El Mago de Oz - Lyman Frank Baum - E-Book

El Mago de Oz E-Book

Lyman Frank Baum

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Beschreibung

Dorothy, el Hombre de Hojalata, el Espantapájaros y el León Cobarde emprenden un viaje en busca del Mago de Oz, para que les dé lo que creen necesitar: volver a casa, un cerebro, un corazón y valentía. Pero en el camino, descubrirán algo realmente importante: el poder de la amistad. Todos los chicos reconocen los personajes de El Mago de Oz, pero pocos han leído esta maravillosa novela que habla de un mundo donde todo es posible, y cuyo valor literario la hace imprescindible en la formación de los pequeños lectores.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2021

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2020

Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Baum, Lyman F. El mago de Oz / Lyman F. Baum. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019. Libro digital, EPUB - (Sonsoles ; 3) Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4419-67-5 1. Narrativa Estadounidense. 2. Novela. I. Título. CDD 813

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

EL MAGO DE OZ

/ CAPÍTULO 1

EL CICLÓN

Dorothy vivía en medio de las grandes planicies de Kansas con su tío Henry, que era granjero, y su esposa, la tía Em. La casa era pequeña, porque para construirla tuvieron que llevar la madera en carreta desde muy lejos. Tenía cuatro paredes, un piso y un techo que formaban un solo ambiente. En él había una cocina vieja, un aparador para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. En una de las esquinas, estaba la cama del tío Henry y la tía Em, y en otra esquina, la pequeña cama de Dorothy. No había ni bohardilla ni sótano, salvo por un pequeño agujero cavado en el piso, al que llamaban “el sótano del ciclón”. Allí la familia podía refugiarse, en caso de que uno de esos grandes torbellinos se levantara con la fuerza suficiente como para destruir una casa. Y a ese pequeño y oscuro hueco se entraba por una puerta trampa que había en el suelo, desde donde bajaba una escalera.

Cuando Dorothy se paraba en la puerta de la casa y miraba a su alrededor, no veía nada más que la gran llanura. Ni un árbol ni una casa rompían la monotonía de la planicie, que se extendía hasta el horizonte, en todas direcciones. El sol había quemado los campos, convirtiéndolos en una dura superficie de tierra gris y agrietada. Y ni el pasto era verde, pues el sol lo había dejado tan gris como a la tierra. En una oportunidad, habían pintado la casa. Pero el sol resecó la pintura y las lluvias la lavaron, así que ahora estaba tan opaca y gris como todo lo demás.

Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita. Pero el sol y el viento también la cambiaron. Le quitaron el brillo de los ojos y se los dejaron de color gris profundo. Se llevaron el rojo de sus mejillas y de sus labios, que fueron tomando el mismo color. Ahora era una mujer flaca y seca, que nunca sonreía. Cuando Dorothy se quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em se sobresaltaba con la risa de la niña y daba un grito. Y cada vez que oía la voz alegre de Dorothy, se llevaba una mano al corazón y la miraba asombrada, preguntándose de qué se reía.

El tío Henry tampoco se reía nunca. Trabajaba sin descanso, de la mañana a la noche, y no sabía lo que era la alegría. Él también era gris, desde su larga barba hasta sus botas gastadas. Tenía un aspecto severo y solemne, y rara vez hablaba.

Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de que se volviera tan gris como todo lo que la rodeaba. Toto no era gris. Era un perrito negro de sedoso pelo largo y de ojitos azabaches, que brillaban alegres a cada lado de su graciosa nariz. Toto jugaba todo el día con Dorothy y ella lo quería mucho.

Sin embargo, un día no jugaron. Ese día, el tío Henry estaba sentado en el escalón de la puerta y miraba el cielo con preocupación, porque se había puesto más gris que nunca.

Dorothy, parada a su lado y con Toto en brazos, también miraba el cielo. La tía Em lavaba los platos. Desde el Norte llegaba el gemido bajo del viento, y el tío Henry y Dorothy vieron cómo, en esa dirección, se inclinaba la hierba. Entonces, desde el Sur, llegó un silbido agudo y, cuando miraron hacia ese lado, vieron que allí también el viento mecía la hierba. De repente, el tío Henry se puso de pie.

