El jefe y yo - Yvonne Lindsay - E-Book
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El jefe y yo E-Book

YVONNE LINDSAY

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Beschreibung

Todo ocurrió en la fiesta navideña de la empresa… Desde su puesto de trabajo, Holly Christmas había soñado muchas veces con Connor Knight, con pasar una sola noche con el esquivo millonario y dar rienda suelta a la pasión. Por eso cuando Connor buscó refugio en sus brazos, la inocente secretaria no pudo hacer otra cosa que caer rendida. Pero entonces, unas semanas después del encuentro clandestino, Holly recibió un inesperado regalo navideño: estaba embarazada. Connor no tardó en ofrecerse a cuidar de ella, pero Holly sabía que su escandaloso pasado le impedía aceptar la proposición del millonario… no podría hacerlo ni siquiera por el bien del bebé.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2006 Yvonne Lindsay. Todos los derechos reservados.

EL JEFE Y YO, Nº 1554 - febrero 2012

Título original: The Boss’s Christmas Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-532-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Sintió el amargo sabor de la bilis en la garganta. Connor Knight arrojó bruscamente el informe del investigador sobre el escritorio de madera de caoba, haciendo que los papeles salieran volando y planearan hasta caer sobre la espesa alfombra de la oficina.

A través de la puerta abierta a sus espaldas, oyó el zumbido del motor de la lancha al alejarse de su embarcadero privado en una isla cerca de Auckland.

El amargo sabor de boca que tenía rivalizaba con la malevolencia de las acciones de su ex esposa. Por si su insaciable afición a las fiestas y al juego no hubiera sido suficiente, ahora se había enterado de que, a los seis meses de matrimonio, se había deshecho de su bebé, el hijo que sabía que él deseaba, y a continuación se había dejado esterilizar.

Si no hubiera sido por un descuidado comentario de una de sus amigas en un reciente evento para recaudar fondos, no se habría enterado. Un insignificante comentario bastó para que empezara a investigar hasta confirmar que había mentido sobre el aborto.

La prueba de su traición estaba ahora esparcida por el suelo. La información le había costado un ojo de la cara, pero valía cada céntimo que había pagado por ella. Había conseguido una copia de su ingreso en un hospital privado de hacía cuatro años, las facturas del anestesista, del cirujano, del hospital y de los trámites de finalización y esterilización. Y él había sido completamente ajeno a todo ello. Sintió un desgarro en el corazón.

¿Y ahora quería más dinero? Se lo habría dado con tal de deshacerse de ella, hasta el momento en que recibió aquella información. Había ido demasiado lejos.

El reloj de época dio la hora. Eran las nueve. ¡Maldición! Por culpa del encuentro, llegaría a la oficina con más retraso de lo que esperaba. Marcó el número de la oficina.

–Holly, voy con retraso. ¿Algún mensaje o problema?

–Nada urgente, señor Knight. He reprogramado su videoconferencia con Nueva York –la dulce voz de su asistente personal fue como un calmante tras la locura de aquella mañana. Gracias a Dios aún podía confiar en algunas personas.

Connor se puso la chaqueta del traje, se arregló la corbata e, ignorando el crujir del informe bajo sus pies, salió por la puerta hacia el helicóptero que lo esperaba para llevarlo de su casa en la isla al distrito financiero de Auckland.

Si Holly Christmas recibía otra flor de Pascua envuelta en tela de cuadros, iba a gritar.

¿Y qué si su cumpleaños caía en Nochebuena? Estaba acostumbrada, pues era el mismo día todos los años. ¿Por qué, entonces, se sentía diferente ese año? Vacía. Sola. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas que escocían sus ojos. «Sé fuerte», se dijo para sus adentros. La autocompasión no era su estilo. La supervivencia, costara lo que costara, siempre era su lema.

Al menos sus compañeros se habían acordado de que era su cumpleaños, y no sólo el último día de trabajo antes de las vacaciones de Navidad. Enderezó los hombros y, con la planta pegada a su pecho, esbozó una sonrisa.

–La flor de Pascua es preciosa, gracias de todo corazón –gracias a Dios las palabras sonaron bien, con el adecuado nivel de entusiasmo.

