El mar siempre será lila - Cecilia Laiño - E-Book

El mar siempre será lila E-Book

Cecilia Laiño

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Beschreibung

Su mente divagaba entre pensamientos difusos, imaginando cómo el cuarto de baño se expandía y contraía a su alrededor. La noche porteña tenía esa extraña dualidad de encanto y decadencia. Un rato atrás se sintió deseada; ahora, yacía entumecida en el suelo mugriento de un cuchitril en Palermo. Se arrimó al inodoro, abrió la boca, pero nada salió. Insistió una vez más, sin éxito. A la tercera, finalmente lo expulsó todo. Lo encontró fascinante: una mezcla de colores y texturas que tomaron la forma de jazmines, ámbares, tarántulas y mantarrayas. Esta es la historia de Luz, una joven atrapada entre lo que es y lo que anhela ser, aunque aún no lo sepa. Cuando el pasado agobia y el presente no es más que costumbre, sólo queda una opción: escapar. En El mar siempre será lila, la autora construye una heroína que desafía al lector, oscilando entre recuerdos y un presente sin rumbo. En su camino, encontrará personas que la transformarán. Pero, ¿tendrá el coraje de enfrentar sus propios miedos? La novela invita a sumergirse en las sombras del alma, recordando que, para trascender, lo conocido debe morir.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Laiño, Cecilia

El mar siempre será lila / Cecilia Laiño. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6665-09-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2025, Cecilia Laiño

Corrección de textos: Mónica Costa

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-631-6665-09-6

1º edición: junio de 2025

1º edición digital: mayo de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Su mente divagaba entre pensamientos difusos, imaginando cómo el cuarto de baño se expandía y contraía a su alrededor. La noche porteña tenía esa extraña dualidad de encanto y decadencia. Un rato atrás se sintió deseada; ahora, yacía entumecida en el suelo mugriento de un cuchitril en Palermo. Se arrimó al inodoro, abrió la boca, pero nada salió. Insistió una vez más, sin éxito. A la tercera, finalmente lo expulsó todo. Lo encontró fascinante: una mezcla de colores y texturas que tomaron la forma de jazmines, ámbares, tarántulas y mantarrayas.

Esta es la historia de Luz, una joven atrapada entre lo que es y lo que anhela ser, aunque aún no lo sepa. Cuando el pasado agobia y el presente no es más que costumbre, sólo queda una opción: escapar.

En El mar siempre será lila, la autora construye una heroína que desafía al lector, oscilando entre recuerdos y un presente sin rumbo. En su camino, encontrará personas que la transformarán. Pero, ¿tendrá el coraje de enfrentar sus propios miedos? La novela invita a sumergirse en las sombras del alma, recordando que, para trascender, lo conocido debe morir.

Sobre Cecilia Laiño

Cecilia Laiño nació el 7 de junio de 1991, en la localidad de Haedo, Buenos Aires, Argentina. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Es docente de lengua y literatura y también de comunicación.

En sus ratos libres le gusta leer, escribir y estar con su familia. Simpatiza con Racing Club de Avellaneda, los perros y los gatos.

El mar siempre será lila es su primera novela, en la cual la autora nos invita a bucear en el mundo de las emociones humanas.

IG: @ceci_lainio

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Cecilia Laiño

Izan

Izan – Génesis de un final anunciado

Interludio Manu

Manu

La vuelta

Víctor. El despertar

Interludio Juan

Juan – The Rock Star

Luz

Landmarks

Tabla de contenidos

Me vi cuando nadie más me veía.

Me vi y me quise hacer mía.

CAMI

Izan

Come on baby, light my fire. Le mordió el labio inferior y ella abrió sus ojos de dolor. Estaba sobresaltada como si volviese a respirar luego de estar bajo el agua, sentía el éxtasis de la música y el tequila corriendo por sus venas. El efecto había sido letal y efectivo. La joven había dormido un cuarto de hora en el sillón, desparramada con las piernas abiertas, vestida con sus calzas de cuero, su campera de jean y una remera con brillos plateados. El delineador estaba corrido de tanta transpiración y su trenza parecía una enredadera.

—Te sacudí varias veces, vamos a bailar ya —le dijo el italiano. La alzó entre sus brazos y la llevó a la mitad de la pista. —Para dormir tenemos la eternidad, my blue girl —la besó.

La pausa les proporcionó energía suficiente, una especie de shock de vitalidad para continuar lo que restaba de la noche, la joven no recordaba desde cuántas horas atrás su cuerpo era un torbellino en movimiento.

De su bolsillo sacó un reloj; eran recién las dos y media de la madrugada. Estaba junto a su italiano bailando en un bar en Palermo. Pero lo de ellos ya no significaba lo mismo que en tiempos anteriores, ambos habían cambiado. En parte, ella solía pensar que habría preferido quedarse con el recuerdo de Cusco y la melancolía de lo que no había podido ser. Pero allí estaban nuevamente intentando algo que todavía creían que era posible.

Juntos eran un explosivo a punto de estallar y sabían que eran protagonistas de las miradas de la noche. Las cabezas giraron para notar cómo desfilaban tomados de las manos. El exceso fue la consigna obligatoria. Sentían superioridad, como si no existiese un mañana y el mundo fuese a terminar en aquel momento. El derroche de dinero fue compulsivo y desmedido en cantidades, pero producía la dopamina vital para aplacar los dolores.

