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"Probablemente, conocer con profundidad a alguien es el mayor misterio del universo, una utopía que, como tal, estamos condenados a querer habitar". La pluma de una escritora navega por las turbias aguas del dolor luego de perder a su esposo tras una larga enfermedad. Acaso, los avatares de la propia vida en su etapa menos deseada. Sin embargo, un interrogante todavía la aguarda: ¿cuánto más oscuro puede ser el abismo cuando la nostalgia de un pasado oculto se empecina en salir a flote? A partir de allí comienza un largo camino de incertidumbre, acompañado de una extraña disyuntiva: el qué hacer ante un mundo que se cae cuando todavía no ha nacido uno nuevo. El invierno de nuestras vidas es más que el retrato de un dolor lacerante. Es una inmersión de los engranajes personales a través de la escritura, un testimonio sin reglas de la exploración de los límites de lo literario y, tal vez, lo más inquietante de todo: una prueba de cómo las personas, en su anhelo de seguridad, no ven la trampa en la que cotidianamente se refugian.
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Seitenzahl: 241
Veröffentlichungsjahr: 2024
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De Ocaña, Daniel
El invierno de nuestras vidas / Daniel de Ocaña. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8449-66-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
© 2024, Daniel de Ocaña
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2024, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello Bärenhaus
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8449-66-1
1º edición: septiembre de 2024
1º edición digital: agosto de 2024
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
“Probablemente, conocer con profundidad a alguien es el mayor misterio del universo, una utopía que, como tal, estamos condenados a querer habitar”.
La pluma de una escritora navega por las turbias aguas del dolor luego de perder a su esposo tras una larga enfermedad. Acaso, los avatares de la propia vida en su etapa menos deseada. Sin embargo, un interrogante todavía la aguarda: ¿cuánto más oscuro puede ser el abismo cuando la nostalgia de un pasado oculto se empecina en salir a flote?
A partir de allí comienza un largo camino de incertidumbre, acompañado de una extraña disyuntiva: el qué hacer ante un mundo que se cae cuando todavía no ha nacido uno nuevo.
El invierno de nuestras vidas es más que el retrato de un dolor lacerante. Es una inmersión de los engranajes personales a través de la escritura, un testimonio sin reglas de la exploración de los límites de lo literario y, tal vez, lo más inquietante de todo: una prueba de cómo las personas, en su anhelo de seguridad, no ven la trampa en la que cotidianamente se refugian.
Nació en 1982, en la ciudad de Rosario. Es Licenciado en Periodismo. A lo largo de los años colaboró en diversos medios nacionales, gráficos y radiales, entre los que se destacan el diario El Ciudadano & La Región y LT3. También escribió para portales digitales del extranjero. Su formación en Escritura Narrativa estuvo asociada a distintos talleres. Sus intereses, además de la literatura, están asociados a la música.
Es el autor de las novelas Oblivion (2020) y Bajo el cielo de Manhattan (2022), ambas publicadas por Editorial Bärenhaus.
Instagram: @ddeocana
“La felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí”
Jorge Luis Borges
Voy caminando por la playa vacía, viendo cómo el crepúsculo va apagando todo a mi paso. El viento sopla fuerte, con actitud desafiante, como si tuviera la intención de silenciar la voz que las olas dibujan ante cada rompiente. A decir verdad, no tengo frío, pero llevo por abrigo una frazada liviana sobre mis hombros, acaso el resabio más vívido de mi reciente estancia de abandono en la cama. Camino un poco más hasta que mis pies perciben la humedad de la arena y así, poco a poco, me gana la familiaridad.
Estoy yendo hacia el mar, como ha sido siempre. Soy de esas personas que a menudo se mencionan tan cercanas al mar en todo lo físico y espiritual que pueda abarcar esa sentencia. Siempre sentí que era una parte mía. Si hasta me llamaban por su nombre. Ya en la orilla, de un momento a otro, la mojadez de la arena se hace más ostensible y mis pies, sin esfuerzo, se van enterrando hasta los tobillos. Luego espero lo inevitable, lo que sé que sucederá, lo que he venido a buscar: que miles de alfileres de agua salada se me claven en la piel; que esa agua, con la fuerza que la ha traído hasta allí, me golpee con estruendo; que esas gotas se trepen por mis piernas para así cerrar los ojos, respirar hondo y liberarme de la agitación interna que cargo. Y todo para poder abrir de nuevo mis ojos, y para por fin poder convencerme de que ese mar, de que esa arena, de que ese viento son reales; y caer en la conclusión de que el infierno al que me veo sumida no es tal, de que es un mal sueño del que estoy a punto de despertarme.
