El investigador Alberto Camargo - Félix Tiburcio Udaondo - E-Book

El investigador Alberto Camargo E-Book

Félix Tiburcio Udaondo

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Beschreibung

Alberto Camargo es un frustrado futbolista del Club Patria que estudió la carrera de Contador Público para seguir los pasos de su padre, y trabaja como investigador impositivo. Alberto sólo tiene un talento: aburrir y enloquecer con sus manías y obsesiones a las personas que se encuentran alrededor suyo.Mientras el investigador cumple su trabajo, los hechos de corrupción, de prostitución y de narcotráfico que se producen alrededor suyo sin que tuviera siquiera el más mínimo registro, darán un giro inesperado a su vida y un final imprevisto a la historia.Los personajes, empresas e instituciones y situaciones que se mencionan en esta obra son ficticios, productos de la imaginación del autor y cualquier parecido con la realidad es fruto de la mera coincidencia.

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Seitenzahl: 305

Veröffentlichungsjahr: 2016

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FELIX T. UDAONDO

EL INVESTIGADOR

ALBERTO CAMARGO

Editorial Autores de Argentina

El Investigador Alberto Camargo

   El investigador Alberto Camargo / El Investigador Alberto Camargo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-711-558-1

   1. Novela. 2. Novelas Policiales. I. Título.

   CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Natalia Charquero Silva

PREFACIO

Alberto Camargo es un frustrado futbolista del Club Patria devenido a Contador Público para seguir los pasos de su padre, y trabaja como investigador impositivo. Alberto sólo tiene un talento: aburrir y enloquecer con sus manías y obsesiones a las personas que se encuentran alrededor suyo.

Mientras el investigador cumple su trabajo, los hechos de corrupción y de narcotráfico que se producen alrededor suyo sin que se diera cuenta, darán un giro inesperado a su vida y un final imprevisto a la historia.

Los personajes, empresas e instituciones y situaciones que se mencionan en esta obra son ficticios, productos de la imaginación del autor y cualquier parecido con la realidad es fruto de la mera coincidencia.

EL AUTOR

“Si creés ser vivo, no te preocupes. Siempre va a haber alguien que es mucho más vivo que vos”.

DICHO POPULAR

“Todos tenemos la facultad para llegar a ser el boludo útil de algún otro.”

DICHO POPULAR

Índice

PREFACIO

CAPÍTULO 1

CAMARGO, LO MÁS GRANDE QUE HAY

CAPÍTULO 2

LA VERDAD DE LA MILANESA

CAPÍTULO 3

TERCER TIEMPO

CAPÍTULO 4

DIOS PERDONA, ALBERTO NO

CAPÍTULO 5

EL PASE A LA RED

CAPÍTULO 6

BUSCO MI DESTINO (DANDO VUELTAS)

CAPÍTULO 7

UN REMATE A LA TRIBUNA

CAPÍTULO 8

CAMARGO, IL CAPO CANIONERI

CAPÍTULO 9

ES EL FIN DE TU JORNADA SIN AMOR

CAPÍTULO 10

ALBERTO, EL ROMPE— REDES

CAPÍTULO 11

SOOOMOS LOS PIRATAS…

CAPÍTULO 12

EL NEGOCIO

CAPÍTULO 13

CADENA DE BOLUDOS (PARTE 1)

CAPÍTULO 14

CADENA DE BOLUDOS (PARTE 2)

CAPÍTULO 15

CADENA DE BOLUDOS (PARTE 3)

CAPÍTULO 16

PICHONCITO DE GARCA

CAPÍTULO 17

¿FUE OTRA JORNADA SIN AMOR?

CAPÍTULO 18

EL CAMPEÓN SALE A LA CANCHA

CAPÍTULO 19

CAMARGO, EL OPTIMISTA DEL GOL

CAPÍTULO 20

OFF— SIDE

CAPÍTULO 21

CANSADO Y PARANOICO

CAPÍTULO 22

EL INVESTIGADOR EN SU LABERINTO

CAPÍTULO 23

BUSCANDO UN AMOR

CAPÍTULO 24

UNA VELA A CADA SANTO (PARTE 1)

CAPÍTULO 25

UNA VELA A CADA SANTO (PARTE 2)

CAPÍTULO 26

Y ASÍ TERMINÓ AGUJA BRAVA...

CAPÍTULO 27

PARA VOS, DON EDUARDO…

CAPÍTULO 28

GOL EN TIEMPO DE DESCUENTO

CAPÍTULO 29

ALBERTO Y SU ALTER EGO

CAPÍTULO 30

¡LA HORA, REFERÍ!

