El milagro original - Gilles Legardinier - E-Book

El milagro original E-Book

Gilles Legardinier

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Beschreibung

El thriller más trepidante, lleno de aventuras y, sobre todo, más divertido de 2017. Historia, suspense, ciencia y aventura en una intriga contra reloj que nos invita a viajar a lo largo de 2500 años, desde la antigua Mesopotamia al Tercer Reich, desde el Museo Británico al Japón milenario Karen Holt es agente de un servicio de inteligencia muy peculiar. Benjamin Hood es un investigador del Museo Británico que no sabe muy bien ni por dónde anda, cínico, deslenguado y con un peculiar sentido del humor. Ella investiga una espectacular serie de robos de objetos históricos por todo el mundo. Él pasa sus vacaciones en Francia, a la zaga de un amor perdido. Cuando el respetable historiador que ayudaba a Karen a rastrear a estos ladrones tan extraordinarios muere en extrañas circunstancias, a ella no le queda otro remedio que reclutar a Ben, aunque sea a la fuerza. Lo que van a vivir los desconcertará. Lo que van a descubrir los fascinará. Lo que tendrán que afrontar podría destruirlos… Una lectura entretenida y pegadiza para el verano, sobre todo para aquellos que disfrutan de este tipo de intrigas que combinan misticismo y ciencia. Libertad Digital Es buenísima. Es como ver una película de Indiana Jones y 007 juntas y en el buen sentido de la palabra.

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Ähnliche


 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El milagro original

Título original: Le premier miracle

© 2016, Éditions Flammarion, Paris

Traducción del francés de Ana Romeral

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-097-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

1

 

 

 

 

 

Era una noche un poco fría. Normalmente, al señor Kuolong no le gustaba esperar. Sin embargo, aquella noche, esperar casi le hacía feliz. Hacía mucho tiempo que este hombre de cincuenta años, delgado, de mirada adolescente, no sentía algo similar. Sobre todo ante la presencia de otra persona.

Desde el primer piso de su residencia americana, ante el ventanal del salón que dominaba su inmensa propiedad, observaba el cielo. La cena prometía ser importante. Incluso, esencial. Por primera vez, aquello no tenía nada que ver con lo profesional, más bien al contrario. Y, sin embargo, veía en ello un desafío mayor que en sus recientes tomas de poder de compañías eléctricas. Aquella noche era su parte más íntima la que esperaba encontrar su eco.

Todo había comenzado con un encuentro. A pesar de su poblada agenda de contactos, poca gente le había causado aquel efecto. Se había quedado tan impactado que incluso le había hablado de ello a su mujer.

La primera vez que se había fijado en Nathan Derings, había sido en Londres, algunos meses antes, en una exposición de la National Gallery. El museo celebraba la restauración de un excepcional lienzo de John Constable, El campo de trigo, gracias a la donación de un millonario americano, propietario de algunos casinos en Las Vegas y gran coleccionista. La flor y nata de la Europa del arte y del mecenazgo se daba cita aquella tarde bajo los auspicios de la prestigiosa institución de Trafalgar Square.

Los invitados se arremolinaban alrededor de la bucólica obra, prestándole apenas atención, más ocupados en hacer la pelota al generoso donante que en disfrutar de semejante maravilla. El evento no era más que una ocasión para pavonearse. Todos los allí presentes solo tenían en mente una idea: hacerse notar. Después, con una copa de champán en la mano, hacer fructificar sus redes de contactos ante el lujoso bufé que apenas tocarían. Al día siguiente, pasarían horas contando quiénes eran en todos los medios de comunicación habidos y por haber.

Apartado, Wang Kuolong observaba a los invitados. Según sus cálculos, él debía de ser más rico que el 97 % de cualquiera de ellos. Mucho más rico. Pero su intención no era mostrarlo. No tenía ni necesidad ni ganas de hacerlo. Había ido por el cuadro y, por tanto, esperaría para contemplarlo. El señor Kuolong sabía que, tanto en los negocios como en la vida, hay que saber situarse y esperar el momento adecuado. Por tanto, manteniéndose apartado de la mundanal efervescencia, esperaba impaciente a que la horda terminara por trasladarse hacia la siguiente parada obligatoria de esta recepción: el photocall en el salón de al lado. Cuando los últimos bárbaros vestidos de gala abandonaron finalmente la sala, Kuolong saboreó con una sonrisa de satisfacción la pequeña victoria que acababa de ofrecerle su espera.

Por fin, el silencio y la distancia necesaria para disfrutar del lienzo sin la presencia de ningún parásito. La notable composición de volúmenes y la interpretación del movimiento en las antípodas de los cánones habituales. El inimitable tratamiento de las hojas. El magnífico ímpetu con el que el perro persigue a las ovejas por el sendero que conduce hacia el horizonte. Cada detalle parecía estar a punto de cobrar vida con la menor brisa. Kuolong se entregaba a la obra con delectación.

De pronto, al otro lado de la sala, un movimiento atrajo su atención. Al principio creyó que se trataba de un vigilante de seguridad del museo, pero se equivocaba.

Él no era el único que había esperado ese momento. Otro hombre seguía aún apartado. Más joven, de pelo corto, buena presencia, vestido con elegancia y discreción. También él contemplaba el cuadro desde un poco más lejos. El señor Kuolong pensó que, teniendo en cuenta su edad, debía de gozar de mejor visión que la suya. Los dos hombres permanecieron así, absortos en su fascinación.

Cuando el desconocido se acercó a la obra, fue con la mayor delicadeza, haciendo el menor ruido posible en el noble parqué. Kuolong se percató y se acercó también él. Por supuesto, no con intención de imitarlo, sino porque sus ritmos de contacto con el lienzo estaban sincronizados. Tras la percepción del conjunto, era el turno del estudio de la técnica. Captar la obra, acortando progresivamente la distancia, hasta llegar a distinguir la pincelada. Acercarse al milagro que transforma una mancha de color perfectamente ubicada en una emoción auténtica, hasta sublimar una realidad material en un soplo de sentimiento. Aquella tarde, Kuolong se sintió tan conmovido por el genio de Constable como por descubrir un alter ego de su observación.

El desconocido dio un último paso hacia el lienzo y murmuró:

—Todo reside en la luz, ¿verdad?

Kuolong asintió feliz.

Después de finalizar juntos su experiencia artística, los dos hombres entablaron una larga conversación.

Se volvieron a encontrar, por casualidad, en Shanghái, por un Magritte. Después quedaron en Los Ángeles, delante de un Rembrandt. Fue allí, a la sombra de Retrato de un hombre, que parecía observarlos, cuando al señor Kuolong se le ocurrió la idea de contratar a Nathan Derings. Para hacerle esta propuesta, le había invitado esa noche. El magnate se había quedado prendado del carisma y del intelecto de aquel hombre, del cual había pedido a sus servicios que buscaran información. El individuo daba clase de Historia del Arte en varias universidades, pero Kuolong percibía en él otro potencial, un poder y una capacidad de análisis poco comunes, que él necesitaba.

A través del gran ventanal, bajo la luz de la luna, la inmensidad del bosque se fundía con las colinas de Montana, que se perfilaban al oeste. Una voz suave trajo a Kuolong de vuelta de su ensoñación.

—Está todo listo, señor. ¿Está seguro de que no quiere que mantenga el servicio?

—No, gracias, Donna. Disfrute de su velada.

—Quédese por lo menos con Ralph. No me gusta que usted se quede solo. La señora no aprobaría…

—No se preocupe. Si lo necesito, el equipo de seguridad está ahí.

—Como desee.

—Buenas noches, Donna. No le diga a Ralph que suba, ya le veré mañana por la mañana.