–¿Nos vemos esta noche en la fiesta, Holly? –preguntó una de las chicas.

–Sí, allí estaré –confirmó. Alguien tenía que encargarse de que la fiesta anual discurriera sin problemas, de apartar discretamente a los extremadamente ebrios y meterlos en taxis, y de solventar las roturas y las manchas de vino. Por tercer año consecutivo ella era ese alguien.

Le encantaba su trabajo, y era muy buena desempeñándolo. Bueno, mejor que buena. Era la mejor. Y por eso había llegado a asistente personal ejecutiva de Connor Knight, el director del departamento legal.

Un pitido procedente de la zona del ascensor al final del pasillo anunció la alta e imponente figura que avanzaba por el pasillo enmoquetado, e hizo que un pequeño grupo de mujeres corrieran hacia sus respectivos lugares de trabajo. Holly puso la flor de Pascua de suntuosas hojas rojas sobre la mesa supletoria detrás de su escritorio, junto a la que le habían enviado del departamento financiero y las dos de seguridad y personal. Se mordió el labio inferior. ¿Cómo demonios iba a llevárselas en el autobús?

–Buenos días, Holly –su voz, sonora y profunda, hizo que se le erizara el pelo en la nuca. Desde el día en que la había entrevistado para el puesto de asistente personal, había experimentado la misma reacción inmediata, aunque había aprendido a ocultarla. Había dejado de preguntarse por qué le alteraba su presencia, y había aprendido a ponerse a hacer su trabajo con seriedad, enmascarando el brote de calor que se extendía por su cuerpo. Algunas personas no creían en el amor a primera vista, pero Holly sabía por propia experiencia que ocurría.

Apretó los dientes para, a continuación, liberar la tensión que agarrotaba sus músculos, y se dio la vuelta para mirarlo, segura de que él jamás había tenido ni el más mínimo indicio de los pensamientos que cruzaban por su mente o del efecto que tenía en todos sus sentidos.

–El señor Tanaka de la oficina de Tokio ha llamado en relación a las negociaciones. Parecía nervioso.

–Debe de estarlo –dijo sin desacelerar el paso–. Son las cinco y media de la mañana allí. Pónmelo al teléfono.

Por un momento, Holly se permitió el lujo de inhalar la esencia de su fresca y cara colonia. Sacudió mentalmente la cabeza y levantó el auricular del teléfono para marcar el número de Japón y pasarle la llamada a Connor. Luego se levantó para cerrar las puertas de su despacho. Absorbido en la conversación en un impecable japonés, él no prestó atención.

Holly suspiró. Amor a primera vista o no, Connor no parecía consciente de ello. Recién divorciado de su esposa de alta sociedad cuando Holly empezó a trabajar para él, cualquier mujer, ella incluida, era invisible a sus ojos. Ella era simplemente una máquina fiable.

Segura de que la llamada al señor Tanaka le tendría entretenido un buen rato, Holly revisó por última vez los detalles de la fiesta navideña infantil y la de los empleados. Ese año se había superado a sí misma. Había transformado la cafetería en una impresionante gruta navideña y, a las seis y media, Connor aparecería disfrazado de Santa Claus.

Una sonrisa se dibujó en sus labios al ver el traje rojo colgado del antiguo perchero de metal. El señor Knight padre había insistido en que Connor hiciera de Santa con la excusa de que la artritis de su rodilla se lo ponía difícil a él y que era importante que alguien de la familia lo encarnara. Connor había protestado, pero una vez su padre había tomado aquella decisión, no había vuelta atrás, y menos aún por parte de su hijo menor.

–Diablos –una profunda voz a sus espaldas hizo que girara la silla–. No esperará que me ponga eso, ¿no?

–Creo que será un Santa maravilloso, señor Knight.

El disgusto era evidente en su expresión facial. Le dio una grabadora y un montón de papeles.

–Transcríbeme esto enseguida. Ah, y antes de hacerlo, asegúrate de que la sala de juntas está libre y dile al equipo que hemos de reunirnos allí en media hora.

–¿Problemas? –preguntó Holly, cambiando mentalmente sus citas para dejarle el resto de la mañana libre. Si quería convocar a todo el equipo jurídico, debía de tratarse de algo serio.

