El hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol - Valentín Romano - E-Book

El hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol E-Book

Valentín Romano

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Beschreibung

Ardua labor la de un poeta alejarse de las rimas y métrica, olvidar la metáfora para entrar en la fantástica realidad del relato; debe meterse muy adentro de su sentir para encontrar y liberar a ese niño que lo habita, para que salga a recorrer sus mundos de fantasía; lograr crear esas asombrosas realidades nacidas de sus ansiedades por vivir aventuras que escapan al análisis y se convierten en relatos multifacéticos que solo podrás apreciar de verdad si tú también dejas tus fantasías y aceptas sentir que la vida es solo una aventura misteriosa y fantástica como encierran estos cuentos. Mario Pompeyo Ferrante

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Seitenzahl: 252

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


VALENTÍN ROMANO

El hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol

Romano, Gerardo Valentín El hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol / Gerardo Valentín Romano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6202-9

1. Cuentos. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Un posible prólogo para mi primer librode cuentos

¡Aceptar el Misterio!

“¡El sol por testigo!”

Ir más allá del padre

Una mano

Descorchando la poesía de la vida cotidiana

La lágrima que besa la sonrisa

La laguna perdida

Cruz

Una navidad en el sur del mundo

La vuelta

El genio

El bicentenario

El recóndito deseo

El extraordinario suceso acontecido en un viejo ascensor de Buenos Aires allá por el crudo y corto invierno del año 2010 u otro irrefrenable deseo

La rosa blancaUno, dos y tres descalzos episodios para“... Una lluvia de rosas” o sobre intercesoresy la florcita de Dios

Una historia de vida contra la obediencia debida

Fragmento de una sesión apócrifa

El bebé despedido

Escena de conjunción en fui a almorzarcon mi vieja

Vrykolakas

En un lugar escarpado un chico charlandocon su papá

La chica del Chelo

Sir Charles William Gorosito

¡Dios!

Un cuento cuántico fulbolero

La religión del consumoYa no es más “consummatum est” sino“consumptum est”

La ovejita perdida

“Una de piratas”... En el año santode la misericordia

Al tranco

“¡Urgente, se necesitan poetas de cualquier grupo y factor!”* (Una singular metanoia antropoética)

El hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol

El cuento perdido y la leyenda olvidada

Epopeya

En una sola palabra

El romance de la chica que ve sanguichesvolando y el pibe de las zapatillas de mierda

Un viejo escritor en la arena

Ella en sus manos, solo vestida de párpados

El estrambótico recolector de lo inauditoy otras excentricidades

La exploradora

La puerta equivocada... U otro cuento cuántico

El despacho sombrío

Una playa de otro planeta

Una rosa sencilla

El día del asesino

“Elemental...”

MFX

“¡Usted es la rosa!”

El poeta y la flor y los pájaros

El tren de abajo

Cuento sin cuenta

Señor, me falta humildad, / perseverancia, valor, / pero más que nada amor, / amor, amor de verdad. // Mi Señora de La Lira / sigue siempre acompañándonos, / paso a paso susurrándonos / el canto que nos inspira... / Con la poesía no alcanza, / ¡hace falta más poesía!, / y esa es toda mi utopía, / y esa es toda mi esperanza. // No me vendan ilusiones / ni un ideal de anarquía, / la esperanza es la poesía / que hermana los corazones. // Con amor, paz y ale­gría, / sin temor y con confianza, / la poesía es la esperanza, ¡hace falta más poesía!

(Canto 1.225 VERSOS DESCALZOS)

Un posible prólogo para mi primer librode cuentos

(24 Agosto 2010)

“Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor.

Quiero decir que contará una historia y también la cantará.”

Jorge Luis Borges

A mi edad ya uno puede animarse a escribir un gran libro o reconocer que no le da el cuero, o por decir mejor, la pluma. A lo largo de mi vida he leído bastante, por no decir mucho, sobre todo me interesé en relatos históricos, biografías, religión y mitología, filosofía, sociología, psicoanálisis, psicología social, psicodrama y teatro. Y muchísima poesía, porque si algo soy naturalmente es poeta, y esto más allá de la calidad literaria que se me adjudique. Pero en cuanto a narrativa, no he leído tantas novelas y sí en cambio muchos cuentos.