 

Cuando la empleada del hogar y el guardaespaldas abandonaron la residencia, Kuolong se dio cuenta de que, sin duda, era la primera vez que se quedaba solo. Eso le venía bien. No se alejó de su lugar de observación hasta que un minúsculo punto luminoso apareció en el cielo. El helicóptero se acercaba.

Bajó rápidamente las escaleras y salió a dar la bienvenida a su invitado, sin perder tiempo siquiera en ponerse el abrigo. Con paso decidido, bordeó la fachada de su imponente casa hecha a medida para llegar a los jardines de la parte posterior. Definitivamente, aquella noche él mismo estaba sorprendido: él, que lo que más le gustaba en el mundo era el silencio, se volvía loco de alegría con el estrépito de su helicóptero.

Levantando una gran tormenta de hojas muertas, el aparato efectuó una última vuelta antes de tomar tierra. Kuolong se protegió la cara, pero no retrocedió. En cuanto los patines de aterrizaje tocaron el suelo, Nathan Derings abrió la puerta y bajó. Para ser profesor de Historia del Arte, no parecía tener ningún problema saltando del aparato.

Kuolong le tendió la mano calurosamente. Para que pudiera oírle, a pesar del ruido, gritó:

—¡Bienvenido, señor Derings! ¡Gracias por aceptar mi invitación!

—Soy yo el que debe darle las gracias. Sin duda, debe de estar muy ocupado. ¡Y encima me envía su helicóptero!

Los hombres regresaron rápidamente a la casa. Derings se colocó el peinado al entrar en el gran recibidor. Inmediatamente se fijó en las antigüedades y en los cuadros.

—Ha conseguido hacer de la arquitectura un escaparate perfecto de su gusto por el arte… Es impresionante.

—Gracias, señor Derings.

—Nathan, si no le importa.

—A condición de que usted me llame Wang. ¿Le apetece una copa?

El invitado miró con detenimiento un antiguo telescopio expuesto en una vitrina especialmente acondicionada. El anfitrión se acercó.

—También tengo debilidad por los artefactos científicos históricos. Tengo algunas piezas bastante notables, como este telescopio. Sin duda, es gracias a él que hoy día conocemos nuestro sistema solar. Me emociona pensar que, quizá, Johannes Kepler comprendió el desplazamiento de los planetas alrededor del Sol mirando a través de este telescopio. ¿A usted no?

—Sin duda…

Los dos hombres subieron al salón. A Derings le llamaron la atención dos dibujos originales de Da Vinci, y dos sanguinas de Picasso.

—Vive rodeado de obras tan eclécticas como valiosas.

—Disfruto de ellas durante un tiempo, y después se las cedo a algún museo. Aun así, me quedo con algunas.

Kuolong pasó por detrás de la barra y observó la hilera de botellas que cubría dos estanterías. Se volvió hacia su invitado, desamparado.

—Tengo que reconocer que no estoy acostumbrado a servir… He dado la noche libre a todo el mundo para que estuviéramos tranquilos. ¿Le parece bien un bourbon solo?

—No se moleste. Ahorrémonos formalismos inútiles. ¿De qué es de lo que quería hablarme?

Kuolong agradeció lo de evitar las maniobras de acercamiento. Ante su interlocutor, tenía la sensación de que podía –y de que debía– ser directo, actuar como lo haría con un hombre de negocios y no con un profesor de universidad.

—He mandado que nos prepararan una cena ligera. ¿Quiere que nos sentemos a la mesa?

—Como usted prefiera. Estoy impaciente por escucharle, señor Kuolong.

—Wang, por favor.

Tomaron asiento, pero ninguno de los dos levantó su cubreplatos.

—Usted ya lo ha visto, dedico buena parte de mi tiempo y de mi fortuna a la salvaguarda de obras de lo más variopintas. Por medio de mi fundación compro, expongo, presto y financio. No me considero el propietario de estas manifestaciones del genio humano, sino un espectador privilegiado.

—Es una colección verdaderamente hermosa…

—Y usted, aquí, solo está viendo una ínfima parte.

—¿Qué espera de mí?

—Desearía que trabajásemos juntos. Querría hacerle responsable de la dirección operativa de mi fundación. Podríamos decidir las adquisiciones y organizar las exposiciones. Dispongo de los medios para pagarle un sueldo a la altura de la estima que siento por usted. ¿Qué me dice?

Aunque Kuolong esperaba provocar entusiasmo en su interlocutor, se llevó la desagradable sorpresa de no detectar ninguna reacción. Sin pestañear, Derings simplemente posaba sobre él aquella mirada intensa y calma que tanto le había impresionado desde la primera noche.

—Es una oferta realmente buena. Me siento halagado.

—Sin embargo, no parece tentarle tanto como yo esperaba…

—Tenga por seguro que su proposición me impresiona… Agradezco su generosidad, pero…

—Puedo convencerle.

—No sé. El dinero nunca ha sido…

—No es cuestión de dinero. Sígame.

 

 

La velada había dado un giro inesperado, pero Kuolong sabía adaptarse. Acompañó a su invitado hacia su despacho, un amplio espacio de estilo claramente asiático, decorado con antiguas pinturas sobre seda. Emocionado, pero decidido, declaró:

—Solo mi mujer y mis hijos han visto lo que voy a enseñarle. Nadie lo conoce y nadie debe conocerlo. Sea cual sea su decisión, prométame que guardará el secreto.

—Le doy mi palabra.

—Confío en usted, Nathan, y estoy seguro de que terminaremos trabajando juntos. Si no estuviera seguro de ello, no me arriesgaría a desvelarle lo que le voy a desvelar.

Se acercó a una estatuilla de jade con forma de dragón. Se inclinó hacia delante, juntando las manos. Después, como si le estuviera confiando un secreto, recitó unas frases en taiwanés. Justo al lado, una parte del muro se apartó con un movimiento sordo. Apareció un ascensor, y Kuolong pidió a su invitado que entrara con él. La puerta se cerró tras ellos y la cabina se puso en marcha.

—No soy un aficionado, Nathan, y sospecho que usted tampoco. —Derings no dijo palabra—. Lo que ha visto de mi colección no es más que la punta del iceberg. Concebí el lugar hacia el que estamos yendo para albergar mi pasión. Mi éxito me ha facilitado los medios para ser libre. Pero nada de lo que he podido realizar o amasar se acerca al valor de uno solo de los prodigios que tengo la suerte de poseer. Algunos hombres superan a los demás, y lo que ofrecen a este mundo nos enaltece a todos. —El ascensor se detuvo y la puerta se abrió delante de un largo pasillo excavado en la roca—. Decidí construir mi residencia en esta región porque es una de las zonas sísmicas más estables del mundo, y la única situada en un país libre. Aquí, mis tesoros están a salvo tanto de la locura de los hombres como de la cólera de la naturaleza.

Kuolong subió por el pasillo hasta una puerta metálica maciza, al lado de la cual había un teclado y un escáner biométrico. Marcó un código, de al menos ocho cifras, y pasó la mano por la superficie plana.

Lenta y pesadamente, el batiente cedió, dejando ver una sala de cemento desnuda y de techos bajos, tan larga, que resultaba difícil ver el fondo. A ambos lados, en las paredes, una hilera de lienzos realzados por una iluminación precisa.

Esta vez, Kuolong comprobó con satisfacción que el autocontrol del que hacía alarde su invitado no le servía para permanecer impasible frente al espectáculo que se abría ante ellos. Con un gesto, le animó a que entrara en su santuario.

Derings avanzaba sin saber dónde posar la mirada. El lugar daba cobijo a decenas de obras, algunas muy famosas, que habían desaparecido o habían sido destruidas, o que supuestamente se encontraban en manos de millonarios del Golfo. Delante de cada una de ellas, un sofá de dos plazas de cuero marrón, siempre el mismo.

