El libro de las brujas - Shahrukh Husain - E-Book

El libro de las brujas E-Book

Shahrukh Husain

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Beschreibung

El libro de las brujas es una celebración de toda la rabia, la ira y la lucha que supone ser una bruja, pero también lo es de la diversión, lo sobrenatural y lo extraordinario del mundo de la magia y de la hechicería. Según la propia autora: «La bruja es el máximo ejemplo de la feminidad en toda su complejidad». Mujeres desafiantes y druidas salvajes. Damas vengativas, sabias ancianas y niñas de mal comportamiento. Mujeres que cometieron la osadía de pasarse de la raya; cariñosas brujas-zorro japonesas, terroríficas banshees célticas que aúllan en la oscuridad; reinas de la noche como Lilith y sus hijas; o magas como Hécate, asociada a la luna, a los portales y a los fantasmas. Por las páginas de este libro desfilan reinas de la oscuridad, deidades del agua, cambiaformas y criaturas de leyenda como la misteriosa señora de Laggan, que habita en los bosques escoceses; como Biddy Early, la terrorífica Kali, o la mítica Baba Yagá, virgen, madre y hechicera a la vez, que se aparece de múltiples formas a lo largo de las eras para perseguir, atraer, poseer y transformar a los paseantes perdidos.

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¿Cuándo vi por última vez

los anchos ojos verdes y los largos cuerpos sinuosos

de los leopardos negros de la luna?

Las brujas ermitañas, señoras nobilísimas,

con todo y sus escobas y sus lágrimas,

sus enérgicas lágrimas, se fueron.

Se perdieron los santos centauros de los montes;

solo me queda el hastiado sol.

La heroica madre luna se hundió en el destierro;

tengo cincuenta años, y ahora

he de sufrir la timidez del sol.

W. B. YEATS,

Versos escritos en el abatimiento[1]

[1]Traducción de Hernando Valencia Goelkel. (Todas las notas son de la traductora.)

NOTA A LA EDICIÓN DE 2019

La bruja: resiliente, desafiante, sorprendente y poderosa. Nunca desaparece de nuestra cultura durante mucho tiempo. Algunas famosas, iconos de la feminidad, como Björk o Ariana Grande, han reivindicado su relación con la Wicca.[2] Ahora las brujas desfilan en las pasarelas con sombreros de ala ancha, con mirada seductora y atuendos oscuros, inquietantes, o con llamativos vestidos de gala que favorecen su característico misterio. Algunos fotógrafos han retratado a mujeres con maquillaje gótico y el pelo enmarañado en paisajes desolados, grises y lúgubres. Se ha utilizado la imagen de la bruja incluso para vender estanterías y armarios cargados de tarros y redomas que recuerdan el antiguo arte de las pociones curativas, los filtros de amor y los hechizos para favorecer el éxito o imponer un castigo. Tanto la lectura de las cartas del tarot como la adivinación o la confección de amuletos con gemas y cristales mágicos vuelven a estar de moda.

El resurgir de todo lo relacionado con las brujas debería darnos a entender que han vuelto por algún motivo. No es solo que la versatilidad del personaje se preste fácilmente a la ficción, tanto en los libros como en las pantallas, e incluso en las letras de la música moderna. No, la bruja ha regresado porque está furiosa y porque conoce bien su fuerza.

Las historias de brujas siempre se han caracterizado por resaltar la independencia feroz del personaje de la hechicera, así que no es ninguna sorpresa que el arquetipo de la bruja se haya popularizado de nuevo en una generación de mujeres que desea reivindicar su autonomía.

Creo que el espíritu de las reacciones valientes, a veces incluso temerarias, de aquellas mujeres acusadas de brujería maligna a principios de la Edad Moderna sentó las bases para que las mujeres de hoy liberen su ira, prohibida y acallada durante tanto tiempo. La historia y el folclore de las brujas nos hablan también de la marginalización y la resistencia de la mujer contemporánea.

La indignación que muchas de nosotras hemos expresado frente a las desigualdades que sufrimos tanto en casa como en el trabajo, en el pasado y en la actualidad, me recuerda a la siniestra historia que arrostraron las mujeres acusadas de brujería entre 1450 y 1750. Este fenómeno, conocido como «caza de brujas», se dio en Europa y en América en una época en la que la gente aún creía ciegamente que el diablo vivía entre los hombres. A lo largo de los años, las historias de mujeres que se aliaban con el diablo han ido calando en el folclore, en la poesía y en el arte. En la parte de Recursos hechiceros y en otros cuentos de esta colección, el lector encontrará ejemplos que reflejan la fuerza anárquica, las travesuras maliciosas y las divertidas aventuras de las brujas, pero incluso en los relatos cargados de diversión y juego, se hace sentir de un modo u otro la sombra de ese período brutal y siniestro en el que se quemaba a las brujas en la hoguera. El Malleus Maleficarum(El martillo de las brujas), un texto de 1487 redactado por el sacerdote alemán Heinrich Kramer (posteriormente inquisidor), concentraba su manifiesta misoginia en la maldad de las brujas, y durante doscientos años se vendió con gran fortuna en el mundo cristiano, solo superado por la Biblia. Durante esos trescientos años de persecuciones y asesinatos de mujeres, los cazadores de brujas fueron alentados por los altos cargos la Iglesia y la monarquía para que interrogaran y sentenciaran a las brujas con las excusas más triviales y extrañas imaginables. Entre treinta y cinco y cien mil personas fueron ejecutadas por ese motivo, entre las cuales al menos un ochenta por ciento fueron mujeres. En los juicios casi siempre se las acusaba de un apetito sexual desenfrenado, antinatural en las mujeres, de actos sexuales perversos con el diablo o de menoscabar la virilidad de los hombres. Las ajusticiadas eran principalmente mujeres oprimidas, analfabetas y a menudo demasiado ignorantes para entender la complejidad de los cambios religiosos de la época. Pero, a pesar de su indefensión y del peligro que corrían, estas mujeres no se callaban, contestaban, plantaban cara a sus «superiores» y desafiaban a las autoridades que las acusaban de usar magia negra para arruinar las cosechas, agriar la leche, dejar impotentes a los hombres o enfermar a los niños.

Normalmente se las sentenciaba a muerte —condenadas a morir ahogadas, ahorcadas o quemadas— por algún acto de resistencia o terquedad. Esta persecución obsesiva y alimentada por el odio, aderezada con una mezcla confusa de religión, leyes hereditarias y de propiedad, autoridad, celos profesionales y política, acabó concentrándose en grupos concretos de mujeres. Mujeres que, aunque fueran malhabladas, desafiantes y a veces agresivas en sus manifestaciones, eran esencialmente inofensivas.