Ahora bien, desde hace mucho siento que si de cuentos se trata, para mí el maestro es Borges. Y es indudable que en Borges hay poesía por donde se la busque. Hay poesía en sus poesías, y esta aparente tautología, es un imprescindible énfasis para hablar de la poesía en versos de hoy en día, muchas veces tan falto de poesía. Hay poesía en sus cuentos, en sus ensayos, en sus prólogos, en todo lo que escribe y en mucho de lo que dice. Porque Borges fue y es un poeta, como lo afirma contundentemente en su poemario “La Cifra”, al final del poema “El Cómplice”, con estos dos últimos versos: “No importa mi ventura o mi desventura. / Soy el poeta”. Además Borges también dice que el poeta es el encargado de contar cuentos.

Pero mi primer maestro fue otro, sin el cual nunca podría haber llegado a Borges ni al porqué del cuento. Ya de niño escuchaba los relatos que me contaba mi padre, adaptando para mí grandes clásicos de la literatura universal. Así, con su voz tan elocuente y su maravillosa manera de contar yo iba lentamente conciliando el sueño. Jamás me he olvidado de aquello. Intenté varias veces escribir relatos, cuentos cortos y largos, que en algún caso llegaron a convertirse en novela corta o nouvelle. Pero nunca me animé a publicarlos. Tal vez, quizás, estaba esperándome a la vuelta de los años... “el hombre que dejaba una rosa al pie de un árbol”.

¡Aceptar el Misterio!

(2005)

Si fuera posible contar en un instante la historia de una vida, ese momento sería ahora. Sí, ahora, ahora que no puedo escribir o que no me salen las palabras. ¡Ay!, como si las palabras salieran de mí. Las palabras que nos hacen ser lo que somos. Y nos decimos: que “el hombre navega en la palabra”, que “el hombre galopa en la palabra”, que “el hombre acampa en la palabra”. En verdad, las palabras parecen ser una creación nuestra pero nosotros somos una creación de ellas.

Miro oblicuo a la ventana y veo que en esta mañana gris el sol hace fuerza para mostrarse. Por debajo del sol y desde acá arriba en la terraza, un obrero juega a construir este mundo. Los dos a su manera, sol y obrero, quieren cambiar la realidad, o por decir mejor, transformar el paisaje.

“¡El sol por testigo!”

(2005)

Imaginé que un muchacho de la Provincia de Buenos Aires se alista en el Ejército de los Andes. En el país trasandino, tras el Cruce y Chacabuco, conoce a una joven chilena que vive con sus padres. Él es un humilde hombre de la Campaña, de los alrededores de la Ciudad del Plata, que por ese entonces es todavía “La Gran Aldea”. Ella pertenece a la sociedad de Santiago de Chile. Se enamoran. Se encuentran a escondidas y hacen el amor apasionadamente. Pasan los meses. Todo está presto para la batalla de Maipú que decidirá la suerte del continente. San Martín entonces dice al ver la claridad del día y como presagiando la gloria que los espera: “¡El sol por testigo!”. El muchacho carga con la caballería. Y mientras da heroicamente combate, la chica en Santiago está pariendo a la hija de ambos. Él muere en la embestida mientras nace con su hija la libertad.

Podría ser un cuento, una novela y hasta el guión de una película. Una historia de amor en medio de la independencia.

Ir más allá del padre

(2005)

Me recomendaron que lea la “Carta a Romain Rolland (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis)” (1936), de Sigmund Freud. Al finalizarla comencé a rastrear hacia el pasado más lejano como un mitonauta...

“Ir más allá del padre...Ahora que ya no soy un niño pero que sigo siendo joven aún, dejo a un lado mis fantasías y reconozco que nunca podré alcanzar a hacer lo que realizó mi padre. Él participó ya hace mucho tiempo de la aventura más maravillosa, del viaje de todos los viajes. Su hazaña ya es un mito para mi pueblo. Mi padre salió junto a sus compañeros del Puerto de Págasas, cerca de Yolcos, adentrándose por el Río Océano, hasta el Mar lejano: el extremo Ponto. Fue con hombres legendarios. Eran cincuenta, o tal vez más. Acasto hijo de Pelias, Admeto, Ergino, Eufemo, Periclímeno y Tifis el timonel. También: Idas y Linceo el de la vista prodigiosa, Calais y Zetes hijos de Bóreas, Peleo, Tideo, Meleagro, Mopso e Idmón los profetas de la expedición y muchos más. Otros grandes héroes como Teseo y Néstor. Y hasta según cuentan algunos, la cazadora Atalanta. El gran músico y poeta: Orfeo. Y también fueron entre los que lo acompañaron: semidioses tales como Cástor y Pólux y el gran hijo de Zeus: Heracles. Nunca hubo una compañía de navegantes más trascendente. Nunca antes y nunca la habrá. Él, como otros tantos héroes de Grecia, surcó las aguas sufriendo un sin fin de circunstancias que hicieron de su travesía la más grande de todos los tiempos. Jasón, fue su capitán, y el Argo, la nave que construyó el mismo Argos que le dio su nombre, o según otros: Glauco. La nave que los llevó a tierras desconocidas donde rescataron el “Vellocino de oro”. Sí, mi padre fue uno de los “argonautas”. Mi padre, al que jamás podré igualar, ni mucho menos superar. Mi padre y su viaje. Mi padre: Laertes. Yo debo conformarme sólo con ser su hijo: ¡Odiseo!”