—Es en este templo dedicado al genio de nuestra especie, donde vengo a preguntarme quién soy y adónde nos lleva este mundo.

—¿Y ha encontrado la respuesta, Wang?

—A decir verdad, no tengo mucha prisa por descubrirlo. Tengo miedo de que si lo descubriera, la vida perdiera a su vez misterio e interés.

Derings pasó ante un lienzo de Van Gogh.

—Así que el Retrato del doctor Gachet sobrevivió a la muerte de Ryoei Saito…

—Su familia necesitaba dinero y yo pude comprarlo. Imagínese la pérdida que habría supuesto si el último lienzo del maestro hubiera sido destruido por megalomanía… —El invitado se acercó a un lienzo de Caravaggio—. Siempre he admirado su sentido dramático —comentó Kuolong—. Además de una técnica inigualable, sabe plasmar ese instante en el que se trunca el destino. Es el único capaz de reflejar con tal intensidad cómo se rompen las almas.

Nathan retomó la visita, descubriendo clásicos y modernos entremezclados: Watteau, Soutine, Turner, Dalí…

—¿Puedo preguntarle con qué criterio los ha colocado?

—La pertinencia de su pregunta me demuestra hasta qué punto he acertado con usted… Cada una de estas obras produce emociones en mí, como las notas de una sinfonía silenciosa. He compuesto mi melodía, así que cuando recorro esta sala, un concierto absoluto suena en lo más profundo de mi ser. —Abandonando sus reservas, Kuolong se atrevió a posar su mano en el brazo de su invitado—. Trabaje conmigo, Nathan, y tendrá todo el tiempo del mundo para admirar estas maravillas. Podrá escribir artículos sobre las que más le emocionen, una nueva tesis…

Kuolong sentía que, a pesar del efecto provocado, el descubrimiento de aquel lugar aún no había logrado que el visitante se sumara a su causa. Decidió jugarse la última carta.

—Tengo algo más que enseñarle. No suelo hablar de ello. Es como si fuera mi secreto. ¿Cómo podría explicárselo? El conocimiento alcanzado gracias al talento excepcional de estos pintores me ha llevado aún más lejos. Los artistas son los genios más accesibles para el común de los mortales, pero no son los más poderosos. Ya se lo he dicho, me suelo preguntar qué sentido otorgar a este mundo, e intento, modestamente, seguir los pasos de aquellos que se aventuraron en la búsqueda de lo que nos supera. Venga conmigo.

 

 

Al fondo de la sala, detrás de una cortina de terciopelo negro, otra puerta blindada, más estrecha. Un nuevo código y un escáner ocular. Una vez realizada la identificación, apareció una salita abovedada, totalmente circular, con las paredes y el suelo construidos con piedras desgastadas por el paso del tiempo. La impresión era la de encontrarse en un cripta medieval europea. Obras de diferentes épocas se repartían en expositores, aunque lo que más llamaba la atención se encontraba, triunfante, en medio de la sala: una vitrina circular, con un extraño objeto en su interior. En cuanto lo vio, la mirada de Derings se suavizó imperceptiblemente.

Kuolong lo rodeó con avidez. Un disco de oro perfectamente pulido, del tamaño de un plato de postre, cuyos bordes de bronce tenían grabados símbolos oxidados por el verdín. Un espejo dorado de otro tiempo. El efecto reflectante era de tal pureza que Derings se podía contemplar perfectamente.

—Me siento orgulloso de mostrarle el espejo de Arrapha, un tesoro sumerio de casi cinco mil años. Es único en su género, y su historia es extraordinaria. Fue creado durante la tercera dinastía de Ur, unos dos mil quinientos años antes de nuestra era, probablemente bajo el reinado de Ur-Nammu. Admire la perfección del pulimento y la proeza que supone la unión del oro sobre la base de bronce. ¿Qué milagro hizo posible que un artesano consiguiera con sus manos lo que incluso a nuestra más sofisticada tecnología le habría costado producir hoy día? Más sorprendente todavía, si observa atentamente los signos que le rodean, distinguirá lo que podría tratarse de escritura cuneiforme asociada a otros símbolos, incluso un tipo de esvástica. He pedido ayuda a los mejores especialistas y he gastado una fortuna para intentar descubrir su significado, pero no ha servido de nada. Del rey Ur-Nammu, al cual, sin duda, tuvo que pertenecer este espejo, sabemos muy poco, solo que era un soberano visionario que reinaba en aquella época en la ciudad-estado de Ur, Mesopotamia, y que promovía la investigación en todos los campos científicos por entonces conocidos. No sabemos para qué uso estaba destinado este espejo, pero no debía de ser doméstico, ya que después fue cedido y protegido como una reliquia. El espejo de Arrapha fue descubierto, por casualidad, en el siglo XIX, en una tumba situada en Kirkouk, al norte del actual Irak, y fue vendido a anticuarios que nunca sospecharon su verdadero valor. Solo a comienzos del siglo XX, se relacionó el objeto con los textos encontrados en las tablillas de arcilla que evocan los trabajos y los experimentos llevados a cabo por los sabios de aquella época. Más tarde nos dimos cuenta de que el espejo es ligeramente radioactivo, sin que se sepa por qué.

Kuolong continuó con exaltación:

—¡Piense que, hace casi cincuenta siglos, otras manos manipularon este espejo, esperando descubrir los secretos de nuestro universo! Cuánto me gustaría conocer a sus creadores y aprender de ellos… Cuánto daría por saber lo que empujó a los poderosos de aquellos tiempos tan remotos a exigir su fabricación, por medio de tal hazaña técnica. Y aún estaría dispuesto a más con tal de saber en qué circunstancias fue utilizado.

—¿Daría su vida por saberlo?

El tono de Derings llamó la atención de Kuolong, que alzó la vista hacia él. A ambos lados de la vitrina, los dos hombres se miraron cara a cara.

—Qué pregunta más extraña, Nathan…

—Usted mencionaba cómo los arcanos del mundo se nos escapan.

—Y este espejo misterioso nos acerca a ellos, ¿verdad? ¿Qué verdades perseguían aquellos hombres? ¿Las alcanzaron? ¿Las hemos perdido nosotros desde entonces? Se abren tantos interrogantes fascinantes. Podríamos buscar juntos las claves.

—Tiene razón. Algunos hombres superan a otros. Pero no son eternos. Y si los descendientes de aquellos que conocen no son dignos de sus antecesores, entonces el progreso se pierde y la civilización da marcha atrás. ¿Qué cree usted que pensarían los sabios protegidos por Ur-Nammu de la ciencia de nuestros días?

—Interesante pregunta…

—Mientras nuestro mundo se encamina hacia su perdición, ¿cree usted que el genio de nuestras civilizaciones merece ser consagrado a la invención de esmaltes de uñas fluorescentes o a aplicaciones para perder el tiempo con un teléfono?

—Tajante conclusión, pero bastante pertinente.

—¿Por qué diablos los infieles han puesto la inteligencia al servicio del comercio en vez de al progreso de nuestra especie? ¿Por qué los sueños han sido confiscados al servicio de ridículos e insignificantes intereses? ¿Por qué deberíamos aceptar este mundo esclavo del dinero, de la inmediatez y de la vulgaridad? —Lejos de su habitual comedimiento, el invitado mostraba una faceta desconocida. Hizo una pausa antes de proseguir—: ¿Qué fuerza hace falta para liberarnos antes de que la vacuidad de nuestras vidas destruya toda posibilidad de futuro?

—Su vehemencia me sorprende, pero no me disgusta…

Derings miró fijamente a Kuolong.

—Wang, ¿estaría dispuesto a dar su vida por vislumbrar el secreto de este espejo ancestral? Yo, sí.

Lentamente, como un felino que se acerca a su presa, Nathan rodeó la vitrina. De repente, parecía más grande y poderoso.