El último siglo ha conocido avances significativos en la independencia de las mujeres, pero aún se mantienen ciertas tradiciones nocivas que, sin duda, la sociedad ha interiorizado y que las propias mujeres han asumido. Por ejemplo, en el mundo anglosajón, algunos términos ofensivos dirigidos a las mujeres están relacionados con las brujas: banshee (una bruja nocturna que aúlla y es presagio de muerte), she-devil (diabla, Lilith y sus hijas), bitch (perra; término asociado con Hécate, la antigua diosa de las brujas que iba en un carro tirado por perros). Por supuesto, la persecución de aquel período tan oscuro no se puede comparar de ningún modo con la experiencia de las mujeres de hoy en día, pero la represión de las mujeres que se atreven a desafiar las normas sociales sigue provocando respuestas agresivas, como el acoso sexual, la violencia generalizada contra las mujeres y el hostigamiento en el lugar de trabajo, que menoscaban la autoestima femenina, violan los derechos humanos de las mujeres y tienen graves efectos psicológicos.

Es probable que la obsesión por perseguir a las brujas a lo largo de la historia tenga relación con el concepto psicoanalítico de la «proyección», un proceso a través del cual las personas reniegan de las cualidades propias que consideran indeseables y pretenden imputar sus defectos a los demás. El corrupto duda de la honradez de los demás. El indiscreto cree que no puede confiar en que los demás sean discretos. Quienes desean tener el control temen ser controlados. Los que «proyectan» sus fantasmas emocionales, al exonerarse a sí mismos, atribuyen al otro un poder que existe solo en su mente. Jung se refería a este rechazo de los defectos propios como «la sombra: aquello que no deseo ser». Pocos de nosotros nos conocemos tan bien como para afirmar que somos conscientes de nuestras debilidades, de modo que la tendencia a «proyectar» es un vicio común en la sociedad. En las relaciones humanas se convierte en un juego de culpabilidades entre individuos, pero, a nivel colectivo, las sociedades tienen tendencia a señalar a un grupo que, finalmente, se convierte en la personificación del mal. A veces es un proceso inconsciente. Cuando proliferaban las supersticiones y cualquier acto insignificante podía acabar con un inocente en la cámara de tortura o en el patíbulo, el odio y el rechazo terminaron concentrando toda su furia en el indefenso, en el otro, el extraño, el raro. Quizá las brujas sean el ejemplo más conocido y popular, y el que más se ha extendido en el tiempo, pero la proyección del mal en «el otro» se sigue dando hoy en día.

Si hacemos caso a esta teoría, las características que los hostigadores atribuían a las brujas podrían aplicárselas fácilmente a sí mismos: falta de racionalidad, tortura, crueldad, avaricia, sed de sangre y perversidad sexual.

Las mujeres hipersexualizadas que mermaban la energía de los hombres aparecen con frecuencia en el folclore y en las leyendas, con historias como «Alá y la vieja bruja», del Congo, o «La piel pintada», una historia asiática sobre mujeres-demonios que asesinaban a los hombres para arrebatarles su vitalidad. En los lugares donde se teme a las mujeres y se siente la necesidad de controlarlas, esto no ha cambiado. Este tipo de cuentos refleja muy bien la sociedad actual, lo que ocurre en las plantas de producción de las fábricas, en las salas de juntas, en el reparto de cargos y en las oficinas ejecutivas. Ni siquiera los gabinetes del poder político se salvan; la protesta se silencia con desmentidos, con burlas, con acusaciones de mentiras y con amenazas subrepticias de acabar con la carrera de la mujer. Si una de nosotras planta cara al acoso, sobre todo si se trata de agresiones sexuales o de coacción, se arriesga a que la tachen de perturbada, de arpía, de problemática, de mentirosa o de chantajista y, por supuesto…, de bruja.

La frustración y la rabia reprimidas, que la mujer moderna lleva acumulando durante décadas, por fin han colmado el vaso. Pero al contrario que las mujeres perseguidas en siglos anteriores, analfabetas incapaces de rebatir las acusaciones, las mujeres de hoy están rompiendo en pedazos sus acuerdos de confidencialidad y jugándoselo todo para desenmascarar los delitos de la clase (masculina) dirigente. Curiosamente, algunos de los acusados, e incluso los que aún no lo han sido, se han referido a este cambio de tornas como una «caza de brujas». Nadie ha creído semejante patraña: las brujas están siendo vengadas.

Para mí, la bruja es el ejemplo definitivo de la feminidad, con toda su complejidad. Sus historias aguardan en las páginas de este libro. ¡Un festín de ira, burlas, risas, luchas y la victoria final de la bruja! No nos hemos olvidado ti, bruja. Te saludamos y te celebramos.

SHAHRUKH HUSAIN

Londres, 2019

[2]. Wicca: se trata de una especie de religión naturalista y neopagana basada en las creencias y prácticas precristianas (en general, de origen celta o presuntamente celta), donde la figura central es una diosa y los ritos y cultos pretenden recuperar los antiguos ceremoniales de las brujas y los druidas.

INTRODUCCIÓN

Ninguna colección de cuentos de hadas está completa sin un par de historias de brujas. Es cierto que proliferan los estudios académicos y las enciclopedias sobre brujería, pero, aparte de alguna que otra antología de historias para niños, no conozco ningún volumen dedicado íntegramente a las brujas, a celebrar toda la magnitud de lo que representan, desde una espeluznante criatura de las tinieblas hasta una maga generosa, seria y astuta. En cualquiera de sus formas, una bruja es una mujer fiel a sus ideales que usa su magia y su poder de adivinación para maximizar sus experiencias vitales, aunque al final lo acabe pagando caro.

Desde el principio de los tiempos, las brujas han formado parte de todas las culturas conocidas, ya fuera conjurando hechizos, curando a los heridos o jugando con las decisiones del destino. Incluso antes de que se empezaran a registrar datos, ya se las identificaba con el mal y la muerte de forma casi inexorable. El primer mito conocido (h. 3000 a. C.) se encontró en una serie de tablillas sumerias y cuenta la historia de una bruja-diosa —severa, fría e implacable— que reinaba en el Inframundo, al igual que luego lo harían sus homólogas, como Deméter. Aun así, en los mitos, en el folclore y en los cuentos de hadas abundan las representaciones ambiguas, a veces incluso benévolas, de las brujas. Vienen de diversas tradiciones: de los mitos, de la historia, de la teología, de la literatura y de la tradición oral; algunas son protagonistas de diversos relatos o conforman una convención en sí mismas, otras no tienen nombre y reflejan meros estereotipos que nos permiten adentrarnos en las creencias populares y en los horribles fantasmas que se esconden en lo más oscuro de la mente humana.

Tanto entre los clásicos europeos como en la tradición popular hindú existen representaciones de la bruja como femme fatale, mujeres tan sumamente bellas que son capaces de embrujar a cualquier hombre. Cambian de forma bruscamente, secuestran a los hombres o petrifican a su objeto de deseo para que sucumban ante ellas. Mientras que las hadas hindúes y persas de Oriente Medio raptan y encierran a sus amantes, el hada celta tiene otra forma de hechizar: los hombres quedan obnubilados por su belleza hasta tal punto que, obsesionados con ellas, no son capaces de cumplir las funciones que la sociedad les ha asignado. Junto a estas modalidades también existen las horribles gorgonas, lloronas y chupasangres, que se alimentan de cadáveres y utilizan la poca magia que tienen para llenarse el estómago y calmar sus violentos impulsos sexuales.