CAPÍTULO 31

EL BOLUDO, EL TRAIDOR Y EL SORETE

CAPÍTULO 32

GATOS, BLANCA Y MÚSICA TECNO

CAPÍTULO 33

EL ÚLTIMO ALMUERZO

CAPÍTULO 34

PARANOIAS DE LA COCA

CAPÍTULO 35

DEFINICIÓN POR PENALES

CAPÍTULO 36

EL HECATOMBE

CAPÍTULO 37

LOS DUEÑOS DE LA PELOTA

CAPÍTULO 38

LA VUELTA OLÍMPICA

CAPÍTULO 39

EPÍLOGO

CAPÍTULO 1

CAMARGO, LO MÁS GRANDE QUE HAY

Año 1989. Ciudadela, Barrio José Ingenieros. Último minuto de la final del torneo de fútbol. Jugaban el Club Social y Deportivo Patria versus el Club Nolting y nadie podía quebrar el cero. Había córner para el Nolting y Alberto Camargo, el volante creativo del Club Patria esperaba agazapado.

Las tribunas estaban llenas, porque la gente pagó su entrada especialmente para verlo a él. En su mente, Alberto sabía a quién se la iban a pasar. Por eso esperaba agazapado en la medialuna de su área. El jugador del Nolting tiró el centro. Justo iba al lugar en donde él había pensado. La detuvo con el pecho y antes de que la pelota tocara el verde césped tiró la primera gambeta. El que llevaba la 10 del club Nolting quedó en ridículo y la hinchada gritó su primera ovación. Después de esa gambeta, Camargo empezó a correr. Su destino tenía la red rival y nadie podía pararlo. Con un hábil amague, se sacó a dos de encima. La hinchada se rompía las manos de tanto aplaudir y dejaba allí mismo sus cuerdas vocales. Siguió su carrera desenfrenada esquivando rivales y patadas que iban dirigidas hacia sus rodillas. Pero Alberto era tan habilidoso que los hacía pasar de largo. Se sacó de encima a un rústico defensor. Ya quedó mano a mano con el arquero, que se veía sumamente temeroso ante su figura imponente. La jugada la terminó con un remate suyo al arco tan violento que no sólo perforó la red, sino que la empezó a incendiar. Gol del Patria. Gol y final del partido. Todos corrieron a abrazarlo y los jugadores lo llevaron en andas. Cuando terminó su festejo, Alberto fue a treparse al alambrado para festejar con sus hinchas, que le pedían que les tirara su camiseta. En otro sector habían desplegado una bandera gigante que decía “Camargo sos lo más grande que hay”, “Camargo es pueblo” y otra que fue mucho más lejos, al decir “Maradona la tenés adentro. Aguante Camargo”. De ahí salió la famosa frase que Maradona recordó para decirle al periodista Toti Pasman en la famosa conferencia de prensa.

Las hermosas damas directamente le arrojaban sus prendas íntimas. No era para menos. Camargo era un ídolo. Tanto que logró convocar a las damas a un espectáculo futbolístico.

Cuando el partido terminó lo fueron a visitar al vestuario el Diego, el Beto Alonso, Bilardo y Menotti para felicitarlo. Por lejos había sido la figura estelar del partido. Charlaban muy animadamente y ellos— que son grandes— lo trataban como a un igual. Alberto estaba muy contento. Luego Menotti le dijo:

—Yo te quiero en mi equipo. Empezás mañana mismo y firmamos un contrato millonario.

—No vayas con éste que es un chanta. Yo te quiero en mi equipo. Quedate conmigo y vas a ganar más plata que la que hemos ganado todos nosotros juntos en nuestra vida —dijo Bilardo.

Luego de que Bilardo dijo estas palabras, se empezaron a pelear y a tironeárselo como dos chicos. De allí surgió la profunda enemistad entre Bilardo y Menotti, pero Alberto ponía orden. “Lo discutimos en el asado que voy a hacer en casa” decía. A continuación, apareció allí Adriana Salguero, elegantemente vestida con un trajecito tipo Channel. Sólo que en vez de una camisa ella llevaba la camiseta del Patria con el número de camiseta de Camargo. Luego, ella le dijo sacando pecho:

—Alber, por favor ¿me firmás acá?

Alberto le firmó la camiseta a la altura de su seno izquierdo. Cuando terminó, ella con sus delicadas manos, tomó su cabeza y la acercó a sus pechos mientras le decía:

—Hoy soy toda tuya, mi amor.

A continuación, el Diego, el Beto, Menotti y Bilardo gritaban como hinchas:

— ¡Albeeeerto! ¡Albeeeerto!

Esta historia que usted leyó, estimado lector, es la que Alberto hizo circular todos los días en cada oficina de la Dirección Federal de Recaudación Impositiva en donde estuvo trabajando. Algunos, cansados y aburridos de escucharla le preguntaban:

— ¿Y por qué no seguiste en el fútbol si te iba tan bien?

Él siempre respondió:

—Lo que pasó es que yo siempre fui muy envidiado. Me pegaban mucho en los partidos y terminé lesionado. Ya no pude jugar más.

Linda historia. Sólo que en realidad había pasado algo un poquito diferente. Un poquito, nada más.

CAPÍTULO 2

LA VERDAD DE LA MILANESA

Año 1989. Ciudadela, barrio José Ingenieros. Era la final del torneo de fútbol barrial. Jugaba el Club Social y Deportivo Patria contra el Club Social y Deportivo Nolting en cancha de once. Los jugadores seleccionados en ambos equipos para el partido no eran profesionales. Eran todos vecinos del barrio entrados en años, mostraban una indisimulable “panza cervecera” y algunos inclusive no podían correr ni el colectivo.

