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Tras servir en el Ejército de Ocupación en Francia, el Conde de Monkforde regresó a Inglaterra. El panorama no podía ser más desolador, pues su casa y su Finca se hallaban empobrecidas y sus recursos eran muy escasos. Linka, una prima lejana del Conde que siempre había vivido en la Mansión también estaba muy preocupada. Como única esperanza, ambos se dedicaron a buscar en la casa, que un día fue un convento, algo que los antiguos residentes pudieran haber dejado .Al final encontraron algo más que un tesoro…. *Originalmente publicada bajo el título de: El Mejor Tesoro por HARLEQUIN IBERICA S.A. por Harmex S.A. de C.V.
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2013
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LINKA se dirigió al dormitorio de la Condesa y la encontró desayunando junto a la ventana.
—Michael llega hoy— comentó alegremente.
La Condesa sonrió.
—Será maravilloso verlo— dijo—. Sin embargo, temo que se disguste cuando vea lo deteriorado que se ha puesto todo durante su ausencia.
—Pronto se arreglará— repuso muy convencida, Linka—. Ahora voy a procurar que haya muchas flores en la casa, para que se vea bonita y se disimulen un poco los desperfectos.
La Condesa sonrió de nuevo.
Cuando Linka llegaba junto a la puerta, dijo,
—No te esfuerces demasiado, Queridita. Sé cómo has intentado poner en orden las cosas, pero no viene al caso que te agotes.
—Me siento muy bien— manifestó Linka—, y la casa tiene que estar lo mejor posible para Michael.
Mientras bajaba la gran escalinata pensó que, ciertamente, intentaba mostrarse optimista, aun cuando era inevitable que el joven Conde no se sintiera horrorizado por lo que iba a encontrar a su regreso a casa.
Linka, con su extraño nombre, había vivido en Monk Hall desde muy niñita.
La prima hermana de la Condesa de Monkforde, Alice, se había casado, cuando era una jovencita, con Lord Farnell. Formaban una pareja muy desigual, pero resultaba un matrimonio muy ventajoso para ella, ya que sus padres no disponían de fortuna bastante como para presentarla en Sociedad.
Alice Farnell cumplió con su deber dando una hija a su anciano esposo, y poco después falleció. Lord Farnell no estaba en disposición de atender a una criatura sin ninguna mujer que lo ayudara, por lo que apeló a sus familiares y a los de Alice, pero nadie se mostró muy predispuesto a aceptar aquella responsabilidad.
Sólo la Condesa de Monkforde dijo que siempre había deseado tener una hija y, como los doctores le habían dicho que no podría tener más descendencia, se hizo cargo de Linka.
Entonces no tenía ese nombre.
De hecho, y tras cuatro meses desde su nacimiento, no la habían bautizado, porque los familiares discutían el nombre que debía llevar.
Aunque ninguno de ellos quería hacerse responsable de la criatura, sí todos opinaban si debía llevar el nombre de su tía Lillian o el de otra familiar llamada Katerina.
La Condesa de Monkforde los oyó discutir hasta que, al final, sugirió una solución.
—Nunca me han gustado los nombres largos— dijo—. Por lo tanto, a la niña la llamaremos Linka, que es una combinación de ambas proposiciones.
Los familiares no tuvieron más remedio que satisfacerse con eso.
Y Linka creció en Monk Hall.
El hijo del Conde, el Vizconde Monk, se trataba de su héroe. Era seis años mayor que ella y pensaba que todo lo que hacía era perfecto. Lo seguía como un perrito, obedeciendo a cuanto él le ordenaba. A medida que crecía, aprendió con él a jugar al cricket y a tirar al blanco. No obstante, su mayor deleite lo constituía montar a su lado en los vastos terrenos que su padre poseía.
El mundo fuera de Monk Hall, por otra parte, estaba pendiente de la guerra que se libraba en Europa. Napoleón Bonaparte, que se había proclamado emperador de Francia, parecía querer conquistar todo el continente, y más y más hombres de la finca habían partido para unirse al ejército de Wellington que peleaba más allá del Canal.
