El hotel blanco - D.M. Thomas - E-Book

El hotel blanco E-Book

D.M. Thomas

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Beschreibung

Un sueño marcado por el erotismo y la violencia sirve como presentación de una joven cantante de ópera que sufre unos dolores psicosomáticos, por lo que inicia una terapia. A partir de uno de los primeros casos de Sigmund Freud, recreado con talento y perspicacia, germina un intenso relato que oscila entre la atmósfera onírica, el caso clínico y las visiones de una historia del siglo XX que iba a marcar el devenir de la humanidad. D. M. Thomas crea una novela de magnetismo creciente, en la que examina un caso particular y lo amplifica hasta llegar a registrar ecos de los acontecimientos más oscuros de la historia reciente.

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Seitenzahl: 412

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Título original: The White Hotel

© D. M. Thomas, 1981.

© de la traducción: Jaime Zulaika, 2012.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO769

ISBN: 9788490563618

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Cita

Nota del autor

Prólogo

1. Don Giovanni

2. El diario de Gastein

3. Frau Anna G.

4. El balneario

5. El coche cama

6. El campamento

D. M. Thomas

Notas

Hemos nutrido el corazón de fantasías,

y un sustento así le ha deparado un brutal crecimiento,

nuestras enemistades le procuran

más sustancia que nuestros amores...

W. B. YEATS,

Meditaciones en tiempo de guerra civil

La cita de las líneas de W. B. Yeats en la portadilla anterior ha sido autorizada por M. B. Yeats, Macmillan Londres, y Macmillan Inc., Nueva York. Asimismo expreso mi gratitud por el uso en el capítulo V de datos tomados de la obra de Anatoli Kuznetsov Babi Yar (Nueva York, Farrar, Straus & Giroux; Londres, Jonathan Cape, 1970), en especial el testimonio de Dina Pronicheva.

El capítulo 1, Don Giovanni, se publicó como un poema independiente en la revista New Worlds (1979).

D. M. T.

NOTA DEL AUTOR

No se puede viajar muy lejos por el paisaje de la histeria —«terreno» de esta novela— sin tropezar con la majestuosa figura de Sigmund Freud. De hecho, Freud se convierte en una de las dramatis personae, como descubridor del magno y hermoso mito moderno del psicoanálisis. Por mito entiendo la poética y dramática expresión de una verdad oculta; y al hacer hincapié en este punto, no pretendo poner en tela de juicio la validez científica del psicoanálisis.

El papel que desempeña Freud en este relato pertenece por completo a la ficción. El Freud que he imaginado, sin embargo, se adapta a los hechos generalmente conocidos de la vida del Freud real, y en ocasiones he incluido, passim, citas de sus obras y cartas. Las cartas del prólogo y todos los pasajes relacionados con el psicoanálisis (incluso el capítulo 3, que adopta la forma literaria de un historial clínico freudiano) no se basan en hechos reales. Los lectores no familiarizados con los auténticos historiales clínicos —que son obras maestras literarias, aparte de todo lo demás— pueden consultar los volúmenes 3, 8 y 9 de la Pelican Freud Library (Penguin Books, 1974 - 1979).

D. M. THOMAS

PRÓLOGO

Standish Hotel,

Worcester, Massachusetts, EE.UU.

8 de septiembre de 1909

Queridísima Gisela:

¡Te envío un cariñoso abrazo de oso desde el nuevo mundo! Con el viaje, la hospitalidad, las conferencias, los honores (sobre todo a Freud, naturalmente, y, en menor grado, a Jung), apenas he tenido tiempo de sonarme la nariz, y mi cabeza es un torbellino. Pero ya está más que claro que América está ansiosa de recibir nuestro movimiento. Brill y Hall son tipos estupendos, y todo el mundo en la Clar University nos ha abrumado con su amabilidad y atenciones. Freud me maravilló hasta a mí con su genial destreza, pronunciando cinco conferencias sin ninguna nota; había compuesto sus disertaciones de antemano, durante un paseo de media hora conmigo. Apenas necesito agregar que causó una profunda impresión. Jung dio también dos excelentes conferencias sobre su trabajo, ¡sin mencionar ni una sola vez el nombre de Freud! Aunque en conjunto los tres nos hemos llevado espléndidamente, en circunstancias más bien penosas (¡incluidos, puedo decir, ataques de diarrea en Nueva York...!), ha habido una pequeña tensión entre Jung y Freud. Te cuento algo más al respecto dentro de un momento.

Pero querrás saber cómo fue el viaje. Fue agradable, ¡pero no vimos casi nada! Una densa neblina de mediados de verano descendió casi en el acto. En realidad no dejaba de ser impresionante. Jung, en especial, se sintió atenazado por la concepción de este «monstruo prehistórico» que avanza hacia su objetivo revolcándose en la oscuridad de la luz diurna, y pensó que nos estábamos deslizando hacia el pasado primitivo. Freud le pinchó por ser cristiano y, en consecuencia, místico (¡destino del que cree que los judíos han escapado!), pero confesó sentir cierta simpatía por la idea mientras miraba por la falsa ventana del camarote y escuchaba lo que denominó «el grito de apareamiento de las sirenas de niebla». Emergiendo de aquella oscuridad, Nueva York era aún más imponente e increíble. Brill nos recibió y nos enseñó muchas cosas bonitas, pero ninguna más agradable que las imágenes en movimiento, ¡una «película»! A pesar de mi estómago revuelto me pareció enormemente divertido; sobre todo se veían policías cómicos persiguiendo por las calles a maleantes más chistosos todavía. No había mucha trama, pero la gente se movía realmente de un modo convincente y muy natural. ¡Creo que a Freud no le impresionó gran cosa!

Sí, tengo que contarte el suceso bastante extraordinario que nos aconteció en Bremen la víspera de nuestra partida. Estábamos francamente agradecidos por habernos encontrado felizmente en el lugar de la cita, y naturalmente excitados por la aventura que nos aguardaba. Freud fue invitado a un lunch en un hotel muy lujoso, y persuadimos a Jung de que abandonase su habitual abstención y tomase con nosotros un poco de vino. Al no estar, probablemente, acostumbrado a beber, se puso extraordinariamente parlanchín y alegre. Desvió la conversación hacia unos «cadáveres de turbera» que al parecer habían sido descubiertos en el norte de Alemania. Se presume que son cuerpos de hombres prehistóricos, momificados por efecto del ácido húmico en el agua de ciénaga. Parece ser que los hombres se habían ahogado en los pantanos o habían sido enterrados allí. Y bien, era medianamente interesante; o lo habría sido si Jung no hubiera hablado y hablado sobre ello. Finalmente Freud saltó varias veces: «¿Por qué te preocupan tanto esos cadáveres?». Jung siguió exaltándose por la fascinación que le causaba la historia, y Freud cayó de su silla, presa de un desmayo.