—Señor Derings, ¿qué le sucede? Me impresiona…

—Tiene razón en algo, Wang: la historia del espejo de Arrapha es extraordinaria. Pero esta no termina en su vitrina… El espejo pertenecía, efectivamente, al rey Ur-Nammu, el cual se lo legó a su hijo Shulgi con la intención de que este continuara su obra. Este objeto no formaba parte de ningún experimento, sino que permitía al monarca observar a sus sabios, manteniéndose al resguardo en una esquina de un muro de granito. Fue al mirar su superficie cuando Ur-Nammu fue testigo del Milagro Original. Fue al tenerlo entre sus manos cuando tomó conciencia de los poderes que labraban los mundos. Fue, sin duda, gracias a él, que su hijo decidió poner su descubrimiento a salvo de la debilidad de los hombres.

—¿Cómo sabe usted todo eso?

—¿Recuerda lo primero que le dije cuando nos conocimos?

—¿A qué viene esa pregunta?

—¿Lo recuerda, sí o no?

El señor Kuolong ya no era capaz de pensar. Hizo un esfuerzo para concentrarse y, como un niño en el colegio, respondió de golpe:

—¡Ya sé! Me dijo: «Todo reside en la luz»…

—Eso fue exactamente lo que se dijeron los sabios de la época, pero sus primeros experimentos costaron la vida a todos aquellos que participaron tanto de actores como de testigos. Todos sufrieron quemaduras invisibles y murieron lentamente, presas de los más atroces sufrimientos.

—¿De dónde ha sacado esa información? —La expresión de Wang Kuolong se ensombreció. Prosiguió—: Me ha engañado, Nathan. Usted ha venido solamente a por el espejo. Conocía su valor y me ha manipulado.

—El espejo no es mi objetivo. Por sí solo no vale nada. Lo que nos interesa es lo que ha visto.

—¿Lo que ha visto?

—Las herramientas de hoy día nos permiten analizar la radiación que recibió cuando Ur-Nammu y Shulgi observaban a sus científicos. Los resultados nos ayudarán a reconstruir el experimento.

A medida que Derings se iba acercando, Kuolong retrocedía.

—¿A quién se refiere cuando dice «nosotros»? Nathan, me está asustando. ¿De dónde ha sacado esa información?

—Las respuestas a esas preguntas no le serán de ninguna utilidad.

—¿Qué va a hacer?

—Créame, querido amigo, lo siento mucho y me arrepiento. Pero no me queda otra elección, visto que nada nos puede parar.

La actitud de Derings no era lo único que había cambiado. Su voz se había vuelto grave, incluso su dicción era diferente. El ritmo de sus palabras, hipnótico, hacía pensar en una especie de poema. Kuolong sintió un escalofrío.

—¿Por qué habla así? —Chocó contra el muro que tenía detrás. Estaba acorralado—. ¡Piedad! —gritó atemorizado—. ¿Qué quiere?

—Tengo todo lo que quiero y, permítame decirle que, si fuera posible, le dejaría que se marchara. No cabe duda de que lo haría, pero no es el momento. Su camino se acaba aquí y ahora.

—¡Está loco! Estoy aterrorizado y usted declama. ¡Dígame lo que quiere, seré yo quien trabaje para usted! ¡Revéleme las claves del espejo, se lo suplico!

—¿Ese es, por tanto, el precio de su vida?

—¡Usted es un demonio!

—Y sin embargo Wang, percibe el mundo tal cual es. Si Dios ha fracasado, es el turno de que el demonio pruebe suerte.

Con un gesto rápido, el hombre agarró a su anfitrión. Kuolong se debatió, pero no tenía nada que hacer. Su agresor le tiró al suelo apretándole fuertemente contra su pecho. Con una rodilla en el suelo, le hizo presa entre sus brazos, fríamente, en una posición que solo le faltaba la gracia para parecer la Pietà de Miguel Ángel. El impostor se dobló sobre su prisionero y, con una voz inusualmente calma, le susurró al oído. Le confió lo que sabía del Milagro Original, sin ocultarle nada, como habían acordado. El precio de una vida. A pesar de su situación, el industrial escuchaba sin perder una sola palabra.

Cuando el hombre hubo acabado su relato, los ojos de Kuolong se abrieron de par en par. Ahora conocía el secreto del misterio. La marea de ideas engendradas en su mente era tal que se olvidó de toda pena y dolor. La emoción más poderosa de su existencia fue también la última, justo antes de que su verdugo la hiciera añicos. Sin duda, a Caravaggio le habría encantado pintar esta escena.

2

 

 

 

 

 

Sentado al borde de un canal de Borgoña, un hombre pescaba solo, apoyado en un plátano de sombra: curioso contraste entre su edad y su afición. Cuando uno tiene treinta y tantos, se supone que debería tener cosas mejores que hacer que pescar truchas. A primera vista, cualquier experto en el tema se daría cuenta de que el tipo no contaba ni con los materiales ni con la técnica adecuada. Sin embargo, nada de esto influiría en el resultado de su captura; porque, aun así, incluso con un equipamiento propio y mucha experiencia, nadie, en ninguna parte, ha pescado nunca nada a horas tan tempranas de la mañana. También los peces tienen derecho a dormir.

A decir verdad, era una zona muy famosa, y cuando llegaban sus sacrosantos domingos, los franceses de los alrededores invadían el camino de sirga. Los más madrugadores corrían. Después aparecían los ciclistas; y todos, progresivamente, iban dejando espacio a las familias, que paseaban, bien con sus hijos, bien con sus malditos chuchos, a veces incluso con los dos. Al menor rayo de sol, te podías topar incluso con los que paseaban en pareja, cogidos de la mano y con la plácida sonrisa de la gente feliz. Para evitar esta última categoría –la peor, en su opinión– era por lo que el hombre había llegado tan pronto.

A primeras horas de la mañana, la bruma flotaba sobre el agua y el sol era tan solo un pálido disco que apenas sobresalía de la línea del horizonte. En la otra orilla, una nutria se entretenía buscando algo para desayunar entre los altos hierbajos. Cuando, después de un movimiento de su caña, el roedor avistó al hombre, este le hizo un gesto con la mano a forma de saludo. En ese mismo momento, se sintió ridículo. Es increíble lo que uno es capaz de hacer cuando se siente solo con tal de entablar contacto.

El hombre ya había estado allí, en bicicleta y en compañía. Aunque no hiciera mucho de aquello, a él le parecía, sin embargo, que se trataba de otra época. Una época pasada. En aquel entonces había logrado la proeza de pedalear al tiempo que mantenía aquella sonrisa tan característica. La vida se había encargado de borrársela de la cara.

—¡Buenos días!

Aquella voz, saliendo de la nada, le sobresaltó. Por un momento, tuvo la sensación de que la nutria le había respondido. Se dio la vuelta y se volvió a sobresaltar al descubrir a una mujer joven y guapísima de pie en el camino. Una silueta de una elegancia incongruente con las circunstancias. Una cara fina, atravesada por un mechón de pelo, causando un efecto de lo más perturbador. Unos vaqueros ajustados y un abrigo que resaltaba su encanto.

—Buenos días… —respondió él, sin saber qué tono adoptar.

—¿Qué espera atrapar?

—Un buen resfriado.

Ella se acercó.

—¿Es usted Benjamin Horwood?

El hombre cerró los ojos, apretando los párpados con todas sus fuerzas para después abrirlos y comprobar que no estaba soñando. En aquel escenario, en el fin del mundo, donde saludaba a las nutrias, una criatura sublime, aparecida como por arte de magia, acababa de llamarle por su nombre, cuando nadie podía saber dónde se encontraba.