[Nota del autor: La lista más completa que encontré de los argonautas es la siguiente: Acasto, Áctor, Admeto, Anceo, Anceo, Anfidamante, Anfión, Areo, Argos, Argos, Ascálafo, Asclepio, Asterio, Asterión, Atalanta, Augías, Autólico, Butes, Calais, Canto, Cástor, Cefeo, Clitio, Corono, Dáscilo, Deileonte, Deucalión, Equión, Ergino, Eribotes, Estáfilo, Etálides, Eufemo, Eumodonte, Euríalo, Euridamente, Euritión, Eurito, Falero, Fano, Filamón, Filoctetes, Fliante, Flogio, Foco, Glauco, Heracles, Hilas, Hipálcimo, Idas, Idmón, Ificlo, Ificlo, Ifis, Ifito, Ifito, Jasón, Laertes, Laoconte, Laódoco, Leito, Linceo, Meleagro, Mopso, Nauplio, Neleo, Néstor, Oileo, Orfeo, Palemonio, Peante, Peleo, Penéleo, Periclímeno, Pirítoo, Pólux, Polifemo, Príaso, Tálao, Telamón, Teseo, Tideo, Tifis, Yálmeno, Yolao y Zetes.]

Una mano

(2005)

Por esos días de tanta angustia me vino el deseo de ir a misa vespertina casi todos los días y tomar la comunión. En el fondo del templo cercano a mi casa, en frente de la imagen de la Virgencita de Luján que está al costado del altar, me situé yo. Pero había alguien que ocupaba mi rincón. El primer día apenas lo noté, pero ya a la segunda vez comencé a prestarle más atención. Es que yo soy lento por naturaleza y necesito rumiar las cosas para digerirlas. Era una señora mayor, una viejita, de apariencia humilde y que dejaba a un costado de su persona lo que podría ser la recolección del día. ¿Pero la recolección de qué?, no lo sé, porque no presté atención ni curioseé sus cosas. El caso es que cuando nos dimos el saludo de la paz, al promediar la ceremonia, sentí su mano en la mía como si... Me pareció que volvía a mi juventud, a una huella mnémica que dejó en mí el registro de otra mano. Yo contaba con poco más de veinte años y viajaba al Noroeste argentino en busca de artesanías tradicionales para vender en un local comercial que estábamos por inaugurar con mi familia en Buenos Aires. Llegamos a los Valles Calchaquíes los tres. Uno de los que me acompañaban fue compañero de colegio y el otro, que nos hacía de guía, había sido monje benedictino y ahora estaba enrolado en el movimiento de Lanza del Vasto. Y en un lugarcito entre tanta belleza dimos con una señora que hacía, a telar manual e hilado a mano, el poncho punzó con la guarda negra en homenaje a Güemes. Mientras charlábamos con la artesana apareció de a caballo su marido, típico gaucho salteño, con guardamontes y todo. El hombre me dio su mano curtida de trabajar el cuero y yo sentí en mi palma y en las yemas de mis dedos que estaba tocando un mapa de la tierra, su pasado sufrido y glorioso, su presente casi siempre incierto y su mañana esperanzado. Esa misma sensación, que no olvidaré jamás, experimenté con esta señora, con esta viejita, durante la misa, más de treinta años después de aquel apretón de manos con el gaucho salteño. Esa mano, esa bendita mano, era otra vez la mano de mi pueblo.

Descorchando la poesía de la vida cotidiana

(2005)

Me contó mi mujer que el carnicero le dijo: “Me acosa el éxito”. Y siguió: “Gano tanta guita que ya no la cuento, la peso”.