El pobre Jung se quedó muy trastornado por este giro de los acontecimientos —lo mismo que yo—, y no lograba entender qué había hecho de malo. Cuando volvió en sí, Freud le acusó de querer desplazarle. Jung, por supuesto, lo negó con la mayor vehemencia. Y, a decir verdad, es un compañero amable y animado, mucho más agradable de lo que sugieren sus gafas con montura de oro y su pelo cortado al cepillo.

En el barco hubo otro breve altercado. Para entretenemos (¡en la niebla!) empezamos a interpretar los sueños de los otros dos. A Jung le interesó enormemente uno de Freud, en el que su cuñada (Minna) tenía que cargar fardos de maíz en tiempo de cosecha, como una campesina, mientras su hermana (la esposa de Freud) la contemplaba ociosa. Con muy poco tacto, Jung insistió en presionarle para que proporcionara más información. Hizo constar claramente que, en su opinión, el sueño tenía algo que ver con el afecto que Freud siente por la hermana pequeña de su mujer. Me asombró que conociera tan bien la vida privada de Freud. Naturalmente, este se sentía muy molesto y se negó a «arriesgar su autoridad», como expresó él mismo, revelando algo más personal. Jung me dijo más tarde que en aquel momento Freud había perdido su autoridad, por lo menos ante él. Sin embargo, creo que conseguí suavizar las cosas y ahora mantienen de nuevo buenas relaciones. ¡Pero por un rato me sentí como un árbitro en un combate de lucha! Todo muy difícil. No cuentes nada de esto.

Mi propio sueño (el único que pude recordar) era sobre una trivial decepción de la infancia. Freud, por supuesto, no tuvo el menor problema para averiguar que se refería a ti, querida. Vio exactamente la cosa: que yo temo que tu decisión de no divorciarte de tu marido hasta que tus hijas estén casadas sea un engaño a ti misma, y que no quieres consumar nuestra larga relación mediante un lazo tan profundo como el matrimonio. Bueno, ya conoces mis preocupaciones, y has hecho todo lo posible por ahuyentarlas; pero no pude evitar soñar con ellas, ya ves, ahora que estamos separados (y probablemente afectado por la deprimente niebla marina). Freud fue una gran ayuda, como siempre. Dile a Elma que le conmovieron sus buenos deseos, y dice que le emocionó profundamente que a ella le pareciese tan provechoso el análisis que le hizo. También te envía a ti recuerdos, y dijo con buen humor que si la madre iguala a la hija en encanto e inteligencia (¡yo le aseguré que sí!), soy un hombre envidiable... ¡Ya lo sé! Abraza y besa afectuosamente a Elma de mi parte, saluda también a tu marido.

La semana que viene vamos a visitar las cataratas del Niágara, acontecimiento que Freud considera el más importante de todo el viaje; y zarparemos a bordo del Kaiser Wil­ helm dentro de menos de dos semanas a partir de ahora. Así que llegaré a mi casa de Budapest casi antes de que recibas esta carta; y no acierto a expresarte cómo anhelo tu abrazo de bienvenida. Mientras tanto te beso (¡cielos!, ¡mucho peor!, ¡mucho mejor!) en mis sueños.

Siempre tuyo,

SANDOR FERENCZI

19 Berggase,

Viena

9 de febrero de 1920

Querido Ferenczi:

Gracias por tu carta de condolencia. No sé qué más puedo decir. Durante años he estado preparado para la pérdida de mis hijos; ahora sobreviene la de mi hija. Puesto que soy profundamente irreligioso no hay nadie a quien pueda acusar, y sé que no puedo dirigir mi queja a ningún sitio. «El invariable círculo de los deberes de un soldado» y «el dulce hábito de existir» harán que las cosas sigan como antes. Ciega necesidad, muda resignación. Muy profundamente puedo detectar el sentimiento de una honda herida narcisista que no va a cicatrizar. Mi mujer y Annerl están terriblemente afectadas, pero de un modo más humano.

No te preocupes por mí. Soy exactamente el mismo aunque un poco más cansado. La séance continue. Hoy he pasado más tiempo del que puedo permitirme en el Hospital General de Viena, formando parte de la comisión que investiga las alegaciones de malos tratos a los neuróticos de guerra. Me asombra más que nunca que alguien pueda pensar que la administración de corriente eléctrica a enfermos supuestamente fingidos los convertirá en héroes. Inevitablemente, al volver al campo de batalla, perdieron el temor a la corriente al encarar una amenaza inmediata: por tanto, fueron sometidos a shocks eléctricos aún más rigurosos; y así sucesivamente, sin ningún sentido. Estoy dispuesto a conceder el beneficio de la duda a Wagner-Jauregg, pero no me gustaría responder por otros miembros de su equipo. Nunca se ha desmentido que en los hospitales alemanes hubo casos de muertes durante el tratamiento y de suicidios como consecuencia del mismo. Es demasiado pronto para decir si las clínicas vienesas secundaron la inclinación típicamente alemana de conseguir sus objetivos despiadadamente. Tendré que presentar un memorándum a finales de este mes.

Me he visto asimismo impulsado a reanudar mi ensayo Más allá del principio de placer, que había dejado en suspenso, con la fortalecida convicción de que estoy en lo correcto al postular que el instinto de muerte es tan poderoso a su manera (aunque más oculto) como la libido. Una de mis pacientes, una mujer joven que padece una grave histeria, acaba de «dar a luz» unos escritos que parecen sustentar mi teoría: un grado extremo de fantasía libidinosa combinado con un grado extremo de morbosidad. Es como si Venus se mirase en el espejo y viese la cara de 1 Puede ser que hayamos estudiado los impulsos sexuales de una manera demasiado exclusiva y que nos hallemos en la situación del marino que al contemplar con tanta fijeza la luz del faro se estrella contra las rocas en la densa oscuridad.

Tal vez en septiembre presente en el congreso un artículo sobre ciertos aspectos de este tema. Estoy seguro de que la reunión nos animará a todos, después de estos años terribles y desalentadores. He oído que Abraham se propone leer un artículo sobre el complejo de castración femenino. Tus sugerencias sobre el desarrollo de una terapia activa en el psicoanálisis me parecen admirables como tema de discusión. Aún es preciso convencerme de que «se puede obtener mucho más de los pacientes si se les proporciona parte del amor que han anhelado de niños», pero escucharé tus argumentos con gran interés.