Entre ellos dos existió un pacto tácito de tapar lo miserable, mediocre y malparido de sus existencias por esa noche. Había que aceptar la realidad: lejos había quedado la pareja enamorada de Perú; ahora parecían dos desconocidos que se encontraban por primera vez. Juntos fueron una energía suprema que alimentó sus bajezas más instintivas. En un costado de la barra, ella jugaba con los rulos de él, al tiempo que acercaba su boca.

—¿Podrá esto ser eternamente así? —susurró varias veces en el oído de él.

—Por vos, lo voy a intentar, amore mio —le contestó él. Esto la hizo sonreír; sin embargo, esas palabras momentáneas de consuelo fueron una inyección que sedó el dolor, pero no lo apagó. No bastaban, no alcanzaban y no lograban ser suficientes.

Sus pies bailaron automatizados con el sonido del bajo que no cesaba. Ella creía que la canción era infinita como él. Izan levantó las manos y gritó con el rostro transformado por la ira en cada palabra try, ancló sus ojos en la joven; to, se acomodó el pelo hacia atrás; set, caminó en dirección a ella; the, apuró el paso; night, le tomó la mano; on, presionó su pecho; fire, besó su cuello. Un eco clamó a los gritos en el bar: Try to set the night on fire. Pegaron sus cuerpos y sus manos, unidos por el hilo rojo del sonido de The Doors.

Sus dientes chocaron en un beso escandaloso que bajaba por sus cuellos y clavículas. Los jadeos fueron tapados por la algarabía adolescente que los circundaba. Estaban juntos y, al mismo tiempo, completamente separados; absortos en sus propios pensamientos. Eran una contradicción extasiada que cantaba con los ojos cerrados y levantaba vasos que derramaban fernet con Coca-Cola.

Ella elevó la vista al techo y observó cómo los rombos fluorescentes giraban en varias direcciones, estiró sus brazos y jugó con sus figuras. Al compás del sonido, ladeó la cabeza con su trenza.

¿Se sentirá de esta manera alcanzar el nirvana?, se preguntó ella. Buscó con la vista a Izan quien hablaba con unas mujeres en la barra. Una sensación extraña, en el centro de su vientre, provocó un espasmo.

¿Voy a morir?, se cuestionó repentinamente. Tomó la cabeza entre sus manos y arqueó el torso hacia adelante. Corrió en dirección al baño, acto seguido, empujó con su cuerpo la puerta y entró en el primer habitáculo. El latido de su pecho proyectó un desgarrador dolor en sus tímpanos, aunque su pulso menguaba.

Su mente divagó en cavilaciones sin sentido, precisamente en la expansión y disminución del tamaño del cuarto de baño. La noche porteña poseía la doble contradicción de encanto y decadencia. Un rato atrás se creía objeto de deseo y ahora estaba entumecida en el piso sucio de un cuchitril palermitano. Se arrimó al inodoro y abrió la boca, pero no vomitó. Volvió a intentar y nada. Probó una tercera vez y finalmente expulsó todo lo que tenía en su interior. Lo sintió fascinante. Una mezcla de colores y texturas formaron jazmines, ámbares, tarántulas y mantarrayas.

—¡Guau, me siento como una verdadera mierda! —exclamó con una sonrisa sin quitar la mirada del retrete.

—Nena, ¿estás bien? Apurate que hay fila —la voz chillona de una señora suspendió su inspección.

Su rostro, mojado de sudor y lágrimas, denotaba cansancio. Se dedicó a dormitar unos minutos con la cabeza apoyada en la puerta. La joven sonrió frente al placer liberador que la inundó después de la expulsión repulsiva. Nuevamente se durmió.

—Eu, boluda. Apurate —ahora sonaba una voz más joven.

—Ya va, la puta madre —contestó al instante que su lengua patinó y la oración se transformó en un enigma indescifrable. Tiró la cadena y salió del cubículo. La vieron secar su boca con su muñeca derecha. No por ello se amilanó, al contrario, la joven echó miradas a su alrededor y fulminó a la mujer de limpieza que trapeaba el piso y el inodoro que ella había vomitado minutos previos. La siguió a través del espejo y esperó la mínima provocación para justificar una golpiza, pero no sucedió. Enfocó la vista en el espejo y retocó su maquillaje. Abrió la canilla y mojó un poco su frente, enjuagó su boca y pintó sus labios de rojo. Encontró un chicle en el bolsillo trasero de su calza. Se deslizó hasta el extremo del lavabo y tomó un frasco de perfume que contenía apenas unas gotas de líquido que aplicó en su cuello.

Salió del baño y perfiló a la barra donde él la esperaba. Lo tomó de la mano y salieron del bar. Jugaron con el humo que desprendían sus bocas, mientras el viento frío impactaba en sus rostros. La joven lamió la sangre de sus labios resecos y paspados. Sus cortes eran pequeños e imperceptibles.

—Acercate, amore mio —le dijo a Izan y besó su mejilla. Estaban en Santa Fe y avenida Juan B. Justo. Miró los ojos verdes del chico y empezó a jugar con la cremallera de su pantalón.

—No, pará. Acá no se puede —expresó Izan, colocando el manto de cordura necesario. Dicho esto, la joven bufó. Caminaron sin rumbo y callados por un rato.

