El método - Iván R Sánchez - E-Book

El método E-Book

Iván R Sánchez

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Beschreibung

Un actor desempleado, marginado a trabajos menores, embaucado por su agente y abandonado por la mujer que era el amor de su vida se embarca en la preparación de un papel siguiendo El método de Stanislavski. Con apoyo en esta técnica de actuación se involucra en el papel que le cambiará la vida: un asesino misterioso con una cruenta y sórdida historia quien, además, nunca logró ser atrapado. Esta historia, basada en las novelas de un periodista e investigador mexicano, son el reflejo de al menos tres personas reales que azotaron a toda Latinoamérica. Al meterse cada vez más en la piel de su nuevo personaje, empieza a ser acosado por siniestras circunstancias que ponen todo lo que cree, todo lo que siente, en jaque y que lo llevan a convertirse en su papel con resultados mortales.

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EL MÉTODO

© 2022 Oscar Iván Ramírez Sánchez

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2022

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3176468357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-26-2

Editor General: María Fernanda Medrano Prado.

Corrección de Estilo: Alvaro Vanegas.

Corrección de planchas: Tatiana Jiménez Rodríguez.

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo

Diseño y diagramación: David A. Avendaño @davidrolea

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

No hay papeles pequeños, sólo hay artistas pequeños.

Konstantin Sergeyevich Stanislavski

Si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado.

Stanley Kubrick

Agradecimientos

A Carolina, mi amor, mi compañera, mi confidente y mi cómplice. Estas letras rebeldes, estas líneas, también son gracias a ti porque se necesita mucha paciencia para aguantar a un escritor.

Escucha la playlist en Spotify

Intro

1. The power of love —Huey Lewis & the News.

2. The .44 Magnum Is A Monster —Bernard Herrmann.

3. A life for the Tsar —Mikhail Glinka.

4. Don’t You (Forget about me) —Simple Minds.

5. Scramble —Leonard Bernstein.

6. Manuscript Reading and snow picture —Bernard Herrmann.

7. The Wrong Clue —Jerry Goldsmith.

8. Symphony No. 9 In D Minor, Op. 125 —Ludwig Van Beethoven.

9. Medication Valse —Jack Nitzsche.

10. Stuck In The Middle With You —Stealers Wheel.

11. Requiem In D Minor, K. 626 —Wolfgang Amadeus Mozart.

12. Six Samurai —Fumio Hayasaka.

13. First Cool Hive —Moby.

14. Eye Of The Tiger —Survivor.

15. All Along The Watchtower —Jimi Hendrix.

16. Guilty —Gravity Kills.

17. Rock Is Dead —Marilyn Manson.

18. Patricide —Hans Zimmer.

19. I’ll be Seeing You —Bing Crosby.

20. Hymn to the Fallen —John Williams.

21. Keyser Soze —Lungbuster.

22. Theme from Schindler’s List —John Williams.

23. Le Nozze di Figaro —Wolfgang Amadeus Mozart.

24. Truman Sleeps —Philip Glass.

25. Where is My Mind —Pixies.

26. The Godfather Waltz —Nino Rota.

27. Dark —Gary Numan.

28. Tears in Rain —Vangelis.

29. Prelude and Rooftop —Bernard Herrmann

30. Angie —The Rolling Stones

A 88 millas por hora

Si mis cálculos son correctos, cuando este bebé roce las 88 millas por hora… verás cosas impresionantes.

Dr. Emmett Brown en «Volver al futuro», 1985.

Después

El cadáver despedía un hedor penetrante y ácido. Era un amasijo amorfo al que los de medicina legal intentaron dar consistencia y así evitar la rápida descomposición de tanto tejido expuesto. El capitán Márquez jadeaba, al tiempo que evitaba respirar mucho de aquel aire enrarecido y turbio. Pensativo, como si las ideas lo fueran a rodear, daba vueltas a un lapicero hecho trizas a punta de mordiscos ansiosos.

—¿Entonces? ¿Si es él o no? —preguntó el oficial, con voz exasperada.

