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"El mal cautivo" se trata de una suerte de diario sublimado de una cadena perpetua que narra la vida en prisión y los eventos que llevaron al narrador a la cárcel y a una situación límite del mundo y de su propia existencia. Una historia desgarradora contada desde el interior más oscuro e impenetrable, desde la vida o no vida de la prisión y su dinámica más ancestral, donde las jerarquías imperan en las geografías internas de este mundo aparte, donde los pisos y corredores representan territorios con su propia legislación. Una novela existencial en cuyo centro sitúa Torchio de manera magistral la lógica del encarcelamiento. Una lógica que involucra y somete a prisioneros, carceleros y a las familias de los internos.
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Seitenzahl: 258
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MAURIZIO TORCHIO
TRADUCCIÓN DE CÉSAR PALMA
Título original: Cattivi, Giulio Einaudi Editore, 2015
© Maurizio Torchio, 2015
© Malpaso Holdings, S. L., 2021
C/ Diputació, 327, principal 1.ª
08009 Barcelona
www.malpasoycia.com
© Traducción, César Palma
ISBN: 978-84-18236-42-6
Diseño de interiores: Sergi Gòdia
Maquetación: Palabra de apache
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.
Maurizio Torchio nació en Turín en 1970 y vive en Milán. Es licenciado en Filosofía y doctor en Sociología de la Comunicación. Ha dirigido el documental Votate agli salendi Fiat (2003), es el autor de la colección de cuentos Tecnologie affettive (Sironi, 2004) y de las novelas Piccoli animali (Einaudi, 2009) y El mal cautivo (Einaudi, 2015). Esta última obra ha sido aclamada por la crítica y ha ganado los premios Lo Straniero, Dessì, Vincenzo Padula, Premio Nazionale Letterario Pisa y Moncalieri.
www.mauriziotorchio.com
Los tullidos, los tullidos. Son los tullidos quienes creen en los milagros. Son los esclavos quienes creen en la libertad.
DEREK WALCOTT,
Sueño en la montaña del mono
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes, ya no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real; y por tanto aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.
ARISTÓTELES, Política
Te dicen: orejas. Doblas las orejas y te vuelves, primero a la derecha, luego a la izquierda.
Nariz. Inclinas la cabeza hacia atrás para facilitar la revisión.
Boca. Abres la boca. Las puertas del cuerpo se abren acatando una orden. Abres la boca pero no te dan de comer: comprueban que no lleves nada.
Levanta la lengua. Obedeces.
Saca la lengua. Obedeces.
Encías. Separas los labios usando las manos. Tus dedos a disposición de los guardianes.
La boca está vacía, no hay nada irregular. Al regresar es fácil tenerla vacía, porque en los permisos conviene hablar mucho. Conviene ir con una mujer que conozca la cárcel: porque haya estado encerrada o porque de niña la llevaran a ver a un padre o a un hermano. Tal vez el marido siga allí. Hay chicas que tienen prisa y no comprenden. Creen que si no ves una mujer desde hace veinte años, querrás devorarla por la calle. En cambio, la que conoce la cárcel te llevará a su casa, te dará de comer poquito a poco. Iréis por la tarde, esperando que anochezca pronto. Te ofrecerá un café. Y hablarás. Hablarás. Debes vaciarte la boca. Conseguir que salga un poco de cárcel. Si no hablas, no hay espacio para nada más.
Toro va donde una mujer así.
De vuelta en la cárcel, dicen: manos, y tú extiendes los brazos, separas los dedos, como para no caer. Andando en la oscuridad. Luego empiezas a mover los dedos. Difícil entender por qué. ¿Quién puede esconder algo entre los dedos de una palma abierta? Pero, cuando regresas de un permiso, te sientes tan orgulloso de tus manos que lo haces casi con ganas. Son manos de hombre, por fin. ¿Te preparo un café?, le habrá preguntado la mujer. Gracias, habrá respondido Toro. Te llevas a la boca la taza y es como tener un lavabo entre los labios, por lo espesa y pesada que es. Yo nunca he salido de permiso, ni podré salir nunca. Pero he vivido la experiencia yendo a un juicio, hace ocho años. Una cucharilla de verdad, de acero, difícil de mover. El tintineo, después de años siendo de plástico. La taza se rompe si se cae, tienes una responsabilidad. Es una taza para adultos. Cuando te escoltan policías, a lo mejor hacen una parada en los autoservicios y te invitan a un café. Los guardianes, nunca. Porque los policías están acostumbrados a tratar con gente libre, aún por capturar. A los policías les enseñan a reconocer un rostro, incluso al cabo de muchos años. A los guardianes, no.