Encontré una pintada en el cuarto de mi hijo menor que va a ingresar al CBC para la carrera de Física y sueña con ser astrónomo. Es lo que él me decía cuando era muy chiquito: “Voy a poner un supermercado en Júpiter”.

La gente siempre me pide la hora, aún cuando ando sin reloj. (Siento que debo tener cara de tiempo). También me preguntan sobre tal o cual calle y casi nunca es por mi barrio, o sea que no puedo ubicarlos. (En esos casos me parece que llevo cara de espacio). Pero el otro día, volviendo a mi casa, un hombre mayor me preguntó: “Disculpe caballero, ¿me podría decir si hoy es lunes o martes?” (Parece que al fin lo entiendo: porto cara de respuesta). Y sin embargo: soy una pregunta, o por decir mejor: la afirmación de la duda, es decir: poeta! Algo que podría graficarse así: “¡?...¿!” Como me dijo un amigo: el símbolo del enigma...

¿Y cómo era que me llamaba?

Dijo una compañera poeta de otro poetaparcero: “es un mendigo de amor”.

La lágrima que besa la sonrisa

(2007)

“1976...

Mientras ascendía la montaña del Purgatorio lo único que saciaba mi desesperada sed de Dios era la maravillosa presencia de la Cruz del Sur que desde el cielo me acompañaba. Y no era una oscura cruz doliente sino una cruz iluminada de estrellas, como si se metamorfoseara el símbolo de la tortura y la muerte en el de la resurrección y la vida.

Nadie por el camino, solo piedras y más piedras. Mis pies sufrían el embate de esa perversa sinuosidad estéril que revestía el paisaje. Acaso era la penitencia merecida para poder llegar a la gloria. Y cuando la noche se hacía más cerrada un feroz viento azotó el espacio y nubes negras taparon las estrellas. Estaba tan solo que la cuesta me parecía el infierno. Pero algo me decía que esto no era para siempre, puede que fuera por haber leído el sueño del Dante y creer en el poema.

Entonces me encontré con otro hombre. Estaba caído, yacía recostado entre las rocas. Aparentaba ser de mi misma edad. Pensé por un instante que este ser humano había tirado la toalla y no quería continuar más por el empinado sendero. Sus ojos estaban cerrados. Le tomé el pulso y latía...

Pasamos el resto de la noche, yo dormitando como pude y él al parecer inconsciente. Al clarear decidí seguir camino. Advertí que había perdido la oportunidad de aprovechar la noche para andar sin el rayo del sol, del sol que no veía porque allí nunca se ve el sol pero se siente su calor que quema hasta los huesos. En esta montaña nunca hace frío, es como un desierto de altura. Pero para continuar debía despertar a mi compañero.

Entonces, como recién había salido de un corto sueño pleno de angustia, recordé... la militancia, la clandestinidad, las persecuciones, la detención, la tortura y al fin mi desaparición. ¿Por qué carajo estaba padeciendo esta situación de adversidad? ¿Acaso el Dios en quien creía era tan cruel, que aparte de haber permitido que por ser un idealista me privaran de la libertad, me torturaran y asesinaran, ahora me dejaba en este abandono lejos del cielo? Me decía a mí mismo repitiéndome en voz baja como un loco que los tiempos del Purgatorio son diferentes, y que un solo día parece toda una eternidad. Pero esto tampoco me animaba. Yo que en el mundo fui siempre tan culposo no hallaba una sola razón para justificar este sufrimiento. ¿La violencia?, pero si ni siquiera herí a un enemigo. Además decidí no tomar la pastilla de cianuro que podía salvarme de la tortura. Y ni sé lo que dije cuando me torturaban, pero traté de nombrar a cumpas caídos. En fin, tal vez había algo que no tenía en cuenta, el dolor que ocasioné a mis viejos con mi historia de lucha por un ideal, y mi muerte. Sin embargo ¿qué Dios podría reprocharme, estuviese yo equivocado o no, que había dejado todo, mi casa, mis amigos, mis costumbres, mi trabajo, mis estudios, mis comodidades, para pasar a la clandestinidad? ¿Qué Dios podría cuestionar mi amor por la patria y por el pueblo, y en fin, por la humanidad, es decir, por el prójimo? Equivocado o no, ¡me había jugado como Dios manda!...