—Solo mi madre me llama Benjamin. Todo el mundo me llama Ben. También tengo un colega que me llama «mi ardiente cabritillo», pero preferiría que no saliera de aquí.

—Nos ha costado encontrarle.

Ben apoyó su caña de pescar para levantarse. Nada más moverse, se dio cuenta de que la humedad le había entumecido las articulaciones. Intentó quedar bien, aunque sin conseguirlo. Como una marioneta desarticulada, tuvo que apoyarse contra el árbol para, torpemente, volver a tenerse sobre sus piernas. En pocos segundos, ofreció un perfecto resumen de la evolución de la larva de escarabajo al Homo erectus. La joven le miraba sin pronunciar palabra. Cuando se encontró frente a ella, no consiguió mantenerle la mirada, de lo deslumbrante que era.

—Se le está resbalando la caña. Va a caer en el canal.

—Me la trae floja. No es mía, ni siquiera tiene anzuelo.

 

Un pequeño plof resonó en la mañana algodonosa.

—¿Quién es usted? —preguntó Ben.

—Me llamo Karen Holt.

—¿Cómo ha conseguido encontrarme?

—Su jefe nos dijo que estaba de vacaciones, después su tarjeta de crédito nos desveló en qué región se encontraba y, finalmente, su teléfono nos indicó dónde se hallaba exactamente.

—Qué romántico…

—He hecho un largo recorrido para llegar hasta usted, señor Horwood. Le necesito.

Ben miró a la desconocida inclinando la cabeza, como un perro sorprendido.

—Qué raro… Soñé que escuchaba esa misma frase, aquí mismo, pero pronunciada por otra persona. Qué pena… Usted es tan guapa. Pero ya sabe lo que ocurre cuando el amor se mete de por medio: uno ensordece, incluso a las proposiciones más seductoras.

—Trabajo para nuestro gobierno, y mis superiores desean verle urgentemente, en Londres.

—Si es por haber aparcado mi coche en la plaza de aquel cretino, dígales que ya me encargo yo de cambiarlo de sitio cuando vuelva, dentro de una o dos semanas.

—¿Nunca se toma nada en serio?

—Dígame qué merece la pena que se tome en serio…

—Le ruego que me siga, señor Horwood. Un helicóptero nos espera allá abajo, en la pradera, cerca de la esclusa.

—¡Así que era eso! Pensaba que aquel ruido infernal fuera una cosechadora.

—¿Cosechas? ¿En abril?

—Los franceses no hacen nada como el resto de la gente.

—Señor Horwood, no estoy de broma. Nos están esperando.

—Pero si yo también estoy muy serio, miss Holt. Estoy de vacaciones en Francia. Me lo estoy pasando pipa como mi amigo el roedor, y no hay nada que me obligue a seguirla. Así que pida cita a mi jefe, al que ya conoce, y, cuando esté de vuelta, estaré encantado de volver a verla.

—No me obligue a emplear otras formas diferentes a la cortesía…

—Si intenta hacerme algo, lo que sea, mi abogado se las hará pasar canutas. Es un tío duro. Un amigo de la infancia. Es él el que me llama «mi ardiente cabritillo».

La joven metió la mano en el abrigo e hizo aparecer una pistola, con la que apuntó a Ben.

—Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Aterrorizado, Horwood levantó las manos todo lo que pudo, como un niño que juega a policías y ladrones.

—¡Qué gesto más delicioso! Me quedo sin palabras… De verdad. La forma en que ha desenfundado la pipa, impecable. Fluida, elegante. Una verdadera maga. ¿Puede hacer salir volando de su manga una paloma?

Holt agitó su arma.

—Sentiría mucho tener que meterle una bala en todo el muslo en nuestra primera cita.

—No tanto como yo, Karen. Además, si empieza tan fuerte, ¿qué me hará en nuestras siguientes citas? Sería una escalada…

—Así que le da todo igual, ¿no?

—Es el drama de mi existencia, sobre todo de un tiempo a esta parte. Quizá debería comenzar a hacer terapia… ¿Usted qué piensa?

—Si quiere, podemos empezar ya mismo.

Sin pensárselo dos veces, la joven disparó a menos de un centímetro del pie de Ben. Este se puso histérico, sin ningún atisbo de dignidad. La detonación se escuchó a kilómetros.

—¡Está muy loca!

—Estupendo, creo que empieza a apreciar la vida. Es maravilloso. Me conmuevo. Me muero de ganas de dar nuestro siguiente paso. Y ahora, andando.

3

 

 

 

 

 

Antes de que terminara la mañana, Horwood se encontró en las plantas vigiladas de un edificio oficial de la capital británica. Después de una serie de controles, por los cuales Karen Holt pasó sin necesidad de firmar ningún documento, le invitó a entrar en una sala de reuniones, al fondo de la cual los esperaba un hombre maduro. No parecía demasiado alto, pero sus anchas espaldas le hacían parecer un pilar de rugby. A pesar de su envergadura, mostraba una sorprendente delicadeza en sus gestos. Con una sonrisa amigable, pero mecánica, invitó a Ben a tomar asiento enfrente de él.

—Por fin, señor Horwood. Gracias por aceptar nuestra invitación.

—¡Esto no es una invitación, es un rapto! Esta mujer me ha disparado.

—No se lo tome mal. En nuestra profesión todo el mundo hace lo mismo, continuamente. No juzgue a Karen por un desafortunado disparo. Cuando aprenda a conocerla, se dará cuenta de que es una mujer sorprendente.

—¿Se está quedando conmigo? Me habría podido matar.

—Si hubiera querido, sin duda. Y de múltiples maneras.

—Encantador. Y usted, si no le obedezco, ¿también me va a disparar?

—Entraría dentro de lo posible, aunque personalmente prefiero las inyecciones de productos químicos. Por suerte, todavía no hemos llegado a ese punto y espero poder convencerle antes de tener que obligarle.

—¿Son de Scotland Yard?

—Ellos están instalados más al este, al pie de su edificio hay un gran cartel que os avisa de que os encontráis ahí.

—¿Del MI6[1]?

—No exactamente. Pero, al igual que ellos, nacimos del Servicio Secreto de Inteligencia.

—Entonces, ¿quiénes son?

—Normalmente somos unos tíos a los que se les paga por rascarse la barriga, aunque, desde hace un tiempo, tenemos un montón de trabajo. De pronto, estamos desbordados. Intentaré explicarme. Pero, cuidado, nada de lo que sea dicho aquí deberá salir de esta habitación. Es altamente confidencial. Si se le ocurriera hablar de ello, tendría problemas… ¿He sido lo suficientemente claro?

—Un balazo y un pinchazo, ¿no?

—Qué bien que nos entendamos. A lo que estamos. Necesitamos de sus competencias como historiador de la ciencia. De inmediato. Usted fue alumno del profesor Ron Wheelan, ¿verdad?

—Efectivamente.

—¿Cuándo fue la última vez que se vieron?

—Hará dos años, en una fiesta con otro de sus antiguos estudiantes, para celebrar mi entrada en el Museo Británico.

—Dos años… Entonces no eran tan íntimos.

—Nunca he dicho que lo fuéramos.

—Sin embargo, él hablaba mucho de usted y de su proyecto de final de carrera.

—Venga ya.

—Un tema excelente: «La fascinación de los dictadores por las reliquias esotéricas». Un trabajo apasionante. Un acercamiento a la vez histórico, sociológico y arqueológico.

—¿Lo ha leído?

—Por supuesto, como tantas otras personas. En nuestro departamento, todo el mundo conoce de memoria su trabajo. Usted es nuestro superventas de referencia.

—Yo no era el único autor.

—Trabajó con una estudiante francesa, la señorita Chevalier.

—Eso es.

—Si mis fichas están al día, en la actualidad se ocupa de la adquisición de obras para el Museo de la Edad Media de Cluny, en París, ¿no es así?