–Nada que no tenga solución, aunque llega en mal momento –dirigió una mirada ceñuda al traje de Santa que colgaba de la percha–. ¿Crees que…?

–No permitirá que se escabulla –dijo, sacudiendo la cabeza con compasión.

–No –Connor dejó salir un suspiro y se pasó una mano por su cabello perfectamente cortado y peinado, descolocando algunos mechones.

Holly volvió a sonreír. Todo aquel asunto de Santa había descolocado al normalmente tranquilo y sofisticado Connor Knight, un hombre al que había visto enfrentarse a batallones de abogados de todas partes del mundo por acuerdos inmobiliarios.

Jamás se había imaginado que la idea de tener una procesión de niños haciendo cola para sentarse sobre sus rodillas pudiera causar tal nerviosismo en él. ¿Pero quién era ella para juzgarle? Los niños también la ponían nerviosa a ella y, a diferencia de muchas de sus semejantes, Holly había detenido su reloj biológico a los veintiséis años. No tendría hijos a menos que encontrara ciertas respuestas sobre su pasado.

Odiaba esa época del año. La alegría de las fiestas servía para recordarle todo lo que ella no tenía, ni había tenido nunca. Saber que había asegurado la diversión de sus compañeros en la fiesta de aquella noche, normalmente le bastaba para mantenerse a flote en medio del horrible y deprimente vacío de las vacaciones, hasta poder enterrar la cabeza de nuevo en el trabajo.

Holly suspiro de nuevo y se centró en la tarea que tenía entre manos.

Cuando el payaso al que había contratado hizo de nuevo el ridículo, resonaron risas por toda la habitación. Holly ojeó su reloj. Quedaban cinco minutos para que apareciera Santa. Ya debería estar allí. A lo mejor tenía problemas con el traje.

Se volvió hacia su asistente, Janet, una joven callada y casi recién graduada, pero con visos de convertirse en una gran asistente personal con el tiempo.

–Si no estoy de vuelta con el señor Knight en cinco minutos, hazle una señal al payaso para que siga un poco más, ¿de acuerdo? Probablemente haya recibido alguna llamada.

En el ascensor, Holly revisó mentalmente el plan para la velada. Todo debía transcurrir como un reloj. Empezó a sentir cierta irritación. Por mucho que simpatizara con la desgana de Connor por hacer de Santa, se lo debía a los niños. Si había decidido zafarse de aquellos niños ilusionados que había abajo, le diría un par de cosas a la cara, fuera su jefe o no.

Recorrió la distancia entre el ascensor y la oficina en tiempo record, y llamó a la puerta con los nudillos antes de abrir y entrar como una ráfaga. Pero se quedó paralizada, y tuvo que tragarse las palabras de enojo que se habían ido formando en su mente por el camino.

Connor Knight estaba de pie a medio vestir en su oficina. Los pantalones rojo vivo del traje apenas se ajustaban a sus caderas, y parecían amenazar con bajarse si movía un sólo músculo.

«¡Qué Dios se apiade de mí!», pensó Holly, recorriendo con la mirada aquel pecho moreno al desnudo. Era increíble lo que Armani podía esconder bajo sus tejidos, pensó Holly, tratando de esforzarse en mirarle a los ojos, y esperando que el brote de energía que sintió no fuera visible en su rostro. Por su temperatura interior, debía de estar brillando como una baliza.

Inhaló un suspiro, tratando de calmarse. ¿A qué había venido? Ah, sí, Santa.

–Cinco minutos, señor Knight.

–Ya lo sé. El maldito traje es demasiado grande. Ayúdame a rellenarlo. Supongo que los niños esperan un Santa entrado en carnes.

–Me imagino que sí –respondió ella, recogiendo varios cojines del sofá de la oficina–. ¿Servirán?

–Muy bien. Aquí –Connor se metió las manos en los pantalones para abrirlos–. Yo los sostengo, y tú los rellenas.

¿Estaba de broma? Holly vaciló.

–¿A qué esperas?

Por supuesto, él no tenía ni idea del efecto que tenía sobre ella. Para él, no era una mujer con necesidades y deseos, sino una simple asistente personal.