—No lo sé.

—No me salga con esas huevonadas, Miguel. Usted fue el que me dijo que…

—Lo tengo claro, Márquez. Pero no le sé decir si este es Ignacio, o no.

Antes

Abel no tenía ni idea de lo que era un DeLorean. Para el pequeño no existía diferencia alguna en los automóviles, salvo alguna descripción de su uso: carros de policía, de bomberos, ambulancias y taxis. Eran artefactos que servían para meter personas, monstruos o animales en ellos e impulsarlos a través de carreteras imaginarias o, por qué no, a través de los aires. Tenía algunos carros, algunos tan grandes como para meter allí a varios de sus muñecos y otros diminutos que a veces llevaba en los bolsillos de sus pantalones. Su favorito era un auto negro de colección que le había dado su tío, el ‘auto fantástico’ en honor de un carro que hablaba y respondía al nombre «Kitt». El hermano mayor de su mamá, Abraham, le preguntaba por este pequeño auto, como si fuera una mascota en lugar de un juguete, indicándole lo valioso que era. Además, desde que se lo obsequió, dos años atrás, tenía la costumbre de hablarle al pequeño auto de juguete cada vez que lo tenía a la vista, luego lo tomaba y ponía su oreja contra este.

—Kitt, te encargo mucho a Abel, cuídalo siempre. Que haga las tareas y se porte bien con la mamá.

Abel trató de hablar algunas veces con Kitt, pero terminó resignándose al notar que solo parecía responder a la voz de los adultos. Nunca más quiso, como en ese entonces, crecer y que de paso lo hiciera su auto fantástico. Años después, Abel descubriría el valor de ese objeto, sostenido en un firme apretón de rigor mortis por un hombre al que jamás podría ponerle rostro: su padre, a quien, nunca conoció.

Abraham era un aficionado a los carros, compraba con religiosidad el periódico para hacerse con la revista Motor, y muchas veces le hablaba a su hermana de las múltiples ventajas de uno u otro modelo de carro, así como de sus propias vivencias dentro del mundo de los automóviles. Se consideraba a sí mismo como un profesional del volante, un conductor consumado, forjado en las calles de Bogotá, siempre con una sonrisa cándida, un traje impecable y un sombrero que solo se quitaba cuando no estaba de servicio. Abel y su mamá viajaban de vez en cuando en el taxi de su tío: un Chevette amarillo que reemplazó al Renault 12 negro que lo acompañó por una década entera.

Abraham tuvo la oportunidad de hacerse con otro taxi. Durante varios años ahorró una buena parte del dinero, pero la suerte de los Aguirre era algo difícil de escapar y parecía que a él todas las desgracias lo perseguían, siempre durante el mes de febrero. La suya era la «maldición bisiesta», la tenía por haber nacido un 28 de febrero en lugar del día siguiente, o eso decía él. Todo porque su mamá, una hija de Sefardi, optó por renunciar a sus ancestros y unirse a un pecador, un ateo, y ahora cargaba con una maldición errante que solo cesaría cuando algún descendiente de la familia restaurara el honor de ese dios rencoroso que ponía pruebas y castigaba de formas misteriosas, pero al que ni Abraham ni Abel, habían tenido algo por qué agradecer en algún momento de sus vidas.

El caso es que el apellido Aguirre estaba maldito. Abelardo no debía tenerlo, pero su mamá lo dejó solo con el apellido de ella. Su padre era tan solo una palabra de referencia de esas que hacían que la gente desviara la mirada, que se cambiara cualquier conversación y que algo parecido a un nubarrón de tristeza se alojara sobre los dulces ojos color miel de su mamá. Era tanto lo que apreciaba esa mirada ambarina, que a sus escasos siete años aprendió a no evocar jamás el tema de su padre. Su tío Abraham le contó que su papá era alguien importante, con mucho dinero, que viajaba en una camioneta con escoltas y que antes de irse le regaló a su mamá un montón de esmeraldas en honor a su nombre. Ella tenía guardadas las gemas para dárselas a ‘Abelito’ cuando se graduara del colegio, era un tesoro especial que lo ayudaría con su vida cuando ella no estuviera. Por eso era importante que sacara buenas notas. Abelardo llevaba solo dos años de primaria y ya era un estudiante destacado. Siempre que podía ayudaba a su mamá y estaba decidido a no ser una carga y a triunfar en la vida para que ella dejara de trabajar y pudiera ser tan feliz como quisiera.