Si la guerra no terminaba pronto, llegaría el momento en que Michael también tendría que acudir a luchar contra el tirano.
El muchacho no hablaba de otra cosa cuando se hallaba de vacaciones en casa. Tenía veinte años cuando se alistó en la caballería.
Para dolor de su madre y de Linka, lo enviaron al continente, justo antes de la Batalla de Waterloo, que eso significara el fin de Napoleón y de la guerra, pensaba Linka, se debía por completo a sus oraciones.
Sucediera lo que sucediera en adelante, Michael se encontraba a salvo, y esperaba que pronto regresara a casa.
Sin embargo, lo retuvieron en Francia como uno más de los cien mil hombres que compusieron el Ejército de Ocupación.
Dos años más tarde, treinta mil soldados volvieron a Inglaterra, pero no hubo señales de Michael. La ocupación había terminado por completo el año anterior, en 1818, y tanto la Condesa como Linka esperaban que el regreso de Michael no se hiciera esperar.
Así fue: Michael volvió a Inglaterra, pero lo necesitaban en el Ministerio de la Guerra. Escribía a su madre cartas afectuosas. Anhelaba verla, pero le era imposible por el momento visitarla, cosa que haría en cuanto dispusiera de tiempo.
El año anterior, su padre había muerto, pero Michael no pudo asistir a las exequias, ya que le era imposible abandonar Francia. Lo habían ascendido al rango de Comandante y el Duque de Wellington lo necesitaba.
Lo mismo sucedió cuando regresó a Inglaterra, mas eso no quitó para que empezase a disfrutar de los placeres que le ofrecía la gran urbe, y no era de extrañar, ya que el Príncipe Regente organizaba continuamente extravagantes y divertidas fiestas, tanto para el Duque de Wellington como para los oficiales que volvían del continente.
La Sociedad londinense, por supuesto, celebraba la paz.
En sus cartas, Michael no hablaba mucho de sí mismo. Sin embargo, algunos vecinos que visitaban a la Condesa le contaban a ésta las andanzas de su hijo por la capital.
—Es tan apuesto— decían—, que no es de sorprenderse que todas las bellas mujeres lo persigan. Está demás decir que las madres con hijas debutantes las hacen desfilar frente a él.
Linka se sentía inquieta y, tal vez, aun cuando no se daba cuenta de ello, tenía celos. Se había acostumbrado, durante los años de la niñez, a ser la confidente de Michael, a quien ayudaba y apoyaba en todo lo que hacía.
De hecho, y justo antes de que partiera hacia el continente para unirse a Wellington lo salvó de lo que había temido que fuera para él un desdichado matrimonio.
Michael tenía veinte años de edad y era normal que todas las jóvenes de las cercanías convencieran a sus padres para que lo invitaran a sus casas. Había una joven en particular a quien Linka sabía que Michael admiraba mucho.
Su nombre era Rosemary Hardbury y vivía tan sólo a milla y media del hall. A los dieciocho años ya tenía fama de ser lo que las mujeres llamaban ««una jovencita alocada». Era mucho más atractiva y vivaz que las otras muchachas de su edad. Y se trató del primer romance de Michael.
Aun cuando era bastante tímido al respecto, éste le comentó a Linka lo bonita que le parecía Rosemary, y ella por su parte, le escribió una amorosa carta de despedida cuando Michael se incorporó al Ejército. Estuvo ausente durante cuatro meses antes de gozar de un permiso. Fue cuando comunicó a la familia que partiría inmediatamente hacia el continente.
Linka, si bien no lo exteriorizó, estaba aterrada de que pudiera sucederle algo.
La noche después de su llegada a casa, la Condesa no se sintió bien y se retiró temprano a dormir. Michael le dijo a Linka que iría a ver a Rosemary.
—Supongo que se ha enterado que estoy aquí de permiso. Y aun cuando supongo que no debería ir hasta mañana, sus padres estarán entonces allí, yo deseo hablar a solas con ella.