Pero no. Al parecer no es posible.
Meses más tarde, en el calor de esa casa en la playa a la que decidí mudarme, escribo sobre ese infierno que, en parte, comienza con el hecho de haber sido testigo del derrumbe de la persona que amé. Esa experiencia cruel que, sin embargo, guarda por momentos cierto consuelo: acaso el de creer que el otro no elegiría a nadie más que a uno para dejarse ver en ese derrumbe. Lo tomo así y pienso en ese momento que todavía camina por mi mente, en esa especie de privilegio extraño, ya que es un privilegio que se lo transita bajo el influjo de una anestesia. A menudo —tal vez a causa del dolor que nos ocasiona— no nos damos cuenta de lo que estamos viviendo. Y después, cuando todo pasa, lo de siempre: la conciencia desapegada de ese dolor que nos hace saber que hemos sido parte de un fenómeno de esos que dejan una huella para el resto de nuestras vidas.
Ser testigos del derrumbe de la persona que amamos es el oxímoron más elocuente que nos puede tocar, porque la cercanía quita espacio y la falta de ese espacio, a su vez, perspectiva, la misma que necesitamos para darnos cuenta de algo aún más trágico: que nuestro mundo se cae y que junto a él también nos caemos nosotros.
Hay quienes viven la pérdida de los que los acompañan desde el egoísmo absoluto. Cuando el momento se acerca, intentan dejar las cosas resueltas sin importar el costo para no tener que vivir con la culpa de haberse callado algo. Probablemente para luego no tener que pagarle una fortuna de dinero y de tiempo al psicoanalista en pos de que los ayude a descargar esa mochila de nostalgia sobre los recuerdos que se discurren y a la vez, que se erigen con la persona amada.
No está mal que queramos que nuestro camino esté exento de esas dificultades. Siento que la pena permanece un tiempo pero que la culpa puede ser eterna. Tal vez es por eso que las personas más inteligentes, habitualmente, crean un relato para ir apegándose a él y así transformarlo todo. Los otros, los menos inteligentes, incluso sin siquiera darse cuenta y sin un plan entre manos, puede que lleven una carga demasiado pesada para toda la vida. Tal vez se arruinen, se arruguen y vivan cada día, cada instante acompañado por ese peso. Creo que esa es la verdadera lucha: ser alguien con voz propia en medio de esos dos demonios.
¿Pero qué sucede cuando el que se va también nos deja una carga? Me pregunto esto con la distancia como consejera, sabiendo que cuando mi esposo murió, mi vida desembocó en un vasto océano de tristeza; pero fue lo que sucedió después lo que me empujó a la oscuridad del abismo.
Da igual mencionar fechas, basta decir que, luego de su partida, llegó un invierno crudo. No sólo por mi sentir, sino porque gran parte de los días, el sol se escondió detrás de un manto de nubes que trajeron lluvias como al menos yo jamás había visto. Fue un invierno que arreció la puerta de mi casa, un invierno que provocó que el viento empujara hacia adentro las hojas secas que habían sobrevivido al otoño. Fue un fenómeno extraño. Parecía como si la misma naturaleza me reclamara un territorio que era suyo: me considerara una intrusa, un obstáculo a derribar por su insoslayable paso arrollador, en esa lucha desigual a la que me vi forzada.
Mi esposo no era escritor como yo. Sin embargo, independientemente de mi compañía, sus años como profesor de literatura lo acercaron al mundo de las letras. Por su enfermedad, ese mundo construido de lenguaje, de significados, se le fue escapando entre sus manos con la amenaza cruel de vaciarlo. No obstante, cuando la salud estuvo de nuestro lado, el correr de las páginas de los libros hicieron de nuestra casa un lugar más interesante aunque, al igual que con todo el mundo, no por eso menos amargo.
Sus pasatiempos fueron variados, sólo uno de ellos se mantuvo incólume frente al paso del tiempo: el de escribir. A menudo escribía poemas y sonetos que adornaban nuestros momentos, y que yo misma, en las reuniones entre amigos, cada sábado por la noche, me tomaba el trabajo de empujarlo a que los leyera a viva voz. Sobre el final de su vida, su delicada salud le fue quitando libertades, instantes, ratos a solas con sus libros, pero no su entusiasmo. Supe de sus ganas de pasar más tiempo escribiendo, tal vez con el sueño que jamás me confesó pero que siempre intuí: el de escribir una novela. Y fue grande mi sorpresa cuando posterior a su partida encontré una carpeta con un rótulo que me llamó la atención. “Ese verano” llevaba por nombre. Allí convivían poemas, cartas y pensamientos con distintas fechas, escritas de puño y letra, con una caligrafía admirable y, al parecer, guardadas con celo mayúsculo. Está de más decir que leí cada palabra, y que me llegó hasta las lágrimas —da igual a estas alturas si fueron de emoción o de bronca.