En las tribunas estaba la mayoría de los familiares de los jugadores más otros curiosos que— quizá para no soportar a sus esposas y a sus hijos el domingo a la mañana— habían decidido ver el partido, para matar sus horas libres y así evitar pensar en lo vacías que podían resultar sus propias vidas.

El premio para el ganador de la final del torneo era un simple trofeo. Nada significativo, pero los jugadores se lo tomaban en serio. Y cuando el estado físico no acompañaba metían pierna fuerte. Si el otro se lesionaba, que se joda. Problema suyo.

Eso sí. Después del partido y liberada la carga de testosterona; se improvisaba una mesa con un tablón con caballetes, y todos comían un asadito con vino de cartón.

El partido del C. S. y D. Patria contra el Nolting estaba resultando un embole total. A los quince minutos del segundo tiempo, el partido estaba empatado en cero. Parecía que los defensores de los dos equipos jugaban a ver quién podía patear la pelota lo más arriba posible. Con los mediocampistas la historia no fue muy diferente: parecía que les daban una mención especial al que metía la patita más fuerte. Muy del estilo de la selección italiana o bien uruguaya.

Ante tanta demostración anti—fútbol, las tribunas permanecían indiferentes al espantoso espectáculo. Por lo menos, los vendedores de choripanes y gaseosas ganaron muy bien ese día y los hinchas habían justificado el hecho de ir a la cancha.

Veinte minutos del segundo tiempo. El director técnico del Club Patria— Roberto Funes— comentó por lo bajo a su ayudante, mientras miraba a Alberto:

—Parece que no va a quedar otra que hacerlo entrar, al pelotudo éste.

—Pero ¿estás seguro de lo que vas a hacer?

—Seguro, lo que se dice seguro, no. Pero negocios son negocios y el papá, el que levanta quiniela en el barrio, me pidió que lo ponga. Y la verdad, le debo un fangote de plata.

—Te entiendo. Por lo menos los demás suplentes te lo van a agradecer. Se ve que Alberto les dio charla, porque algunos están dormidos y otros están considerando el suicidio.

El DT se dirigió a Alberto y le dijo:

—Preparate Albertito. Entrás vos.

Cuando Alberto entró a la cancha con la 10 en la espalda, Roberto Funes comentó por lo bajo:

—Perdoname por este pecado que acabo de cometer, Dios mío.

Alberto se jactaba de ser un estratega en la cancha. De esos que pensaban en vez de correr. Y si encontraba a un compañero bien ubicado, como consideraba que tenía una pegada prodigiosa él era capaz de ponerle la pelota en los pies, no importa la distancia en que su compañero se encuentre.

En la primera que agarró Alberto meditaba para ver a quién podía pasársela. El caso es que pensó tanto, que vino un mediocampista rival y sin cometerle faul se la sacó. Sus compañeros se querían morir. Su compañero de equipo, el carnicero Angelito Pérez— que tenía la 7— le gritó:

— Pero ¿qué hacés, boludo? Te dije que me la pases porque estaba solo.

Al ver esa jugada, Roberto Funes ya empezó a chupar el primer caramelo antiácido del primer paquete, de los quince que compró y tenía encima. La hinchada a su vez, le gritaba cosas del estilo “juera, burro”, “Sacale la caja a los botines, mamerto”, etc., más otras irreproducibles que incluía a parientes suyos ascendentes y descendientes que ni siquiera llegaron a conocer.

Último minuto del partido. Parecía que nadie podía quebrar el cero. Cero, un número adecuado para calificar el nivel del partido. Saque de arco para Nolting. Alberto estaba de espaldas al arco agachado y atándose los cordones. Cuando se levantó, el pelotazo del arquero rival le dio en la nuca y lo noqueó. La pelota a su vez, con el rebote ingresó mansita en el arco. Gol del Patria. Gol y final del partido. Habían dudas acerca de qué festejaban los hinchas: los tres puntos de la victoria o el fin del espantoso partido.

Alberto por otra parte fue llevado a la enfermería por Adrián, el zaguero izquierdo del Patria. Allí, lo atendieron el doctor Carlos Villardo y su enfermera Mara Donda, junto con los médicos jugadores del Patria César Mellotti y Roberto “Beto” Alfonso. Para reanimarlo, le daban cachetazos. Se los daban con placer, como si disfrutaran dárselos. Se turnaban un rato cada uno para reanimarlo de esa manera. Cuando Alberto se repuso fue llevado al asado.

CAPÍTULO 3

TERCER TIEMPO

Después de las duchas, los jugadores del Patria y el Nolting degustaban el asadito con vino de cartón. Alberto estaba sentado en la cabecera, el lugar reservado para la figura del partido y sus compañeros le decían cargándolo: “¡Grande, goleador! ¡Qué jugada que te mandaste, titán! Fuiste la figura de la cancha”. El carnicero Angelito Pérez, aún enojado por el pase que Alberto no le dio comentó:

—Ni lo mencionen. Me tenía que dar un pase y se quedó mirando los pajaritos. ¿Figura de la cancha? ¡Pero por favor!