–Supongo que esto es a lo que se refería al decir y ocasionalmente otras funciones según exigencias en la descripción de responsabilidades del puesto de trabajo –dijo para quitar seriedad a la situación. Cuando Holly empezaba a preguntarse por qué demonios habría dicho aquello, de repente, los rabillos de los ojos de Connor se arrugaron al soltar una carcajada.

–Sí, supongo. Aunque no creo que recursos humanos estuviera pensando en algo como esto.

Holly le devolvió una sonrisa nerviosa, y se forzó a no mirar hacia abajo. Tratando de controlar el temblor que amenazaba con vibrar por todo su cuerpo, metió con cuidado el primer cojín entre su abdomen y la seda roja.

–No pasa nada, Holly. No muerdo.

Estupendo… se estaba riendo de ella. Bien, pues le demostraría que no estaba asustada. Metió el siguiente cojín apresuradamente, rozando sin querer con los dedos la fina línea de vello que iba desde el ombligo hacia abajo. Al hacerlo, oyó detenerse su respiración, y apartó la mano deprisa al ver cómo se le ponía la piel de gallina.

–Eso debería bastar –¿acababa de oír temblar su voz? Y peor todavía, ¿lo habría oído él?

–Necesito más.

¿Más? Todavía le ardía la mano del fugaz roce con su piel. Ella también necesitaba más, aunque lamentablemente sabía que no estaban pensando en la misma cosa.

Mordiéndose el labio inferior, Holly encajó otro cojín en el pantalón. Decidida a no dejarse llevar por sus instintos, por el deseo de rozarle de nuevo con los dedos, le dio una suave palmadita al montículo acolchado. Alcanzó la chaqueta roja y se la tendió. Se permitió el lujo de admirar brevemente su espalda y sus hombros, maravillada por el juego de músculos al contraerse para ponerse la prenda y ceñírsela a la ensanchada cintura. Él agarró el gorro y la barba de su escritorio, y se los puso apresuradamente antes de volverse a mirar a Holly otra vez.

–¿Y bien? ¿Qué tal estoy?

¿Que cómo estaba? Pestañeó, intentando buscar las palabras para describirlo. Desde luego, no se parecía a los Santa que la habían aterrorizado de niña, haciendo que saliera corriendo con lágrimas en los ojos. A pesar del relleno de la cintura y de la ridícula barba afelpada que ocultaba las líneas de su mandíbula, no podía borrar la imagen medio desnuda de Connor de su mente.

–Ha olvidado las cejas –consiguió decir finalmente, casi en su habitual tono tranquilo. «Bien hecho», se felicitó a sí misma.

–No tendré que ponerme esas dos cosas blancas que parecen orugas, ¿no?

–Claro que sí. Si no, no sería Santa.

Holly apretó y relajó los dedos en un vano intento por dominar el temblor que amenazaba con revelar sus nervios antes de despegar las cejas del papel protector. Se adelantó para pegarlas sobre sus ojos. Al mismo tiempo, él inclinó ligeramente la cabeza para ayudar y, de repente, sus labios se encontraron al mismo nivel. No tenía más que dar un diminuto paso para posar sus labios sobre los suyos. Para dar vida a los sueños que la asediaban por las noches, haciendo que se despertara con las sábanas enredadas y llena de un deseo que no podía apaciguar.

Enseguida sofocó sus desenfrenados pensamientos y se concentró en las cejas postizas. Si cedía a sus deseos, podía quedarse sin empleo, y eso era algo que no podía permitirse, y menos teniendo en cuenta los gastos médicos de Andrea. Una vez terminada la labor, se apartó a una distancia prudente para no dejarse llevar por sus impulsos.

–Está estupendo –dijo dulcemente.

–Bien, eso es lo que importa. Vamos.

Caminaron en silencio hacia la cafetería del octavo piso.

–Espere aquí –le dijo Holly delante de la cafetería. Trató de ignorar la sensación de calor que sintió a través del tejido rojo del traje al ponerle una mano sobre el brazo–. Primero tengo que anunciarlo.

¿Era su imaginación, o Connor se había puesto pálido de verdad? ¿Estaba asustado? Bajo la barba, pudo distinguir finas líneas de tensión alrededor de sus labios, y sintió el impulso de tranquilizarlo.

–Todo irá bien –murmuró suavemente–. A los niños les encantará.