Mi mujer y yo te agradecemos tus amables atenciones.

Cordialmente,

FREUD

19 Berggasse,

Viena

4 de marzo de 1920

Querido Sachs:

Aunque sus colegas le echarán mucho de menos en Suiza, creo que tiene toda la razón en ir a Berlín. Berlín se convertirá en el centro de nuestro movimiento dentro de unos años, no me cabe duda. Su inteligencia, firme optimismo, afabilidad y amplia cultura hacen de usted la persona ideal para emprender la tarea de instruir a los futuros analistas, a pesar de que le preocupe su falta de experiencia clínica. Tengo la mayor confianza en usted.

Me tomo la libertad de enviarle, como «regalo de despedida» —si bien confío en que su ausencia no será larga— un «diario» en cierto modo extraordinario que una de mis pacientes, una mujer joven, de carácter sumamente respetable, ha «dado a luz» tras la cura de aguas en Gastein. Salió de Viena delgada y volvió rellenita; e inmediatamente me entregó sus escritos. ¡Una auténtica seudociesis!1 Pasaba las vacaciones en compañía de su tía; apenas necesito declarar que jamás ha conocido a ninguno de mis hijos, aunque es posible que yo le haya comentado que Martin fue prisionero de guerra. No le aburriré con los detalles del caso; pero si algo llama la atención del artista que hay en usted, le agradeceré sus observaciones. La joven ha visto interrumpida una prometedora carrera musical y de hecho escribió los «versos» que figuran entre los pentagramas de una partitura de Don Giovanni... Se trata, por supuesto, de una copia del manuscrito entero (el resto se hallaba originalmente en un cuaderno de ejercicios infantil), que ella ha hecho para mí con toda complacencia. La copia es, podríamos decir, la placenta, y no es preciso que me la devuelva.

Si es capaz de pasar por alto las expresiones groseras que la enfermedad ha arrancado de esta muchacha normalmente tímida y pudorosa, es posible que encuentre gozosos pasajes. Hablo como persona que conoce su temperamento rabelesiano. No se inquiete, amigo mío; ¡eso no me escandaliza! Echaré de menos sus chistes de judíos; ya sabe usted que aquí en Viena son todos terriblemente serios.

Confío en verle en La Haya en septiembre, si no antes. Abraham ha prometido un artículo sobre el complejo de castración femenino. Sin duda esgrimirá un cuchillo muy poco afilado. Es, no obstante, un hombre muy reflexivo y decente. Ferenczi tratará de justificar su reciente entusiasmo por besar a sus pacientes.

Nuestra casa sigue pareciendo vacía sin la presencia de nuestra «niña dominical», aun cuando la hemos visto poco desde que contrajo matrimonio. Pero ya basta.

Un cordial saludo. Atentamente,

FREUD

Desde el Policlínico de Berlín

14 de marzo de 1920

Querido y estimado profesor:

Perdone la postal: la juzgué apropiada a la luz del «hotel blanco» de su joven paciente, ¡por cuyo obsequio le ruego acepte mi agradecimiento! Hizo que el viaje en tren (¡de nuevo lo más idóneo!) me resultase rápido e interesante. Mis ideas sobre el diario son, me temo, elementales; las fantasías de esa mujer me impresionan como el Paraíso antes de la Caída; no se trata de que el amor y la muerte no cupiesen allí, sino de que no existía tiempo para que pudiesen tener un sentido. La nueva clínica es espléndida; no rezuma (qué lástima) leche y miel como el «hotel blanco», pero es notablemente más duradera, ¡espero! Le enviaré una carta cuando haya ordenado mis cosas.

Cordialmente suyo,

SACHS

19 Berggasse,

Viena

18 de mayo de 1931

Al secretario

del Comité del centenario de Goethe

Ayuntamiento de Fráncfort

Querido señor Kuhn:

Lamento haber tardado tanto en responder a su amable carta. No obstante, no he permanecido inactivo en ese plazo, cuando mi estado de salud lo ha permitido, y el artículo está terminado. Mi antigua paciente no tiene inconveniente en que usted publique sus escritos junto con mi texto, de modo que los mando adjuntos. Espero que no le alarmen las expresiones obscenas diseminadas entre sus pobres versos, ni el en cierto modo menos ofensivo, pero asimismo pornográfico, material que ha empleado en la exposición de su fantasía. Debe tenerse en cuenta que (a) su autora padecía una grave histeria sexual, y (b) que su poema pertenece al dominio de la ciencia, donde el principio de nihil humanum es universalmente aceptado y aplicado; y no en menor grado por el poeta que advierte a sus lectores de que no teman ni rehúyan «lo que, desconocido o desdeñado por los hombres, camina en la noche por el laberinto del corazón».

Muy sinceramente suyo,

SIGMUND FREUD

1

DON GIOVANNI

1

Soñé con árboles caídos en una furiosa tormenta,

yo estaba entre ellos cuando una playa desierta

vino a mi encuentro y corrí, muerta de miedo,

había una trampilla pero no pude alzarla,

yo había iniciado con su hijo un idilio

en un tren que cruzaba en algún sitio

un túnel oscuro, bajo mi vestido su mano

tanteaba entre mis muslos y perdí el aliento,

me llevó a un hotel blanco junto al lago,

un paraje elevado, el lago era esmeralda,

no pude frenarme, abrasada en llamas

tras el primer ensanchamiento de mis muslos,

no hubo pudor capaz de ordenarme que bajara

el vestido y apartara su mano, los dos, luego

tres dedos que me clavó dentro pese al revisor

que frotó el cristal, paró un momento, miró atento

y se fue a recorrer el largo tren, sus dedos en mi piano

teclearon y en mis ojos creció un voraz deseo,

hasta que subimos las anchas escaleras,

casi en vilo yo, llegamos al vestíbulo

donde dormía el portero, y entonces cogió

las llaves y subió arriba, arriba, mi vestido

encima de mis caderas sin parar a desvestirme,

jugos bañaban mis muslos, azul era el cielo

pero al atardecer un viento blanco desde la montaña

coronada de nieve sopló sobre los árboles,

nos quedamos allí, no sé, una semana al menos

sin abandonar nunca la cama, yo rasgada, abierta

por su hijo, profesor, quizá más rota, ¿puede

hacer algo por mí, puede entenderlo?