En ese momento, todos miraron al carnicero fulminándolo con la mirada. Lo peor que se podía hacer con Alberto era darle charla porque hablaba lentamente, pausadamente, tenía una voz grave y monocorde. Además, hablaba de cuestiones que no llevaban la charla a ninguna parte. Angelito, expresando su opinión — por otro lado, tenía razón en lo que decía— activó a Alberto. Grave error.

—Es que yo estaba pensando para ver a quién le daba la pelota. Porque como dijo Menotti: “yo, a un goleador puedo perdonarle que no haga goles en un partido. Lo que no puedo perdonarle es que no sepa pensar”. Por otro lado, nosotros aplicamos los principios de la escuela de Bilardo. Lo importante, es el resultado y...

—Che, rico el asadito ¿eh?

El verdulero Ignacio Habib— el arquero del club Patria— lo interrumpió, pero ya era tarde. Alberto había empezado el monólogo.

—Más o menos. La carne está un poco dura. Mi papá decía que, si la carne de vaca es dura, es porque la vaca se puso nerviosa en el momento en que la transportaban al matadero. La mejor carne para el asado sale cuando la vaca no sabe que la van a matar porque no se tensa ¿no? Por eso, muchos matarifes les dan un tranquilizante suave a las vacas, justamente para que la carne no salga dura cuando se la consuma. A mí, de todos los cortes, me gusta el vacío. Pero no muy cocido, porque me da la sensación de no estar masticando nada ¿me seguís? Lo ideal para mí, es que esté jugoso en el medio. Porque cuando paso la cuchilla…

El monólogo continuó. A esta altura, los que estaban un poco alcoholizados terminaron durmiéndose con la cabeza apoyada en el tablón. Y los que no estaban alcoholizados se levantaban a cada rato para ir al baño. Pero no por necesidades fisiológicas. Se levantaban a cada rato precisamente para no escucharlo. Con el que prendió la bomba— el carnicero— sucedió otra cosa. Se acercó el dueño del buffet— Jacinto López Amil— con el atuendo de siempre: una única y larga ceja que asomaba debajo de la boina negra; una barba de tres días sin afeitar; el escarbadientes en el lado izquierdo de la boca; su camisa cuadriculada blanca, que usaba hace cinco días; el chaleco verde oscuro manchado de comida y vino tinto, que cumplía un mes de uso continuo. También estaba presente su eterno olor a chivo de siempre, que actuaba como repelente de todo género femenino. Le dijo al carnicero:

— ¡Angelitu! Eshtá tu eshposha en el teléfunu. ¿Le digo que eshtásh ocupado, cumu shiempre?

—No, gallego. Voy allá a atenderla. No sé cómo agradecerte.

—Puesh humbre, puedesh empeshar pur pagar la cuenta del buffet, cuñu.

—Boludeces no, gallego. Boludeces no.

Cuando Angelito atendió a su esposa en el teléfono, le dijodulcemente:

—Hola bichito de luz. No sabés cómo te extrañé.

—No me mientas ¿eh? Si me extrañaras de verdad estarías aquí conmigo, con mamá y los chicos, y no con esa manga de vagos con que te juntás siempre— le contestó.

—No me digas eso, que estaba deseando terminar acá para estar con todos ustedes. ¿Todo bien? ¿Cómo está tu mamá?

Su esposa, Sandra Lagos no podía creer lo que escuchaba. Su marido se rajaba a los partidos precisamente para no soportar a su madre.

—Me estás asustando, Ángel. ¿Te golpeaste la cabeza o bebiste mucho? Ella está más o menos. Se tapó la cloaca y el baño es un chiquero. ¿Conocés a alguien que lo pueda arreglar?

—Pero por favor, mi vida. Ese es trabajo para un hombre, así que voy yo. Y más si es para tu mamá.

— ¿Vos me estás jodiendo? Si nunca quisiste hacer nada de nuestra casa. ¿Ahora querés arreglar lo de mamá?

Del otro lado, Angelito escuchaba la voz de su suegra, que decía cosas como “Genial, ahora viene el inútil de tu marido, que es una máquina de hacer cagadas. No sé qué le viste vos a ese atorrante, nena. Si te hubieras quedado con aquél ingeniero, te hubiera ido mejor en la vida”.

Angelito contestó:

—Voy para allá, mi cielo. Llevo facturas para el mate. A tu mamá le gustaban las tortitas negras, ¿verdad? Voy para allá. De paso voy a disfrutar las charlas con ella recordándome una y otra vez cómo fue que te cagué la vida— dijo y cortó la comunicación.

Luego de la conversación telefónica, Sandra Lagos recriminó a su madre:

—Vos no querés a mi marido y es un buen tipo. Para que veas, él largó todo y se está viniendo para acá para arreglarte el quilombo del baño. Inclusive va a traer facturas. No seas mala con él. Me quiere mucho.

—Tenés razón, hija —dijo la madre—. A veces, creo que se me va un poco la mano con él.