Siento que conocer realmente a alguien es el mayor misterio del universo. Es una utopía que, como tal, estamos condenados a querer habitar.
Y confieso que fui soberbia por alguna vez creer que en verdad lo conocía. En mi caso, esa prepotencia probablemente la heredé de mi oficio. ¿De dónde si no? Una persona que tiene la vocación y la paciencia de sentarse en una silla y crear nuevos mundos, de tejer el entramado de sus personajes y de dirigir sus vidas. ¿Hace falta decir que es un juego peligroso? Eso, tarde o temprano, te entrega una sensación de poder. El ego, la vanidad. Es como una distorsión silenciosa que termina afectando a la otra vida, a la real, a la que compartimos con las personas de verdad.
Pero lo que más me atormenta es que, ahora, al mirar al resto, jamás podremos saber con certeza el papel que ocupamos en sus vidas, en esos mundos: en sus mundos. Porque rara vez en lo cotidiano alguien nos dice todo lo que en verdad representamos. Somos los creadores de una sociedad en la que esas cosas las dejamos a libre interpretación del otro mediante nuestras acciones, las que muchas veces, perecen bajo la confusión o la intrascendencia.
Jamás me puse a pensar en el lugar que ocupé hasta ese entonces… con la prueba descansando ante mis ojos.
Qué hacer con esa verdad fue lo más difícil.
A juzgar por el sinfín de sentimientos y adjetivos hallados en ese material, es imposible negar que “Ese verano” acaso no es más que una elegante y sincera respuesta de todas y cada una de mis preguntas.
¿Cómo se escribe lo incompleto, lo que pudiendo haber sido, finalmente no fue?
¿Se puede confiar en una memoria así?
¿Se puede confiar en una memoria que añora, que no olvida, que resiste?
¿Qué tipo de vida se lleva con una memoria que añora, que no olvida, que resiste?
Verte aquellos ojos enfrentando a ese sol todavía resplandeciente cuando caía la tarde era como hacer el amor con la mismísima diosa Afrodita. Verte allí, Lucía, rebosante, fresca, risueña, con el pelo enmarañado y con el canal de Saint-Martin de fondo es aún para mí la expresión más pura y más refinada de lo que puede representar la palabra belleza. Cómo olvidarme… si todavía me parece estar viéndote. Al principio, ya ves, te acordarás de que estabas un poco tímida, como sobrepasada, sin dar cuenta de que mi creencia —mi creencia de tu inmensa belleza, a la que claramente le desconfiabas— estaba a la altura de ese telón escenográfico único que con celo los parisinos se han guardado para sí mismos. Y allí, entre el viento, los aromas a agua dulce, acobijados por la frondosidad de los árboles y sentados en ese bordecito de cemento con las piernas colgando, te me aparecés de nuevo cada vez que cierro los ojos. Y otra vez se me viene encima ese pelo indomable, flotando en un cielo diáfano, altivo, dibujando raras constelaciones que con seguridad hubieran desorientado a cualquier astrónomo que, situado al pie de cualquier terraza, hubiera podido restregarse los ojos ante semejante evidencia de fecunda belleza en lo más genuino de esa palabra; belleza atrapada por cierto en las curvas de tu cuerpo que no hacía más que exponerse a los rayos del sol ya en franca retirada, y que provocaba que sonrieras mientras esperabas con impaciencia que yo pudiera dejar de lado mi torpeza para así sostener una cámara de fotos, apuntar y disparar en pos de captar un momento, que si en verdad hubiese tenido conciencia de que iba a ser tan único e irrepetible no hubiese podido disfrutarlo.