Fue la segunda noche, creo, el viento

rebasó impetuoso los alerces, duro como sílex,

cayó de la glorieta el techo de pagoda,

se encresparon las olas y personas se ahogaron,

oímos que corrían camareros y huéspedes

mas su hijo no quitaba la mano de mi pecho

y después hundió sobre él la boca, el pezón se hinchó,

gritos y estrépitos recorrieron el hotel

parecía que surcábamos la mar en trasatlántico,

un buque blanco, siguió chupando, chupándome,

yo quería gritar, sus labios tiraban tanto

de mis pezones suaves, que lamía y lamía

uno después de otro, los dos se erizaron,

creo que estallaron dos cristales de ventana,

entonces él entró de nuevo con su ariete,

no puede imaginar qué puras las estrellas,

grandes cual las hojas de los arces

arriba en la montaña, caían y caían en el lago,

oímos a una gente que llamaba, creemos que de Leo

procedían las estrellas caídas, y con un dedo

hurgó un momento en mí junto a su polla,

me sobraba sitio, vibró transversalmente,

sacaron en penumbras cuerpos a la orilla,

sonó rumor de llanto, su dedo me hizo daño

metiéndolo derecho hasta arriba en mi culo,

con la uña mimosa rasqué su grueso pene

donde ya no era suyo, pues lo tiene

mi coño muy escondido, un rayo cayó,

un zigzag blanco de tan rápido trazo

que no aguardó a que el trueno restallase

encima del hotel, y ya reinó de nuevo la negrura,

con unas pocas luces sobre el lago,

el salón de billar quedó inundado,

qué pena que él no pudiese desatar su chorro,

fue tan hermoso, ahora, profesor, yo me sonrojo

cuando se lo cuento, aunque entonces grité

sin ninguna vergüenza, y una hora después

se corrió dentro, oímos portazos, estaban trayendo

cadáveres del lago, el viento era aún impetuoso,

dormimos con las manos en las manos del otro.

Una noche salvaron a un gato, casi había perdido

su pelaje negro en las ramas verde oscuro del abeto,

estábamos desnudos junto a la ventana y una mano

rascaba, revolvía el follaje, llevaba allí dos días

desde la inundación, esa noche me enseñó fotografías,

y entonces noté un hilillo de sangre,

y dije ¿te importa que los árboles se estén volviendo

rojos? No digo que jamás dejásemos el lecho,

salvado ya el gatito nos vestimos,

bajamos a cenar, había sitio para el baile

entre las mesas, yo apenas conservaba el equilibrio,

llevaba la ropa que vestí al levantarme,

sentía el aire en la piel, el vestido era corto,

quise débilmente retirar su mano,

dijo que no puedo, lo he intentado en vano,

deja, por favor, déjame tocarte, las parejas

nos sonreían indulgentes, al sentarnos se lamió sus dedos

relucientes, vi su mano roja cortando la grasa,

corriendo bajamos hasta los alerces y una brisa

fría sentí que me besaba la piel y era hermoso,

no oíamos la orquesta del hotel,

crecía en ocasiones una música zíngara,

esa noche casi me reventó el coño cada vez

más cerca de mi flujo de sangre, las estrellas inmensas

contemplaban el lago, no salió la luna

pero las estrellas invadieron el cuarto,

alumbraron el techo derrumbado con forma de pagoda,

en la glorieta, y a veces un rayo

iluminaba la blanca cofia de la montaña.

2

Las sirvientas pasaron todo un día haciéndonos la cama.

Despertamos al alba, salimos del hotel blanco

para cruzar en yate el extenso lago.

Desde el amanecer hasta que el día se apagaba

navegamos en el barco de vela blanca y tres palos.

Su hijo hundía en mí hasta la muñeca

la mano derecha, piel entrelazada y

encubierta por la manta de viaje.

El cielo estaba azul, sin asomo de nubes.

El hotel blanco se fundía con árboles.

Estos se fundían con el verde horizonte marino.

Dije: Por favor, fóllame, fóllame. ¿Demasiado franca?

Sin vergüenza lo digo. Fue el sol asesino.

Pero no había sitio donde tumbarse a bordo,

por doquier había gente que bebía vino

y roía pechugas de pollo. Nos miraron fijo

dos inválidos que nunca abandonaban la manta.

Tanto me aturdía la incansable caricia de su hijo,

profesor, como un émbolo que entra y sale

hora tras hora, que una especie de fiebre me invadió.

Cuando la puesta de sol desviaron la mirada

no hacia el ocaso purpúreo, sino a la llamarada

que circundaba el hotel, nuevamente visible

entre los altos pinos. El resplandor eclipsó

la luz del cielo; un ala estaba ardiendo,

y la gente espantada corrió a proa y miró el fuego.

Entonces me puso sobre él sin previo aviso,

su hijo me empaló, fue tan dulce que chillé

pero nadie me oyó entre gritos ajenos

cuando cuerpo tras cuerpo caía o saltaba

de los pisos más altos del hotel blanco.

Yo brinqué y empujé hasta que su polla

derramó su suave y rico licor. De los árboles pendían

cuerpos abrasados, volvió a ponerse erecto,

de nuevo arremetí, oh, no puedo explicarle

qué arrebato el nuestro, el fuego asoló el ala,

se veían las camas, ignoramos la causa,

alguien dijo que acaso el sol insólito

colándose a través de las cortinas, prendiendo

nuestras sábanas aún tibias, o quizá las criadas

(se prohibía fumar) encendieron las luces, fatigadas,

y se adormilaron, o sino el fuerte espejo,

o la montaña que se estaba fundiendo.

Esa noche no dormía, tan dolorida, pienso

que se me había desgarrado algo interior

su hijo estuvo en mí toda la noche,

inmóvil y tierno. Las mujeres cantaron

su fúnebre canto sobre la terraza,

donde los cuerpos yacen, no sé si conoce

el dolor escarlata femenino; los escalofríos

duraron muchas horas mientras el lago en calma

enviaba oscuras ondas a la orilla. Al alba,

seguíamos unidos pero insomnes. Soñé, por fin

dormida, que era Magdalen, un mascarón de proa

zambulléndose en profundos mares. Fui empalada

por un pez espada y bebí la tempestad

—con mi piel de madera tallada por el tiempo—,

el viento de icebergs allí donde nacen las luces norteñas.