Axilas. Toro levanta los brazos.
Sube y separa. Sube el pene, separa los testículos.
Unas horas antes, la mujer se los ha cogido con las manos, carne después de muralla.
Toro, más desnudo ante los guardianes que ante ella.
En la cárcel aprendes de nuevo el miedo a la oscuridad. Toro le habrá pedido que encendiera una luz pequeña, una lamparita, y que la dejara en el suelo, al pie de la cama. Que pusiera capas entre ellos y la luz. Y en aquella penumbra se habrán mirado. La mujer, como conoce la cárcel, no pide perdón por lo pequeña que es la habitación. Enciende la estufa de gas. Casi todos los objetos que hay a su alrededor ya existían hace veinte años. Quizá no en esa habitación. Quizá no eran exactamente de ese color. Quizá eran más grandes, menos pobres, más nuevos. Pero nada de lo que los rodea molesta. Desde que la mujer ha apagado el móvil, y lo ha dejado sobre la mesilla, nada parece llegado del futuro. Nada fuerza a contar los años. La luz amarilla que hay al pie de la cama, la luz azul de la estufa de gas.
En las plantas ven mujeres por televisión, están con ellas en las visitas. Yo, no.
Bien, vuélvete, dicen los guardianes.
Pies, ordenan. Primero, un pie, luego, el otro, como un caballo. Pies enseguida sucios de cárcel.
Inclínate y abre.
Toro se agacha y dilata los muslos.
Tose.
Cuando no toses por el frío, toses porque te mandan hacerlo. Lo hacen para humillarte. Para revisar bien tendrían que usar un escáner, o meter un guante, introducir el dedo. En cambio, te hacen agacharte y toser, observan las contracciones. Una orden es más intensa si no sirve.
Por suerte, Toro sigue envuelto en la luz de la mujer.
Cada vez, cuando se separan, ella lo bendice. Como a un hijo cuando se va a la guerra. Un hijo de sesenta años.
Y cada vez le pregunta. ¿Por qué no huyes? Tienes la perpetua, ¿por qué vuelves?
Pero Toro sabe que lo detendrían enseguida. En su barrio, en su bar, en la mesa del fondo, la que está junto a la pared.
Los únicos que realmente consiguen evadirse son los capaces de vivir en cualquier parte: sin llamar por teléfono, sin escribir. Sin contactar con nadie, nunca. Morir en un sitio y renacer en otro, sin añoranzas. Moverse como se mueve el dinero: a la velocidad del rayo, sin siquiera ser visto. Pero Toro es alguien que siempre ha manejado efectivo. Tiene las manos grandes como palas. El cuerpo de quien trabaja desde hace generaciones, aunque nunca haya trabajado. Lo único pesado que ha manejado es el dinero, montones de dinero. Y su mayor problema, encontrar sacos, maletas, sótanos, maleteros, lugares donde poder guardar todo ese dinero. Y tener cuidado con el agua, el fuego, los animales, el moho. El viento y la lluvia. Y la duda de haberse olvidado de un poco en alguna parte. Y no poder recordar dónde.
Toro no sabe desaparecer.
Para los que son como él no hay más clandestinidad que la de estar escondido en un búnker, bajo tierra, cerca de casa. Cerca de un hijo, enterrado no muy lejos.
Mejor la cárcel: ves más sol, tratas con más gente.
Por eso Toro ha dejado a la mujer y ha venido hasta aquí, esquivando coches y paseantes.
Fuera hay siempre alguien que se te abalanza, y los coches se vuelven cada año más silenciosos. Dentro, incluso en las prisiones más grandes, si sabes quién eres, sabes cómo moverte. Alguien como Toro aquí puede caminar con los ojos cerrados, porque todos le ceden el paso. Una prisión sin un paseo ordenado es una prisión en la que nadie quiere estar. Aquí, cuando salen al cubo la primera o la tercera planta, que son organizadas, el patio está ordenado. Cuando es el turno de la segunda, o el de la planta baja, es un caos, porque todos son toxicómanos, o gente que no pertenece a ningún grupo.