Su madre, Esmeralda, llevaba pocos días en ese nuevo trabajo. Era algo extraño para su anterior carrera como vendedora, pero al parecer en esta nueva posición contaba con mayores beneficios y un mejor salario. Gracias a un viejo conocido de Abraham, ella presentó una entrevista para ser secretaria en las oficinas de Cine Colombiano, empresa de cine pionera en el país. Sin embargo, al entrevistarla, su futuro jefe, don Gregorio Andrade, se enamoró de ella perdidamente, y a pesar de lo que pudiera representar para su esposa y sus cuatro hijos, la contrató como su secretaria personal, aun cuando la vacante era para el departamento de contabilidad. En su nuevo trabajo, a Esmeralda le permitían llevar a su hijo una vez por semana y además le regalaban boletas de cortesía para varias funciones.

Abelardo era un Aguirre, cosa que lamentó toda su vida hasta el punto de hacerse reconocer con otro apellido, algo mucho más exótico y propio de la carrera que decidiría para su vida desde esa mismísima vez en el cine. Su mamá le dio su apellido y con ello le pasó algo de la maldición de su familia, en donde todos, por alguna razón, estaban condenados a la desgracia. «Por abandonar a Dios», diría la abuela Esther. Pero para Abel era claro que todas las personas llegaban al mundo para ser abandonadas de una u otra forma. No había más caminos que la soledad, salvo que uno lograra algún éxito con el que pudiera atraerse lo bueno. No se trataba de la intervención de fuerzas misteriosas necesitadas de atención y oraciones. Si alguien o algo tenía alguna incidencia sobre el destino de los demás, jamás permitiría que un niño creciera sin padre, aunque su mamá siempre le dijo, que no necesitaría de nadie más mientras la tuviera a ella y a su tío.

Sin embargo, sería el mismo destino el que le mostraría la verdadera soledad.

Esa era la primera vez que Abel iría al cine. Sus dos amigos de la cuadra le habían hablado del cine, pero a él le pareció aburridor en un principio que una persona estuviera encerrada tanto tiempo para ver a una pantalla. Claro, para Juan Manuel, el gordo, era más sencillo porque tenía un viejo televisor en su casa, mientras que Carlos y él no sabían de qué se trataba y pasaban sus tardes entre trompo y canicas, corriendo a mas no poder y luego, cuando se pudo, en las bicicletas. La de Abel era un regalo de su tío Abraham, con algo de resistencia de su mamá, quien no creía que el menudo niño pudiera ir en una cicla de grande sin partirse un brazo o algo peor. Pero ella trabajaba tanto que la única resistencia a los juegos de los niños podía ser por parte de doña Gloria, la mamá de Carlos, que le cobraba muy poco por estar pendiente de Abel y darle un Milo por la tarde con un pan y a veces algo de cena. Gloria y su esposo, Juan José, eran igual de pobres que Esmeralda, pero eran buenos católicos y creían en dar lo poco que tenían. Aunque eso no impedía que la mujer le cobrara con religiosidad cada primer día del mes.

Ese viernes después del trabajo Esmeralda pasó por donde doña Gloria y recogió a un resignado Abel, quien evitaba a toda costa hacer pataleta para no dejar de ser siempre un buen niño, aún con la esperanza de que Kitt le hablara.

—Mi amor, vamos a ver una película que se llama Volver al futuro —dijo su mamá, toda ternura.

—Mamá, pero es que no sé qué es una película.

—Amor, son varias imágenes que se mueven en una pantalla, como en los televisores, pero más grande y con mejor sonido. Es algo muy entretenido, señorito, te va a gustar.