En todas las mitologías y folclores existen brujas de la naturaleza, que viven en el agua, en las cuevas o en las montañas y se dedican a vigilar y a proteger su entorno, con su flora y fauna, y a acabar con cualquiera que se atreva a alterar el orden natural de la vida. Muchas son brujas o espíritus terroríficos con los que estamos familiarizados, que seducen, engañan y secuestran a sus víctimas humanas para llevarlos a la muerte o al olvido.

Quizá las más conocidas en todas las culturas sean las brujas violentas. A menudo se las representa como horripilantes ancianas que se alimentan de humanos, sobre todo, de niños, y que beben la sangre de vivos y muertos. Esta bruja caníbal se remonta a la antigüedad y se le atribuyen diversos orígenes. Por un lado, tiene conexión con los rituales de fertilidad de los pueblos primitivos del Mar del Sur, Nueva Zelanda y Australia, donde el canibalismo infantil simboliza el ciclo natural de la vida: plantar, recolectar y volver a sembrar. En las naciones de todo el continente americano estas brujas suelen aparecen con forma de vaginas muy diversas, entre las que destaca la temible vagina dentada. Por otro lado, las acciones de la mesopotámica Lilith, la primera mujer según la tradición, presentan diversos paralelismos con las de la bruja caníbal: es abiertamente lasciva, se relaciona con demonios y diablos, y no tiene miramientos en minar la vitalidad viril de los mortales para dar vida a los monstruos.

La consunción de la virilidad masculina es otro de los temas que se ha asociado a las brujas en todo el mundo. En los cuentos chinos aparecen ciertos espíritus incorpóreos que se apoderan de los humanos para drenarles su energía vital. En la mayoría de estas historias, el espíritu representa a una mujer, mientras que la víctima suele ser un hombre. También hay relatos en los que los espíritus de los muertos acuden desde una dimensión mágica para ayudar y proteger a sus seres queridos. Aunque pueda parecer difícil distinguirlas, estas brujas a la vez benévolas e inquietantes son distintas de los fantasmas. De hecho, siempre surgen ciertas dudas en torno a este tipo de brujas y, en general, en torno a todas las modalidades de hechiceras. ¿Son mortales o inmortales? ¿Humanas o semidivinas? Las brujas que absorben la energía y el semen de los hombres son, sin duda, inmortales, al igual que las habitantes de la Tierra de la Juventud Eterna, como su nombre indica. Las brujas de la naturaleza también se van regenerando con los ciclos de las estaciones o permanecen diluidas en sus elementos, ya sea el agua, el aire o los árboles, y emergen únicamente en caso de que las llamen o las molesten.

Por otra parte, hay brujas que son mortales sin lugar a duda, que viven con sus familias, se relacionan con su comunidad y ejercen su oficio para hacer el bien o el mal. Estas se dan por todo el mundo, en Estados Unidos, en Gran Bretaña o en la India. Hay brujas de algunas regiones de África Occidental que vuelven al mundo de los vivos después de muertas, ya sea para organizar aquelarres o para convertir a sus hijos. Las temibles chureyls o dayans de la India, con sus pies del revés, su hablar susurrante y su predilección por los corazones y los hígados de los niños, son criaturas ineludibles de la memoria popular de las zonas rurales: según la tradición, no pueden morir hasta que pasan su fórmula secreta, un mantra invertido, a algún neófito de confianza. La perversión de las oraciones religiosas también se atribuye a las brujas de los países cristianos y se cree que vendían sus almas al diablo a cambio de alcanzar objetivos personales. El folclore nos muestra que las brujas mortales también son duras adversarias y que solo aquellos que posean ciertas habilidades, un poder notable y una determinación férrea podrán derrotarlas.

Una tipología de bruja que tiende a pasarse por alto son las magas sabias: las benefactoras ocasionales, las patronas exigentes, las guías astutas, las adivinas, las sanadoras y las caritativas. Las vemos entrar y salir del rico entramado de los cuentos de hadas sin reparar demasiado en su identidad o en sus intenciones. Representan la esencia de la mente femenina, nos enseñan su sabiduría, su astucia, sus artimañas y lo que toda mujer debe descubrir sobre su propia magia. Todas las brujas poseen una magia formidable y, por eso, desde el principio, se han visto excluidas de la sociedad que les ha atribuido la imagen implacable de la alteridad, la extrañeza o la diferencia.

Las brujas, tan temidas como veneradas por las primeras sociedades, fueron rechazadas por los cultos monoteístas, principalmente el cristianismo. El mundo occidental las veía como la antítesis de los ideales de la feminidad. Según la mayoría de las descripciones de la mujer asumidas por la Iglesia, estas eran en todo caso muy proclives al mal y a la debilidad. Por otra parte, la mujer ideal debía prestar atención a las normas sociales y religiosas, debía ser laboriosa, sumisa, obediente, modesta y compasiva. Si poseían un espíritu libre, y eran vagas, vulgares, sexualmente activas, independientes (económicamente o de otra forma) o vengativas, corrían el riesgo de que las tacharan de brujas. Por suerte, los cuentos de hadas defienden a todos los tipos de mujer, tanto a las desafiantes e independientes como a las más trabajadoras y piadosas. Aunque con menos frecuencia, también hay relatos como el de «La vieja bruja» (de los hermanos Grimm), en el que queman a una joven por desafiar las normas sociales, o «Las zapatillas rojas» (de Hans Christian Andersen), en el que a una niña le amputan los pies por su narcisismo infantil.

En la Edad Media, tanto en Europa como en Norteamérica quemaron a muchas niñas y mujeres en la hoguera, o las ahogaron con una roca atada al cuerpo porque, supuestamente, habían murmurado una maldición (damnum minatum) que se habría producido y constatado finalmente (malum secutum), o porque habían celebrado su sangrado menstrual con alegría o porque no habían sufrido durante el parto. Como estos actos revelaban una falta de pudor y de arrepentimiento frente al pecado original, se consideraban una prueba evidente de una relación con el demonio. Además, se creía que las brujas medievales conjuraban tormentas y envenenaban el aire para dañar las cosechas, que podían destrozar los campos con una simple mirada y que se regocijaban con la simple idea de causar problemas. En el primer tercio del siglo XV, el fraile dominico Johannes Nider clasificó los efectos de la brujería en seis categorías: la capacidad para infundir amor u odio en otras personas, la de provocar la impotencia en los hombres, la de perjudicar al ganado o dañar las propiedades, la de propagar enfermedades y la de provocar la locura o la muerte. Según la literatura más alarmista, las brujas celebraban fiestas con el diablo en las que renegaban de Dios y del catolicismo, homenajeaban a Satanás besándole el trasero, y sacrificaban y se comían a los niños que no estaban bautizados. También tenían relaciones sexuales con los íncubos y las súcubos. Sus (presuntos) actos sexuales con animales y con demonios han quedado bien documentados, como vemos en estos versos del poeta y clérigo Robert Herrick (1591-1674):

El mástil ya está engrasado

y satisfecho.