–Viene un ciclón, Em. Iré a ver a los animales –le anunció a su mujer y corrió hacia los establos, donde se guardaban las vacas y los caballos.

La tía Em dejó su tarea y fue hasta la puerta. Y solo con una mirada advirtió el peligro que corrían.

–¡Rápido, Dorothy, al sótano! –gritó.

Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, mientras la niña trataba de atraparlo. La tía Em, muy asustada, abrió la puerta trampa que estaba en el piso y bajó por la escalera hacia el “sótano del ciclón”. Dorothy, por fin, atrapó a Toto y fue detrás de su tía. Pero cuando estaba a mitad de camino, llegó el viento y la casa se estremeció tanto, que la niña perdió el equilibrio y quedó sentada en el suelo.

Entonces, pasó algo extraño. La casa dio dos o tres vueltas sobre sí misma y se elevó lentamente por el aire. Dorothy sintió como si estuviera subiendo dentro de un globo.

Los vientos del Norte y del Sur se habían encontrado justo donde estaba la casa y, en ese preciso lugar, se había formado el centro del ciclón.

En el centro de un ciclón, por lo general el aire está en calma. Pero la gran presión que el viento hacía sobre los cuatro costados de la casa la elevaron más y más, hasta colocarla en la punta. Allí se quedó, y el viento la transportó a miles de kilómetros, tan fácilmente como si fuera una pluma.

Aunque estaba muy oscuro y el viento rugía con furia, Dorothy se dio cuenta de que la casa se trasladaba con bastante suavidad. Después de que los primeros remolinos la inclinaran peligrosamente, sintió como si la mecieran con dulzura, lo mismo que a un bebé en la cuna.

A Toto no le gustaba nada de eso y corría de aquí para allá por toda la habitación, ladrando sin parar. Pero Dorothy se quedó quieta, sentada en el piso, esperando para ver qué iba a pasar. Hasta que, en un momento, Toto se acercó mucho a la puerta trampa que había quedado abierta, y cayó al vacío.

Al principio, la pequeña pensó que lo había perdido pero, de pronto, vio que una de sus orejas se asomaba por el agujero. Lo que pasaba era que el aire soplaba desde abajo con tanta fuerza que le impedía caerse. Entonces, ella se arrastró hasta el agujero, lo tomó de la oreja y lo metió de nuevo en la habitación. Tan pronto como lo hizo, cerró la puerta para evitar nuevos accidentes.

Poco a poco, Dorothy fue perdiendo el miedo, aunque se sentía bastante sola. El viento aullaba con tanta fuerza a su alrededor, que casi se quedó sorda. Al principio, se había preguntado si la casa se haría pedazos cuando cayera. Pero a medida que las horas pasaban y nada terrible ocurría, dejó de preocuparse y resolvió esperar con calma lo que el futuro le deparaba. Al fin, gateó por el piso hasta su cama y se acostó. Toto la siguió y se echó a su lado.

/ CAPÍTULO 2

EN LA TIERRA DE LOS MUNCHKINS

A pesar del balanceo de la casa y de los aullidos del viento, Dorothy cerró los ojos y pronto se durmió. La despertó una sacudida tan repentina y fuerte que, si no hubiera estado acostada en su mullida cama, se habría lastimado. El golpe la sobresaltó y se preguntó qué habría pasado. Toto le puso el hocico frío en la cara y gimió aterrado.

Entonces, Dorothy se sentó y se dio cuenta de que la casa ya no se movía. Tampoco estaba oscuro, pues un brillante rayo de luz entraba por la ventana, inundando el pequeño cuarto. Saltó de la cama y, con Toto pisándole los talones, corrió a abrir la puerta.

La pequeña niña dio un grito de asombro, y sus ojos se abrieron cada vez más al descubrir, a su alrededor, un paisaje maravilloso. El ciclón había depositado la casa –con mucha delicadeza, para ser un ciclón– en medio de un campo de una belleza increíble.