¿Y?, me decías, con ese forma tan tuya, llena de ansiedad por domar ese pelo aunque también por querer volver a estar cerca mío, en lo que sería un justo resumen de ese viaje, en aquel amable verano en París. ¿Pudiste?, me insistías. Como si yo hubiese sido tan tremendo estúpido para decir que sí, que había podido, que la foto ya estaba hecha y que dejaras ese pedestal que yo mismo te había construido, a la vera de esa agüita que en forma de bucles golpeaba bajo nuestros pies, un pedestal donde te lucías y que —a decir verdad— no estaba allí sino dentro mío y que tenía la calidez de un hogar de puertas abiertas. Por supuesto que todavía lo recuerdo: un lugar amoblado, con aroma a jazmín del aire, con ribetes en las paredes y molduras en los techos y con un ventanal donde cada día un sol dejaba colar sus rayos que iluminaban tu cara redonda, tersa, con esos ojos vergonzosos que solían jugar a las escondidas conmigo cada vez que incesantemente los buscaba en presencia de otras personas.
Entonces tu impaciencia ganaba la batalla, porque me volvías a preguntar si ya estaba la foto y entonces a mí no me quedaba más remedio que decirte que sí, y te decía eso porque tenía la esperanza de que en un banco de más allá, o tal vez arriba de una de las pasarelas, todavía te esperaba un ángulo mejor en el que retratarte, y dejar un registro en un negativo de lo que era para mí la felicidad.
Sé muy bien que no creías en ella. Hablabas como si todo se circunscribiera al sufrimiento o a la ausencia de sufrimiento. Siempre me pregunté qué fue lo que en tu vida te hizo creer que sólo había esos dos caminos. Llevabas una cruz pesada, invisible, como todos, que por momentos creo que te generaba cierto romanticismo cargar. Creo haberla descubierto ese primer día que te vi. Sentada enfrente mío, sosteniendo ese lápiz que horizontal dividía de forma desigual tu cara en dos. Con esos ojos inquietos, siempre llenos de preguntas. De eso me di cuenta cuando me hablaste por primera vez del Minotauro. Ahí supe que te sentías muy identificada con esa bestia. Tal vez por eso decidiste trazar en tu vida un camino lo más lejano posible a Teseo, el villano de esa historia en el cuento de Borges.
A veces pienso si no fui yo quien te terminó de empujar del todo hacia ese mundo. Y si por el bien de ambos no hubiese sido mejor que te alejara de ese destino, lleno de palabras, con argumentos desgarradores y finales amargos. Si ya no era suficiente la vida para ocuparse de esas cosas como para estar yo rescatando escritos que no hacían más que resignificar todas esas tragedias que le pasan a la gente. Pienso también, con culpa, si al moldearte en ese camino no fui yo quien construyó, ladrillo a ladrillo, mi propia cárcel y mi condena al tener todavía que cumplir una pena por recordarte, por desearte y por no poder tenerte.
Y el sufrimiento se vuelve sufrimiento porque sé que sufro. ¡Qué fácil sería no conocer el significado de algunas palabras! Pero sé que no es posible. Y no reniego. No hay expulsión del Edén que no lleven el dulce y crujiente sabor a manzana.
Y es aún, Lucía, que tus risas todavía se me acomodan cercanas en mi almohada cada noche, que al recostarme recuerdo con nostalgia ese viaje que hicimos. Todavía tu voz se me cuela cuando estoy durmiendo. Y así me despierto, exaltado y con desazón porque sé que todavía vivo en una época donde los viajes en el tiempo son un acto imposible. Por eso intento volver a dormirme aunque sé que eso no es conveniente porque tu costumbre de colarte en mis sueños tiene más fuerza que cualquier susurro, que cualquier sensación de caricia, de arropamiento, en esas noches donde en el afuera se deja ver un frío que busca desesperado ser convertido en calor por otros afortunados que, en mayor o menor voluntad, pueden aún encontrarse con la mirada. Como alguna vez lo hicimos, vos y yo.
No reniego de nuestro tiempo. Finito y desgraciado él. Por el contrario, estoy agradecido por recordarlo y traerlo a un sitio que tal vez mañana sea papel y del que, en el mejor de los casos, lleno de dicha pueda releerlo con la extrañeza de quien transita por un texto por vez primera. Quizás armándome una imagen tuya tan diferente que no sea más que gracia y ya no pena, ya no nostalgia.
Y hoy, que la nada es todo, otra vez se me viene esa palabrita: felicidad, tan utópica, acaso como la paz en el mundo o como el dulce de leche de bajas calorías.
Lo sublime de estar juntos en esa primera noche sin el peligro de ser descubiertos. Sin relojes con cuenta regresiva, sin esperas incómodas, inoportunas. Estando allí aunque sin la conciencia de estarlo. Elevados vaya uno a saber en qué dimensión. Encerrados en una habitación demasiado común para tener semejante privilegio de ese lienzo de anocheceres y luces cándidas como se veía París desde allí; y entonces, nuestro deseo fundiéndose con ese cuchitril de techos bajos, de sábanas desparramadas y de ropa abandonada en el suelo. Y lo mejor de todo: incluso prefiriéndolo frente a la opción ilusoria de un elegante cuarto de estilo bizantino, con almohadones perfectamente acomodados, con una suave alfombra persa bajo nuestros pies.