El sol de invierno dejó detrás la adrenalina de la noche. La joven encendió un cigarrillo.

—Tengo que regresar a mi trabajo en Suiza, no sé qué hacer. —La frase dio tumbos en la cabeza de la joven por lo que eligió no responder. Sin embargo, lejos de acallar sus palabras, él continuó su soliloquio. Confesó que si bien no era infeliz allá, no obstante, su destino no estaba en esas tierras. En el caos de Buenos Aires, Izan había encontrado su hogar.

—¿Querés que me quede? Necesito escucharlo de tu boca —el italiano volvía a suplicar respuestas—. Decime algo que me haga quedarme con vos. Dame seguridad de que podemos con esto —agregó agarrándola de los hombros.

Ella negó con la cabeza y entonces Izan entendió.

—No puedo tolerar otra vez la misma situación que en Perú —insistió el joven.

Algo dentro de ella se ablandó y nació una duda incipiente de que quizá no todo estaba perdido para ellos. La ilusión desvanecida de la noche eterna junto con las flaquezas humanas provocó dentro de ella el deseo inmenso de tocar el cuerpo de Izan.

—No puedo, Izan. Perdón. No es el momento —contestó la chica. No tuvo nada más que acotar. Una opresión en el pecho bloqueó su garganta y comprendió que eran dos extraños más entre tanta gente.

La avenida Cabildo estaba atascada de autos y camiones que formaban una fila infinita. Lunes, martes, miércoles, jueves o viernes daban lo mismo. Los murmullos del caos despertaron e invadieron la ciudad. En la vereda también todo era igual, hombres y mujeres de traje entraban y desaparecían en el inframundo del transporte subterráneo. Todo era Buenos Aires.

Ingresaron en la habitación de Izan, calurosa y pequeña. La madera del piso estaba percudida por tantas rayaduras. Sólo había una cama y un escritorio de roble oscuro con una silla que hacía juego. El espacio evocó en su mente aquel convento donde hacía retiros espirituales en su adolescencia. Una cruz en la pared se emparentó con la fragancia a naftalina que expulsaba el cuarto.

Habían subido dos pisos por una escalera caracol ruidosa, golpearon puertas aleatorias al grito de “¡arriba, soldados!”. El reflector averiado del pasillo provocó que cayeran al suelo y rieran como niños.

—Dejen dormir a la gente, maleducados —gritó uno de los vecinos.

Izan cerró la puerta y los murmullos entre ellos provocaron complicidad y cercanía. La energía vibró entre abrazos y piernas que hicieron una unión. Fue la mejor versión de ellos por un rato, lo que ambos precisaron para continuar con sus vidas. Ella prometió nunca olvidar lo que había sentido en esa pieza, una pulsión de vida creó una esperanza, como una cosquilla que ascendía desde sus pies hasta su cabeza. Por primera vez, creyó que algo había sido real.

—Addio, ragazzo. Fuiste lo mejor —dijo ella. Besó su frente y cerró la puerta de la habitación.

La distancia se acrecentó e Izan desapareció entre una multitud sin rostro. Su semblante flaqueaba difuminado por la masa, creyó ver una curvatura en su boca. De pronto desapareció.

—¿Dónde estás, Izan? No estoy lista, no creo poder seguir sin vos. ¿Empezamos otra vez? —gritó por la avenida perdida. En el centro porteño, la calle Florida estaba espantosa y vacía. Lo encontró de espaldas a una vidriera, podía escuchar su acento a kilómetros. Ya no era él, la chica tropezó sólo con una sombra.

¿Y si un abrazo más nos da la esperanza?, pensó la chica. Pero él ya estaba lejos también.

Izan – Génesis de un final anunciado

La tarde que se conocieron caminaron tomados de la mano por el centro de Lima. No lo pensaron, simplemente él rozó su dedo anular y jugó con su anillo. Ella aceptó la invitación con una sonrisa y sintió cómo sus propias pulsaciones ascendían. Lo miró de reojo mientras Izan miraba una vidriera de un local de ropa deportiva; allí frente a una camiseta de fútbol, él le tendió la mano como en un acto genuino de búsqueda y respondió al llamado. Entre la vorágine de la ciudad, Izan y ella estaban unidos en un gesto que a la gran mayoría le resultó imperceptible y de poca importancia. Pero bien que en esos pequeños detalles existe la diferencia.

Tres señoras paseaban con sus changos de compras provocando congestión en la vereda, escenario ideal para esos momentos en que la gente citadina se desespera por llegar a la oficina o al supermercado y trata de apurar la marcha. Para ello suele optar por medidas extremas y predecibles, como pasar entre las abuelas e, indefectiblemente, chocar con uno de los carros produciendo la caída de una de ellas. Una multitud se concentró como un pogo en un recital de rock, entre los que querían seguir su ruta y esquivaban cuerpos y aquellos que se sumaban a la ronda para ayudar u observar qué había sucedido. Dos adolescentes corrieron a socorrer a la mujer y calmar a las otras que se encontraban desesperadas. Ella recibió un golpe en su nuca que la dejó contra la espalda de Izan, quien estaba absorto con las camisetas. Entre el tumulto de brazos y quejas, él tocó su mano. La tendió como de una manera inconsciente, fue imperceptible, tocó su anular. Y ella detrás de él observó el ancho de su espalda y miró el reflejo de ambos en la vidriera. Ella se sintió bella por primera vez a su lado y en ese mismo instante evidenció esa grata emoción como única. Notó su sonrisa impecable como si estuviese frente a un baúl de tesoros y la felicidad se desmoronó al comprender que él era demasiado para ella. Izan levantó la vista y observó los ojos de ella clavados en su propio reflejo.

