisa inmensamente cariñosa y le acarició la cara con dulzura.

—Qué maravilla... los niños me encantan —dijo—, aunque creo que ya lo sabes. ¿Cuándo me lo vas a presentar? ¿Mañana?

Ella parpadeó, atónita.

—¿Cómo?

Él soltó una carcajada muy sexy.

—¿Has pensado que no querría conocer a tu hijo? Es obvio que no me conoces bien.

—Eso es cierto. No te conozco.

Sydney respiró hondo para tranquilizarse, asombrada de su propio alivio ante la reacción de Rule. Significaba mucho para ella. Ya no tenía que levantarse y poner fin a la velada. Se podía quedar en aquel restaurante precioso, en aquella esquina de ambiente romántico, con aquel hombre increíble.

—No, claro que no te conozco —continuó—. Pero me siento como si lleváramos mucho tiempo juntos... tengo que hacer esfuerzos para recordarme que nos vimos por primera vez esta misma mañana.

—A mí me pasa lo mismo.

Ella sonrió.

—Es curioso... cuando te vi en el pasillo del centro comercial y me pregunté si realmente me estabas mirando a mí, tuve la sensación de que te conocía de algo —le confesó—. Tu cara me resultaba extrañamente familiar.

—Por supuesto que te miraba a ti —dijo con tono de reproche—. Pero te negabas a creerlo porque te estabas repitiendo una y otra vez que no quieres saber nada de los hombres.

—Es cierto. Lo admito.

—Bueno, no es importante. Ahora entiendo que te cansaras de las relaciones amorosas... Y no seré yo quien me queje. Si no te hubieras concedido un descanso, habrías conocido a otro hombre y yo no tendría ninguna oportunidad.

—Menuda tragedia —se burló.

—Una tragedia y una catástrofe —insistió él—. Pero te alejaste de los hombres y yo solo tengo que encontrar el modo de convencerte para que me concedas una oportunidad... —Rule alzó su copa y brindó con ella otra vez—. ¿Tienes hambre? ¿Pedimos que nos traigan el primer plato?

Sydney asintió. Estaba hambrienta.

—Sí, por favor.

Rule lanzó una mirada al maître. Solo eso, una mirada.

Y el maître avanzó hacia la mesa.

Dos horas después, salieron del restaurante y se quedaron en la entrada del establecimiento hasta que les llevaron el coche de Sydney. Entonces, él la tomó de la mano y la alejó del vehículo.

—Espera un momento...

La llevó a una zona con menos luz, bajo un roble precioso. La noche, cálida y oscura, se cerró a su alrededor.

—Sydney...

—¿Sí?

Rule le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos con intensidad.

—Empezaba a tener miedo, ¿sabes?

—¿Miedo? ¿De qué? —preguntó, confusa.

—De no llegar a encontrarte, de no llegar a conocerte.

Ella sonrió.

—Ah, de eso...

—Sí, de eso.

Rule bajó la cabeza y Sydney la alzó, ofreciéndole su boca. Sabía que la iba a besar. Sabía que le iba dar a su primer beso.

El contacto de sus labios fue tan excitante como esperaba, pero se le hizo demasiado corto y demasiado leve, así que pasó los brazos alrededor de su cuello y soltó un gemido de placer, instándolo a seguir.

Él aceptó y la besó con pasión mientras la apretaba contra su cuerpo. La boca de Rule sabía a café y a la tarta de pistacho que habían tomado de postre. Y la besaba de una forma dulce y ardiente a la vez; de una forma que no se podía comparar con ninguna de sus experiencias anteriores.

Hasta en eso era distinto; maravillosamente distinto.

Y Sydney deseó que aquel momento no terminara nunca.