Al principio era blando el hielo, una ballena

que cantaba llorosa una nana a mi corsé

(de finas ballenas), no distinguí entre el viento

y el lamento ballenáceo, la joroba de blancos

bloques sin fin. Luego, poco a poco, el hielo

me hendía, éramos una nave rompehielos,

me cortaron un pecho, me sentí abandonada,

di a luz un feto de madera, sus labios lamían

abiertos la nieve que la tormenta arremolinaba,

y girando como un aspa me rajó la ventisca,

vi la matriz girando en la blancura,

¿ha visto alguna vez un útero volante?

No puede imaginar qué alivio despertar

y ver que el sol ya caliente acariciaba

los muebles con su luz serena, y su hijo

me miraba tiernamente. Tan dichosa

vi mis dos senos en su sitio

que salté al balcón. Un aroma de hojas

y de pinos perfumaba el aire, me asomé

a la baranda y él vino por detrás

y me embistió hasta dentro, tan dentro

que mi corazón aún medio invernal

súbitamente se transformó en flor,

no sabría decir qué orificio era, sentí

que el hotel blanco y también las montañas

temblaban gradualmente, serpenteos negros

surgieron donde antes era todo níveo.

3

Amigos queridos que hicimos allí,

murieron esos días. Uno era mujer, la corsetera,

tan rolliza y jovial como su oficio,

pero las hondas noches eran nuestras a solas.

Llovían estrellas lentas y continuas como inmensas rosas,

y un naranjal fragante pasó una vez flotando

ante nuestra ventana, estábamos tumbados,

temerosos, con corazón mudo viendo que caían

apagadas, siseantes, en el negro lago,

un millar de linternas ocultas bajo paños.

No imagine que nunca pudimos escuchar

suavemente el tremendo silencio nocturno,

lado a lado, sin tocarnos o tan solo con su mano

rozando blandamente ese montículo que —dijo—

le recordaba a los helechos con los que jugaba

y donde se escondía de muchacho. Sus susurros

entonces me enseñaron muchas cosas de usted,

usted y su esposa de pie junto a la cama.

Crepúsculos: las flores de nube rosadas,

deslizantes, despeinando los picos nevados,

el hotel blanco giraba, giraban mis pechos hacia la oscuridad,

su lengua removía cada puesta de sol

en mi rugiente coño y mi garganta bebía su zumo,

transformado en leche o acaso la leche nació para sus labios,

la segunda noche mis pechos estallaban,

el amor en la tarde despertó nuestra sed,

bebió un vaso de vino y se tendió a lo largo,

abrí mi vestido y el dolor saltó como una chispa

antes de que su boca apresara mi pezón

y consentí que el viejo, amable cura

que cenó con nosotros me mamara el otro,

los huéspedes nos miraban con un cierto asombro,

y también risueños, como si dijeran: bien hecho,

que en el hotel blanco solo al amor tenemos derecho

sin pagar un precio demasiado alto,

y el chef, radiante, apareció en la puerta abierta.

La leche era excesiva para dos, el cocinero vino,

colocó un vaso debajo de mi seno,

bebió de un trago y dijo que era bueno,

le felicitamos, su comida era

tan delicada como siempre había sido,

más huéspedes con vasos exigieron nata,

y la caliente, la sedienta orquesta, la luz menguante

extendió de pronto mantequilla por los árboles

del otro lado de las puertaventanas, mantequilla

sobre el lago, el viejo cura seguía mamándome,

imploraba a su madre moribunda en un tugurio,

mi otro pecho alimentó otros labios, los de su hijo,

sentí que sus dedos debajo de la mesa mimaban

mis muslos, mis muslos trémulos, abiertos.

Tuvimos que subir corriendo arriba. Su polla estaba

ya erecta en mi caverna, mi coño desbordaba

incluso antes de alcanzar el clímax, el cura

había ido a guiar el duelo por entre la arboleda

hasta la fría ladera de montaña, oímos cánticos

descendiendo hacia la orilla, tomó mi mano

y hundió mis dedos en mí, junto a lo suyo,

y nuestra amiga, la rolliza corsetera,

metió también los suyos, era increíble tanto

en mi cavidad y sin embargo yo no estaba llena,

trajeron en carretas los cadáveres de la inundación

y el fuego, las oímos traqueteando por los pinos

hasta hacerse el silencio, alcé sus faldas

porque el cinturón la sofocaba y le dolía,

y dejé que él terminase dentro de ella,

no pareció distinto, pues el amor corría como un hilo

del lago al cielo a la montaña a nuestro cuarto,

en la penumbra vimos la fila de dolientes

a la sombra del pico, de pie junto a la zanja,

una brisa transportó el recuerdo del aroma

a naranjal y rosas desplomándose

sobre aquel universo de secretos, las madres

se desmayaban, derrumbándose sobre tierra fangosa,

tañió una campana de la iglesia tras el hotel blanco

o quizá más arriba, a mitad de la cuesta

que va al observatorio, palabras de esperanza

llegaban flotando desde el cura, un hombre

solitario pescaba con sus redes en el lago,

su sombrero ante el pecho, oímos un tronido,

sus cánticos retuvieron un momento la cumbre

que colgó en el aire y cayó luego,

la avalancha sepultó a dolientes y difuntos.

El eco se esfumó, no olvidaré el silencio

que creció como una catarata de tinieblas,

porque el lago blanco absorbió esa noche

velozmente la luz y no hubo luna,

creo que él penetró sus entrañas

y ella chilló jubilosa, y tan fuerte mordieron

mi pecho sus dientes que vertió gotas lácteas.

4

Una noche en que el lago era una lámina roja,

nos vestimos, trepamos hasta la cima del monte

detrás del hotel blanco, por la tosca senda

que serpentea entre pinos y alerces, y su mano

me ayudaba a escalar, pero también vibraba

en el fondo de mi cueva, la buscaba. Llegamos

a los tejos al lado de la iglesia y descansamos;

pastando en la hierba corta, un burro atado miraba,

llegó una vieja monja con un cesto de ropa

cuando él me penetraba, y dijo: el frío

manantial borrará el pecado, proseguid.

Era el manantial que alimentaba el lago,

que el sol subía para luego soltar lluvia.

Ella lavaba la ropa. Subimos la ardua ladera

hasta la región de perennes fríos

que dominaba los árboles. El sol se acostó

justamente cuando entramos, ciegos, al observatorio.

No sé si sabe cuánto admira su hijo las estrellas,

las lleva en la sangre, mas por el cristal no vimos

ninguna, habían ido a la tierra;

no supe hasta entonces que descendían

en copos de nieve a follar la tierra, el lago.

Esa noche fue demasiado oscura para regresar

al hotel blanco, jodimos otra vez y reposamos.