El hombre a mi lado despertó y abriendo los ojos intentó hablar pero no le salía palabra alguna. Su rostro parecía palidecer al verme, tal como si hubiese visto un fantasma. ¿Sería otro compañero que yo no recordaba? Quizás lo habían torturado también en la ESMA y yo no lo había visto, pero él sí me reconocía. No podía entender qué decían sus ojos y qué expresaba su mudez, como tampoco podía comprender por qué estábamos en esa montaña de sufrimientos tras haber sido torturados hasta la muerte.

Por un momento algo me resultó conocido en ese hombre silencioso y aterrado. Pensé porqué yo no tenía miedo y en cambio él sentía terror, pánico. Sí, algo, puede que un gesto, me llevó poco a poco reconocerlo. No era un compañero. Fue mi verdugo.

Con una mezcla de furia y tristeza, apenas contenida, una lágrima se desprendió de mis ojos y al llegar a mis labios la besé con la mejor de mis sonrisas. Lo levanté y apoyé uno de sus brazos sobre mi hombro. Él seguía mirándome perplejo. Con esfuerzo continué subiendo la montaña, pero ahora, en ese día sin sol y de calor incendiario, y aún sin la Cruz del Sur, ya no estaba solo, llevaba conmigo mi tabla de salvación. Mi enemigo me justificaba, era el único prójimo que había encontrado allí. Él seguía torturando. ¡Pucha!, Dios es más que misterioso. Para ese pobre diablo el Purgatorio era el infierno, y yo ya sabía que para mí había comenzado la gloria”.

La laguna perdida

(Julio 2008)

Apasionado, apasionado, apasionado... El “Zaino” llegó a un pueblito perdido en medio de la llanura, tras galopar un día entero. Desmontó del caballo, le quitó el apero y demás prendas, lo acarició sacándole con la palma de su curtida mano gaucha el sudor de la distancia recorrida y le dijo en voz baja, muy bajita, algunas palabras que sólo él y su caballo conocían, como en un lenguaje de centauro. El “Zaino”, de unos veinte años, pelo largo enrulado y castaño y una piel aindiada que le daba ese extraño color por el cual lo llamaban con ese apodo que nombra a uno de los pelajes del animal, se sacudió un poco el polvo del camino, se pasó una mano por el cabello y se dispuso a entrar al boliche de mala muerte que ahí había encontrado. Sus ojos negros, profundos, que parecían llegar hasta el fondo de todas las cosas ensayaron una mirada panorámica e inquisidora cuando entró al boliche. Eligió al toque una mesita de esas en que a duras penas entran cuatro y apretados, dispuesta en un lejano rincón de la sala. Bajó la cabeza como quien se piensa y levantó una mano llamando para que le sirvan. A su alrededor había apenas algunos parroquianos jugando al truco y tomando tragos de “giniebra”. Pareció que los paisanos allí presentes ni habían notado su presencia.

Entonces apareció ella... una mocita algo más joven que él, de piel cobriza y ojos claros, más verdes que el mar y que la pampa, de esas extraordinarias combinaciones que surgen entre los criollos. Una sola trenza le colgaba hasta el final de su espalda. Iba vestida con una bata sencilla y en alpargatas. Llevaba el rostro cansado y una actitud anodina, como de alguien que, pese a espantarle la monotonía, se refugia en la siniestra comodidad de la rutina. El “Zaino”, aún con la cabeza gacha, escuchó la vocecita quebrada y como afónica de la chica.

—¿Y qué se va a servir?

Él entonces levantó los ojos y, como si fueran un facón, lanzó su mirada a aquella personita, la de la voz sensual y arrastrada... Y los dos se vieron y se miraron como si se hubiesen estado esperando por años para salir del extravío de sus cuerpos.

—¡Buenas!, tráigame un guiso o algo caliente por el estilo y un vaso de vino. No, mejor una jarra de tinto.

La chica lo escuchó también mientras recorría con su mirada los labios secos, ajados del muchacho que venía de cruzar el llano. Miraba su boca y sobre todo al pronunciar la palabra “vino” como si el “Zaino” quisiera decir “¡te deseo!”.

—¿Algo más? – Le preguntó la chinita mordiéndose el labio inferior.

—Sí... – El “Zaino” le contestó relamiéndose los labios. – Tráigame antes que nada el vino, que me muero de “sé”.