Ella le ofrece el culo en la despedida

al viejo Cabrón

que carraspea,

medio ahogado con la peste de los pedos de la bruja.

La bruja(The Hagg)

El diablo, que a menudo aparece con rasgos de macho cabrío, desde luego se parece mucho al sátiro Pan, dios de los pastores y los rebaños, muy vinculado al mundo natural, que fue venerado junto a la diosa en los cultos oscuros.

Así, el diablo se convirtió en el amo sexualmente omnipotente y se acabó asociando a las brujas con prácticas obscenas, suciedad y decadencia. Una de sus imágenes más típicas asociadas a las brujas es probablemente la de una mujer desaliñada, que no se lava, con las uñas largas y sucias, los ojos legañosos y los dientes podridos. También se las representaba con vello en lugares indeseables, saliendo de la nariz, de las orejas o de la barbilla, con la voz muy aguda, chillona o cascada, y con la piel cubierta de verrugas o heridas que, según se creía, aparecían al amamantar a diablos y demonios, a veces en forma de animales que en teoría «nacían de la putrefacción». Vivían rodeadas de murciélagos, sapos, ratas, cuervos y gatos maléficos. Pero quizá lo más obsceno era el hecho de que siguieran siendo sexualmente activas. Los hombres más jóvenes vivían en constante peligro y en cualquier momento podían ser víctimas de una lujuria brujesca que, intensificada por los juegos sexuales de Lucifer y sus viriles diablillos, amenazaba con despojarlos de su vitalidad o dejarlos impotentes:

[…] a menudo se ha visto a las brujas tumbadas en el campo o en los bosques, completamente desnudas, y por la posición de sus miembros y de los órganos, propia del acto venéreo y del orgasmo, así como por los temblores en los muslos, era evidente que, aunque hubiera sido invisible para cualquier testigo, habían estado copulando con el demonio.

(Malleus Maleficarum, 1486, a partir de la traducción al inglés del padre Montague Summers, 1928, Parte II, capítulo IV; pág. 114.)

Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, los dos frailes dominicos que escribieron el famoso Malleus Maleficarum(El martillo de las brujas), la biblia de los inquisidores, dedicaron algunas palabras al consuelo de los hombres ordinarios que estuvieran preocupados por su insuficiencia sexual:

[…] como es natural, los placeres siempre son mayores entre semejantes, pero el astuto Enemigo tiene el poder de reunir elementos activos y positivos destinados a la lujuria; no de forma natural, claro, pero sí con tal ardor y violencia que parece excitar un cierto grado similar de concupiscencia.

(Parte II, Sección V.)

Por supuesto, estas creencias no son únicas del cristianismo, aunque ninguna otra religión o cultura estuviera en su momento tan obsesionada con ellas. Resulta aún más absurdo, por tanto, que esta mentalidad supersticiosa e hipócrita respaldara el asesinato de miles de personas, asesinatos que comenzaron alrededor de 1330 en Francia (antes de que se escribiera el tratado Malleus Maleficarum) y se llevaron a cabo en todo el mundo cristiano entre los siglos XV y XVII. La mayoría de las víctimas fueron mujeres, y su supuesto pacto con el diablo se determinaba por el simple hecho de ser pobres, excéntricas o por haber decidido vivir solas con un enorme gato negro. A otras las quemaban en la hoguera porque presuntamente habían mirado mal una cosecha que luego se había malogrado o a una vaca que había dejado de dar leche. También se tachaba de brujas a un gran número de mujeres hilanderas, comadronas y herboristas, y existe una posible correlación con la creación de gremios masculinos concebidos para formar monopolios. Estas persecuciones tuvieron muy poca repercusión en Irlanda, seguramente porque los irlandeses nunca renegaron de su cultura druida ni de la presencia permanente de la Diosa Madre como reina guerrera, tanto en los ciclos épicos como en la tradición oral.

La analista Marie-Louise von Franz, de la escuela de Carl G. Jung, sugiere que la ausencia de una Madre trascendente con ambas facetas, la negativa y la positiva, podría ser la causa de las persecuciones.

En los cuentos de hadas que, en su mayoría, nacen bajo la influencia de la civilización cristiana, el arquetipo de la Gran Madre, como tantos otros, se divide en dos aspectos. Por ejemplo, la Virgen María se separa de la sombra y representa solamente el lado positivo de la imagen de la madre; por tanto, como señala Jung, el momento en el que la figura de la Virgen María ganó más relevancia fue también el período de las persecuciones de las brujas. Como el símbolo de la Gran Madre también representaba solo un lado, el lado oscuro se proyectó en las mujeres, y de ahí comenzó la caza de brujas […]. La figura de la madre se dividió en la madre positiva y en la bruja destructiva.

(Shadow and Evil in Fairytales, 1987; pág. 105.)

Muchos misterios han quedado sin resolver. La Biblia ofrece ejemplos de brujas benignas y útiles, como la bruja de Endor. El Corán menciona las prácticas universales de brujas que con sus artimañas causan problemas en las vidas de las personas, pero se limita a recomendar la oración para protegerse. Es posible que, en Europa, las capas superficiales del cristianismo, una religión relativamente reciente importada de Oriente, no hubieran calado lo suficiente para eliminar por completo la cultura pagana. En consecuencia, el resurgir de la Diosa Madre a través de la figura de las maléficas presentó una amenaza más concentrada. Desde luego, propició la expurgación y depuración de los mitos autóctonos de Gran Bretaña, que hoy se conservan principalmente en las leyendas del ciclo artúrico. Las versiones literarias de Geoffrey de Monmouth (Vitae Merlini, h. 1150) y Thomas Malory (Morte d’Arthur, h. 1469) están tan impregnadas de cristianismo que no dejan espacio a Morgana (Morgan le Fey [o Le Fay]), la diosa británica perdida, la Soberanía, la guardiana del rey y del reino, cuyo nombre significa a la vez «madre» (Morgan) y «hada» o «destino» (Fata Morgana / Le Fey / fate / fairy). Ambos textos, aunque sean muy importantes en distintos aspectos, no aportan una descripción satisfactoria de Morgana: Monmouth la devalúa a una simple hechicera que recibe su poder de un hombre, Merlín, al que luego le paga con una burda traición; Malory, por su parte, solo le dedica unas cuantas líneas inconexas en su texto. Ninguno de los dos autores consigue explicar la razón de sus celos y de su maldad contra Arturo y sus seguidores. Al perder su función de soberana, Morgana se convierte en la quintaesencia incompleta y confusa del mal.