Cuando Angelito volvió al comedor con los demás, todos los jugadores del Nolting e inclusive algunos del Patria ya se habían ido. Los pocos que quedaban estaban semidormidos. Y Alberto continuaba indicando detalladamente cómo uno tenía que tomar la temperatura del vacío a la parrilla, para que salga perfecto. Angelito dijo a todos:

—Muchachos, los dejo. Surgió un problema grande en casa y tengo que estar allá.

Los otros jugadores del Patria— semidormidos— juntaron fuerzas para mirarlo con bronca y decían por lo bajo: “qué hijo de puta que sos: le diste cuerda a este plomo y ahora nos lo tenemos que fumar nosotros”.

CAPÍTULO 4

DIOS PERDONA, ALBERTO NO

Alberto Camargo es un hombre de 45 años y trabaja como investigador en la Dirección Federal de Recaudación Impositiva, en la oficina de Investigaciones Especializadas, Sección Comercio e Industria. El sueldo que cobraba le permitía una vida de cierta comodidad, pero no mucho más. Lo más positivo del lugar en que trabajaba era— además del sueldo— que, al ser de planta permanente del Estado Nacional, su puesto gozaba de la llamada “estabilidad del empleo público”, con lo cual no se lo podía despedir a menos que cometiese una falta gravísima. En la práctica, no se despedía gente en la Dirección Federal de Recaudación Impositiva. Para sacarse a alguien de encima, el jefe de la división le daba el traslado o pase a otra oficina dentro de la DFRI.

Alberto llegó a las nueve de la mañana en punto a la empresa Laboratorios Simone S.A., en su Rambler Ambassador blanco con grandes manchas de óxido. Los representantes de la línea media de la firma, no bien lo veían, se empezaban a agarrar la cabeza. Le habían cedido la oficina de Reuniones, para que trabajara tranquilo y no estorbara las tareas de nadie.

Alberto vestía un sombrero tipo Sherlo, traje con camisa gris rayada, piloto beige y un fino maletín de cuero negro. Estaba contento con el trabajo de los días anteriores, porque descubrió un ajuste de $1.000 que la firma había omitido en sus declaraciones juradas del Impuesto a los Réditos Empresarios y al Consumo. Pero los $1.000 no se componían de un solo comprobante, sino que fue encontrando pequeñas diferencias a partir de varios comprobantes que databan desde 1992 hasta 2012.

El jefe del área impositiva de la firma— el contador Ricardo Marsulias— cuidaba bastante las formas, pero con Alberto no había manera. Ahora debía sufrir la parte más dura de su trabajo: la explicación detallada de las tareas realizadas y de los desvíos que detectó su investigación. No era sencillo soportarlo, porque cuando hablaba— la mayoría de las veces— de cosas sin sentido; su rostro no reflejaba ningún tipo de expresión. Y cuando en contadas ocasiones se reía, su risa parecía fingida, como un graznido.

Anticipándose a esto, Marsulias disolvió un sobre de sales digestivas en un vaso de agua y se lo tomó. Luego, bebió un té de boldo y respiró hondo, antes de entrar a la oficina para responder al llamado de Alberto:

—Buen día, Alberto. Me llamó porque había encontrado desvíos nuestros en su investigación. Lo único que le voy a pedir es que sea breve. No tengo tiempo.

—Cómo no, señor Marsulias. Pero yo necesito explicarle el origen de las diferencias. Como decía Napoleón: “vísteme despacio, que tengo prisa” ¿no? Porque Napoleón sabía dirigir a su ejército del mismo modo que Menotti a su equipo. Porque una maquinaria funciona bien si los pequeños engranajes que la componen saben funcionar como un todo ¿me seguís? Menotti lo tenía muy claro esto. Porque yo creo que, si empleamos el método de Bilardo y vamos directo al resultado, perderíamos el sentido de...

— ¡Le pedí que sea breve, pedazo de...! — contestó Marsulias.

Dejó pasar tres segundos antes de seguir su locura. Luego, como había aprendido en sus clases de yoga respiró hondo y reformuló su respuesta, intentando calmar su furia asesina:

—Quiero decir: vayamos al grano, señor Camargo.

—Pará, pará. Dejame terminar. Todo empieza con el comprobante número 476, emitida en fecha 03/03/1992, en el cual existe una diferencia de $2 respecto de la declaración jurada. Si aplicamos los intereses resarcitorios y el índice inflacionario, me da $5. Luego, también existe una diferencia de $0,32 entre el comprobante 478, de la misma fecha, que no fue declarado en la declaración jurada. Aplicándole el coeficiente del ajuste por inflación, me dio $1. A su vez, si le aplico los intereses resarcitorios, me da $2,45. Luego, tenemos el comprobante…

El contador Marsulias estaba levantando presión nuevamente, porque las cifras objetadas no eran significativas, e intentó interrumpirlo:

— ¡Dígame el total del ajuste, Camargo!