La expresión de sus ojos y su forma de hablar asustaron a Linka. Si Michael estaba enamorado de Rosemary, posiblemente iba a pedirle a ésta que se casara con él.
Tenía ya casi veintiún años, y la Condesa había comentado con Linka con frecuencia cuál sería su futuro. Lo que no deseaba era que se apresurara a elegir esposa.
—Yo fui muy afortunaría— dijo-, ya que, aunque mi matrimonio fue, en cierto modo, arreglado, me enamoré de mi esposo, y éste de mí.
Lanzó un suspiro antes de añadir,
—Tal vez sea pedir demasiado, pero deseo para Michael alguien que lo ame por sí mismo, y no por su título y sus posesiones.
Linka se dijo que eso era lo que ella quería también, porque, aun cuando pensaba en Michael como su hermano, igualmente lo consideraba su héroe.
Había tenido la esperanza de que, al regresar a casa, se hubiera olvidado de Rosemary. Mas ahora, y por la forma en que se expresó, comprendió que todavía estaba muy encariñado con ella.
En cualquier caso, no era aquél el amor verdadero que ella deseaba para sí misma y para él. Michael podría haberle sido fiel a Rosemary mientras entrenaba con su Regimiento, pero Rosemary no le había sido fiel a él.
Era imposible en el campo no enterarse de todo, porque los sirvientes hablan, y los sirvientes del hall tenían familiares que trabajaban con los padres ele Rosemary, el Coronel Hardbury y su esposa.
Una de las doncellas que la atendía le elijo en tono escandalizado que Rosemary se veía todas las noches con John Dorset, el hijo de uno de los granjeros que trabajaban para el Coronel.
—Sus padres no saben nada de eso, Señorita— dijo la doncella—, porque la Señorita Rosemary se encuentra con él en la pequeña cabaña que hay en lo alto del jardín después de que ellos se retiran a dormir. Yo digo que no está nada bien que haga eso.
—Estoy de acuerdo contigo— manifestó Linka.
A la vez, sabía que John Dorset era un joven muy bien parecido, y sólo porque su padre lo necesitaba mucho en la granja no lo habían obligado a incorporarse al Ejército o a la Marina.
El que Rosemary lo alentara era, en cierto modo, comprensible.
Debido a la guerra, había pocas diversiones y una gran escasez de jóvenes en las cercanías.
Sin embargo, Linka pensó que el comportamiento de Rosemary suponía un insulto para Michael.
Se había preguntado si debía contarle sus aventuras, mas pensó que sonaría intrigante y desagradable, y Michael, sin duda, no la creería. Cuando Michael dijo que la visitaría aquella noche, Linka tuvo una idea.
—Supongo que ya se habrá acostado— comentó, y Michael sonrió.
—Arrojaré piedras a su ventana. Sé en qué habitación duerme.
Linka contuvo el aliento.
—Creo, si no estoy equivocada— dijo—, que la encontrarás en la cabaña que hay en lo alto de su jardín.
—Ahí fue donde me despedí de ella— señaló Michael.
Había en sus ojos una luz muy significativa. Y Linka lo acompañó a las caballerizas.
Los caballerangos se habían retirado a dormir, y Michael ensilló su caballo, agitando después la mano mientras se alejaba.
Y Linka se preguntó si habría obrado mal al sugerirle a Michael dónde podría encontrar a Rosemary. Rezó durante largo tiempo antes de acostarse, si bien no pudo dormir, por lo que permaneció esperando el regreso de Michael.
Lo que había supuesto sucedió.
Rosemary había imaginado que Michael no acudiría a su casa la primera noche después de su llegada.
De modo que se encontró con John Dorset, como lo hacía todas las noches, en la cabaña. Michael, tras amarrar su caballo a una estaca al fondo del jardín, avanzó entre los árboles hacia la cabaña donde besara por última vez a Rosemary. Si no se encontraba allí, estaba seguro de que, al saber de su llegada, lo estaría esperando en la ventana de su dormitorio.