Pero fuera no hay nada organizado: tienes que apartarte continuamente. Sientes la prisa de los que te rodean. Tienes la sensación de que todo el mundo está haciendo cola detrás de ti, y de que se está preguntando: ¿Quién es ese hombre que va tan despacio? Y a veces es verdad. Tienes la sensación de que la gente ha advertido de dónde vienes. Pero eso nunca es verdad, porque los de fuera nunca piensan en lo de dentro.
Ayer Toro llegó a la terminal con casi una hora de antelación. A pesar de que este es su cuarto permiso, todavía no sabe desenvolverse bien, tiene miedo de llegar tarde, de perderse. No conoce la ciudad, pero le vale así. Está bien dar vueltas por donde nunca has tenido una mujer ni un hijo, y no recuerdas qué tiendas había antes. Caminar por donde nunca te ha buscado nadie. Por donde no se tienen enemigos ni amigos, y no sabes quién abastece a los bares de tragaperras. No sabes cuál es el tramo de acera donde los padres recogen a sus hijos del suelo, y chillan, y todas las tiendas bajan las persianas metálicas, murmuran tras las ventanas, y los padres con el cuerpo del hijo en brazos se marchan sin saber adónde ir. Y, alrededor, campos.
Toro se crió en un pueblo de casas de una sola planta, a lo sumo de dos, dejadas a medias, sin enlucir, porque la tierra vale poco y quien tiene algo valioso lo mantiene escondido.
Ahora está encantado de caminar por esta ciudad sin parcelas vacías, con callejones estrechos y casas reconstruidas mil veces, los coches aparcados bajo tierra o en el interior de los edificios.
En la estación permanece de pie, esperando.
Somos buenos esperando.
Luego sube al tren, ruidoso y sucio, como la cárcel. La calefacción está averiada, como en la cárcel. Los revisores llevan uniforme. Nos gustan los trenes. Un horario de salida, otro de llegada. Alguien que conduce.
Los guardianes lo saben.
A los evadidos los buscan en las estaciones. Los recogen en racimos, orgullosos de haberse comprado el billete.
Pero Toro no se ha evadido, y al cabo de una hora y media se ha apeado en la parada debida, en el tramo de costa en la que hay solo tres puntos iluminados: la estación, abajo, cerca del mar; la cárcel, cuatrocientos metros más arriba, y un pueblo de arcilla. Alrededor de la estación hay escollos, la cantera de piedra, y nada más.
Toro camina entre la estación y la cárcel, por una tierra que le resulta tan nueva como la ciudad. No hay autobuses al pueblo, solo a la cárcel, y solo en horario de visita. Hay más gente en la cárcel que en el pueblo. La gente del pueblo utiliza la autopista que va por dentro. Si quieren ir a la playa, van a otra.
Esto, originalmente, era un reformatorio.
El pueblo lo construyeron los menores de edad, hace cien años, junto con la cárcel y la carretera.
Pueblo para guardianes, más alto que la prisión, porque parecía adecuado así. Allí ya no vive ningún guardián, ni ninguno va tampoco al bar; y si los familiares de los presos van a comprar algo, los tenderos los tratan mal. Sin embargo, en las piedras angulares, oculto bajo los carteles de las calles, todavía figura grabado el año de construcción del reformatorio y el nombre de su primer director.
En el pueblo han recogido incluso firmas. Cuentan que antaño, desde este tramo de costa tan oscuro, se veían infinitas estrellas. Ahora, en cambio, la cárcel colorea el cielo de naranja a lo largo de kilómetros, cada noche, toda la noche. Absorbe la energía de la tierra y la proyecta a otro lugar. La tierra se queda vacía. Desde el mar, para los barcos; desde lo alto, para los aviones; el pueblo y la estación desaparecen. En lugar de cien casas, solo la cárcel. Y quien se asoma a la ventana, en las noches nubladas, ve una leche anaranjada que quita las ganas de todo.
Pero la cárcel estaba desde antes. Primero, la oscuridad, luego, la cárcel, después, el pueblo.
Toro llama: Soy Toro, regreso del permiso.
De acuerdo, espera.