El investigador sin embargo no lo escuchó y siguió su relato como si nada:

—…498 emitida el 04/03/1992, de la cual no se declararon $4 en la exteriorización de ingresos. Le aplicamos el ajuste por inflación, y me dio $5. A su vez, aplicamos la tasa de intereses resarcitorios hasta la fecha, llegamos a un importe de…

En este momento Marsulias, exasperado y desesperado dejó de escuchar. Pensaba “¿Y si lo mato? No. No vale la pena ir a la cárcel por un pelotudo como éste. Me mato yo y que él vaya en cana. No, tampoco va ésa. Ya sé. Mato a este estúpido y atrás me mato yo: ahí sí.”

Marsulias puso sus manos en tensión y cerró los ojos imaginando que tenía entre ellas el cuello del investigador. Imaginaba que apretaba su cuello con fuerza y lo observaba mientras se apagaba lentamente el brillo de sus ojos. De repente tenía una sonrisa feliz en la cara, ante esa idea.

Luego, cuando volvió en sí, Marsulias pensó: “Pero ¿qué mierda estoy por hacer? No lo puedo matar. Tengo una familia que depende de mí y además no pagué mi seguro de vida. La puta madre”.

Cuando terminó de desechar la atractiva idea de matarlo, marcó un número de teléfono con su móvil para comunicarse con Diego Menéndez, el jefe de la oficina de Investigaciones Especializadas, Sección Comercio e Industria. Lo peor de todo es que el investigador seguía explicando cada comprobante como si nada. Por fin atendieron a Marsulias:

—División.

—Buen día. Necesito hablar urgentemente con Diego Menéndez.

—Soy yo ¿quién habla?

—Ricardo Marsulias, de Laboratorios Simone S.A. el señor Camargo está aquí, en nuestras oficinas.

—Ya veo: estoy escuchando la voz de él desde su teléfono. Parece que le está explicando pormenorizadamente el ajuste impositivo ¿verdad?

—Sí. Y es insoportable.

—Y eso que usted lo soportó solamente una semana. Nosotros lo tenemos aquí hace cinco años. En fin ¿qué desea?

—Voy a ser crudo con usted Menéndez, pero le blanqueo todo. Nuestro laboratorio declara sólo el 30% de los ingresos. Yo le rectifico todo. Le declaro centenas de millones omitidas en las exteriorizaciones de ingresos, una cifra infinitamente más grande de lo que su investigador encontró. También le armo el plan de pagos. Mañana voy a su oficina y le firmo todo lo necesario. Pero, por favor le pido. ¡No me lo mande más!

—Celebro que usted tenga esa conciencia tributaria, Marsulias. Si todos fueran como usted, qué gran país tendríamos.

—No me tome el pelo, Menéndez. Demasiado que voy a tener que explicar esto a mis superiores para no perder mi trabajo. No van a querer poner toda la plata, pero no importa. La diferencia la pongo yo. Lo que sea, pero no quiero volver a ver a Camargo ¿me escuchó?

Después de cortar la comunicación, Marsulias abandonó definitivamente las clases que tomaba de yoga, al darse cuenta que no daban resultado. Cuando alguien trataba con tipos como Camargo, no había yoga que valga.

CAPÍTULO 5

EL PASE A LA RED

Alberto Camargo había pasado por varios sectores, antes de trabajar en Investigaciones Especializadas, Sección Comercio e Industria. Le costaba encontrar su lugar. No le resultó fácil. En el año 2003 trabajó en el sector de “Inteligencia Fiscal”, y la tarea que tenía asignada en aquél momento era el armado de informes estadísticos de casos trabajados por la división.

Alejandro Palomino, de 38 años de edad, casado con dos hijos y un físico atlético; era el jefe de la división y tenía que preparar otras cosas urgentes, de modo que podía excusárselo del desastre que le ocurrió; al igual que a su supervisor Víctor Gámez.

Porque el sistema de trabajo, en esa oficina y en toda la organización era muy claro: primero había que apagar los incendios, es decir, los temas urgentes. Después, si quedaba tiempo, se hacían las tareas propias de la oficina.

En esa oficina trabajaban veinte personas, y todas estaban abocadas al apagado del incendio, que en ese caso era una estadística que la alta superioridad había pedido para exponer en una conferencia de prensa.

Todos en la oficina conocían bien a Alberto y lo tenían bien aislado. Lo último que hubieran querido hacer los jefes en aquél momento, era darle casos para trabajar, pero no les quedó otra: estaban todos tapados de papeles y trabajos urgentes. El jefe Alejandro Palomino convocó a una reunión en su oficina al supervisor Víctor Gámez y a Alberto. Le iban a comunicar que le pasaban dos casos muy importantes: Roos Investment S.A., y Compañía Argentina de Inversiones S.R.L.

Alejandro habló:

—Alberto, te pasamos estos dos casos para que armes un informe. Necesito que prestes mucha atención. Este trabajo, generalmente lo prepara Víctor, pero ahora tenemos otra cosa más urgente. Prestale mucha, pero mucha atención. El laburo es sencillo, y no requiere conocer mucho. Pero no te tomes todo el tiempo del mundo y no te vayas por las ramas. Esto lo tenemos que tener listo hoy ¿está claro? — Le dijo mientras le pasaba los expedientes.