Abel confió en su mamá, como lo haría siempre. Rara vez le mentía, y si ella le decía que era algo con lo que se iba a divertir, de seguro sería así. Pero fue algo más. El pequeño Abel quedó fascinado con el cine desde el momento mismo en el que entró al gran edificio; el olor de las crispetas le evocaba a las salidas con su mama y su tío, un recuerdo que era similar a cuando la abuela les hacía patacones, antes de que la artritis le congelara las manos. El corredor oscuro daba a una cortina que se convertía en un portal a otro universo, en el que la pantalla enmarcaba la realidad y la bañaba con una luz única que concentraba todo cuanto existía en ese enorme rectángulo. Era tan grande que le era imposible considerar aquello como un encierro y, por el contrario, allí se pensó en otro espacio, en un lugar repleto de confort. La enorme pantalla lo transportó de inmediato a Hill Valley, al lado de Marty McFly y del Doc Brown, y desde entonces se obsesionó con el DeLorean.

A partir de ese momento, nunca quiso abandonar la sala del cine. Pronto dejó de soñar con construir una máquina del tiempo en el Chevette de su tío y empezó a observar con detalle las películas. En lo primero en que se fijó fue en los doblajes, en cómo muchas veces el tono de la voz y los gestos no se correspondían entre sí y, de alguna manera, esto lo molestó. Entonces fijó su atención en los actores. Notó las pequeñas inflexiones de sus gestos, al principio no sabía lo que era, pero se sentía fascinado con cada nuevo personaje que observaba y cómo cambiaba todo alrededor de los actores hasta formar y proyectar una personalidad por completo diferente según la necesidad de la historia.

Fue desde entonces que decidió que al crecer sería un actor. Interpretaría héroes, villanos, reyes o aldeanos. Ayudaría a contar las historias a través de gestos, transmitiría emociones y sensaciones a través de la expresión.

Fue en una sala de cine en donde evadió la noticia de la muerte de su madre, con solo trece años. Allí también estuvo cuando pasaron todas las cosas que lo llevaron a una adolescencia triste. En una sala de cine, al terminar una de sus películas favoritas: Los sospechosos de siempre, fue cuando decidió que no sería más Abelardo Aguirre, y que a partir de ahí se convertiría en él, el actor:

Eduardo Emanuel Cancino.

2. La lluvia, que limpia toda la basura y suciedad de las aceras

La soledad me ha seguido toda mi vida. A todos lados. En las tabernas, en los autos. Por las aceras, en las tiendas. Por todos lados. No hay manera de escapar de ella. Dios me hizo un hombre solitario

Travis Bickle en «Taxi driver», 1976

Ahora (2018)

Amenudo se levantaba con Luisa atravesándole el pecho, enrevesada en su garganta en un nudo que le impedía respirar o mirándolo fijo a los ojos en medio de la noche, inmóvil sin poder confrontar la realidad y sin saber si la misma podía o no ser aplacada de alguna manera. Ah, sí, las putas pastas. Como estaba la situación era bien complicado que pudiera hacerse a una nueva prescripción. Además, Luisa ya no estaba, lo había dejado de nuevo luego de sonsacarse lo que más pudo durante casi tres años. Duró bastante, la verdad. Pero, a pesar de eso la extrañaba con cada pizca de su cuerpo, la perseguía a través de sueños agobiantes en los que ella intentaba arrancarse el rostro para que él la olvidara. Aquel era el olvido más tozudo al que jamás se había enfrentado, su recuerdo se resistía a permanecer y a él no le quedaba más remedio que repasar la única foto, de tamaño carné, que guardaba de ella. Ante la devota ceremonia de consolidación de la memoria a la que recurría, al menos una vez por día, la imagen había perdido casi todo su color y parecía de otra época, una en la que quizá podría haber sido feliz.

Igual no tenía idea de lo que era eso.