—No seas vanidosa, mujer —expresó él sin entender que toda acción, por más frívola que pareciera, tenía un sentido más profundo.

Esa tarde el cielo se nubló y cayeron chaparrones; el circuito fue mecánico frente a cada espejo y vidriera con el cual ella se topó: se miró y acomodó su cabello. Luego inspeccionó qué perfil resaltaba mejor sus rasgos. En Lima la lluvia había cesado y la humedad agobiaba junto al coro de bocinas que imposibilitaba hilar un pensamiento coherente.

¿Qué ve en mí?, se preguntó ella en otros de los tantos reflejos. Sólo él me ve, pensó la joven y esbozó una sonrisa. Quizá todo podía llegar a ser diferente de como ella lo había imaginado en su niñez y adolescencia. ¿Por qué alguien no podría amarme?, otra vez la duda la invadió. Notó cómo Izan la miraba con media sonrisa mientras la joven deslizaba su mano por su cabello y lo acomodaba detrás de sus orejas.

—Los pequeños detalles construyen a las personas. Nuestra esencia está en nuestros actos —expresó Izan y la besó. Tomó su mano, se miraron y continuaron caminando.

Pasearon por el centro de la ciudad, entrando en los típicos locales que solían visitar turistas refinados, con la diferencia que ellos probaban objetos que nunca iban a comprar. Gorras, pañuelos de todos los colores, anteojos excéntricos; en fin, merodearon por horas sin dirección como dos adolescentes que se acababan de conocer. Aunque muy lejana de aquella realidad no estaba, considerando que hacía tres días se habían cruzado por primera vez en el baño de la planta baja del hostel.

Ella no deseaba compartir el baño con desconocidos, pero la escasez de dinero había generado que dejara sus pretensiones de lado.

Sólo será por unos días, pensó y cerró el grifo del agua. Lavaba sus dientes cuando el italiano entró y le sonrió.

—Permiso, ¿puedo pasar? —preguntó Izan en un español forzoso. La chica se ruborizó al observar el torso del joven al descubierto lleno de tatuajes. A primera vista creyó enamorarse, aun así intentó no dejarse avasallar por aquel hombre.

—Hola, pasá. ¿Acaso no es compartido? —le dijo mientras se secaba las comisuras de su boca.

Se despidió con un adiós breve y un portazo que hasta ella se sobresaltó. Algunas emociones se sentían intensas y la palpitación excesiva en su corazón lo tenía claro.

Con el correr de los días entablaron una amistad que se tradujo en sonrisas, bromas y miradas que denotaban complicidad.

—¿Por qué no jugamos al pool, ragazza? —Izan acercó su rostro al de ella.

—Es que no sé jugar —le contestó gritando mientras tomaba distancia. Entre el tequila y el pisco ellos construyeron su mundo, lo cual contrastaba con la recepción del hostel. Esta era un caos de música a todo volumen y gente que entraba y salía de los cuartos con disfraces extravagantes de zanahorias, vaqueros, princesas, astronautas y todas las profesiones existentes en la Tierra.

Ella fumaba un cigarrillo, como para rememorar el placer de un vicio pasado y expulsaba una humareda que se dispersaba por el salón. Lo miró y notó que hacía unos movimientos peculiares de baile. Solía creer que algo en su libertad le llevaba a odiarlo en silencio. Aun así el sentimiento de amarlo era más fuerte. La noche de los disfraces finalmente se besaron y ella se fue a dormir con una sonrisa en su rostro. Recostada revivió en su mente cada instante de aquel encuentro, en el cual, al bajar las luces del salón central, él la tomó de la cintura y la estrechó contra su cuerpo. Las extremidades de Izan desbordaron su contextura y una llama se alzó desde sus pies hasta el centro de su pelvis.

Siempre me termino de enamorar al primer beso, pensó la chica. Tapada con la frazada hasta el extremo de su coronilla, se durmió y soñó con Izan.

Izan era un enigma del Viejo Mundo que se había embarcado en su propia búsqueda interna. Ella también sentía ese impulso de, por fin, ser diferente de la niña que aún la venía a visitar en sus pesadillas.

¿Por qué tiene tanta magia?, se preguntó la chica. Lo encontraba cautivador al punto de sentir envidia. No podía definir con exactitud si era su bermuda rasgada, su apariencia en general desarreglada, el despojo por lo mundano, la capacidad para comunicar sus ideas, o su claridad para expresar sin miedo sus convicciones.

—Europa no tiene mucho para ofrecer. El tiempo que viví en Suiza trabajé en la fábrica y no cobraba mal, pero oscurecía temprano. Eso me hacía sentir miserable —Izan soltó un suspiro. Al oír estas palabras, la joven, quien estaba recostada en el sofá de la recepción, quedó meditativa.