Vi de él una cascada de espectrales imágenes

y oí cómo cantaban las montañas,

los montes que se juntan como ballenas cantan.

Todo el cielo nocturno bajó esa noche en copos,

tumbados muy en silencio percibimos

los alegres suspiros de cuando el universo

nacía a la vida, hace tantos años,

al amanecer todo estaba blanco

trituramos estrellas para beber la nieve,

el lago también era todo blancura

y no se vio el hotel hasta que él tumbó la lente

para mirar al lago y encontró en la ventana

las palabras que yo había escrito con mi aliento.

Movió el telescopio y vimos edelweis

ondulando en un lejano hielo de montaña,

señaló donde caían varios paracaidistas

entre dos cimas, vimos el destello de la luz solar

en el azul ahora celestial, un broche de corsé,

era nuestra amiga, su muslo mostraba el cardenal

lila que el pulgar de mi amigo había impreso,

la visión le excitó, creo, mi cabeza débil

sintió que de nuevo él se empinaba, el teleférico

pendía de un hilo, se mecía en el viento,

mi corazón latía locamente y chillé, los huéspedes

caían por los aires, mi pecho vibraba

al compás de su lengua, nunca mis pezones crecieron

tan aprisa, las mujeres caían más despacio,

casi resbalando, porque el viento inflaba

sus enaguas y faldas. Los hombres descendían

entre ellas, mi corazón se quebraba,

las mujeres parecían ascender, no caer, en una danza

donde los hombres izaban con livianas manos

livianas bailarinas sobre sus cabezas,

ellos llegaron los primeros al suelo,

ellas cayeron luego en el lago o los árboles,

brillantes esquíes aterrizaron por último en silencio.

Al bajar descansamos junto al manantial.

A pesar de la altura vimos claros

los peces en el agua transparente, un millón

de aletas argénteas y doradas, veloces, serpeando,

y me recordaron el esperma en busca de mi ovario.

Unos peces se acercaban hambrientos a los muertos.

¿Soy sexual en extremo? Creo a veces que estoy

obsesionada, no es como si Dios llenase las aguas

de enloquecidas formas que se multiplican

o colmase de uvas la viña, la palmera de dátiles,

o hiciese que el macho se dilate para horadar la manzana

o que la ciruela tiemble ante el hedor del buey

o que el sol copule con la pálida luna. Su hijo,

ciervo en celo, avasalló mi recato.

La servidumbre era gente adorable. Nunca vi

servicio semejante, los teléfonos jamás enmudecían

ni la campanilla de la recepción,

parejas en luna de miel mendigaban un lecho,

imposible admitirles, doce clientes se iban

y entraba otra docena, cedieron un rincón

a una pareja cuyo llanto oímos cuando les echaron,

la noche siguiente ella gritó en algún sitio,

principiaba el parto, camareros y sirvientas

corrían con cálida ropa blanca. Rehicieron

al cabo de unos días el ala quemada,

toda la servidumbre cooperó, una mañana

en que yo tenía la cara enterrada en la almohada

y mis nalgas se inundaban por sus embestidas,

oímos que raspaban la ventana y vimos la cara

radiante y caliente del jovial cocinero

dando a la madera una fresca mano de pintura

blanca, él nos guiñó un ojo y no me importó cuál de los dos

me penetraba, el chef preparaba filetes poco hechos

y hermosos, el zumo era ahora natural

y era bueno sentirme parte de algún otro,

nadie era egoísta en el hotel blanco,

allí el agua lacustre sabía pulir piedras

de montañas que sobrevolaban los cisnes salvajes,

de plumón tan níveo que a su lado las cumbres parecían grises,

o bajaban en vuelo entre montes al lago.

2

EL DIARIO DE GASTEIN

Tropezó con una raíz, se levantó y corrió ciegamente. No había ningún sitio adonde escapar, pero siguió corriendo. El estrépito del follaje se hizo más intenso a sus espaldas, porque ellos eran hombres y podían correr más deprisa. Incluso si llegaba al final del bosque habría más soldados aguardando para dispararle, pero aquellos momentos suplementarios de vida eran preciosos. Aunque no bastaban. La única escapatoria era convertirse en uno de los árboles. Hubiera dado con gusto su cuerpo y su preciada vida por transformarse en un árbol congelado en su humilde existencia, hogar de hormigas y arañas. Para que los soldados apoyasen los fusiles contra su corteza y se registraran los bolsillos buscando cigarros. Acallarían su leve decepción diciendo: que uno escape no importa, y volverían a casa; pero ella, un árbol, embargada de gozo, haría que sus ramas elevasen un canto de gratitud a Dios mientras el sol se ponía entre los árboles próximos.

Al final se desplomó en la amarga tierra. Su mano tocó algo duro y frío; al apartar las ramas encontró la anilla de hierro de una trampilla. Se incorporó, arrodillándose, y tiró de la anilla. Durante algún tiempo había habido silencio, como si los soldados la hubieran perdido; pero volvió a oírles abriéndose paso por la maleza, muy cerca de ella. Tiró de la anilla con todas sus fuerzas, pero no cedió. Una sombra cayó sobre las hojas caídas. Cerró los ojos, esperando que todo estallase en el interior de su cabeza. Luego alzó los ojos y vio la cara asustada de un niño. Estaba desnudo como ella, y le manaba sangre de cien cuchilladas y rasguños.

—No se asuste, señora —le dijo—. Yo también estoy vivo.

—¡Silencio! —dijo ella. La anilla de hierro no se movía, y le dijo al niño que la siguiera reptando por la maleza. Quizá los soldados confundieran la sangre que dejaban a su espalda con la mancha carmesí de las hojas. Pero mientras ella se arrastraba, sintió que las balas se hundían en su hombro derecho, con toda suavidad.

El revisor la estaba zarandeando y ella, disculpándose, luchó con el cierre de su bolso. Se sintió estúpida porque, lo mismo que la anilla de hierro, el cierre no cedía. Luego se abrió, encontró el billete y se lo entregó. Él hizo en este un agujero y se lo devolvió. En cuanto el revisor hubo cerrado la puerta del compartimento, ella se sacudió el vestido a rayas negras y blancas y adoptó una postura más cómoda y decorosa. Echó una ojeada al soldado de enfrente, que había entrado mientras ella dormía; se ruborizó al encontrar su mirada y se puso a ordenar el contenido de su bolso. Advirtió que el joven con quien había dormido (es un decir) tenía plácidos ojos verdes. Ella cogió el libro y reanudó la lectura. De vez en cuando miraba por la ventana, y sonreía.