En una prisión grande, Toro tal vez no sería nadie. Aquí, en cambio, por lo menos hasta hace cinco años, cuando se hablaba de Toro y del comandante se hablaba de toda la cárcel. El resto era polvo: toxicómanos, desorganizados, perros sueltos. Después llegaron los Enes. Pero Toro sigue siendo Toro. Aun así, tampoco a él le basta llamar. Un preso normal espera una hora; Toro, cinco minutos. Pero, de todas formas, debe esperar. Las ocho de la noche, fuera, el mundo empieza a cenar. Para la cárcel ya es noche profunda. En el aparcamiento, solo los coches de los funcionarios; inútiles, porque no tienen adónde ir. Ellos también permanecerán encerrados, durmiendo en el cuartel o trabajando.
Tras la apertura de la puerta exterior, Toro cruza la valla interior. Alrededor del antiguo reformatorio de piedra y ladrillo han construido un muro de cemento, más alto que el tejado. Y en la tierra de nadie que hay entre la cárcel y el muro han plantado postes, todavía más altos, con faros redondos encima, como dientes de león o medusas ensartadas, cuatrocientos metros por encima del nivel del mar.
Toro camina protegido por una reja. Entre el exterior, donde vive el mundo, y el interior, donde vivimos nosotros, viven los perros. Aquí es donde antes caía quien se descolgaba de la cárcel. Porque aquí se ha seguido haciendo como hace cien años, excavando muros y anudando sábanas. Y, como hace cien años, siempre se ha fallado en algo en el último momento. La valla interior es un cementerio de piernas. Sobre ese cementerio corren los perros.
Toro continúa, de verja en verja, hasta la habitación en la que se desnuda, agacha y hace todo lo posible por toser.
Ya es suficiente, levántate, dice el guardián.
Pero él sigue tosiendo. Toro tiene inercia, como un petrolero. Como la cárcel.
El guardián le registra la ropa y luego, prenda a prenda, se la entrega.
Vístete.
El guardián revisa los zapatos, la unión entre la suela y la lengüeta. Unos zapatos nuevos que le hacen sangrar los pies. Vacía la bolsa sobre la mesa: latas, libros, aperitivos, revistas, encendedores, papel de escribir cartas. El papel puede pedirse en la cárcel, pero nadie lo quiere, porque es blanco. Existe la idea de que escribir en papel rayado recuerda los barrotes. Toro le ha comprado al chico que vive con él papel azul con dibujos de delfines. O algo semejante. Yo no lo he visto. Pero en la cárcel no hace falta verlo todo, porque muchas cosas se repiten. Si no son delfines, será un koala. Si pudieran, escribirían sobre terciopelo. Quieren cosas blandas. Lentejuelas de plata para la espuma de las olas. Patatas fritas. Refrescos.
Yo mismo me lavo la ropa. No queda tan limpia en la lavandería. Y si no quieres que la pierdan, tienes que pagar. Pero se me han deformado los dedos de tanto restregar en esa pila de aluminio. Han cogido la forma del lavabo. Como los pies vendados de las chinas, ¿cómo se llaman? Me sale bonsai, pero no es eso. O quizá sí, el principio es ese: fuerzas algo a quedarse pequeño. Desde hace cinco años no salgo ni al cubo. La celda mide cuatro pasos de largo y un par de brazos extendidos de ancho. Si me pongo de puntillas, toco el techo. Es un espacio a medida del hombre. A mi medida.
El aislamiento es la prisión de la prisión. Porque cada lugar debe tener una prisión. Si ya estás en el hospital y te encuentras mal, ¿qué hacen? Te ponen en sedación intensiva, que es el hospital del hospital. Si estás en prisión y quieren castigarte, es lo mismo: tiene que haber algo. Siempre tiene que haber algo que quitar, si no, todo se para. A veces te dan cosas para que temas perderlas. Donde estaba antes repartieron televisores solo para amenazar con apagarlos. De vez en cuando, para hacerte experimentar la sensación de caer, te levantan. Si no, poco después llegas al centro de la tierra, y desde allí ya no vas a ninguna parte.
Pero yo estoy bien donde estoy. Y no me importa que en las plantas puedan comprar, salir al patio, invitarse a cenar, ver la televisión… No estoy acostumbrado al ruido. Hay gente que en casa tenía más ruido que en la cárcel. A ellos les parece todo normal. Fuera dormían, comían los unos encima de los otros, aquí hacen lo mismo. Duermen en el suelo. En la vieja sala de juegos han puesto colchones, y duermen ahí, porque no hay más sitio.