Sus pisadas no hacían ruido sobre el césped que rodeaba la cabaña, súbitamente antes de llegar a ella se detuvo. Había escuchado voces.
Para su sorpresa, comprendió que Rosemary no se hallaba sola.
Con precaución, se acercó un poco más. Entonces, y cuando pudo escuchar lo que se decía, no le cupo duda de lo que estaba sucediendo. Sólo se detuvo a escuchar unos momentos, hasta que decidió alejarse de aquel lugar. Sin duda alguna, se había salvado de representar el papel de estúpido.
Al llegar junto a su caballo, observó algo en lo que no reparara antes. Un poco más adelante, entre los árboles había otro caballo.
Sintió que la indignación crecía en él.
Casi en forma infantil, soltó el animal, lo hizo dar la vuelta y le propinó una palmada que lo alejó al galope. Quienquiera que fuera su jinete, ahora tendría que regresar caminando a casa.
Linka oyó a Michael subir las escaleras y dirigirse a su dormitorio.
Apenas si había tenido tiempo de cabalgar hasta la casa de Rosemary y regresar.
Todo había salido como lo planeara, por lo que Linka lanzó un suspiro de alivio.
Sabía que aquello perturbaría a Michael durante algún tiempo, pero lo había liberado de una mujer que no lo merecía.
Sin embargo, le resultaba difícil no preguntarse a quién dedicaba su ocio Michael en Londres. Podía entender bien, como decía en sus cartas, que tuviera mucho que hacer en el Ministerio de la Guerra.
También sabía, porque él se lo comentara a su madre, ahora que había heredado el título, que no tenía intenciones de permanecer en el Ejército.
En efecto, el Conde había escrito,
Ya le dije al Duque que me retiro. No obstante, debo poner primero las cosas un poco en orden y ver que mis hombres sean atendidos como merecen a su vuelta a Inglaterra.
Sin embargo, a Linka le preocupaban las famosas bellezas de las que tanto oyera hablar durante el tiempo que el país había estado en guerra.
El Príncipe Regente no era el único que organizaba grandes fiestas.
La Temporada Social londinense, con sus bailes, a los que todas las debutantes importantes eran invitadas, permaneció inamovible cada año, y ahora, con la llegada de la paz todo era más fastuoso que antes.
Linka estaba segura de que el joven Conde de Monkforde estaba incluido en la lista de todas las anfitrionas.
De lo que ellas no se daban cuenta, como su madre y ella sí lo hacían, era de que las cosas ya no eran iguales a como lo fueron antes de la guerra.
No era sólo cuestión de que el Ejército y la Marina se llevaran a todos los jóvenes que trabajaban la tierra. Era que el dinero, así como la mano de obra, se trataban de bienes muy escasos.
El Padre del Conde economizó cuanto le fue posible antes de morir, por lo que no dejó muchas deudas. Pero los acres que rodeaban el hall no se sembraban y los granjeros ya no pagaban como lo hacían en el pasado.
El Decimo Conde de Monkforde había sido un hombre de buena posición, aunque no rico.
Monk Hall, por otra parte, suponía un enorme gasto. Se trató originalmente de un Monasterio enorme, que había sido arrebatado a los Monjes por Enrique VIII durante la abolición de los recintos de clausura.
El Rey lo había dado como regalo a un Conde que le hiciera un favor. Su título en esa época era el de Quinto Conde de Forde, y éste lo precedió con el de Monk, debido a la casa y a las tierras que recibiera.
El Monasterio había alojado a trescientos Monjes, aparte los viajeros y enfermos que a él se acercaban. De modo que para una familia constituía, en muchos sentidos, una carga.
A través de los siglos, los Condes habían logrado, de un modo casi milagroso, sostenerlo. Ciertamente, dependían de sus tierras para obtener el dinero que se precisaba.
Pero, ahora, la hacienda de Monk Hall estaba empobrecida, las tierras no producían, las granjas necesitaban nuevos animales, las casas, Iglesia, y escuela requerían urgentes reparaciones.