—Sí, señor. Mucha atención, sin tensión, je, je, je. Atención, tensión. Muy gracioso ¿no?

Jefe y supervisor se cruzaron miradas, como diciendo “este tipo no es más pelotudo, porque el día tiene 24 horas”.

— ¡Enfocate bien, Alberto! ¡El laburo tiene que salir hoy, sí o sí! ¡Hoy al mediodía! ¿Me entendiste bien? Dijo Alejandro.

—Sí, señor jefe. Hoy voy a emplear la filosofía de Bilardo. No vamos a los chiches: vamos al resultado. Porque en todo partido de fútbol…

El supervisor lo interrumpió, al notar que el rostro del jefe pasaba del colorado al morado.

— ¡Retirate, Alberto! Y por favor, cuando te vayas cerrá la puerta.

Alberto salió. Cuando cerró la puerta, Alejandro dijo:

—Creo que me voy a arrepentir al haberle dado ese laburo.

—No te preocupes. Antes de que te llegue a vos, lo voy a mirar con lupa yo— dijo Víctor.

Alberto preparó el informe, y lo envió por mail al correo del supervisor. Pero no le envió nada de las empresas que le pidieron. Le envió información de dos empresas distintas que había trabajado el año anterior. El supervisor estaba armando el informe estadístico en el cual trabajó toda la oficina. No tenía tiempo de nada, pero como el error era grosero, lo llamó a su escritorio.

—Alberto. Ya no sé cómo hablarte. Te pedimos un informe de dos empresas concretas, y vos enviás cualquier cosa. Antes te habíamos pedido que armaras notas, y escribiste cualquier cosa. Al final, no puedo contar con vos para nada. Escribís y lo hacés mal. Copiás y copiás mal. Ponete las pilas. Ya sé que acá somos pocos y estamos desbordados. Pero vos no estás haciendo nada. ¿Qué te pasa?

—Me equivoqué. Te pido disculpas, y ahora lo arreglo. Conmigo no pasa naranja. Pasa de uva, je, je, je.

—Andá. Hacé las cosas bien y pasame el trabajo. No me hagas perder el tiempo.

—No vamos a perder el tiempo, porque el partido dura noventa minutos. En esos noventa minutos, el jugador debe procurar que el pase…

— ¡Andá a tu asiento y terminá el trabajo!

Llegando al límite del tiempo, Alberto terminó los informes y los envió por mail. Aparentemente, no había errores, así que lo enviaron a las jefaturas superiores. Al rato, la jefatura superior llamó al jefe de división a su despacho. Sucedió que Alberto tomó bien los datos de compras y las ventas de las empresas que le pidieron. Pero en el informe de Roos Investment S.A., informó las ventas de esta empresa con las compras de Compañía Argentina de Inversiones S.R.L.; y en el informe de esta última, indicó sus ventas con las compras de Roos Investment S.A. Por esto, el jefe de división ligó un reto muy grande. Palomino estaba furioso, y se quería sacar de encima a Camargo. Llamó a la oficina de Diego Menéndez, de Investigaciones Especializadas, Sección Comercio e Industria, para hacerle una pregunta. Palomino fue por fin atendido.

—Buen día Menéndez. Soy Palomino, de Inteligencia Fiscal. Quería preguntarle si usted tendría una vacante disponible para alguien de mi oficina.

—Desde luego que sí, señor Palomino. Siempre nos falta gente.

—Bien. Iniciaré las gestiones necesarias para que esta persona trabaje con ustedes ¿me seguís? ¡Perdón! No quise decir eso.

Cuando Alejandro cortó la comunicación, le comentó la idea a su superior inmediato, quien le bajó todo tipo de entusiasmo:

—Mirá que no es tan fácil sacar a Camargo. Tené en cuenta que Úrsula Lipkins está como jefa administrativa. Si existe algo en lo cual ella se destaca, es en parar los trámites durante meses. Otro jefe de división estuvo cuatro meses para que Úrsula le aprobara la compra de útiles de oficina. ¿Te das cuenta de lo que te digo? Y hablamos de lapiceras y esas cosas, no de personas o escritorios. Fijate si podés. Te deseo suerte.

“Mierda”, pensó. Él tenía razón. Había que lidiar con Úrsula. Ella tenía 58 años y era una mujer obesa. Tan obesa como un lobo marino, y además se vestía ridículamente con colores fuertes. Tenía bigotes sumamente largos y un carácter avinagrado. Nunca fue posible explicarse cómo llegó a estar casada durante tanto tiempo. Su marido recién pudo descansar de ella cuando falleció, hace 15 años atrás. Úrsula, desde entonces, no volvió a estar en pareja.

Úrsula se caracterizaba por darle cloroformo hasta al trámite más insignificante. Ella siempre le dio prioridad a las tareas que le parecían más importantes, como pintarse la cara como una puerta y las uñas como balizas. Palomino pensaba que “si tardaba cuatro meses para autorizar la compra de simples lapiceras, no me quiero imaginar cuánto podría tardar para darle el pase a Camargo”.