–Te quedas, ¿no?

No tenía pensado quedarse a ver esa parte del evento. La visión de una hilera de niños haciendo cola para sentarse con Santa todavía le causaba pavor.

–En realidad tengo que ocuparme de otras cosas. Estaré de vuelta antes de que termine la fiesta.

–Quédate.

Connor no tenía ni idea de cuál era su problema, pero ¿por qué iba a tenerla? A todo el mundo le encantaban las Navidades. A todos menos a la pequeña que había crecido con un apellido elegido por los asistentes sociales, que le recordaba a la experiencia más traumática de su vida. Aquélla era una de las razones por las que jamás hablaba de su vida ni de sus años en hogares de acogida. Nadie deseaba admitir que había sido abandonado. Para Holly, su vida empezó el día que cumplió dieciocho años y se independizó del control del estado.

–¿Holly?

Tenía los dientes tan apretados, que le sorprendió que no se le rompieran. No podía explicarle su problema. Algunas cosas siempre se mantenían en secreto. Asintió brevemente.

–A por ello.

Los niños no le dieron ni una razón para que se preocupara o se pusiera nervioso. Su excitación y sus chillidos de alegría inundaron la sala. La única que se puso de los nervios fue Holly. ¿Por qué demonios habría accedido a quedarse?

Sentado sobre su trono, Connor subió a una niña sobre sus rodillas. La niña, de no más de tres o cuatro años, recorrió la sala con la mirada, y su labio inferior empezó a temblar.

A pesar del aire acondicionado, pequeñas gotas de sudor empezaron a formarse en la espinilla de Holly. Ligeramente mareada, se apoyó sobre la pared a sus espaldas. Respiró hondo, tratando de controlar el terror que la invadía, pero ya era demasiado tarde.

Una imagen nítida se proyectó en su mente. Era una niña, sentada en el regazo de Santa, escudriñando nerviosa la multitud en busca de su madre. Los nervios se fueron transformando en pavor, y el pavor en terror al no encontrar el rostro de su madre entre las masas en movimiento en el centro comercial. Las autoridades acudieron en cuanto averiguaron a qué se debían sus histéricos sollozos, pero no lo suficientemente rápido para poder encontrar a su madre entre la multitud de espectadores asombrados. Aquella sensación de abandono y pérdida seguía causando conmoción y resentimiento en Holly. Pero ya había dejado de tratar de entender qué clase de madre abandonaba a su suerte a su hija de tres años el día antes de Navidad.

Se esforzó en encontrar algo en lo que concentrarse para calmar los temores que los recuerdos reavivaban y recuperar el ritmo de su respiración. Ese algo resultó ser Connor que, con infinita paciencia, señaló a los padres de la niña, consiguiendo que una sonrisa se dibujara en la expresión del pequeño rostro de preocupación.

Al abrir los puños, Holly sintió el cosquilleo de la sangre al volver a regar sus extremidades. Al otro lado de la sala, la niña saludaba sonriente a su madre. Y Connor, en lugar de prestar atención a la niña que tenía sobre las rodillas, estaba mirándola a ella directamente. Vio cómo sus labios, delineados por la esponjosa barba, pronunciaban las palabras:

–¿Estás bien?

¿Se había dado cuenta de su ataque de pánico? Le devolvió una débil sonrisa, acompañada de un leve movimiento afirmativo. Él siguió mirándola a los ojos un instante más, y luego volvió su atención hacia la niña que tenía a su cuidado, y le dio un regalo alegremente envuelto.

Así era como debían ser las cosas. Los niños debían poder recibir su regalo, tener la oportunidad de contarle a Santa sus más ardientes deseos para la mañana de Navidad, y contar con la continua presencia tranquilizadora de sus padres esperando no muy lejos.

Cuando el último paquete fue distribuido, llegó el momento de finalizar la fiesta infantil. Santa tenía otras obligaciones, y Holly apenas media hora entre la fiesta infantil y la de la empresa. Con un pequeño anuncio, dio fin a la celebración y, a juzgar por los aplausos tanto de niños como de padres, Connor había sido todo un éxito. Cuando la gente empezó a salir de la sala, Holly se relajó, dejando salir la tensión de un día a pleno rendimiento, por no decir de todo un año. Ya sólo quedaba una fiesta más, y hasta el año próximo, se consoló.