Ambos agregaron una tímida sonrisa a la escena. Ella se fue con el pedido y un infinito de imágenes calientes sobre el muchacho. Él se quedó esperando el vino pero aún más las manos que se lo servirían, cuya dueña en un santiamén se había apoderado de su espíritu rebelde y de su cuerpo errante. Sintió que de sólo recordar la vocecita de esa “prienda”, su miembro, cansado como él de tanto galopar aquel día, aún así se le estaba sublevando.

Sin embargo fue otro quien volvió para servirle el vino y el pan y luego la comida. Otro en lugar de la chica. Uno grandote y de unos cuarenta años. Con cara de pocos amigos. El muchacho no dijo nada y bebió y comió con muchísima sed y hambre. Un payador que tomó la guitarra en otro rincón del boliche entonó unos versos a la manera gaucha, en unas décimas y con el ritmo de una cifra... Cuando el cantor terminó su canción, el “Zaino” pagó su consumición y para su sorpresa la chinita le trajo el vuelto. Él la miró nuevamente como si la desvistiera con los ojos... no, como si la incendiara con sus ojos de fuego y le quemara las prendas que llevaba puestas, ya que el cuerpo de la chica estaba pelando. Entonces la chinita le preguntó.

—¿Satisfecho?

—¿Y!... – Y le retrucó tuteándola – Quedate con el vuelto.

Se escuchó un grito desde la cocina llamando a la chica y esta tomó el vuelto y dejó un papelito en la mesa del “Zaino” mientras lo miraba de tal manera que parecía decirle “leélo sin descubrirme”.

El muchacho se llevó el papelito disimuladamente en un puño, y al salir del boliche con la luz de la luna leyó lo que decía, escrito en lápiz y con letra como de chicos: “la laguna”.

Pensativo volvió a buscar su caballo y le preguntó a un borracho de esos que suelen parar siempre a la puerta de los boliches esperando que el bolichero les de un trago como de lástima:

—¡Oiga!, ¿la laguna?

—¡Ahahah, la laguna ahijuna!... ¡Hip!... Mire usté, yo sabía ande estaba la laguna. Pero me falta un tanto de vinito pa’l recuerdo. Sabe, ya no me viene la memoria como en antes. ¡Hip!, necesito darle al cerebro unos vasito’ ‘e tinto.

El muchacho, ya montado en su moro, sacó unas monedas y se las arrojó al borracho.

—¡Ah!, ¡me acordé!... Siga nomás pa’l sur y cuando vea que aparecen los surquitos de la cañada es que se estará acercando a la laguna. Si usté es gaucho, que ansí parece, dejesé llevar por el olfato. Y ande sienta ese perfumito a agua es que está llegando a la laguna.

Y el “Zaino” tomó las riendas de su caballo y dio vuelta para el sur en busca de la laguna mientras que el borracho le seguía diciendo ya a la distancia:

—¡Ojo con la laguna! Es noche de luna llena y andan las alma’ en pena. – Y gritándole. – ¡Guarda mozo!, que allá se cumple la leyenda de la sirena y el cuchillo... ¡Hip!

Ya casi sin escucharlo el “Zaino” galopaba a la laguna. No había estrellas, o por decir mejor, apenas se divisaban por la luz de la luna. La luz de la luna iluminaba todo el paisaje como en un sueño y el muchacho se iba poblando de imágenes, todas de ella. Al fin de un corto trecho fue viendo los surcos y olfateando el agua llegó a la laguna. Era una lagunita entre juncos y algún sauce llorón a su vera. Desmontó y se dispuso a esperarla. Pasaron los minutos y el “Zaino”, tan cansado de tanto trajinar el día se recostó sobre los pastos y quedó dormitando. Pero hasta en sueños la veía a ella. Habría pasado tal vez un buen rato cuando, aún medio dormido, su atento oído ejercitado por vivir a la intemperie escuchó el ruidito musical del agua. Y ahí se despertó de un salto, pelando el facón que llevaba a sus espaldas, como lo saben hacer los gauchos sacándolo con el filo para arriba. Entonces asombrado vio que quien emergía del agua haciendo el sonidito que había escuchado era nada más ni nada menos que la chinita de sus sueños, la del boliche, la que le había dado el papelito escrito con el nombre de ese paraje, la laguna. La chica salía del agua y comenzaba a andar tan desnuda como la luna que la dejaba ver como si fuera en blanco y negro. La muchachita venía hacia él con los cabellos sueltos y empapados y desagotando su cuerpo a cada paso del agua de la laguna. Su cuerpo desvestido hasta la descalcés. Y sin esperar que llegara hasta él, el “Zaino” se metió en el agua y la apretó en un abrazo y un beso de esos que parecen haber esperado toda la vida. Ella entonces le fue sacando por arriba la camisa y luego le clavó las uñas en la ancha espalda entre el agua que los salpicaba y la noche ciclópea que los miraba sin pestañar. Se siguieron amasijando como en un entrevero de suaves caricias y apretones desesperados... Él la levantó en sus brazos, ella no le pesaba nada. Y la llevó hasta los pastos más mullidos dónde se revolcaron hasta que después de un caldeamiento de besos y tactos, de olerse mutuamente y relamerse hasta pasar por todas sus geografías, el “Zaino” ya desvestido la penetró y pareció que los dos daban un aullido salvaje, tan potente que hasta el caballo del muchacho ensayó conmovido un relincho. Quedaron así acostados y desnudos a la luz tenue de la luna que transcurría velada por alguna nubecita pasajera y en la costa que besaban las aguas suaves de la laguna como queriendo también acariciar los bellos cuerpos del gaucho doncel y la doncella de las pampas.