Nos daba igual porque no había afuera más allá de nuestros cuerpos que pudiera hacernos cambiar de idea: esa idea fija de poseer al otro. Que comenzaba con nuestras miradas abandonando ese estado de permanencia estática, ese mirar al todo, a la nada, ese mirar por mirar. No sé si teníamos conciencia de que el mundo era ese globo giratorio que nos contenía. Sólo sabíamos que parecía detenerse cada vez que nos mirábamos como se miran dos lobos a punto de lanzarse a la lucha. Y así andábamos, en esa danza de miradas afiladas y de cuerpos preparados para la guerra, con respiraciones entrecortadas, con latidos de corazón que galopaban al unísono, atraídos como dos polos opuestos, que no hacían más que aguardar el choque del uno con el otro, y en ese estallido, acaso lo más maravilloso, un nuevo mundo. El mismo que se encendía con un pequeño roce. Nuestras pieles haciendo contacto. Y la química que las llevó hasta allí, al principio tan indiferentes y luego tan apegadas, haciendo lo suyo, dejando que las yemas de nuestros dedos empezaran a reconocerse de verdad, como si ambos estuviéramos frente a frente en un espejo, tratando de ser el reflejo de uno en el otro, jugando a adivinarnos los movimientos, yendo en búsqueda de un trazo en común que tuviera como destino ir más allá de la piel. Descubrirnos, des-cubrir, despojarnos de esa coraza que nos recubría hasta darnos cuenta con entusiasmo que no había fruto del que no pudiéramos comer en ese paraíso de cuerpos que nos habíamos acostumbrado a habitar.
Y la confirmación luego de ese enésimo primer beso que, al principio tímido, era el prólogo de una catarata de pasión tan desbordante que provocaba que las copas a nuestro alrededor rodaran por el suelo, desparramando lo poco que quedaba de vino sobre la alfombra y el piso de madera, en un instante donde ya no había lugar para averiguaciones de manchas rebeldes. Ambos lo sabíamos, como sabíamos el ritmo que tejía el ir y venir de la respiración mientras nuestras bocas crepitantes no podían apartarse la una de la otra. Entonces, cuando ya nada quedaba, nuestros cuerpos iniciaban esa danza instintiva con la que se pone en marcha una cacería. Lo mejor era que ambos nos sabíamos cazadores pero también presa. Y en esa epifanía, nuestras mentes despegándose del razonamiento, con el deseo como único testigo del éxodo de pantalones y saquitos, prendas que una vez fugadas, daban paso al carnaval de nuestras pieles desnudas, amalgamadas por un cálido sudor que nos aprisionaba en la tentación más elocuente.
Entonces nuestras miradas se plegaban entre sí, dejando paso a ese juego de ciegos voluntarios en donde no hacía falta ver para saber, para presentir. A su espalda, yo la rodeaba con mis brazos, tratando de establecer un roce mínimo, ínfimo que alcanzara más a persuadir que a consentir. Y todo para intentar desestimar a ese vestido corto, de esos que tienden a caer por dos breteles desde los hombros hasta apenas por debajo de la cadera. Pero antes, el pedido para que la sujete fuerte por la cintura. Entonces yo le entregaba apenas una muestra de lo que puede pasar cuando mis manos se apoyaban firmes sobre su cuerpo. Ella alzaba la cabeza tratando de contener el placer que le infundía esa presión y, en ese pleno sentir, me tomaba de la nuca y cerraba mi cabello en un puño, apretándolo muy fuerte, hasta soltarlo conforme mis manos hacían lo mismo y se desviaban hacia sus muslos.