—Puede ser. No tengo ni idea… ¿Qué tal le va al profesor?

—Pues no demasiado bien. De hecho, está muerto. Un accidente de carretera hará tres semanas, durante sus vacaciones.

A Ben le llevó un tiempo asimilar la noticia. Después preguntó:

—¿Es también algo propio de su profesión el anunciar la muerte de allegados como si se tratase de un simple parte meteorológico?

—Me acaba de reconocer que no era tan cercano al profesor. Espero que no sea la típica persona que monta un numerito cada vez que un simple conocido muere en algún punto del planeta. No acabaríamos nunca. Muchacho, vamos a tener que curtirlo un poco. En cualquier caso, el profesor Wheelan trabajaba para nosotros. Nos ayudaba con las investigaciones que estábamos llevando a cabo sobre algunos sucesos extraños, quizá relacionados entre sí.

—¿Es decir?

—No puedo revelarle nada antes de saber si usted piensa cooperar. Sepa, eso sí, que el Museo Británico ya ha aceptado apartarle de su actividad en favor de nuestros servicios durante el tiempo que juzguemos necesario. Por tanto, somos sus nuevos jefes. Hoy es su primer día. ¡Felicidades y bienvenido a bordo!

—¿Nunca nadie le ha dicho que no? Porque yo creo que, teniendo en cuenta sus años, va siendo importante que por fin pase por la experiencia de la frustración. Vamos a tener que curtirlo un poco, muchacho…

Sorprendido, el hombre alzó una ceja, divertido, y se dirigió a la señorita Holt:

—Karen, le doy mi permiso para golpearle.

Ella asintió con una radiante sonrisa. Ben reaccionó inmediatamente:

—Hello! ¡Estoy aquí! No estamos en una dictadura. ¡Soy un adulto libre de acción y de pensamiento! No tengo nada de lo que arrepentirme. Si van a seguir con este jueguecito, yo me levanto y me marcho.

Sus dos interlocutores estallaron en carcajadas a la vez.

Karen comentó:

—¡«Un adulto libre de acción y de pensamiento»!

Su superior añadió:

—¡Dice que se levanta y se marcha! ¡Esa sí que es buena!

—De verdad, me están acojonando.

De pronto, el hombre se puso serio:

—El miedo suele constituir una excelente base para el desarrollo de una relación sana. ¿Podemos contar con su plena y entera cooperación?

—¿Me queda otra elección?

—La modestia me impide responderle, señor Horwood.

—¿Qué quieren de mí?

—Que retome el trabajo del desaparecido profesor Wheelan en el punto donde hizo irrupción su prematura muerte. Ayúdenos a comprender lo que está sucediendo.

—¿Y si no soy capaz?

—Entonces estaremos todos bien jodidos. Es mejor que lo sepa cuanto antes: podemos perder mucho más que nuestros incentivos y nuestros moscosos. Ya ve, señor Horwood, me encantaba la idea de sentirnos inútiles. No solo porque podíamos llegar pronto a casa, sino también, y sobre todo, porque eso significaba que los problemas que nosotros podíamos resolver no existían, lo cual era una noticia excelente para todo el mundo.

—Explíquese.

—Nuestra oficina fue creada durante la Segunda Guerra Mundial, por orden directa de Churchill, cuando Hitler y Himmler intentaban echarle el guante a un buen número de reliquias y de objetos sagrados. En la época, los Aliados estaban convencidos de que el Führer iba tras un supuesto poder divino que podría fortalecerle y asegurar su supremacía. Nuestro trabajo en ese momento consistía en echar un ojo a lo que pudiera descubrir sobre ese tema y, llegado el caso, en apropiarnos de ello. Por suerte, o gracias a la voluntad del Altísimo, según las creencias de cada uno, no descubrió nada. A lo mejor, porque ninguna de sus fabulosas reliquias existía, o, quizá, porque fue sumamente torpe, mejor para nosotros.

—Ahora entiendo que le apasionara mi trabajo.

—Eso es decir poco. Como es evidente, después de la guerra, a medida que la economía mundial se iba desarrollando, los enfrentamientos se trasladaron desde los campos de batalla hacia, básicamente, el terreno tecnológico y comercial. Poco a poco, fueron recortando presupuesto para destinarlo a inteligencia industrial. Sin un maníaco totalitario que eche el ojo al Santo Grial, nuestro servicio se ha encontrado ocupándose de todo lo que no encaja en ningún otro compartimento. Y ahí estamos. Digamos, tímidamente, que hoy, si un ovni sobrevuela una zona delicada, si un hombre toca el piano como Chopin cuando nunca le han enseñado a tocarlo, o si un pirado dibuja un pentáculo satánico en una de las naves de Westminster una noche de tormenta, esa papeleta es para nosotros.

—En lo referente al ovni, no les puedo prometer nada, pero si con ello evito que vayan al paro, puedo garabatear un signo apocalíptico en los baños de la catedral de Saint-Paul…

La broma no pareció hacer gracia al hombre.

—¿Tiene fe, señor Horwood?

—Depende de en qué.

—¿Cree en el poder de los objetos sagrados que tanto han codiciado los poderosos a través de los tiempos y de los que usted habla en sus trabajos?

—Yo no hablaba de la naturaleza de estos artefactos, cuya existencia, por otro lado, casi nunca ha sido confirmada. Yo estudiaba la fascinación que estos producían y el gran despliegue de medios que solía llevarse a cabo para encontrarlos. En cuanto a sus supuestos poderes, personalmente, me mantengo más bien escéptico, aunque los años que he pasado estudiándolos me han permitido hacerme una idea de todo lo que estas antigüedades simbólicas provocan en aquellos que van tras ellas. Hoy día, los avances científicos han hecho retroceder las supersticiones. Los nuevos conocimientos han dejado obsoletas las teorías esotéricas. Los tiempos han cambiado. Hoy, para afianzar su poder, un tirano no buscaría, sin duda, la lanza de Longinus o el cetro de Salomón. Invadiría una zona petrolífera e invertiría en bolsa en activos estratégicos desde paraísos fiscales. Y, por cierto, me parece bastante triste, ya que me encantaba la idea de que todavía quedaran poderes desconocidos por resolver.

—¿Y si fuera así? ¿Y si ciertos poderes se escondieran aún detrás de los misterios que nuestra ciencia no consigue desvelar? ¿Y si un tipo lo suficientemente rico o una organización lo bastante poderosa estuviera retomando las investigaciones?

—¿En serio? ¿En este mundo tan materialista, atrapado entre rebajas y competiciones de dopados? Tendría que ser realmente un jodido iluminado…

—… O que supiera algo que nosotros ignoramos.

—¿Algún potencial candidato?

—Me encantaría presentarle una lista, pero no tengo a nadie que apuntar en ella. Mientras tanto, ya tenemos más de treinta casos y casi igual número de muertes sospechosas que nos obligan a plantearnos algunas preguntas. Desde hace un tiempo, nuestros compañeros de trabajo ya no se ríen de nosotros, ya no nos repiten aquello de «la verdad está ahí fuera». Están ocurriendo cosas sorprendentes que no responden a la lógica infame o criminal de nuestra época. Nadie entiende nada. Sus drones, sus expertos, sus escuchas y su racionalismo pretencioso no logran explicar estos casos. En lo que a mí respecta, señor Horwood, yo no creo ni en los poderes que Dios habría dejado sobre la tierra ni en el azar. Yo veo hechos, cada vez más numerosos, que esbozan un dibujo cuyo significado preferiría no tener que interpretar, ya que entonces tendría que lidiar con sus efectos devastadores. Tengo la sensación de que alguien, en alguna parte, está moviendo sus peones para jugar una partida en la que no puedo evaluar el resultado. En nuestra profesión, no existe situación peor. Ya nos llevan varias jugadas de ventaja. Y, como decía el gran Winston, es la mejor forma para que te den por saco.