“No importa. El que no arriesga, no gana”, se dijo y fue a visitar a Úrsula a su oficina:

—Buen día, Úrsula. Quería preguntarte si existe la posibilidad de darle el pase a Alberto Camargo.

—Vos sos jefe de división. No trabajás desde ayer conmigo. Sabés lo que pienso al respecto— dijo, mientras se pintaba las uñas de verde fosforescente con la mano apoyada en su escritorio.

La voz de Úrsula era ronca como después de haber fumado cuarenta atados de cigarrillos negros fuertes.

—Sí, Ursulita. Pero quiero proponerte un negocio. Te pago un mes de mi sueldo, si conseguís el pase de Camargo a Investigaciones Especializadas— dijo con una sonrisa de comercial de dentífricos y cara de bobo, para parecer simpático.

—Yo no necesito plata. Mi difunto marido ya me dejó suficiente— dijo sin mirarlo y continuando pintándose las uñas.

—Sí, Úrsula. Sin embargo, yo necesito que me des el OK. Necesito que apruebes el pase. ¿No hay manera de que lo podamos arreglar?

—Sí. Hay manera.

— ¿Y cuál es?

Úrsula sonrió, mostrando sus dientes marrones por la nicotina y el café y le dijo:

—Vos sabés que siempre me pareciste un lindo pibe ¿no?

“Uy, cagué”, pensó. Igual, para sacarse a Camargo de encima, cualquier esfuerzo valía. Le preguntó:

— ¿Seguro, Úrsula? No me vas a cagar ¿no?

—Si vos hacés tu parte, mañana a primera hora tenés el pase con mi firma en tu escritorio.

Antes del encuentro, Palomino había llamado a su esposa para avisarle que iba a llegar tarde porque debía preparar un trabajo urgente.

Cuando salieron del trabajo por separado, Úrsula y Alejandro se encontraron en el albergue transitorio “Meta y Bomba”. Alejandro pagó la habitación, y entraron. Antes de empezar a hacer nada, él pagó dos botellas de champagne para él, para no tener plena conciencia de lo que estaba por hacer; y cerveza para ella. Mientras tomaban, Úrsula no paraba de hablar y le mostró una foto de cuando ella tenía 20 años, en la cual se consideraba bella. A sus adentros, él se decía que se parecía al Sapo Pepe, pero con menos verrugas peludas que ahora.

Cuando estaban en la previa, Úrsula lo besó. La sensación primera de él fue como haber besado un cenicero, sobre el cual apagaron cien cigarrillos negros, y diluido con cerveza.

Luego, cuando ella se desnudó completamente, él creyó ver a Jabba, de la película “La Guerra de las Galaxias”. Parecía que había engordado 30 kilos por año en los que estuvo viuda. Además, la tarea le iba a llevar más esfuerzo del que creía, porque cuando ella se le acercó, le notaba una barba crecida de dos días en la papada, y era tan gruesa como la de él. A su vez, le había crecido un bigote prominente, como los de una foca. Alejandro apagó la luz y cerró los ojos, para imaginarse que estaba haciendo el amor con Luciana Salazar. Pero no había manera porque encontraba colgajos de carne en donde no debía haber. Ella, cuando terminaron, le pidió varias repeticiones porque no le había alcanzado con sólo una vez. Tremendo sacrificio, porque parecía que la mujer sudaba con olor a humo de cigarrillo negro.

Cuando Alejandro volvió a la división al día siguiente, ya tenía el pase de Alberto firmado. Lo llamó a su despacho y le notificó el pase, sin permitirle hablar. A continuación, llamó a la oficina de Logística, Sección Movimiento de Bultos. Cuando Palomino fue atendido por el jefe de esa oficina dijo:

—Buen día. Soy Palomino, jefe de la división “Inteligencia Fiscal”. Necesito colaboración para trasladar elementos de oficina al piso 4 para hoy.

— ¿Para hoy? Olvídese. Estamos tapados de trabajo. La demora es, mínimo y haciéndole un favor, de dos días. Para mañana a última hora, si hay suerte.

— ¿Pero tanto va a tardar? Preguntó Alejandro, mientras miraba a Alberto con terror—Olvídese. Esto lo arreglo hoy yo mismo.

Alejandro ayudó a llevar todos los elementos de oficina a Alberto. Cargando muebles, escritorios y archiveros, el jefe de la división se lastimó el nervio ciático. Como no podía faltar a su trabajo— porque se arriesgaba a perder su cargo— estuvo yendo a trabajar consumiendo altas dosis de Diclofenac y soportando dolorosas inyecciones que le dejaron el traste como un colador. Sin embargo, no le importaba nada. No le importó cuando el médico que lo atendió le dijo que por esa lesión del nervio ciático nunca más iba a poder volver a jugar al fútbol. Tampoco le importaba la imagen de Úrsula desnuda, que lo persiguió en su mente durante varios meses cortándole el sueño a mitad de cada noche. Era fija que él le iba a dar muchas ganancias a psicólogos y psiquiatras varios. Pero por fin, se había sacado el clavo de encima.