Era un encantador prado verde, rodeado de enormes árboles, cargados de ricas y suculentas frutas. Por todos lados, había canteros de flores hermosas y pájaros de plumajes raros y coloridos, que cantaban y revoloteaban entre los árboles y las plantas. Un poco más allá, corría un arroyito entre verdes orillas. El brillo y el susurro de sus aguas encantaron a la niñita que había vivido tanto tiempo en la llanura seca y gris de Kansas. Y mientras contemplaba maravillada el bello y sorprendente paisaje, notó que se acercaba el grupo de gente más extraño que había visto en su vida. No eran tan altos como los adultos que ella conocía, ni tampoco muy bajos. Tenían más o menos su misma estatura, y Dorothy era bastante alta para su edad. Sin embargo, a simple vista se notaba que eran mucho mayores que ella.

El grupo estaba compuesto por tres hombres y una mujer, vestidos de forma muy rara. Usaban sombreros cónicos, de unos treinta centímetros de alto y que terminaban en una puntita. En el ala, estaban adornados con campanitas, que tintineaban suavemente cuando se movían. Los sombreros de los hombres eran azules. El de la mujer era blanco, igual que su túnica, salpicada de estrellitas que brillaban al sol como diamantes. La ropa de los hombres era del mismo tono azul que los sombreros, y sus botas, también azules, estaban muy bien lustradas y tenían la punta enrollada hacia adentro. Dorothy pensó que los hombres eran más o menos de la misma edad que el tío Henry, porque dos de ellos tenían barba. La mujercita, sin lugar a dudas, era mucho mayor, pues tenía la cara cubierta de arrugas, el cabello blanco y caminaba casi tiesa.

Dorothy estaba parada junto a la puerta de la casa y los extraños caminaban hacia allí. Pero de pronto, se detuvieron a cuchichear entre ellos, como si tuvieran miedo de seguir avanzando. Entonces, la viejecita se acercó a la niña y le hizo una profunda reverencia.

–Noble hechicera, eres bienvenida a la Tierra de los Munchkins. Te agradecemos mucho que hayas matado a la Bruja Malvada del Oriente, liberando a nuestra gente de la esclavitud –le dijo con dulzura.

Dorothy escuchó estas palabras con asombro. ¿Por qué la viejita la llamaba hechicera? ¿Qué quería decir con que había matado a la Bruja Malvada del Oriente? Ella era una nena inocente e inofensiva. Un ciclón la había llevado muy lejos de su hogar, pero jamás en su vida había matado a nadie. Sin embargo, era evidente que la ancianita esperaba que le respondiera.

–Es usted muy amable, pero debe haber algún error. Yo no maté a nadie.

–Bueno, entonces lo hizo tu casa, que es lo mismo –dijo la pequeña anciana, riéndose. Luego, señaló una esquina de la casa y agregó–: ¡Mira! Ahí están sus pies, que asoman por debajo de esa tabla de madera.

Dorothy miró en la dirección que señalaba la anciana y pegó un gritito de miedo. En efecto, justo en la esquina de la casa, asomaban dos pies, calzados con zapatos de plata, con las puntas enrolladas hacia adentro.

–¡Ay, Dios, ay! La casa debe haber caído sobre ella –exclamó la niña, mientras se retorcía las manos. Y de inmediato preguntó–: ¿Qué vamos a hacer ahora?

–No hay nada que hacer –respondió la mujercita, con calma.

–Pero ¿quién era ella? –quiso saber Dorothy.

–La Bruja Malvada del Oriente, como te dije. Durante años esclavizó a los Munchkins. Ahora son libres y te agradecemos el favor –le explicó la ancianita.

–¿Quiénes son los Munchkins? –preguntó la pequeña.

–Los que viven en las Tierras del Este, donde gobernaba la Bruja Malvada.

–¿Y usted es una Munchkin? –volvió a preguntar.

–No, pero soy su amiga, aunque vivo en las Tierras del Norte. En cuanto los Munchkins vieron que la Bruja del Oriente estaba muerta, me mandaron un mensajero y vine de inmediato. Yo soy la Bruja del Norte.

–¡Ah, qué graciosa! –exclamó Dorothy–. ¿Una bruja de verdad?