—Eso explica por qué no podía esperar al final de mis vacaciones para hablar conmigo… —ironizó Ben.

—Le seguíamos la pista desde que murió Wheelan. Contábamos con ponernos en contacto con usted a su vuelta, pero ayer por la noche, en una ciudad tranquila, en una iglesia tranquila, se cometió un robo como jamás se había visto. Necesitamos sus conocimientos. Va a ir inmediatamente allí con miss Holt. Una última cosa, Horwood: no se preocupe por el muerto, concéntrese únicamente en lo que ha sido robado.

 

 

[1] MI6: Servicio de Inteligencia Secreto británico (N. de la T.).

4

 

 

 

 

 

—No me gusta el helicóptero.

—Sin embargo, esta mañana, cuando volvíamos de Francia, no parecía molestarle.

—Usted me daba miedo, eso me mantenía la mente ocupada.

—¿Ya no le doy miedo?

—Será el síndrome de Estocolmo…

—Qué forma tan extraña de apegarse a su secuestradora. Espero que no sea un chico fácil. Si le parece bien, conozco un truco para volver a asustarle…

Ben se agazapó en su lado del artefacto.

—No, gracias. No hace falta.

Se esforzó en concentrarse en los paisajes cada vez menos urbanos que desfilaban bajo el helicóptero, después decidió cerrar los ojos para no marearse. Incapaz de relajarse, terminó por volverlos a abrir discretamente, para observar a la que le escoltaba. Esta joven era todo un enigma, una mezcla atípica de encanto natural y lo que Ben interpretaba como una determinación poco común. Y siempre con ese mechón de pelo que, a pesar de su porte, parecía sorprenderla en la intimidad del sueño.

—Si me atrevo a preguntarle adónde vamos, ¿me romperá el brazo?

—¿Por qué debería hacer algo así? Vamos hacia York. Deberíamos estar allí en una hora.

Sorprendido, Ben miró a miss Holt.

—¿Así que si le pregunto responde?

—Su comentario es estúpido. Evidentemente respondo.

—Sin embargo, esta mañana, cuando quise saber qué quería de mí…

—Era diferente. Mi misión era llevarle ante mi superior. Ahora somos colegas.

—¿Colegas?

—Pues claro. Ahora somos un tándem, hasta que la muerte nos separe. ¡Le cubro las espaldas!

Para afianzar lo que acababa de decir, Karen le propinó un viril golpe en el hombro. Ben se quedó pasmado. Por dos razones: ¿cómo se podía permitir ese tipo de bromas después de haberle disparado? ¿Y cómo una mujer tan fina podía golpear tan fuerte?

Ella sonrió y le propuso:

—¿Quiere saber lo que ha pasado en York?

—¿Qué tengo que responder para no sufrir?

—Esta noche, la pequeña iglesia de la Holy Trinity ha sido forzada. La policía cree que los ladrones eran, por lo menos, dos. Uno de los voluntarios que vigilaba el lugar los descubrió. Lo han matado sin el menor miramiento.

—Pobre diablo. Pero quitando la trágica muerte, no sé qué tiene este robo de diferente. Cada día, en Europa, algunas de sus miles de iglesias y capillas son, por desgracia, víctimas del saqueo de su patrimonio.

—Los ladrones buscaban algo que incluso ignoraban su existencia los vigilantes de este lugar de culto tan antiguo. Los intrusos sabían perfectamente dónde encontrarlo, mientras que nadie tenía ni idea de que estaba allí.

—¿Cómo?

—Entraron e hicieron un agujero en un lugar determinado, hasta dar con aquello para lo que habían ido. Sin embargo, ningún historiador del lugar conocía la existencia de los objetos robados. Y aún menos su naturaleza. No se hace mención a ellos en ningún archivo.

—¿Reliquias, arte sacro?

—Aún lo ignoramos. La policía científica lleva allí desde esta mañana analizando el suelo donde estaban enterrados los objetos. Esperamos que su contacto haya dejado huellas.

—Qué historia más rara…

—Pero aún hay algo más sorprendente. El lugar no dispone de electricidad. Nunca la ha tenido. Nunca se ha autorizado ninguna toma de corriente. Aunque sigue en funcionamiento y es visitada, esta iglesia es una de las pocas en el mundo que ha escapado a los avances técnicos de nuestros tiempos. Los encargados del culto continúan protegiendo este lugar de toda influencia exterior, sin que se sepa muy bien por qué. Las misas se celebran a la luz de las velas. No se permite la instalación de ninguna antena de repetición en sus inmediaciones.

—Un remanso de paz a salvo del tiempo…

—Podrá hablar de ello con uno de los expertos con los que cuenta la policía. Lo más raro de todo es que nuestros ladrones han respetado escrupulosamente esta característica, aunque hacerlo les complicara la vida. Han usado velas para tener luz y han excavado con la única ayuda de sus brazos. No han usado ninguna herramienta eléctrica.

—Eso quiere decir que no solo conocían esta peculiaridad, sino que además la han respetado.

—Evidentemente.

—¿Y cómo es que los mismos que no han perdonado la vida al vigilante han estado dispuestos a aceptar esto?

Pensativo, Ben frunció el ceño y miró hacia fuera.

—Parece que ya no le da miedo el helicóptero —constató Karen—. Se diría que empieza a tomarse en serio algo más aparte de sus miedos.

5

 

 

 

 

 

El coche de policía que había ido a recoger a los dos visitantes rodeó la majestuosa catedral de York, para bajar por Goodramage. El vehículo se paró delante de una verja alta, coronada por un aro de piedra y rodeada por dos hileras de casitas antiguas. Un policía vigilaba la entrada.

En esta época del año, el corazón de la ciudad histórica todavía no estaba invadido por turistas. Ben salió el primero y Karen enseñó su carné al agente. Este los dejó entrar de inmediato.

—El inspector Ashbury los está esperando.

La modesta iglesia resultaba invisible desde la calle, emplazada en un jardín rodeado de casas adosadas que formaban una auténtica muralla a su alrededor. En el acceso al edificio de origen románico, entre algunos árboles de pequeñas dimensiones, viejas estelas funerarias cubiertas de musgo y con inscripciones gastadas por el tiempo jalonaban un césped perfectamente cortado.

En el umbral del edificio, dos hombres hablaban. El más joven dio la bienvenida a los recién llegados:

—Inspector Ashbury, de la policía de North Yorkshire. ¿Vienen de Londres?

—Siento la espera —se disculpó miss Holt—, hemos venido tan pronto como nos ha sido posible.

—Se han llevado el cadáver esta mañana, aunque no creo que sea lo que más les interese. Sus colegas de la científica todavía están trabajando.

El inspector presentó al hombre con el que estaba hablando hasta ese momento:

—Malcon Drew, representante de la Church Conservation Trust y especialista en este lugar.

El hombre estaba visiblemente en estado de shock por el drama acontecido la noche anterior.

—Es horrible —comenzó—. John se dedicaba en cuerpo y alma a esta iglesia. Vivía ahí, justo detrás. —Señaló el lugar y continuó—: Sin duda, tuvo que ver sus luces. Es un crimen imperdonable. Espero que detengan a los culpables.

—Para eso estamos aquí —respondió miss Holt.