—Europa… Europa, no sé cómo es. Nunca lo conocí, lo imagino a veces cuando fantaseo despierta a la noche, dando vueltas en la cama —le contestó ella. ¿Cómo aquel hombre podía menospreciar el mundo que ella anhelaba? Tantas veces había escuchado de las oportunidades que ofrecía Europa, en comparación a la inestable Latinoamérica.

—En cualquier parte del mundo todo es demasiado similar, lloramos y reímos por lo mismo, hay gente miserable y otra no tanto. Hay injusticias, risas. En fin, nada nuevo bajo el sol. ¿Qué crees? —reflexionó en voz alta el italiano y compartió un cigarrillo con la chica.

—El alma no distingue de continentes, si de penas y alegrías se habla, pero igual así no entiendo por qué decidiste marcharte teniendo todo —expresó la joven en un tono casi audible. Su rostro se ruborizó al escuchar sus propias palabras.

Izan habló de su historia en Italia, de la infancia en una casa de dos pisos en Milán con su madre, una costurera que trabajó treinta años en una fábrica doble turno. Confesó que extrañaba los abrazos de aquella mujer y que era el único motivo real que lo aprisionaba a su país.

—Nunca conocí a mi papá, ¿sabés lo que es imaginar a alguien que nunca conociste? Inventás charlas, buscás explicaciones, intentás buscar un sentido a lo que pasó —recostado en sus piernas, Izan reflexionó sobre el mundo y su propia historia. Y agregó: —En parte por eso me fui, pero lo que no aceptás te sigue por todas partes. Sé que tengo que volver y mirar la situación de frente. —El joven se quedó con la mirada absorta, como intentando encontrar una justificación a tantas cavilaciones.

—Hay cosas que pasan y es mejor no darles rodeos, ¿qué te contó tu mamá? —preguntó la joven.

—Nunca quiso hablarme de él —dijo Izan. Luego hizo una pausa que para la chica fue eterna y prosiguió relatando su vida en las calles de Milán.

Ella escuchó cómo se quebraba su voz y sus ojos se tornaban brillosos. Se recostó en el pecho de él. ¿Existe alguna palabra que repare un mínimo las heridas? Se encontró frente a su incapacidad de dar una palabra frente al dolor, por lo que prefirió callar.

El italiano le confesó sus nulas intenciones de estudiar una carrera universitaria porque le parecía una pérdida de tiempo. Esta revelación provocó en ella cierta confusión, ya que nunca había concebido la vida sin una formación profesional.

Izan tenía la inteligencia propia de un ser curioso que se imponía frente a los paradigmas esperados. Además de ser un aficionado de los idiomas, proyectaba un conocimiento sabio a partir de sus experiencias. Esto despertó en la joven deseos de conocer más sobre él. La vida se podía construir de muchas formas y no existía una correcta; Izan, sin saberlo, le estaba enseñando mucho más que lo que había aprendido en la universidad.

—Ahora es tu turno, chica —lanzó Izan y terminó de beber su vaso de cerveza.

—Vayamos a cenar y te cuento. Aunque no te vayas a esperar mucho, en realidad te comento que no te vas a perder de nada —contestó la joven.

—Nada es todo para mí —replicó Izan y la besó.

Había nacido en una ciudad del conurbano de Buenos Aires; tuvo una infancia tranquila, normal, definió ella.

—Vos y tus preguntas, Izan —replicó la joven con una sonrisa incómoda—. Yo qué sé, cosas que hacen las nenas a esa edad. Me gustaba cantar y bailar frente al televisor. Nunca tuve grandes amigos, aunque en la adolescencia me hice de mis confidentes. Estudié Ciencias de la Comunicación en la universidad pública. Listo, terminé. ¿Tengo que hablarte de mi laburo, ragazzo? Ahora estoy en publicidad, nada del otro mundo. No sé si volver, no creo.

Su primer trabajo había sido en el catering de comida, como moza. No había situación más tediosa que atender a personas con aires de grandeza. Te pedí vino blanco, no tinto. ¿Podrás calentar el plato? Está frío. ¿Se podrá apagar el aire acondicionado? Aquella tarde, cansada de tantas exigencias, se encerró en el depósito del salón de fiestas y, sentada sobre un cajón de cervezas, comió unas empanaditas de carne. La dueña abrió la puerta y la encontró dormitando.

—Estoy cansada de tu poco profesionalismo. Me devolvés el uniforme y te vas ahora —le gritó la dueña sin dejarle espacio para una réplica o disculpa.

Creyó que al ingresar a la agencia de publicidad su vida cambiaría.

—Imaginate que iba a trabajar de lo que estudié, ya no era el catering. Ay, Izan... Me imaginaba abrazada por una popularidad desbordante y con el reconocimiento de mis superiores. Pero bueno, me tomé un tiempo de la empresa y acá estoy. ¿Comemos una hamburguesa? —preguntó Luz en un intento de evadir el tema de manera cordial. Izan la miró sin mover un solo músculo.

—¿Listo? ¿Toda esa es tu vida? Sólo me hablaste de trabajos. —Izan tomó sus dedos entre los de él y besó la palma de su mano. Y, sí. Hubiese preferido congelar todo en la adolescencia. En aquel tiempo se aferró a la frase que solía decir con sus amigas: “A los 25 ya vamos a estar casadas con un esposo que nos quiera y cuide. Tendremos éxito e hijos”. Los 25 habían llegado, pero sin ninguna de las promesas que se había hecho.