Como muchas otras representaciones de las brujas que, por suerte, abundan en el folclore de la mayoría de las culturas, Morgana procede de la Diosa Madre, que personifica las tres facetas de la existencia: la virginidad, la reproducción y la muerte. De aquí han evolucionado las distintas interpretaciones de la triple diosa, que aparecen prácticamente en todas las culturas: Juventas-Juno-Minerva (la tríada capitolina de Roma), Hebe-Hera-Hécate (griegas), Al’Lat-Manat-Al’Uzza (árabes) y Parvati-Durga-Kali (hindúes) son sólo algunas de estas trinidades femeninas. La trinidad simboliza las fases de la luna y convierte a la bruja en una criatura de la noche, muy vinculada a la menstruación, a las mareas, a las estaciones y a la oscuridad. En algunos casos se considera a la diosa Diana como «reina de las Brujas».

Cada una de las tres facetas de las diosas presenta una amenaza específica para los hombres. La Virgen (luna creciente), impulsiva y llena de vitalidad, amenaza con hechizar a los hombres hasta que acaben por consumirse. La Madre (luna llena), rebosante y fecunda, aparece en las culturas antiguas como una mujer con la vagina roja y reluciente que invita a entrar, o con una vulva enorme y unos senos tan grandes que se los echa sobre los hombros mientras corre tras su presa, un hombre, por supuesto, asustado ante la posibilidad de que la Madre lo utilice sin piedad en su propio beneficio y lo deje impotente y sin semen. En muchos cuentos de Oriente Medio, aconsejan al protagonista que se acerque a la mujer desde detrás y le bese un pecho para que así ella lo reconozca como uno de sus hijos y lo ayude en su misión. Por último, la Anciana (luna menguante), quizá la forma que ha inspirado más terror, es amiga íntima de la muerte y guardiana de todos sus secretos, aún sexualmente activa y con la habilidad de infiltrarse en la mente y en el cuerpo de los hombres. Negarse a obedecerla acarrea la destrucción, porque la Diosa es cruel y vengativa. En todo caso, la sociedad patriarcal ha percibido su devoción por la justicia como sed de venganza, mientras que, cuando esta cualidad se aplicaba a un hombre, se percibía como castigo necesario. La primera percepción implica, como mucho, una relación de igualdad, mientras que la segunda es sinónimo de superioridad, ya que impone un código ético desde la supremacía. Además, la idea de venganza con el tiempo ha ido adquiriendo connotaciones relacionadas con la bajeza, la impulsividad, la subjetividad y la satisfacción personal, mientras que el castigo sigue siendo algo sagrado, una acción noble, respetable, desinteresada y destinada a promover el bien común. Venganza y castigo tienen el mismo objetivo: la Diosa emplea un estilo más tónico, telúrico y apasionado, que subyace en la feminidad; y el Dios, fórmulas más etéreas, frías y distantes. Y son esas cualidades típicamente femeninas lo que parece instigar en los hombres un miedo cerval a ser esclavizados o a quedar impotentes; una castración metafórica que conduce a la pérdida del honor. Los hombres que son felices entre las brujas son los que tienen algún tipo de control sobre ellas o se benefician de sus servicios, como en el caso de los chamanes.

En Japón, los grandes maestros hechiceros solían recibir ayuda de zorras, perras o serpientes, que alimentaban a sus crías o les ofrecían algún tipo de protección. En la Edad Media se decía que estas familias vivían en hogares prósperos, y que sus tejados y entradas estaban repletos de zorras y perras, mientras que las serpientes permanecían enroscadas en diversos tipos de recipientes. Pero también conviene recordar que estas brujas zoomorfas solo obedecían si se les mostraba gratitud y lealtad.

Con el correr de los siglos se ha ido reemplazando a la Diosa: primero, sustituyéndola por los panteones patriarcales y, luego, por el Dios único del monoteísmo. Los hombres se han apoderado de sus rituales de la fertilidad. Los monoteístas, en su intento desesperado por relacionar la belleza de la mujer-hada con su maldad, desarrollaron la teoría de que las hadas eran ángeles caídos que, en la disputa entre Dios y Satán, se negaron a comprometerse con ninguna de las partes, por lo que fueron condenadas a vivir bajo tierra, en arroyos, cuevas y túneles, o por encima de esta, entre las nubes.

Sea cual fuere su ascendencia, la bruja ha ido adquiriendo cualidades temibles, porque «el inconsciente colectivo dominante proscribe el arquetipo de la Gran Madre, y ella se defiende y contraataca» (Von Franz). En los cuentos de hadas, con frecuencia es el hombre el que se ve amenazado directamente por una bruja y es la mujer quien lo rescata (Gretel salva a Hansel), aunque ella a su vez pase a ser presa de la bruja. Blancanieves y la Bella Durmiente son dos claros ejemplos de esto: el hada malvada de la Bella Durmiente, cuando se menosprecia su dignidad, exige venganza igual que el dios con la vanidad herida que exige adulación y reconocimiento constantes, y que condena al fuego eterno a quienes lo ignoran. Pero ella es demonizada, como Morgana y Lilith y tantas otras desde el principio de los tiempos, y él no.

Las brujas violentas nacen de la ofensa y del sometimiento. Algunas tramas recurrentes en los cuentos, como las pruebas malintencionadas, el ansia de poder o el sacrificio de niños, ilustran las formas que tienen las brujas de imponer justicia con el fin de recuperar los poderes y el vigor perdidos. Es comprensible que estas criaturas, tan extrañas y amenazadoras, queden excluidas forzosamente de la sociedad y sean relegadas a lugares desiertos e ignotos. Y, al tiempo que quedan segregadas y aisladas de la sociedad, sus cualidades son cada vez más repudiadas, y estas ideas arraigan en nuestro subconsciente más profundo creando una imagen amenazadora y permanente. Esta creación mental de una criatura parcial y hecha de pura maldad nos convierte en víctimas del miedo que genera la figura de la bruja. Somos conscientes de esta vulnerabilidad, sabemos que el deseo de amor y cariño podría rebasar cierto límite y convertirnos en seres demasiado exigentes y codiciosos. Creamos a la bruja de Hansel y Gretel, que alimenta primero y luego espera ser alimentada devorando a sus víctimas; es entonces cuando Gretel tendrá que apelar a toda su inteligencia, a su bruja interior, que le dice de forma instintiva a qué responderá su amenazadora adversaria. Y de nuevo es el sentido implacable de la justicia de la niña lo que sustenta su decisión de castigar a la bruja para salvarse. Enfrentarse a la bruja de los cuentos, restarle autoridad o destruirla representa una etapa vital necesaria para crecer y aprender a responder con ingenio y rapidez a las crisis. Sin embargo, esto solo puede darse cuando empezamos a aceptar nuestra bruja interior. Al igual que sus ancestros del mundo antiguo, podemos fomentarla con la estimulación y la aceptación, e integrarla en nuestro mundo psíquico para nuestro beneficio.

Pero es fácil ponerse demasiado serio e intenso cuando se habla del tratamiento de la figura de la bruja en la historia y en la literatura, olvidando que se trata esencialmente de un personaje lleno de picardía: una superviviente. Todos esos siglos de calumnias y desprecios no han conseguido expulsarla de nuestras mentes ni reducir el poder que tiene sobre nosotros. Sigue siendo un ser magnético, potente y desconcertante, a veces humano, otras veces sobrenatural, que viaja a su antojo por la mente de niños y adultos, ataviado con ropajes negros, en su escoba o encaramado a un árbol, o volviendo de algún encuentro obsceno a su siniestra morada para proseguir con sus funestas actividades. Es quizá esta imagen común de la bruja la que mejor y de forma más agradable transmite su sentido de anarquía y su desafío continuo a la autoridad a la vez que defiende sus misteriosas reglas personales.