Era muy apacible: el traqueteo de los raíles, el giro de una hoja, el crujido del periódico de su compañero.

El joven se preguntó cómo se podía sonreír al contemplar la monótona llanura ocre. No parecía una sonrisa de feliz recuerdo o expectativa, sino simplemente de placer ante el paisaje que desfilaba por la ventanilla. La sonrisa transformaba los rasgos agradables e insulsos de la mujer. Su peso era más bien excesivo, pero su silueta estaba bien proporcionada.

Una de sus sonrisas degeneró en bostezo, que ella sofocó rápidamente.

—Un buen sueño —le dijo él audazmente, doblando su periódico sobre las rodillas y dedicándole una sonrisa amistosa. Las mejillas de la mujer enrojecieron. Asintió, mirando otra vez por la ventanilla.

—Sí —respondió—. O muerta, más que dormida.

A él le desconcertó la réplica.

—Es la falta de lluvia —prosiguió ella.

—¡Sí, efectivamente! —dijo el joven. No se le ocurrió nada más que añadir, y ella reemprendió la lectura. Se enfrascó en ella durante unas páginas; luego deslizó de nuevo la mirada hacia la llanura seca, detrás de fugaces postes de telégrafo, y retornó su sonrisa.

—¿Interesante? —inquirió él, señalando a su regazo. Ella le tendió el libro abierto y permaneció inclinada hacia delante. Él miró perplejo durante un momento los puntos blancos y negros que danzaban en la página al ritmo del tren, como las rayas de su vestido. Creyendo encontrar una novela ligera, le resultó difícil adaptarse al extraño lenguaje, y al principio pensó —por alguna razón— que el libro estaba en tamul o en algún otro idioma exótico. Estuvo a punto de decir:

—¿Así que es usted lingüista?

Entonces se dio cuenta de que era música. Había palabras en italiano entre los pentagramas, y cuando miró la rígida cubierta del libro (la encuadernación crujió entre sus manos) vio escrito el nombre de Verdi. Le devolvió el libro, diciendo que no sabía leer una partitura.

—Es hermoso —dijo ella, pasando los dedos por la cubierta. Explicó que estaba aprovechando la oportunidad de aprender un nuevo papel. Pero era frustrante no poder soltar la voz, puesto que el fragmento era muy melodioso. Él le dijo que adelante, que cantara; ¡aliviaría el tedio de aquella detestable llanura! Ella respondió, sonriendo, que no había querido decir eso, que su voz estaba cansada y tenía que darle un reposo. Se había visto obligada a interrumpir su gira de repente y a volver a su casa un mes antes. El único consuelo era que vería de nuevo a su hijito. Le cuidaba su madre; pero aun cuando al niño le gustaba su abuela, no era muy divertido para él estar todo el tiempo encerrado con una anciana. Le daría un alegrón ver que mamá volvía antes de tiempo. No había enviado un telegrama para avisarles de su regreso porque quería darles una sorpresa.

El joven asentía comprensivamente a lo largo de la insípida explicación.

—¿Dónde está el padre? —inquirió.

—Ah, ¿quién sabe? —Ella enterró la mirada en la partitura de ópera—. Soy viuda.

Él murmuró un «lo siento» y sacó una pitillera. Ella rechazó el ofrecimiento, pero dijo que le gustaba el olor del humo y que no le irritaría la garganta. No iba a cantar durante un cierto tiempo.

Cerró la partitura y miró por la ventanilla tristemente. Él pensó que estaba recordando a su marido, y tuvo el tacto de guardar silencio mientras fumaba. Vio que el atractivo pecho de su vestido a rayas negras y blancas subía y bajaba agitadamente. Su largo y lacio pelo negro enmarcaba un rostro algo duro. Los labios agradablemente curvados no compensaban del todo su amplia nariz. Tenía un cutis más bien moreno y graso que a él le gustaba, porque había pasado tres años sometido a una dieta muy inadecuada.

La joven estaba pensando en el humo del tren que se alejaba de ellos. También vio a aquel simpático soldado yaciendo glacial en su ataúd. Por fin consiguió controlar el ritmo de su respiración. Para desviar su mente de aquellas cosas terribles, empezó a interrogar a su compañero y descubrió que había sido prisionero de guerra y que regresaba a la casa familiar. Su expresión compasiva (el joven era delgado y pálido) desembocó en otra de asombrado placer cuando ella captó las palabras: «Profesor Freud de Viena».

—¡Por supuesto que he oído hablar de él! —dijo ella, sonriente, olvidada toda su tristeza. Era una gran admiradora de su trabajo. Incluso en una época había pensado en acudir a su consulta; pero la necesidad había pasado. ¿Qué se sentía al ser hijo de un padre tan famoso? Como era de esperar, él arrugó la cara y se encogió irónicamente de hombros.

Pero no estaba en absoluto celoso de la fama de su padre. Simplemente quería casarse con una mujer joven y echar raíces. Ella tenía que ganarse la vida como cantante, constantemente solicitada aquí y allá, en todas partes, y qué tensión más terrible, ¿no? En realidad, no, respondió ella; normalmente no era así. Era la primera vez que había forzado la voz. Había aceptado insensatamente un papel demasiado alto para su registro y que exigía demasiada potencia. No era por naturaleza una cantante wagneriana.

El tren, que llevaba viajando unas dos horas sin hacer paradas, atravesando como una centella grandes ciudades sin disminuir siquiera la velocidad, les sorprendió deteniéndose en una estación pequeña y silenciosa, en medio de la gran llanura. Apenas era un pueblo; justo tres o cuatro casas y la aguja de una iglesia. Nadie esperaba para subir al tren, pero los pasillos se llenaron de forcejeos, confusión, gritos, y vieron un rebaño de viajeros que descendía al andén. Cuando el tren partió de nuevo observaron que la hueste apeada depositaba vacilantemente las maletas en el suelo. El villorrio pronto se perdió de vista. La llanura se volvió más polvorienta y desolada.

—Sí, ciertamente no vendría mal la lluvia —dijo el joven.

La mujer suspiró, diciendo:

—Pero usted tiene toda la vida por delante. A su edad no debería tener ideas tan melancólicas. Para mí, sin duda, es cierto. Tengo casi treinta años, estoy empezando a perder mis atractivos, soy viuda, dentro de pocos años mi voz comenzará a apagarse del todo, parece que hay poca cosa en perspectiva.