Vivía en un monoambiente, que era un cuadrado con una ventana que daba al patio trasero de una fábrica de telas y despertaba conflictos entre los vecinos y sus dueños. El humo de las máquinas imposibilitaba abrir las ventanas o tender la ropa. Por lo tanto, las protestas en la puerta de la fábrica y los llamados a la policía eran escenas habituales del barrio.

—Disculpame, te pido que bajés la música. Mañana me levanto a las seis. —El hombre, con un cartón de vino en la mano, emitió una risotada; el portazo en la cara era la respuesta habitual junto con insultos propiciados por ambas partes. También las cerraduras eran un asunto de disputas e intercambios acalorados.

—Ahí está la pelotuda que no me quiso abrir la puerta, encima que rompiste la cerradura no abrís cuando te llamo, hacete cargo —las vecinas del 5A y del 5B discutían con la cercanía propia de dos boxeadoras.

—Perdón, necesito pasar. No las quiero molestar —la joven ya estaba acostumbrada a los encuentros entre ellas. En una ocasión habían tenido que intervenir los vecinos del piso porque los gritos resonaban hasta la planta baja.

La humedad invadía el mobiliario y cubría la atmósfera con un rocío húmedo que se reflejaba en las cerámicas del suelo. Las polillas, instaladas en el palier, pululaban en un extremo del techo y la rotura del caño del agua del 2A provocó un aroma nauseabundo del que nadie tuvo salvación. Era complejo aprender a vivir tapando baches y simular que lo que se tenía enfrente no existía, pero así vivía ella. Tobías, te amo. Tu China. Las paredes eran reflejo del amor juvenil que brotó en la comunidad. Lo que Tobías no sabía era que su China, aquella que garabateaba su nombre, también tenía otros amores clandestinos que la pasaban a buscar por la puerta del edificio, lo cual indignaba a las abuelas que tomaban mate en la vereda.

—Pero ese edificio es un manicomio —exclamó Izan entre risas y alzó el vaso de cerveza.

—Y no termina ahí —le contestó ella, acercando su rostro al de él.

Despertó una noche con el llanto de la vecina del 4C.

—“Te dije que no comprés más vino, Ramón. ¿No te das cuenta de que ni nos alcanza para el alquiler? —suplicó la señora por el bien de su familia—. Papi, no te vayas, por favor.” —El llanto desgarrador fue la respuesta que dejó el hombre tras pegar un portazo y perderse en la neblina de la noche.

Margarita vivía al lado del matrimonio y varias veces intercedió por el bien de la familia y también del edificio entero.

—“Y bueno, chiquita, ayer tuve que llamar a la policía porque acá no iba a dormir nadie. Entonces que al borracho se lo lleve unas horas detenido y que reine la paz. ¿Qué se le va a hacer?” —interrogó la señora a la joven, mientras ponía la pava.

Margarita fue un rayo de luz en un túnel. Su pelo canoso estaba prolijo y pulcro. Nunca alguien iba a decir improperios sobre ella. Era querida. ¿Cómo no se iba a añorar la señora más buena de todo el edificio? Adornaba las paredes húmedas con cuadros y colocaba plantas colgantes que a los pocos días estaban marchitas. Margarita intentó por un largo tiempo creer que todo podía mejorar, si se pensaba en ello con ímpetu. Pero también vivía sola y en un pequeño cuadrado la soledad era dolorosa. Tenía su cama, su tele, y una mesa de luz que portaba la foto de su mascota y su pastillero para dormir.

—Un hermoso lugar para vivir, Izan. Todo eso es lo que tengo para contarte. Ah, no. Me olvidaba de aclararte detalles interesantes sobre mí. —El alcohol había despertado en la joven ganas de hablar y en Izan las de escuchar.

Trabajó como asistente en el Departamento de Cuentas, en una agencia de publicidad ubicada en el barrio porteño de Palermo. Ingresó con la ilusión de ser la creativa más destacada de la compañía y se envició en pensar que las marcas grandes la contratarían para desplegar sus ideas. Sin embargo, la desilusión fue desoladora.

—Bien, sentate acá. Este es tu escritorio. Perdón por la oficina, pero bueno este lugar antes era un baño, así que le estamos haciendo unos últimos retoques para que quede perfumada. Te dejo el contacto de algunos clientes, podés empezar a llamar —dijo el jefe y la miró por encima de los anteojos.

El hombre mascaba chicle y hacía ruido. Además agregó:

—Cualquier cosita me pegás un grito y me vengo en un pique —ahora el jefe leía una revista de autos, se lamió un dedo y pasó de hoja. Ella contuvo una arcada breve que él por suerte no percibió, no quería caer mal en su primer día en la oficina.

—Ah, mi nombre es Arturito, chiquita.

Ella asintió con una mueca falsa y preguntó:

—¿Tienen algún tipo de presentación en particular con el cliente?

Arturito caminó con las manos en los bolsillos y la revista bajo el brazo. Se sentó en la base del escritorio de ella.

—Ahí soltás toda tu creatividad. Usá un tonito de persona simpática y listo. Ya vas a ir encontrando tu estrategia, vas a ver. Lo importante es complacer al cliente, es así.