Con esta selección de cuentos no tengo intención de romper los estereotipos más amenazadores de las brujas. Tampoco pretendo presentarlas desde un punto de vista favorable. Simplemente he elegido historias que me emocionan, me asustan o me hacen reír. Y no he sido capaz de responder a la pregunta que más me han hecho durante los maravillosos meses que he pasado recopilando esta antología: ¿cómo definirías a una bruja? Con esta compilación espero demostrar que la bruja desafía cualquier intento de definirlas y que su figura sigue siendo tan misteriosa y enigmática como siempre.

SHAHRUKH HUSAIN

Londres, abril de 1993

· PRIMERA PARTE ·

MUJERES SEDUCTORAS Y

CABALLEROS DESTEMPLADOS

INDRAVATI Y LAS SIETE HERMANAS

CUENTO INDIO

Érase una vez un rey y una reina que tenían una hija, una princesa más hermosa que el sol, la luna y las flores. Como era más bella incluso que las apsarás, las ninfas acuáticas que danzan en la corte celestial del dios Indra, la reina decidió llamarla Indravati. Pensó que si la llamaba «hija de Indra», que es lo que significa el nombre, la niña no correría ningún peligro si alguna vez necesitaba pedir ayuda al dios. La reina era muy sabia, y estaba segura de que su hija era tan hermosa que algún día necesitaría que la salvaran de los vicios y de las artimañas de los hombres. Llegado el momento, podría acudir a Indra sin miedo a caer del cielo y acabar enmarañada en los rizos eternos de Shiva, como le había pasado a la diosa del Ganges hacía mucho tiempo, ya sabéis. Y es que Indra es un dios procaz y lujurioso, y aunque como dios está en su derecho, la reina no quería que su hija pudiera convertirse en una de sus presas si necesitaba pedirle ayuda, así que decidió llamarla de esta manera.

Cuando Indravati creció, sus padres concertaron su matrimonio con el apuesto hijo de otro rey. Era lo bastante apuesto para ser digno de ella, así que, como es natural, también lo era para las hadas. Era bello como la luna, tenía unos ojos que brillaban como las estrellas y la piel, tanto la de su rostro como la de su cuerpo, era suave y lisa, casi tan aterciopelada como la del melocotón. (Era muy joven, tanto que apenas empezaba a crecerle vello corporal en algunas partes, ya me entendéis, ¡y se sorprendía cada vez que lo descubría!) Seguro que la princesa se estremecería de deseo en la cámara nupcial y traicionaría su castidad mucho antes de haber fingido el pudor y la timidez que se esperan de una dama. Pero el príncipe era tan atractivo que cualquier mujer podría perder los modales y la vergüenza por él sin el más mínimo recato.

La cosa es que había siete hermanas que vivían en un árbol de ficus y que habían visto al príncipe cuando iba de camino a su fastuosa boda. Estas hermanas tenían los pies del revés, de manera que los talones aparecían por delante, así que cada pie recordaba a un báculo o a un bastón de potentado, de esos que llevan una contera abajo, ¿sabéis? Y los dedos sobresalían por detrás, extendidos como las garras de un águila. Pero siempre llevaban los pies cubiertos con faldas largas y vaporosas. Y, de todas formas, ¿quién iba a querer mirarles los pies cuando tenían unos rostros tan seductores? Lanzaban miraditas a los hombres, mordían los bordes de sus mantillas y pestañeaban con esos ojos enormes y entrecerrados, mirando hacia abajo para que se vieran bien sus largas pestañas. Y lo hacían de forma que, si un hombre las miraba a los ojos, cuando ellas bajaran los párpados, él acabaría con la vista clavada —que Dios nos perdone— en sus exuberantes pechos. Las brujas —no deberíamos pronunciar esta palabra: podrían oírnos y, Dios no lo quiera, presentarse aquí— se enamoraron del príncipe y lo querían para ellas, así que lo siguieron hasta el palacio de su futura esposa. Al principio, se enfadaron cuando supieron que iba a casarse, pero luego se les pasó: ¿por qué iba a desalentarse una bruja por algo así? Saben mucho de magia, pero poseen pocos principios. Lo siguieron y esperaron el momento adecuado para actuar.

El príncipe y la princesa celebraron la boda con una ostentosa ceremonia. Los músicos tocaron durante un mes, hasta que los dedos se les llenaron de ampollas y los huesos se les agarrotaron. Los cocineros guisaron hasta que los fogones de las cocinas calentaron todo el reino, hasta que todos sus habitantes, incluso los que buscaban comida en la basura, tuvieron la barriga a reventar. Es más, llegaron mendigos de otros reinos y llenaron sus carretas con las sobras del banquete para llevárselas a sus familias, porque hasta los desperdicios podían considerarse un festín en toda regla.

Las hermanas no le quitaban el ojo de encima al príncipe mientras esperaban su momento. Y cuando por fin se acabaron los banquetes y las celebraciones, Indravati y su príncipe montaron en su carruaje y emprendieron el camino al reino del novio, donde por fin podrían entregarse al placer carnal en la intimidad.

Viajaron durante toda la mañana, pero por la tarde empezó a apretar el calor y decidieron parar a descansar. Fue bajo el mismo árbol en el que las siete hermanas habían visto al príncipe por primera vez; quizá fueron ellas las que le habían metido esa idea en la cabeza, vaya usted a saber. Los novios, impacientes por estar juntos, pidieron a sus sirvientes que los dejaran solos.

—Intimidad —ordenó el príncipe. Los cortesanos y sirvientes lo entendieron y se marcharon entre bromas y elucubraciones sobre lo que harían el príncipe y la princesa en esa codiciada intimidad.

Pero, en cuanto se miraron, el príncipe y la princesa se sumieron en un profundo sueño. Las hermanas aguardaban entre las ramas del ficus, sabedoras de que su espera estaba a punto de acabar. Casi había llegado el momento. Decidieron actuar antes de que el príncipe hubiera gozado de su esposa, antes de que su lluvia fértil pudiera empapar la sedienta y palpitante flor de loto de Indravati. Llevaban tanto tiempo devorando los miembros y la juventud del príncipe con la mirada, tanto tiempo siendo pacientes, que lo querían con su inocencia intacta.

Habían tramado un plan para apoderarse de él antes de que perdiera la virginidad. Cuando los recién casados empezaron a quedarse dormidos, las brujas bajaron del árbol a toda prisa, los apresaron y los llevaron a una torre que habían construido para el príncipe. Arrojaron a la princesa por la ventana para matarla, pero ella se despertó con las carcajadas y los alaridos de las brujas, y pudo despabilarse a tiempo para agarrarse a las ramas de un limonero cercano y amortiguar la caída. Luego bajó por el tronco hasta el suelo, se deslizó sigilosamente hasta la base de la torre y se escondió detrás de unas rocas.