Linka sabía que la tarea de Michael en el futuro sería, en verdad, muy difícil.
—Lo que tendrá que hacer— dijo la Condesa cuando hablaban de ello— es casarse con una mujer rica. Después de todo, la mayoría de las jovencitas lo que quieren es un título, y nadie puede decir que el nuestro no es antiguo y respetado.
—Es verdad— admitió Linka—. Sin embargo, lo imprescindible es que Michael sea feliz.
—Es lo que yo deseo— estuvo de acuerdo la Condesa—, pero no hay razón para que una jovencita rica no sea atractiva.
—Por supuesto— murmuró Linka.
—Cualquier esposa— continuó la Condesa— se aburriría aquí sin buenos caballos que montar y, por supuesto, sin recibir visitas de Londres con las que disfrutar de fiestas y bailes que ya no se ofrecen en el campo.
Linka guardó silencio y la Condesa prosiguió,
—Recuerdo que mi suegro ofreció un espléndido baile poco después de que nos casamos, y todas las grandes mansiones de los alrededores al igual que nuestra casa, las llenaron nuestros invitados.
Linka suspiró.
Pensaba en que ahora sólo utilizaban unas pocas habitaciones del primer piso. El resto estaban cerradas.
—En cualquier caso, nosotras somos muy afortunadas— terminó la Condesa— al disponer de viejos sirvientes como Saunders y la Señora Waters.
Saunders era el Mayordomo, y la Señora Waters, la cocinera.
Ambos llevaban en Monk Hall más de treinta años y solían hablar de la casa como si fuera de ellos. En cierto modo, se suponían parte de la familia. Sin embargo, ya eran muy viejos y, sin ayuda, poco más podían hacer de lo que hacían.
Pensó que debía hablar con Michael de ello a su regreso. No imaginaba que Michel tuviera una solución, a menos que estuviera de acuerdo con su madre en que debía casarse con una mujer muy rica.
«Si eso sucede,» se preguntó, «¿qué haré yo?»
Supuso que Michael la ayudaría; pero si por cualquier circunstancia tenía que abandonar el hall, eso le rompería el corazón.
Nunca había conocido otro hogar.
La Condesa, a quien llamaba Tía Mary, siempre la había tratado como si fuera su hija.
Pero en cuanto a Michael, era algo muy diferente. Si llevaba éste una esposa a la casa, ella sin duda no querría “una hermana” viviendo allí.
Sin duda, le cederían alguna casita de la aldea. Sin embargo, no podía imaginar su vida fuera de Monk Hall, donde, entre otras cosas disponía de la enorme biblioteca.
Se pasaba horas leyendo libros que sospechaba nadie había abierto en mucho tiempo.
Algunos de ellos eran tan antiguos, que estaba segura eran muy valiosos, al igual que numerosas pinturas de la casa.
E, intuitivamente, Linka pensó en el Príncipe Regente.
Continuamente andaba a la busca, y tenía un gusto muy particular de la pintura.
Incluso había viajado a la China con el sólo propósito de adquirir muebles.
Linka se sintió encantada cuando Michael le escribió a su madre para contarle que había ido a cenar a la Casa Carlton.
Y ellas sacaron en conclusión, por sus cartas posteriores, que el Príncipe Regente ya lo consideraba como uno de sus amigos.
«Tal vez», pensó Linka «al Príncipe Regente le interesaría comprar algunas de las pinturas de la galería o parte del mobiliario que ocupa las habitaciones que no usamos».
En cualquier caso, y como amaba tanto la casa, no soportaba la idea de que, por mucho que necesitasen el dinero, se vendieran sus tesoros.
Cuando Michael estaba en Francia, y por instrucciones de la Condesa, ella había arreglado con sus abogados que se empeñasen algunas de sus joyas.
—No se lo diremos a Michael— propuso la Condesa—, ya que eso lo perturbaría; pero lo que no puedo permitir es que los sirvientes se queden sin sus sueldos y debemos pagar nuestras cuentas. Sería fatal acumular deudas.