La oficina que le había tocado era un cuarto con una ventana. La persiana subía hasta la mitad porque la cinta estaba rota y no cedía más.

—Ya va a venir el albañil, ¿ya pidiendo cosas? Recién entraste, chiqui —soltó el hombre, lo que provocó un rubor en las mejillas de ella.

Desde temprano, el jefe impartía noticias y órdenes que él creía que eran interesantes, pero la realidad era que a nadie le interesaban. Allí se encontraba ella: en su cubículo que antes era un baño y ahora su oficina; miró hacia la izquierda. La vista daba a un estacionamiento en refacción, el sonido ambiente era una confluencia entre motosierras y martillos.

—Hola, buenos días. Te llamo de Agencia SÍ. Ay, ¿me escuchás? Perdón, se me corta. Hola. Hola —la joven intentó desplegar sus destrezas persuasivas, pero entre las órdenes de Arturito y los sonidos propios de la construcción la labor estaba siendo compleja.

Su espacio estaba al lado del nuevo baño de mujeres. Una mañana las cañerías del agua se rebasaron y el pasillo se inundó; los charcos impregnaron su oficina.

—Estas mujeres lo único que hacen son cagadas, eh —expresó Arturito y continuó compartiendo sus cavilaciones frente al plomero de la empresa y el resto de los empleados hombres.

—Parece que mucho no les da, no es tan complicado usar un baño —dicho esto, Arturito guiñó el ojo buscando una complicidad que no llegó. Y agregó: —Bueno el baño de las chiquis queda suspendido hasta nuevo aviso.

Juana, la recepcionista de la empresa, manifestó su descontento en la oficina de Recursos Humanos, los cuales contestaron que Arturito tenía sus maneras poco convencionales y que había que aceptarlo así porque era un “hombre de bien y valores”, Juana, no conforme con la devolución, se puso sus auriculares y, por el resto del día, no dirigió palabra a nadie.

Arturito, enterado de la situación, mencionó a Juana en el almuerzo. Pinchó y cortó la milanesa, comía y hablaba al mismo tiempo escupiendo saliva y pedazos de carne.

—Che, che... ¿después no me vengan con esto de la igualdad y los sueldos? ¡Qué poca inteligencia de su parte hablar mal de mí! ¿Pensó que no iba a enterarme? Qué chismosas que están las mujeres, sólo son chistecitos. Cuánta susceptibilidad. Solamente es compartir un baño, ¿qué miedo tienen? —dijo a los gritos, mientras el resto de los directivos asentía con la cabeza y le daba la razón.

Luego de la comida, la joven cerró con llave la puerta de la oficina y lloró, con su rostro apoyado en el escritorio; a pesar de que no la conocía, lloró por Juana porque entendía lo que era vivir en un mundo de hombres en el cual cada movimiento y palabra de la mujer era cuestionado.

Cada día que pasaba en la agencia de publicidad su pena aumentaba. La euforia de los primeros meses de trabajo desapareció, por lo que la oficina se transformó en un empleo burocrático más. La paga no era buena y la única misión que tenía allí dentro era llamar por teléfono y cooptar clientes.

—Tanta ilusión que tenía de entrar y aportar mis creaciones para terminar sola en una habitación tachando números en una lista interminable. Eso destrozó mi alma, Izan. Todavía aquella tarde la tengo grabada en mi mente —le confesó la joven. Estaba entrada la noche y, entre besos y caricias, ella contó un poco más de su historia a Izan.

Había tenido la intención de esbozar algunas ideas para una marca. Ella confió en que su proyecto podía funcionar con su cliente, pero Arturito no la escuchó, como tampoco miró sus bocetos e inventó excusas de no tener tiempo.

—Chiquita, todavía te falta —fue lo único que le dijo el jefe saliendo del despacho y ella se quedó sentada y sola con su carpeta en la mano. Fue en aquel tiempo donde la duda obsesiva sobre su existencia echaba raíces y, con el pasar de los días, la desesperación por no encontrar respuesta la atemorizó. El tiempo voló y el número 25 se transformó en 26.

—Izan, todo cambiaba, excepto yo. Mozo, ¿me traería la cuenta, por favor? Escondió su cara para que el italiano no viera caer su lágrima.

Izan era un alma inquebrantable que no se abatía frente a las dificultades; el coraje y la frescura del joven eran las cualidades que más la cautivaron. En Perú brotó la ilusión de recuperar junto a él la magia que le daba sentido a la existencia.

—¿Por qué no me cantás un poco de aquella canción? —él suplicó por una lírica que ella no estaba dispuesta a ofrecer mientras estaban esperando por el autobús.

—¿Estás loco? Hay un montón de gente. Van a pensar que enloquecí —le contestó ella y no le habló más por un largo rato, tenía la mirada extraviada.

—Yo te canté —la réplica de Izan no mejoró la situación.

—No puedo darte lo que no tengo ganas de darte, italiano.

Subieron al micro y no hablaron hasta el día siguiente. La joven soñó que portaba una cruz en su nuca hasta dislocar su cuello. Intentó descolgar el dolor desgarrador, no obstante, la cruz desaparecía al mínimo roce. Dolía cada vez más y, a mayor presión, el objeto inmovilizaba su cuerpo, coartando cualquier movimiento. Me duele algo que no tengo en mi cuerpo, que está, pero no. Gritó de rabia con los ojos al cielo. Está dentro tuyo, pero no te pertenece. Alguien contestó. El autobús frenó bruscamente y ella despertó. Sus ropas estaban mojadas y su pecho también. El cuello dolía por la postura incómoda en el asiento. Izan dormía y lucía tan hermoso que quiso besar su frente, pero no lo hizo.