La mañana era tan gris como siempre y la espera para la ducha le congeló las pocas ganas que aún le quedaban de salir a buscar algo. Le quedaba poco dinero del trabajo anterior, y lo último que quería era tener que volver a la Candelaria para que el gordo Juan Ma lo pusiera de portero o en cualquier otra cosa para hacer algunos pesos. Su amigo solo le botaba unas migajas por la amistad que venía de toda la vida, a pesar de que desde que la mamá de Abel (Eduardo) murió, él no volvió a frecuentar el barrio de su niñez y fue hasta más tarde, cuando ya era un adulto y un actor formado, que volvieron a encontrarse. Al principio, el gordo quiso darle todo su apoyo a la obra en la que participaba Eduardo, en un papel secundario, pero la obra no logró mayor recaudo y a duras penas sirvió para pagar algo a la compañía teatral y cubrir algunos otros gastos.

Revisó los bolsillos de sus dos pantalones buenos. Nada. Buscó entre el par de libros viejos de Stanislavski, sus mayores tesoros, uno de ellos autografiados por el mismísimo Konstantín.

—¿Qué, corto otra vez? —El viejo hablaba entre dientes como siempre que amanecía con la gastritis alborotada. Eduardo no recordaba el momento en que abrió la puerta ni cuando entró.

—No, maestro.

El viejo rondaba los setenta años. Tenía unos ojos claros ya agrisados por la edad. Su rostro era un mapa de marcas de expresión que habría podido ser una enciclopedia de gestos y expresiones faciales. La experiencia grabada en el cuerpo y un alma limpia, hacían que Eduardo lo considerara como un maestro.

—Mijo, si necesita yo le presto algo —el viejo metió la mano en su bata, la misma pieza raída que parecía llevar desde sus años mozos.

—No, maestro, ya le debo mucho.

—Un peso más, un peso menos.

—Ya serían como doscientos mil…

—No pasa nada, mijo, este mes me sobró alguito de lo que me mandan mis hijos.

—Bueno, sí, señor, entonces sí. Pero este viernes sí le devuelvo algo, Jorge me dijo que esta semana podían salir un par de figurantes o tal vez un secundario en la novela nueva de los del canal doce.

El viejo le entregó un billete de veinte mil, doblado en la forma en que lo suelen plegar los ancianos, con la mano temblorosa y seca con la que siempre se acercaba a él, incluso en los peores momentos, para darle ánimos antes o después de los castings.

—Mijo, ¿le conté sobre lo que hizo De Niro para «Taxi Driver»?

—No, señor —mintió. Había oído docenas de veces esa historia, pero le gustaba escuchar la voz del viejo maestro. En un tiempo había formado a algunos de los grandes del teatro y el cine en el país, luego de estudiar en el exterior y trabajar tanto en los Estados Unidos como en México. Pero ahora vivía con él en esa pensión del centro junto con furcias, macarras, maleantes, maricas, lesbianas, drogadictos, traficantes de droga y toda clase de tipos raros, tal cual como en una película de Scorsese. Pero a estos la lluvia no se los llevaba. Lo más bajo de esa ciudad era impermeable y muy resistente, él lo sabía, era uno más de ellos.

—De Niro pasó varios días en una base militar del ejército gringo ubicada en Italia. Allí aprendió a disparar un arma, así como el modo de hablar y de comportarse de esos hombres. Después volvió a Nueva York, en donde sacó la licencia para conducir taxis y se puso a trabajar como taxista, aun cuando ya había comenzado el rodaje de la película.

»De eso se trata, Eduardo, de que se evite el análisis activo, para que la improvisación surja natural, porque para la mejor observación lo mejor es actuar conforme con las circunstancias, de esa forma se evita ese paso de pensar en la forma, para convertirse en el sujeto.

—Gracias, maestro, tan inspirador como siempre.

—De nada, mijo. Ya sabe, concéntrese, relájese y aprenda a trabajar con todos los sentidos. Nunca olvide «el método».

—No, señor, nunca.