Luego de ese momento, con ese afuera vetado de ausencia, de nuevo llegaba ese giro lento que la dejaba frente a mí, con su mirada en espera, aguardando algo más. Tras un nuevo beso, sentido, necesario, llegaba el recorrido de mis manos de abajo hacia arriba, pasando por su pecho hasta llegar a su cuello. Después, un movimiento de adentro hacia afuera para desembocar en los hombros, testigos de cómo un par de tiras que sostenían su vestido cedían ante el abismo. Y allí, ante mí, toda desnuda, posaba mi boca de nuevo sobre sus labios hasta ir descendiendo por el mentón hacia sus pechos, mientras juntos nos íbamos arrodillando y en ese movimiento, de nuevo mi boca, llenándose de piel, y mi mirada, queriendo saber si tenía el permiso de continuar. Y ella, mirándome con ojos que buscaban dibujar un sí tan rotundo ante una pregunta tácita, me privaba de una respuesta, sin remordimiento, como quien deja ver que algo mejor estaba en camino. El sorpresivo no con su cabeza dejaba enseguida lugar al pedido de que me sentara. Todo para acoplarse a mí, como quien ansía tener el control de una situación que ya sufría de un descontrol genuinamente saludable. Y luego, a las puertas del epílogo, el tomarme de nuevo con sus manos por detrás de mi cabeza. Y yo, inclinándome hacia ella, apretándome contra su pecho para luego, con mi boca dentro de la suya respirar el mismo aliento, justo al comienzo de ese sube y baja, el de su cuerpo sobre el mío, en un movimiento al principio placentero, luego indómito y por fin eufórico, tan parecido a la muerte y, a la vez, tan lleno de vida.
Por momentos sus pensamientos volaban a otra parte. Probablemente a la Argentina, a la casa de sus padres, donde tenía vida el recuerdo de un hermano que al parecer no estaba del todo bien de salud. Era un hermano lejano, así le decía, un hermano que no veía desde hacía rato. Hermano lejano, qué extraño, pensé la primera vez que lo oí. Se refería así a él porque prácticamente no habían compartido demasiado tiempo, porque era mayor que ella y porque se había ido de su casa —en el único lugar donde podía asociarlo— cuando ella todavía era chica, cuando la memoria hace esfuerzos en atrapar, y no había vuelto nunca más.
Lucía me contaba la historia con pesar, con el mismo pesar que seguramente sus padres le contarían al resto de las personas que tenían dos hijos que no vivían con ellos, una hija llamada Lucía, que estudiaba en Rosario, y un hijo llamado Emilio, que se había ido a vivir a los Estados Unidos y que a causa de su trabajo era complicado el ir y venir.
La relación entre Lucía y su hermano era una relación epistolar. Sus vidas eran a partir de las cartas que se escribían. Allí se había enterado de que últimamente no la estaba pasando bien, que tenía un problema de salud y que aguardaba por una solución.
Así, con ese pesar, ella había iniciado aquel viaje y yo había tenido que aceptarlo porque sabía que no tenía otra salida. La excusa de esa especie de premio había sido la coartada perfecta. Sin esa posibilidad, los planes de vernos caminando por París se hubiesen derrumbado con la injusticia con la que se derrumban lo que a veces con tanta ilusión y esmero las personas edifican.
Lucía por momentos parecía una joven terca y por otros una mujer con todas las letras. Vivía constantemente entre esos dos estadíos. La diferencia de edad que le llevaba no la incomodaba en lo más mínimo. Tampoco a mí que, salvo por un creciente vivo de color gris en el mentón, sobre mi barba tupida y prolija, no hacía dar cuenta de que entre nosotros había algo más que varios lustros de diferencia. Por el contrario, nuestra atracción estuvo desde un comienzo muy lejana a esos prejuicios que podían tener quienes me rodeaban, como el cuerpo de docentes, siempre tan a contramano con la rama humanística en la que se desarrollaban. Para ella todo era una aventura, un derecho, la chance para sentirse viva, un refugio, una oportunidad para salirse al menos un rato de esa vida que había heredado en un hogar donde el gris de ausencia ocupaba un lugar tan silencioso y presente en la vida de todos. Y a excepción de alguna amiga cercana que estaba en desacuerdo con ese lado clandestino que había encarado, el resto, que también estaba al tanto de sus pesares, había decidido, en solidaridad, fundar una especie de cofradía, tal vez justa, tal vez desmedida, en la que Lucía pudiera rozarse como nunca con ese nuevo “sentimiento creciente” con que ella disfrazaba ni más ni menos que al deseo.
La clandestinidad nunca estuvo en peligro. Sólo por citar un punto de vista fáctico, tanto ella como yo no llevamos adelante ningún acto del cual el resto pudiera sospechar que entre ambos sucedía algo. Desde un primer momento no sentimos la necesidad de gritar a los cuatro vientos lo que empezamos a vivir. Por el contrario, vimos esa chispa inicial como una llama tan poderosa que temimos que el afuera, prejuicios mediante, pudiera debilitarla hasta lograr su extinción.