Cusco era inestable, frío otoñal por las mañanas y mediodías sofocantes de temperaturas elevadas. Perú era una hermosa contradicción y el clima impregnó sus sentimientos, aunque también sus pensamientos como, por ejemplo, si lo que percibía del exterior era producto de sus emociones o realmente era la manifestación objetiva de la naturaleza. La obsesión la hizo divagar la tarde entera.

La joven caminó por la plaza central con su bolso cargado en sus hombros. Cada lugar significaba una oportunidad para dejar ir el dolor, pero aún no estaba lista. El grito de una madre corriendo a una niña asfixió el pecho de la joven, petrificó sus piernas y la doblegó a pedir paz de rodillas en el cordón de la vereda. Izan la abrazó y le dijo algo que ella no llegó a escuchar.

—¿Qué te sucede? —le preguntó Izan mientras la sacudía. Pero ella no encontró palabras.

¿Cómo contar lo inefable? ¿Cómo contar lo que no se conoce pero duele?, ella voló con estas preguntas en su cabeza, sin embargo, no las pudo manifestar.

Cargaba dolores ancestrales de una madre que no pudo salvar a su bebé, entonces divisó el recuerdo otra vez, como si ella misma lo hubiese vivido y pudo sentir el momento exacto que el destino maldijo a la familia con la mancha de una muerte tan prematura. La imagen se proyectó como un recuerdo reprimido en el cual la abuela acunó al niño entre sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas, sin encontrar explicaciones ni culpables. Estaba muerto. Hubo un tiempo en el que existió una felicidad que no pudo ser, que fue truncada por el destino, nunca pereció el dolor por la pérdida de lo amado. La muerte del niño marcó a la familia, destruyó sueños e instaló el temor como motor de vida.

No, acá no. Dios, por favor. ¿Por qué me persigue esto?, pensó. Respiró y exhaló, mientras algunos curiosos prestaban su ayuda. La joven negó con su cabeza mirando el cemento. Podía sentir el sol cusqueño partiendo su cráneo. En su mente resonó un aullido desgarrador que revelaba la crueldad de vivir.

Los malestares habían devenido en silencios aceptados por generaciones. Levantó la mirada al notar cómo le tendía la mano la niña. Se levantó y, con agradecimientos evasivos, continuó el recorrido. Durante el transcurso del día, Izan pretendió respuestas que nunca logró obtener.

En la plaza Las Armas, unas mujeres bailaron una música típica peruana, vestían chaquetas coloridas de amarillo, rojo y rosa en juego con faldas largas. Miró con extrañeza su alrededor. Hombres de traje y celular se entremezclaban con una ciudad que negaba a olvidar su historia: el pasado y el futuro no eran más que presente.

Cusco era una maravilla de la naturaleza. Sus callecitas de adoquines eran laberintos angostos que llevaron a los amantes a conocer vidas de pueblos. Recorrieron de la mano sin dirección alguna hasta que sus estómagos rugieron. Ingresaron en una cantina que tenía una fachada pintoresca; una pequeña puerta azul con un letrero arriba, escrito a mano, que titulaba en mayúsculas “Gusto peruano”. Había olor a comida frita y la iluminación provenía de la luz natural de los dos ventanales. El día se había nublado y el Sol estaba perdido entre nubarrones que oscurecían cada vez más el interior del espacio. Ocuparon una mesa de madera y al rato arribaron los platos de ceviche.

—No me gusta esta comida —exclamó Izan tapando su boca con su mano. Aquella fue la primera vez que la chica notó un sesgo de incomodidad en él. Izan agarró una servilleta y escupió allí lo que quedaba del ceviche, la arrojó en el plato y salió del local frente a las miradas de otros comensales. Ella vio cómo prendió un cigarro y lo dejó solo por un largo tiempo y decidió que nada ni nadie arruinaría su almuerzo.

Un primer fastidio era encantador, el segundo también y ¿por qué no el tercero? Con el paso del tiempo, la joven creía que los berrinches del ser amado no se juzgarían con los mismos ojos, porque ya se conocían y, por lo tanto, lo predecible significaba pereza. Aquella tarde, luego de la escena del ceviche, continuaron la discusión en la calle y en la habitación. La joven percibió que él no era el hombre que ella imaginó conocer en Lima, Izan parecía un niño. El viento sacudió el cabello de ambos.

—¿No te das cuenta de que tu fastidio arruinó todo? —le espetó ella sin mirar a sus ojos.

Ahora Izan fue quien no contestó. Caminaron en dirección al hotel, bajo una leve llovizna y no hablaron en el trayecto. La tarde aconteció sin mayores novedades, entre libros, cigarrillos y evasivas. El silencio se tornó insoportable. Ella encontró en el ropero una escoba y barrió como nunca lo había hecho en su departamento, cuando se cansó de limpiar leyó una revista peruana del 2000 que estaba tirada debajo de un mueble. Izan, por su parte, se dedicó a doblar remeras y buzos en la cama.