Al entrar en la iglesia, Ben dio instantáneamente un salto en el tiempo. La única iluminación provenía de los candelabros colgados o colocados al final de las filas de bancos. Ben identificó algunas vidrieras de cierto interés, sin duda del siglo XV, pero lo que más le llamó la atención fue la distribución y el mobiliario tan poco comunes. Frente a un altar de una gran sobriedad, la nave se dividía en su totalidad en pequeños recintos rectangulares delimitados por paneles de madera que llegaban a la cintura, en los cuales cada familia o cada grupo tomaba asiento durante las celebraciones. Nada de filas de sillas, nada de bancos, solo estalos cerrados magníficamente conservados. Según avanzaba, Ben se dio cuenta de que los pasillos que circundaban la nave estaban pavimentados con lápidas. Había una silueta trazada toscamente en el suelo, en la esquina del que salía hacia la derecha, con serrín rojizo a la altura de la cabeza.

—Aquí es donde se ha encontrado su cuerpo —señaló su guía, conmovido.

El pasillo central estaba obstruido por un montón de tierra. Al pie de un pilar, en un estalo con la puerta abierta, dos hombres en bata blanca estaban de rodillas. También ellos trabajaban a la luz de las velas, junto a una apertura en el suelo.

—Es un pequeño sótano, normalmente está tapado con una trampilla cerrada con cerrojo —explicó Malcon Drew—. La han forzado, se han colado dentro y han excavado.

—¿No han tocado nada más? —preguntó Ben.

—Nada del mobiliario, nada de los cofres litúrgicos ni de los relicarios que, sin embargo, podrían valer un buen dinero.

—Este sótano es raro en un sitio así. ¿Para qué servía?

—Data de los orígenes de este lugar. Para ser sinceros, no sabemos a ciencia cierta para qué podía servir. Aparece citado en los registros de 1316, época en la que William de Langetoft obtuvo el permiso para mandar construir las once casas de la calle. Ni siquiera pensamos que pudiera marcar la entrada de un subterráneo. Quizá servía de despensa, cuando todavía no se había construido la sacristía. O de escondite. El caso es que nunca fue cubierto de tierra y, contra toda lógica, se conservó cuando se construyeron el suelo y los estalos en el siglo XVIII.

—¿No saben qué había en su interior?

—No. Conozco esta iglesia desde hace más de cuarenta años, y solo he visto la trampilla abierta una vez. Ni siquiera sabía que tenía llave. Para nosotros, no era más que un viejo espacio vacío. La Holy Trinity data del siglo XI. Es un lugar muy especial. Las casas que la protegen fueron construidas para que con su alquiler se financiara el mantenimiento y el culto.

—¿Dice «las casas que la protegen»? Pero ¿de qué?

—En general, las iglesias se construían a la vista. Esta fue expresamente encerrada por estos edificios, a salvo. Lo más sorprendente es que, a pesar de los diversos trabajos de remodelación del barrio llevados a cabo a lo largo de los siglos, y al contrario de lo que les ha pasado a muchas otras en la zona, esta iglesia nunca fue eliminada.

—¿Alguna explicación?

—Se dice que era un lugar sagrado incluso antes de que los romanos fundaran la ciudad.

—¿Ninguna excavación, ninguna cimentación que pueda sacar a la luz lo que buscaban los ladrones?

—No. En sus mil años de existencia, este lugar ha sido ampliado, reforzado, pero nunca se ha destruido nada de su emplazamiento original. Ahora que lo pienso, es bastante extraño, pero la fosa se sitúa exactamente en el centro del pequeño edificio que originariamente ocupaba el lugar… Todas las construcciones que le siguieron a lo largo de los siglos fueron construidas a su alrededor.

Un tercer hombre en bata blanca emergió del sótano. Se quitó su máscara antipolvo y declaró:

—Tengo una pista sobre la forma de uno de los objetos enterrados.

—¿Es decir? —peguntó Ben.

—La huella parcial dejada en la tierra revela un objeto piramidal de unos quince centímetros de alto.

—¿Alguna idea sobre su material?

—De momento, ninguna. Habrá que esperar a los análisis para poder decirlo con precisión. Por el momento, estamos cartografiando y tomando muestras. La prohibición del uso de electricidad complica todo…

—¿Otros elementos?

—Sabemos que eran dos los objetos enterrados. La pequeña pirámide estaba envuelta en cuero o en un tejido del que hemos podido tomar muestras de sus fibras en el terraplén. El segundo objeto era, con toda certeza, un estuche, sin duda de madera, con piel. A simple vista, parece probable que la tierra que los rodeaba no hubiera sido descompactada durante siglos…

Ben se asomó a la fosa para intentar ver.

—¿Cómo sabían dónde buscar? ¿Y por qué han venido justo a por estos objetos?

Karen le susurró al oído:

—Nada de razonamientos ni comentarios delante de personas ajenas al departamento, por favor.

Ben se dio la vuelta hacia ella, con su cara pegada a la suya.

—¿Qué hará? ¿Me volverá a disparar, con todos estos testigos, la mayoría de ellos polis?

Miss Holt retrocedió sin más y se dirigió al equipo de la policía científica:

—Gracias, señores. Esperamos sus conclusiones, en cuanto sea posible.

6

 

 

 

 

 

Para hacer su pregunta, Karen esperaba el momento preciso en que el helicóptero despegara. El tono espontáneo con el que pensaba expresarse no debía dejar traslucir en absoluto sus intenciones. La doble ambición de esta pregunta anodina era, en efecto, hacer que Ben se olvidara de su angustia en el momento del despegue y entablar conversación, aunque era evidente que a él no le apetecía.

—¿Ha dormido bien? —preguntó ella.

Como si hubiera estado esperando esta pregunta, para quitarse de encima un gran peso, Horwood reaccionó de inmediato:

—¿Dormido? Imposible pegar ojo. Ayer, a esta misma hora, todavía estaba de vacaciones y mis problemas se limitaban a elegir el restaurante en el que comer. Todo iba bien. Hasta que me encuentro metido de lleno en su historia, durmiendo de pie.

—Dormir de pie, ya es dormir…

—Muy graciosa. ¿Así que no se toma en serio mis problemas?

—Dígame por cuáles merece la pena hacerlo…

Ben entornó los ojos y plantó cara a su vecina. Esta vez, estaba listo para enfrentarse a los increíbles ojazos de miss Holt, aunque fuera con miradas asesinas, si hacía falta. Pero ella pareció impasible a su presunta cara de cabreo. Peor aún, se sentía desarmado por aquella con la que supuestamente se tenía que enfrentar. Él, que siempre había tenido debilidad por las respuestas espontáneas, no se mostraba a la altura si además tenía que enfrentarse al encanto. Su tendencia a la malicia se disipó en una sonrisa incontrolada.

—Está esperando el mejor momento para devolvérmela.

—Las emboscadas son una de mis especialidades.

—No es de las que olvidan.

—Es mi sino.

Con la esperanza de evitar que la joven se diera cuenta de que estaba impresionado, Ben se dio la vuelta y retomó la conversación:

—Bromas aparte, hay motivos para estar preocupado. Toda esta historia me perturba tanto, que esta mañana, cuando me he despertado, esperaba que todo fuera un sueño. ¡Una pesadilla, debería decir! Este crimen, los objetos enterrados a saber desde cuándo en esa iglesia tan rara, y que de pronto son robados… ¿Sabe?, yo solo soy un investigador. Llevo una vida tranquila, sin líos, empiezo a mi hora, hago mi trabajo, termino a mi hora. Pago mis impuestos, intento comer sano. Aparte de mi madre, que hace todo lo posible y de las maneras más ridículas para que me case con la primera que pilla, mis relaciones más íntimas son con una planta que tengo en mi despacho y que no termina de morirse y con un gato que, a pesar de que le acaricio cada vez que me lo encuentro en el edificio, se empeña en hacerse pis en mi felpudo…

—Y se supone que somos las mujeres las que contamos nuestra vida a la mínima ocasión…

—Adelante, ríase de mí, no se preocupe. Este tipo de matanzas esotéricas es, quizá, su día a día; pero para mí, es de lo más nuevo y de lo más desestabilizador.