–Sí, de verdad. Pero soy una bruja buena y la gente me quiere. Sin embargo, no soy tan poderosa como la Bruja Malvada, pues en ese caso los habría liberado yo misma –aclaró la mujercita.

–Yo creía que todas las brujas eran malvadas –dijo la nena, que estaba un poco asustada por encontrarse frente a una bruja de verdad.

–Oh, no, ese es un grave error. Hay solo cuatro brujas en todo el País de Oz y dos de ellas, las que viven en el Norte y en el Sur, son brujas buenas. Lo sé porque yo soy una, así que no puede haber error. Las del Oriente y del Occidente son, de veras, brujas malas. Pero ahora que tú has matado a la del Oriente, no queda más que una sola bruja malvada en toda la Tierra de Oz: la que vive en el Occidente.

–Pero la tía Em me dijo que todas las brujas habían muerto hace muchísimos años –afirmó Dorothy, después de pensar un momento.

–¿Quién es la tía Em? –preguntó la mujercita.

–Es mi tía que vive en Kansas, de donde vengo yo.

La Bruja del Norte también se quedó pensando, con la cabeza baja, mirando el suelo. Luego, levantó los ojos.

–No sé dónde queda Kansas y nunca antes oí hablar de ese lugar. ¿Es un país civilizado?

–Oh, sí –respondió Dorothy.

–Eso lo explica todo. En los países civilizados, creo que ya no quedan brujas, ni adivinos, ni hechiceras, ni magos. Pero verás, como el País de Oz nunca se civilizó, somos diferentes del resto del mundo. Es por eso que todavía hay brujas y magos entre nosotros.

–¿Quiénes son los magos? –preguntó Dorothy.

–Oz es el Gran Mago –le reveló la Bruja. Y bajando la voz, continuó–: Es más poderoso que todos nosotros juntos. Y vive en la Ciudad Esmeralda.

Dorothy estaba por hacer otra pregunta, cuando los Munchkins, que hasta ese momento no habían hablado, gritaron señalando debajo de la esquina de la casa, donde estaba la Bruja Malvada.

–¿Qué pasa? –se sorprendió la ancianita y, al mirar, empezó a reírse.

Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo y solo quedaban los zapatos de plata.

–Era tan vieja, que el sol rápidamente la secó –explicó la Bruja del Norte–. Ese fue su fin. Pero los zapatos de plata ahora son tuyos y puedes usarlos.

Se agachó a recogerlos, les sacudió el polvo y se los dio a Dorothy.

–La Bruja del Oriente estaba orgullosa de esos zapatos plateados –comentó uno de los Munchkins–. Tienen algo mágico, pero nunca supimos qué.

Dorothy los llevó adentro de la casa y los dejó sobre la mesa. Después, volvió a salir y les dijo:

–Estoy ansiosa por volver con mis tíos, porque seguro que están preocupados por mí. ¿Podrían ayudarme a hacerlo?

Los Munchkins y la Bruja se miraron unos a otros, luego a Dorothy, y negaron con la cabeza.

–Hacia el Este, no muy lejos de aquí –dijo uno–, hay un gran desierto que nadie pudo cruzar.

–Lo mismo pasa al Sur –dijo otro–, porque yo estuve allí y lo vi. En el Sur, está la Comarca de los Quadlings.

–A mí me dijeron que es igual en el Oeste –agregó el tercero–. En esa Tierra viven los Winkies, gobernados por la Bruja Malvada del Occidente. Y si pasaras por allí, ella te convertiría en su esclava.

–El Norte es mi hogar y limita con el mismo desierto que rodea el País de Oz. Mucho me temo, querida, que tendrás que vivir con nosotros –concluyó la ancianita.

Al oírla, Dorothy se puso a llorar, porque se sentía sola entre esa gente extraña. Sus lágrimas entristecieron a los amables Munchkins quienes, de inmediato, sacaron sus pañuelos y también lloraron. Entonces, la Bruja del Norte se quitó el sombrero cónico y, haciendo equilibrio, colocó la punta en la punta de su nariz. Contó: “Uno, dos, tres”. Al instante, el sombrero se transformó en una pizarra que tenía una frase escrita con tiza blanca y letras grandes:

La ancianita se quitó la pizarra de la nariz, leyó las palabras y le preguntó:

–¿Te llamas Dorothy, querida?