Linka estuvo de acuerdo.
Sacó de la caja de seguridad las perlas de la Condesa, junto con un broche de diamantes que muy pocas veces se ponía, así como un brazalete con finas esmeraldas.
Los Abogados obtuvieron una considerable suma de dinero por tales joyas, y Linka albergó la esperanza de que no tuvieran que desprenderse de nada más.
Sin embargo, cuando miraba a su alrededor, comprendía que, sobre todo, el techo de la casa requería repararse, ya que la humedad lo estaba arruinando. Pero para cualquier reparación se precisaba de mucho dinero.
¿Y de dónde iba a provenir éste?
Linka sintió que debía hacer que la casa se viera hermosa y acogedora para la llegada de Michael. Los problemas se atenderían después.
Pasó la mañana en el jardín, recogiendo tantas flores como pudo, y las arregló en un enorme jarrón en el vestíbulo y en el Salón Azul, que era el que solían utilizar cuando alguien acudía de visita.
Durante los últimos tres meses, la Condesa no había podido bajar a él, ya que hubo de permanecer continuamente en su dormitorio.
Linka lo había dispuesto lo más confortablemente que le fue posible, con el mejor mobiliario que encontró en las habitaciones cerradas.
—Me mimas demasiado— había dicho en más de una oportunidad la Condesa.
—Eso es lo que quiero— replicó Linka—. Como debes mantenerte en esta habitación, la convertiremos en un pequeño palacio.
La Condesa se rió y dijo,
—Sabes, Queridita, que me siento culpable de que hayas cumplido dieciocho años y no hayamos hecho nada para celebrarlo. Recuerda que deberías ser una debutante.
Linka suspiró,
—Estoy demasiado ocupada como para eso, si ello significa asistir a bailes a los que no me han invitado y para los que no tengo ropa, o correr tras de jóvenes caballeros a quienes no conozco.
La Condesa volvió a reír, pero insistió,
—Hablo en serio. No puedes quedarte aquí, desperdiciando tu tiempo con una vieja que no puede ni siquiera bajar la escalera.
—Me gusta cuidarte, Tía Mary— dijo Linka—. Y no olvides que yo era la niñita que nadie quiso excepto tú.
—Fue el día más afortunado de mi vida cuando te traje a mi lado— señaló la Condesa.
Linka la besó y dijo,
—Ahora tenemos que ponerte muy bella para cuando llegue Michael.
Arregló el cabello de la Condesa en una forma especial e insistió en que se pusiera algunas de las joyas que todavía conservaban.
—Me parece ridículo lucir los pendientes de diamantes cuando apenas puedo oír— comentó la Condesa.
—Brillarán para Michael y él se sentirá muy orgulloso de su madre. Has sido muy valiente, Tía Mary. Desde que enviudaste, sé que te has sentido muy sola.
—Me habría sentido mucho más sola si tú no te hubieras encontrado aquí— replicó la Condesa—; pero tienes mucha razón: debemos hacer, primero, feliz a Michael, y más tarde él tendrá tiempo de analizar nuestra situación.
El almuerzo fue muy sencillo, porque la Señora Waters había proyectado una cena especial para Michael.
Saunders dijo que quedaban sólo unas pocas botellas de vino en la bodega, mas subió la mejor de ellas.
Linka pensó con desaliento que las restantes no durarían mucho.
Saunders, en cualquier caso, había logrado convencer a uno de sus jóvenes familiares que acababa de regresar de la guerra para que se incorporase a Monk Hall como sirviente, si bien era de dudarse que pudieran pagarle.
Pero el joven aceptó, ya que la pequeña casa de su familia en la aldea estaba atestada y en hall podría contar con una confortable habitación para él solo.
En otra época, la casa había dispuesto de más de media docena de sirvientes, y su ropa parecía hallarse en buen estado.
Uno de los antepasados del Conde, incluso había tenido diez doncellas, pero todo lo que quedaba de ellas eran sus delantales y tocas.
Linka emitió un leve suspiro de añoranza.