Eduardo salió de allí a toda prisa, con la esperanza de encontrar a Juan Ma de buen ánimo antes del mediodía y antes de que lo visitaran las culebras. Con el estómago vacío, quiso pasar primero por el viejo cafetín de la Quinta y allí lograr enterarse de cualquier novedad o trabajo, así como conseguir un café con una empanada de parte de alguno de sus conocidos o colegas. Entre los actores solían darse la mano como les era posible, en especial entre los que no tenían necesariamente el estatus de celebridad. Después de los realities, en el mundo de las corporaciones a los actores cada vez se les pagaba menos, salvo que se conectara con el público en redes sociales o se alcanzara algún tipo de fama. El talento ya no era tan importante, tampoco el trasfondo o la experiencia.

Encontró a Memo Orozco, un viejo actor que era galán de las telenovelas de los ochenta, cuando Eduardo aún era un niño. Su pelo rubio grasoso y sus ojos claros ahora le otorgaban un extraño aire artificial, reforzado quizá por las cirugías para mantenerse vigente. El viejo tenía algo de dinero de sus antiguos negocios, se paseaba por allí en búsqueda de un poco de reconocimiento y era la persona indicada para invitar un café, algo de comer o quizá un aguardiente a los más necesitados. Era perfecto para Eduardo, que necesitaba con urgencia un poco de todo lo que el anciano pudiera ofrecer.

—Eduardo, cómo estás. Dichosos los ojos que te ven. ¿Aún estás en el teatro de la Candelaria, en el de Juan Manuel?

—No, don Memo, hace como tres meses que no hay producciones allá y yo la verdad…

—…Ah, pensé que andabas de celador —interrumpió, con un deje irónico que ascendió hasta su rostro—, yo creo que hay mucho trabajo para un actor joven como tú, no necesitas ponerte en esas.

—No crea, la cosa está jodida, y lo de joven…

—Ah carachas, no tenía idea. Venga, chino, cómase algo, yo invito. PACHITO, UN PAR DE EMPANADAS… Y DOS PERICOS.

Durante un par de horas, don Memo se ocupó de recordarle varios aspectos de su prolífica carrera, la de él, por supuesto. Despotricó de las productoras nacionales y los acusó de haberle robado en varias ocasiones. Eduardo, ya con algo en el estómago, partió hacia el teatro de Juan Manuel.

Haría el recorrido a pie para no gastar nada de su escaso presupuesto.

3. En una sola toma

Abro mis ojos y no veo nada. Solo recuerdo que hubo un accidente. Todo el mundo corrió por su seguridad lo mejor que les fue posible. Yo solo no logro recordar lo que me pasó

Narrador en «El arca rusa», 2002

El viejo teatro sobresalía en la cuadra por sus colores vivos y el enorme cartel de vinilo sobre la puerta de madera de aspecto colonial. Estaba cerrado por la hora, pero Eduardo le había marcado a Juan Manuel desde el celular de don Memo, de manera que estaba seguro de que su viejo amigo lo recibiría. En la cortísima llamada, este le había mencionado algo de un viejo conocido que le tenía algún pendiente. Quién sabe qué hijueputa me viene a cobrar y el gordo idiota haciéndome la encerrona, pensó. Golpeó la portezuela con su aldaba hasta que el rechoncho Juan Manuel se asomó entre las penumbras del claustro. Llevaba una camisa de marca, de color azul oscuro, y una bufanda, ya que siempre se cubría el cuello. Desde que lo conocía ya tenía poco pelo y ahora que empezaba a dejar su juventud atrás, parecía teñirse de rojo como una ciruela que empezaba a marchitarse. Lo que hacía juego, para su extraña apariencia, con los ojos oscuros heredados de sus ancestros árabes. El contraste de la potente luz del mediodía y la oscuridad del local, transportaron a Eduardo a una de esas transiciones de infancia en medio de algún otro teatro o sala de cine, en donde a través de una celosía invisible, dejaba atrás todas las preocupaciones y sentimientos contaminantes para concentrarse en el disfrute del séptimo arte. Pero un grito disonante lo sacó de sus cavilaciones.