–¿Qué ocurrió? –la voz de Connor se filtró en sus pensamientos.

Suspiró profundamente antes de contestar.

–Creo que ha ido muy bien, ¿no? Los chicos le adoraban.

–Parecía que hubieras visto un fantasma.

Holly suspiró. La técnica de la evasión no funcionaría, pues la tenacidad era uno de los muchos talentos que habían ayudado a Connor a convertirse en uno de los hombres más respetados internacionalmente en su campo. No se rendiría hasta quedar satisfecho con la respuesta.

–Sólo estaba recuperando el aliento. Organizar todo ha requerido un gran esfuerzo y trabajo –aseguró. Por un instante, pensó que lo había conseguido, hasta que su mirada se tornó desafiante.

–Me pareció algo más que eso. Creí que ibas a desplomarte.

–Oh, por Dios santo, no –Holly forzó una sonrisa.

–¿Ya te encuentras mejor? –insistió él.

–Sí, estoy bien.

–Has hecho un gran esfuerzo. Janet te relevará el resto de la velada.

–No, estoy bien, de verdad.

–Ya lo veremos –dijo Connor, dedicándole una severa mirada–. Vamos, será mejor que nos preparemos para el siguiente ataque.

–Vaya adelantándose. Me reuniré con usted arriba –lo observó mientras se alejaba. ¿Qué le había hecho fijarse en ella en aquel terrorífico momento de debilidad? ¿La habría visto alguien más? No debía haber accedido a quedarse.

Echó un rápido vistazo a su alrededor. Los empleados de la limpieza estaban ocupados transformando la fiesta infantil en una versión más sofisticada de una fantasía de Navidad. Había sido una idea genial conservar el mismo encantador tema infantil para la fiesta de la empresa, y una solución simple, dadas las limitaciones de tiempo. Ya no tenía nada más que hacer allí.

Arriba, en la oficina, Holly abrió el armario de los abrigos y descolgó una bolsa de la tintorería. Sólo tenía que cambiarse en el baño y retocarse el maquillaje. Se soltó el largo y espeso cabello y, mientras lo peinaba, estudió el reflejo de su imagen. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había soltado el pelo, literalmente o en sentido figurado? Demasiado. Pero no se podía permitir perder el tiempo cuando tantas cosas dependían de ella. Volvió a recogerse el pelo en un moño a la altura de la nuca. Satisfecha con el resultado, se puso un pintalabios rojo. La dependienta tenía razón, el color daba vida a su piel ligeramente aceitunada. Ella prefería colores más suaves y discretos, que no resaltaran la voluptuosidad de sus labios, pero sabía que para aquella velada necesitaba algo llamativo. Además, era su cumpleaños. Tenía derecho a estar guapa.

Un vistazo al reloj le recordó el poco tiempo que le quedaba. Holly se quitó el sombrío traje de oficina, y abrió la cremallera de la bolsa de la tintorería para sacar un vestido largo color carmesí. El cuello barco de la parte delantera del vestido sin mangas se convertía en un profundo corte en V en la espalda. Holly se quitó el sujetador, y lo metió en la bolsa antes de deslizar la brillante seda del vestido sobre su cuerpo. Al mirarse al espejo se preguntó si no se había pasado esa vez. Normalmente alquilaba un vestido negro, pero algo de aquel vestido carmesí le había llamado la atención. Había vacilado por el precio, consciente de sus obligaciones financieras, pero no era que estuviera inundada de regalos de la familia o de un amante, pues no tenía ninguna de las dos cosas. Así que, por una vez, se había dado el gusto de hacerse un regalo y darse el placer de llevarlo esa noche.

En cuanto salió del baño, oyó la voz de una mujer en el despacho de Connor. Habría reconocido la estridente voz de su ex mujer en cualquier lugar. Antes de su divorcio, toda la plantilla de secretarias había estado a su disposición para ayudarla con su labor caritativa. Pero Carla Knight era ante todo exigente, y las chicas solían sortear quién acudiría a su oficina para recibir instrucciones. Holly rezó por que, fuera cual fuera la situación, se resolviera rápido.