En la furgoneta, yo también guardaba silencio. Me gustaba. Un sitio tranquilo, donde pensar en tus cosas, donde ver el mundo que pasa.
Aquí abajo, en la prisión de la prisión, no hay borrachos y no se juega a las cartas. De noche, nadie grita desde que no está Meón. Él era capaz de gritar hasta diez horas seguidas, sin perder la voz. Ahora casi hay silencio. Además, es cierto que en las plantas, incluso en el calabozo más asqueroso, siempre encontrarás a alguien que te dice: Eres afortunado, esta es la mejor celda de la cárcel. Porque corre el aire. O porque no hace demasiado frío en invierno. Porque está lejos del mostrador de los funcionarios, o porque reformaron los retretes hace dos años. El carrito de la comida pasa antes, llega todavía caliente. Se ve un pedazo de montaña. O bien: en un instante estás en el patio. Y lo piensan en serio. Es decir, se quejan, porque se quejan sin parar, pero están orgullosos.
En parte es inevitable. Te encariñas del sitio en el que estás. Incluso quien está solo tres o cuatro años, pasa más tiempo en la celda que el tiempo que la mayor parte de la gente pasa en su casa toda la vida. Aquí, cuando sales al cubo sin toalla, dices: Me la he olvidado en casa. Y cuando todavía circulaba dinero, la gente pagaba, sobornaba, para que le pintaran la celda todos los años. Compraban las esponjas, los cubos, los mejores detergentes. Suelos siempre brillantes. Cuando vas a ver a alguien tienes que descalzarte. Y antes de permitir que un recién llegado haga la limpieza lo ponen a prueba, porque están convencidos de que limpiar es un asunto delicado, importante, que nadie organiza mejor que ellos. Ellos, que llevan toda la vida aquí. Quieren ser los últimos en acostarse. Dar la última vuelta. Como un padre de familia que pasa revista a la puerta de casa cuando ya todos se han acostado. Aunque la puerta está cerrada por fuera. Y por la mañana, apenas abren las rejas, limpian el tramo de pasillo frente a la celda.
En esta época del año, el sol ilumina el alojamiento del comandante cuando este ya ha salido. Y después las habitaciones vacías del subcomandante y del jefe de contabilidad. Iluminará la planta de Toro media hora antes del ocaso. Aquí, no; solo cambia el color del cemento del muro que hay tras la lumbrera, tras el foso, por encima de la reja. Cuando Toro y yo llegamos, ese muro no estaba: desde aquí se veía casi todo el edificio de los guardianes, y el tejado, y una veta de cielo. Si hay disciplina, los muros sirven de poco. Hace cien años, los menores de edad dormían en tiendas durante las obras, pero ninguno huyó. Construyeron el reformatorio en el que acabarían encerrados, y, en el centro del reformatorio, el patio, nada más. El cubo del patio llegó después. Como una palangana para la fermentación. Los de las plantas, cuando salen al patio, lo hacen directamente. Desde el aislamiento se llega primero a otro patio más pequeño, del tamaño de dos celdas, recortado dentro del cubo. Es como una muñeca rusa. Están la muralla, la valla interior, la cárcel, el patio, el cubo y, dentro, el patio de aislamiento. La muñeca rusa más interior, la más pequeña. La más joven. La del futuro.
Antes la basura la tiraban a la valla interior.
Desde que se jubiló el guardián que se ocupaba de los perros ya nadie se atreve a entrar allí, y han tenido que trasladar los contenedores justo enfrente de la entrada. En verano es un infierno. El olor asciende hasta el cielo, y, en lo alto del cielo, las gaviotas aguardan. Casi toda se la lleva cada mañana el camión, circulando marcha atrás. Vacía los contenedores y la tritura ante la mirada de los guardianes, que deben comprobar que ninguno de nosotros esté entreverado con la basura.