Las brujas llevaron al príncipe a lo alto de la torre y lo tumbaron en una cama tan suave como las nubes, tanto que él se sentía como si pudiera flotar. Allí bailaron para él al son de las campanillas y de los crótalos. Estaban muy hermosas; la suya era una belleza inquietante y perturbadora. También le lanzaron un hechizo para que se sintiera siempre levemente embriagado, así no se daría cuenta de que tenían los pies del revés, pues esa es la marca de las brujas, ni de que en sus ojos había más deseo que en los de cualquier mujer corriente, más incluso que en los de esas mujeres livianas que día y noche se ganan la vida complaciendo a los hombres. Y es que, en estas mujeres, las miradas de deseo son fruto de la falsedad y de la costumbre, mientras que en las siete hermanas eran fiel reflejo de su naturaleza lujuriosa.

Bailaron para el príncipe haciendo gala de todos sus encantos, excepto de los que debían mantener en secreto. Y cuando danzaban, sus vestidos revoloteaban y dejaban ver el movimiento de sus tallos, pero no las flores que ocultaban más arriba; y bajaban las cintas de sus corpiños, aunque no lo suficiente para revelar esos pechos firmes, que se estremecían, arriba y abajo, en olas de locura y anhelo, ahora aún más turgentes por el deseo que subía como la espuma. Aquella noche intentaron por todos los medios —vaya si lo intentaron— que los virginales miembros del príncipe, ¡tan suculentos!, con su suavísima y bronceada piel, ¡tan seductora!, se enlazaran con ellas. Intentaron agarrarse a él como una viña salvaje y desenfrenada; como zarzas y enredaderas, inseparables; como las vainas que revientan para que nazca la flor de amento, que penetra grietas y cavidades hasta colmarlas. Festín de néctares, de flores y frutas, hasta que él quedara vacío y temporalmente exhausto, y ellas, saciadas.

Así planeaban utilizarlo, alimentándose de su fruto, sorbiéndole los jugos con sus cuerpos y lenguas, hasta que se debilitara y acabara por marchitarse para siempre. Todos los días le llevaban alimentos aliñados con potentes afrodisíacos, como diente de tigre, pócimas de hierbas o sangre menstrual. Todo lo llevaban a su habitación cada noche, pero el príncipe nunca tocaba la comida, y por las mañanas, las brujas se deshacían de ella. Porque, claro, si los alimentos surtían efecto cuando ellas no estaban, el prisionero podría desperdiciar los néctares de su cuerpo en alguna otra parte. Por eso tiraban la comida y la arrojaban por la ventana.

Esta caía a los pies de la torre, donde esperaba la princesa, que se obligaba a tomar unos bocados, lo suficiente para sobrevivir, pero ni uno más. Y todas las mañanas, cuando las siete hermanas se iban volando hacia su árbol, la princesa trepaba por el limonero y entraba en la torre del príncipe; allí lo cuidaba y le hablaba, mientras le acariciaba las sienes, rogándole que despertara. Pero él no podía. Naturalmente. Y, como es comprensible, la princesa estaba cada día más enfadada, hasta que por fin decidió que no era capaz de quedarse esperando de brazos cruzados. «Tengo que hacer algo», se dijo.

Y lo hizo.

Al día siguiente, esperó a que las brujas salieran de los aposentos de su marido. Y cuando llegaron a su ficus, ahí estaba ella, dispuesta a enfrentarse a las arpías, agarrada a las raíces del árbol, a las que se aferró con fuerza mientras las brujas lanzaban sus maldiciones. Hicieron unos nudos con mechones de su propio cabello y los soplaron, mascullando entre dientes; murmuraban sus encantamientos cada vez más rápido, más alto, moviendo sus feroces labios, hasta que, de repente, el árbol salió volando, y con él la princesa.

Durante el prodigioso vuelo, la joven vio junglas y desiertos, ríos y montañas, tierras tan altas y deshabitadas que ya no quedaba en ellas ni rastro de Adán ni de sus descendientes. Vio pasar mil maravillas bajo sus pies, hasta que llegaron a un semicírculo de montañas, que el árbol de las brujas sobrevoló antes de posarse en tierra. La princesa comprendió que había llegado a Koh Qaf, la Tierra de las Hadas, gobernada por Indra, el rey de las Hadas. Su madre y sus doncellas le habían contado historias de aquel lugar y sus habitantes.

La princesa saltó del árbol y se escabulló entre las hadas. Aunque eran muy hermosas, eso no suponía ningún inconveniente, porque ella lo era aún más, a pesar de que todos los seres de aquel lugar estuvieran hechos de aire y de fuego, y ella no fuera más que agua y barro. Eso no importaba: era tan hermosa que nadie notaría la diferencia. La princesa preguntó a unos caminantes dónde se encontraba la corte del rey, y hacia allí se dirigió. Al llegar, vio a las siete hermanas bailando para el rey. Se movían con tal gracia y elegancia que hasta la princesa sucumbió a su encanto: sintió un ardor que empezaba a recorrerle el cuerpo y, por un momento, se permitió dudar de la castidad de su marido, preguntándose si todavía conservaría su virginidad. Tras ese momento de duda, recuperó la compostura y dio un paso adelante, revelando toda su principesca majestuosidad.

—¡Rajá Indra! —dijo con tono imperioso.

El rey levantó la vista, sorprendido de que alguien se atreviera a interrumpir su placentera diversión con tanta osadía.

—¿Quién eres tú? —preguntó, buscando con la mirada a quien había pronunciado su nombre. Entonces la vio. Pero el baile de las hermanas era tan sensual que el rey sintió sus jugos a punto de brotar, contenidos hasta ese momento únicamente por la expansión en su órgano distendido, y al final se derramaron en su espléndido traje brocado. Se reprochó en su fuero interno haber desperdiciado sus fluidos en su propia ropa, en lugar de hacerlo en alguna de los cientos de doncellas que tanto lo ansiaban, divinas como capullos en flor.

El rajá comprobó que la mujer que había interrumpido el espectáculo era deslumbrante… Pero cuando la princesa vio los ojos del rey inyectados de lujuria y lascivia, exclamó con firmeza:

—¡Soy Indravati!

El rey se hundió en su trono, flácido y sin fuerzas. Indravati significaba «hija de Indra»: no podía ni seducirla ni cortejarla, y mucho menos unirse a ella, porque… era su hija.

—¿Qué quieres? —preguntó, con una voz que ya no sonaba como el trueno.

—Estas mujeres que bailan para ti, mi señor, han hechizado a mi esposo y lo tienen prisionero en una torre. Quiero que me lo devuelvan —suplicó.

El rey titubeó.

—Son unas mujeres exquisitas —se le ocurrió decir, pues no estaba dispuesto a privar a las hermosas bailarinas de su presa sexual—. Si han tenido la habilidad de hechizarlo, entonces…

—¡Son churels![3] ¡Son brujas, mi señor! —protestó Indravati.