Se mordió un labio. A él le irritaba ligeramente que ella no tomara en cuenta o malinterpretase todas sus observaciones. Pero la renovada ascensión y caída de su pecho provocó en sus ingles un abultamiento que afortunadamente ocultó el periódico.

Cuando —sin soltar el periódico— recorrió el pasillo para lavarse las manos, comprobó lo vacío que iba el tren. Al parecer eran los dos únicos viajeros que quedaban. Al volver descubrió que su ausencia, aunque muy breve, había roto la intimidad. Ella estaba leyendo de nuevo la partitura y mordisqueando un bocadillo de pepino (él vislumbró sus dientes pequeños, uniformes, nacarados, mientras masticaba). Le sonrió fugazmente antes de sepultarse en la lectura.

—Qué cantidad de cuervos hay en los alambres —se sorprendió diciendo el joven. A él mismo le pareció pueril, incierto, estúpido; su torpeza le turbó.

Pero la joven asintió con una alegre sonrisa, y dijo:

—Es un pasaje muy difícil. Vivace.

Inició un ronco y agradable tarareo, subiendo y bajando las arduas semicorcheas. Se detuvo tan súbitamente como había empezado, y enrojeció.

—¡Precioso! —exclamó él—. ¡No pare!

Pero ella movió la cabeza y se abanicó la cara con el libro abierto. Él encendió otro cigarrillo y ella cerró el libro y los ojos al mismo tiempo, echándose hacia atrás.

—Turco, ¿verdad?

La mujer pensó que el cigarro olía a opio y volvió a sentirse somnolienta en el caliente y viciado compartimento.

Él había aprovechado su breve ausencia para cambiarse de ropa y ponerse un elegante traje azul claro de civil. El tren entró en un túnel, transformando en coche cama el pequeño compartimento. Ella sintió que él se estiraba y tocaba su mano.

—Está sudando —dijo él, compasivamente—. Debería darle un poco de aire en la piel.

Ella no se sorprendió al sentir que su mano le separaba las piernas.

—Está bañada en sudor.

Era muy grato y libre permitir que el joven oficial le acariciase los muslos en la oscuridad. En cierto sentido, ya había dormido con él, concediéndole la intimidad mucho mayor de contemplarla mientras dormía.

—El aire está enrarecido —dijo, soñolienta.

—¿Abro una ventana? —sugirió él.

—Como quiera —murmuró ella—. Pero no puedo quedarme embarazada.

Pareciéndole casi imposible respirar, ella espació los muslos y facilitó las cosas. Él miraba la mancha oscura de su cara, en la que de vez en cuando relucía el blanco de sus ojos. Aquellos muslos deliciosamente rellenitos bajo la seda estirada resultaban demasiado tentadores para alguien que había permanecido varios años enjaulado. Sobre los ojos de ella apareció un pequeño lunar rojo. Creció en intensidad y se ensanchó. Se desgajó en hilillos carmesíes, y él se percató de que se estaba quemando el pelo de la joven. Se quitó la chaqueta y le cubrió con ella la cabeza. Emergió sofocada, buscando aire, pero las llamas se habían extinguido. El tren entró bajo la luz del sol.

El fuego y la brusca luz habían quebrado el sortilegio, y el joven apagó el cigarrillo, enfurecido. La mujer se incorporó de un salto y se plantó ante el espejo, arreglándose el pelo y tapando la zona quemada con un liso mechón negro. Cogió de la rejilla su gorro blanco y se lo puso.

—Ya ves lo fácilmente que me excito. —Ella lanzó una risita ahogada—. Por eso es mejor que no empiece. No me cuesta mucho.

Él se disculpó por ser tan irreflexivo, y ella se colocó en el borde del asiento, tomando las manos de él preocupada y tiernamente, y le preguntó si podía quedarse embarazada. El negó con la cabeza.

—Entonces —dijo ella con alivio—, no ha pasado nada.

Él le acarició las manos.

—¿Me deseas? —preguntó ella.

—Sí. Mucho —respondió él.

Ella volvió a ruborizarse.

—Pero ¿qué pensaría tu padre si te casaras con una pobre viuda mucho mayor que tú? Y con un hijo de cuatro años. Esa es otra historia: mi hijo. ¿Cómo lo tomaría él? Tendría que conocerte y habría que ver cómo os lleváis.

El joven no supo qué responder. Decidió no decir nada y empezar a acariciarle los muslos otra vez. Observó, contento, que ella los separaba de inmediato y se dejaba caer hacia atrás, con los ojos cerrados. Su pecho palpitaba y descansó la mano libre sobre él.

—Podríamos pasar unos cuantos días juntos —sugirió.

—Sí —dijo ella, con los ojos todavía cerrados. Jadeó y se mordió un labio—. Sí, sería delicioso. Pero primero déjame que le vea y le prepare para conocerte.

—Quiero decir tú y yo solos —dijo él—. Conozco un hotel en las montañas, a la orilla de un lago. Es hermoso. ¿No te están esperando?

Negó con la cabeza, con un nuevo jadeo cuando su dedo se introdujo en la abertura. El joven perdió el interés por la mujer, absorto en el misterio de su dedo que había desaparecido dentro de ella. Él podía sentirlo deslizándose por la carne de ella, y sin embargo se había esfumado. Ella se humedeció tanto que pudo meterlo más adentro. Ella gritó; había tantos dedos hurgando en su interior, como si fuera una fruta que él estuviera pelando. Imaginó que él hundía ambas manos dentro de ella para alcanzar la fruta. Tenía el vestido levantado hasta la cintura, y los postes telegráficos pasaban veloces.

Poco a poco, entre la bruma de sus sentidos aturdidos, oyó la lluvia torrencial que golpeaba la ventana del pasillo; por el otro lado, entretanto, la llanura seguía siendo árida y polvorienta, y el cielo de un amarillo relumbrante. La lluvia cesó, y al mirar a un costado vieron al revisor limpiando la ventanilla con un suave frote. Les miró con rostro atónito, pero ellos prosiguieron lo que estaban haciendo como si él no estuviera delante. El ruido sordo de las nalgas de ella contra los dedos de él hicieron que el libro cayese al suelo, arrugando el segundo acto de El baile de disfraces.

—¿No crees que deberíamos parar? —jadeó ella, pero él contestó que necesitaba mantener allí sus dedos.

Los necesitó allí mientras dejaban atrás calles de pulcras casas y luego altas viviendas de barrios bajos, con cuerdas para la ropa tendida de una ventana a otra. Y además estaban tan atascados que dudaba de poder sacarlos aunque hubiera querido. Ella accedió, convencida de que era imposible detenerse.