—¡EDUARDO EMANUEL! —Esa voz se le hacía tan horriblemente conocida—. Marica, aún no puedo entender cómo putas fue que te pusiste ese nombre tan culo. ¿Cómo es que es el de verdad? ¿Afanador?, ¿Abelino?, ¿Pancracio?...

Eduardo compuso la mejor risa fingida que pudo. Era Jorge Soto, un malandro en todo el sentido de la palabra. Había sido su agente y le consiguió un par de buenos trabajos para las productoras más gruesas de la televisión. Sin embargo, el hombre se quedaba con una parte sustancial de los contratos que firmaba y les enredaba la plata a sus actores. En sus cuentas era posible que le debiera poco más de un par de millones.

—No importa, solo Eduardo, Jorge. Prefiero que me llame así —¿Qué querrá esta rata?, pensó.

—Vale, vale. No se me enoje, que justo Usted es el que estaba buscando para un negocio, compadre. Le tengo EL papel. Y ni siquiera tiene que hacer casting.

Jorge parecía un Tony Montana pálido. En pleno siglo veintiuno vestía como un mafioso, siempre con camisas abiertas en el pecho, trajes sin corbata y gafas de aviador que sin duda eran todas chiviadas. Llevaba un corte de moda y la barba perfilada tan al detalle que lucía falsa. Sus ojos eran opacos y oscuros, y su nariz tenía un desperfecto hacia la punta que no permitía distinguir con claridad algún perfil.

—¿De qué se trata? —Observó a Juan Manuel, que no había pronunciado palabra alguna en tanto cerraba la portezuela del local, buscando alguna pista. Pero su amigo miraba al piso sin mayor interés.

—La cosa es que necesito que me haga un favor primero y también que se comprometa conmigo de manera especial. Pille.

Jorge extrajo su teléfono móvil para enseñarle un documento en PDF. Era su propio portafolio de actor con algunas anotaciones burdas en rojo.

—Quiero que cambie esa mierda, que destaque sus trabajos como maleante, que ponga su origen y el de su mamá —Eduardo se retorció al escuchar esa última parte—, que resalte todo lo ñanga y la hamponidad. Ah, y que se ponga su nombre de verdad.

—¿Por qué?

Jorge lo miró extrañado, como si hubiera escuchado la pregunta más estúpida del mundo.

—Porque para el papel que le van a dar necesitan a un tipo autentico, un man como usted, que tenga la apariencia adecuada. Que se vea bien, pero que también sea bien gañán. ¿Si me entiende?

Eduardo odiaba que lo trataran con ese tipo de condescendencia. Ya era suficiente ser un actor de mediopelo, con un color de piel inadecuado para los papeles protagónicos y una estampa que se ajustaba para los roles de lavaperros, escoltas o maleantes en los que lo encasillaba gente como Jorge. Sí, él y su madre venían de una zona humilde, desplazados por la violencia y despreciados por su propia estirpe luego de que su abuela, la más blanca de la familia, decidiera juntarse con un zambo del campo que aparte de todo era ateo.

—Marica, póngame cuidado. Esto es muy importante.

En algún momento, los tres se sentaron a una mesa en el corredor del claustro contiguo a la sala principal del teatro. Un empleado de Juan Manuel les había preguntado si querían un tinto con pan, a lo que Eduardo, siempre dispuesto a dejarse atender, dijo que sí.

—Marica, ¿usted conoce praimvídeoproductions? ¿No? —No lo dejó contestar—. Ahí está pintado, güevón.

Eduardo recibió el tinto y apuró uno de los panes. Prefería tener la boca ocupada a interpelar de alguna manera a Jorge, a ver si al fin era claro con lo que quería.

—Ellos necesitan… —Jorge continuó con el relato luego de darle un sorbo ruidoso al tinto— …necesitan un tipo que no sea muy conocido para que protagonice la mitad de la primera temporada de una serie nueva basada en un personaje real mexicano. Y no, fresco, no necesita tener acento, ya que el man se crio en Costa Rica y allá tienen un acento parecido al de acá, por lo que ellos han estado haciendo un casting secreto con agentes y agencias de Bogotá y Cali para buscar a la persona indicada. Yo les mandé por joder unos reels de usted y de otros manes que han hecho de matones y gañanes. Y ellos se interesaron en usted. Lo quieren para esa producción.