Las hermanas dejaron de bailar y se apiñaron en un rincón, agachándose de un modo extraño, mirando esquivas, a un lado y a otro, siseando entre suspiros y sacando la lengua con movimientos viperinos.

—¡Levantad esas faldas! —ordenó el rey.

—¡No! ¡Eso no, señor! —chillaron las hermanas hechiceras—. ¡Eso no!

Pero el rey insistió, y cuando las hermanas se subieron las faldas hasta los tobillos, quedaron a la vista aquellos pies siniestros, parecidos a los bastones de los potentados, como con una contera de hierro abajo, y los dedos separados como garras sobresaliendo por detrás.

Indra desterró a las hermanas de su reino, volvieron al árbol y el hechizo se rompió. Indravati encontró a su marido y a sus sirvientes bajo el árbol, y emprendieron el camino de regreso a su reino, donde todos estaban impacientes y desesperados, porque llevaban mucho tiempo esperando a los novios, al menos uno o dos meses.

Al fin, los recién casados disfrutaron de los placeres de la cámara nupcial, y la princesa pudo aplicarse desenfrenada al gozo carnal y disfrutar de los placeres sensuales que el príncipe le ofrecía, porque ella le había salvado la vida y la castidad, y ya no necesitaba comportarse con modestia ni inocencia para demostrarle su amor y su lealtad.

Las hermanas siguen allí, en el ficus, con un aspecto que recuerda mucho al de los cuervos. A veces se acercan a otros ficus, pero no podrán morir hasta que encuentren a una aprendiz a quien enseñarle las palabras secretas y profanas con las que las diabólicas churels transmiten sus poderes.

[3]. Chureyls, churails o churels son todos nombres que designan entidades míticas tradicionales de India, Nepal y Pakistán, y sus características abarcan desde lo demoníaco y lo fantasmal a lo mágico y sensual.

LA LOCURA DE FINN

CUENTO IRLANDÉS

Un buen día, Finn y los fieles guerreros de su clan, los fianna, llegaron a un cruce del río Slaney y se detuvieron a descansar. Mientras estaban allí sentados, se les apareció una joven sobre una roca redonda del río: llevaba un vestido de seda, una capa verde adornada con un broche dorado y una corona de oro, un símbolo de la realeza.

—Guerreros de Irlanda: que uno de vosotros se acerque a hablar conmigo de inmediato —dijo la joven.

Fue Sciathbreac, el portador del escudo, quien se acercó.

—¿Qué quieres de nosotros? —le preguntó.

—Quiero a Finn, hijo de Cumhal —respondió la joven.

Entonces Finn se acercó para hablar con ella:

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí? —preguntó Finn.

—Soy Daireann, hija del dios Bodb Dearg, hijo de Dagda —dijo—. Y he venido porque deseo convertirme en tu esposa, con la condición de que me traigas el regalo de boda que te voy a pedir.

—¿Y qué regalo es ese?

—Debes prometerme que seré tu única mujer durante todo un año, y después, me tendrás que conceder la mitad de tu tiempo.

—No prometeré tal cosa a ninguna mujer del mundo, y a ti tampoco —dijo Finn.

Al oír eso, la joven sacó una copa de plata de debajo de la capa, la llenó con un poderoso brebaje y se la entregó a Finn.

—¿Qué es? —preguntó el guerrero.

—Es hidromiel de los dioses, algo más fuerte que el terrenal —dijo Daireann.

Finn no tenía por costumbre rechazar ningún brindis que se le ofreciese, así que aceptó la copa, bebió de su contenido y, de repente, pareció haber perdido la cordura. Se volvió hacia sus fianna y empezó a reprocharles todas las desgracias, equivocaciones y torpezas que habían cometido en las batallas, y todos esos desatinos los decía por culpa de la ponzoña que le había dado a beber la joven.

Y así, los jefes de los fianna de Irlanda se levantaron y lo fueron dejando solo; cada cual partió hacia su tierra, hasta que no quedó nadie junto a Finn en aquella colina, salvo Caoilte, que se levantó y fue a buscar a los demás.

—Guerreros de Irlanda, no debéis abandonar a vuestro jefe y señor por culpa de las artimañas y bebedizos de una mujer de las montañas —les dijo Caoilte.

Trece veces salió a buscarlos, y así, poco a poco, los fue llevando de vuelta a la colina. Y al finalizar el día, cuando cayó la noche, aquella amarga locura abandonó por fin la lengua del caballero. Para cuando Caoilte pudo reunir a los fianna al completo, Finn ya había recobrado tanto el juicio como la memoria. Al darse cuenta de lo que había ocurrido, pensó en sucumbir a su propia espada y encontrarse con la muerte antes que seguir viviendo así ni un minuto más.

Aquel fue el trabajo más difícil que Caoilte hizo en toda su vida.

LA NIXE

CUENTO HÚNGARO

Érase una vez un molinero muy rico que tenía todo el dinero y todos los bienes que podía desear. Pero las desgracias llegan de la noche a la mañana y, de repente, el molinero se volvió tan pobre que su molino fue apenas todo lo que le quedó. Se pasaba el día deambulando de aquí para allá, presa de la tristeza y de la desesperación, y, cuando se acostaba por las noches, no podía descansar, así que las pasaba en vela, sumido en amarguras y lamentaciones.

Una mañana se levantó antes del amanecer y decidió salir de casa: pensó que con el aire puro su corazón se libraría de tantas tribulaciones. Mientras paseaba por la orilla de la esclusa del molino, oyó un susurro en el agua y, al mirar, vio a una dama blanca surgiendo de las ondas del estanque.

Comprendió de inmediato que no podía ser otra sino la Nixe de las aguas, y se asustó tanto que no supo si salir corriendo o quedarse donde estaba. Mientras dudaba y titubeaba, la Nixe se dirigió a él: lo llamó por su nombre y le preguntó la razón de su tristeza.

Cuando el molinero oyó la encantadora voz de la Nixe, se armó de valor y le contó lo rico y próspero que había sido toda su vida, hasta hacía muy poco, y que ahora no sabía qué iba a ser de él, con tanta penuria y tanta miseria.

La Nixe lo consoló con dulces palabras y le prometió que lo haría más rico y próspero que nunca, a condición de que le entregara lo más joven de su casa.

El molinero pensó que se refería a alguno de los cachorros o gatitos que tenía, así que le prometió a la Nixe que le daría lo que le había pedido, y volvió a su molino con el corazón lleno de esperanza. En el umbral de casa lo estaba esperando un sirviente, con la noticia de que su esposa acababa de dar a luz a un niño.

El pobre molinero, aterrorizado ante semejante noticia, con gran pesadumbre, fue a ver a su esposa y a su familia para explicarles el fatídico trato que acababa de cerrar con la Nixe.

—Renunciaría a toda la fortuna que me prometió si pudiera salvar a mi hijo —les dijo. Pero nadie supo darle consejo alguno, más allá de vigilar que el niño nunca se acercara al estanque.