–Sí –contestó la niña, levantando los ojos y secándose las lágrimas.

–Entonces, debes ir a la Ciudad Esmeralda. Quizás Oz te ayude.

–¿Dónde está esa ciudad? –preguntó Dorothy.

–Justo en el centro del país y la gobierna Oz, el Gran Mago del que te hablé.

–¿Es un buen hombre? –volvió a preguntar la niña, con ansiedad.

–Es un buen mago. Ahora, si es un hombre o no, no sé decirte, porque no lo he visto nunca.

–¿Y cómo llegaré allí? –quiso saber Dorothy.

–Tendrás que caminar. Es un largo viaje por un país que tiene cosas agradables y otras, terribles. Sin embargo, emplearé todas mis artes mágicas para protegerte de los peligros.

–¿Usted no vendrá conmigo? –suplicó la niña, que había empezado a considerar a la ancianita como su única amiga.

–No, no puedo hacerlo. Pero te daré mi beso, y nadie se atreve a lastimar a quien ha recibido el beso de la Bruja del Norte –la consoló. Después, se acercó a ella y la besó suavemente en la frente.

Cuando sus labios tocaron a la nena, le dejaron una marca redonda y brillante, algo que Dorothy descubriría más adelante.

–El camino a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos –continuó la Bruja–, así que no puedes perderte. Cuando estés frente a Oz, no le tengas miedo. Cuéntale tu historia y pídele que te ayude. ¡Adiós, querida mía!

Los Munchkins le hicieron una profunda reverencia, le desearon un viaje agradable y se fueron hacia los árboles. La Bruja la saludó con una pequeña inclinación de cabeza, giró tres veces sobre su talón izquierdo y, al instante, desapareció. Esto sorprendió al pequeño Toto, que empezó a ladrar con fuerza, ahora que ella se había ido pues, en su presencia, ni siquiera se había atrevido a gruñir.

Pero Dorothy no se sorprendió en lo más mínimo, porque sabía que la ancianita era una bruja y que las brujas desaparecen de esa forma.

/ CAPÍTULO 3

CÓMO DOROTHY SALVÓ AL ESPANTAPÁJAROS

Cuando se quedó sola, Dorothy sintió hambre. Entonces fue al aparador, cortó una rodaja de pan, le puso manteca y le convidó un pedacito a Toto. Luego, tomó un recipiente del estante y fue hasta el arroyo, a llenarlo con su agua clara y brillante. Toto les ladraba a los pájaros que estaban en los árboles. La nena fue a buscarlo, vio las deliciosas frutas que había en las ramas y decidió cortar algunas, para completar su merienda. Volvió a la casa y, después de que ella y Toto bebieron el agua fresca y cristalina, se preparó para emprender el viaje a la Ciudad Esmeralda.

Dorothy tenía un solo vestido, además del que llevaba puesto. Pero estaba limpio y colgaba de un gancho, detrás de su cama. Era de algodón a cuadros blancos y azules y, a pesar de que el azul estaba un poco desteñido por tantos lavados, se veía bonito. La niña se aseó y se puso el vestido, un delantal y un sombrero rosa, para protegerse del sol. Tomó una canastita, la llenó con el pan que había en el aparador y lo tapó con una servilleta blanca. Luego, se miró los pies y notó que sus zapatos estaban muy viejos y gastados.

–No creo que resistan una larga caminata, Toto –le dijo. Y Toto la miró con sus ojitos negros y movió la cola, para demostrarle que entendía sus palabras.

En ese momento, Dorothy vio sobre la mesa los zapatos de plata de la Bruja del Oriente.

–Espero que me queden bien. Son justo lo que necesito para caminar mucho, porque no creo que se gasten –continuó diciéndole a Toto.

Se quitó sus gastados zapatos de cuero y se probó los de plata, que le quedaron tan bien como si se los hubiesen hecho a medida. Después, tomó la canasta y se dirigió al perrito:

–Vámonos, Toto. Iremos a la Ciudad Esmeralda y le preguntaremos al Gran Oz cómo volver a Kansas.