—Jorge, no le creo. Eso suena muy… muy bueno para ser verdad.

—Marica, Eduardillo, ¿cómo se le ocurre que yo le voy a salir con babitas? Güevón, esta gente es seria. Yo ya le envié un correo, antes de buscarlo por todo lado. Es que usted tampoco contesta el número que yo tengo. ¡Qué malparida rogadera!

—Hace un mes me robaron el celular, no he tenido para comprar otro y tampoco he mirado el correo desde hace rato. Ando bastante corto de plata.

—Uy, ¿de verdad? No, papá, consígase un computador y me cambia eso que le dije del sivi y del portafolio para que yo lo pueda enviar. También necesito un RUT actualizado, copia de la cédula y un certificado bancario para que le transfieran lo del anticipo, o si no tiene cuenta tocaría en cheque, pero igual es importante lo de la cédula.

—¿Anticipo?

—Güevón. Que es gente muy seria, ellos lo van a llevar a México para la preparación del personaje y para empezar a rodar. También le van a enviar el guion del piloto para que lo vaya mirando. ¿Usted no ha mirado praim?, ¿a lo bien? Eso es como nesflis, pero es de los de amaxong.

—No, ni idea. Yo ya no veo televisión —Eduardo le daba vueltas al tema del anticipo al tiempo que hacía memoria de la última vez que usó una cuenta de ahorros. De seguro ya estaba supercancelada. —Uh, la, lá, señor francés. Se la pasa leyendo a Dovstoyesky mientras bebe vino.

—Ojalá.

—Bueno, eso no importa. Si puede pille lo que ponen en esa plataforma. Cómprese un celular, lo va a necesitar. Necesito que complete todo eso antes del viernes y me lo lleve a la oficina. Primero me llama y saca una cita, marica, para que no pierda el viaje. Y allá hablamos de mi comisión por agencia.

—El diez por ciento…

—Ja, ja, ja, no güevón, ahora las tarifas están diferentes. Es el veinte.

—Pero… —Era mejor el ochenta por ciento de ese trabajo que el cien por ciento de nada—… vale, está bien. Yo consigo las cosas. Pero ¿no puede darme algo para comprarme un celular? ¿De cuánto es el adelanto?

—Grave, yo ahora no tengo sino cien mil. Y no se los puedo dar todos porque me quedo sin plata, le doy cincuenta. O deme veinte y yo le doy los cien. Con eso tengo para devolverme. Cuando lleve las cosas le digo de cuánto es el adelanto, no es para que se vuelva millonario, pero seguro se le arregla la vida un ratico. Aunque esa plata es para asegurarse de que Usted se sube al avión. No me vaya a quedar mal, güevón, porque usted ya sabe.

—No, no se preocupe Jorge.

—¿Tiene pasaporte?

—Sí.

Eduardo no recordaba en dónde lo tenía, pero lo había sacado por recomendación del mismo Jorge, tres años atrás, en espera de un papel en Ecuador.

—Entonces así quedamos, lo espero en mi oficina. Entre más rápido me lleve lo que le pedí, más rápido gestionamos lo del adelanto. Sonría, marica, que la vida le está sonriendo.

Sí, estaba contento, o más bien sorprendido por todo. Era mucho para procesar, pero ante todo estaba preocupado, algo en su interior le decía que no podía estar bien.

La maldición.

Abelardo Aguirre se estremeció mientras que Eduardo le sonreía a Juan Manuel al salir del teatro, con una mueca que hizo que el administrador del teatro se estremeciera.

4. Podría desaparecer y no se notaría la diferencia

Hemos sacado en limpio lo que hay en cada uno de nosotros. Un cerebro, un atleta, una irresponsable, una princesa y un criminal. ¿Contesta eso a su pregunta? Atentamente le saluda, el club de los cinco

Brian Johnson en «The Breakfast Club», 1985

V