Poco es lo que les queda a las gaviotas. Las sobras de las sobras. El viento les impide mantenerse firmes, en suspenso. Pero ellas perseveran. Aguardan. Tercas. Tarde o temprano, algo se torcerá en el mundo de los hombres. Tarde o temprano, un camión se volcará en la carretera. Tarde o temprano, los hombres se habrán marchado lejos, o estarán distraídos o exterminados, y ellas podrán comer hasta reventar. Ellas, que tienen el mar cuatrocientos metros más abajo pero permanecen suspendidas mirando a los presos andar en la sombra, en el cubo de cemento llamado paseo. Los guardianes hacen lo mismo. Aunque no hay nada más alto que el paseo de ronda, se quedan mirando hacia el interior. Hacia el patio, donde, cuando Toro se para, alguien le tiende enseguida un taburete, y el chico sirve café caliente de un termo.
El termo es ilegal, porque tiene doble fondo. Tampoco se podría llevar el taburete al patio, porque con él se parte fácilmente una cabeza. Pero con Toro los guardianes siempre han hecho la vista gorda.
Y cuando él dice: Saboreemos este café, todos los que lo acompañan pueden entonces beber. Y les encanta que haya frases, siempre las mismas frases, con las que los hombres pueden sincronizarse. Toro bebe con la espalda contra el muro y la mirada hacia arriba, y, aunque parezca que mira el cielo, está mirando las ventanas de la cárcel, desde las que lo están mirando a él.
Lo que hace o dice alguien como Toro aquí es importante. Y si al volver de un permiso dice: El café que he bebido en el bar no era tan bueno como este, toman nota.
El chico es mayor de edad desde hace tres años, es asesino desde hace siete. Le disparó a otro menor de edad. Ahora estudia por correspondencia: un curso de aparejador que le ha encontrado Toro. Y escribe cartas de amor a una presa que saldrá mucho antes que él. Dice que no se hace ilusiones, pero no es verdad. Se hará daño.
Toro le entrega al chico libros y papel para escribir cartas. Está empeñado en hacerlo madurar, en darle una cultura, en encontrarle un amor.
Todos se harán daño.
Cuando el chico prepara un examen, Toro cocina para él y no le permite recoger la mesa, no deja que toque nada y obliga a toda la planta a mantener bajo el volumen del televisor.
El chico dobla el papel, lo prueba como si fuese un arma para ver si funciona o si puede realmente cargarse de todos esos pensamientos sin trabarse. Si falla es difícil volver atrás. Las llamadas de teléfono se hacen una vez a la semana y hay que colgar a los diez minutos. Quedan las cartas, pero, si el papel te traiciona, es complicado arreglarlo.
Toro trae siempre objetos nuevos de fuera. Y los reparte en el patio, para que todos vean.
Aquí existe la obsesión por los objetos nuevos. Es como si fuesen fosforescentes. Quien no recibe paquetes de casa vive en celdas más oscuras. Y es más fácil que los guardianes le peguen, más fácil que un abusón te haga su mujer, porque una celda sin objetos nuevos induce a pensar: este no le importa a nadie.
Los objetos nuevos protegen.
Todo lo que llega del exterior protege.
Cuando el año pasado impidieron la entrada a los religiosos, los Ene fueron los únicos que se sublevaron. Se negaron a volver del cubo, se sentaron en el suelo. A los guardianes les daba miedo tocarlos, incluso mirarlos. Tuvo que salir el comandante para negociar. Ahora los religiosos siguen sin entrar, pero se ha creado un espacio donde quien lo desee puede rezar durante las horas de recreo.
Es poco, pero es algo.
Los Ene se santiguan cuando salen al patio y cuando vuelven. Rezan antes de acostarse, tienen libros sagrados sobre la mesilla.
Toro dice que la fe de la familia del norte no es más que una farsa, que le rezarían a cualquier dios con tal de no estar en la celda. Además, rezar en la hora del cubo es una concesión ridícula, quita tiempo a las duchas.
Pero, si empiezas a pensar que hay concesiones ridículas, te pierdes la cárcel. Si conquistar un centímetro ya no te interesa, te pierdes todo el cubo, que mide treinta pasos de largo por quince de ancho.
Toro y yo hemos nacido en este país, hablamos el mismo idioma que los guardianes, eso todavía nos da alguna ventaja… Pero ¿cuánto durará?
Toda la primera planta ya es de los Ene. Y también en la segunda hay algunos de ellos.
Los Ene son como eran Toro y sus amigos hace veinte años.
Son serios.