—¡Hija de puta! ¡Y la reputísima madre que te parió! – Sonó el grito del bolichero, el cuarentón que había parecido ser el padre de la criatura pero que en realidad era su marido. Su marido furioso y sin resignarse a pasar graciosamente por cornudo. – ¡Te via hacer mierda, canejo! ¡A vos, mala hembra, puta! ¡Y al guacho este!

El hombre cuchillo en mano desafiaba al “Zaino” y el muchacho, ni lerdo ni perezoso pese a la situación y a su doble cansancio, se lanzó a un costado donde habían quedado en un túmulo sus pilchas y aún en pelotas con el facón en la derecha y el poncho enredado en la izquierda se puso en guardia.

Entonces se le vino encima el bolichero y casi lo ensarta al “Zaino” que apenas pudo esquivarle el cuchillazo. Pero igual lo cortó por un costado del pecho. El muchacho se pasó el dedo por su propia sangre y llevándola a sus labios se la relamió. Miró de reojo a la chica que espantada seguía aquel duelo criollo de quien ella era el motivo. Se trenzaron los dos, cuchillada va y cuchillada viene, hasta que el muchacho ya muy cansado casi pierde la vida al trastabillar. La chica pegó un grito desolador en medio de la noche que hizo eco en la laguna. Y como por milagro el poncho lo salvó al “Zaino” de pasar al más allá. Siguió la lucha sin cuartel y los hombres cada vez más rabiosos, igual que dos gallos de riña se jugaban la suerte hasta la muerte. Por un momento pareció que la juventud del “Zaino” tomaba la delantera y de un faconazo le cortó la cara al bolichero. El muchacho extenuado bajó la guardia y se dio vuelta para mirar a la chinita y esta gritó como nunca, como si fuera ella la que daba el último suspiro. Es que vio que el hombre, aprovechando el descuido del muchacho, se le iba encima sin darle ni aviso ni importarle nada el corte de su cara. La pelea no era por puntos. Uno debía quedar para siempre tendido entre el pasto y la tierra frente a la laguna.

Cuando el “Zaino” recibió la puñalada del estribo ya había soportado un par de cuchilladas en el estómago. Tomándose la panza giró nuevamente para mirarla por última vez... a ella. Ella que era la causa de su desgracia. Ella que ya parecía ser un sueño de la laguna. Un sueño de sirenas. Un sueño de luna teñido de sangre. Cayó con el poncho ensangrentado y respirando como quien se ahoga, no pronunció palabra alguna. Apenas pudo echarle una última mirada al cielo de la pampa y le pareció que en él veía los ojos claros de ella. Y así murió el “Zaino”.

El bolichero quiso entonces agarrar a la chica, su mujer... pero estaba herido y cansado y las fuerzas ya no le respondían. Ella se lanzó a correr hacia el fondo de la laguna y así entre lágrimas por el muchacho y desnuda desapareció entre las aguas.

... Dicen que el borracho del pueblo sigue advirtiendo a los forasteros, sobre todo a los jóvenes y enamoradizos, que vayan con cuidado de hacer citas en aquella laguna, sobre todo las noches de luna llena, cuando se cumple la leyenda, como si allí se escuchara un canto de sirenas y los hombres encantados terminaran tendidos bajo la luz de la luna y en medio de un charco de sangre.