Se tatúan una ene, o un 14, porque la ene es la decimocuarta letra de su alfabeto. Se tatúan también un ángel que trasiega líquido de un ánfora a otra porque la Templanza es la decimocuarta carta del Tarot. La ene significa norte. Al parecer, hay también una familia del sur que se tatúa un 19, o un XIX, el sol, pero aquí nunca han llegado los del sur. Lo cual es un problema porque los Ene tienen una persistente necesidad de matar y de que los maten. De que los maten, sobre todo. Un velatorio con las madres y los amigos que lloran y cantan alrededor del ataúd. Todos, vivos y muertos, con algo azul, el color de los Ene. Los del sur se ponen algo rojo, pero nosotros nunca los hemos visto. Son el norte y el sur de su país. Allá, en la cárcel entran fusiles militares, entran las personas y las cosas que ellos quieren, los únicos que nunca salen son los Ene y los Ese, porque no tienen motivo para hacerlo. Han nacido dentro, viven para la cárcel. Fuera se mueven los peces pequeños, esperando hacer carrera e ir de nuevo a la cárcel, a otra más importante. Como en una casa donde en el salón, la terraza, la piscina, se mueven solo camareros y figurantes, mientras que los verdaderos amos permanecen encerrados en el sótano o en el retrete. En el país de los Ene, quien está fuera paga para usar el nombre de quien está dentro. La gente teme más a un nombre encerrado para siempre que a un hombre armado por la calle. Porque de quien manda fuera puedes intentar huir. Cambiar de ciudad. Pero tarde o temprano acabarás en prisión y estarás a merced de quien manda dentro. Por eso las ciudades reciben órdenes de la cárcel. El dinero corre, alimentado por un corazón que está en la cárcel. Como era aquí hace veinte años. Y quien escucha lo que se dice en la cárcel conoce más cosas del mundo que quien está en el Parlamento.
Cuando los Ene salen al cubo hacen ejercicio.
Con lluvia o con sol. Formando filas de a cuatro.
Abdominales, estiramientos, torsiones, flexiones, saltos. Todos llevan pantalones iguales, azules, y están con el torso desnudo, haga frío o calor, para que se vean los tatuajes. Imposible saber quién da las órdenes. Sin embargo, cuando corren en círculos concéntricos, todos van a la misma velocidad, y, cuando llega el momento de cambiar el sentido de la marcha, todos lo hacen instantáneamente como si los acometiera un golpe de viento.
En cambio, cuando acaban los ejercicios empieza el caos. Todos se persiguen, se gritan, juegan a pegarse, ríen. Escuchan música. Hacen un montón de gestos superfluos. Porque los Ene son jóvenes.
Cuando llega el verano, y aquí el verano llega de repente, como un registro, la mitad de ellos se tumba en el suelo a tomar el sol. El resto se dedica a pegar patadas a un balón y pisotea a los que toman el sol. Disparan contra una única portería, contra el muro. Todos persiguen la pelota, nadie espera. Muchos tatuajes están torcidos: el agua sale de una jarra de la Templanza, se hunde en una cicatriz y resurge dos centímetros más a la derecha. Porque los médicos, cuando deben coserlos, lo hacen con miedo, y raramente se fijan en la derechura de los tatuajes.
Los Ene son bajos, más bajos, por término medio, que nosotros. Algunos tienen orejas de soplillo, parecen niños, y si intentan dejarse bigote parecen todavía más niños. Niños furiosos.
Hay extranjeros, otros extranjeros, que se hacen cortes solos, un día sí y otro también, para inspirar lástima. Los Ene tienen pocos cortes, tremendos, hechos por enemigos. Cuanto más torcidos están los tatuajes, más orgullosos se sienten.
Quien dice que hay muchos tipos de extranjeros y que las diferencias residen en lo que comen o en la forma en que rezan, no sabe de lo que habla. Lo único importante es que los hay organizados y desorganizados. Y los organizados mandan.
Toro ha prohibido la carrera. El cubo es demasiado pequeño, dice.
Cuando la planta de Toro sale al cubo, todo el ruido llega de las ventanas de los que se han quedado arriba, abiertas también en invierno. Desde allí se filtran canciones, películas, cantan, y resulta imposible distinguir las palabras porque retumban, como en el tambor de una lavadora. O en los oídos de un sordo.